El laberinto del alma
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La protagonista de El laberinto del alma nos narra su historia en tercera persona, de forma sencilla y cercana, sin entrar en grandes disertaciones filosóficas. Nos explica los tabúes y los miedos de una mujer víctima de la violencia de género; unos sucesos constantemente silenciados —y aceptados— por una sociedad de doble moral, cuyos pilares se tambalean, y a la que le es más cómodo bajar la mirada.
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El laberinto del alma - Inmaculada Orrego Liesa
gracias.
Aurora
«A ti, quién te va a querer». Tras cada fracaso amoroso, esa frase se repetía en su cabeza. La búsqueda del amor de película le había llevado a soportar situaciones vejatorias en más de una ocasión.
Aurora provenía de una familia de clase trabajadora. A sus 52 años se mantenía en forma. En los últimos tiempos había encontrado en el deporte su tabla de salvación. Hacía un poco de todo con tal de moverse y sentirse viva; además vivía frente al gimnasio, lo que le facilitaba las cosas. Su pasión por el mundo de las motos y el fútbol la hacían algo peculiar a los ojos de los hombres, y también de las mujeres, que no entendían qué veía en eso.
Su imagen era la de una mujer fuerte, hecha a sí misma. Tenía una parte masculina muy desarrollada, de la que era consciente. Los que la conocían —que no eran demasiados— sabían que era una persona amable, cariñosa y cercana. Los años habían endulzado algo su apariencia; aun así, nunca había sido de grises: o blanco o negro, o se la amaba o se la odiaba, sin más, sin el beneficio de la duda. Ella sabía perfectamente que causaba esa percepción en la gente; pero, más allá de molestarle, la utilizaba como mecanismo de defensa: el que no se acerca no puede decepcionar, y mucho menos herir.
Antes, sus amistades la llamaban «la zascas», por su tajante costumbre de decir las cosas como las sentía. Aunque en los últimos años había hecho un trabajo personal bastante intenso para mitigar ese instinto básico que hacía que lo que pensaba pasara directamente del estómago a la boca, sin filtro, creía firmemente en el derecho adquirido a no ser hipócrita ante ninguna situación, fuera quien fuera quien estuviese delante. Por eso, algunos la temían cuando abría la boca. Con el tiempo también iba aprendiendo que las formas —aún con toda la razón en sus manos— no debían perderse, que con ello no dejaba de ser honesta consigo misma.
La vida la había hecho fuerte. Transmitía una coraza que, aunque físicamente era una mujer que llamaba la atención, raro era el hombre que se le acercaba. Gustaba de llevar tacones y vestir de una manera sutilmente provocativa. Ello le daba una seguridad aparente. Más de una vez, esa mujer fogosa en el amor, capaz de darlo todo a cambio de nada, se había topado con hombres que estaban muy por debajo de sus cualidades… en busca de la caricia perdida, de migajas que en los últimos tiempos había aprendido a rechazar. Ahora, intentaba quererse más a sí misma, y ya no vivía la soledad como una enemiga, sino como la aliada que hace que encontremos a nuestro verdadero yo, con sus ángeles y sus demonios.
Unos años antes, había bajado a sus propios infiernos, buscando esas piezas del puzle que faltaban en su consciente, pues había largos periodos de tiempo de su biografía que no lograba recordar. Ella sabía que para poder salir del averno es imprescindible encontrar el agujero por donde nos hemos colado, enfrentándonos a nuestros miedos y a nuestras carencias para lograrlo. Observar de cara la verdad desnuda, nuestras miserias, da pavor, pero es la única manera de resurgir cual ave fénix, hacia el camino adecuado y con herramientas nuevas.
En el fondo, Aurora era una persona vulnerable, sensible y entusiasta, sumamente generosa con quienes habían sido capaces de traspasar su blindaje. Su inseguridad hacía que necesitara la aceptación de los demás.
A nivel laboral, sus valiosas aptitudes comunicativas le habían permitido conseguir todo aquello que se proponía. La lectura le había dado mucha soltura en el verbo, y podía adecuar su léxico al individuo que tuviera enfrente. Por eso, junto a su capacidad camaleónica de adaptación a cualquier situación, se había convertido en alguien que no temía nada a la hora de buscarse la vida.
De lengua suelta, solía llamar a las cosas por su nombre. No se cortaba en usar algún que otro improperio si era necesario. Es más, creía que un buen «coño» en medio de una frase daba cierto aire literario.
Cuando era pequeña, cualquiera podría haberla confundido con una niña de etnia gitana. Ese matiz siempre le hizo gracia y le gustaba, ya que veía a esas mujeres con un halo de misterio, con una belleza salvaje y cautivadora.
Se había alisado el pelo para paliar el aspecto de leona que le daba su natural mata, negra y rizada —que siempre había sido su sello de identidad—, por lo que en innumerables situaciones la habían confundido con una mujer de origen latino; colombiana, brasileña… tal era su aspecto, algo exuberante, cuando se arreglaba para salir a bailar.
Sus ojos eran negros y brillantes, sobre todo cuando hablaba de cosas que le apasionaban. Sus carnosos labios dibujaban una bonita sonrisa que exhibía unos dientes blancos, perfectamente alineados, y sus marcados pómulos perfilaban el contorno de un rostro terso y sin arrugas. Le encantaba lavarse la cara con agua y jabón, para después hidratarla con una capa fina de crema Nivea para las manos, la de la lata azul de toda la vida.
Unas piernas finas y trabajadas por el gimnasio le daban ese aire esbelto que le había acompañado toda su vida; desde su prematuro desarrollo, ya que a los 8 años la naturaleza había querido que pasara de niña a mujer. Además, sus pechos firmes todavía desafiaban a la ley de la gravedad. Por todo ello, tenía un aspecto de mujer joven, aunque no lo fuera, y solían echarle diez años menos, aunque nunca ocultaba su edad.
Llevaba unos cuantos tatuajes en su cuerpo. Cada uno simbolizaba una victoria, porque cada vez que su vida daba un cambio importante se veía en la necesidad de grabarlo a tinta en su piel: algunos, en lugares de difícil acceso, solo al alcance de unos pocos; otros, más visibles, transmitían su fortaleza.
Como ella solía decir, era un animal de costumbres. Sin su ducha matutina, no era nadie. Pulía ese olor a limpio con unas gotitas de Poison de Dior; aroma que la caracterizaba, dejando rastro por donde hubiera pasado. En algunas épocas había tenido que recurrir a imitaciones baratas por falta de recursos, pero aun así nunca había renunciado a su esencia, ni en los peores momentos. Con el eyeliner se dibujaba una raya sobre los ojos para dar más vida a su mirada, después añadía un toque de brillo a sus labios —ritual que cambiaba cuando salía de noche, y los realzaba con un carmín granate oscuro—.
Tras el ritual de rigor, se tomaba la pastilla para la hipertensión —herencia de su primer embarazo— y una aspirina infantil que le habían prescrito de por vida. Escogía cuidadosamente su indumentaria según su estado de ánimo, pero siempre con la premisa de sentirse bella, cumpliendo la promesa que se había hecho a sí misma desde hacía un tiempo. A menudo, la complementaba con zapatos de tacón, que calzaba con total naturalidad y dominio, lo que le daba esa sensación de empoderamiento y seguridad que estaba aprendiendo a presentar.
Pero no siempre había podido ser así, pues ella había nacido al final de la época franquista, cuando la sociedad española se balanceaba entre un dictador decrépito y una monarquía sumisa que agazapada esperaba tomar las riendas del cortijo, para resurgir en salvadora de una ciudadanía cansada de no poder avanzar en libertades y que la acogió como un mal menor.
Mario, su padre, tornero de profesión, era hijo de inmigrantes y había llegado a Barcelona a los 13 años, junto a su padre y a sus dos hermanos. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que era gitano: moreno, de estatura media y con mucho pelo en el pecho. Aquel hombre robusto, fuerte y no demasiado cultivado, en su juventud había sido boxeador profesional. Aurora recordaba perfectamente cómo, cuando era pequeña, con él veía boxeo en la televisión, en blanco y negro. Era un hombre trabajador, familiar, buena persona… con conciencia de clase. Ya de mayor estudió en la Escuela Industrial de Barcelona para sacarse el título de tornero y fresador.
El padre de Mario era extremeño y guardia civil caminero. Durante la postguerra, había estado en la cárcel. Antes de que lo encarcelaran, enseñaba a leer y escribir a chavales del pueblo; a todos, menos a su hijo, quien sin que su padre se enterara escuchaba a escondidas, y así aprendió a leer.
Mario y sus hermanos, huérfanos de madre a temprana edad, cuando llevaron a su padre a presidio, se quedaron solos: él, con 6 años, junto a su hermana de 8, y a su hermano de 4. Les contaba que su madre —la abuela de Aurora— provenía de una familia rica de Zaíno, propietarios de un casino, y que la desheredaron por casarse con un rojo. Así que, cuando encerraron a su padre se vieron desamparados, con el único apoyo de su abuela paterna: una señora pequeña y encorvada envuelta en luto perpetuo por el fallecimiento de familiares que se pasaban el testigo, que se dedicaba a encalar casas de ricos a cambio de unas perras. Les explicaba que, como no tenían dinero, solía caminar descalzo, llevando sus zapatos atados por los cordones y colgados al hombro, reservándolos para momentos especiales.
Lo que Aurora más recordaba de su padre eran frases categóricas que le había repetido hasta la saciedad con el fin de que las recordara siempre; frases que a buen seguro habían marcado su vida, ya que, a fuerza de repetirlas, se habían quedado grabadas en su subconsciente: «Recuerda siempre que eres hija de un obrero», «En la vida, paso corto, vista larga y mala hostia»… Le trasmitió la idea de que todo el que tiene que madrugar para subsistir es un obrero; algo que olvidaron aquellos que, en la crisis del ladrillo, aun soñaban ser pequeños burgueses y, cuando despertaron del letargo, se vieron despojados de sus bienes, engordando a una banca demoledora y despiadada, protegida por un Estado impávido ante la situación. A ella, aquellas frases también le sirvieron para no caer en la trampa del consumo desmedido, creyendo que la miseria estaba fuera de su alcance, pues el sentimiento de «pobreza» estaba en su ADN.
Su madre, la mayor de cuatro hermanos, en su juventud había sido una mujer increíblemente guapa: de pelo negro con media melena peinada al estilo de la época, de tez clara, con una fina nariz y un cutis cuidado, de mediana estatura y piernas delgadas. Tenía una voz melodiosa. Transmitía una esencia de clase por su manera de vestir, siempre adecuada, lo que le acompañó el resto de su vida. Juana no iba sin pintarse y arreglarse ni a comprar el pan. Honesta y educada en aquella época, había heredado la soltura en la cocina de su madre. No tenía estudios superiores, aunque a su padre le habría gustado. De joven trabajó en el bar de su padre, Manuel, que ostentaba de dueño, pero jamás había lavado un vaso.
Manuel, militar retirado, hijo —según le gustaba presumir— de la Villa de Binefar, un pueblo de la provincia de Huesca que le vio nacer, acabó siendo director de una agencia de seguros. Era un señor en el amplio sentido del término: siempre vestido