En mayo de 2017 un grupo de veinticinco investigadores se reunieron durante tres días en un aula de la Universidad de Columbia, Nueva York. Ingenieros, neurocientíficos, físicos, así como expertos en ética y legislación debatieron acerca de un tema que les preocupaba, y mucho: los límites éticos y legales de los rápidos avances que se están produciendo en el campo de la neurotecnología. Es decir, aquellas herramientas tecnológicas que sirven para interactuar con el cerebro: esa gran «selva tenebrosa, donde tantos exploradores se han perdido» (tal como lo describe Ramón y Cajal, uno de los padres de la neurociencia, en su biografía Recuerdos de mi vida). Gracias a estos avances, los estudiosos se están adentrando en el corazón de esa jungla. Ya es posible leer los pensamientos, e incluso influir en ellos: implantar recuerdos, por ejemplo.
Aquellos tres días en la clase universitaria se plantearon como una lluvia de ideas en la que surgieron grandes interrogantes: ¿qué legislación debería existir para evitar que una persona altere los recuerdos de otra a través de un implante cerebral? Si alguien puede leer la mente, ¿cómo proteger nuestros pensamientos? ¿Quién tiene el de un sueño? Puede sonar a ciencia ficción, a delirios futuristas. En él aparece el concepto de neuroderechos: el marco jurídico llamado a proteger el cerebro y su actividad ante los imparables avances de la neurotecnología.