La Caravana Pasa
Por Rubén Darío
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Rubén Darío
Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) representa uno de los grandes hitos de las letras hispanas, no sólo por el carácter emblemático de algunos de sus títulos como Azul... (1888), Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905) sino por las dimensiones de renovación que impuso a la lengua española, abriendo las puertas a las influencias estéticas europeas a través de la corriente que él mismo bautizó como Modernismo. Pero como decía Octavio Paz su obra no termina con el Modernismo: lo sobrepasa, va más allá del lenguaje de esta escuela y, en verdad, de toda escuela. Es una creación, algo que pertenece más a la historia de la poesía que a la de los estilos. Darío no es únicamente el más amplio y rico de los poetas modernistas: es uno de nuestros grandes poetas modernos, es «el príncipe de las letras castellanas».
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La Caravana Pasa - Rubén Darío
Rubén Darío
La Caravana Pasa
Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664134752
Índice
PRÓLOGO
RUBÉN DARÍO
LIBRO PRIMERO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
LIBRO SEGUNDO
I
II
III
IV
V
VI
VII
LIBRO TERCERO
I
II
III
IV
V
LIBRO CUARTO
I
II
III
IV
V
VI
PRÓLOGO
Índice
RUBÉN DARÍO
Índice
El alma de América ha repercutido en el mundo a los sones portentosos de la lira de este admirable poeta. Admirable y único, porque en él se ha concentrado el esfuerzo de infinitas generaciones, siendo algo así como la resultante de la evolución de la gran raza hispana que, allende el mar Atlántico, condujo el fuego latino sobre el lomo de las carabelas conquistadoras.
La hora es llegada, pues; la hora de las grandes afirmaciones sobre la obra de Rubén Darío. Levantemos la voz entonces para afirmar, definitivamente, lo que ha tiempo viene concretándose en el fondo de los espíritus: La influencia decisiva de este poeta en la literatura española, ya que él es un fruto, el mejor fruto del árbol padre, pero enriquecido por el aura de las florestas vírgenes, coloreado por luces de cielos de libertad y sazonado por el sol esplendoroso de los trópicos que doró su frente de predestinado.
Y sin caer en la vulgaridad de exaltar, vanamente, la figura de Darío al nivel del creador de una nueva literatura, cosa fuera de ley natural, establezcamos el lugar verdadero ocupado por este magnífico poeta, creador, a su vez, eso sí, de un nuevo valor, de una nueva sensibilidad, de la que va impregnándose toda la literatura española y española-americana, contagiada por su numen.
Contra la opinión general creo, como lo he dicho en una reciente impresión literaria, que es a través de Darío, que la joven literatura española se satura de Francia y de Verlaine... Pero es también a través de Darío—el poeta que, para quienes saben mirar y ahondar en las cosas y en los seres, atesora en su espíritu mayor cantidad de luz americana—, que la joven literatura española adquiere una ductilidad, una maleabilidad, una tersura, una sutileza, una sugestión, una energía nuevas, bebidas por el precursor en sus Momotombos amenazantes y tronadores, en sus florestas bellamente salvajes, en sus cielos límpidos, en sus soles ardientes y en las gotas de sangre que sus ascendientes, chorotegas o nagrandanos, mezclaron al tronco hispano, místico y guerrero.
Y he aquí cómo, a pesar de la influencia de París, americana es la fuerza, americano el fuego, americana la sugestión del estilo que da modalidad y carácter a este admirable movimiento literario de que es bandera Darío.
Escuchad cómo, él mismo, ha explicado su situación artística en estos párrafos, tan llenos de sugestividades, que extraigo de la Historia de mis libros:
«En el fondo de mi espíritu, a pesar de mis vistas cosmopolitas, existe el inarrancable filón de la raza; mi pensar y mi sentir continúan un proceso histórico y tradicional; mas de la capital del arte y de la gracia, de la elegancia, de la claridad y del buen gusto, habría de tomar lo que contribuyese a embellecer y decorar mis eclosiones autóctonas...
»En Del campo (véase Prosas Profanas) me amparaba la sombra de Banville, en un tema y en una atmósfera criollos. La Canción de Carnaval es también a lo Banville, una oda funambulesca, de sabor argentino, bonaerense. La Sinfonía en gris mayor trae, necesariamente, el recuerdo del mágico Theo, del exquisito Gautier y su Symphonie en blanc majeur.
»La mía es anotada d'apres nature, bajo el sol de mi patria tropical. Yo he visto esas aguas en estagnación, las costas como candentes, los viejos lobos de mar que iban a cargar en goletas y bergantines maderas de tinte y que partían, a velas desplegadas, con rumbo a Europa. Bebedores, taciturnos o risueños, cantaban en los crepúsculos, a la popa de sus barcos, mientras exhalaban los bosques y los esteros cercanos, rodeados de manglares, bocanadas cálidas y relentes palúdicos...
»Y tal es ese libro (se refiere a Prosas Profanas) que amo intensamente y con delicadeza, no tanto como obra propia, sino porque a su aparición se animó en nuestro Continente toda una cordillera de poesía poblada de magníficos y jóvenes espíritus.»
Y, ya seguro del triunfo, agrega:
«Y nuestra alba se reflejó en el viejo solar.»
Después, aludiendo a Cantos de Vida y Esperanza, dice:
«Español de América y americano de España, canté, eligiendo como instrumento al hexámetro griego y latino, mi confianza y mi fe en el renacimiento de la vieja Hispania, en el propio solar, y del otro lado del Océano, en el coro de naciones que hacen contrapeso, en la balanza sentimental, a la fuerte y osada raza del norte.»
Y siempre, desde la Sinfonía en gris mayor de Prosas Profanas hasta el Allá lejos de Cantos de Vida y Esperanza, un «rememorar constante de paisajes tropicales» lo embarga, refloreciendo perpetuamente en toda su obra «el recuerdo de la ardiente tierra natal».
He hablado de predestinación, y nunca como en este caso podría justificarse el uso de tal vocablo, puesto que una fuerza oculta, secreta y soberana, parece impulsar a este peregrino del arte que, zaherido por los necios y por los que no entienden—celui qui-ne-comprends-pas, ¡oh, Gourmont!—injuriado en su amor propio—más bien dicho, en su orgullo inmenso de forjador de belleza—por el insulto, rastreante y baboso, de toda especie de pedantes y pendolistas sin estro, anquilosados y grises moluscos sin alma y sin brillantez; perseguido y calumniado, al iniciarse en su carrera de escritor, por el cúmulo de analfabetos zafios y leguleyos circundantes; en plena y triunfante juventud, guiado sólo por el hada milagrosa que lo besó al nacer, échase a andar por el mundo, el nuevo mundo de su cuna, recorre los lindes de su pueblo y, después, con su lira al brazo, sale de su Nicaragua lujuriante, va al Salvador, va a Guatemala, va a Costa Rica, va a Honduras, cruza por segunda vez, en un vuelo de águila, a Chile, y allí, a raíz de una brega fantástica con la vida, con la mísera vida que pretende, inútilmente, atarlo por el corazón y el estómago, a la piedra de sus molinos, en pleno vértigo de iluminado, lanza a los vientos de la gloria el génesis de toda su obra futura, encerrado, envuelto en el Azul de sus ensueños. Después... Después, escuchad: Vuelve de Chile a su Momotombo. Permanece una corta temporada en la tierra que le vió nacer, tal como si hubiera ido a ella sólo para acumular algunas fuerzas complementarias de su energía, y el incansable peregrino del arte, lira al brazo de nuevo, parte esta vez en busca de la Cruz del Sur... Regresa a Chile para entrar a la Argentina por en medio de sus altas cumbres, y allí, en ese pueblo nuevo, fuerte y predestinado también a cosas grandes, hace su aparición triunfal.
Ha llegado a su primera y grande etapa. Allí, en la Argentina, trabajará denodadamente, luchará como un esforzado, bandera y verbo de su arte, contra todo y contra todos. Convertido en fuerza dinámica, reunirá a su alrededor a la flor de la juventud llena de ideales y ansiosa de expandirse; fundará revistas donde ensayarán sus vuelos los pichones que hoy tienen alas de cóndor; hará periodismo alto, fuerte, educador, sin mácula; será caudillo literario, a cuyo paso se abrirán rosas perfumadas y ardientes y se erguirán cactus malignos y punzadores; hará oir su palabra serena, armoniosa, llena de fuego y de música extraña y sugestiva, en defensa de su credo renovador; escribirá dos de sus libros fundamentales, Prosas Profanas y Los Raros, y, por fin, en el cenáculo nocturno, rodeado de los elegidos de su espíritu, agitado y nervioso, presa del estimulante alcohólico y trágico, será siempre el apóstol del arte, exaltado hasta el delirio si queréis, embriagado hasta la locura, pero soñando, perennemente, con la belleza y la luz.
En la Argentina debía terminar su viaje por América. Ya de allí vendría a Europa para irradiar desde aquí con más poder en todo el orbe de habla castellana. Cumple así su peregrinación, y durante quince o más años de batalla sin tregua—porque Darío fué un laborioso, hombre de arte siempre, absorbido por la idea de la superación, evolucionando y ascendiendo por la luminosa cuesta de su montaña de ensueño—, realiza esa obra admirable, de la que son jalones soberbios sus Cantos de Vida y Esperanza, El poema de Otoño, Peregrinaciones, La caravana pasa, el Canto a la Argentina y el Canto errante, broche diamantino con que cierra el ciclo de su acción fecunda interrumpida por temprana muerte.
¿Poeta por antonomasia? Sí, poeta, el poeta, el ser entregado, todo entero, al arte, a su arte, que era el de poner música perdurable al pensamiento.
Apóstol de la belleza, cuya alma, todo sinceridad,
¡Si hay un alma sincera esa es la mía!
alentó vibrando siempre al ritmo musical de la naturaleza, percibiendo los sonidos más armoniosos, sutiles y puros, para trasmitirlos, hechos notas de luz, en sus estrofas aladas.
En la lírica española queda para siempre marcada la influencia de este poeta concretador, envidiable y generoso, de una nueva sensibilidad, la sensibilidad de su época, que él supo hacer palpable en su estilo de magno y mágico artífice.
Alberto GHIRALDO
Madrid, 1917.
LIBRO PRIMERO
Índice
I
Índice
DESDE el aparecer de la primavera he vuelto a ver cantores ambulantes. Al dar vuelta a una calle, un corro de oyentes, un camelot lírico, una mujer o un hombre que vende las canciones impresas. Siempre hay quienes compran esos saludos a la fragante estación con música nueva o con aire conocido. El negocio, así considerado, no es malo para los troveros del arroyo. ¿Qué dicen? En poco estimables versos el renuevo de las plantas, la alegría de los pájaros, el cariño del sol, los besos de los labios amantes. Eso se oye en todos los barrios; y es un curioso contraste el de que podéis oir por la tarde la claudicante melodía de un aeda vagabundo en el mismo lugar en que de noche podéis estar expuesto al garrote o al puñal de un terror de Montmartre, o de un apache de Belleville. Mas, es grato sentir estas callejeras músicas, y ver que hay muchas gentes que se detienen a escucharlas, hombres, mujeres, ancianos, niños. La afónica guitarra casi ya no puede; los pulmones y las gargantas no le van en zaga, pero los ciudadanos sentimentales se deleitan con la romanza. Se repite el triunfo del canto. Las caras bestiales se animan, las máscaras facinerosas se suavizan; Luisa sonríe, Luisón se enciende. El mal está contenido por unos instantes; el voyou ratero no piensa en extraer el portamonedas a su vecino, pues la fascinación de las notas lo ha dominado. Los cobres salen después de los bolsillos, con provecho de los improvisados hijos de Orfeo—o de Orfeón—. El cantante sigue su camino, para recomenzar más allá la misma estrofa. La canción en la calle.
El dicho de que en Francia todo acaba en canciones es de la más perfecta verdad. La canción es una expresión nacional y Beranger no es tan mal poeta como dicen por ahí. La canción que sale a la calle, vive en el cabaret, va al campo, ocupa su puesto en el periódico, hace filosofía, gracia, dice duelo, fisga, o simplemente comenta un hecho de gacetilla. Ya la talentosa ladrona señora Humbert anda en canciones, junto con la catástrofe de la Martinica, y la vuelta de Rusia de M. Loubet. En Buenos Aires hay poetas populares que dicen en verso los crímenes célebres o los hechos sonoros, como en Madrid los cantan los ciegos. En Londres se venden también canciones que dicen el pensar del pueblo, lleno de cosas hondas y verdaderas, «a tres peniques los cinco metros» de rimas. Ese embotellamiento castalioperiodístico es útil a la economía de las musas.
Dos cancionistas acaban de irse a hacer una jira alrededor del mundo. Conozco a uno de ellos, a Bouyer, excelente muchacho que hace versos lindos. Ese viaje alrededor del mundo es con el objeto de hacer dinero. La empresa es loable, aunque un poco difícil. Esas cigarras corren el peligro de abandonar la lira en el camino a pesar de la réclame de Le Figaro, de la protección de las colonias y del talento de los viajeros. La canción y el cancionista parisienses fuera de París, no resultan. Siempre consideré la bella y generosa idea del Dr. Cané, en uno de sus artículos, el establecimiento de un cabaret artístico en Buenos Aires, como irrealizable. La canción de aquí necesita primero su idioma, sus oficiantes melenudos, su ambiente singular, la cultura de un auditorio ático. Ya me imagino en un café criollo, una especie de Quat'z-arts, la figura de Yon Lug, por ejemplo, cantando, con su melena, y sus pantalones. ¡Pobre melena, pobres pantalones y pobre Yon Lug! Louise France no saldría dos veces. Y en cuanto a los hyspas que quisiesen ridiculizar a tales o cuales personajes mundanos o políticos, no quiero pensar en los percances que les sucederían.
La calle y el aire libre dan su nota especial a todo lo que en ellos pasa, cortejo, personas, música o palabra. El mismo ensueño brota en veces de la calle. ¿Quién no se ha sentido vagamente sentimental, en la tristeza de una tarde, al oir cómo brota en fatigadas ondas de melancolía la música soñadora de un organillo limosnero? ¿No ha escrito un altísimo poeta un maravilloso poema en prosa con ese motivo?
La canción anda por las calles y callejuelas de París desde hace tiempo. Los triolés de Saint Amand nos dicen algo de las que se oían por aquí por mi vecindad, en el Pont Neuf. «Se las oye entre ocho y nueve, las raras canciones del Pont Neuf. Su papel es menos blanco que un huevo, pero mi lacayo las encuentra bellas. Las canciones del Pont Neuf se unen a los raros libelos.» El espíritu popular ha florecido siempre en las canciones, en blancos amorosos, en rosados alegres, o en los rojos furiosos de las locas carmañolas. Charles Arzano nos renueva la historia de la canción callejera desde su aparición en ese Pont Neuf y sus alrededores,
...rendez-vous des charlatans,
Des chanteurs de chansons nouvelles.
Los cancionistas eran un poco bohemios, un poco prestidigitadores o maestros de animales sabios, perros o monos. Y sus cantos eran solos o acompañados de lamentables violas o violines. Un pobre diablo de poeta del tiempo de Saint Amand se llamaba el Perigourdin, andaba hecho una lástima, vendiendo sus composiciones o haciendo que las vendía. Luego hay otros, como el loco Guillaume, que divertía a Enrique IV y a Luis XIII. Las mazarinadas aparecieron. Scarron afilaba sus tijeras. La sátira de todos se encarnaba en volantes estrofas.
Un vent de fronde
A souflé ce matin:
Je crois qu'il gronde
Contre le Mazarin.
Las mujeres no faltan. Ya es la Mathurine compañera de Guillaume el bufón, ya la terrible verdulera «dame Anne» que andaba en el mercado y fuera de él esparciendo invectivas contra su regia tocaya de las bellas manos, Ana de Austria. Desfilan en la curiosa lista de la canción flotante, Phillipof el ciego, que
...a gueule ouverte et torse
A voix hautaine et de toute sa force
Se gorgiase a dire des chansons;
el cojo Guillaume de Limoges, el Apolo de la Grève, Mondor y Tabarin su criado, Bruscambille, Duchemin, y el gran charlatán barón de Grattelard. Bajo Luis XV, Minart y Leclerc, Valsiano y esa hermosa Fanchon, cantora atrevida, pródiga de su cuerpo, que llevaba encajes de Chantilly en su delantal. «Verdadera cancionista de las calles, a la Watteau, ningún souper fin digno de ese nombre se podía dar sin la presencia de la bella Fanchon, a quien se festejaba y se llamaba por todas partes.»
Bajo la Revolución no surge más figura que la de Angel Pitou, tan famoso en el mundo gracias a Dumas. Pero la canción callejera entonces va en coro, en grandes coros trágicos. Lleva el gorro frigio, rojo como la sangre, y en las puntas de las picas, cabezas. Después la canción ha degenerado. No aparecen figuras concretas y notables. Los caricaturistas, como Daumier y Gavarni, se ocupan de ella como una página de miseria al servicio de la filosofía de su lápiz.
Hoy los cantores ambulantes, como he dicho, son siempre camelots que venden canciones con ocasión de un suceso cualquiera, así como venden juguetes, grabados, tarjetas postales o abanicos. Y cantan ellos del mismo modo que pronuncian discursos o bonimenst. La primavera es un pretexto, Víctor Hugo otro, Boulanger otro, el 14 de Julio otro; y la venta aumenta con un hecho criminal de resonancia como el asesinato de Corancez:
Ecoutez le terrible drame
Qu'à tous ici je vais chanter,
Vous en s'rez tous épouvantés
Et pleurerez á chaudes larmes.
¡Faudrait qu'vous n'ayez rien dans l'âme
Si vous réfusez de me l'acheter!
Un père, un inmonde assassin
Dont le cœur n'était pas humain
Et quin n'est poín digne d'estime,
Commit les plus horribles crimes.
La colère guidant sa main,
Il assomma tout's ses victimes.
La canción, editada generalmente en el Faubourg Saint-Denis o en la calle du Croissant, lleva su ilustración, su grabado espeluznante, o amoroso, o patriótico. Así la canción en la calle va presentada por la pintura, por la música y por la poesía. No podrá quejarse el aficionado. Los temas cambian como la actualidad, y de este modo la profesión no tiene tiempo perdido, y la ganancia es segura. Vale más que asaltar, robar o hacer el oficio de los célebres, por ahora, Leca y Manda, dueños que fueron de la innominable Casque d'or.
Eugenie Buffet logró gran fama, hace algunos años, saliendo a cantar para los pobres; y en las calles de París recogió muy buenas cantidades, ayudada por su agradable figura, su buena voz y su