La mujer del césar
()
Información de este libro electrónico
José María de Pereda
José María de Pereda (Polanco, 1833-Santander, 1906) pasó la mayor parte de su vida en Cantabria, espacio al que se vincula profundamente su obra literaria. Estudiante irregular, en 1852 se trasladó a Madrid para intentar el ingreso en Artillería, pero se sintió más atraído por la animada vida de la capital. Regresó a Santander en 1855 y empezó a colaborar en la prensa local y a escribir, sin demasiado éxito, obras teatrales. Su trayectoria se inicia con Escenas montañesas (1864), que le abrió las puertas de los periódicos madrileños y el contacto con escritores a nivel nacional. A principios del decenio de 1870 fue diputado carlista en Cortes, aunque acabaría regresando una vez más a Santander, donde sostuvo desde entonces una actividad literaria reconocida (El sabor de la tierruca, 1882; Sotileza, 1885, entre otras novelas suyas), con una reputación que se situó solo por debajo de las de Valera o Galdós. El suicidio de uno de sus hijos en 1893 lo marcó profundamente: tras completar con gran dificultad Peñas arriba (1895), escribió muy poco más. Fue miembro de la Real Academia Española desde 1896.
Lee más de José María De Pereda
La puchera Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesObras - Colección de José María de Pereda: Biblioteca de Grandes Escritores Calificación: 4 de 5 estrellas4/5De tal palo, tal astilla Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesOros son triunfos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSuun Cuique Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDe tal palo, tal astilla Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPedro Sánchez Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl sabor de la tierruca Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPachín González Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSotileza Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPeñas arriba Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNubes de estío Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTipos trashumantes: cróquis á pluma Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa montálvez Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesBlasones y talegas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos Hombres de Pro Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTipos trashumantes Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEscenas Montañesas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos hombres del pro Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Relacionado con La mujer del césar
Libros electrónicos relacionados
Diario de un loco Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEpisodios nacionales I. Napoleón en Chamartín Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDoña Perfecta Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa ternura de caníbal Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSotileza Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl collar de la reina Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesÚltimo día de un condenado a muerte Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesColección integral Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Louisa May Alcott Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl mundo perdido Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesFígaro (Artículos selectos) Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMiguel Strogoff Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones7 mejores cuentos de Alberto Leduc Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPipá Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Colección de Robert Louis Stevenson: Clásicos de la literatura Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTristana Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEpisodios nacionales III. La campaña del Maestrazgo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRinconete y Cortadillo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos bandidos del Sahara Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLas afinidades electivas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesViaje al centro de la Tierra Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Robert L. Stevenson Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos hijos del capitán Grant Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesComedias: El remedio en la desdicha; El mejor alcalde, el rey Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAguas primaverales Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl lobo de mar Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNovelistas Imprescindibles - Jane Austen Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa gloria de don Ramiro una vida en tiempos de Felipe segundo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa verdadera historia del cautiverio y restitución de la señora Mary Rowlandson Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesFlor de mayo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Clásicos para usted
Meditaciones Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Principito: Traducción original (ilustrado) Edición completa Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Viejo y El Mar (Spanish Edition) Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El Arte de la Guerra - Ilustrado Calificación: 4 de 5 estrellas4/5To Kill a Mockingbird \ Matar a un ruiseñor (Spanish edition) Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los 120 días de Sodoma Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El Yo y el Ello Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La Divina Comedia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Arte de la Guerra Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El libro de los espiritus Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Don Quijote de la Mancha Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El lobo estepario Calificación: 4 de 5 estrellas4/5EL PARAÍSO PERDIDO - Ilustrado Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Las 95 tesis Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La montaña mágica Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El leon, la bruja y el ropero: The Lion, the Witch and the Wardrobe (Spanish edition) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Crimen y castigo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La Ilíada y La Odisea Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Poemas de amor Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Orgullo y Prejuicio Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La Política Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El Corán Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El cuervo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Obras Completas Lovecraft Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El sobrino del mago: The Magician's Nephew (Spanish edition) Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El extranjero de Albert Camus (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La interpretación de los sueños Calificación: 4 de 5 estrellas4/5EL Hombre Mediocre Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La vuelta al mundo en ochenta días: Clásicos de la literatura Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Lo que el viento se llevó Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Categorías relacionadas
Comentarios para La mujer del césar
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
La mujer del césar - José María de Pereda
CESAR
LA MUJER DEL CESAR
I
No se necesitaba ser un gran fisonomista para comprender, por la cara de un hombre que recorría a cortos pasos la calle de Carretas de Madrid, en una mañana de enero, que aquel hombre se aburría soberanamente; y bastaba reparar un instante en el corte atrasadillo de su vestido, chillón y desentonado, para conocer que el tal sujeto no solamente no era madrileño, pero ni siquiera provinciano de ciudad. Sin embargo, ni de su aire ni de su rostro podía deducirse que fuera un palurdo. Era alto, bien proporcionado y garboso, y se fijaba en personas y en objetos, no con el afán del aldeano que de todo se asombra, sino con la curiosidad del que encuentra lo que, en su concepto, es natural que se encuentre en el sitio que recorre, por más que le sea desconocido.
Praderas de terciopelo, bosques frondosos, arroyos y cascadas, rocas y flores, eran las galas de su país. Nada más natural que fuesen las grandes vidrieras y los caprichos de las artes suntuarias el especial ornamento de la capital de España, centro del lujo, de la galantería y de los grandes vicios de toda la nación.
Este personaje, que debía llevar ya largas horas vagando por las aceras que comenzaban a poblarse de gente, miraba con impaciencia su reloj de plata, bostezaba, requería los anchos extremos de la bufanda con que se abrigaba el cuello, y tan pronto retrocedía indeciso como avanzaba resuelto.
En una de éstas, bajó a la Puerta del Sol y comenzó a mirar en todas direcciones, como quien se halla en un país enteramente desconocido. Al cabo, preguntando a unos y consultando a otros, llegó a la calle del Príncipe y entró en un espacioso portal, cuya elegante escalera subió rápido. Llamó a la puerta del primer piso, y atravesando alfombrados corredores con la desenvoltura propia del que ni los envidia ni los necesita, llegó a un ancho salón cubierto de maravillas de lujo, y allí se detuvo, vacilante, unos momentos. El silencio que reinaba en la habitación y la escasa luz que penetraba por los pesados cortinajes, cortaron evidentemente sus bríos.
En tal situación de ánimo, se dejó caer en una butaca, junto a un velador sobrecargado de dijes y papeles.
Mientras manoseaba maquinalmente algunos de éstos, comenzó a recorrer la estancia con la vista, más avezada ya a la oscuridad que le envolvía...
Y aquí caigo yo en la cuenta de que voy dando a este mozo cierto aire siniestramente misterioso, que así cuadra a su carácter como a un santo una pistola, y de que esto me obliga a poner las cosas en su punto antes que las sospechas del lector lleguen adonde no deben de llegar.
Al efecto, con esa virtud maravillosa, inherente al novelista libre, voy a hacer que mi hombre piense recio; recurso precioso que ha engendrado el monólogo y el aparte en el teatro, merced a lo cual se entera del más recóndito pensamiento de un personaje el espectador más sordo, sin que de él se percaten sus más inmediatos interlocutores.
Y manoseando papeles el de la bufanda, cayéronsele dos al suelo; y cediendo a esa tentación que no es propia exclusivamente de las mujeres, sino también de los hombres cuando nadie los ve, después de recogerlos sobre la alfombra leyó en uno de ellos:
—...»Por un aderezo de oro y perlas... ea... tor... ce mil... «¡Qué barbaridad! Y luego en el otro:
—...»Por dos cortes de vestido... siete mil cuatrocien... «¡Ave María Purísima!
(Esto ya lo dijo plegando las cuentas y dejándolas sobre el velador): —He aquí dos despilfarros que harían feliz a una familia pobre... ¡Desventurado Carlos! A este paso no te bastan las minas del Potosí.
Después volvió a pasear su vista por la habitación.
—Naturalmente —pensó—: a tal templo, tales vestiduras... ¡Y si fuera esto solo! —continuó, llevando sus meditaciones a otra parte—; ¡si fuera esto solo lo que me hormiguea en el alma! Pero anoche, aquellas horas de venir a casa, sola, peor que sola, con ese mequetrefe extraño... su intimidad con él; la indiferencia de ambos hacia el marido... la impasibilidad
de éste... ¿Podrá llegar la moda a justificar tales hechos?... De todas maneras, Carlos no es tonto; yo no he tenido tiempo de hablar con él todavía... En fin, ello dirá —exclamó muy recio, levantándose y mirando su reloj—. ¡Canastos! —murmuró—; las diez y media ya, y nadie resuella en esta casa. Pues dígote que andarán bien servidos tus litigantes... Por vida de... ¡Carlos!... ¡Carlitos!... (Esto lo gritaba acercándose a una de las puertas inmediatas.)
Entonces, bajo las colgaduras que la asombraban, apareció, envuelto en perezosa bata, un hombre de regular estatura, de rostro bello, aunque muy pálido y ojeroso, coronado por una frente ancha y bien delineada, sobre la que caían, en elegante y natural desorden, algunos mechones de cabellos negros y lustrosos.
—¡Querido Ramón! —exclamó tendiendo los brazos al que le llamaba.
—¡Acabaras de levantarte, caramba! —dijo el llamado Ramón, correspondiendo con igual expresión de cariño.
—¡Cómo qué!... Si hace dos horas que estoy en mi despacho.
—Pero durmiendo.
—Alegando, si te parece.
—Que para el caso es igual; porque si tú no dormías, dormiría Isabel.
—Eso sí que no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Como que duerme ahí en frente, y a las horas que mejor le parecen.
—Y viva la autonomía, como ahora se dice. Pues, hombre, sábete que por respetos a ella no entré a sacarte de entre sábanas. Figúrate que me levanté a las siete, porque la cama nueva, aunque sea de blandas plumas, siempre se extraña, además de que yo soy, por hábito, madrugador; en seguida me eché a la calle, y he recorrido la mayor parte de las de la capital, y me he extraviado en la mitad de ellas; he visto cuanto puede verse de balde en Madrid, en tres horas de incesante movimiento; me he aburrido mucho; he vuelto a casa... y aquí me tienes —añadió Ramón, mirando con extraña curiosidad la cara de su interlocutor.
—¡Pobre montañesuco! —exclamó Carlos riendo—; ¿con que no te divierte Madrid por la mañana?
—Ni tampoco por la noche —respondió Ramón intencionalmente, buscando nuevos puntos de vista a la cara de Carlos.
—Ya se ve, como no se parece a nuestro pueblo...
—Por desgracia...
—Pero, ¿qué diablos miras con tanto empeño? —preguntó Carlos, chocándole la curiosidad de Ramón.
—¿Quieres hacerme el favor —replicó éste muy serio—, de abrir una de esas vidrieras que dan a la calle?
—¿Para qué?...
—Para que entre la luz... No me arreglo bien con las medias tintas.
Carlos complació a Ramón, y volvió a sentarse a su lado. Entonces éste, aprovechándose de la claridad que inundaba la sala, miró a su sabor la cara del primero, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.
—Carlos —exclamó alarmado—, anoche, medio aturdido aún con el zarandeo del viaje, y a la luz artificial, no pude darme cuenta de tu fisonomía; pero ahora veo por ella... que no estás bueno...
—¡Ave María! —respondió Carlos esforzándose por sonreír—. Te ciega tu cariño de hermano.
—No, ¡vive Dios!... Y es que sin duda trabajas demasiado.
—Te aseguro que me sobra salud.
—Yo insisto en que te falta mucha de la que tenías. Mira, Carlos, que en la posición que ocupas, jamás te perdonaría, ni tampoco Dios, que te afanases por ahorrar algunos maravedís... Verdad es que gastas largo y tendido; pero tu mujer es rica.
—Y en tu concepto, ¿esa razón me excusa de trabajar?
—De matarte trabajando, sí...