En agosto de 1897, el joven comandante belga Adrien de Gerlache partió a bordo del barco Belgica hacia una de las pocas zonas en blanco que quedaban todavía por descubrir en los mapamundis: el continente helado de la Antártida. Cuando su barco ballenero, de 34 metros de eslora y tres palos, pudo escapar de la banquisa antártica y regresó a Punta Arenas (Chile) el 28 de marzo de 1899, casi dos años más tarde, muchos consideraron que su aventura estaba a la altura de las grandes gestas polares. Hasta entonces, nadie había pasado una sola noche allí.
Desde que se divisara por primera vez en 1820, el puñado de exploradores, balleneros y cazadores de focas que se habían aventurado hasta esas latitudes solo habían esbozado algunos contornos del litoral antártico. No se sabía si más allá de la costa había aguas abiertas, un océano de hielo o un continente sólido, y lo quiso desvelar una expedición belga, tal vez para conmemorar que el país se había independizado de los Países Bajos solamente