Un día más con vida
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La revolución de los claveles anuncia el fin del colonialismo portugués y fija la proclamación de la independencia de Angola para el 11 de noviembre de 1975. Tres meses antes, Kapuscinski se instala en Luanda, donde asiste al «éxodo blanco». Mientras, en su avance hacia la capital, la guerra por el poder en el futuro Estado soberano se recrudece por momentos. Kapuscinski, con grandes dosis de valor o de insensatez decide quedarse hasta el final; sumido en la mayor soledad, recorre la ciudad desierta y los frentes de batalla. Más que el relato de un reportero, se trata de un diario íntimo, escrito por un ser humano al límite de sus fuerzas y consciente de su indefensión ante la amenaza de muerte que se cierne sobre su cabeza y sobre las cabezas de tantos angoleños, soldados y civiles, que protagonizan este libro, el preferido del autor entre todos los suyos.
La revolución de los claveles anuncia el fin del colonialismo portugués y fija la proclamación de la independencia de Angola para el 11 de noviembre de 1975. Tres meses antes, Kapus¿cin¿ski se instala en Luanda, donde asiste al «éxodo blanco». Mientras, en su avance hacia la capital, la guerra por el poder en el futuro Estado soberano se recrudece por momentos. Kapus¿cin¿ski, con grandes dosis de valor ?o de insensatez? decide quedarse hasta el final; sumido en la mayor soledad, recorre la ciudad desierta y los frentes de batalla. Más que el relato de un reportero, se trata de un diario íntimo, escrito por un ser humano al límite de sus fuerzas y consciente de su indefensión ante la amenaza de muerte que se cierne sobre su cabeza y sobre las cabezas de tantos angoleños, soldados y civiles, que protagonizan este libro, el preferido del autor entre todos los suyos.
Ryszard Kapuscinski
Ryszard Kapuściński (Polonia, 1932-2007), Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, publicó en Anagrama La jungla polaca, Estrellas negras, Cristo con un fusil al hombro, Un día más con vida, El Emperador, La guerra del fútbol, El Sha, El Imperio, Ébano, Los cínicos no sirven para este oficio, Lapidarium IV, El mundo de hoy, Viajes con Heródoto y Encuentro con el Otro. Entre sus numerosos galardones figura el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, concedido en 2003.
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Nice insight into the revolt in the Portuguese colonies. I was in Lisbon in May 1975 when Portugal was in flux....hence, meaningful.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5A journalists account of the Portuguese pullout from Angola in the mid-1970's and the trials and tribulations in reporting it.
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Un día más con vida - Agata Orzeszek Sujak
Índice
Portada
Cerramos la ciudad
Escenas del frente
Cablegramas
A B C
Notas
Créditos
• Somos seres humanos.
• Cuando llega el miedo, rara vez aparece el sueño.
• No todos lo podemos todo.
• El navegante habla de vientos, el agricultor de bueyes, el soldado cuenta heridas.
• Mientras respiro, tengo esperanza.
• La vida no es sino eterna vigía.
• No hay vida en la guerra.
• El hombre es un lobo para el hombre.
• En los jardines de Belona nacen semillas de muerte.
• Siempre son inseguros los resultados de las
batallas.
• Dos veces vence aquel que en la victoria se vence a sí mismo.
• Sabes vencer, Aníbal; ¡no sabes sacar provecho
de la victoria!
• La única salvación de los vencidos: no esperar salvación.
• Vencidos, vencimos.
• ¿Quién fue aquel que desenvainó primero las terribles espadas?
VERTE, proverbios, sentencias y dichos
latinos (escogidos, traducidos y editados por
Stefan Staszczyk con la colaboración de Karol
Jawinski), PZWS, Varsovia, 1959
ANGOLA en 1975
Cerramos la ciudad
Viví tres meses en Luanda, en el Hotel Tívoli. Desde la ventana divisaba el golfo y el puerto. Junto a la costa se veían varios buques mercantes de compañías transoceánicas europeas. Sus capitanes, que se comunicaban por radio con Europa, podían enterarse mejor y saber más de lo que iba a ocurrir en Angola que nosotros, encerrados en la ciudad sitiada. Cuando por el mundo ya corría la noticia de que se acercaba la batalla definitiva por Luanda, los buques se adentraban en el mar para detenerse sólo en la línea del horizonte. Y con ellos se alejaba la última esperanza de salvación, pues, siendo imposible la huida por vía terrestre, se repetía el rumor de que el enemigo en cualquier momento iba a bombardear e inutilizar el aeropuerto. Luego resultaba que la fecha del asalto a Luanda quedaba aplazada y la flota regresaba al golfo para reanudar su interminable espera antes de poder cargar café y algodón.
El movimiento de aquellos buques era para mí una importante fuente de información. Cuando el golfo se quedaba desierto, yo me empezaba a preparar para lo peor. Aguzaba el oído para comprobar si no se aproximaban los ecos del cañoneo de la artillería. Me preguntaba si no habría verdad en lo que se susurraban al oído los portugueses, a saber, que en la ciudad se ocultaban dos mil soldados de Holden Roberto que sólo esperaban una orden para desencadenar una masacre. Pero en medio de estas inquietudes, los buques de nuevo volvían al golfo. A sus desconocidos tripulantes los saludaba yo, para mis adentros, como a salvadores: durante un tiempo habría silencio.
En la habitación de al lado se alojaban dos ancianos: el senhor Silva, comerciante en diamantes, y su mujer, dona Esmeralda, que agonizaba víctima de un cáncer. Consumía sus últimos días sin auxilio ni posibilidad de salvación porque ya estaban cerrados los hospitales y los médicos se habían marchado. Su cuerpo, retorcido por el dolor, casi desaparecía en medio de un montón de almohadas. Me daba miedo entrar allí. Un día lo había hecho para preguntarle si no le molestaba que por las noches teclease en mi máquina de escribir. Su pensamiento emergió del dolor por unos instantes, sólo los imprescindibles para decir:
–No, Ricardo, a mí ya nada puede molestarme en mi viaje hacia el final.
El senhor Silva se paseaba por los pasillos durante horas. Se peleaba con todo dios, maldecía el mundo y la nuca se le volvía roja de tanta mala sangre. Gritaba incluso a los negros, a pesar de que ya por entonces todos los trataban con educación, hasta tal punto que uno de nuestros vecinos incluso había llegado a adquirir una nueva costumbre: detenía a africanos del todo desconocidos, les daba la mano y se inclinaba ante ellos en una profunda reverencia. Éstos, convencidos de que la guerra le había nublado el entendimiento, se alejaban a toda prisa. El senhor Silva esperaba la llegada de Holden Roberto y no paraba de preguntarme si yo sabía algo al respecto. La imagen de los buques alejándose lo llenaba de la más grande de las alegrías. Se frotaba las manos, enderezaba el espinazo y enseñaba su dentadura postiza. A pesar del agobiante calor, siempre iba vestido con ropa de abrigo. Entre los pliegues de su traje llevaba cosidos sartas de diamantes. En una ocasión, cuando parecía que el FNLA¹ se hallaba ya ante las puertas del hotel, me enseñó, radiante de felicidad, un puñado de piedrecitas transparentes que tenían el aspecto de un vidrio hecho añicos. Pero eran diamantes. En el hotel se decía que Silva llevaba encima medio millón de dólares. El viejo tenía el corazón dividido. Deseaba huir con su fortuna pero lo tenía atado la enfermedad de dona Esmeralda. Temía que, de no marcharse enseguida, alguien iba a denunciarlo y le arrebatarían el tesoro. Jamás salía a la calle, e incluso se quería comprar una cerradura adicional, pero como todos los profesionales ya se habían marchado, en toda Luanda no había una sola persona capaz de fabricársela.
Enfrente de mí se alojaba una pareja joven: Arturo y Maria. Él era funcionario colonial y ella, una mujer rubia de ojos nublados y sensuales, tranquila y callada. Esperaban la hora de irse, pero antes debían cambiar el dinero angoleño por el portugués, cosa que se prolongaba durante semanas enteras, dadas las colas kilométricas ante los bancos. Nuestra camarera, una anciana amable y vivaracha, dona Cartagena, me informó con un susurro lleno de indignación de que Arturo y Maria vivían amancebados. O sea, igual que los negros, aquellos sujetos sin Dios del MPLA.¹ En su escala de valores, tal cosa era el peldaño más bajo de la degradación y el envilecimiento del hombre blanco. Dona Cartagena también esperaba la llegada de Holden Roberto. No sabía dónde estaban sus tropas, y me preguntaba en secreto por las novedades. También me preguntaba si yo escribía acerca del FNLA en buenos términos. Yo le decía que sí, que entusiastas. Agradecida, siempre me dejaba la habitación limpia como los chorros del oro, y cuando ya no había nada para beber en la ciudad, me traía –imposible saber de dónde– una botella de agua.
Maria me tenía por un hombre que se dispone a suicidarse, porque le dije que me quedaba en Luanda hasta el Día de la Independencia de Angola, es decir, hasta el 11 de noviembre. En su opinión, para entonces no quedaría en la ciudad piedra sobre piedra. Todo el mundo estaría muerto y el lugar se habría convertido en un inmenso cementerio habitado por los buitres y las hienas. Me aconsejaba marcharme lo antes posible. Le aposté una botella de vino a que sobreviviría y que nos encontraríamos en Lisboa, en el elegante Hotel Altis, el 15 de noviembre a las cinco de la tarde. Llegué tarde a ese encuentro, pero en la recepción me esperaba una nota de Maria, diciendo que me había esperado y que al día siguiente Arturo y ella partían para el Brasil.
Todo el Hotel Tívoli estaba repleto hasta los topes, tanto, que recordaba nuestras estaciones de ferrocarril polacas justo después de la guerra, llenas de multitudes nerviosas o apáticas, y de bultos amontonados, atados de cualquier manera. Por todas partes olía mal, todos los rincones del edificio exhalaban un tufo ácido y una hediondez pegajosa y asfixiante. La gente sudaba de calor y de miedo. Reinaba un ambiente apocalíptico, como de espera de un exterminio. Alguien trajo la noticia de que por la noche bombardearían la ciudad. Otro se había enterado de que, en sus barrios, los negros afilaban los cuchillos para luego probar su eficacia en las gargantas de los portugueses. De un momento a otro iba a estallar una sublevación. ¿Qué sublevación?, preguntaba yo a unos y a otros para informar a Varsovia. Nadie sabía nada a ciencia cierta. Una sublevación y punto; ¿qué sublevación?, ya se vería cuando estallase.
El rumor agotaba a todo el mundo, tensaba los nervios y arrebataba toda capacidad de razonar. La ciudad vivía en un ambiente de histeria, temblaba de miedo. Las personas no sabían cómo arreglárselas con la realidad que ahora las rodeaba. Ignoraban cómo explicarla, cómo domarla. Los hombres se reunían en los pasillos del hotel y celebraban consejos de estado mayor. Los pragmáticos con los pies en la tierra eran partidarios de cerrar el hotel a cal y canto durante las noches. Los que tenían miras más amplias y una capacidad de contemplar el mundo globalmente opinaban que se debía enviar un telegrama a la ONU pidiendo una intervención. Pero todo esto, como es costumbre en los países latinos, no llegaba a otro puerto que al de la discusión en sí.
Al caer la noche, sobrevolaba la ciudad un avión que lanzaba octavillas. Estaba pintado de negro y carecía de luces y emblemas. Las octavillas decían que las tropas de Holden Roberto estaban estacionadas en las afueras de Luanda y que se disponían a entrar en la ciudad de un momento a otro. Para facilitar tal cometido, se exhortaba a la población a que asesinase a todos los rusos, húngaros y polacos que estaban al mando de los destacamentos del MPLA y que eran los responsables de la guerra y de todas las desgracias que se habían abatido sobre el pueblo exhausto. Todo esto sucedía en septiembre, cuando, a excepción de mí, no había en toda Angola una sola persona de la Europa del Este. Por la ciudad merodeaban, sembrando el terror, grupos armados de la policía política portuguesa, la PIDE; venían al hotel y preguntaban quién se alojaba en él. Actuaban con la mayor impunidad; en Luanda no existía poder alguno y ellos querían vengarse por todo: por la revolución de los claveles, por la pérdida de Angola, por sus carreras rotas. Cada vez que alguien llamaba a la puerta, para mí podía ser un mal presagio. Yo intentaba no pensar en ello, única manera de defenderse de situaciones así.
Los miembros de aquellos grupos de asalto se reunían en Adão, un bar nocturno situado junto al hotel. Sumido siempre en la oscuridad, los camareros se movían por él con linternas. Su dueño, un playboy grueso y ajado, de ojos inyectados en sangre y párpados hinchados y caídos, me condujo en una ocasión hasta su despacho en la trastienda. Desde el suelo hasta el techo, las paredes estaban cubiertas por estantes sobre los cuales se veían nada menos que doscientas veintiséis clases de whisky. Sacó de un cajón de su escritorio dos pistolas y las colocó ante sí.
Mataré con ellas a diez comunistas y sólo entonces me quedaré tranquilo, dijo.
Yo lo observaba, sonreía y esperaba a ver qué haría. A través de la puerta llegaba la música: los miembros de los grupos de asalto se lo pasaban en grande con las mulatas borrachas. El gordo guardó las pistolas y cerró el cajón de golpe. Ni siquiera hoy sé por qué me dejó en paz. A lo mejor pertenecía a esa clase de personas –me he topado con gente así en muchas ocasiones– que sacan más satisfacción, antes que del propio acto de matar, de tener esa posibilidad; de saber que podrían matar y que, sin embargo, no lo hacen.
A lo largo de todo el mes de septiembre me acostaba sin saber qué pasaría durante la noche y al día siguiente. A mi alrededor pululaban varios individuos cuyos rostros ya me resultaban familiares. No parábamos de encontrarnos en todas partes, sin intercambiar palabra. No sabía qué hacer. Al principio decidí permanecer alerta; no quería que me sorprendieran mientras dormía. Pero en la mitad de la noche la tensión se relajaba y acababa durmiéndome, vestido y con los zapatos puestos, sobre la gran cama, primorosamente hecha por dona Cartagena.
El MPLA no podía defenderme: aquellos hombres estaban lejos, en los barrios africanos, o más lejos aún: en el frente. El barrio europeo en el que yo vivía todavía no les pertenecía. Por eso me gustaba hacer escapadas al frente: allí me sentía más seguro, más en casa. Sin embargo, tales escapadas rara vez eran posibles. Nadie, ni siquiera los hombres del estado mayor, sabían precisar con certeza dónde se hallaba el frente. Las comunicaciones no existían. Pequeños destacamentos de guerrilleros inexpertos, principiantes apenas, perdidos en unos espacios inmensos y traicioneros, se desplazaban en solitario de un lado para otro, sin una idea preconcebida ni plan alguno. Cada cual libraba aquella guerra por su cuenta y riesgo, sin poder contar más que consigo mismo.
Cada día, a las nueve de la noche, se producía la llamada de Varsovia. En la caja del télex que estaba en la recepción se encendía una luz y la máquina tecleaba la señal:
814251 PAP PL BUENAS NOCHES TRANSMITA
o:
POR FIN HEMOS CONSEGUIDO COMUNICACION
o:
¿RECIBIREMOS ALGO HOY? PLS GA GA.
Yo contestaba:
OK OK MOM SVP
y colocaba la cinta con el texto del cable.
Para mí, las nueve era el momento más importante del día, una experiencia única que se repetía noche tras noche. No dejé de escribir un solo día; escribía llevado por un impulso de lo más egoísta, me obligaba a romper