Metanoia
Por Dioni Arroyo
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través de ella, conocerá el devenir de los tiempos y se verá envuelto en una vorágine en la que deberá luchar para salvar su vida.
En un mundo en el que la civilización se desmorona y la era glacial avanza por culpa de quienes manipulan el tiempo, solo el amor les permitirá comprender el alcance de los cambios.
Metanoia refleja el deseo de transformación interior, la posibilidad de cambiar de rumbo por el bien de una sociedad cada vez más violenta. Metanoia, es además, una historia de suspense, una brutal persecución que nos mostrará la capacidad humana para sobreponernos al dolor, y al anhelo de alcanzar el mejor de los futuros posibles.
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Metanoia - Dioni Arroyo
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EDITORIAL
CV_.psdcover_2.psdTítulo: Metanoia.
© 2021 Dioni Arroyo Merino.
© Diseño Gráfico y cubiertas: nouTy.
Director de colección y editor: JJ. Weber.
Colección: Volution.
Primera edición abril 2012
Segunda edición marzo 2013
Tercera edición mayo 2021
Derechos exclusivos de la edición.
© nou editorial 2021
ISBN: 978-84-17268-61-9
Edición digital julio 2021
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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Dedicado a todos aquellos que, sigilosamente,
entregan sus vidas para que podamos disfrutar
del mejor de los futuros posibles.
Y con mucho cariño, dedicado especialmente a Mónica,
que siempre ha creído en mí y he recibido su apoyo
como la más firme de las esperanzas.
METANOIA: cambiar de pensamiento.
Gran cambio personal ante la llamada a la conversión. Reforzar la importancia del cambio, que no tiene vuelta atrás. Cambio unido al compromiso de afiliación y al compromiso de mejora de la organización.
«Psicología Social de las Organizaciones.»
Ed. Dykinson 2004.
Del griego metanoien, Meta, más allá y Nous, de la mente. Significado literal del griego, denota una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra dirección.
Wikipedia.
Y el mundo, tal como lo concebíamos, se estaba acabando…
No era nada nuevo ni nada bueno para nadie, pero la evidencia de que lo que ocurría era real, estremeció a una humanidad descreída y decepcionada, consciente de que era el final, o tal vez para una minoría, solo el fin del principio. El principio de una nueva esperanza sobre un planeta sucio y oscuro, pero que deseaba y se merecía una nueva oportunidad.
Ajenos a los anhelos de los hombres, se habían reunido los presidentes de los Estados Unidos, la señora Gladys Gutiérrez Ortega y de la Unión Europea, el señor Mohamed Hussein Ibn Mussa, coincidiendo con el Quinto Aniversario de la disolución de las Naciones Unidas. El objeto del encuentro, era concretar por dónde debían discurrir las nuevas reformas, sintiéndose todavía representantes de todos los hombres, de una sociedad planetaria que no se sentía representada por nadie y menos por ellos, potencias decadentes de un periodo histórico que solo certificaban sus intenciones de seguir dirigiendo los destinos humanos como habían hecho durante décadas. Hablaron largas horas de la crisis, de aquella crisis que iba a ser breve pero que llevaba más de dos lustros castigando las economías del mundo, y de las nuevas superpotencias, hasta hace poco países emergentes, que eran realmente las que dominaban el nuevo escenario de un planeta cada vez más caótico y peligroso, donde todo empezaba a ser relativo, sin certezas absolutas y sin proyectos comunes.
En definitiva se habló de la crisis económica, de la crisis ambiental y de la crisis alimentaria, del parón energético por el fin del petróleo y de la necesidad del uso generalizado del carbón para producir electricidad —aunque fuese sucia y contaminante—, así como de seguir invirtiendo en la investigación para reducir el agua del mar a oxígeno e hidrógeno, usando la luz del sol. Reconocían abiertamente que el hidrógeno era la energía del futuro, pero que aún estaba en fase embrionaria.
La dependencia del carbón y de otras energías contaminantes condicionaba y limitaba el desarrollo, y en esta ocasión, afectaba a las potencias tradicionales, incapaces de adaptarse al precipitado fin de la era del petróleo. Potencias tradicionales que otrora resplandecieron sobre el resto y ahora languidecían en aquella tediosa reunión.
Dedicaron un espacio para hablar de las guerras generadas por los intereses de siempre, solo que ahora la humanidad conocía masivamente esos intereses y ellos mismos ya ni siquiera los ocultaban. Sí confesaron su temor a una nueva carrera armamentística entre Brasil y China, sus sucesores naturales.
Expresaron también su preocupación por las consecuencias aún visibles de la guerra de los diez años, aquella escalada de escaramuzas violentas tan dramática que enfrentó al Islam y Occidente durante la primera mitad del siglo xxi, y que aceleró inexorablemente la transferencia de poder del norte al sur. También comentaron el nuevo papel cada vez más influyente y determinante del ejército, que a todas luces podía inclinar la balanza hacia regímenes totalitarios o garantizar el status quo convencional en periodos inestables.
Acabó el encuentro como empezó, con tímidos y abstractos compromisos que no avanzaban soluciones, sino posteriores encuentros a la espera de que el gran milagro llegase y los mantuviera en aquella privilegiada posición.
Y cuando llegó la hora de celebrar la rueda de prensa, cuando llegó la hora de dejar fluir el teatro una vez que el escenario estaba listo, atónitos, vislumbraron el nuevo devenir de los tiempos, y es que apenas había periodistas para escucharlos. Ya no eran relevantes ni imprescindibles, habían pasado a un discreto segundo plano, solo eran el pasado y solo se representaban a sí mismos. La era contemporánea tal como la definían los historiadores había terminado, y una nueva etapa histórica, indefinida e indefinible todavía, iniciaba sus salvajes aleteos sin mostrar el destino de sus feroces e imprevisibles zarpas.
En algún lugar del noroeste de la península ibérica.
Dentro de quince años.
Nuevamente intentó abrir los ojos porque no quería morir a oscuras. No sentía el dolor, lo que no era nada bueno. Aunque era consciente de que no sentía absolutamente nada, era incapaz de moverse, ni siquiera un dedo. Escuchó el grave susurro de su respiración y se concentró en el irregular latir del corazón, que golpeaba frenéticamente su cerebro, sus sienes, sus tímpanos, como si el corazón definitivamente se hubiese instalado en la cabeza tras el golpe, tras la terrible caída desde lo alto del edificio.
Tenía en la lengua un sabor amargo y desagradable, quizás de sangre o de sudor, y deseó ardientemente que fuera de lo segundo, que no sangrara por la cabeza. Eran gotas, estaba seguro, y cada vez había más, llegando hasta los labios y humedeciendo su lengua. «Definitivamente me estoy muriendo» pensó, pero lo que realmente le obsesionaba, era la imposibilidad de abrir los ojos. Y como no quería morir a oscuras hizo un último intento con renovadas fuerzas, agotando sus últimas reservas y sintiendo que ya no le quedaría ni un soplo de vida. Recordó cuanto sabía sobre el poder de la mente y se exigió a sí mismo levantar los párpados, ordenando a su cuerpo que hiciese ese esfuerzo.
Pero fue inútil.
Todo era en vano; bañado en sudor y sangre, fue consciente de que era el final.
Entonces fue cuando se empezó a relajar y dejarse llevar por ensoñaciones, tratando de vislumbrar algo entre las tinieblas que lo envolvían, y vio una figura, o mejor dicho, presintió la presencia de una figura, la silueta de «algo» que parecía una persona y que se aproximaba a él. Tardó unos instantes en cerciorarse de que era real y no una visualización de la caprichosa mente, aunque no podía dejar de dudar, teniendo los ojos cerrados como se encontraban. Sentía, deseaba y necesitaba que esa silueta fuera real, que perteneciera a alguien que se estuviera acercando a él y que le pudiese ayudar… Pero no podría confirmarlo, y es que la imposibilidad de abrir los ojos le martilleaba por dentro.
«¡Ayuda!» Gritó desde lo más hondo de su alma. Percibió la soledad con tanta fuerza, que le recordó secuencias de toda su vida. Soledad, siempre había estado solo, pero pocas veces se había sentido tan solo como en ese momento; «estar solo y sentirse solo, la peor de las combinaciones…» por ello, la silueta que se le aproximaba se reveló como la mayor de las esperanzas.
«¡Ayuda!»
Experimentó un ligero cosquilleo en el estómago, como si algo se moviese en su interior, «mis tripas, que con la caída se reventaron y se están esparciendo por el asfalto», pensó imaginando un charco de intestinos viscosos dispersos en el frío suelo en torno a su cuerpo. Pero lo peor fue que con la oscuridad, todos sus demás sentidos se pusieron alerta, y un fétido olor nauseabundo le aturdió más de lo que estaba. Olía a vómito, de una manera tan intensa, que se preguntó cómo no lo había percibido antes, cómo se hallaba en tan mal estado, tan patético y tétrico allí, tirado por el suelo. «Increíble, ¡me he caído sobre un vómito!». Intentó nuevamente abrir los ojos, pero nada, imposible.
Es entonces cuando todo parecía perdido, cuando se concentró con todas las escasas fuerzas que le quedaban en aquella figura que se aproximaba hasta él, pero que nunca llegaba a tocarle, cuando sintió un poco de paz interior porque algo le resultó familiar. Era un aroma, un perfume que le devolvió hermosos recuerdos… era su fragancia, ¿podía ser su colonia? Tan embriagadora, que deseó frenéticamente que fuera ella con todas sus fuerzas, que ella le salvara, porque en definitiva para eso había llegado a su mundo, para salvarle.
Sintió recobrar el equilibrio perdido y hasta creyó que ahora sí podría moverse y ponerse en pie, y hasta besarla dulcemente y volver a casa, y volver a contemplarla desnuda al salir de la ducha, y perderse nuevamente con ella entre las sábanas. Aunque sabía que era imposible. El corazón dejó de castigar su cerebro, deteniendo lentamente el ritmo de sus latidos. Imaginó su rostro sobre el suyo y sus largos cabellos acariciando sus mejillas… y se percató de que ahora, eran lágrimas las que bañaban su rostro, lágrimas saladas y dulces a un mismo tiempo.
Antes de perder la consciencia, una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
1
DOS MESES ANTES
El pitido del coche me despertó de mis ensoñaciones. Estaba despistado caminando por la calle con las primeras luces del alba, en una oscura mañana de invierno con el frío penetrando hasta mis huesos, así que la velocidad del coche que conseguí esquivar por poco, me obligó a reaccionar devolviéndome a la realidad para percatarme de que casi me atropella. Llegué a la acera y tiré el cigarro expulsando el humo que me hacía toser, y decidiendo por milésima vez dejar de fumar.
Doblé la esquina para internarme en la espesa niebla. A lo lejos, pude ver iluminada la silueta del mayestático edificio donde trabajaba, una construcción que desde la distancia se mostraba arrogante, soberbia e impresionante, aunque no fuera más que un océano de hormigón armado, más propio del constructivismo soviético del xx que de mi época, imposible de definir… la torre, de abundante vidrio y metal, que en verano reflejaba los rayos del sol hiriendo la vista del osado que la contemplase, ahora se hallaba mustia, proyectando el gris del cielo, el triste color del frío invierno, como una masa inerte en medio de la nada, como un pene flácido después de una eyaculación. Caminé con dificultad debido al frío, que helaba mi cara y cortaba la respiración o más bien, rajaba la respiración.
Aquellos inviernos cada vez eran más crueles, más secos e intensos, prolongándose hasta mayo para dar paso a unos veranos tórridos, áridos y sofocantes que igualmente se prolongaban para retornar al gélido invierno. Consecuencias del nuevo régimen climático ya consolidado y que hasta hacía no mucho, «ellos» decían que debía evitarse por todos los medios. Al final los ciudadanos perdimos la batalla y no pasó nada, solo que la información, los estudios, cálculos y estimaciones, dejaron de publicarse y de ser noticia. Y nuestro mundo comenzó a transformarse en un espacio inanimado donde la vida se había vuelto un poco más peligrosa e imprevisible.
Pasé mi tarjeta electrónica por una ranura metálica, esperando ver la lucecita verde encendida sobre mi cabeza, pero como ya empezaba a ser habitual, de lucecitas, nada de nada. Tuve que armarme de paciencia y llamar a un timbre que emitía un afónico sonido, para esperar a que mi compañera me abriese la puerta y me diera los buenos días.
—Hola, compañero. Bienvenido al iceberg… ¡pero qué mala cara traes hoy!, ¡ni que fuera lunes! —exclamó mientras agachaba la mirada hacia su reloj y su rubio flequillo le caía por el rostro, ocultándolo entre la escasa luz de la entrada, dándole un aire casi espectral.
—Casi me pilla un coche, así que no he empezado bien la mañana… además, hace frío y la puñetera tarjeta sigue sin funcionar.
—Dímelo a mí, que os tengo que abrir a todos.
Con gran rapidez seguí caminando por un estrecho pasillo hasta la siguiente puerta, que esta vez sí se abrió a mi paso. Por lo menos, las cámaras funcionaban. Entré en un reducido recibidor y mientras se cerraba la puerta anterior, esperé que se abriese una ventanita a la altura de mi cara y del tamaño de una boca de buzón de correos. Por ella, alguien debía de mostrarme la Hoja de Servicios para firmar ese día. A continuación, esperar que la siguiente puerta se abriese, entrar por ella, esperar a su vez que se volviese a cerrar y pasar así por otro rastrillo más amplio, del que un ascensor me permitiría descender varios niveles bajo tierra, para llegar a otro pasillo angosto y poco iluminado que me llevara hasta mi módulo. Todo un laberinto subterráneo de cuevas de acero y hormigón que formaban mi centro de trabajo. Mientras esperaba que se abriese el siguiente rastrillo, aprovechaba para arreglar mi lacio cabello revuelto y mojado por la niebla frente al cristal, y vigilar esas ojeras que me añadían años y que no paraban de aumentar, así como las pronunciadas arrugas de mi frente, cada vez más profundas, como surcos que comenzaban a horadar mi pálida piel que aún no había cumplido los treinta tacos.
Justo a la entrada y bajo un luminoso cartel, se podía leer:
CENTRO PENITENCIARIO XVII.
CUMPLIMIENTO-PREVENTIVOS.
MÓDULO EXPERIMENTAL MIXTO.
MINISTERIO PARA LA SEGURIDAD PÚBLICA.
Coloqué mi mano derecha sobre una superficie lisa de plástico para que el ordenador leyera mi fórmula dactiloscópica y me permitiese entrar. Una sirena parpadeante hizo girar una puerta de caracol por la que me introduje accediendo así a mi puesto.
A lo largo de los últimos años, nuestro Estado había iniciado una profunda reforma penitenciaria, y por motivos de seguridad (siempre por seguridad, esa seguridad que lo justificaba todo), se había llegado a la conclusión de que construir cárceles subterráneas evitaba quebrantamientos de condena (como se llamaba a las fugas) y garantizaba de una forma más eficaz y eficiente, la seguridad y la protección. A estas megalíticas construcciones que podían albergar a casi cinco mil internos, las llamábamos icebergs, pues solamente sobresalía la torre de control y las oficinas de atención al público, así como las de dirección y gestión. El resto de la construcción se encontraba en diversos niveles subterráneos. De esta forma, en los últimos tiempos miles de internos vieron sepultadas sus vidas, y nosotros con ellos; por lo menos durante nuestras prolongadas jornadas laborales que debido al escaso sueldo, nos obligaban a vivir bajo tierra varios días seguidos. El trabajo se volvía muy rutinario y con muy poco margen para el tratamiento, detalle que no parecía importar a casi nadie.
Aquella mañana accedí a la cabina de mandos mientras me saludaba y me presentaba a un compañero al que no conocía, ofreciéndome una huesuda y alargada mano. Debido al calor que generaban las bombillas en un habitáculo tan pequeño, procurábamos acostumbrarnos a estar a oscuras; el cristal tintado, permitía además, vislumbrar mejor el interior del módulo con la cabina sin luz, por lo que me hallaba sentado en un reducidísimo espacio con un compañero al que ni remotamente podría reconocer fuera de allí. Me senté en mi sitio y habituándome a los mortecinos destellos luminosos de las cámaras, él me fue informando del parte de incidencias.
—Por la noche, nada que reseñar. Las rondas sin novedades, salvo una urgencia a la enfermería sin complicaciones. Solo recordarte que has llegado tarde, tío, por lo que te pediría que empieces haciendo el recuento, mientras por el radiotransmisor termino de informarte.
—Vaya una forma de echarme…
—Supongo que te harás cargo de que quiero dormir —respondía mientras escuchaba algo parecido a un bostezo.
—Vamos hombre, no me hagas reír, seguro que algún ratito habrás pegado el ojo. —Sonreí para que se lo tomara a broma.
—Pues no, así que date prisa. —Sus palabras fueron duras, pero me percaté ayudado por el resplandor de las cámaras, de que también sonreía, así que presentí que íbamos a llevarnos bien.
Salí de la cabina bajando por las diminutas y estrechas escaleras de caracol por las que cabía gracias a mi excesiva delgadez, y que difícilmente se lo permitirían a alguien más corpulento… «claro que en estos tiempos», pensé, «a nadie le sobran kilos». Después anduve unos metros hasta llegar a un nuevo rastrillo en el que tuve que esperar a que mi compañero me abriera.
—Por cierto, antes de que entre. ¿Cómo me has dicho que te llamabas? —quise saber usando el radiotransmisor a sabiendas de que no me lo había dicho.
—Abdul Hamid, para servirte a ti y al Estado que tan puntualmente nos paga. ¿Tú eras Asur, verdad?
—¡Buena memoria! Abdul, pues ya estás tardando en abrirme el rastrillo, que aquí hace un frío que pela. —Y el rastrillo comenzó a abrirse lentamente, entré con agilidad y esperé a que se cerrase para que la siguiente puerta se pudiera abrir. La rutina de siempre, un verdadero rollo.
—Asur, parte informativo de ayer: anoche, justo antes de que empezase mi turno, llegaron tres nuevos internos de ingresos en situación judicial preventiva, lo habitual…un hombre y dos mujeres. Cacheé al hombre y requisé su celda. Habrá que llamar a alguna funcionaria para que se haga cargo del cacheo de las mujeres y de la requisa de sus aposentos. —Su voz sonaba entrecortada, debido a la batería del radiotransmisor y a que yo había comenzado a caminar a gran velocidad hacia la primera galería. —Tuve la delicadeza de llevarlos a la cuarta galería y seguir el principio celular, uno por celda para que tengan una bienvenida menos terrorífica. A ver qué más… ¡Ah, sí! El hombre es de ascendencia albanesa y solicitó lo más común, un abogado de oficio porque dice no tener un duro, y un Corán. Su compañera sentimental es otra albanesa que no paraba