Un desafío para el jefe
Por Cathy Williams
4.5/5
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Kate Watson era una contable estirada que se había criado con una madre que se apoyaba en sus atributos físicos para conseguir cosas y, en reacción a eso, estaba decidida a ser valorada por su inteligencia y no por su belleza. Pero trabajar al lado del famoso multimillonario Alessandro Preda ponía a prueba esa determinación.
Alessandro sentía curiosidad por la virginal Kate. Estaba acostumbrado a que las mujeres lucieran sus encantos delante de él, no a que intentaran ocultarlos. Y sabía que disfrutaría del desafío que supondría desatar el volcán de sensualidad que percibía en ella…
Cathy Williams
Cathy Williams is a great believer in the power of perseverance as she had never written anything before her writing career, and from the starting point of zero has now fulfilled her ambition to pursue this most enjoyable of careers. She would encourage any would-be writer to have faith and go for it! She derives inspiration from the tropical island of Trinidad and from the peaceful countryside of middle England. Cathy lives in Warwickshire her family.
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Un desafío para el jefe - Cathy Williams
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Cathy Williams
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un desafío para el jefe, n.º 2463 - mayo 2016
Título original: At Her Boss’s Pleasure
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8109-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
VIERNES. Finales de julio. Seis y media de la tarde...
«¿Y dónde estoy yo?», pensó Kate. Seguía en la oficina. Era la última que quedaba allí. En su escritorio, con el ordenador parpadeando delante de ella y columnas de beneficios y pérdidas pidiendo su atención. No una atención inmediata, no. Allí no había nada que no pudiera esperar hasta el lunes por la mañana, pero...
Suspiró y se echó hacia atrás en la silla para estirar los nudos de los hombros y por unos minutos se permitió sumirse en sus pensamientos.
Tenía veintisiete años y sabía dónde debería estar en ese momento, y no era en la oficina. Aunque fuera una oficina muy agradable, en un edificio muy elegante en el prestigioso corazón de Londres.
De hecho, debería estar en cualquier parte menos allí.
Debería estar divirtiéndose, paseando por Hyde Park con amigos, bebiendo vino y disfrutando del verano. O en una barbacoa en el jardín de alguien. O quizá en casa, oyendo música con un hombre que le contara cómo le había ido el día y preguntara por el de ella.
Parpadeó y las distintas posibilidades desaparecieron de su mente. Desde que se mudara a Londres cuatro años atrás, podía contar con los dedos de una mano el número de amigos que había conseguido hacer y, desde que se había sacado el título de contable y había entrado en AP Logistics un año y medio antes, no había hecho ninguno.
Conocidos, sí, pero ¿amigos? No. No era el tipo de chica extrovertida, segura de sí misma y alegre que hacía amigos con facilidad y siempre estaba en grupo. Lo sabía y casi nunca pensaba en ello, excepto... bueno, era viernes y fuera el sol ardiente daba paso a un crepúsculo cálido y en el resto del mundo la gente de su edad estaba fuera divirtiéndose. En Hyde Park o en jardines donde había barbacoas.
Miró a través de la puerta abierta de su despacho y un despliegue de escritorios vacíos le devolvió la mirada con aire acusador y burlón, señalándole sus defectos.
Hizo mentalmente una lista de todas las cosas maravillosas que había en su vida.
Un trabajo estupendo en una de las empresas más prestigiosas del país. Un despacho propio, lo cual era un logro considerable teniendo en cuenta su edad. Un apartamento propio en una zona bastante buena del West London. ¿Cuántas chicas de su edad eran ya propietarias de un apartamento en Londres? Tenía hipoteca, sí, pero aun así...
Le había ido bien.
Quizá no pudiera huir de su pasado, pero podía enterrarlo tan profundamente que ya no la afectara.
Excepto porque...
Estaba allí, en el trabajo, sola, un viernes por la tarde de un veintiséis de julio.
¿Qué decía eso?
Se inclinó hacia la pantalla y decidió darse media hora más antes de salir del despacho y volver a su apartamento vacío.
Tan absorta estaba en las cifras que mostraba el ordenador que casi no captó el sonido distante del ascensor y el ruido de pasos que cruzaban la enorme sala abierta donde se sentaban las secretarias y los contables becarios y seguían hasta su despacho.
Siguió mirando la pantalla y no fue consciente de la presencia de la alta figura que había en el umbral hasta que él habló, y entonces se sobresaltó y por unos segundos dejó de ser la mujer tranquila y controlada que era habitualmente.
Alessandro Preda siempre parecía causarle ese efecto.
Había algo en aquel hombre... y era más, mucho más, que el hecho de que fuera el dueño de la empresa, de aquella gran compañía que tenía docenas de otras compañías satélites bajo su paraguas.
Había algo en él... Era un hombre muy grande, y no precisamente de un modo reconfortante de abrazo de oso.
–Señor... señor Preda, ¿en qué puedo ayudarle? –Kate se levantó con presteza, se alisó la falda gris con una mano al tiempo que se colocaba el moño de la nuca con la otra, aunque no necesitaba ninguna colocación.
Alessandro, que estaba apoyado con indolencia en la jamba de la puerta, entró en el despacho, que era la única zona iluminada en aquel piso.
–Puedes empezar por volver a sentarte, Kate. Si alguna vez entro en la realeza, podrás levantarte de un salto cuando entre en la habitación. Hasta entonces, no hay ninguna necesidad.
Kate sonrió con cortesía y volvió a sentarse. Alessandro Preda podía ser muy apuesto, musculoso y bronceado y exudar peligro sexual, pero a ella no le resultaba nada atrayente.
Había demasiadas personas que admiraban su brillantez. Demasiadas mujeres rendidas a sus pies como patéticas damiselas desamparadas. Y él era demasiado arrogante para su bien. Era el hombre que lo tenía todo y era muy consciente de ello.
Pero como era su jefe, no tenía más remedio que sonreír, sonreír y sonreír y confiar en que él no viera más allá de esa sonrisa.
–Y tampoco tienes que llamarme «señor» cada vez que te diriges a mí. ¿No te lo he dicho ya?
La miró con unos ojos oscuros como la noche y observó perezosamente la cara pálida que no había mostrado una sonrisa sincera en todo el tiempo que llevaba trabajando en su empresa. Al menos, en su presencia.
–Sí, ah... ah...
–Alessandro, me llamo Alessandro. Es una empresa familiar. Me gusta mantener una actitud informal con mis empleados.
Se volvió para sentarse a medias en el borde del escritorio y Kate retrocedió automáticamente en su silla.
«No es una empresa familiar», pensó. «A menos que tu familia tenga miles de miembros y estén esparcidos por todos los rincones del globo. Una gran familia».
–¿Qué puedo hacer por ti, Alessandro?
–En realidad, he venido a dejar unos papeles para Cape. ¿Dónde está? ¿Y por qué eres la única persona que hay aquí? ¿Dónde está el resto del equipo de contabilidad?
–Son más de las seis y media, ah... Alessandro. Se fueron todos hace un rato.
Alessandro consultó su reloj y frunció el ceño.
–Tienes razón. Aunque tampoco sería tan descabellado pensar que hubiera aquí algunos de mis bien pagados empleados. Trabajando –la miró con los ojos entrecerrados–. ¿Y qué haces tú aquí todavía?
–Quería revisar unos informes antes de irme. Esta hora es muy buena para trabajar... cuando todos los demás se han ido ya.
Alessandro la miró pensativo con la cabeza inclinada a un lado.
¿Qué le pasaba a aquella mujer? Había tratado con ella en distintas ocasiones en los últimos meses. Era muy trabajadora y diligente. George Cape la había puesto a prueba y no había tenido nada que objetar sobre su rapidez mental. De hecho, parecía tener la habilidad de apartar la hojarasca e ir directa a la fuente de los problemas, lo cual no era nada fácil en el complejo mundo de las finanzas.
Todo en ella era profesional, pero allí faltaba algo.
Sus fríos ojos verdes eran cautelosos, su boca exuberante siempre aparecía tensa y nunca llevaba ni un pelo fuera de su sitio.
Bajó la vista a su cuerpo, oculto bajo una discreta camisa blanca de manga larga abotonada hasta el cuello.
Fuera, la temperatura llevaba tres semanas subiendo, pero al mirarla, nadie habría adivinado que más allá de las paredes de la oficina era verano. Alessandro habría apostado su fortuna a que ella llevaba medias.
Personalmente, le gustaban las mujeres sensuales que alardeaban de sus atractivos, pero la apariencia severa de la señorita Kate Watson suscitaba su curiosidad.
La última vez que había trabajado con ella, varios días seguidos, en un asunto de impuestos complicado, en el que le había parecido que ella podría arreglárselas mejor que su jefe, George Cape, que últimamente tenía la cabeza en las nubes, había intentado averiguar algo más sobre ella. Le había hecho algunas preguntas sobre lo que hacía fuera del trabajo... sus hobbies, sus intereses... Una conversación cortés, sostenida mientras tomaban el almuerzo que les habían llevado al despacho de él.
Cuando mostraba interés por alguna mujer, la mayoría respondía sincerándose. Se morían de ganas de hablar de sí mismas. Se pavoneaban y florecían cuando las miraba, cuando escuchaba lo que tenían que decir, aunque, en justicia, él no siempre estaba pendiente de la conversación.
Pero Kate Watson no hacía eso. Lo miraba con sus fríos ojos verdes y se las arreglaba para desviar la conversación sin contar nada sobre sí misma.
–¿Estás aquí todas las tardes a esta hora? –preguntó él.
Seguía sentado en el escritorio, invadiendo el espacio de ella. Tomó un pisapapeles de cristal con forma de pez tropical y lo hizo girar pensativo entre sus dedos.
–No, claro que no –«pero sí muy a menudo», pensó ella.
–¿No? ¿Solo hoy, aunque es el día más cálido del año?
–No me gusta mucho el calor –ella bajó los ojos–, creo que me vuelve indolente.
Alessandro devolvió el pisapapeles a la mesa.
–Si llevas faldas almidonadas y camisas de manga larga, sí.
–Si quieres dejarme los papeles, se los daré a George cuando vuelva.
–¿Cuando vuelva de dónde?
–Está de vacaciones en Canadá. No vendrá hasta dentro de dos semanas.
–¡Dos semanas!
–No es tanto tiempo. Mucha gente reserva dos semanas de vacaciones en el verano...
–¿Lo has hecho tú?
–Bueno, no, pero...
–No sé si esto puede esperar hasta que Cape decida dignarse a aparecer.
Alessandro