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Amistad funesta - José Martí
Martí
Martí, José
Amistad funesta
Colección Narrativa
Imagen de portada: Mujer sentada en un sillón de mimbre, Thomas Pollock Anshutz
Diagramación: Libros Móviles
www.librosmoviles.com
Todos los derechos reservados para esta edición electrónica
©Libros Móviles 2015
A Adelaida Baralt
De una novela sin arte
La comisión ahí le envío:
¡Bien haya el pecado mío,
Ya que a Ud. le deja parte!
Cincuenta y cinco fue el precio:
La quinta es de Ud.: la quinta
de cincuenta y cinco, pinta
Once, si yo no soy necio.
Para alivio de desgracias
¡Sea!: de lo que yo no quiero
Aliviarme es del sincero
Deber de darle las gracias.
JOSÉ MARTÍ
Proemio
Quien ha escrito esta noveluca, jamás había escrito otra antes, lo que de sobra conocerá el lector sin necesidad de este proemio, ni escribirá probablemente otra después. En una hora de desocupación, le tentó una oferta de esta clase de trabajo: y como el autor es persona trabajadora, recordó un suceso acontecido en la América del Sur en aquellos días, que pudiera ser base para la novela hispanoamericana que se deseaba, puso mano a la pluma, evocó al correr de ella sus propias observaciones y recuerdos, y sin alarde de trama ni plan seguro, dejó rasguear la péñola, durante siete días, interrumpido a cada instante por otros quehaceres, tras de los cuales estaba lista con el nombre de «Amistad funesta» la que hoy con el nombre de Lucía Jerez, sale nuevamente al mundo. Ni es más, ni es menos. Se publica en libro, porque así lo desean los que sin duda no lo han leído. El autor, avergonzado, pide excusa. Ya él sabe bien por dónde va, profunda como un bisturí y útil como un médico, la novela moderna. El género no le place, sin embargo, porque hay mucho que fingir en él, y los goces de la creación artística no compensan el dolor de moverse en una ficción prolongada; con diálogos que nunca se han oído, entre personas que no han vivido jamás. Menos que todas, tienen derecho a la atención novelas como ésta, de puro cuento, en las que no es dado tender a nada serio, porque esto, a juicio de editores, aburre a la gente lectora; ni siquiera es lícito, por lo llano de los tiempos, levantar el espíritu del público con hazañas de caballeros y de héroes, que han venido a ser personas muy fuera de lo real y del buen gusto. Lean, pues, si quieren, los que lo culpen, este libro; que el autor ha procurado hacerse perdonar con algunos detalles; pero sepan que el autor piensa muy mal de él. Lo cree inútil; y lo lleva sobre sí como una grandísima culpa. Pequé, Señor, pequé, sean humanitarios, pero perdónenmelo.
Señor: no lo haré más.
Yo quiero ver al valiente que saca de los [...] una novela buena.
En la novela había de haber mucho amor; alguna muerte; muchas muchachas, ninguna pasión pecaminosa; y nada que no fuese del mayor agrado de los padres de familia y de los señores sacerdotes. Y había de ser hispanoamericano.[...] Juan empezó con mejores destinos que los que al fin tiene, pero es que en la novela cortó su carrera cierta prudente observación, y hubo que convertir en mero galán de amores al que nació en la mente del novelador dispuesto a mas y a más altas empresas (grandes) hazañas.
Ana ha vivido, Adela también. Sol ha muerto [...].
Y Lucía, la ha matado. Pero ni a Sol ni a Lucía ha conocido de cerca el autor. A don Manuel, sí, y a Manuelillo y a doña Andrea así como a la propia directora.
Capítulo I
Una frondosa magnolia, podada por el jardinero de la casa con manos demasiado académicas, cubría aquel domingo por la mañana con su sombra a los familiares de la casa de Lucía Jerez. Las grandes flores blancas de la magnolia, plenamente abiertas en sus ramas de hojas delgadas y puntiagudas, no parecían, bajo aquel cielo claro y en el patio de aquella casa amable, las flores del árbol, sino las del día, ¡esas flores inmensas e inmaculadas, que se imaginan cuando se ama mucho! El alma humana tiene una gran necesidad de blancura. Desde que lo blanco se oscurece, la desdicha empieza. La práctica y conciencia de todas las virtudes, la posesión de las mejores cualidades, la arrogancia de los más nobles sacrificios, no bastan a consolar el alma de un solo extravío.
Eran hermosas de ver, en aquel domingo, en el cielo fulgente, la luz azul, y por entre los corredores de columnas de mármol, la magnolia elegante, entre las ramas verdes, las grandes flores blancas y en sus mecedoras de mimbre, adornadas con lazos de cinta, aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo: Adela, delgada y locuaz, con un ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo de su traje de seda crema; Ana, ya próxima a morir, prendida sobre el corazón enfermo, en su vestido de muselina blanca, una flor azul sujeta con unas hebras de trigo; y Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, «porque no se conocía aun en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor negra!».
Las amigas cambiaban vivazmente sus impresiones de domingo. Venían de misa; de sonreír en el atrio de la catedral a sus parientes y conocidos; de pasear por las calles limpias, esmaltadas de sol, como flores desatadas sobre una bandeja de plata con dibujos de oro. Sus amigas, desde las ventanas de sus casas grandes y antiguas, las habían saludado al pasar. No había mancebo elegante en la ciudad que no estuviese aquel mediodía por las esquinas de la calle de la Victoria. La ciudad, en esas mañanas de domingo, parece una desposada. En las puertas, abiertas de par en par, como si en ese día no se temiesen enemigos, esperan a los dueños los criados, vestidos de limpio. Las familias, que apenas se han visto en la semana, se reúnen a la salida de la iglesia para ir a saludar a la madre ciega, a la hermana enferma, al padre achacoso. Los viejos ese día se remozan. Los veteranos andan con la cabeza más erguida, muy luciente el chaleco blanco, muy bruñido el puño del bastón. Los empleados parecen magistrados. A los artesanos, con su mejor chaqueta de terciopelo, sus pantalones de dril muy planchado y su sombrerín de castor fino, da gozo verlos. Los indios, en verdad, descalzos y mugrientos, en medio de tanta limpieza y luz, parecen llagas. Pero la procesión lujosa de madres fragantes y niñas galanas continúa, sembrando sonrisas por las aceras de la calle animada; y los pobres indios, que la cruzan a veces, parecen gusanos prendidos a trechos en una guirnalda. En vez de las carretas de comercio o de las arrias de mercaderías, llenan las calles, tirados por caballos altivos, carruajes lucientes. Los carruajes mismos, parece que van contentos, y como de victoria. Los pobres mismos, parecen ricos. Hay una quietud magna y una alegría casta. En las casas todo es algazara. Los nietos ¡qué ir a la puerta, y aturdir al portero, impacientes por lo que la abuela tarda! Los maridos ¡qué celos de la misa, que se les lleva, con sus mujeres queridas, la luz de la mañana! La abuela, ¡cómo viene cargada de chucherías para los nietos, de los juguetes que fue reuniendo en la semana para traerlos a la gente menor hoy domingo, de los mazapanes recién hechos que acaba de comprar en la dulcería francesa, de los caprichos de comer que su hija prefería cuando soltera, qué carruaje el de la abuela, que nunca se vacía! Y en la casa de Lucía Jerez no se sabía si había más flores en la magnolia, o en las almas.
Sobre un costurero abierto, donde Ana al ver entrar a sus amigas puso sus enseres de coser y los ajuares de niño que regalaba a la Casa de Expósitos, habían dejado caer Adela y Lucía sus sombreros de paja, con cintas semejantes a sus trajes, revueltas como cervatillos que retozan. ¡Dice mucho, y cosas muy traviesas, un sombrero que ha estado una hora en la cabeza de una señorita! Se le puede interrogar, seguro de que responde: ¡de algún elegante caballero, y de más de uno, se sabe que ha robado a hurtadillas una flor de un sombrero, o ha besado sus cintas largamente, con un beso entrañable y religioso! El sombrero de Adela era ligero y un tanto extravagante, como de niña que es capaz de enamorarse de un tenor de ópera: el de Lucía era un sombrero arrogante y amenazador; se salían por el borde del costurero las cintas carmesíes, enroscadas sobre el sombrero de Adela como una boa sobre una tórtola: del fondo de seda negro, por los reflejos de un rayo de sol que filtraba oscilando por una rama de la magnolia, parecían salir llamas.
Estaban las tres amigas en aquella pura edad en que los caracteres todavía no se definen: ¡ay, en esos mercados es donde suelen los jóvenes generosos, que van en busca de pájaros azules, atar su vida a lindos vasos de carne que a poco tiempo, a los primeros calores fuertes de la vida, enseñan la zorra astuta, la culebra venenosa, el gato frío e impasible que les mora en el alma!
La mecedora de Ana no se movía, tal como apenas en sus labios pálidos la afable sonrisa: se buscaban con los ojos las violetas en su falda, como si siempre debiera estar llena de ellas. Adela no sin esfuerzo se mantenía en su mecedora, que unas veces estaba cerca de Ana, otras de Lucía, y vacía las más. La mecedora de Lucía, más echada hacia adelante que hacia atrás, cambiaba de súbito de posición, como obediente a un gesto enérgico y contenido de su dueña.
-Juan no viene: ¡te digo que Juan no viene!
-¿Por qué, Lucía, si sabes que si no viene te da pena?
-¿Y no te pareció Pedro Real muy arrogante? Mira, mi Ana, dame el secreto que tú tienes para que te quiera todo el mundo: porque ese caballero, es necesario que me quiera.
En un reloj de bronce labrado, embutido en un ancho plato de porcelana de ramos azules, dieron las dos.
-Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan no viene-y se levantó Lucía; fue a uno de los jarrones de mármol colocados entre cada dos columnas, de las que de un lado y otro adornaban el sombreado patio; arrancó sin piedad de su tallo lustroso una camelia blanca, y volvió silenciosa a su mecedora, royéndole las hojas con los dientes.
-Juan viene siempre, Lucía.
Asomó en este momento por la verja dorada que dividía el zaguán de la antesala que se abría al patio, un hombre joven, vestido de negro, de quien se despedían con respeto y ternura uno de mayor edad, de ojos benignos y poblada barba, y un caballero entrado en largos años, triste, como quien ha vivido mucho, que retenía con visible