Comunismo y contra-comunidad
Sergio Villalobos-Ruminott
I
En las siguientes páginas intentamos problematizar tanto la
homologación de comunismo y comunidad, como la misma cuestión de
lo común, en el contexto de los debates contemporáneos, fuertemente
marcados por las lógicas de expropiación y acumulación flexibles de la
globalización neoliberal. Al interrumpir la convergencia naturalizada
entre lo común, el comunismo y la comunidad, se abre la pregunta por
una concepción de la historia ya no tramada por el historicismo y abierta
a la condición contingente de los procesos sociales, cuestión que
demanda suspender la lógica soberana que abastece nuestra concepción
de lo político y que se expresa en una determinada comprensión de la
comunidad, de la pertenencia, de la identidad, del derecho (a tener
derechos) y de la ciudadanía. La suspensión de este marco soberano es la
condición necesaria para comprender la distancia infrapolítica entre lo
común y la comunidad, distancia que nos permite comprender el
comunismo ya no como una utopía o una política acotada, sino como
condición material de la historia; es decir, desde esta suspensión de la
soberanía, el comunismo ya no representa ni un origen extraviado ni un
destino inexorable de la historia humana, sino su verdad sucia o profana.
II
En el recientemente publicado seminario que Reiner Schürmann dedicó
en 1977 a Marx en la New School of Social Research (Reading Marx
2021), se plantea la necesidad de volver a leer a Marx más allá del
marxismo, entendiendo que el marxismo en general está tramado por
una preocupación práctica mientras que el pensamiento de Marx (lejos
de ser meramente teórico) constituye una interrogación del ser y de la
1
historia: “La oposición de ‘Marx vs el marxismo’ está entonces articulada
aquí como una oposición entre una comprensión del ser versus teorías
de la acción. La comprensión del hombre por Marx es trascendental, ya
que la realidad es descubierta en prácticas individuales, esto es, en la
producción, y estas prácticas individuales fundan las formaciones
sociales, económicas y la misma historia” (15-16). Mediante esta
distinción entre las preocupaciones de Marx relativas a la constitución
de la historia y del ser y los marxismos, abocados a la sistematización de
una teoría de la acción política, Schürmann pretende cuestionar no solo
la reducción del pensamiento de Marx a la moderna relación metafísica
de teoría y práctica, sino que además pretende cuestionar la persistencia
en el marxismo de una filosofía de la historia que termina por convertirlo
en una versión más de las filosofías del sujeto y de la praxis. Por supuesto,
Schürmann está pensando a Marx desde la anarquía ontológica1,
cuestión que explica la necesidad de separar su pensamiento de la versión
producida por sus epígonos y de devolverlo a la pregunta por el ser, como
ser en común definido a nivel de los procesos históricos efectivos, más
allá de sus representaciones habituales. Consecuentemente, para él
serían Marcuse y Althusser los representantes extremos de las dos
tendencias convergentes en el marxismo contemporáneo, quienes, a
pesar de estar en posiciones diametralmente opuestas, co-inciden en la
determinación metafísica de su pensamiento, convirtiéndolo en una
teoría dialéctica de la historia o en una crítica de la ideología.
Como sea, más allá de este seminario y de la propuesta general de
Schürmann, nos interesa entender esta formulación como parte de un
cuestionamiento general del marxismo, tanto en términos de sus
instanciaciones históricas (el socialismo realmente existente) como
teóricas. Este cuestionamiento no implica su refutación o superación,
sino la invitación a problematizar el pensamiento de Marx al hilo de las
contribuciones críticas contemporáneas, liberándolo de su posición
referencial para una tradición política que, más allá de las razones
humanistas que la justifican, no logra trascender el arco metafísico en el
que se inscriben tanto el pensamiento teórico como las filosofías de la
acción en la modernidad.
1
El principio de anarquía. Heidegger y la cuestión del actuar (2017).
2
En este cuestionamiento general, la discusión en torno a las nociones de
comunismo y comunidad desarrollada en los últimos años, aun cuando
compleja y diversificada, ha servido para interrogar la conversión
automática de ambos términos, como si entre ellos hubiera no solo una
vecindad léxica, sino también una copertenencia histórico-ontológica2.
Sin embargo, ya desde el mismo Manifiesto comunista, el comunismo
aparece como una posibilidad que va más allá tanto de las
representaciones nostálgicas de la vida pre-capitalista, como del intento
jurídico burgués por fundar y resolver la convivencia social en el estado
de derecho moderno. De ahí la insistencia de Marx y Engels por
distinguir el comunismo tanto de sus versiones primitivas, como de sus
representaciones utópicas3. En efecto, para los autores del Manifiesto, el
comunismo está relacionado con el proceso histórico efectivo, esto es,
con las condiciones histórico-ontológicas que determinan la producción
del ser social y no con la representación idílica de un pasado o de un
porvenir reconciliado. En otras palabras, si el comunismo aparece como
la verdad de la historia, esto no quiere decir que la historia se mueva
inexorablemente hacia el comunismo como su fin y realización, ni menos
que la política comunista sea la de recuperar el comunismo primitivo
como origen extraviado o expropiado de dicha historia.
La revalorización de los escritos tardíos de Marx, en los que se aprecia
una reconsideración tanto de la comunidad agraria rusa como de las
formas de transición desde sociedades pre-capitalistas al socialismo, aun
cuando permite corregir una cierta limitación –presente en el Manifiesto
y relativa a la centralidad de la clase obrera industrial como sujeto de la
revolución—, nada nos dice con respecto a la posibilidad de homologar
comunismo y comunidad, más allá de la relevancia acotada que la
Nombremos de paso acá las contribuciones de Maurice Blanchot, Jean-Luc Nancy,
Jacques Derrida, Georges Bataille y Giorgio Agamben, entre otros, relativas a la
cuestión de la comunidad negativa, imposible, inevitable, etc.
3
“Las tesis teóricas de los comunistas no se basan en modo alguno en ideas y
principios inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. No son
sino la expresión de conjunto de las condiciones reales de una lucha de clases
existente, de un movimiento histórico que se está desarrollando ante nuestros ojos”
(p. 41), El manifiesto comunista (1983).
2
3
cuestión de la comunidad haya adquirido en el contexto de sociedades
“periféricas” con respecto a la articulación del modo de producción
capitalista global4. Por el contrario, para los autores del Manifiesto, el
comunismo apunta a las prácticas de sociación y producción que
funcionan como condición de posibilidad de la historia y no como su
origen o destino. En este sentido, las “tesis” expuestas en el mismo
Manifiesto son tanto el resultado de una sostenida crítica del derecho
burgués y sus nociones de sociedad civil, ciudadanía y sociedad política,
como la postulación de una concepción material de la producción social
que rompe con la antropología que abastece las especulaciones de la
economía política de ese periodo. Convertir al comunismo en una
posición política abocada a recuperar la comunidad origenaria (como
comunidad natural no expropiada por el capital), o en una política
providencial tramada por la filosofía de la historia moderna, no es sino
desestimar que el comunismo es una crítica radical del horizonte político
moderno. Pensar que el comunismo es una política más en dicho
horizonte no es sino transformar el comunismo en una ideología
partisana inscrita en el juego hegemónico del derecho y la política
moderna. El comunismo no es una política más, inscrita en el abanico de
posibilidades de la democracia liberal, sino una crítica radical de la
política y del derecho moderno, cuestión que sigue siendo relevante, más
allá de las diversas formulaciones oficiales de la idea de comunismo.
En el fondo, se trata de recuperar dicha formulación del comunismo
incluso contra la tradición del marxismo occidental, definida por la
conversión del comunismo en el nombre de una política o una ideología
revolucionaria, precisamente porque dicha tradición desatiende el
estatuto fundante del comunismo como sociación constitutiva de los
procesos históricos y lo transforma en el nombre de una estrategia
Esto explica la centralidad del debate en torno a los escritos tardíos de Marx y la
reformulación del problema de la comunidad, en el contexto del proceso boliviano.
Ver, por ejemplo, Álvaro García Linera, Forma valor y forma comunidad (2009), y la
edición a cargo de la vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, de los textos
tardíos e inéditos de Marx, con el título Comunidad, nacionalismos y capital (2018), a
los que habría que sumar la correspondencia de 1881 con Vera Zasulich, entre otras
instancias relevantes.
4
4
política acotada o de una utopía ilustrada. Pensar entonces el
comunismo más allá del marxismo exige retomar la radicalidad de la
crítica de Marx al derecho burgués y a su antropología productivista,
cuestión que va más allá de la reducción marxista del comunismo a una
política o a una crítica de los procesos económicos de producción. Es en
este contexto donde la intervención de Schürmann, junto a las de Kostas
Axelos, Jacques Derrida, Jean-Luc Nancy, Michel Henry y muchos otros
adquiere una pertinencia innegable, no solo porque en ellos se propone
una vuelta a Marx más allá del marxismo, sino porque esa vuelta implica
retomar el problema del ser y la historia, más allá de su cierre metafísico
en términos de una teoría de la acción política, del sujeto o de la
comunidad. Como sea, intentaremos en el siguiente apartado
entreverarnos con una formulación convergente pero alternativa a estos
lugares más conocidos del pensamiento contemporáneo.
III
La lengua de mi madre (Mutterzunge), es el título de un conjunto de relatos
escritos en alemán por la escritora de origen turco, Emine Sevgi
Özdamar5. En ellos, como en sus novelas, la cuestión autográfica sirve
para tematizar las complejas dinámicas culturales que caracterizan a la
migración turca en la Alemania de la post-guerra. Entre dichas dinámicas
destaca el fenómeno específico de los Gastarbeiter (trabajadoreshuéspedes), como se denomina a los trabajadores turcos y extranjeros en
general, que son absorbidos temporalmente por la industria alemana,
durante el llamado proceso de reconstrucción. Özdamar nos cuenta en
estos relatos la vida de las jóvenes turcas que llegan a trabajar sin ninguna
preparación cultural o lingüística; mujeres que, con la esperanza de salir
del campo, se encuentran ahora recluidas en pensiones administradas
por capataces alemanas que hacen sentir el rigor de una disciplina que
combina, de maneral natural, la predisposición productiva de los cuerpos
y de los tiempos con las demandas cronometradas de la fábrica. Pero
también nos cuenta, de manera sutil, cómo el proceso migratorio, lejos
de propiciar una integración paulatina a la nueva cultura, está orientado
a perpetuar las diferencias entre ciudadanos e inmigrantes. Y, quizás en
5
Originalmente publicado en 1994 y traducido al español en 1996.
5
esto radica la singularidad de su intervención, sus relatos no alucinan
con una vuelta al origen, esto es, con el regreso a una Turquía que
representaría algo así como “la patria feliz de la infancia”. Por el
contrario, estamos ante una literatura que, sin falta de humor, tematiza
la cuestión del movimiento y de la pérdida, pues sus personajes
confrontados con la aspereza fonética de la lengua huésped, hacen
paralelamente un proceso, siempre inacabado, que implica tanto
introducirse en el laberinto alemán, como perder las resonancias
familiares de la legua “origenaria”.
Estamos entonces ante una problematización de los procesos migratorios
gatillados por las demandas del capitalismo industrial, pero también
estamos ante una crítica de las nociones consulares de nuestra
comprensión de la identidad, de la lengua y del origen común. Es como
si sus relatos tematizaran la pérdida como condición de la misma
existencia, la que a su vez ya no puede ser explicada por las nociones de
ciudadanía, identidad o pertenencia que traman la arquitectura política
de la modernidad occidental. Al enfatizar la desapropiación como pérdida
de la Muttersparache, esto es, de la lengua madre (o de la lengua de la
madre), se abre la posibilidad de un pensamiento post-identitario y
contra-comunitario (de una comunidad negativa si se quiere) que ya no
está afincado en los mojones soberanos de la tradición onto-política
occidental, sino que en la experiencia común de una sociación
desarraigada o privada del nomos de la tierra y, por lo tanto, sin la
posibilidad de un retorno al Heimat (hogar/patria). En otras palabras,
Özdamar tematiza una contra-comunidad, una especie de Geschlecht
invertida, que ya no puede recurrir al arsenal de conceptos e instituciones
que definen nuestras representaciones de ciudadanía y pertenencia, ni
mucho menos postular la idea de una comunidad espiritual y sensible a
salvo de la decadencia de Occidente. En efecto, si por un lado, la serie
de Geschlecht escrita por Derrida apuntaba a cuestionar un
excepcionalismo alemán recalcitrante, afincado en la pretensión de una
lengua singular, sensible y comunitaria y en un vínculo privilegiado con
el referente griego (excepcionalismo que va desde Fichte y Nietzsche
6
hasta el mismo Heidegger6, pero que tampoco es un fenómeno
meramente alemán, pues marca las limitaciones de un cosmopolitismo
todavía alimentado por las figuras del natalicio y la pertenencia, del
origen y la identidad); por otro lado, la postulación de una literatura de
la expropiación y de la migración como errancia constitutiva del habitar,
nos muestra la posibilidad de un estar-en común contra-comunitario que
no puede “ser” capturado por la lógica fundante de la soberanía, esto es,
la lógica privativa o solipsista que define la dialéctica entre comunidad y
exclusión. Sobre todo si entendemos que los relatos de Özdamar no
intentan complementar el archivo etnográfico y pintoresco del
multiculturalismo liberal propio de la sociedad alemana postHolocausto, sino hacer vacilar toda la arquitectura movilizada en torno
a las nociones de comunidad y pertenencia, ciudadanía e identidad, con
las que se organizan incluso las políticas de solidaridad y reconocimiento
y las formas convencionales de la hospitalidad, demasiado marcadas por
lo que Jacques Derrida concebiría como un monolingüismo autoreferencial y auto-satisfecho (El monolingüismo del otro, 2010).
Sin embargo, habría que mantener presente que este texto de Derrida
surge de una conferencia presentada en el coloquio “Echoes from
Elsewhere / Renvois d’ailleurs”, organizado por Patrick Mensah y David
Willis y que contó con la presencia de Édouard Glissant, en la Louisiana
State University, el año 1992. Esto no es menor porque la intervención
de Derrida problematiza el cuestionamiento elaborado por Glissant del
carácter colonial /colonizante del francés en la definición del canon y
del campo lingüístico y literario caribeño. Mientras que Derrida no evade
los efectos de poder de la lengua en cuestión, interroga, a la vez, la misma
oposición entre lengua dominante / lengua dominada, para mostrarla
como una oposición peligrosa, en la que se pueden albergar todavía
pretensiones de una cierta trasparencia adánica. De ahí la famosa frase:
“Si, no tengo más que una lengua; ahora bien, no es la mía” –no tengo
más que una lengua, la que no me pertenece—, sería pues el lema con el
que habría que leer tanto la poética de la relación del mismo Édouard
Glissant, tramada por la experiencia inefable de la diáspora (esclavitud y
Ver en particular la tercera de estas cuatro instalaciones: Geschlecht III. Sex, Race,
Humanity (2020).
6
7
migración), como los relatos de Emine Sevgi Özdamar, constituidos en
la experiencia de la desapropiación y borramiento del origen.
IV
Por otro lado, aun cuando los relatos de Özdamar se refieren
fundamentalmente al periodo de reconstrucción posterior a la Segunda
Guerra Mundial, en ellos encontramos un vínculo con aquello que
Hannah Arendt caracterizó como crisis de los derechos humanos y
surgimiento masivo del fenómeno de los refugiados, en cuanto
consecuencia inesperada de la Primera Guerra Mundial. En efecto, para
Arendt la consolidación de los estados nacionales europeos modernos
surgidos de la disolución de los grandes imperios decimonónicos, tuvo
como efecto colateral la producción de una masa poblacional flotante
que, al no ser ciudadana de algún estado reconocido por el derecho
internacional, no solo se encontraba privada de los derechos civiles de
cualquier ciudadano moderno, sino además, privada de los derechos
humanos elementales y sujeta a los procedimientos de control y
criminalización que justifican a los aparatos policiales contemporáneos.
Sin embargo, Arendt todavía guardaba cierta esperanza en la tradición
liberal-republicana, la que oponía a las experiencias totalitarias que
habían desolado a Europa. Influida por la imagen excepcional de la
democracia americana, ella no vacilaba en oponer su modelo de
revolución federalista a las experiencias del terror robesperiano, las que
parecían marcar el rumbo de la crisis europea (Sobre la revolución, 2013);
y aun cuando sus análisis sobre los refugiados parecen seguir gozando de
pertinencia, habría que señalar el extraño olvido de la cuestión racial –y
más específicamente, de la cuestión negra— en sus reflexiones. Es esto
precisamente lo que le objeta Kathryn T. Gines en su monografía:
Hannah Arendt and the Negro Question (2014), pues cuando Arendt
escribía sus tratados fundamentales sobre la revolución americana, la
condición humana o la crisis de la república, ignoraba sistemáticamente
las leyes de segregación racial, la prohibición de los matrimonios
interraciales, los linchamientos y el oscuro secreto de la democracia
americana: la esclavitud y el racismo estructural que no es sino la
perpetuación metamorfoseada de la misma esclavitud.
8
En todo caso, más que una crítica de la teoría republicana de Arendt nos
interesa pensar acá la cuestión negra como reverso reprimido de la Pax
Americana, la que se configura mediante un excepcionalismo que opera
de manera imperial hacia el exterior, y de manera segregativa hacia el
interior. Es esto lo que le da relevancia a la cuestión negra, a saber, no la
pretensión invertida de una excepcionalidad racial o identitaria
intraducible a otras “poblaciones de color”, sino el hecho de que ella
representa un límite histórico y cuasi-ontológico de la imaginación
política occidental. En otras palabras, y más allá de la Pax Americana, la
cuestión negra constituye el reverso impensado de la universalidad
ilustrada, pero no solo como su condición de posibilidad material
(esclavitud, acumulación, etc.), sino también como su condición de
posibilidad ontológica, en la medida en que la especie o género humano
que funciona como producto y como promesa (reconciliada) de la misma
Ilustración, es solo pensable bajo la exclusión sostenida del negro. Ahora,
el que se trate de una exclusión sostenida no debe ocultar el hecho de
que también se trata de una exclusión imposible, una exclusión que debe
ser reafirmada brutalmente en cada caso, en la medida en que la cuestión
negra no deja de asechar y acechar, esto es, de asediar el solipsismo de la
racionalidad política occidental (Judy, “Kant and the Negro”, 1991).
Esta última consideración, el hecho de que la exclusión estructural del
negro desde la representación moderna de la comunidad humana
funcione no como un olvido circunstancial, sino como su misma
condición de posibilidad, es lo que define el horizonte general del afropesimismo contemporáneo7, y su consecuencia fundamental radica en la
imposibilidad de seguir pensando en términos de alianzas y
articulaciones contra-hegemónicas, las que indefectiblemente siguen
habitando el horizonte racializado de la imaginación política occidental.
En efecto, el afro-pesimismo se caracterizaría en este punto por un
escepticismo informado respecto a las políticas de integración y
reconocimiento. Y sería ese escepticismo el que ha sido denunciado
Aunque esto tiene una larga historia. Ver, Frank B. Wilderson III, Saidiya Hartman,
Steve Martinot, Jared Sexton, Hortenese J. Spillers, Afro-Pessimism: An Introduction
(2017).
7
9
como improcedente políticamente e incluso como nihilista8. Sostendré
lo contrario en unos momentos, pero conviene ahora desarrollar en
plenitud el argumento: el olvido de la cuestión negra en Arendt es un
síntoma del olvido general del pensamiento moderno, la consecuencia
de ese olvido no se expresa solo como punto débil del republicanismo de
Arendt, sino como punto ciego de la imaginación política occidental. En
última instancia, ese olvido, como denegación o forclusión, permite la
fundación filosófica y política de las democracias liberales
contemporáneas, no solo en la medida en que la esclavitud y la opresión
permitieron el despliegue de los procesos de acumulación necesarios para
el desarrollo euro-americano, sino que, en cuanto olvido, éste facilita la
“sutura” entre la materialidad brutal de los procesos históricos de
explotación y destrucción, y la imagen humanitaria de las democracias
occidentales, incluyendo sus políticas de hospitalidad y solidaridad. Por
supuesto, aun cuando el diagnóstico es indiscutible, lo que se objeta al
afro-pesimismo es su renuncia a las alianzas y a las políticas contrahegemónicas y de solidaridad, pues estas políticas formarían parte
integral de la denegación y la sutura simbólica sobre la que descansa el
orden democrático occidental.
Frente a esta crítica habría que precisar algunas cuestiones importantes,
a saber, que el afro-pesimismo es una corriente heterogénea que
comparte, con mayor o menor intensidad, una cierta desconfianza
respecto al progresismo contemporáneo. Que la cuestión de la negritud
y de la exclusión estructural no implica solo un excepcionalismo racial
invertido, sino plantear la pregunta por otro tipo de práctica política que
no quede sujeta ni limitada por los presupuestos del reconocimiento y
de la solidaridad que definen las posiciones progresistas en general. Y
que dicho afro-pesimismo, en la medida en que interroga las prácticas y
procedimientos de integración, neutralización y representación del negro
Ver la crítica publicada en The New Yorker por Vinson Cunningham, “The
Argument of ‘Afropessimism’” (julio 13, 2020); y la subsecuente crítica de Greg Tate
publicada en The Nation, “Afropessimism and Its Discontents. A guide for the
perplexed, the puzzled, and the politically confused”. (Septiembre 17, 2021).
8
10
como otredad, implica tanto una crítica a los presupuestos fundantes de
las democracias modernas, como un cuestionamiento de la antropología
filosófica que funda nuestra representación de las instituciones políticas
y culturales, sin olvidar nuestras concepciones del progreso histórico.
Para decirlo de manera alternativa, el afro-pesimismo es contracomunitario precisamente porque más que cerrarse narcisista o
nihilistamente en una posición particularista, suspende la misma
estructura delegativa del pensamiento hegemónico y articulatorio
moderno, tributario de las lógicas del reconocimiento y de la
representación al interior del estado y su juridicidad, siempre ya
racializada. La crítica progresista al afro-pesimismo, abismada por su
renuncia a la lógica hegemónica, desatiende su demanda de una
imaginación política radical, no sujeta a la “cuestión judía”, esto es, a la
aspiración de una emancipación política formal (Marx, Sobre la cuestión
judía, 2019).
En este contexto podemos referir la hipótesis relativa a un “devenir negro
del mundo”, desarrollada por el pensador camerunés Achille Mbembe
(Crítica de la razón negra 2016); hipótesis que nos permite pensar ese
devenir más allá de las nociones raciales convencionales o fenotípicas,
atendiendo al proceso general de precarización de la vida en el
capitalismo actual, precarización que ha empujado a gran parte de la
población mundial, vía procesos de hiper-explotación, migración
forzada, desplazamientos bélicos, pandemia, etc.- a una situación que
históricamente, aunque invisibilizada, definió las condiciones de
existencia de los esclavos africanos y de otros pueblos del llamado Tercer
Mundo. En otras palabras, este devenir negro no tiene que ver con una
identificación ingenua o voluntaria con las políticas de identidad
raciales, sino que expresa la prescindencia de la misma existencia bajo el
proceso general de subsunción de la vida al capital. En este sentido, y
más allá de las críticas al afro-pesimismo y su supuesto nihilismo político,
lo que se juega en sus intervenciones no es sino la necesidad de una
imaginación política que no quede presa de la tramposa hospitalidad que
bajo las figuras administrativas del reconocimiento y de la solidaridad,
siguen pensando el problema de la pertenencia y de la comunidad en el
marco limitado de la soberanía moderna, esto es, siguen pensando la
11
democracia como rendimiento de una institucionalidad solipsista y autoreferencial estructurada por las instituciones del sujeto y de la nación,
del estado y de la comunidad.
Sería esto lo que distingue además la radical intervención afro-pesimista
de las variantes decoloniales del pensamiento contemporáneo, pues el
afro-pesimismo no es una teoría de la identidad racial, sino una crítica
de la antropología fundante de la modernidad política, y, por lo tanto,
un llamado a pensar más allá de sus instituciones consulares, las mismas
que definen, a izquierda y derecha, el horizonte histórico y utópico de la
paz perpetua y del orden internacional. Si los relatos de Özdamar
tematizan la desapropiación como condición contra-comunitaria de una
errancia que define la existencia como una experiencia del común que
no puede ser substantivada ni en el origen ni en la lengua compartida, la
postulación afro-pesimista exacerba la necesidad de trascender el
horizonte cosmopolítico moderno (eurocéntrico y formalista) y su
complementaria antropología filosófica, para abrirse a la posibilidad de
una política otra, a una infrapolítica que no intente suturar la distancia
entre la existencia abismada y la comunidad de referencia (Moreiras,
“Infrapolítica Marrana”, 2017).
Esta posibilidad aparece otra vez tematizada en el reciente libro de
Damani J. Partridge, Blackness as a Universal Claim (2023). En él,
Partridge desarrolla una reflexión relativa a las formas de activismo
comunitario, entre inmigrantes latinos, árabes y africanos en la Alemania
de los últimos años, trabajando directamente con grupos de teatro
compuestos por indocumentados, y con grupos de solidaridad en Berlín.
La apuesta principal de su trabajo consiste en interrogar la ceguera
constitutiva de la Alemania post-Holocausto con respecto a los
inmigrantes y refugiados, una ceguera producida, en parte, por la fijación
del problema racial en la cuestión de la Shoah, esto es, por la incapacidad
de pensar el racismo más allá de la brutal experiencia del exterminio
judío (pero no solo judío), sin alcanzar a entender las formas enrevesadas
del racismo que alimentan las políticas oficiales de solidaridad y
hospitalidad con respecto a los inmigrantes y refugiados
contemporáneos, los que están estructuralmente imposibilitados de
12
devenir ciudadanos alemanes en plenitud, siempre que la ciudadanía
alemana sigue estando marcada, aunque sea simbólica y no
jurídicamente, por las determinantes fenotípicas.
Sin embargo, no se trata solo de volver a señalar los límites estructurales
de la imaginación política moderna con respecto al problema de la
otredad y de la vida precarizada, ahora intensificada no solo por la
pandemia y la crisis ambiental, sino por la guerra civil europea y siria; se
trata también de postular una concepción posicional de la negritud que,
lejos de definirla en términos identitarios y privativos, la presente como
una constelación de posiciones (no una articulación hegemónica)
orientadas no a negociar una posición al interior del contrato social
neoliberal, bajo la lógica del reconocimiento y de la representación, sino
a cuestionar los cimientos mismos de la institucionalidad política
moderna (soberanía, estado nacional, ciudadanía, etc.): “la gente negra
necesita la negritud como una base sobre la cual establecer un tipo
distinto de mundo, y no la negritud como una limitación”(4). En efecto,
se trata de una constelación que entiende la negritud no como apelación
identitaria acotada, sino como una reivindicación universal, pero de una
universalidad insurgente, como diría Massimiliano Tomba (2021), una
universalidad sin universal predeterminado, constituida en la
experiencia de estar-en-el-mundo-en-común, como condición para un
comunismo profano, incompatible con la nueva cuestión judía, abierto
a la experiencia colectiva de los pueblos, más allá de su captura
identitaria, y más allá de la lógica del origen o de la promesa.
Desde aquí, la homologación entre comunidad y comunismo queda
suspendida, precisamente porque el comunismo profano ya no puede ser
identificado con una política de clases, la que a partir de la lógica del
conflicto central proponga su emancipación como la emancipación de la
humanidad, pues la emancipación no es el resultado sino la condición
misma de la sociación y de la experiencia en común como conatus o
revuelta contra todo cierre comunitario, onto-político e identitario.
V
13
En su libro, Intifada. Una topología de la imaginación popular (2020),
Rodrigo Karmy retoma la experiencia palestina para pensar las revueltas
contemporáneas, particularmente las chilenas, sin remitirlas al
entramado constituido por el teatro soberano moderno (Estado,
parlamento, partidos políticos, constitución, representación, identidad
nacional, etc.). No es casual entonces que sea la Intifada el nombre o la
figura a la que se recurra para pensar una topología incapturable por el
teatro soberano, en la medida en que se trata de revuelas que no vienen
vehiculizadas por algún actor pre-configurado por las retóricas de la
identidad nacional, de clase, étnica o popular, siempre que estas
identidades ficticias funcionan como aparatos de captura de las
dinámicas sociales, devolviéndolas a categorías molares o monumentales.
La imaginación popular de la que nos habla Karmy, lejos de todo
orientalismo, tampoco está tramada por las lógicas contra-hegemónicas
de lo nacional-popular, lógicas que definieron el teatro soberano
latinoamericano durante el siglo XX, y a las que debemos no solo los
grandes proyectos populistas y transculturadores de este periodo, sino
también los procesos de sujeción de la heterogeneidad material de los
pueblos latinoamericanos al complejo dispositivo de la modernización y
del progreso (Gareth Williams, El otro lado de lo popular, 2022). En otras
palabras, la topología de la imaginación popular no está limitada por la
“cuestión judía”, ni sujeta al guion del teatro soberano, sino que se
constituye en la misma diferencia entre lo común y lo público, esto es,
en el desborde de lo público a partir de la experiencia de lo común
posibilitada por la condición inminente de la revuelta.
Sería precisamente la revuelta la que nos permite entender lo común no
como substantivación de una forma de asociación colectiva, definida por
rasgos privativos y compartidos, sino como una instanciación del estaren-el-mundo-con-otros (in-der-Welt-sein), experiencia afirmada solo en el
conatus de la existencia, y no en la lógica de la propiedad. En esto radica
la diferencia entre lo común y lo público, una diferencia que es necesario
mantener presente, pues aun cuando sea necesario contrarrestar los
procesos de privatización de lo público, intensificados por el orden
neoliberal (Dardot y Laval, Común. Ensayo sobre la revolución del siglo XXI,
2015), a partir de una política progresista de recuperación y re-
14
estatización, esto no asegura que el refortalecimiento de lo público (a
partir de un reformismo inscrito en la misma lógica del teatro soberano),
implique la superación de los procesos de acumulación flexible
contemporáneos. Después de todo, el neoliberalismo ha mostrado, al
menos en América Latina, su capacidad para articularse con agendas
redistributivas y progresistas, sin alterar sus propios procesos de
acumulación. La Intifada aparece entonces como una figura apropiada,
precisamente porque pone su acento no en los rasgos privativos de una
identidad, de un pueblo o de una sociedad civil luchando por su
reconocimiento, sino en la topología de un común que existe en el
conatus de su existencia como de-identificación con respecto al guion
sacrificial de la historia. La Intifada entendida como revuelta, no es una
categoría substantiva, sino una apertura al viento común de la revuelta,
siempre que el viento común permite un contagio etéreo, sin la gravedad
del nomos de la tierra. Es en esa condición etérea, momentánea e
inminente, donde emerge lo común y no en la producción de lo público
al interior del teatro soberano moderno.
El viento común es precisamente el título del hermoso libro de Julius S.
Scott sobre los procesos insurreccionales en el Atlántico Norte, que
desembocaron en la revolución haitiana (2021). No deberíamos pasar
por alto que su versión en español aparece solo tres años después de la
edición en inglés (2018), pues Scott que había escrito el manuscrito
como tesis doctoral en 1986 para la Universidad de Duke (la más citada
tesis y un clásico subterráneo, según Marcus Rediker, quien escribe el
prólogo), decidió no publicarla hasta una fecha tardía, resistiéndose así a
las demandas y correcciones inviables “sugeridas” por una importante
editorial universitaria inglesa. Este detalle no es menor si reparamos en
el hecho de que la temática abordada por Scott tiene que ver con el rol
del rumor en las prácticas insurreccionales caribeñas. En efecto, el
mismo Rediker reconoce la habilidad de Scott para sondear -algo
inimaginable- el rol de los rumores y las noticias informales sobre el
proceso revolucionario francés, traídos al Caribe por marineros,
cocineros, esclavos y libertos, en los barcos imperiales de ese tiempo. Lo
que se juega en su análisis no es sino la condición inminente de lo
común, expresada en la figura del rumor y del viento, como formas
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intangibles de sociación que no responden ni a la condición estructural
de actores definidos por su ubicación en la división del trabajo, ni menos
a la realización, por fortuita que parezca, de la agenda emancipatoria de
la Revolución francesa.
En efecto, ahí donde Rancière reparara en la noche proletaria como
instancia de desidentificación y clave para una nueva imaginación política,
constituida como comunismo de las inteligencias (La noche de los
proletarios, 2010), Scott repara en las bodegas de los barcos europeos,
llenas de “negros, esclavos y marineros”, como vehículos de una noticia
que malinterpreta los planes de la República y sus recortes a la
emancipación universal. El rumor entonces, como el viento común,
altera la cotidianidad del Atlántico norte, pues intensifica su tráfico
comercial permanente con la idea de una libertad alcanzable, pero solo
alcanzable, siempre y cuando se imponga sobre la verdad de Estado que
los dueños de las plantaciones y el mismo Estado francés pretenden
imponer, bajo la lógica de la pacificación y del orden imperial (o
republicano) de ultramar. De un modo u otro, la resistencia de Scott por
publicar en forma de libro oficial su tesis es consistente con la temática
del rumor como dispositivo que permite la configuración circunstancial
de lo común en los procesos insurreccionales que se materializaron en la
primera e inanticipable revolución negra. Pero se trata de una revolución
que extrema y abisma la edad de las revoluciones (europeas y americanas)
pues las lleva más allá de su versión blanqueada (y no nos referimos solo
a Hannah Arendt), ya que esta revolución alimentada por el viento
común y el rumor de la libertad, difícilmente puede ser leída solo como
materialización del potencial emancipatorio de la modernidad ilustrada,
sobre todo porque en ella se expresa el malentendido de una nueva
posibilidad de pensar la historia, más allá del plan secreto de la naturaleza
que dictamina el progreso del género humano (Kant).
El viento común, en la línea de la economía moral de la multitud (E. P.
Thompson, The Making of the English Working Class, 1966), nos permite
pensar lo común no como efecto de una performance comunitaria o de
clase, menos como el subproducto de lo público-estatal, sino como
configuración inminente de una topología de la imaginación que
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imagina precisamente una nueva forma de habitar el mundo, ya no sujeta
a la extorsión progresista de la solidaridad y del reconocimiento, sino que
orientada hacia la afirmación infrapolítica de la libertad, como
resistencia a la clausura sacrificial e identitaria de la vida bajo la lógica de
la subjetivación política convencional. El viento común como Intifada
apunta así a la realidad del comunismo sucio o profano que no funciona
como telos ni origen, sino como condición de la sociación y de la
historia, del ser en común y la libertad, pero no de la libertad formal del
consumidor o del ciudadano, ni menos la libertad abstracta del género
humano, sino la libertad como conatus de la existencia y felicidad de los
pueblos, aquí y ahora, es decir, en la inminencia de su tener lugar.
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