SIN LÍMITES
LA POLICÍA DE LA MEMORIA
Tras el fallecimiento de mi madre y, posteriormente, del de mi padre, viví sola en la casa familiar en que había crecido. No mucho después, hace unos dos años, la anciana asistenta que me había acompañado durante mi infancia murió de un ataque al corazón y me quedé más sola aún.
Tenía algunos primos en un pueblo al otro lado de las montañas del norte, cerca del nacimiento del río, pero no los visité nunca y ellos tampoco hicieron lo propio. Las montañas estaban cubiertas de arbustos plagados de espinas y sus cimas coronadas por desalentadoras nieblas perpetuas que ahogaban el deseo de aventurarse al otro lado. A ello debía añadírsele que no existían mapas en la isla y, por tanto, nada que diluyera la incertidumbre acerca de lo que uno podía encontrarse por allí. Ni siquiera había un simple y escueto registro gráfico del contorno de la isla. Nadie sabía cómo era. Tal vez los hubo en algún momento del pasado, pero en todo caso no quedaba rastro alguno de ellos.
Mi padre era ornitólogo y trabajaba en un observatorio sito en la cima del cerro del sur de la isla, donde pasaba una tercera parte del año de tiempo completo, noche y día, anotando una gran cantidad de datos, tomando fotografías e, incluso, incubando huevos.
A mí me encantaba subir a verlo con el pretexto de llevarle el almuerzo, y siempre era muy bien recibida por
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