Aire libre
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Hermann Bellinghausen
Nació en la Ciudad de México, el 17 de mayo de 1953. Poeta, periodista, cronista y ensayista de temas de carácter político y social. Ha sido director de México Indígena y de Ojarasca. Traductor del escritor brasileño Rubem Fonseca. Premio Nacional de Periodismo 1995. Colaborador de La Jornada, México Indígena, Nexos, y Ojarasca.
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Aire libre - Hermann Bellinghausen
HERMANN BELLINGHAUSEN
Aire libre
Primera edición: 2005
ISBN: 978-968-411-590-3
Edición digital: 2013
eISBN: 978-607-445-258-7
DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.
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para Julián y Ana
Lo principal era no olvidar, como lo haría Alejandro Magno, que ningún México es definitivo, ue es un lugar de paso que el mundo cruzará. Que más allá de cada México se abre otro, aún más luminoso, un México de super-colores e hiper-aromas.
Bruno Schultz, Sanatorios bajo el
signo de la clepsidra, Polonia, 1937
Índice
1. Historias de la servidumbre
Regreso al futuro
El bulto
Linterna mágica
Tíos y tías
A propósito del plumero
Contacto bajo la lluvia
Allá ellas
Pasaje
El hombre sin opiniones
2. Partidos en el jardín
Canica
El terreno
Corta temporada en ese infierno
Aire libre
Partidos en el jardín
Cerros
La pescadería de Argentina
Litoral
Menudo animal
3. Veracruz
El desembarco
La teoría del plumaje
Vuelos de noche
Piedra de afilar
Cien años son nada
Epílogo. El tren del Balsas
Polizontes del sueño
1
Historias de la servidumbre
Regreso al futuro
Vendrá el tiempo en que el sol vuelva a poner sus trapos a secar en las azoteas del horizonte interminable. Entre varillas encorvadas y caóticas penderán de un hilo calcetines y camisas, calzones, fundas, sábanas, delantales: en las jaulas, agarradas de los tendederos, pasearán sobre la piel de su apariencia de tela las líneas de la sombra. Ondeará con inocencia la bandera nacional sobre el patio amarillo de la primaria en silencio. En hora de clases.
Los cuartos añadidos a las casas, inconclusos para siempre, pintarán desnudez en los ladrillos rojos o grises que disputan a los tinacos el título de Rey Feo en el carnaval del día.
Las buganvilias, sin decoro, harán más morada la floración de jacarandas atravesada por las mil jabalinas de los cables, los postes del alumbrado público y las antenas de televisión, miríadas más tenaces que los graves ahuehuetes, ya no digamos que los sauces y el cochinero que dejan regado en banquetas y zaguanes.
El niño, prisionero de su pequeñez, contemplará la vastedad que flota encima de las calderas, los patios de las fábricas, las chimeneas de la vidriera, y la refinería de Azcapotzalco se extenderá en el confín del mundo civilizado, donde los puentes de Tacuba ya no son capaces de distinguir entre San Cosme y Clavería.
A ojo de pájaro, no importa qué pájaro, el niño conservará su capacidad de alzarse. Arcángela recogerá la suciedad de los pollos y los perros perlando su retahíla de maldiciones, para luego fumarse un Alas a escondidas, ahora que la patrona no mira.
La campana rodante del barrendero durará más que la de la parroquia dictando sus horarios a las viejas beatas que allá van, convocadas al rosario por el padre Zubiría, el mismo que cada domingo emplea medio sermón para amonestarlas por su falta de santidad, su vulgar beatitud que ninguna penitencia consigue borrar, a golpes de yo-pecador y mortificaciones sin cuento.
Volverá el sol del altiplano a llenar de pálidos azules el resplandor más transparente de que el aire tenga memoria. Muertas de risa, las vecinas francesas practicarán jardinería en traje de baño, pecosas y lindas, mientras su padre, un intelectual, toca al piano las Gimnopedias de Satie. El niño tendrá siete años, y también catorce, y todo será posible menos perder el vuelo.
Habrá tiempo de sobra. Cuando desfallezcan por hervorlos silbidos de la olla de frijoles, Arcángela desaparecerá escalera abajo rumbo a la cocina. El ferrocarril del Balsas, simultáneo, pasará invitando a Cuernavaca la carga de la cartonera y el molino de los vascos, gente blanca-blanca como el pan que fabrican y la harina que embarcan a las provincias del sur.
Irrumpirá el carro del gas arrastrando sus cadenas, y hombres de overol cubiertos de polvo gris plata cargarán tanques de veinte y treinta litros hasta las azoteas de inclemente altura, haciendo retumbar los tubos de un órgano que camina, un choque de gruesa marimba contra los barandales de las escaleras de caracol que nunca se sabe si suben o bajan.
Nada será triste o imposible. En la soledad del ave, el niño no conocerá el miedo. Sentirá el vértigo en los pies al orillarse en la cornisa segundos antes de saltar, después ya no. Arcángela desde la cocina lo llamará de regreso, con su acento arisco de Apatzingán: a dónde crees que vas, Flaco. Eustorgio el jardinero, y amor imposible de Arcángela, reirá encaramado en el andamio de su invención mientras poda el hule y la yedra. Mira pa’cá, mira pa’llá, ya tengo novio/mira pa’cá, mira pa’llá, se llama Eustorgio
, tarareará Arcángela pegada al fregadero, sin atreverse a comunicar su sentimiento al mencionado.
El niño saludará sin decir adiós, pues no se va, sólo sale a dar la vuelta. La tía Güera, pelir roja, saludará desde la terraza de su condominio cuando el niño pase frente a ella, enamorado de sus hermosos ojos de esmeralda, los más verdes que el mundo haya conocido.
Al ganar altura, el niño distinguirá los cisnes negros de los blancos en el estanque del Hipódromo de las Américas y por sus crines a los caballos que entrena Figueroa en los establos de Calzada del Conscripto. Una leve tolvanera oscurecerá las canchas de las ladrilleras de San Bartolo y la subida al Huizachal.
Cada instante seguirá naciendo. Qué fácil entonces, qué limpio y ligero. Nada quedará demasiado lejos. Miles de banderolas de todos colores