La llave maestra
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La llave maestra - Marité Valenzuela Pérez
AGRADECIMIENTOS
CAPÍTULO I
LA LLAVE
Un rin ensordecedor la despertó de un largo y reparador sueño, que sin embargo se convertiría en el despertar más amargo y duro de su existencia.
Era su nieta Aurora. Tenía malas noticias y no sabía cómo dárselas.
–¡Abuela! ¿Cómo te encuentras esta mañana? Tengo que contarte algo. Su voz se entrecortó y un sollozo al otro lado del teléfono era lo único que Gloria escuchaba.
–¡Aurora! ¡Aurora! Hija dime ¿Qué te pasa?, ¿es otra vez el bestia de tu marido?
Aurora seguía sin poder articular palabra.
–Dime donde estas e iré rápidamente.
Por fin se oye la voz de su nieta, rota por la pena.
–No abuela, no soy yo, son mis padres, han tenido un accidente camino de Barcelona y...
Aurora no puede más y se desmorona, ahora está sola en el mundo, al lado de ese mal nacido y llora desconsoladamente.
Gloria, muda, al otro lado del teléfono, teme lo peor. Después de un corto pero interminable silencio, por fin se atreve a preguntar:
–¿Ha sido tu madre verdad? Dime que no está muerta, que solo está herida.
Pero Aurora solo puede pronunciar una frase, apenas un susurro.
– Mama ha muerto.
Gloria se siente morir, allí tumbada en su cama, no tiene alientos para seguir hablando. Su mundo se ha hecho pedazos, nunca pensó en esta posibilidad. Ella no podría ni tenía que sobrevivir a su hija, su única y amada hija.
Después de algunos ajetreados días, de idas y venidas, de lágrimas reprimidas por la angustia y el dolor, de sufrimiento, por fin está en casa, ahora sola, sola con sus recuerdos.
Se sienta, sin fuerzas, en el viejo tocador de su dormitorio. Allí podrá llorar, llorar por tantas cosas…
No sabe cuánto tiempo lleva allí sentada, llorando como nunca antes lo había hecho o al menos no lo recordaba. Su rostro era una falsa imagen de ella misma.
No reconocía la imagen que el espejo le devolvía. Una mujer de pelo blanco, con grandes surcos que recorrían su cara. Sintió un escalofrió. ¿Quién era aquella mujer?
Era la imagen de un retrato antiguo, con un marco de filigrana plateado, precioso, el marco era precioso. Pero ¿quién era esa desconocida? No la encontraba en sus recuerdos, no podía encontrarle parecido con su madre, ni con su padre, ni su abuela, aunque… si tiene un gran parecido con la madre de su padre, si con su abuela paterna, pero, ¡¡ si murió cuando ella era solo una niña!!
No, no podía ser madre Francisca. Así es como llamaban a su abuela.
Sintió frio y sus ojos se nublaron al reconocer, lo que era más que evidente, era ella misma. Había envejecido tanto.
Tomó el chal de lana rosa que había sobre la cama, sintió el tacto suave de aquella prenda, que la había acompañado a lo largo de los años y se cubrió los hombros, sintiendo su abrazo cálido, el abrazo que tanto necesitaba en estos momentos, no solo por el frio sino por el apoyo que necesitaba para hacer lo que estaba pensando hacer, ahora que su hija ya no estaba con ella.
Miró nuevamente al espejo, pero esta vez, tratando de encontrar alguna señal que pudiera recordarle a aquella muchacha menuda, de ojos claros y alegres y pelo oscuro siempre peinado con esmero. Busco y rebusco en aquella imagen de rasgos envejecidos y no podía creer que aquella mujer fuera ella.
Se detuvo por un instante en los ojos y estos se llenaron de lágrimas al recordar su vida. Que tristeza encontraba en ellos, cuanto dolor. Desvió la mirada del espejo y recordó la razón por la que se había sentado en el tocador encontrándose, sin quererlo ni buscarlo, con aquella mujer desconocida y tan familiar al mismo tiempo.
Revolvió en el primer cajón del tocador, rebuscando entre pañuelos de seda, algunos descoloridos por el paso del tiempo, otros que no recordaba tener. Por fin, al fondo del cajón, toco algo duro, ¡sí! Eso era lo que buscaba. Sacó una cajita de madera, que abrió muy despacio, y tomó una llave. La llave del cofre que escondía al fondo del armario y que había guardado como el mayor de los tesoros o quizás para que nadie lo encontrara jamás.
No quería que su hija, su única y amada hija, encontrara el secreto que con tanto afán había guardado no solo en el fondo del armario, sino también en el fondo de su corazón, en algún lugar olvidado, donde, ni ella misma, pudiera recordar el horror, el odio y el miedo que su vida guardaba
Lo hizo por amor, por su hija, que era lo más preciado que tenía en el mundo.
Solo pensó sacar aquel cofre cuando sintiera que las vida se le escapaba entre los dedos y que le faltaban las fuerzas. Entonces sí, sacaría