El Secreto De La Mansión Campbell
Por Olivia Manderlen
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Si te gustan las historias cargadas de romanticismo, misterio y erotismo, te apasionará este relato corto ambientado en la época victoriana.
El año es 1870. El hermano de Anna lleva desaparecido dos años. Decidida a encontrarle, logra un puesto de trabajo en la mansión de los Campbell, el último lugar donde se le vio. Allí conocerá al dueño, el atractivo y enigmático James Campbell por el cual se siente inmediatamente atraída. ¿Logrará Anna saber qué le ocurrió a su hermano?
«El secreto de la mansión Campbell» es una historia gótica con un toque morboso que te enganchará de principio a fin.
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El Secreto De La Mansión Campbell - Olivia Manderlen
I
El traqueteo del carruaje se fue apagando conforme se perdía a lo lejos de la carretera. Bajo un cielo encapotado, tragué saliva al mirar la mansión de los Campbell a través de la puerta enrejada. A primera vista impresionaba por su grandeza y misterio, y fue en ese momento cuando sufrí la sacudida de las primeras dudas. ¿Sería capaz de cumplir la secreta misión que me había propuesto? Una parte de mí deseaba salir huyendo y olvidarme de todo, sin embargo, sabía que era una sensación previsible. Siempre pervive en tu interior ese deseo de irremediable fuga cuando se emprenda una tarea de gran responsabilidad, por eso es necesario empequeñecerla o, mejor aún, acallarla.
Abrí la reja sin esfuerzo y entré en la propiedad con timidez, como si en algún momento alguien saliera de improviso para gritarme que yo no pertenecía a ese lugar. Comprobé que mis manos se habían ensuciado un poco debido al moho de la reja, así que saqué del bolso el pañuelo regalado por madre y me limpié mientras seguía paseando la mirada, desconcertada.
La mansión de los Campbell sufría de una evidente decadencia. La fachada presentaba manchas negruzcas fruto de la humedad, y el techo del invernadero estaba a medio construir. Lo más llamativo era el jardín, en su día según me había relatado mi hermano, repleto de macizos con azafranes amarillos, rosas rojas y las abrumadoras buganvillas cubriendo los muros que delimitaban la propiedad. Pero ahora todo estaba marchito, sin un aroma embriagador que saludase al invitado.
Mientras caminaba cargando la maleta a duras penas, también recordé que mi hermano en las frecuentes cartas que me enviaba antes de su misteriosa desaparición, me hablaba de la mansión de los Campbell como un lugar lleno de esplendor y donde era habitual despertarse con el gorjeo de las alondras. Pero todo ese pulso vital parecía languidecer con miseria. ¿Me encontraba en el mismo lugar al que se refería mi hermano Pete Lice?
El evocar su recuerdo me sumió en una súbita melancolía. Hacía ya dos años que ni madre ni yo sabíamos nada de Pete, y las denuncias a la policía habían sido infructuosas. A nadie le importaba la desdicha de una familia humilde, por eso estaba dispuesta a averiguar por misma qué había sucedido.
En la última carta se desprendía una inquietud que resultaba difícil de explicar a quienes no hayan leído las cartas anteriores. Entre líneas deduje que algo andaba mal, aunque reservé mis sospechas para no alarmar a madre. Esperé dos años hasta que llegó a mis oídos que los Campbell buscaban una ayudante en la cocina, así que solicité una recomendación en la casa que estaba empleada, y les escribí rogando ser contratada omitiendo mi parentesco con Pete y con un apellido apócrifo. A los pocos meses me aceptaron, sin más entrevista que la correspondencia entre la Sra. August y yo.
La sensación de ser observada me hizo salir de mi ensimismamiento y alzar la vista hacia una de las ventanas, la más alta, cuyo visillo estaba aguantado por alguien. Durante unos segundos se mantuvo de esa manera, así que mis ojos se concentraron en una impenetrable negrura hasta que el visillo volvió a su posición original por su propio peso. «¿Quién me había estado observando?», me pregunté.
Pero esa no era toda la bienvenida ofrecida por la sombría mansión, enseguida oí unos feroces ladridos que provocaron que soltara un respingo. Me faltó la respiración cuando observé cómo un poderoso mastín se acercaba hacia mí a toda prisa, enseñando los colmillos. Me quedé paralizada sin saber qué hacer, espantada, y cuando cerré los ojos esperando el ataque fúnebre, se oyó una voz autoritaria de hombre.
—¡Roly, detente!
El mastín se frenó en seco y miró hacia atrás con un gruñido. Suspiré aliviada. Bajo el soportal la figura de un hombre se alzaba imponente, a pesar de su aspecto descuidado. Llevaba el chaleco sin abotonar y la camisa por fuera de los pantalones. Además que no cubriese su cuello