Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Eurídice: Relato de una travesía
Eurídice: Relato de una travesía
Eurídice: Relato de una travesía
Libro electrónico362 páginas5 horas

Eurídice: Relato de una travesía

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

1979, París, rue de l’Ancienne Comédie. Un hombre sigue a una mujer. Sophie Lambert reconocerá difícilmente en él a Eric Tosca, el ex novio que abandonó veinte años antes y que ahora le pide cuentas. Y, sin embargo, aceptará seguirlo en el primer avión con destino a Roma. Durante tres días intentarán explicarse sobre su oscuro pasado de amantes enemigos.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento1 jul 2017
ISBN9789562606691
Eurídice: Relato de una travesía

Relacionado con Eurídice

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para Eurídice

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Eurídice - Michèle Sarde

    A Moïse

    A Marie

    MICHÈLE SARDE

    Traducción de Hugo Moreno y Adriana Valdés

    Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme Régional d’Aide à la Coédition Jules Supervielle, bénéficie du soutien de la Coopération Régionale de la France en Amérique du Sud. Ouvrage traduit avec le concours du Centre National du Livre.

    Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Coedición Jules Supervielle, cuenta con el apoyo de la Cooperación Regional de Francia en América del Sur. Obra traducida con la colaboración del Centro Nacional del Libro

    Primera edición: Histoire d’Eurydice pendant la remontée. Éditions du Seuil, 1991.

    EURÍDICE

    Relato de una travesía

    © Michèle Sarde

    © Traducción: Hugo Moreno y Adriana Valdés, 2013

    Inscripción Nº 239.480

    I.S.B.N. 978-956-260-669-1

    © Editorial Cuarto Propio

    Valenzuela Castillo 990 / Providencia / Santiago de Chile

    Tel. / fax: (56-2) 2792 6518 / 2792 6520

    www.cuartopropio.cl

    © Dedalus Editores

    Felipe Vallese 855 / Buenos Aires / Argentina

    Tel.: 0054 11 2063-2931

    www.dedaluseditores.com.ar

    Fotografía portada: Orpheus and Eurydice (detalle). Auguste Rodin (1840-1917).

    The Metropolitan Museum of Art, New York, NY, U.S.A.

    Diseño y diagramación: Rosana Espino

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Impresión: DIMACOFI

    IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

    1ª edición, marzo de 2014

    Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

    y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

    Prólogo

    Un hombre y una mujer, ambos franceses, una historia, muchos años de separación, un reencuentro —¿será un reencuentro? Unos días en Roma, en 1979, recorriendo lugares que de pronto se transforman en abismos del Hades. No es azar que el libro se llame Eurídice, ni que narre la travesía de una mujer con un hombre a quien amó, tiempo atrás. El hombre que la perdió, y que ahora quiere recuperarla.

    La historia... pero esta no es sólo un argumento, lo que sucede entre una mujer y un hombre. La historia, la historia francesa y europea del siglo recién pasado, es más que un personaje en esta novela: es lo decisivo. Qué une, qué separa a estos amantes, hay que preguntárselo a una historia que es mucho más que el argumento novelesco. Es el desastre, el fundamento oculto de una relación dolorosa y llena de equívocos, tan fatal como la muerte de la Eurídice mitológica.

    *

    Para el lector latinoamericano que siga a estos amantes, el encuentro con las complejidades de la historia de Francia entre los años cincuenta y los setenta puede ser una revelación apasionante e inesperada. Los hechos no le son desconocidos —grosso modo, la persecución de los judíos, la guerra de Argelia, están en el horizonte cultural. Los matices, los efectos sobre las personas y sobre las sociedades, tal vez nunca llegaron a nuestras tierras americanas con la fuerza suficiente, y encontramos mucho de qué sorprendernos, mucho que descubrir.

    La autora juega con los planos de la historia personal, la historia social y colectiva, el mito. Ninguno de los tres, por su propia cuenta, sería capaz de conseguir la intensidad que tiene el libro. La densidad del detalle vivido resucita los miedos, las creencias, las actitudes de una época muy cercana, y genera de soslayo una permanente, inquietante comparación con lo actual. No es nuestra sociedad, pero en ella circulan ideas que fueron o son las nuestras. No es nuestra sociedad, pero está atravesada por complejidades y tensiones que podemos reconocer, y que, por semejanza o por contraste, nos revelan las propias.

    El recorrido de ambos personajes por Roma es un encuentro con un mundo de restos: históricos, biográficos, de la memoria. Una capa tras otra se va revelando, trayendo consigo las historias individuales y los fantasmas de la historia.

    Es una novela ambiciosa, escrita en tiempo de novelas ambiciosas, que recreaban mundo para el lector. Nos enseña un mundo, en el sentido de mostrarlo y también en el de instruirnos, de darnos a conocer algo. Un mundo inquietante, en que vivíamos hasta antes de ayer y que probablemente no ha quedado, como solemos creer, sólo en pasado. Reviven las ideas, las controversias, los antagonismos, las heridas y las revanchas históricas. Los amantes de la novela van siendo separados por fuerzas que los exceden totalmente, se encuentran cada uno en una ribera distinta e inalcanzable para el otro. La tensión personal está, y se sigue apasionadamente en la lectura; pero los vericuetos del argumento son a la vez vericuetos de una historia que excede y determina en gran medida los sentimientos y los comportamientos.

    Como una pesadilla transformada en sueño, dice uno de sus críticos. Como una travesía, la de su título, llena de revelaciones y sorpresas acerca de la experiencia humana del siglo XX, y particularmente la de las mujeres en una historia, la occidental, donde se sitúan como protagonistas indispensables y transformadoras. La muda Eurídice del mito adquiere, en esta novela, su propio espacio y su propia palabra. No cuento más. No hay que echar a perder una lectura apasionante.

    *

    Michèle Sarde, profesora emérita de Georgetown University, tres veces condecorada por el gobierno francés por su extensa labor cultural, es una escritora de muchas facetas. Esta novela, nominada al Premio Goncourt cuando Éditions du Seuil la publicó en París, es, si no me equivoco, su primera novela traducida al castellano. Hay otras, entre ellas, una más reciente y juguetona, Constance et la cinquantaine (2003), por ahora desconocida en Chile. Las une un sagaz interés en las experiencias de las mujeres en el siglo XX, tan transformadas y tan decisivas. La suya, la mía, es tal vez la generación en que el cambio en la situación de las mujeres en el mundo occidental ha sido más notable y más acelerado, al recoger los frutos del trabajo de generaciones anteriores de mujeres que lograron la condición de ciudadanas, del derecho al trabajo y muchos otros que todavía están a la espera de un pleno despliegue. Cae entonces por su propio peso que Eurídice: Relato de una travesía sea publicada por la editorial Cuarto Propio, feminista desde su mismo nombre, siempre contestataria.

    No sólo en las novelas ha concentrado Michèle Sarde su reflexión acerca de las mujeres del siglo XX. Dos estudios suyos sobre las mujeres francesas han tenido amplia difusión: Regard sur les Françaises (1984), y De l’Alcôve à l’Arène: Nouveau regard sur les Françaises(publicada por Éditions Robert Laffont en 2007). A estos debe sumarse su notable biografía Colette, libre et entravée (1978), publicada luego en Londres, Nueva York y Milán, que aborda lúcidamente el tema de la creatividad en una de las escritoras más leídas en Francia en el siglo XX.

    Párrafo aparte merecen sus notables trabajos sobre Marguerite Yourcenar, que la han transformado en una autoridad mundial sobre su escritura. Vous, Marguerite Yourcenar (1995) es un libro luminoso e irresistible, a la vez biografía y estudio crítico, traducido a varios idiomas, entre ellos el castellano (Buenos Aires, 1998). A él se suma su trabajo, junto a otros estudiosos, en los cuatro volúmenes de cartas de Yourcenar publicados entre 1995 y 2007, y una obra de teatro, Yourcenar sans masque, escrita en colaboración.

    Y no son sólo las mujeres. Las persecuciones, la supervivencia (Jacques le Français), la amistad, sobre la que editó una notable antología, en fin... Imposible resulta enumerar toda su obra, y sus amplios intereses, en poco espacio. Sí es posible invitar al lector a conocerla.

    Tenemos en Michèle Sarde una gran figura intelectual. Tenemos en ella además una gran amiga de Chile, que pasa cada año varios meses silenciosamente entre nosotros, dedicada a la escritura. Esperemos que la aparición de esta novela nos lleve a conocerla mejor a ella y al fascinante mundo de sus muy diversas y siempre valiosas publicaciones.

    Adriana Valdés

    Santiago de Chile, noviembre de 2013

    Obertura

    De la Antigua Comedia

    a las Tiendas Oscuras

    París, rue de l’Ancienne-Comédie. Un hombre sigue a una mujer.

    Este hombre de cierta edad, aunque menos viejo de lo que parece, lleva bajo su impermeable un traje oscuro, correcto, sin ninguna elegancia, y una corbata gris y negra.

    Pese a las apariencias, el hombre carece de aquella falsa seguridad que suelen exhibir los seductores de raza. No tiene tampoco nada del detective privado ni del inspector de civil que sigue la pista a alguien. Y no parece un aprendiz de terrorista que podría llevar un paquete de explosivos en su portafolio marrón claro, que sujeta en todo caso de manera compulsiva.

    Son alrededor de las dos de la tarde de este martes 15 de junio de 1979, frío como un día de noviembre, y hace ya cerca de cinco horas que el hombre sigue los pasos a esta mujer infatigable; se ha adaptado a la situación. Al aproximarse a su presa, ha vuelto a encontrar la paciencia del sabueso. Ha sabido esperar. En un momento en que podría haber flaqueado, haber interrumpido esta persecución, que parece una escolta, su mirada cruza uno de esos paneles publicitarios que se han multiplicado recientemente en los muros de la capital. Los carteles representan un enorme Volkswagen con un sencillo eslogan: El verdadero genio: durar. Tienen razón los muros en ponernos en guardia contra el pecado de impaciencia; el hombre lo sabe por experiencia, y casi por oficio. Hace veinte años que persigue a esta mujer de carne y hueso, que en realidad lo arrastra, remolcándolo sin que él lo sepa. Cuando se ha esperado veinte años, se puede esperar una hora más. Al menos es lo que creía antes de sentir de pronto el agotamiento y la necesidad imperiosa de que la espera termine. Una vez más los carteles publicitarios tienen un efecto de oráculo aterrador, y agradece a Darty el despliegue en toda la ciudad de este eslogan enigmático: La confianza de nuestros clientes se lee en sus ojos.

    Imagina, cuando ella se vuelva, los ojos de la mujer que no ha visto desde hace veinte años. Veinte años de delirios y de travesías, veinte años de desiertos y de embarques, veinte años en un laberinto, y en él un hilo que es un largo cabello de mujer. Una mujer que desapareció en la historia tras haberlo abandonado.

    Por momentos, desde esta mañana, en este interminable seguimiento de un cuerpo cuyo rostro se le escapa, ha dudado de su objeto, ha dudado de que la mujer desaparecida a la que está pisando los talones sea una sobreviviente de la muchacha dorada que alguna vez había codiciado en la catedral de Chartres. En una pesadilla erótica, reiterada de vez en cuando a lo largo de los años, se encontró sodomizando un cuerpo andrógino, angustiado al no poder identificarlo. Regularmente, despertaba en el momento en que el cuerpo se daba vuelta. Tendrá que llegar a conocer el desenlace de este sueño, que tal vez no era pesadilla sino porque terminaba prematuramente en un enigma.

    Un hombre sigue a una mujer, en la calle de la Antigua Comedia, en París.

    La mujer lleva en este momento sus cuarenta años en un rostro sin maquillaje, envuelto en un pañuelo anudado detrás de la cabeza; botas sin tacón, abrigo de lana algo gastado. Acaba de atravesar la rue de l’Ancienne-Comédie a la altura del Pub y se dirige hacia el boulevard Saint-Germain. Está concentrada en la conversación que tuvo esta mañana con su director de tesis, a quien logró finalmente imponer su título: Función y simbolismo de Eurídice en las artes líricas. Trata de evaluar la dificultad de trabajar sin fuentes. Y las artes líricas circunscriben el campo del mito, que habría querido sin límites. La risa sarcástica del profesor Février aún resuena en sus oídos:

    —Pero, señora, perdón, señorita, no deje que su feminismo impenitente la lleve al juego de reescribir los mitos. Estoy convencido de que es la impaciencia amorosa la que conduce a Orfeo a transgredir el orden divino y mirar a su mujer antes de tiempo. O sencillamente la duda ante la palabra de los dioses, que conoce como perjuros e impostores. No olvide que Orfeo es más que un hombre puesto que desciende del Sol y de la Música y que es también el primer mortal que puede compararse a los dioses en su arte.

    —Pero, señor, no soy yo; es Platón quien plantea el problema de su misoginia. Sostiene incluso que, a causa de su odio de las mujeres, Orfeo no quiso volver a nacer de un vientre femenino y prefirió reencarnarse en un cisne.

    En la vitrina de Anastasia, detrás del maniquí de mimbre que luce una larga túnica violeta con dibujos de ramos amarillos y verdes sobre un pantalón de cosaco, la mujer divisa el reflejo de un rostro; le recuerda la silueta que pasaba una y otra vez detrás del vidrio del restaurante búlgaro donde conversaba hace un rato con Jean-Pierre y Catherine Dambreuse sobre aquel falócrata Antoine Février.

    En ese momento el hombre recibe en los ojos los fragmentos de porcelana que ha hecho estallar en el muro de su cuarto, hace veinte años, en el minuto que siguió al enunciado de la ruptura.

    Tiene que ser ahora. Ahora o nunca. Ahora.

    —Señorita… Señora… Permítame… Disculpe…

    El final de la frase se pierde sofocado por el ruido de una moto. Una sirena traspasa el zumbido habitual de los motores. La mujer se vuelve hacia la voz, pero solo entrevé un vientre algo prominente, un mentón poco firme de cuadragenario, una mirada fugaz bajo los anteojos, una barba. El hombre transpira bajo la llovizna, como un sátiro que reaparece en el lugar del crimen.

    —Estoy apurada, responde la mujer, después de dudar entre varias frases posibles como: No soy la que usted cree. No tengo tiempo. Váyase al diablo.

    El hombre no dice nada. La mira tan intensamente que ella vuelve un poco la cabeza pero no logra escapar a su mirada. Luego decide fijar sus ojos en él a su vez, sin moverse. Se miran.

    —¡Sophie!

    —Ya no me llamo Sophie. Lo siento. Creo que se equivoca.

    —¡Sophie! ¿Tanto he cambiado? Yo la… ¡te reconocí de inmediato!

    ¿Cómo, a partir de ese momento en que se reconocieron en una calle de París, se encontraron aquí en Roma, en este palacio-museo ruinoso? A Sophie le cuesta reconstituir el proceso. En su memoria enferma se deslizan pedazos de recuerdos mezclados con evocaciones de hace veinte años, la retrospectiva del desastre¹, los relatos y las fábulas de Eric Tosca y el minuto decisivo en que, a pesar de que tenía fe en su buen sentido, siguió hacia lo desconocido al ex novio que había abandonado veinte años antes. ¿Cómo entender lo que la había llevado a escuchar a este pretendiente de su juventud que mendigaba algunas horas para explicarse? Había sucedido todo con tanta rapidez e intensidad. Sophie Lambert y Eric Tosca comenzaron por sentarse a beber un whisky y un café en el segundo piso del Grand Cluny, en la esquina del boulevard Saint-Michel y el boulevard Saint-Germain, intercambiando frases banales, al mismo tiempo que se espiaban y sopesaban los cambios que se habían producido en los rasgos de cada uno desde su juventud.

    —¿Estás casada?

    —No. ¿Y tú?

    —No. ¿Qué estás haciendo?

    —Profesora en el programa de cooperación técnica en África. Acabo de llegar para pasar el verano aquí. ¿Y tú?

    —Oh, yo… ¡Me he convertido en un empresario rico!

    Con un gesto seco, Sophie se quita el pañuelo negro y rojo que cubría su cabeza. Evaluando fríamente la tensión de su mirada, dice:

    —Tengo el cabello más corto y más oscuro. Me tomaba mucho tiempo cuidarlo.

    Eric no reparó en la incoherencia de la afirmación. Hizo una mueca de dolor, como si hubiera sentido un deseo irreprimible de arrastrarla tirándola de su corta cabellera negra hirsuta. Se dominó, pero le hizo sentir que esta traición le parecía digna del otro. Que él podía, si quisiera, desplegar un museo de cicatrices, todas de heridas profundas que ella no había cesado de provocar antes y después de la ruptura.

    —¡Tu madre ha debido alegrarse mucho aquel día en que yo… el día en que rompimos! Sophie lo dice para distender la atmósfera.

    La sombra de Émilienne Fratoni, cual arpía antigua, con un velo negro al estilo de los países mediterráneos, había surgido entre ellos, personaje familiar, desgranando una vez más su rosario de injurias y expresando su ira mediante los chasquidos de unos collares de pacotilla.

    —Murió el año 63 de una embolia, respondió al cabo de algunos minutos. Nunca pudo soportar la pérdida de su Argelia.

    —¡Que había dejado hacía mucho tiempo, sin embargo!

    —No tiene nada que ver, replicó Eric. Dejar no es lo mismo que perder.

    Un ángel pasó. Émilienne debía haber muerto de rabia, en uno de esos excesos que la desfiguraban, pensó Sophie. Pero, pese a sus accesos de furor incontrolables y sus aullidos de poseída por los demonios, esa mujer le parecía más humana que Thérèse Lambert, madre suya, tan compuesta que podría haber ejecutado a alguien sin levantar la voz.

    Éste fue el instante que eligió Eric Tosca para iniciar la evocación de sus propios recuerdos, que él considera como de ambos al comenzar cada frase diciendo:

    —¿Recuerdas, Sophie? Cuando nos conocíamos…

    A ella le resulta irritante la formulación pero no lleva la insolencia hasta preguntarle si alguna vez se conocieron de verdad. Se esfuerza, más bien, por recordar la expresión en el rostro de Eric inclinado sobre ella en el amor. Después de todo, habían hecho el amor, este desconocido y la joven Sophie, que poco a poco se había despegado de ella, como un miembro inútil.

    ¡El primer hombre! Es el que una mujer siempre recuerda —se dice— aun mucho tiempo después de haber olvidado ya a todos los otros. Deja la marca de un llamado, un temblor, algo que se marchita secretamente en alguna parte de las profundidades de un cuerpo, aun sin memoria. Pero otros habían pasado. Tantas olas habían borrado hasta el recuerdo del recuerdo del primer abrazo.

    Estas tempestades no parecían haber afectado a Eric Tosca. Estaba intacto, como el primer día. Solo su cuerpo acusaba la edad. Cuando habla, es para defender la causa de su pasado, para llenar esos veinte años —sobre los que aún no tienen nada que decirse— con otro tiempo, más antiguo, que instala en el vacío reciente mediante un pase mágico mental, uno de sus antiguos talentos, que en aquel entonces ella llamaba su mala fe.

    No paró de hablar, Eric Tosca, frente a su vaso de whisky donde el hielo desparecía al derretirse. La época se precisa. Un olor, la calidad del aire en una tarde voluptuosa, la voz aguda de su hermano menor, la forma del vestido blanco con polisón que llevaba ella ese verano del 58 cuando había ido a visitarla a casa de la tía de Cimiez, los aretes que lucía el día de su primer encuentro en el camino de la esmeralda —prohibidos por su madre porque le parecían vulgares— y la casa blanca hacia la cual se habían dirigido, a la sombra de las palmeras, con un patio a la andaluza que se veía por la puerta entreabierta. Eric evoca, veinte años después, sentado a la mesa de mármol del Grand Cluny, un sinnúmero de detalles asociados a los años mozos de ambos, a su encuentro, a sus amores. Ella no recuerda nada. Un vacío total.

    ¿Es por eso que lo había seguido esa misma tarde hasta el aeropuerto de Roissy? ¿Para que le devuelva esa memoria que refunfuñó y no quiso soltar nada? Al comienzo la invadió un sudor frío, como a él cuando la abordó apenas una hora antes en la vereda de la rue de l’Ancienne-Comédie. ¿Inventaba él lo que contaba o sufría ella de amnesia parcial?

    Sin embargo, Niza, la tía; la que te indisponía conmigo. Por un instante, el rostro desgastado de la anciana apareció sobre la cubierta de palo de rosa deslizada bajo la mesa de juego, en medio del movimiento mecánico de manos y cartas que permitía ahogar las lágrimas. Sophie tuvo el impulso de retenerla en aquel departamento con viejos muebles recubiertos de fundas, con olor a encerrado y a aceite de oliva rancio.

    Pero Eric Tosca ya había comenzado a hablar de las ruinas romanas y los jardines de naranjos en la cumbre de Cimiez, donde habían hecho aquel paseo. Ella lo interrumpe brutalmente: ¡Deja de decir ‘recuerdas’!, sin atreverse a confesar que no ha guardado casi nada de lo que durante veinte años ha alimentado la memoria de Eric con todos esos pequeños hechos acariciados, amorosamente preservados del paso del tiempo en una suerte de naftalina.

    Sophie sintió en ese momento una especie de culpabilidad al robar a este enamorado de su juventud toda complicidad en el recuerdo, sobre la cual él tenía pretensiones legítimas. Pero ¿acaso él no le había quitado aún más? Un paño entero, pedazos de su propia vida que se habían como evaporado, que ya no identificaba cuando él los mencionaba porque otra cosa, que él había insistido en ignorar, había saturado toda su memoria.

    Después del vestido blanco con polisón y la casa donde se entreveía el patio a la andaluza, Eric Tosca hizo una pausa. Los rodeó el silencio, sin que ellos mismos lo quisieran, como en esas conmemoraciones donde se observa un minuto de silencio. La voz estridente de la telefonista les produjo un sobresalto: Llaman a la señorita Lambert. ¡Lambert..!

    Al hacer ademán de levantarse, él la mira con asombro.

    —¿Alguien sabe que estás aquí?

    Sophie se sienta.

    —¿Cómo se te ocurre? ¡Vinimos aquí por casualidad!

    Una estudiante vestida de rojo con un pañuelo gris y blanco atraviesa la sala. Se oye la voz de la telefonista en tono más bajo.

    —¿Usted es Lambert? ¿Barbara Lambert? La llaman de Beirut.

    En ese momento, Sophie recuerda que ya no se llama Lambert.

    Fue después de esa interrupción que algo en la letanía de Eric Tosca rebotó, como un llamado, en su memoria vacía, rodeada de alambre de púas, donde erraba buscando un índice que le probara que no había sido suplantada en su propio cerebro por un espíritu maligno venido de la noche de los tiempos o del espacio intersideral.

    ¡Te acuerdas, Sophie! Decías que querías una casa tal como esa, llena de higos y mandarinas, con un jardín de cipreses para enterrar a tus muertos. Tenías esa idea fija, que había que enterrar a sus muertos cerca para poder vigilarlos, para que no se escapen. A los veinte años, la idea me parecía ridícula, macabra. Pero ahora que hemos dejado todos nuestros muertos en Argelia…

    Sophie se dio cuenta de que en esa prehistoria, que creía enterrada, ya hablaba de los muertos que podían escaparse, que había que reunir en torno suyo y vigilar atentamente para que no se fueran directamente al infierno brumoso, donde serían fichados en los archivos de cenizas de una burocracia sin sentido. De pronto este clic inesperado la lleva a su propio pasado, en la época en que aún ignoraba que, para efectuar esa guardia, había que deshacerse de toda otra preocupación de retener, y que aun los recuerdos de sus amores, de sus penas, debía desatarlos de ella como sacos demasiado pesados que uno deja caer para no dificultar la huida, pues creía que el camino del exilio debe emprenderse con equipaje liviano, una memoria virgen, salvo lo esencial. Comenzó a entender entonces por qué solo le quedaba una imagen de la lejana primavera del año 58, la mirada muerta de la tía que deslizaba sus cartas como si fueran fotografías amarillentas de las que había sido desposeída, mirada fija en otro mundo encima de la mesa de juego de palo de rosa, donde se tambaleaba una reina de corazón negro.

    Y quizás por primera vez en ese instante quiso comunicar este esbozo de comprensión al viejo joven del Grand Cluny, que ni siquiera divisa los vacíos en la memoria de la bien amada reencontrada. Él ignora que su propia voz resuena todavía en el desierto, en un idioma intraducible, y toma su monólogo por un recitativo al que seguirá un coro, como en la obertura de las óperas que cantó antaño en escenarios de provincia, en la época de las colonias.

    De pronto, por primera vez desde que se sentó en la banqueta del Grand Cluny, Sophie tuvo deseos de oponerse a que Eric le rastrillara la memoria, que él debe imaginarse como un parque abandonado con hierbas silvestres que ocultan flores minúsculas o preciosas bajo el humus, o como uno de esos armarios donde cajas, álbumes, viejas maletas, paquetes mal atados, ropa polvorienta, fotos estropeadas casi cilíndricas se amontonan en total desorden con túnicas de seda intactas, abrigos de nutria y de armiño y pequeñas esmeraldas auténticas engastadas en collares de oro fino.

    No, el pasado no era un caos donde bastaría poner un poco de orden sin deshacerse de nada sino un mapa donde, dejando de lado el laberinto de los callejones sin salida, podrían tal vez descubrir senderos que les permitan al fin reencontrarse en un espacio claro del cual sus caminos los habían alejado en otro tiempo.

    Había decidido, sin embargo, de una vez por todas, que uno muere cada diez años. Y que en cada decenio un envoltorio del cuerpo se seca y cae convertido en polvo, mientras el espíritu, aligerado, rejuvenecido en su núcleo, sigue existiendo hasta la próxima etapa. Y en la etapa siguiente, otro envoltorio se marchita a su vez y lo sustituye uno nuevo. Se había comparado a la muñeca rusa que Karim le había traído de Moscú, que encierra repetidamente otra más pequeña, y ésta otra más pequeña aún, hasta la última, minúscula, vacía. O una cebolla. La cáscara que había recubierto su adolescencia se había desecho, dejando un poco de polvo como el que deja un cadáver por años después de la extinción. De pronto la asalta una duda: ¿Es este montoncito de polvo lo que le ofrece ahora el fantasma del novio que su familia burguesa le había impuesto veinte años atrás? Y ¿era realmente necesario enterrar a este sepulturero?

    En ese instante, sí, por primera vez se sintió injusta. Quizás debía concluir de la memoria del desastre —que permanecía indemne— que no basta abandonar en el camino los sacos demasiado pesados para poder seguir las piedrecillas que marcan el trayecto oscuro. Y que no basta quitarse una piel o deshacerse de una muñeca que tiene uno encima para llegar a sobrevivir y curarse del pasado.

    Eran aproximadamente las cuatro de la tarde ese martes 15 de junio de 1979 cuando sintió que aún debía hacer frente a algo de su propio pasado que Eric estaba dispuesto a restituirle, y que no sería insensato tal vez ceder a la voz tensa pero nuevamente familiar de este desconocido con anteojos que súbitamente —sin que ella supiera cómo llegó a esto— decidió implorarle:

    —¡Si partiéramos juntos, Sophie, ahora mismo, a cualquier lugar!

    —¿A cualquier lugar? ¡Te has vuelto loco!

    —Al contrario. Nunca he razonado tan claramente. Hace veinte años que espero este momento… Para explicarme, para contarte todos estos años…

    ¿Acaso fue la perspectiva de un informe de adoración que la deslumbró cuando Eric cambió de estrategia y comenzó a contarle lo que él llama tan ridículamente su búsqueda? Al punto que quiso conocer el detalle de los seguimientos, los interrogatorios, las esperas en los lugares donde ella podría haber aparecido, las consultas de archivos, las listas de militantes, de fieles, de miembros de asociaciones de toda índole, de todo lo que él mencionó de paso con tanta complacencia. ¿Fue la pura e insondable vanidad que la llevó a preguntar más sobre la aduladora búsqueda de ella misma con que él la tienta, que está tratando de venderle? ¿Qué hombre, qué otro hombre la había esperado veinte años?

    En las manifestaciones, las reuniones políticas, los cafés, las estaciones. Contó todo. Cómo forzó una noche el archivo de la Sorbona, cuántos anuncios de matrimonio fue a ver en todos los edificios municipales de París y de las principales ciudades de provincia a fin de asegurarse de que ella no se había casado antes. Y la consulta de las rúbricas necrológicas, y la correspondencia con los ministerios de Asuntos Exteriores, de Educación y de Cooperación. Y la policía. Pero la policía no comunica nada sin el consentimiento del interesado. Y la región de Niza, donde vivía la misteriosa tía que te indisponía conmigo, la había recorrido entera. Y todos estos seres que se

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1
    pFad - Phonifier reborn

    Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

    Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


    Alternative Proxies:

    Alternative Proxy

    pFad Proxy

    pFad v3 Proxy

    pFad v4 Proxy