Alfie Quinn
Por Adrià P. Xancó
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Alfie Quinn es un extraordinario thriller cuya trama, literalmente, impide que te desenganches de su lectura.
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Alfie Quinn - Adrià P. Xancó
Alfie Quinn, un joven aspirante a escritor, se embarca en una extraordinaria aventura en busca de una idea original para escribir su primera novela. Todo empieza cuando, debido a un desafortunado accidente ocurrido en el desierto de Monegros, Alfie pierde su dedo pulgar. Desesperado, el joven conduce hasta el hospital más cercano para que se lo cosan; pero ahí, los médicos le informan de que ese dedo que ha traído consigo… no es el suyo. ¿Qué ha ocurrido? ¿De quién es ese dedo? Y el suyo, ¿dónde está? Alfie no descansará hasta llegar al fondo de todo el asunto. Está convencido de que, tras el pulgar, se encuentra la historia que le permitirá escribir su ansiada novela.
Alfie Quinn es un fascinante thriller cuya trama, literalmente, impide que te desenganches de su lectura.
Alfie Quinn
Adrià P. Xancó
www.edicionesoblicuas.com
Alfie Quinn
© 2015, Adrià P. Xancó
© 2015, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16341-55-9
ISBN edición papel: 978-84-16341-54-2
Primera edición: junio de 2015
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
1
Supongo que lo merezco, supongo… que tenía que ocurrir. Llevaba tanto tiempo buscando una buena historia, una idea lo suficientemente original para escribir mi primera novela, que ha sido finalmente ella la que ha acabado encontrándome a mí.
Mi nombre es Alfie, Alfie Quinn.
Bueno, en realidad ese no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es Alfredo Reina, tengo veinticuatro años y nací en Barcelona. Cuando tenía diecisiete, decidí que quería ser escritor, y para serlo, necesitaba dos cosas: una buena idea, como ya he dicho, y un buen nombre. El nombre siempre me ha parecido un elemento importante, para cualquier persona, pero especialmente para un escritor. Un nombre es un sello que nos distingue, una marca de estilo, una definición. ¿Qué sería de Hemingway sin ese apellido tan poderoso que con solo pronunciarlo ya nos remite a su fuerte personalidad; a su afición por la bebida y el boxeo? ¿O de Poe, sin ese «Edgar Allan» que lo acompaña y que le confiere un aire terrorífico de asfixia constante y misticismo medieval a todo lo que le rodea? El nombre nos identifica y nos clasifica, nos describe antes de poder presentarnos, nos marca al nacer. Por eso es tan importante, y por eso debía cambiar el mío.
Alfredo me resultaba aburrido, obsoleto, pasado de moda. Mi padre también se llamaba Alfredo, igual que mi abuelo. Personalmente, siempre he creído que las tradiciones familiares, en general, acostumbran a ser bastante absurdas, y la de pasar un nombre de padres a hijos no resulta ninguna excepción.
Nací un viernes, 13 de enero de 1989. Viernes y trece. Una fecha bastante apropiada teniendo en cuenta lo que sería mi vida.
Afortunadamente, crecí en un ambiente de clase media en el que se apoyaba la locura, se incentivaba soñar y las supersticiones no eran más que eso: supersticiones, creencias heredadas por una sociedad en decadencia absorbida por la religión.
A lo largo de mi infancia, por lo tanto, nunca le di mayor importancia al hecho de haber nacido en un día tan mal señalado. No obstante, a medida que he ido creciendo, he empezado a pensar que, cuando llegué a este mundo, es posible que trajera la mala suerte conmigo.
Mis padres, Alfredo y Montserrat, dedicaron sus vidas a la enseñanza. Ambos trabajaron como profesores en la escuela secundaria Sagrado Corazón. Actualmente, sin embargo, ya están jubilados. Se conocieron en la facultad, mientras estudiaban. Y aquello que empezó como un flechazo entre dos jóvenes universitarios fue madurando y, con los años, yo me acabé convirtiendo en la prueba viviente de su amor.
Fui un chaval al que no le faltó de nada pero que, aun así, a veces era capaz de quejarse. Y ya no por algún motivo en concreto, sino por pura falta de educación. Con el tiempo, las quejas me llevaron al distanciamiento, y el distanciamiento se convirtió en rebeldía. La relación que mantuve con ellos a partir de entonces ya no volvió a ser la misma. Nunca llegamos a llevarnos mal del todo, pero de vez en cuando, sí me arrepiento de algunas de las cosas por las que les hice pasar. Me consuela pensar que, al fin y al cabo, en ese período yo no era más que un adolescente, y todos los adolescentes pasamos por una época similar.
A pesar de los esfuerzos que hicieron conmigo, nunca llegué a destacar en el colegio, ni en los deportes, ni en ninguna otra cosa. La verdad es que nunca he destacado en nada, ni siquiera escribiendo. Escribo porque lo necesito. Escribo porque, cuando no escribo, me cuesta vivir. Siempre he sido una persona bastante callada, «de pocas palabras», que dirían algunos. Escribir es mi forma de comunicarme con el mundo, supongo; la forma que tengo de expresar mis sentimientos, mis emociones… Dejar constancia de que, en un momento concreto de la historia, yo he pasado por aquí.
—Para ser un tipo callado no has dejado de hablar desde que te conozco —dice.
—Supongo que llevo demasiado tiempo encerrado.
Como iba diciendo, mi infancia fue una época bastante anodina, sin grandes sorpresas ni acontecimientos importantes que destacar. Cuando me sorprendió la adolescencia, sin embargo, algo cambió en mi interior. A partir de ese momento, supe que debía hacer algo, supe que debía empezar a procurar mi propio futuro, porque si no lo hacía, nadie lo haría por mí. No estaba dispuesto a pasarme la vida anclado a un trabajo que despreciara solo porque la sociedad lo exigía. La mediocridad que me había rodeado hasta ese momento debía acabar, debía cortarla de raíz. Necesitaba demostrarle al mundo que era capaz de hacer algo importante. Lo que fuera. Pero, sobre todo, necesitaba demostrármelo a mí.
En aquella época, se organizó en mi colegio algo llamado «Jornadas Literarias». Un inútil intento para incentivar la lectura entre los jóvenes. Recuerdo que había un concurso, y que todos los alumnos debíamos presentar un relato en el que explicáramos un momento especial de nuestras vidas. También recuerdo que no me costó mucho hacerlo, y no porque mi vida hubiera estado repleta de momentos especiales, ni mucho menos, sino porque al contrario que mis compañeros y desoyendo las exigencias del profesor, yo decidí inventarme el momento.
—¿De qué iba? —pregunta.
Era el día de mi cumpleaños y mi padre llegó borracho a casa. Debo decir que mi padre era un hombre al que le gustaba mucho beber. Él decía que lo hacía por necesidad, pero yo estoy convencido de que lo hacía por puro placer. A nadie en la familia le sorprendió que llegara en aquel estado, de hecho, estábamos bastante acostumbrados. Lo que nos sorprendió aquel día fue el aspecto que traía consigo. Estaba pálido, descolorido, no parecía él. A eso de las siete de la tarde, pocos minutos antes de sacar el pastel, mi padre se acercó al pequeño mueble que teníamos en el comedor, como hacía todos los días, sacó su botella de whisky y empezó a beber otra vez. Acto seguido, se sentó en el sofá. Recuerdo que todos mis familiares lo miraron avergonzados, como reprochando su acción, pero él no les hizo ni caso. Se sirvió una copa y después otra y, cuando iba por la tercera, su cuerpo se empezó a desvanecer. Fue un fenómeno extraño, inaudito. Nunca le había pasado algo así. Recuerdo la cara de estupefacción de mi madre, también recuerdo que, en más de una ocasión, mi tío le pidió que lo dejara. Era inútil. Su afición por la bebida era demasiado poderosa y nadie podía pararlo. Cuando ya solo le quedaba el culo de la botella, apenas podíamos verlo. Su cuerpo se había fundido con el color azul verdoso de los cojines del sofá. Todos estábamos desconcertados. Él no paraba de repetirnos que aquello era algo de lo más normal. Finalmente, llegó el momento que todos estábamos esperando. Mi familia se reunió alrededor de la mesa para que yo soplara las velas. Mi padre, ni se movió. Pusieron la tarta delante de mí y me dijeron que cerrara los ojos para pedir un deseo. Justo en ese momento, él se servía su última copa. Abrí los ojos con determinación, miré las velas como si fueran un enemigo al que debía vencer, y soplé con todas mis fuerzas. Cuando se apagaron, todos aplaudieron emocionados. Yo, por mi parte, dirigí los ojos hacia el sofá. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi deseo se había cumplido. Mi padre acababa de desaparecer.
—Una historia un poco macabra —dice.
—Era lo que sentía en ese momento.
—Y… ¿ganaste el concurso?
Por supuesto que no. Quedé descalificado. Pero eso no me importaba, lo que realmente importaba era que había descubierto mi vocación, mi