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Las metamorfosis: Libro III

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Las metamorfosis
de Ovidio
Libro III


Cadmo (1 - 137)

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     Y ya el dios, dejada del falaz toro la imagen,
 él se había confesado, y los dicteos campos tenía;
 cuando su padre, de ello ignorante, a Cadmo perquirir a la raptada
 impera, y de castigo, si no la encontrara, añade
 el exilio, por tal hecho él piadoso, y execrable él por el mismo. 5
 Todo el orbe lustrado (¿pues quién sorprender pueda
 los hurtos de Júpiter?), prófugo, su patria y la ira de su padre
 evita el Agenórida, y de Febo los oráculos suplicante
 consulta, y cuál sea la tierra que ha de habitar requiere:
 «Una res», Febo dice, «a tu encuentro saldrá en unos solitarios campos, 10
 sin haber sufrido ningún yugo, y de curvo arado inmune.
 Con ella de guía coge las rutas y, en la hierba que descanse,
 unas murallas ponte a fundar y beocias las llama».
 No bien Cadmo había descendido de la castalia caverna,
 incustodiada, lentamente ve ir a una novilla, 15
 sin que ningún signo de servidumbre en su cerviz llevara.
 La sigue, y, marcado, lee las huellas de su paso,
 y al autor de su ruta, a Febo, taciturno, adora.
 Ya los vados del Cefiso, y de Pánope había evadido los campos:
 la res se detuvo y levantando, especiosa con sus cuernos altos, 20
 al cielo su frente, con mugidos impulsó las auras,
 y así, volviéndose a mirar a los acompañantes que sus espaldas seguían,
 se postró, y su costado abajó en la tierna hierba.
 Cadmo da las gracias y a esa peregrina tierra besos
 une, y desconocidos montes y campos saluda. 25
 Sus sacrificios a Júpiter a hacer iba: manda ir a unos ministros
 y buscar, las que libaran, de las vivas fontanas ondas.
     Una espesura vieja se alzaba, por ninguna segur violada,
 y una gruta en el medio, de varas y mimbre densa,
 efectuando, humilde en sus ensambladuras de piedra, un arco, 30
 fecunda en fértiles aguas; donde, escondida en su caverna,
 una serpiente de Marte había, por sus crestas insigne y su oro:
 de fuego rielan sus ojos, su cuerpo henchido todo de veneno,
 y tres rielan sus lenguas, en tríplice orden se alzan sus dientes.
 Esta floresta, después de que los marchados del pueblo tirio 35
 con infausto paso tocaron, y, bajada a las ondas,
 la urna hizo un sonido, la cabeza sacó de su larga caverna
 la azulada serpiente y horrendos silbidos lanzó.
 Se derramaron las urnas de sus manos, y la sangre abandonó
 su cuerpo y un súbito temblor ocupa atónitos sus miembros. 40
 Ella, escamosos, en volubles nexos sus orbes
 tuerce, y de un salto se curva en inmensos arcos,
 y en más de media parte erguida hacia las leves auras
 bajo sí contempla todo el bosque y de tan grande cuerpo es, cuanto,
 si toda la contemplas, la que separa a las gemelas Osas. 45
 Y no hay demora, a los fenicios, ya si para ella las armas preparaban
 ya si la huida, ya si el mismo temor les prohibía ambas cosas,
 ocupa: a éstos de un mordisco, de largos abrazos a aquéllos,
 a éstos mata con el aflato de su funesto -de su podre- veneno.
     Había hecho exiguas ya el sol, altísimo, las sombras: 50
 qué demora sea la de sus compañeros asombra de Agenor al nacido,
 y rastrea a los hombres. Su cobertor, desgarrado de un león,
 el pellejo era, su arma una láncea de esplendente hierro,
 y una jabalina, y, más prestante que arma alguna, su ánimo.
 Cuando al bosque entró y matados sus cuerpos vio 55
 y vencedor sobre ellos, de espacioso cuerpo, al enemigo,
 sus tristes heridas lamiendo con sanguínea lengua:
 «O el vengador, fidelísimos cuerpos, de vuestra muerte,
 o su compañero», dice, «seré». Así dijo, y con la diestra una molar
 levantó y, grande, con gran conato se la mandó. 60
 De ella con el empuje, aunque, arduas con sus torres excelsas,
 murallas movido se habrían, la serpiente sin herida quedó,
 de una loriga al modo por sus escamas defendida, y de su negro
 pellejo con la dureza, vigorosos, con la piel repelió los golpes.
 Mas no con la dureza misma la jabalina también venció, 65
 la cual, en mitad de la curvatura de su flexible espina clavada,
 se irguió y todo descendió en sus ijares su hierro.
 Ella, del dolor feroz, la cabeza para sus espaldas retorció
 y sus heridas miró y el clavado astil mordió,
 y éste, cuando con fuerza mucha lo hubo inclinado a parte toda, 70
 apenas de su espalda lo arrebató; el hierro, aun así, en sus huesos quedó prendido.
 Entonces, en verdad, después de que a sus acostumbradas iras se allegó
 un motivo reciente, se hincharon sus gargantas de sus llenas venas,
 y una espuma blanquecina circunfluye por sus pestíferas comisuras,
 y la tierra suena raída por sus escamas, y el hálito que sale 75
 negro de su boca estigia, corrompidas, infecta las auras.
 Ella, ora en espiras que un inmenso orbe hacen
 se ciñe, a las veces, que una larga viga más recta se yergue,
 con una embestida ahora vasta, cual concitado por las lluvias un caudal,
 muévese, y, a ella opuestas, arrasa con su pecho las espesuras. 80
 Se retira el Agenórida un poco, y con el despojo del león
 sostiene sus incursos y su acosante boca retarda,
 su cúspide tendiéndole delante; se enfurece ella e inanes heridas
 da al duro hierro y clava en la punta los dientes.
 Y ya de su venenífero paladar sangre a manar 85
 había empezado, y con su aspersión había bañado, verdes, las hierbas.
 Pero leve la herida era, porque que ella a sí se retraía del golpe
 y sus heridos cuellos daba atrás, y que tajo asestara
 retirándose impedía, y no más lejos ir permitía,
 hasta que el Agenórida, puesto el hierro en la garganta, 90
 sin dejar de seguirla la empujó, mientras, yendo ella hacia atrás, una encina
 le cerró el paso, y clavada quedó al par, con el madero, su cerviz.
 Del peso de la serpiente curvóse el árbol, y por la parte
 inferior al ser flagelada de la cola, su madera gimió.
 Mientras el espacio el vencedor considera de su vencido enemigo, 95
 una voz de repente oída fue, y no estaba reconocer de dónde
 al alcance, pero oída fue: «¿Por qué, de Agenor el nacido, la perecida
 serpiente miras? También tú mirado serás como serpiente».
     Él, largo tiempo asustado, al par con la mente el color
 había perdido, y de gélido terror sus cabellos se arreciaron: 100
 he aquí que de este varón la bienhechora, deslizándose por las superiores auras,
 Palas llega, y removida ordena someter a la tierra
 los viborinos dientes, incrementos del pueblo futuro.
 Obedece, y cuando un surco hubo abierto, hundido el arado
 esparce en la tierra, mortales simientes, los ordenados dientes. 105
 Después -que la fe cosa mayor- los terrones empezaron a moverse,
 y primera de los surcos el filo apareció de un asta,
 las coberturas luego de sus cabezas, cabeceando con su pintado cono,
 luego los hombros y el pecho y cargados los brazos de armas
 sobresalen, y crece un sembrado, escudado, de varones: 110
 así, cuando se retiran los tapices de los festivos teatros,
 surgir las estatuas suelen, y primero mostrar los rostros,
 lo demás poco a poco, y en plácido tenor sacadas,
 enteras quedan a la vista, y en el inferior margen sus pies ponen.
 Aterrado por este enemigo nuevo, Cadmo a empuñar las armas se preparaba: 115
 «No empuña», de este pueblo, al que la tierra había creado, uno
 exclama, «y no en civiles guerras te mezcla».
 Y así, de sus terrígenas hermanos a uno, de cerca,
 con su rígida espada hiere; por una jabalina cae, de lejos, él mismo.
 Este también que a la muerte le diera, no más largo que aquél 120
 vive, y expira las auras que ora recibiera,
 y con ejemplo parejo se enfurece toda la multitud, y por su propio
 Marte caen por sus mutuas heridas los súbitos hermanos.
 Y ya, con tal espacio de breve vida la agraciada juventud,
 a su sanguínea madre golpes de duelo daba en su tibio pecho, 125
 cinco los sobrevivientes: de los cuales fue uno Equíon.
 Él sus armas arrojó al suelo por consejo de la Tritónide,
 y de fraterna paz palabra pidió y dio.
 Éstos de su obra por acompañantes tuvo el sidonio huésped,
 cuando puso, ordenado por las venturas de Febo, la ciudad. 130
     Ya se alzaba Tebas; pudieras ya, Cadmo, parecer
 en tu exilio feliz: suegros a ti Marte y Venus
 te habían tocado; aquí añade la alcurnia de esposa tan grande,
 tantas hijas e hijos y, prendas queridas, tus nietos,
 éstos también, ya jóvenes; pero claro es que su último día 135
 siempre de aguardar el hombre ha, y decirse dichoso
 antes de su óbito nadie, y de sus supremos funerales, debe.

Diana y Acteón (138 - 252)

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La primera tu nieto, entre tantas cosas para ti, Cadmo, propicias, causa fue de luto, y unos ajenos cuernos a su frente añadidos; y vosotras, canes saciadas de una sangre dueña vuestra. 140 Mas, bien si buscas, de la fortuna un crimen en ello, no una abominación hallarás, pues, ¿qué abominación un error tenía? El monte estaba infecto de la matanza de variadas fieras, y, ya el día mediado, de las cosas había contraído las sombras, y el sol por igual de sus metas distaba ambas, 145 cuando el joven, por desviadas guaridas a los que vagaban, a los partícipes de sus trabajos, con plácida boca llama, el hiantio: «Los linos chorrean, compañeros, y el hierro, de crúor de fieras, y fortuna el día tuvo bastante. La siguiente Aurora cuando, transportada por sus zafranadas ruedas, la luz reitere, 150 el propuesto trabajo retomaremos; ahora Febo de ambas tierras lo mismo dista, y hiende con sus vapores los campos. Detened el trabajo presente y nudosos levantad los linos». Las órdenes los hombres hacen e interrumpen su labor. Un valle había, de píceas y agudo ciprés denso, 155 por nombre Gargafie, a la ceñida Diana consagrado, del cual en su extremo receso hay una caverna boscosa, por arte ninguna labrada: había imitado al arte con el ingenio la naturaleza suyo, pues, con pómez viva y leves tobas, un nativo arco había trazado. 160 Un manantial suena a diestra, por su tenue onda perlúcido, y por una margen de grama estaba él en sus anchurosas aberturas ceñido. Aquí la diosa de las espesuras, de la caza cansada, solía sus virgíneos miembros con líquido rocío regar. El cual después que alcanzó, de sus ninfas entregó a una, 165 la armera, su jabalina y su aljaba y sus arcos destensados. Otra ofreció al depuesto manto sus brazos. Las ligaduras dos de sus pies quitan; pues más docta que ellas la isménide Crócale, esparcidos por el cuello sus cabellos, los traba en un nudo, aunque los había ella sueltos. 170 Recogen licor Néfele y Híale y Ránide, y Psécade, y Fíale, y lo vierten en sus capaces urnas. Y mientras allí se lava la Titania en su acostumbrada linfa, he aquí que el nieto de Cadmo, diferida parte de sus labores, por un bosque desconocido con no certeros pasos errante, 175 llega a esa floresta: así a él sus hados lo llevaban. El cual, una vez entró, rorantes de sus manantiales, en esas cavernas, como ellas estaban, desnudas sus pechos las ninfas se golpearon al verle un hombre, y con súbitos aullidos todo llenaron el bosque, y a su alrededor derramadas a Diana 180 con los cuerpos cubrieron suyos; aun así, más alta que ellas la propia diosa es, y hasta el cuello sobresale a todas. El color que, teñidas del contrario sol por el golpe, el de las nubes ser suele, o de la purpúrea aurora, tal fue en el rostro, vista sin vestido, de Diana. 185 La cual, aunque de las compañeras por la multitud rodeada suyas, a un lado oblicuo aun así se estuvo y su cara atrás dobló y, aunque quisiera prontas haber tenido sus saetas, las que tuvo, así cogió aguas y el rostro viril regó con ellas, y asperjando sus cabellos con vengadoras ondas, 190 añadió estas, del desastre futuro prenunciadoras, palabras: «Ahora para ti, que me has visto dejado mi atuendo, que narres -si pudieras narrar- lícito es». Y sin más amenazar, da a su asperjada cabeza del vivaz ciervo los cuernos, da espacio a su cuello y lo alto aguza de sus orejas, 195 y con pies sus manos, con largas patas muta sus brazos, y vela de maculado vellón su cuerpo; añadido también el pavor le fue. Huye de Autónoe el héroe, y de sí, tan raudo, en la carrera se sorprende misma. Pero cuando sus rasgos y sus cuernos vio en la onda: 200 «Triste de mí», a decir iba: voz ninguna le siguió. Gimió hondo: su voz aquélla fue, y lágrimas por una cara no suya fluyeron; su mente solamente prístina permaneció. ¿Qué haría? ¿Volvería, pues, a su casa y a sus reales techos, o se escondería en los bosques? El temor esto, el pudor le impide aquello. 205 Mientras duda, lo vieron los canes, y el primero Melampo e Icnóbates el sagaz con su ladrido señales dieron: gnosio Icnóbates, de la espartana gente Melampo. Después se lanzan los otros, que la arrebatadora brisa más rápido, Pánfago y Dorceo y Oríbaso, árcades todos, 210 y Nebrófono el vigoroso y el atroz, con Lélape, Terón, y por sus pies Ptérelas, y por sus narices útil Agre, e Hileo el feroz, recién golpeado por un jabalí, y de un lobo concebida Nape, y de ganados perseguidora Pémenis, y de sus nacidos escoltada Harpía dos, 215 y atados llevando sus ijares el sicionio Ladón, y Dromas y Cánaque y Esticte y Tigre y Alce, y de níveos Leucón, y de vellos Ásbolo negros, y el muy vigoroso Lacón, y en la carrera fuerte Aelo, y Too y veloz, con su chipriota hermano, Licisca, 220 y en su negra frente distinguido en su mitad con un blanco, Hárpalo, y Melaneo, e hirsuta de cuerpo Lacne, y de padre dicteo pero de madre lacónide nacidos Labro y Agriodunte, y de aguda voz Hiláctor, y cuantos referir largo es: esa multitud, con deseo de presa, 225 por acantilados y peñas y de acceso carentes rocas, y por donde quiera que es difícil, o por donde no hay ruta alguna, le persiguen. Él huye por los lugares que él había muchas veces perseguido, ay, de los servidores huye él suyos. Gritar ansiaba: «¡Acteón yo soy, al dueño conoced vuestro!». 230 Palabras a su ánimo faltan: resuena de ladridos el éter. Las primeras heridas Melanquetes en su espalda hizo, las próximas Teródamas, Oresítropo prendióse en su antebrazo: más tarde había salido, pero por los atajos del monte anticipada la ruta fue; a ellos, que a su dueño retenían, 235 la restante multitud se une y acumula en su cuerpo sus dientes. Ya lugares para las heridas faltan; gime él, y un sonido, aunque no de un hombre, cual no, aun así, emitir pueda un ciervo, tiene, y de afligidas quejas llena los cerros conocidos, y con las rodillas inclinadas, suplicante, semejante al que ruega, 240 alrededor lleva, tácito, como brazos, su rostro. Mas sus compañeros la rabiosa columna con sus acostumbrados apremios, ignorantes, instigan, y con los ojos a Acteón buscan, y, como ausente, a porfía a Acteón llaman -a su nombre la cabeza él vuelve- y de que no esté se quejan 245 y de que no coja, perezoso, el espectáculo de la ofrecida presa. Querría no estar, ciertamente, pero está, y querría ver, no también sentir, de los perros suyos los fieros hechos. Por todos lados le rodean, y hundidos en su cuerpo los hocicos despedazan a su dueño bajo la imagen de un falso ciervo, 250 y no, sino terminada por las muchas heridas su vida, la ira se cuenta saciada, ceñida de aljaba, de Diana.

Júpiter, Sémele y Baco (253 - 315)

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     El rumor en ambiguo está: a algunos más violenta de lo justo
 les pareció la diosa, otros la alaban y digna de su severa
 virginidad la llaman; las partes encuentran cada una sus causas. 255
 Sola de Júpiter la esposa no tanto de si lo culpa o lo aprueba
 diserta, cuanto del desastre de la casa nacida de Agenor
 se goza, y, de su tiria rival recabado, transfiere
 de su estirpe a los socios su odio: sobreviene, he aquí, que a la previa,
 una causa reciente, y se duele de que grávida de la simiente del del gran 260
 Júpiter esté Sémele. Entonces su lengua en disputas desata:
 «¿He conseguido qué, pues, tantas veces con las disputas?», dijo.
 «A ella misma de buscar yo he; a ella, si máxima Juno
 ritualmente me llamo, la perderé, si a mí con mi diestra, de gemas guarnecidos,
 los cetros sostener me honra, si soy reina, y de Júpiter 265
 la hermana y la esposa -cierto la hermana-. Mas, pienso yo, 'con el hurto se ha
 contentado ella, y del tálamo breve es la injuria nuestro':
 ha concebido, esto faltaba, y manifiestos los crímenes lleva
 en su útero pleno, y madre, lo que apenas a mí me ha tocado, del único
 Júpiter quiere hacerse: tanta es su confianza en su hermosura. 270
 Que la engañe a ella haré, y no soy Saturnia, si no,
 por el Júpiter suyo sumergida, penetra en las estigias ondas».
     Se levanta tras esto de su solio y en una fulva nube recóndita
 al umbral acude de Sémele y no las nubes antes eliminó
 de simularse una vieja y de ponerse a las sienes canas 275
 y surcarse la piel de arrugas y curvados con tembloroso
 paso sus miembros llevar; su voz también la hizo de vieja,
 y la propia era Béroe, de Sémele la epidauria nodriza.
 Así pues, cuando buscada conversación y mucho tiempo hablando
 al nombre vinieron de Júpiter, suspira y: «Pido 280
 Júpiter que sea», dice, «temo, aun así, todo: muchos
 en nombre de los divinos en tálamos entraron pudorosos.
 Y no, aun así, que sea Júpiter bastante es; dé una prenda de su amor,
 si sólo el verdadero éste es, y tan grande y cual por la alta
 Juno es recibido, tan grande y tal, pedirásle, 285
 te dé a ti sus abrazos, y sus insignias antes coja».
     Con tales palabras a la ignorante Cadmeida Juno
 había formado: le ruega ella a Júpiter, sin nombre, un regalo.
 A la cual el dios: «Elige», le dice, «ningún rechazo sufrirás,
 y para que más lo creas, del estigio torrente también cómplices 290
 han de ser los númenes: el temor y el dios él de los dioses es».
 Alegre con su mal y demasiado pudiendo y próxima a morir de su amante
 por la complacencia, Sémele: «Cual la Saturnia», dijo,
 «te suele abrazar, de Venus cuando al pacto entráis,
 date a mí tal». Quiso el dios la boca de quien hablaba 295
 tapar: había salido ya su voz apresurada bajo las auras.
 Gimió hondo, y puesto que ni ella no haber deseado, ni él
 no haber jurado puede, así pues, afligidísimo, al alto
 éter ascendió y con su rostro obedientes a las nubes
 arrastró, a las que borrascas, y mezclados relámpagos con vientos 300
 añadió y truenos y el inevitable rayo.
 Con todo, hasta donde puede, fuerzas a sí quitarse intenta
 y no con el fuego que al centímano había derribado, a Tifeo,
 ahora ármase con ése: demasiada fiereza en él hay.
 Hay otro más leve rayo, al que la diestra de los Cíclopes 305
 de violencia y de llama menos, menos añadió de ira:
 armas segundas los llaman los altísimos; los empuña a ellos y en la casa
 entra Agenórea. El cuerpo mortal los tumultos
 no soportó etéreos, y con los dones conyugales ardió.
 Inacabado todavía el pequeño, del vientre de su genetriz 310
 es arrebatado y, tierno, si de creer digno es, cóselo dentro
 de su paterno muslo y los maternos tiempos completa.
 Furtivamente a él en sus primeras cunas Ino, su tía materna,
 lo cría, después, dado a ellas, las ninfas Niseidas en las cavernas
 lo ocultaron suyas y de leche alimentos le dieron. 315

Tiresias (316 - 338)

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    Y mientras estas cosas por las tierras, según fatal ley, pasan,
 y seguros del dos veces nacido están los paños de cuña, de Baco,
 por azar que Júpiter, recuerdan, disipado él por el néctar, sus cuidados
 había apartado graves, y con la desocupada Juno agitaba
 remisos juegos, y: «Mayor el vuestro en efecto es, 320
 que el que toca a los varones», dijo, «el placer».
 Ella lo niega; les pareció bien cuál fuera la sentencia preguntar
 del docto Tiresias: Venus para él era, una y otra, conocida,
 pues de unas grandes serpientes, uniéndose en la verde
 espesura, sus dos cuerpos a golpe de su báculo había violentado, 325
 y, de varón, cosa admirable, hecho hembra, siete
 otoños pasó; al octavo de nuevo las mismas
 vio y: «Es si tanta la potencia de vuestra llaga»,
 dijo, «que de su autor la suerte en lo contrario mude:
 ahora también os heriré». Golpeadas las culebras mismas, 330
 su forma anterior regresa y nativa vuelve su imagen.
 El árbitro este, pues, tomado sobre la lid jocosa,
 las palabras de Júpiter afirma; más gravemente la Saturnia de lo justo,
 y no en razón de la materia, cuéntase que se dolió,
 y de su juez con una eterna noche dañó las luces. 335
 Mas el padre omnipotente -puesto que no es lícito vanos a ningún
 dios los hechos hacer de un dios-, por la luz arrebatada,
 saber el futuro le dio y un castigo alivió con un honor.
 

Narciso y Eco (339 - 510)

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     Él, por las aonias ciudades, por su fama celebradísimo,
 irreprochables daba al pueblo que las pedía sus respuestas. 340
 La primera, de su voz, por su cumplimiento ratificada, hizo la comprobación
 la azul Liríope, a la que un día en su corriente curva
 estrechó, y encerrada el Cefiso en sus ondas
 fuerza le hizo. Expulsó de su útero pleno bellísima
 un pequeño la ninfa, ya entonces que podría ser amado, 345
 y Narciso lo llama, del cual consultado si habría
 los tiempos largos de ver de una madura senectud,
 el fatídico vate: «Si a sí no se conociera», dijo.
 Vana largo tiempo parecióle la voz del augur: el resultado a ella,
 y la realidad, la hace buena, y de su muerte el género, y la novedad de su furor. 350
 Pues a su tercer quinquenio un año el Cefisio
 había añadido y pudiera un muchacho como un joven parecer.
 Muchos jóvenes a él, muchas muchachas lo desearon.
 Pero -hubo en su tierna hermosura tan dura soberbia-
 ninguno a él, de los jóvenes, ninguna lo conmovió, de las muchachas. 355
 Lo contempla a él, cuando temblorosos azuzaba a las redes a unos ciervos,
 la vocal nifa, la que ni a callar ante quien habla,
 ni primero ella a hablar había aprendido, la resonante Eco.
 Un cuerpo todavía Eco, no voz era, y aun así, un uso,
 gárrula, no distinto de su boca que ahora tiene tenía: 360
 que devolver, de las muchas, las palabras postreras pudiese.
 Había hecho esto Juno, porque, cuando sorpender pudiese
 bajo el Júpiter suyo muchas veces a ninfas en el monte yaciendo,
 ella a la diosa, prudente, con un largo discurso retenía
 mientras huyeran las ninfas. Después de que esto la Saturnia sintió: 365
 «De esa», dice, «lengua, por la que he sido burlada, una potestad
 pequeña a ti se te dará y de la voz brevísimo uso».
 Y con la realidad las amenazas confirma; aun así ella, en el final del hablar,
 gemina las voces y las oídas palabras reporta.
 Así pues, cuando a Narciso, que por desviados campos vagaba, 370
 vio y se encendió, sigue sus huellas furtivamente,
 y mientras más le sigue, con una llama más cercana se enciende,
 no de otro modo que cuando, untados en lo alto de las teas,
 a ellos acercadas, arrebatan los vivaces azufres las llamas.
 Oh cuántas veces quiso con blandas palabras acercársele 375
 y dirigirle tiernas súplicas. Su naturaleza en contra pugna,
 y no permite que empiece; pero, lo que permite, ella dispuesta está
 a esperar sonidos a los que sus palabras remita.
 Por azar el muchacho, del grupo fiel de sus compañeros apartado
 había dicho: «¿Alguien hay?», y «hay», había respondido Eco. 380
 Él quédase suspendido y cuando su penetrante vista a todas partes dirige,
 con voz grande: «Ven», clama; llama ella a aquel que llama.
 Vuelve la vista y, de nuevo, nadie al venir: «¿Por qué», dice,
 «me huyes?», y tantas, cuantas dijo, palabras recibe.
 Persiste y, engañado de la alterna voz por la imagen: 385
 «Aquí unámonos», dice, y ella, que con más gusto nunca
 respondería a ningún sonido: «Unámonos», respondió Eco,
 y las palabras secunda ella suyas, y saliendo del bosque
 caminaba para echar sus brazos al esperado cuello.
 Él huye, y al huir: «¡Tus manos de mis abrazos quita! 390
 Antes», dice, «pereceré, de que tú dispongas de nos».
 Repite ella nada sino: «tú dispongas de nos».
 Despreciada se esconde en las espesuras, y pudibunda con frondas su cara
 protege, y solas desde aquello vive en las cavernas.
 Pero, aun así, prendido tiene el amor, y crece por el dolor del rechazo, 395
 y atenúan, vigilantes, su cuerpo desgraciado las ansias,
 y contrae su piel la delgadez y al aire el jugo
 todo de su cuerpo se marcha; voz tan solo y huesos restan:
 la voz queda, los huesos cuentan que de la piedra cogieron la figura.
 Desde entonces se esconde en las espesuras y por nadie en el monte es vista, 400
 por todos oída es: el sonido es el que vive en ella.
     Así a ésta, así a las otras, ninfas en las ondas o en los montes
 origenadas, había burlado él, así las uniones antes masculinas.
 De ahí las manos uno, desdeñado, al éter levantando:
 «Que así aunque ame él, así no posea lo que ha amado». 405
 Había dicho. Asintió a esas súplicas la Ramnusia, justas.
 Un manantial había impoluto, de nítidas ondas argénteo,
 que ni los pastores ni sus cabritas pastadas en el monte
 habían tocado, u otro ganado, que ningún ave
 ni fiera había turbado ni caída de su árbol una rama; 410
 grama había alrededor, a la que el próximo humor alimentaba,
 y una espesura que no había de tolerar que este lugar se templara por sol alguno.
 Aquí el muchacho, del esfuerzo de cazar cansado y del calor,
 se postró, por la belleza del lugar y por el manantial llevado,
 y mientras su sed sedar desea, sed otra le creció, 415
 y mientras bebe, al verla, arrebatado por la imagen de su hermosura,
 una esperanza sin cuerpo ama: cuerpo cree ser lo que onda es.
 Quédase suspendido él de sí mismo y, inmóvil con el rostro mismo,
 queda prendido, como de pario mármol formada una estatua.
 Contempla, en el suelo echado, una geminada -sus luces- estrella, 420
 y dignos de Baco, dignos también de Apolo unos cabellos,
 y unas impúberas mejillas, y el marfileño cuello, y el decor
 de la boca y en el níveo candor mezclado un rubor,
 y todas las cosas admira por las que es admirable él.
 A sí se desea, imprudente, y el que aprueba, él mismo apruébase, 425
 y mientras busca búscase, y al par enciende y arde.
 Cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial.
 En mitad de ellas visto, cuántas veces sus brazos que coger intentaban
 su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas.
 Qué vea no sabe, pero lo que ve, se abrasa en ello, 430
 y a sus ojos el mismo error que los engaña los incita.
 Crédulo, ¿por qué en vano unas apariencias fugaces coger intentas?
 Lo que buscas está en ninguna parte, lo que amas, vuélvete: lo pierdes.
 Ésa que ves, de una reverberada imagen la sombra es:
 nada tiene ella de sí. Contigo llega y se queda, 435
 contigo se retirará, si tú retirarte puedas.
 No a él de Ceres, no a él cuidado de descanso
 abstraerlo de ahí puede, sino que en la opaca hierba derramado
 contempla con no colmada luz la mendaz forma
 y por los ojos muere él suyos, y un poco alzándose, 440
 a las circunstantes espesuras tendiendo sus brazos:
 «¿Es que alguien, io espesuras, más cruelmente», dijo, «ha amado?
 Pues lo sabéis, y para muchos guaridas oportunas fuisteis.
 ¿Es que a alguien, cuando de la vida vuestra tantos siglos pasan,
 que así se consumiera, recordáis, en el largo tiempo? 445
 Me place, y lo veo, pero lo que veo y me place,
 no, aun así, hallo: tan gran error tiene al amante.
 Y por que más yo duela, no a nosotros un mar separa ingente,
 ni una ruta, ni montañas, ni murallas de cerradas puertas.
 Exigua nos prohíbe un agua. Desea él tenido ser, 450
 pues cuantas veces, fluentes, hemos acercado besos a las linfas,
 él tantas veces hacia mí, vuelta hacia arriba, se afana con su boca.
 Que puede tocarse creerías: mínimo es lo que a los amantes obsta.
 Quien quiera que eres, aquí sal, ¿por qué, muchacho único, me engañas,
 o a dónde, buscado, marchas? Ciertamente ni una figura ni una edad 455
 es la mía de la que huyas, y me amaron a mí también ninfas.
 Una esperanza no sé cuál con rostro prometes amigo,
 y cuando yo he acercado a ti los brazos, los acercas de grado,
 cuando he reído sonríes; lágrimas también a menudo he notado
 yo al llorar tuyas; asintiendo también señas remites 460
 y, cuanto por el movimiento de tu hermosa boca sospecho,
 palabras contestas que a los oídos no llegan nuestros…
 Éste yo soy. Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía:
 me abraso en amor de mí, llamas muevo y llamas llevo.
 ¿Qué he de hacer? ¿Sea yo rogado o ruegue? ¿Qué desde ahora rogaré? 465
 Lo que deseo conmigo está: pobre a mí mi provisión me hace.
 Oh, ojalá de nuestro cuerpo separarme yo pudiera,
 voto en un amante nuevo: quisiera que lo que amamos estuviera ausente…
 Y ya el dolor de fuerzas me priva y no tiempos a la vida
 mía largos restan, y en lo primero me extingo de mi tiempo, 470
 y no para mí la muerte grave es, que he de dejar con la muerte los dolores.
 Éste, el que es querido, quisiera más duradero fuese.
 Ahora dos, concordes, en un aliento moriremos solo».
     Dijo, y al rostro mismo regresó, mal sano,
 y con lágrimas turbó las aguas, y oscura, movido 475
 el lago, le devolvió su figura, la cual como viese marcharse:
 «¿A dónde rehúyes? Quédate y no a mí, cruel, tu amante,
 me abandona», clamó. «Pueda yo, lo que tocar no es,
 contemplar, y a mi desgraciado furor dar alimento».
 Y mientras se duele, la ropa se sacó arriba desde la orilla 480
 y con marmóreas palmas se sacudió su desnudo pecho.
 Su pecho sacó, sacudido, de rosa un rubor,
 no de otro modo que las frutas suelen, que, cándidas en parte,
 en parte rojean, o como suele la uva en los varios racimos
 llevar purpúreo, todavía no madura, un color. 485
 Lo cual una vez contempló, transparente de nuevo, en la onda,
 no lo soportó más allá, sino como consumirse, flavas,
 con un fuego leve las ceras, y las matutinas escarchas,
 el sol al templarlas, suelen, así, atenuado por el amor,
 se diluye y poco a poco cárpese por su tapado fuego, 490
 y ni ya su color es el de, mezclado al rubor, candor,
 ni su vigor y sus fuerzas, y lo que ahora poco visto complacía,
 ni tampoco su cuerpo queda, un día el que amara Eco.
 La cual, aun así, cuando lo vio, aunque airada y memoriosa,
 hondo se dolió, y cuantas veces el muchacho desgraciado: «Ahay», 495
 había dicho, ella con resonantes voces iteraba, «ahay».
 Y cuando con las manos se había sacudido él los brazos suyos,
 ella también devolvía ese sonido, de golpe de duelo, mismo.
 La última voz fue ésta del que se contemplaba en la acostumbrada onda:
 «Ay, en vano querido muchacho», y tantas otras palabras 500
 remitió el lugar, y díchose adiós, «adiós» dice también Eco.
 Él su cabeza cansada en la verde hierba abajó,
 sus luces la muerte cerró, que admiraban de su dueño la figura.
 Entonces también, a sí, después que fue en la infierna sede recibido,
 en la estigia agua se contemplaba. En duelo se golpearon sus hermanas 505
 las Náyades, y a su hermano depositaron sus cortados cabellos,
 en duelo se golpearon las Dríades: sus golpes asuena Eco.
 Y ya la pira y las agitadas antorchas y el féretro preparaban:
 en ninguna parte el cuerpo estaba; zafranada, en vez de cuerpo, una flor
 encuentran, a la que hojas en su mitad ceñían blancas. 510
 

Penteo y Baco. I (511 - 581)

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    Conocida la cosa, una merecida fama al adivino por las acaidas
 ciudades aportó, y el nombre era del augur ingente;
 le desdeñó el Equiónida, aun así, a él, de todos el único,
 despreciador de los altísimos, Penteo, y de las présagas palabras
 se ríe del viejo y sus tinieblas y la calamidad de su luz arrancada 515
 le imputa. Él, moviendo sus blanqueantes sienes de canas:
 «Qué feliz serías si tú también de la luz esta
 huérfano», dice, «quedaras, y los báquicos sacrificios no vieras.
 Pues un día llegará, que no lejos auguro que está,
 en el que nuevo aquí venga, prole de Sémele, Líber, 520
 al cual, si no de sus templos hubieres dignado con el honor,
 por mil lugares destrozado te esparcirás y de sangre las espesuras
 mancharás, y a la madre tuya, y de tu madre a las hermanas.
 Ocurrirá, puesto que no dignarás al numen con su honor,
 y de que yo, en estas tinieblas, demasiado he visto te quejarás». 525
 Al que tal decía empuja de Equíon el nacido;
 a sus palabras la confirmación sigue, y las respuestas del adivino suceden.
     Líber llega, y con festivos alaridos rugen los campos:
 la multitud se lanza y, mezcladas con los hombres madres y nueras,
 pueblo y próceres a los desconocidos sacrificios vanse. 530
 «¿Qué furor, hijos de la serpiente, prole de Mavorte, las mentes
 ha suspendido vuestras?», Penteo dice; «¿los bronces tanto,
 con bronces percutidos, pueden, y de combado cuerno la tibia
 y los mágicos engaños, que a quienes no la bélica espada,
 no la tuba aterrara, no de empuñadas armas las columnas, 535
 voces femeninas y movida una insania del vino
 y obscenos rebaños e inanes tímpanos venzan?
 ¿A vosotros, ancianos, he de admirar, quienes, por largas superficies viajando
 en esta sede vuestra Tiro, en ésta vuestros prófugos penates pusisteis,
 ahora permitís que sin Marte se os cautive? ¿O a vosotros, más áspera edad, 540
 oh, jovénes, y más cercana a la mía, a los que armas sostener,
 no tirsos, y de gálea cubriros, no de fronda, decoroso era?
 Tened, os ruego, presente, de qué estirpe fuisteis creados
 y ánimos cobrad de aquella, que a muchos perdió ella sola,
 la serpiente. Por sus manantiales ella y su lago 545
 pereció: mas vosotros por la fama venced vuestra.
 Ella dio a la muerte a valientes; vosotros rechazad a unos débiles
 y el honor retened patrio. Si los hados vedaban
 que se alce largo tiempo Tebas, ojalá que máquinas y hombres
 sus murallas derruyeran, y hierro y fuego sonaran. 550
 Seríamos desgraciados sin crimen y nuestra suerte de lamentar,
 no de esconder habríamos, y nuestras lágrimas de pudor carecerían;
 mas ahora Tebas es cautivada por un muchacho inerme,
 al que ni las guerras agradan ni las armas ni el uso de caballos,
 sino empapado de mirra el pelo y las muelles coronas 555
 y la púrpura y entretejido en las pintas ropas el oro,
 al cual, ciertamente, yo ahora mismo -vosotros sólo apartaos- obligaré
 a que supuesto a su padre, e inventados sus sacrificios, confiese.
 ¿Es que bastante valor Acrisio tiene para desdeñar el vano
 numen, y las argólicas puertas, al venir, cerrarle, 560
 y a Penteo aterrorizará, con toda Tebas, ese extranjero?
 Id rápidos -a sus sirvientes esto impera-, id y a su jefe
 atraed aquí atado. De mis órdenes la demora lenta se aparte».
     A él su abuelo, a él Atamante, a él la restante multitud de los suyos
 lo corren con sus razones y en vano por contenerlo se esfuerzan; 565
 más áspera con la advertencia es, y se excita retenida
 y crece su rabia, y las moderaciones mismas perjudiciales eran:
 así yo al torrente, por donde nada se le oponía al él pasar,
 más dulcemente y con módico estrépito bajar he visto;
 mas, por donde quiera que un tronco o en contra erigidas rocas lo sujetaban, 570
 espúmeo e hirviente y por el impedimento más salvaje iba.
     He aquí que cruentos vuelven y, Baco dónde estuviera,
 a su señor, que preguntaba, que a Baco habían visto negaron.
 «A éste», dijeron, «aun así, su compañero y servidor de sus sacrificios
 capturamos», y entregan, las manos tras la espalda atadas, 575
 los sacrificios del dios a uno, del tirreno pueblo, que había seguido.
     Lo contempla a él Penteo, con ojos que la ira estremecedores
 hiciera, y aunque de los castigos apenas los tiempos difiere:
 «Oh, quien has de morir y que con la muerte tuya has de dar enseñanza a otros»,
 dice, «revela tu nombre y el nombre de tus padres 580
 y tu patria, y, de costumbre nueva, por qué estos sacrificios frecuentas».

Los navegantes tirrenos (582 - 691)

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     Él, de miedo vacío: «El nombre mío», dijo, «Acetes,
 mi patria Meonia es, de la humilde plebe mis padres.
 No a mí, que duros novillos cultivaran, mi padre campos,
 o lanadas greyes, no manadas algunas me dejó; 585
 pobre también él fue y con lino solía y anzuelos
 engañar, y con cálamo coger, saltarines peces.
 Esta arte suya su hacienda era; al transmitirme su arte:
 «Recibe, las que tengo, de mi esfuerzo sucesor y heredero»,
 dijo, «estas riquezas», y al morir a mí nada él me dejó 590
 salvo aguas: sólo esto puedo denominar paterno.
 Pronto yo, para no en las peñas quedarme siempre mismas,
 aprendí además el gobernalle de la quilla, por mi diestra moderado,
 a guiar, y de la Cabra Olenia la estrella pluvial,
 y Taígete y las Híadas y en mis ojos la Ursa anoté, 595
 y de los vientos las casas, y los puertos para las popas aptos.
 Por azar yendo a Delos, de la quía tierra a las orillas
 me acoplo, y me acerco a los litorales con diestros remos,
 y doy unos leves saltos y me meto en la húmeda arena:
 la noche cuando consumida fue -la Aurora a rojecer a lo primero 600
 empezaba-, me levanto, y linfas que traigan recientes
 encomiendo, y les muestro la ruta que lleve a esas ondas;
 yo, qué el aura a mí prometa, desde un túmulo alto
 exploro, y a los compañeros llamo y regreso a la quilla.
 «Aquí estamos», dice de los socios el primero, Ofeltes, 605
 y, según cree que botín en el desierto campo hallado ha,
 de virgínea hermosura a un muchacho conduce por los litorales.
 Él, de vino puro y sueño pesado, titubar parece,
 y apenas seguirle; miro su ornato, su faz y su paso:
 nada allí que creerse pudiera mortal veía. 610
 Lo sentí y lo dije a mis socios: «Qué numen en este
 cuerpo hay, dudo; pero en el cuerpo este una divinidad hay.
 Quien quiera que eres, oh, sénos propicio, y nuestros afanes asiste;
 a estos también des tu venia». «Por nosotros deja de suplicar»,
 Dictis dice, que él no otro en ascender a lo alto 615
 de las entenas más raudo, y estrechando la escota descender;
 esto Libis, esto el flavo, de la proa tutela, Melanto,
 esto aprueba Alcimedonte y quien descanso y ritmo
 con su voz daba a los remos, de los ánimos estímulo, Epopeo,
 esto todos los otros: de botín tan ciego el deseo es. 620
 «No, aun así, que este pino se viole con su sagrado peso
 toleraré», dije; «la parte mía aquí la mayor es del derecho»,
 y en la entrada me opongo a ellos. Se enfurece el más audaz de todo
 el grupo, Licabas, que expulsado de su toscana ciudad,
 exilio como castigo por un siniestro asesinato cumplía. 625
 Él a mí, mientras resisto, con su juvenil puño la garganta
 me rompió, y golpeado me habría mandado a las superficies si no
 me hubiera yo quedado, aunque amente, en una cuerda retenido.
 La impía multitud aprueba el hecho; entonces por fin Baco,
 pues Baco fuera, cual si por el clamor disipado 630
 sea el sopor, y del vino vuelvan a su pecho sus sentidos,
 «¿Qué hacéis? ¿Cuál este clamor?», dice. «Por qué medio, decid,
 aquí he arribado? ¿A dónde a llevarme os disponéis?».
 «Deja tu miedo», Proreo, «y qué puertos alcanzar,
 di, quieres», dijo, «en la tierra pedida se te dejará». 635
 «A Naxos», dice Líber, «los cursos volved vuestros.
 Aquella la casa mía es, para vosotros será hospitalaria tierra».
 Por el mar, falaces, y por todos los númenes juran
 que así sería, y a mí me ordenan a la pinta quilla dar velas.
 Diestra Naxos estaba: por la diestra a mí, que linos daba: 640
 «¿Qué haces, oh demente? ¿Qué furor hay en ti» dice, «Acetes?».
 Por sí cada uno teme: «A la izquierda ve». La mayor parte
 con un gesto me indica, parte qué quiere en el oído me susurra.
 Quedéme suspendido y: «Coja alguno los gobernalles», dije,
 y del ministerio de la impiedad y del de mi arte me privé. 645
 Me increpan todos, y todo murmura el grupo,
 de los cuales Etalión: «Así es que toda en ti solo
 nuestra salvación depositada está», dice, y sube y él mismo la obra
 cumple mía y Naxos abandonada, marcha a lo opuesto.
 Entonces el dios, burlándose, como si ahora al fin el engaño 650
 sintiera, desde la popa combada el ponto explora,
 y al que llora semejante: «No estos litorales, marineros»,
 «a mí me prometisteis», dice, «no esta tierra por mí rogada ha sido».
 ¿Por qué hecho he merecido este castigo? ¿Cuál la gloria vuestra es,
 si a un muchacho unos jóvenes, si muchos engañáis a uno?». 655
 Hacía tiempo lloraba yo: de las lágrimas nuestras ese puñado impío
 se ríe y empuja las superficies con apresurados remos.
 Por él mismo a ti ahora -y no más presente que él
 hay un dios- te juro, que tan verdaderas cosas yo a ti te refiero
 como mayores que de la verdad la fe: se quedó quieta en la superficie la popa 660
 no de otro modo que si su seco astillero la retuviera.
 Ellos, asombrándose, de los remos en el golpe persisten
 y las velas bajan, y con geminada ayuda correr intentan.
 Impiden hiedras los remos y con su nexo recurvo
 serpean y con grávidos corimbos separan las velas. 665
 Él, de racimadas uvas su frente circundado,
 agita su velada asta de pampíneas frondas;
 del cual alrededor, tigres y apariencias inanes de linces,
 y de pintas panteras yacen los fieros cuerpos.
 Fuera saltaron los hombres, bien si esto la insania hizo 670
 o si el temor, y el primero Medón a negrecer empezó
 por el cuerpo y en una prominente curvatura de su espina a doblarse
 empieza. A éste Licabas: «¿En qué portentos», dijo,
 «te tornas?», y anchas las comisuras y encorvada del que hablaba
 la nariz era y escama su piel endurecida sacaba. 675
 Mas Libis, que se resistían, mientras quiere revolver los remos,
 a un espacio breve atrás saltar sus manos vio, y que ellas
 ya no eran manos, que ya aletas podían llamarse.
 Otro, a las enroscadas cuerdas deseando echar los brazos,
 brazos no tenía y, recorvado, con un trunco cuerpo 680
 a las olas saltó: falcada en lo postrero su cola es,
 cuales de la demediada luna se curvan los cuernos.
 Por todos lados dan saltos y con su mucha aspersión todo rocían
 y emergen otra vez y regresan bajo las superficies de nuevo
 y de un coro en la apariencia juegan y retozones lanzan 685
 sus cuerpos y el recibido mar por sus anchas narinas exhalan.
 De hace poco veinte -pues tantos la balsa aquella llevaba-
 quedaba solo yo: pávido y helado, temblándome
 el cuerpo, y apenas en mí, me afirma el dios, «Sacude», diciendo,
 «de tu corazón el miedo y Día alcanza». Arribado a ella 690
 accedí a sus sacrificios y los báqueos sacrificios frecuento».

Penteo y Baco. II (692 - 733)

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     «Hemos prestado a tus largos», Penteo, «rodeos oídos»
 dice, «para que mi ira con la demora fuerzas soltar pudiera.
 De cabeza, servidores, llevaos a éste, y tras ser torturados con siniestros
 tormentos sus miembros, bajadlos a estigia noche». 695
 En seguida, arrastrado el tirreno Acetes, en sólidos
 techos es encerrado; y mientras los crueles instrumentos
 de la ordenada muerte y hierro y fuegos se preparan,
 por sí mismas se abrieron las puertas y deslizáronse de sus brazos,
 por sí mismas, fama es, sin que nadie las soltara, sus cadenas. 700
     Persiste el Equiónida y no ya ordena ir, sino que él mismo
 camina adonde, elegido para hacerse los sacrificios, el Citerón
 con cantos y clara de las bacantes la voz sonaba.
 Como brama áspero el caballo cuando, bélico, con su bronce canoro,
 señales dio el trompeta, y de la batalla cobra el amor, 705
 a Penteo así, herido por los largos aullidos, el éter
 conmueve, y oído el clamor de nuevo se encandeció su ira.
     Del monte casi en la mitad hay, con espesuras los extremos ciñendo,
 puro de árboles, visible de todas partes, un llano:
 Aquí a él, que con ojos profanos contemplaba los sacrificios, 710
 la primera vio, la primera arrojóse con insana carrera,
 la primera al Penteo suyo violentó arrojándole su tirso
 su madre y: «Oh, gemelas hermanas», clamó, «acudid.
 Ese jabalí que en nuestros campos vaga, inmenso,
 ese jabalí yo de herir he». Se lanza toda contra uno solo 715
 la multitud enfurecida, todas se unen y tembloroso le persiguen,
 ya tembloroso, ya palabras menos violentas diciendo,
 ya a sí condenándose, ya que él había pecado confesando.
 Herido él, aun así: «Préstame ayuda, tía», dijo,
 «Autónoe. Muevan tus ánimos de Acteón las sombras». 720
 Ella qué Acteón no sabe y la diestra del que suplicaba
 arrancó, de Ino lacerada fue la otra por el rapto.
 No tiene, infeliz, qué brazos a su madre tender,
 sino truncas mostrando las heridas de los arrebatados miembros:
 «Contémplame, madre», dice. A aquello que vio aulló Ágave 725
 y su cuello agitó y movió por los aires su melena,
 y arrancándole la cabeza, a ella abrazada con dedos cruentos
 clama: «Io, compañeras, esta obra la victoria nuestra es».
 No más rápido unas frondas, por el frío del otoño tocadas,
 y ya mal sujetas, las arrebata de su alto árbol el viento, 730
 que fueron los miembros del hombre por manos nefandas despedazados.
     Con tales ejemplos advertidas los nuevos sacrificios frecuentan
 e inciensos dan y honran las Isménides las santas aras.









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