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Masiosare
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Libro electrónico85 páginas1 hora

Masiosare

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Con una narrativa zigzagueante en su cronología nos acercamos a esa segunda persona a la que Alberto Forcada le habla: con su voz le revive sus andanzas en la escuela, en el barrio, las mudanzas y los amoríos no concretados, la virginidad a medio perder, las escenas en las que atestigua una violencia cotidiana que lo invita a participar constantemente, desde el bullying hasta la delincuencia, con el constante sentimiento de culpa camuflado en complicidad con la inacción…

"Masiosare" se arma con breves capítulos, a veces sólo unas pequeñas viñetas, desde un párrafo descriptivo o reflexivo, hasta relatos que bien podrían servir como cuentos independientes: Forcada hilvana una historia a retazos para completar un cuadro (o tal vez un espejo). El personaje es un estoico que defiende la veracidad de la muerte de su madre al apostar todas sus canicas; es también su propio enemigo, un extraño dentro de sí.
IdiomaEspañol
EditorialArlequín
Fecha de lanzamiento3 ene 2018
ISBN9786079046866

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    Masiosare - Alberto Forcada

    México

    *

    Cuando hacían falta jugadores para jugar beisbol o futbol americano, buscabas al Pichi, que vivía en la planta baja de un edificio cercano. La ventana de su cuarto quedaba junto a la ventana del cuarto de su hermana, Paola, que era algunos años mayor. Paola se pintaba los labios y usaba unos perfumes dulces que te hacían pensar en chicles y guayabas.

    Una tarde, cuando ibas a llamar al Pichi, descubriste, al pasar por la ventana de Paola, que podías verla a través de una rendija en la cortina. Estaba acostada y abrazaba con las piernas una almohada. Gemía suavecito. Se mordía los labios. Tenía los calzones enredados en los tobillos. Incapaz de controlarte, estiraste un brazo entre la reja, y le tocaste una rodilla. Su grito te hizo huir.

    Como a los tres días la encontraste sentada en el jardín. Luego de algunas frases idiotas sobre el clima y la escuela, le confesaste que habías sido tú el que la había tocada el otro día. Te miró avergonzada.

    —No tienes nada de qué apenarte. Yo me masturbo todo el tiempo… —le dijiste, sonriendo—. Fue bien rico observarte. Vamos a coger; deja de perder el tiempo con la almohada…

    Ella se cubrió el rostro con las manos y se botó de risa.

    —¿Cuántos años tienes? —preguntó de pronto, alzando las cejas—. ¿Doce, trece? Estás muy chiquito. Espera un poco…

    —Ay, no; ya tengo muchas ganas.

    —¿Estás urgido?

    —Sí —dijiste, apretándole la mano.

    —Jajajá… ¿Y vas a quedarte callado?

    —Sí…

    —Bueno, te voy a ayudar un poquito. Ven —dijo, llevándote hacia la esquina, donde estaban los arbustos—. Así que estás bien caliente, ¿eh?

    Te besó. Le metiste la mano debajo de la blusa. Te detuvo.

    —¡Pobrecito, tienes calentura! Necesitamos bajar esa fiebre. ¿Dónde está el termómetro?

    Te desabrochó los pantalones.

    —¡Mira qué dura la tienes! ¡Ay, no, qué horror! ¡Estás hirviendo!

    Acarició tu pene suavemente y se lo metió a la boca. Te arqueaste. No podías creer en tu fortuna. ¡Se sentía tan sabroso! Te querías morir así, mientras te mamaban el pito. Miraste el cielo entre los árboles, la reja que daba a la barranca, la pared del edificio, su cabeza que subía y bajaba. El estremecimiento llegó de pronto y estallaste, cayendo de rodillas frente a ella.

    —¿Ya estás mejor? ¿Más tranquilo? —preguntó, limpiándose el semen de las mejillas.

    —Ay, cásate conmigo. Chúpamela todos los días hasta que la muerte nos separe, chúpamela en las buenas y en las malas, en las noches y en las mañanas…

    Ahogó una carcajada y se levantó.

    —A las nueve asómate a mi ventana. Te voy a estar esperando, que ahora la enfermita soy yo —dijo.

    Te dejaste caer y abrazaste la tierra. «¡Qué rico! ¡Qué rico!»

    Antes de ir a tu primera cita amorosa te bañaste con cubeta en el baño a medio construir y, radiante, platicaste de camaleones y maizales con los albañiles que llevaban un mes trabajando en tu departamento. Como a las ocho bajaste al estacionamiento y, para que pasara el tiempo, sumaste los números de las placas de los carros y contaste la cantidad de coladeras en la banqueta. A las 8:55, según el reloj de uno de los vecinos, fingiste que ibas a la tienda, para que los que platicaban en la barda no vieran a dónde ibas, y luego le diste la vuelta a dos edificios y regresaste a escondidas hacia la entrada del Pichi. La ventana de Paola estaba abierta y a oscuras. Ella yacía en la cama. Tardaste en que se acostumbraran tus ojos a la penumbra. Se había puesto una bata ligera, podías distinguir sus pechos. Se paró frente a ti y te besó.

    —¿Ya viste como me tienen prisionera? —susurró, pegándose a los barrotes de reja para que la acariciaras. No llevaba calzones.

    —¡Uhm, Miguel, estoy que ardo! —exclamó llevando tus manos hacia su sexo. Impaciente, acercó la cama a la ventana y se acostó. Puso los pies sobre la reja y comenzó a masturbarse, mientras le chupabas los pies y le acariciabas los muslos. Se masturbaba con ambas manos. Comenzó a escurrir. Chac-chac-chac, sonaban sus dedos cuando entraban y salían. Poco a poco acercó el culo a la reja, hasta que pudiste lamerle los nudillos. Comenzó a agitarse como loca.

    —¡Oh, ooohhh, ooooohhhhh!

    De pronto un golpe te estampó contra el marco de la ventana. Era el papá de Paola; estaba parado junto a ti.

    —¡Cabrón, hijo de la chingada! —aulló, arrastrándote por el suelo—. ¡Qué fregados le haces a mi hija!

    Lograste zafarte y correr.

    —¡Escuincle maldito! —gritó, persiguiéndote hasta que saltaste hacia la barranca.

    Mientras regresabas a tu departamento, no podías

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