Genoveva y el misterio de las vacas
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con ayuda del intrépido abuelo Archimboldo, al que creían perdido para siempre.
Diviértete con esta vertiginosa historia sobre los lazos familiares y los límites entre sueño y realidad.
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Genoveva y el misterio de las vacas - Armando Vega-Gil
Vega Gil, Armando
Genoveva y el misterio de las vacas / Armando Vega Gil ; ilus. de Patricio Betteo. - México : Ediciones SM, 2018
120 p. ; 19 x 12 cm. - (El Barco de Vapor. Azul; 67 M)
ISBN: 978-607-24-3150-8
1. Novela mexicana. 2. Relaciones de familia - Literatura infantil. 3. Aventuras Literatura infantil. I. Betteo, Patricio, il. II. t. III. Ser.
Dewey 863 V44
Para Andrés
I
MUÉGANOS Y RÍOS DE LECHE
Si deseas que tus sueños
se hagan realidad, ¡despierta!
AMBROSE BIERCE
A LA PEQUEÑA Genoveva de la Colcha y Salpicón, chaparrita como una canción ranchera y más delgada que un suspiro mañanero, le encantaba comer muéganos de Tlaxcala, ¡yuuuumi!, unas galletas granuladitas y crocantes que, a la menor mordida, se desintegraban en la lengua y el paladar; estas olorosas pastas estaban llenas de sorpresas de maíz tostado con tropiezos de azúcar y canela y, gracias a una cubierta de miel de piloncillo, oscura y brillante como caparazón de escarabajo aguamielero, se mantenían compactas hasta que los molares, premolares y colmillos las trituraban: ¡cronch, chic, juic, juic, chomp!
De estas tareas moledoras, la que más le entretenía a Veva era luchar contra las plastas de dulce y polvorón que, entre los dientes, se le adherían como pegamento: ¡chicli, chicli!, sonaban al son de la masticación.
Para evitar que los muéganos se quedaran pegados a las bolsas de papel de estraza en las que se los servía el gigantón y canoso repostero de la esquina, don Anacleto Chapopote, ponía estos caramelos engalletados sobre obleas como las que se utilizan en las pepitorias y en las hostias de consagrar que, solitas, saben a papel desabrido… porque de que hay papeles sabrosos, los hay.
A fin de espantar a su redonda y muy peinadita abuela, doña Domitila Salpicón, nuestra modosa Vevita se confeccionaba unos tortones de muégano prietos y llenos de babas que le chorreaban hasta el mentón, los cuales, con mucha paciencia, acomodaba en sus grandes dientes frontales (que, a decir de muchos, la hacían parecerse a las ardillas de los Viveros de Coyoacán) y, con una sonrisota de labios restirados, se le aparecía de sopetón a la abue, azotando los zapatos en el piso y soltando un berrido de urraca con el que rociaba de moronas aguadas todo lo que tenía enfrente.
Domitila viuda de la Colcha siempre estaba con los recuerdos perdidos entre cerros y mares, echando de menos al abuelo Archimboldo, hombre dedicado a la exploración extrema (¡tan guapo y fuerte!), quien la llevara hacía ya muchos años a dar la vuelta al mundo en barcos, aviones y bicicletas de montaña.
Cuando Veva se le aparecía de repente a la anciana, ésta pegaba un gritote que se colaba por todos los rincones de la casona, haciendo eco entre las jarras de barro que, colgadas de clavos, cubrían las paredes de la cocina. El aullido de susto resonaba, además, en el lavamanos del baño que siempre olía a jabón, entre los plumeros y el polvo del cuarto de los trebejos, y en medio de las blusas, faldas y calcetas guardadas en el ropero.
La verdad es que doña Domitila sabía de antemano que Genoveva la iba a espantar, pues cada vez que la pequeñuela preparaba su Gran Teatro del Horror, la casa se sumía en silencio.
Y es que Veva era de las niñas que pasaba el día entero cantando, haciendo ruido con sus juguetes y chancleando por los pasillos entre aplausos y melodías de silbidos destemplados que ella misma inventaba.
Esta chamaca está a punto de asustarme con su Monstruo Babeante de los Dientes Masudos
, se decía quedito, y se preparaba para que, en el momento del alarido sorpresa, ella hiciera la reacción más cómica de la que pudiera echar mano: a veces se iba de espaldas contra la cama, levantando tanto las cortísimas piernas que le enseñaba a Veva sus calzones largos con holanes; en otras ocasiones lanzaba al aire su labor de bordado en medio de un estallido de agujas, telas y carretes de hilos rojos, verdes y amarillos, o bien escupía con una trompetilla ruidosa el sorbo de té de manzanilla o de atole de chocolate que estuviera tomando para calentar su siempre helado estómago.
El colmo fue cuando, una tarde de verano, bajo un solazo de treinta y cinco grados y un sudoroso calor desértico, la abuela se lanzó por la ventana para caer en una pileta llena de agua que tenía preparada en el patio, justo abajo de su cuarto, como si fuera