La ciudad escrita
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La ciudad escrita - Fernando Belzunce
La aparición de misteriosas frases pintadas sobre las paredes sacude a los habitantes de una ciudad universitaria. Los mensajes, que surgen cada día de forma enigmática, parecen dirigirse a cada uno de los vecinos y causan un fuerte impacto en la sociedad. Un joven decide regresar a esta ciudad en busca de respuestas a su propia situación y encuentra nuevos interrogantes planteados por el fenómeno. El tono de las frases evoluciona con el tiempo y altera el temperamento de algunos de sus conocidos, que asisten impotentes a un espectáculo imparable mientras se sienten empujados a cometer actos sorprendentes.
Fernando Belzunce
LA CIUDAD ESCRITA
Ilustraciones de Kike de la Rubia
© Fernando Belzunce, 2013
© para todos los países en lengua española:
Ediciones Antígona, S. L.
C/ Prim 15, local - 28004 (Madrid)
Tel: 91.119.17.32
info@edicionesantigona.com
www.edicionesantigona.com
Primera edición, 2013
Directora de la colección: Isaac Juncos Cianca
Diseño de cubierta: Ediciones Antígona sobre una ilustración de Kike de la Rubia
Ilustraciones: Kike de la Rubia
Editor: Concha López Piña
ISBN: 978-84-15906-17-9
ISBN digital: 978-84-15906-18-6
Depósito legal: M-16370-2013
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
UNO
Nadie ha sabido explicar todavía cómo pudo Trinidad conseguir aquellos explosivos, desalojarnos a los huéspedes del hostal y contemplar desde la distancia y con cierta serenidad la destrucción total del edificio en una noche, la de aquel 25 de septiembre, que salió fresca y despejada e invitaba a salir a la calle.
La explosión voló por los aires todas las paredes del hostal menos una, la que saludaba a la calle Ciempiés, y arrojó sin piedad al cielo nuestros equipajes. El suelo tembló alrededor, los tabiques vibraron, los cristales se rompieron y las tranquilas aguas de la ría se removieron, turbulentas. A ellas caían desde las alturas restos de nuestro pasado. Maletas, ropas, papeles. El paraguas de Paulino se abrió en su salto y planeó con elegancia por el aire ante las miradas de los cientos de espectadores que acudieron al lugar, impactados tras el estruendo. Tardó un minuto en caer al agua y los niños aplaudieron cuando lo hizo. Los libros, chamuscados, se deshojaron con el viento. Me quedé sin nada. Una sensación turbadora, de contar con una vacía y extraña libertad, que momentos más tarde me resultó tranquilizadora.
La aparición de la Policía puso fin al encanto del espectáculo para un público hechizado por el olor de la pólvora y los destellos cenizos en el cielo. Se impuso el orden. Aparecieron ambulancias, bomberos y agentes secretos que dejaron de serlo. La Policía no tardó en detener a Trinidad y nos pidió a Paulino, a Michele y a mí que le acompañáramos a comisaría. Nos hicieron subir a un furgón. Trinidad no respondía ante nuestras preguntas y ni siquiera parecía atender a los estímulos. Tras asistir a la explosión permaneció con la mirada fija, ausente. Le ayudaron a sentarse y se refugió en un rincón, frente a una pequeña ventanilla. Nosotros nos sentamos en silencio, sin llegar a asumir la importancia de lo que estaba ocurriendo.
El furgón cruzó el puente del teatro y se dirigió por la calle que acompaña la ría. Desde la otra orilla, pudimos apreciar que la plaza de la Universidad se distinguía mejor después del derrumbe del hostal. El edificio ocultaba parte del enclave y la vista quedaba despejada. Tan solo se mantenía erguida aquella pared que Trinidad tenía tantas ganas de derribar. Cuando la descubrió en pie fue cuando rompió la quietud y empezó a gritar enloquecido. Soltó su ira contenida, liberó su ahogo y la cólera encendió las cenizas de fuego de sus ojos. Saltó contra el techo con una violencia animal y repetidas veces, hasta hacerse sangre. Intentó saltar en marcha del vehículo. Quería huir. Nos pegó por impedirlo y se enfrentó, como si estuviera poseído por la rabia, a los guardias que nos custodiaban.
Llegó a comisaría con cientos de cabellos en sus manos y pequeñas líneas de sangre que nacían en su cabeza, teñían de rojo su barba y se secaban en su cuello, acentuando su salvaje aspecto. El comisario Javier Ramírez creyó reconocer a su amigo Trinidad al apreciar desde su despacho la pulcritud de unos llamativos zapatos que se acercaban a rastras por la oficina. Los agentes llevaban a un hombre en volandas. Cuando salió al pasillo se topó con él de frente. Era un demente de mirada tan oscura como ida. Su opulento cuerpo de oso flaco estaba encogido. Parecía un trastornado y era un miserable.
Paulino, Michele y un servidor salimos de comisaría dos horas después de haber entrado. Trinidad se quedó dos días más durante los que apenas dio explicaciones coherentes. El sábado por la noche salió de la celda con su aspecto sereno y con orden de permanecer localizado hasta nueva indicación. La investigación seguía, pero no se determinó riesgo de fuga. Había recibido atención psicológica.
Ramírez, abatido por los acontecimientos, se esforzó en justificar la liberación de su amigo Trinidad. Me contó que se tranquilizó al comprobar que el sábado se levantó templado. Habló con él y le pareció un hombre diferente al conversador inagotable que temía en las madrugadas salpicadas de copas; más bien, lo sintió como un arrestado superado por la situación. Recordé que a veces puede resultar más determinante el deseo de creer en algo que creerlo de verdad.
—Parecía que había sufrido una pesadilla espantosa, ¿no? Como si siguiera soñando con algo horrible pese a estar despierto. Un caso para especialistas. Al despedirme de él y verle ya sereno, pensé que se encontraba mejor y me alegré. Yo ya creía que estaba loco —confesó con gran preocupación.
—¿Y le dejaron salir? ¿A un tipo que acababa de volar una casa? —increpé.
—Ahora que sabemos todo lo que pasó puede parecer un error, ¿no?, pero ten en cuenta que entonces desconocíamos qué había sucedido exactamente. Lo primero que dijeron los bomberos fue que la explosión podía ser de gas, ¿no? Podía ser un accidente. Podía tratarse del caso de un hombre que pierde todo lo que tiene de repente y por ello reacciona tan mal, ¿no? Después llegó lo de los explosivos. Y tampoco se sabía quién había sido.
—Nosotros declaramos que nos había desalojado poco antes de la explosión…
—Aunque vosotros teníais esa sospecha que luego ha sido una evidencia, este era el procedimiento a seguir. No teníamos razones para retenerle más tiempo. No se le consideraba peligroso. Sí ordené que le siguieran, pero no desde aquí porque se daría cuenta. Un agente de paisano le esperó en su hostal, en las ruinas, para poder recabar más información y tenerle controlado en todo momento. Pero con discreción. El problema es que nunca apareció por allí. Y eso que no quedaban muros que pintar.
El comisario bajó la voz para confesar que nuestro interesado había denunciado que era objeto de una supuesta persecución: «Estaba fuera de sí y soltó un sinfín de temores y advertencias que no llegamos a entender. Pero sí comprendimos que para él las pintadas tenían vida, que eran peligrosas y le seguían, y que no podía escapar del significado de sus frases», compartió, sin ocultar una tensa preocupación. Parecía esperar mi comentario, pero callé para forzar un silencio incómodo que él, visiblemente afectado, quisiera evitar. Como periodista, sabía que la tensión fuerza frases que no se quieren decir: «Es curioso, ¿no? —exclamó al fin—. Lo que me contó se parece mucho a lo que me dijeron los miembros de la banda de Sancho que detuve tras el asalto al casco antiguo», reveló, para mi asombro. «Esas pintadas nos van a volver locos a todos, ¿no?», compartió con una expresión de trascendencia que no parecía forzada. Se hizo otro silencio incómodo. Más que arrepentido por su confesión, Ramírez pareció avergonzado por no comprender.
Trinidad salió de la celda ese sábado, pero ni siquiera se acercó a las ruinas de su hostal. Supongo que temería ver la pared que resistió la embestida de la dinamita. No la habría visto porque Michele y yo, junto a algunos vecinos, la derribamos con picos y mazas. Quisimos matar a la frase que se había adueñado de ella y que había provocado, lo supe al verla, semejante furia. Se ocultó de la gran tormenta que cayó sobre la ciudad debajo del puente del teatro. Con la oscura compañía de Ahmed el emigrante.
«Le di cartones para dormir. Para mí es bueno que él venga a donde mi lugar, después de tantas veces de ir yo donde el suyo para comer y lavarme. Le di comida. Tenía comida del restaurante Ciempiés. Es buena. Para gente cara. No quiso. Él solo dormir donde mi lugar. Llovía. Mucho. Y cuando desperté no estaba donde mi lugar. Rompió los cartones en trozos pequeños. Ya no se pueden para dormir. Y estaban manchados en rojo. Me enfadé. Con cólera, porque sí. No estaba. También había mancha grande en rojo encima del banco que le permití para su sueño».
Ahmed el emigrante habla mal nuestro idioma y no sabe leer ninguno. En tiempos marcados por las frases era una suerte. Una ignorancia que, siendo triste, podía dar una inocente felicidad. Si Ahmed supiera leer habría interpretado la pintada que coronó el último sueño de Trinidad en aquel túnel de inmundicia. Yo quise verla para intentar comprender.
La vi. Y sé que Trinidad debió de explotar al verla. Imagino que sintió un estremecimiento antes del amanecer. Hileras de tormenta que brotaban de las cañerías del puente le salpicarían. Tendría frío. Escalofríos. Y estaría estremecido. ¿Una pesadilla? Quizás. El estremecimiento. Despertó. Miró a su alrededor, aturdido:
«¿Dónde estoy? Debajo del puente, en el túnel. ¿Y quién está allí? Ahmed el emigrante, el oscuro, duerme, no te fíes, es extraño. Me amenazó de muerte en el bar. La lluvia. Salpica, es fría, ensordecedora, no se puede pensar, castiga. ¿Y esto? La manta de cartón, sucia. Sucia. ¿Roja? ¡Pintada! ¡Escrita! Mancha... Es reciente. ¡Oh, no! ¿Qué han escrito? No, no puedo. ¿Y en la pared? ¿Qué veo? ¡Oh! También han escrito. Lo mismo. No quiero mirar más. No quiero recordar las palabras. ¿Estarán todavía aquí los autores? No puedo. Lloro, tiemblo, me agarro el pelo, la cabeza, los brazos, me abrazo, me toco el estómago, los puños. Me agacho, tengo arcadas, miro al suelo, al cielo: la lluvia. La ciudad se moja, ojalá destiña. ¡Ojalá destiña! ¡¿Me oye alguien?! ¡Ojalá destiña! Respiro. Pero siguen ahí. Seguirán. ¿Me quedo? ¿Me voy? Lloro. Quiero gritar. Gritaría una vida. ¡Que se borre! Pero no puedo. Me oirían. Quizá me vean ahora. ¿Qué hago? Corro».
Trinidad correría lo que nunca pensó que pudiera correr. Sus caros zapatos italianos perderían el escaso brillo que les quedaba en los cientos de charcos sobre los que pasaría fugaz y que reflejarían la pálida luz violeta, rota por miles de piedras de granizo, del incipiente amanecer. Se ensuciaría más y resbalaría más tarde en la esquina de la calle del Arenal con la calle Correo, entonces convertida en un río de baldosas entre las orillas de portales ocupadas por trasnochadores, derrotados por la irrupción del día y el castigo de la tormenta. Trinidad se cayó. En el suelo, notaría la furia de los trozos de cielo que caían sobre su cabeza y sentiría lástima por la gente que le miraba desde sus refugios y que no se movía ni se movería ni se iría nunca de esta ciudad.
Un joven cree que distinguió bajo el aguacero al camarero que le servía cada día en el Alcaraván, el bar del hostal, aunque no prestó atención a su calzado, sino a su rostro, apedreado por el granizo. Le llamó en auxilio:
— ¡Trinidad!
Trinidad se volvió, airado, y le señaló con un dedo acusador y tembloroso:
— ¡No grite! ¡No grite nunca!
Se levantó rápido y, ahuyentado por la delación de su propio grito, en verdad apagado por la tormenta, corrió hacia la Catedral todo lo veloz que le permitió una cojera súbita que apareció a traición tras la caída.
Nadie ha sabido explicar cómo pudo entrar en el templo, cerrado hasta la misa de ocho, ni cómo encontró en la penumbra de un espacio casi virgen para sus pies la falsa capilla donde nacía la escalera de caracol que moría en el campanario. Subiría sus peldaños a oscuras y, según alcanzaba un piso y otro, iría recogiendo la pesada cuerda de la campana principal. En la cúpula de la torre, posaría la cuerda en el suelo, se la enrollaría al cuerpo y se la ataría al cuello. Subiría a la repisa y caminaría cerca de las gárgolas, atragantadas por el descomunal vómito de granizo, y lucharía con sus brazos contra la tormenta para poder ver los lejanos campos de trigo, ennegrecidos por los fuegos de cada septiembre, y las azoteas rojas de estas tristes casas del casco viejo entre las que ya no estaba la suya. Para despedirse. Y saltaría. Saltaría alto y lejos. Camino de la tranquilidad.
Su cuerpo derrotado quedó ahorcado durante una hora sobre la fachada principal de la catedral, bailando a merced de los vaivenes de los fuertes vientos, en ese mar de lluvias que fue aquella mañana de aquel último domingo del mes.
El bombero que lo rescató, Miguel Pastor, fue el primero en advertir la frase pintada que cubría su cuerpo y que se acentuaba en sus zapatos. No le dio la importancia que ahora tiene y no recuerda qué ponía porque ni siquiera pudo leerlo. «Para leerlo todo tendría que haber dado la vuelta al cuerpo al menos dos veces porque era una frase escrita alrededor del muerto en espiral y la lluvia se encargó de diluir las letras», contó.
Nadie ha sabido explicar si esta espiral de letras se posó sobre Trinidad antes de que este se pusiera la soga y se arrojara al vacío o después. Javier Ramírez, empujado por su irremediable deseo de creer en algo antes que creerlo de verdad, asegura que fue pintado antes de su muerte porque nadie pudo firmarle en las alturas, antes de que aparecieran los bomberos, y se ríe de los que pensamos que la pintada le manchó cuando ya era un muerto en el aire. A mí me gusta pensarlo porque por cobardía he apostado por abrir la puerta a todas las cuestiones irracionales. Y también porque esa idea supondría que mi amigo Trinidad escapó victorioso de su particular batalla contra El Fenómeno, y no que ha muerto, derrotado y humillado, en una solitaria guerra contra las frases que empezó en una fecha desconocida y terminó con unos planes ocultos que le llevaron a adquirir aquellos explosivos Dios sabe de qué lugar.
DOS
Aquella excelente y lamentable explosión del hostal coronó casualmente la noche en que se cumplía un año de mi llegada. La voladura de nuestros equipajes y el lento planeamiento del paraguas de Paulino por los aires, así como los aplausos en el momento de su caída, me animaron y llegué a pensar en una celebración del destino. Aquel día cumplía un año entero en una ciudad a la que sentía que debía volver y tuve la ocasión de contemplar un gran espectáculo, una explosión que pocas personas podrán ver en sus vidas.
Pero ya aquel día caía en la cuenta de que mi regreso a la ciudad donde pasé mis años de universitario no había servido para nada. Además, aquel estallido no era una celebración, sino una desgracia. Fue un punto de ruptura en este extraño relato de acontecimientos y dio paso al desenlace de la tragedia que estaba por llegar.
Nadie supo por qué volví y a nadie se lo he podido explicar porque yo mismo no sé si venía para quedarme o para despedirme. Pasaba una etapa muy mala en mi casa, en mi ciudad. Me angustiaba sentir que mi trabajo, mi rutina diaria y la novia que tenía no me hacían feliz. Me entristecían. Me preguntaba por qué y cuanto más pensaba sobre ello peor me sentía. No tenía una respuesta, pero me encontraba vacío. Es probable que tuviera una crisis de identidad. Sentía que nada tenía sentido. Mi vida a apenas cuatrocientos kilómetros de distancia era tan diferente que parecía la de otra persona. Tenía el temor de que el entorno me enjaulara y que pasara a convertirme en otro al tratar de ser la persona que los demás esperaban que fuera y no la que era realmente.
He concluido que me marché de mi casa y regresé a la que había sido mi segunda ciudad porque la había adoptado como mi hábitat natural. El lugar donde me sentía mejor, donde creía que encajaba sin esfuerzo. Sufrí una depresión y el hecho de volver suponía al fin y al cabo un cambio. Era una decisión fácil que me obligaría a asumir otras cuestiones más complicadas. Como buscar algo que hacer. Necesitaba otro ambiente. Buscaba aire fresco. Novedades. Me sentía vacío y tenía que llenarme con algo.
Aquel jueves 25 de septiembre, un año antes de la explosión del hostal, falté a la cita con un especialista que me iba a tratar la depresión, hice la maleta y cogí un tren. Llegué a la ciudad a mediodía y llamé por teléfono a mis padres, a los que había dejado atrás sin darles una sola explicación, para decirles que había llegado y que no se preocuparan por mí, que me encontraba mejor, aunque era mentira. No se me ocurrió ir al café Alcaraván. Quería ir poco a poco y visitar a Trinidad más adelante. Trinidad era un gran amigo de mi época de estudiante que se encargaba del hostal, donde dormí muchas noches, y de un bar, el Alcaraván, donde invertí aún más tardes. No es que le hubiera echado mucho de menos al irme porque al principio echaba en falta a la gente divertida y él no lo era tanto. Era más bien serio, pero muy natural y sincero. Un tipo amable y sereno. De confianza. Cuando empecé a sentirme mal es cuando me di cuenta de su gran ausencia. Su presencia siempre me había dado seguridad.
Aquel jueves me apetecía mucho recorrer la ciudad solo, sentirme extraño en ella, reencontrarme con su esencia, con sus dos catedrales y sus fábricas, con su mágico olor a mar y a cosechas quemadas que bajaba el telón del verano y abría un escenario otoñal de lluvias bíblicas. Allí llovía como en ningún otro lugar y cuando llueve parece que todo se limpia, incluso las personas. Así que allí iba yo. A limpiarme.
Recuerdo muy bien el momento en el que llegué en tren. Tenía una sola maleta y antes de bajar del vagón ya la agarraba desconfiado porque aquella estación había sido durante años el refugio de rateros, drogadictos, alcohólicos o locos chillones. Gente olvidada y olvidable. El edificio había sustituido sus ruinosos hangares y sus vías muertas por un centro comercial que contenía tiendas y bares con ventanas a las vías, y un complejo de salas de cine con vigilantes que paseaban por el lugar. Un alegre hilo musical parecía poner la banda sonora a mi regreso. La iluminación era agradable, se confundía