El tesoro más precioso del mundo
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El tesoro más precioso del mundo - Alfredo Gómez Cerdá
El tesoro más preciado del mundo
Alfredo Gómez Cerdá
Contenido
Portadilla
Primera parte: Antes de la función
1 Flor y Nomeacuerdo
2 Una noche en vela
3 Hace falta un narrador
4 Día D: domingo
Segunda parte: La función
Cuadro 1
Cuadro 2
Cuadro 3
Cuadro 4
Cuadro 5
Cuadro 6
Cuadro 7
Cuadro 8
Cuadro 9
Cuadro 10
Cuadro 11
Cuadro 12
Cuadro 13
Cuadro 14
Tercera parte: Después de la función
1 Aplausos
2 Una nueva función
Créditos
PRIMERA PARTE
Antes de la función
1 Flor y Nomeacuerdo
AVANZADA la primavera, por las tardes, el parque parecía una enorme rosa recién abierta. ¡Se estaba tan a gusto allí!
Los niños corrían de un lado para otro, incansables.
Los ancianos tomaban el sol y jugaban a la petanca.
Los paseos se llenaban de transeúntes y los bancos de madera, de cansados.
Un vagabundo inspeccionaba las papeleras con la esperanza de encontrar un tesoro.
Las ardillas trepaban por los troncos de los árboles ante la mirada recelosa de los mirlos.
Los patos disputaban a las carpas los pedazos de pan que algunas personas arrojaban desde la orilla del estanque, mientras los cisnes se deslizaban sobre el agua con aparente indiferencia.
El Sol jugaba al escondite entre las ramas más altas de los castaños, los arces, los magnolios y los pinos.
Fue en el parque donde se conocieron Flor y Nomeacuerdo.
Flor era una jovencita que se movía a todas partes con una enorme maleta con ruedas. En ella no llevaba ropa de ningún tipo, ni toallas, ni un neceser con peines y cepillo de dientes... No llevaba nada de lo que suele encontrarse en una maleta.
La suya estaba cargada de muñecos que ella misma confeccionaba. Primero dibujaba la figura en su mente, después en un papel y, por último, valiéndose de cualquier material, lo construía con tanto gusto como precisión. Cuando los terminaba, les enganchaba unos hilos muy finos y los convertía en marionetas.
Los sábados y domingos, cuando el parque estaba abarrotado de gente, Flor conectaba su radiocasete y ponía una música muy alegre. Luego, iba sacando a sus muñecos de la maleta y los hacía bailar con gracia.
Tenía mucho éxito y a su alrededor siempre se formaba un nutrido corro de gente, que la aplaudía y le echaba unas monedas en un sombrero de paja que ella colocaba en el suelo, boca arriba.
Nomeacuerdo era un escritor con una imaginación desbordante, pero con un serio problema: se le olvidaban las cosas. Por eso siempre llevaba una carpeta con varios cuadernos: en ellos anotaba todo lo que sentía y todo lo que veía. Y tenía que hacerlo en seguida, pues de lo contrario se le olvidaba.
Un día, después de escribir una poesía muy bonita sobre una ráfaga del viento del norte que cimbreaba la copa de unos chopos plateados que crecían en la orilla del río, observó un corro de gente en el parque. Se acercó a curiosear y descubrió a Flor haciendo bailar a sus marionetas al ritmo de la música.
Nomeacuerdo se quedó fascinado por aquellos muñecos, que danzaban con mucha gracia, pero sobre todo se quedó fascinado por aquella muchacha, que le pareció el ser más bello y delicado de la galaxia entera.
De inmediato abrió uno de sus cuadernos e, impulsado por un arrebato incontrolable, comenzó a escribir: «Su pelo es un torbellino nocturno; sus ojos, dos cometas que rasgan el firmamento; sus dientes, una muralla de perlas dentro de un mar de coral...».
Cesó la música y Flor apagó el radiocasete. Con una reverencia agradeció al público sus aplausos y recogió el sombrero de paja lleno de monedas. Como ya era tarde, comenzó a guardar sus cosas.
Entonces se fijó en Nomeacuerdo, que permanecía inmóvil frente a ella. Cuando no la miraba, escribía en el cuaderno.
–Hola –lo saludó.
–Hola –respondió Nomeacuerdo, algo turbado.
–¿Me ayudas a recoger?
–Sí, sí... claro.
Nomeacuerdo se sentía encantado de poder ayudar