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En 2011, la Galera creó su Curso de Creación Joven, dedicado a formar jóvenes talentos en el estilo de novela juvenil de calidad y altamente comercial, términos que creemos absolutamente compatibles. El curso fue impartido por la directora de la Galera, Iolanda Batallé, y el gran autor juvenil Francesc Miralles.
Yaiza B.G., con 19 años, fue la ganadora, e inmediatamente se dedicó a escribir su debut literario. Ahora llega por fin NO TE VAYAS, donde ha introducido una intriga, mezcla de romántica y paranormal, con una atmósfera de pueblo perdido en la niebla (muy al estilo de la película LOS OTROS) que resulta tan bella como inquietante.
Yaiza B.G.
Yaiza B.G., ganadora con 19 años del Curso de Creación de Novela Joven de la Galera, es una lectora compulsiva desde siempre, devorando desde clásicos hasta best-sellers. También es violinista del grupo de música folk Malva de Runa.
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No te vayas - Yaiza B.G.
Capítulo I
EL RUEGO DEL CASTAÑO
En la vida profunda de las raíces espera
un mundo sórdido, oscuro, que se despliega
con la savia profusa y el aliento de la tierra.
ALBERT MANENT
Tan solo llegar ya sentí el impulso irrefrenable de huir.
La intuición había sido un animal dormido en mi interior hasta aquel verano. Noté que se revolvía despavorida por primera vez al pisar la tierra de Balirs.
No había motivo alguno para mi reacción: a primera vista, la región era quieta y aburrida como una balsa de aceite, y aquel pueblo no parecía distinto. Lo más atractivo de Balirs era una iglesia románica mal conservada, con un campanario modesto y peligrosamente torcido. A parte de aquello, solo había una veintena de casas, rodeadas de bosque y más bosque.
«El culo del mundo», pensé. Pero al mismo tiempo notaba la tensión de los músculos, el latido contundente del corazón, la respiración pesada: señales de alarma de todo lo que me esperaba en aquel lugar que, aparentemente idílico, iba a cambiar mi vida de raíz.
Mi madre tardó en encontrar un aldeano que le indicara el camino a La Dauradella, la casa rural donde se había decretado que malgastaríamos los dos meses de vacaciones.
Por alguna razón, mis padres habían decidido que pasáramos el verano lejos de Inglaterra. La excusa era conocer el país en el que había nacido mi madre. Les parecía una idea emocionante. A pesar de que Amy y yo hablábamos castellano —mezclado con inglés, eso sí— con mi madre, unas vacaciones en la montaña no eran el verano de mis sueños.
Aquella decisión unilateral de mis padres era un intento estúpido de recuperar algo que nosotros cuatro jamás habíamos tenido. Mi madre lo llamaba Unidad; mi padre, Comunicación. Para mí eran tan solo palabras vacías que enmascaraban una ruptura inevitable.
Siguiendo las instrucciones de aquel aborigen, despedimos al taxi que nos había llevado desde la estación de Gualba hasta Balirs. Después tomamos un sendero entre el boscaje que trepaba hasta la casa rural.
A medida que nos adentrábamos en el bosque, las ramas formaban un túnel cada vez más espeso a nuestro alrededor. Después de caminar penosamente durante casi tres cuartos de hora, llegamos a un inmenso hayedo. Como estilizados fantasmas, los árboles nos daban una bienvenida silenciosa.
—Este lugar es mágico —suspiró Amy—. ¡Ya tengo ganas de sacar la cámara de la bolsa!
La niebla nos impedía ver dónde terminaba el hayedo. Sin embargo, la casa era lo bastante grande como para que no nos pasara desapercibida.
Aquello no tenía nada que ver con lo que yo entendía por casa de campo. Me esperaba una especie de cottage, al estilo de las que hay en el sur de Inglaterra. Pero aquello era un caserón enorme, una masía que recordaba a las villas romanas. Por el color grisáceo de la piedra y el musgo ceñido a los muros, me pareció que era una construcción muy antigua.
Mientras esperábamos que alguien nos abriera la puerta, observé que la bóveda del porche estaba recubierta con cerámica. Me preguntaba quien habría querido erigir un palacio rural en medio de la nada. Una voz estridente me sacó de mis cavilaciones.
—¡Por fin! ¡Bienvenidos! —dijo una mujer rechoncha que acababa de aparecer tras la puerta.
Debía de tener unos cuarenta años. Su cara rolliza y las mejillas rojas le daban un aspecto afable.
—Me llamo María —añadió.
Entramos en la masía para conocer las estancias comunes: un recibidor digno del hall del mejor hotel, una sala de estar con chimenea y sofás tapizados de cuero, y un comedor con una gran mesa de roble. Nos acompañó al pasillo donde estaban las habitaciones.
Mientras nos entregaba una llave a Amy y otra a mí, nos explicó que ella dormía en el desván, pero que casi no nos enteraríamos de que estaba allí.
—Mi padre está en la habitación del fondo —dijo, señalando una puerta al otro lado del pasillo—. Ahora duerme la siesta, ya le conoceréis esta noche. Está hecho un gruñón, ¡pero paciencia!
Si ya me hacía poca gracia pasar dos meses enteros en medio del bosque, tener que compartir casa con dos extraños se me hacía aún más insoportable. ¿Qué clase de vacaciones eran aquellas?
La dueña ya explicaba las maravillas del pueblo y las mil y una excursiones que podríamos hacer. Yo pasaba de escucharla. Para entonces, lo único que me importaba era que mi colchón fuera mullido, así que me escabullí para escoger cama antes que Amy.
El dormitorio era austero pero bastante acogedor. Había dos camas colocadas en paralelo y un viejo escritorio. Me tumbé en la cama más cercana a la ventana, después de comprobar que era muy cómoda. Habría deseado pasar los dos meses enteros durmiendo, y no despertar hasta que tuviésemos que volver a Inglaterra. La perspectiva de pasar el último año de instituto en el Saint Agustine’s no era mucho más seductora, pero al menos el internado donde había pasado media vida era un infierno conocido.
Miré por la ventana: la silueta de las hayas se desvanecía a través de la bruma. Más allá, el mundo se desdibujaba. Los ojos se me cerraron sin darme cuenta. Antes de dormirme imaginé que aquel bosque brumoso se me instalaba en los pulmones y me impedía respirar.
* * * * *
La tarde caía sobre el bosque cuando Amy me despertó con unas cuantas sacudidas. Desorientado, abrí los ojos. Mi hermana mayor estaba sentada a los pies de la cama y colocaba un carrete en su réflex.
—¿Qué quieres? —pregunté, ofendido por estar de vuelta en aquel odioso lugar.
—¡Que muevas el culo! Ya es bastante deprimente estar aquí como para encima tener que aguantar a un hermano momificado.
Cerró la cámara y me puso un mapa delante de las narices. Era un plano de la zona, desde el pueblo de Balirs hasta la cima de Les Agudes, pasando por el hayedo donde estábamos. Amy señaló un punto al este del plano, en el umbral entre nuestro bosque y las primeras casas del pueblo.
—María me ha dicho que aquí hay un acantilado con una panorámica brutal sobre Balirs. He encontrado un par de bicis destartaladas en la cuadra que hay detrás de la casa. Largarnos un rato es lo mejor que podemos hacer Así aprovecharé para echar unas fotos con la analógica. Este ambiente es perfecto para esta cámara.
Estaba a punto de refunfuñar cuando, de repente, en la habitación de mis padres estalló la primera discusión de las vacaciones. La bronca fue subiendo de tono hasta que, como era habitual en los últimos tiempos, se mandaron mutuamente a la mierda.
Me até las zapatillas y salimos a buscar las bicicletas. Amy sacó las mountain bikes de la cuadra, subió a la suya de un salto y empezó a pedalear. Yo me apresuré a seguirla.
Mientras nos alejábamos de la casa, bajando por un camino pedregoso, yo observaba a mi hermana. Su cabellera rubia ondeaba ante mí como una bandera. Era realmente bonita. En aquel momento, fui consciente de que éramos casi dos desconocidos.
Aunque habíamos ido al mismo internado, porque mis padres siempre trabajaban, el edificio de las chicas se encontraba en el mismo Canterbury, mientras que los chicos estábamos en una residencia en el campo. Apenas coincidíamos el fin de semana cuando volvíamos juntos a Londres. Los cuarenta minutos de tren los pasábamos cada uno enchufado a su propio iPod. Una vez en casa, ella desaparecía todo el fin de semana, mientras que yo me encerraba en la habitación. A menudo me preocupaba saber dónde debía ir pero nunca se lo preguntaba. Su realidad estaba a años luz de la mía.
Mientras pensaba en todo aquello, la tarde iba avanzando. El cielo se había teñido de reflejos púrpura. La luz se enturbiaba y empezaba a dibujar sombras sinuosas en los árboles de los márgenes del camino, que ahora descendía en picado. Apreté los frenos al mismo tiempo que mantenía el equilibrio de la bici. Cada vez se me hacía más difícil distinguir el camino entre las sombras.
«Pronto la noche se tragará el bosque», pensé mientras un escalofrío me recorrió la espalda, como si una mano helada me acariciara la nuca.
De repente el camino se allanó. Amy dejó la bici al lado de un zarzal y yo la imité. Entonces caminamos hasta el acantilado.
—Tiene que ser aquí —dijo mientras desenfundaba la cámara.
María tenía razón: la vista sobre el pueblo desde aquel lugar era de postal. Balirs se dibujaba en el valle como una aldea de juguete, con sus casas desordenadas y la iglesia como estandarte. Lejos de allí, el sol caía tras las montañas.
—Es alucinante, ¿no crees? —dijo mi hermana mientras hacía fotografías, ajustando el zoom.
Pero a mí se me había metido el frío en el cuerpo y las piernas se me doblaban. Sin saber por qué, sentí como todo mi ser temblaba.
Amy me miró extrañada.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Sin decir nada, me alejé del precipicio. Después de perderla de vista, me senté en el suelo intentando controlar la respiración. Notaba un sudor frío en la frente y en la nuca. Con los ojos cerrados, hundí la cabeza entre los brazos.
Temía que la oscuridad del bosque me engullera. Era una idea absurda, pero no la podía ahuyentar. El pánico bloqueaba cada uno de mis músculos.
Intenté alejar aquellos pensamientos, olvidar que estaba en mitad de un bosque extraño en un país desconocido. Buscando en la memoria el recuerdo de un paraíso que me salvara de aquella agonía, me vino a la mente una imagen de la infancia.
Mi madre, sentada en el borde de mi cama. Yo, acostado, tapado hasta la nariz con la manta. Podía sentir hasta la lluvia que repiqueteaba en la ventana. Veía la penumbra cálida que envolvía mi habitación. Era pequeño y con ella me sentía seguro: aquel era mi reino. En aquellas noches, mi madre seguía siempre un ritual. Después de darme el beso de buenas noches, se sentaba a mi lado hasta que se me cerraban los ojos. Justo en la frontera entre la vigilia y el sueño, ella cantaba siempre la misma canción, en un tono tan bajo que la música me impregnaba incluso una vez dormido.
Sin darme cuenta, mis labios empezaron a susurrar la canción que tantas noches me había acompañado:
Amelia está enferma,
la hija del buen rey.
La han visitado condes,
condes y nobles también.
«Hija mía, hija mía,
¿qué males padecéis?».
«El mal que padezco, madre,
vos lo sabéis muy bien.
Mi corazón es un nudo
como un ramo de clavel».
Respiré profundamente y, ya más tranquilo, abrí los ojos.
Amy me había encontrado y estaba sentada ante mí. No quería que mi hermana me preguntara sobre lo que acababa de pasar. Por suerte, tan solo dijo:
—Esta canción la cantaba mamá cuando éramos pequeños, ¿verdad? A mí también me gusta recordar esos momentos, Logan.
Se levantó y me tendió la mano para ayudarme.
Justo entonces, descubrimos junto a nosotros un árbol extraordinario que nos había pasado inadvertido.
—¡Es impresionante! —pensé en voz alta.
El tronco era anchísimo, y la corteza profundamente rugosa. Se alzaba más de cinco metros, donde divergía en unas cuantas ramas que a la vez se ramificaban formando lo que parecían unas manos implorando al cielo.
Amy se alejó un poco para hacer la última foto de la excursión, encuadrándonos al árbol y a mí. Después volvimos a buscar las bicicletas en silencio.
Nos apuramos para que la noche no nos atrapara mientras ascendíamos hasta el hayedo, camino de La Dauradella.
Cuando llegamos a la casa, encontramos a nuestros padres en el comedor. La mesa ya estaba puesta para cenar. Nos esperaban callados, cada uno ocupado con su propio libro. Mi madre tenía en las manos Las 9 revelaciones, mientras que él intentaba leer una novela de Follet. Mi padre nos miró por encima de su libro.
—Where the fuck have you been? —nos soltó.
En ese momento, apareció María empujando una silla de ruedas que transportaba a un anciano. El hombre tenía unas cejas muy tupidas, que contrastaban con unos ojos azules clarísimos.
—Os presento a Tomás. Padre, estos son los huéspedes de los que le hablé. Trátelos bien mientras traigo la sopera, ¿de acuerdo?
Amy aprovechó para explicarse ante la mirada insistente de mi padre.
—Hemos ido a dar una vuelta hasta un mirador, cerca de aquí. ¡Hay un árbol muy extraño! Es tan grande que parece milenario.
Como si hubiera escuchado unas palabras mágicas, Tomás se incorporó en la silla de ruedas. A continuación, nos atravesó con los ojos a Amy y a mí. Por absurdo que fuera, temí que pudiera ver lo que había pasado durante la excursión.
—Ese árbol es el Castaño de las Siete Ramas —susurró el anciano como si se tratara de un secreto.
María acababa de volver con la sopera.
Tomás aún no había borrado de su rostro una enigmática sonrisa. Sin dejar de mirarnos, continuó:
—Tened cuidado con ese árbol; sus raíces esconden historias que es mejor no conocer.
—¡Padre, ya está bien! —le riñó María, azorada—. Deje de contar fábulas a los chicos.
El resto de la cena transcurrió en absoluto silencio, tan solo roto por el aullido de una bestia del bosque que no supe identificar.
Capítulo II
OJOS DE LAS TINIEBLAS
Nieblas bajas se dejan caer por los árboles
copos de angustia que envuelven los sueños.
NARCÍS COMADIRA
La noche del tercer día me despertó el tronar de unos relámpagos amenazantes. Al mirar por la ventana, adiviné que un manto de nubes negras había invadido el cielo. Un goteo aún tímido chasqueaba contra la tierra crujiente del bosque.
Me resigné a pasar la noche en vela. A diferencia de mi hermana, que dormía como un tronco, yo no podría pegar ojo con una tormenta como la que se anunciaba al otro lado del cristal. Me puse las gafas antes de buscar en mi mochila el libro que me ayudaba a pasar las horas, y descubrí que había avanzado mucho. No era extraño. Últimamente no había hecho otra cosa que sumergirme entre las páginas de Walden, el libro que había cogido al azar de la biblioteca justo antes del viaje.
La fotografía en blanco y negro del autor, un tal Thoreau, que aparecía en la contraportada, me había llamado la atención de inmediato y había conseguido que me llevara el libro. El autor había sido retratado un año antes de su muerte. Tenía aspecto de ser un homeless en toda regla: llevaba el pelo peinado de cualquier manera, y una barba larga y descuidada le cubría buena parte de su delgado rostro, en el que destacaban unos ojos que miraban directamente a cámara, entre tristes y desafiantes. En la contraportada se explicaba que había renunciado a su vida acomodada para retirarse a una cabaña que él mismo había construido en medio del bosque. Enseguida me di cuenta de que leer las aventuras de aquel pobre lunático haría más soportables mis vacaciones.
Aquellos días habían pasado silenciosos, casi imperceptibles. La humedad gélida y la llovizna que invadía el bosque no habían ayudado a aligerar el paso del tiempo, ya que me obligaban a quedarme enclaustrado en La Dauradella. Amy, en cambio, se enfundaba de buena mañana dentro de su anorak, se calzaba las botas, cogía la cámara y desaparecía por el bosque. No parecía dispuesta a que nada ni nadie le estropeara las vacaciones, y estaba del todo enfrascada en el reportaje fotográfico que debía entregar en septiembre en la academia donde quería ser admitida. Yo, en cambio, había aceptado dejar pasar el verano mientras pudiera sentarme en la sala de estar con un libro en las manos. María intentaba consolarme:
—Este mal tiempo es muy común por aquí arriba, pero tal como viene se va. ¡Dentro de unos días hará un sol que dañará la vista, ya lo verás!
Pero yo estaba acostumbrado a la lluvia, y no me molestaba en absoluto el confinamiento en la casa rural. De hecho, incluso lo prefería. El recuerdo de la excursión de la primera tarde aún me provocaba escalofríos, y no me emocionaba demasiado la idea de dar eternos paseos familiares por la montaña cuando el tiempo mejorara.
Estaba acostumbrado a la soledad, y la sentía como un gato sentado en mi regazo. Aquellos días, sin embargo, tenía que compartirla con Tomás.
Mientras yo pasaba las horas entre las páginas de mi libro, el anciano se acercaba a la chimenea con la silla de ruedas. Para espantar el frío que se adueñaba del hayedo durante la mañana, la encendía con calma y, cuando las chispas aumentaban, se quedaba observando la leña crepitante bajo las llamas. De vez en cuando mascullaba algo, pero en voz tan baja que no se le entendía nada. Al principio, la visión de su cara absorta, con los ojos inmóviles como dos piedras, me había helado la sangre. Pero enseguida me fui acostumbrando. Entre los dos formábamos un cromo entre tenebroso y absurdo, al estilo de la Familia Adams.
A media mañana, María aparecía para darle al anciano un par de pastillas y ofrecerme a mí una taza de café con leche humeante. La mujer se sentaba un rato con nosotros y, como si tuviera miedo del silencio, hablaba como una cotorra de todo lo que le pasaba por la cabeza. Mientras yo asentía a sus palabras, Tomás me miraba de reojo con una media sonrisa cómplice. Los temas de conversación que más le apasionaban versaban sobre la región: la fauna y la flora de los bosques, los pueblos de alrededor, el clima de las montañas y, sobre todo, el montón de recetas que se podían cocinar con las setas y castañas que abundaban alrededor de la masía. Viendo que el diálogo giraba en torno a aquellos entusiásticos asuntos, yo asaltaba a la mujer con las preguntas que me roían la cabeza desde que había llegado a Balirs. Así pues, aproveché un momento en el que describía las diferentes clases de hayas del bosque para interrogarla sobre La Dauradella.
—Imagino que esta mansión es muy antigua —pregunté yo, con un tono ingenuo—. Vosotros debéis conocer su origen. ¿Es propiedad de vuestra familia o la comprasteis?
Tomás estalló en una carcajada al oírme formular aquella pregunta. Después de negar con la cabeza, dijo:
—Nada de esto es nuestro, hijo. Lo único que hacemos es guardar la casa hasta que vuelva su verdadero amo, si es que vuelve algún día.
—¡Deje de decir tonterías! —le riñó María, nerviosa. Y entonces continuó dirigiéndose a mí—. Por supuesto que la masía es nuestra. Mi padre cuidó de ella toda su vida. Se encargaba del caballo que los amos se empeñaron en comprar y estaba al cuidado de la casa. Cuando los propietarios se marcharon definitivamente, se la cedieron. Al fin y al cabo, en el pueblo no tenían a nadie más y Tomás era como de la familia. Encontrar comprador para una casa como esta habría llevado mucho tiempo.
Yo había asentido a aquella respuesta, pero todavía me quedaban preguntas en la recámara.
—Así, los propietarios prefirieron marcharse deprisa de Balirs antes que dedicar unos meses a encontrar comprador para el caserón, ¿no?
Tomás no dejaba de sonreír: parecía que se lo pasaba en grande con mis inquisiciones. En cambio, María se sentía incómoda.
—¡Eres muy espabilado, muchacho! —exclamó el viejo. Su hija, sin embargo, le arrebató la palabra rápidamente.
—A los amos les salió un negocio mejor en Granollers y lo dejaron todo apresuradamente. En aquella época, hará unos sesenta años, la gente andaba loca con la industria textil y el que tenía dinero se iba a hacer fortuna a la ciudad.
—¿Qué negocios tenían en