El puente de Alexander
Por Willa Cather
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Bartley Alexander anda ya por la mediana edad y es un ingeniero de éxito, un hombre hecho a sí mismo, admirado por los puentes que construye. Casado con una mujer culta y rica, vive en una bonita casa en Boston y parece también tener una feliz vida conyugal. Pero en un viaje a Londres vuelve a encontrarse con un antiguo amor, Hilda Burgoyne, a la que conoció en París cuando era estudiante –entonces «fue la juventud, la pobreza y la cercanía, todo era joven y amable»− y que ahora es una actriz famosa. El reencuentro reaviva «la energía de la juventud que debe reparar en sí misma y pronunciar su nombre antes de desaparecer». A los dos las cosas les han ido bien; sin embargo, quizá no hayan agotado sus posibilidades.
El puente de Alexander (1912) recrea la intensa sensación, cuando a uno le amenaza ya «la desganada fatiga», de verse acompañado por «su propio ser juvenil», que posiblemente acabe siendo «el más peligroso de los acompañantes». Willa Cather no guardaba –como se ve en dos textos que figuran como apéndice a este volumen− muy buen recuerdo de esta su primera novela: le parecía demasiado deudora de los autores que admiraba, Edith Wharton y Henry James. Pero lo cierto es que hay en ella, en su estudio de una doble vida, toda la excitación y la fatalidad y todo el talento para la introspección que caracterizarán su obra posterior.
Willa Cather
Willa Cather (1873-1947) was born in Virginia and raised on the Nebraska prairie. She worked as a newspaper writer, teacher, and managing editor of McClure's magazine. In addition to My Ántonia, her books include O Pioneers! (1913) and The Professor's House. She was awarded the Pulitzer Prize in 1923 for One of Ours.
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El puente de Alexander - Willa Cather
Willa Cather
El puente de Alexander
Traducción
Miguel Temprano García
ALBA
Nota al texto
El puente de Alexander se publicó por primera vez por entregas, con el título de Alexander’s Masquerade, en la revista McClure’s, de febrero a abril de 1912. Ese mismo mes de abril apareció en forma de libro (Houghton Mifflin, Boston). En una segunda edición, en 1922, la autora escribió un prólogo a petición de su editor, que reproducimos como apéndice en este volumen.
Capítulo I
A última hora de una luminosa tarde de abril, el profesor Lucius Wilson se detuvo en un extremo de Chestnut Street y miró a su alrededor con el aire complacido del hombre de gusto que no va muy a menudo a Boston. Había vivido allí de estudiante, pero desde hacía más de veinte años, desde que empezó a trabajar como profesor de filosofía en una universidad del Oeste, rara vez había viajado al Este como no fuese para coger el vapor, rumbo a algún puerto extranjero. Wilson se quedó muy quieto y contempló con una sonrisa enigmática la calle en pendiente, con los gastados adoquines, las casas irregulares de colores solemnes y la hilera de árboles sin hojas sobre la que aún brillaba la tenue luz de sol. El resplandor del río al pie de la montaña le hizo parpadear un poco, no tanto porque fuese cegador como porque le pareció muy agradable. Los pocos transeúntes que pasaban por allí lo miraron despreocupados, e incluso los niños que se apresuraban con las carteras de la escuela debajo del brazo parecieron pensar que era totalmente natural que un caballero alto y atezado estuviese allí contemplando los grises tejados a través de las gafas.
El sol se puso deprisa; la luz plateada había desaparecido de las ramas peladas y el acuoso crepúsculo declinaba cuando Wilson bajó por fin por la pendiente hacia las profundidades cada vez más frescas de sombra grisácea. Las ventanas de su nariz, ya desacostumbradas, detectaron enseguida el olor del humo de leña mezclado con el de la tierra húmeda en primavera y el salitre que ascendía por el río con la marea. Cruzó Charles Street entre tranvías rechinantes y esquivando carros cargados de madera, y después de un momento de incertidumbre dobló hacia Brimmer Street. La calle estaba silenciosa, vacía y cubierta de una fina neblina azulada. Había fijado ya la aguda mirada en la calle que suponía que debía ser su objetivo, cuando vio a una mujer que llegaba a toda prisa en dirección contraria. Siempre un observador interesado de las mujeres, Wilson habría aminorado el paso en cualquier parte para seguir a esta con su mirada apreciativa e impersonal. Enseguida reparó en que era una persona distinguida y, además, muy hermosa. Era alta, llevaba la hermosa cabeza erguida con orgullo y se movía con seguridad y desenvoltura. Uno daba enseguida por sentados los costosos privilegios y hermosos lugares que debía de haber en un ambiente del que había emergido una figura con esos andares rápidos y elegantes. Wilson se fijó también en cómo iba vestida –pues, a su manera, tenía ojo para esas cosas–, sobre todo en las pieles marrones y en el sombrero. Tuvo una impresión borrosa de su color, de las violetas que llevaba, de sus guantes blancos y, curiosamente, de su velo, cuando subió unas escaleras delante de él y desapareció.
Wilson sabía disfrutar de forma tan completa y deliberada de las cosas bellas que pasaban al vuelo por su lado como si fuesen maravillas desenterradas, acariciadas desde hace mucho tiempo y definitivamente depositadas al final de un viaje en ferrocarril. Por unos pocos segundos placenteros olvidó adónde iba, y solo cuando la puerta se cerró comprendió que la joven había entrado en la casa a la que había enviado su baúl esa mañana desde South Station. Dudó un momento antes de subir las escaleras. «¿Será posible –murmuró maravillado–, será posible que sea la señora Alexander?»
Cuando el criado le dejó pasar, la señora Alexander aún seguía en el recibidor. Le oyó dar su nombre y se adelantó con la mano extendida.
–¿Es usted el profesor Wilson? Temía que llegara antes que yo. Me he entretenido en un concierto y Bartley telefoneó para decir que llegaría usted tarde. Thomas le enseñará su habitación. ¿Prefiere que le suban el té, o quiere tomarlo aquí conmigo mientras esperamos a Bartley?
Wilson se alegró de descubrir que había sido él la causa de su andar apresurado, y se sintió incluso más complacido con ella. La siguió por el salón hasta la biblioteca, donde unos ventanales daban al jardín trasero, al crepúsculo y a una bonita franja de río plateado. Un olmo con forma de arpa se alzaba sin hojas contra el pálido cielo vespertino, con los nidos deshilachados del año anterior en las horquillas del tronco; el lucero de la tarde temblaba en el aire neblinoso entre las ramas peladas. La sala alargada y marrón respiraba la paz de un profundo y bien custodiado silencio. Enseguida les llevaron el té y lo colocaron delante de la chimenea encendida. La señora Alexander se sentó en un sillón de respaldo ancho y empezó a servirlo, mientras Wilson se arrellanaba en un asiento bajo que había delante y aceptaba su taza con una gran sensación de desenvoltura, armonía y comodidad.
–Ha sido un viaje muy largo, ¿no? –se interesó la señora Alexander, después de preguntar con refinamiento cómo quería el té–. Siento mucho que Bartley llegue tarde. A menudo está cansado cuando llega tarde. Le halaga pensar que ha venido usted a este Congreso de Psicólogos en parte por su causa.
–Y así es –admitió Wilson, escogiendo con cuidado una magdalena–, y espero que no esté cansado esta noche. Pero, por mi parte, me alegro de disponer de un momento a solas con usted, antes de que llegue Bartley. Temía que lo bien que lo conozco a él me impidiera conocerla a usted.
–Es muy amable. –La señora Alexander asintió con la cabeza por encima de su taza y sonrió, no obstante dejó traslucir cierta rigidez formal que no tenía cuando le saludó en el recibidor.
Wilson se inclinó hacia delante.
–¿He dicho algo inconveniente? Vivo apartado del mundo. No quería decir exactamente que fuese usted a desaparecer cuando Bartley estuviera aquí.
La señora Alexander se rió, ablandada.
–¡Oh, no soy tan vanidosa! Es usted muy perspicaz.
Miró a los ojos a Wilson, y él tuvo la sensación de que esta mirada rápida y franca establecía cierto entendimiento entre los dos.
Se dijo que le gustaba todo de ella, pero sobre todo los ojos; cuando te miraba un momento era como vislumbrar un bonito cielo ventoso que podría traer cualquier tipo de tiempo.
–Si ha notado usted algo –prosiguió la señora Alexander–, debe de haber sido un destello de la desconfianza que siento siempre que estoy con alguien que conoció a Bartley de niño. Es como si hablaran de alguien a quien nunca he visto. La verdad, profesor Wilson, da la impresión de que se crió rodeado de gente muy extraña. Por lo general, todos comentan que ha acabado bien y que siempre fue muy buen tipo. Y yo no sé qué decir.
Wilson se rió, se reclinó en su silla y movió despacio los pies.
–Creo que en realidad ninguno de nosotros llegó a conocerlo muy bien, señora Alexander. Aunque debo decir que yo siempre confié en que haría algo extraordinario.
Los hombros de la señora Alexander se encogieron un poco, como con impaciencia.
–¡Oh!, me parece que debió de ser una predicción sobre seguro. ¿Quiere otra taza de té?
–Sí, gracias. Aunque, en el caso de los chicos, hacer predicciones no es tan fácil como podría imaginar, señora Alexander. Algunos se hacen daño muy pronto y pierden el valor; y otros nunca llegan a tener el viento a su favor. Bartley –apoyó la barbilla en el dorso de la mano fina y la miró admirado– aprovechó el viento muy pronto y desde entonces ha llenado siempre sus velas.
La señora Alexander se quedó mirando el fuego ensimismada y Wilson observó su rostro. Le gustó la insinuación de posibilidades tempestuosas de la curva orgullosa del labio y la nariz. Sin eso, se dijo, sería demasiado fría.
–Me gustaría saber cómo era de verdad de niño. No creo que lo recuerde –dijo ella de pronto–. ¿No fuma usted, señor Wilson?
Wilson encendió un cigarrillo.
–No, no creo que se acuerde. Nunca fue introvertido. Era sencillamente la