Horrores
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Horrores es una libro conformado por dieciséis cuentos en los que se exploran las múltiples y diferentes facetas del subgénero del horror. En sus páginas atestiguaremos la presencia de brujas, espectros, objetos poseídos. Se ahonda en escenarios de crímenes sangrientos en donde la angustia, la metempsicosis, las represalias sobrenaturales, los cultos secretos, los pactos con seres del inframundo y los monstruos pertenecientes a leyendas urbanas mexicanas, se hacen presentes.
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Horrores - Martín Alejandro Morales Garza
Horrores es una libro conformado por dieciséis cuentos en los que se exploran las múltiples y diferentes facetas del subgénero del horror. En sus páginas atestiguaremos la presencia de brujas, espectros, objetos poseídos. Se ahonda en escenarios de crímenes sangrientos en donde la angustia, la metempsicosis, las represalias sobrenaturales, los cultos secretos, los pactos con seres del inframundo y los monstruos pertenecientes a leyendas urbanas mexicanas, se hacen presentes.
Índice de contenido
Portada
Sinopsis
Horrores
Tenía
Ola
Sólo con calcetines
Papá cuida a tu hijo
La cazaron por la iglesia
Morir abrasada por ti
Como perros
Posser
Un cazo verdadero
Clases de inglés
Bah
Vete a la verja
Alabar el carro
Yolotl
Pierde la vida y muere
Bebé gratis
Martín Morales Garza (Nuevo León, 1991)
Créditos
Horrores
MARTÍN ALEJANDO MORALES GARZA
…si no el infierno, allí hay pesadillas, allí está todo lo que la gente ha perdido,
todo lo que causa dolor y lo que más vale olvidar.
ROBERTO BOLAÑO. AMULETO, 1999
TENÍA
Jamás hemos tenido problemas […]
Se está enojando, menos mal.
Se me estaban acabando los argumentos.
Me gusta verlo así, enojado. Impaciente.
Lo siento mucho, pero
las costumbres de la casa son así.
MARÍA LUISA PUGA
ACCIDENTES (DIFÍCIL SITUACIÓN)
Eluarda Figueroa dedicaba cuarenta minutos a cada ocasión que usaba el retrete. Cuando conoció a Santiago Torres, él hizo esa observación. El hombre le adoraba muchas cosas: su buen apetito, que iba desde comer en lugares modestos hasta restaurantes de arte culinaria, su amor hacia los animales; una vez rescató a tres perros, los bañó, les dio hogar temporal durante tres meses, dormía con ellos y correspondía las muestras de cariño; también toleraba sus defectos, como los berrinches por las demoras, los celos y los gustos por ropa haute couture, zapatos y cosméticos.
En las escapadas de la rutina, la espera en el motel solía incomodarlo, el tiempo se tornaba nebuloso cuando ella entraba al cuarto de baño. —Recuerda que hoy toca explorar otra zona —exclamó con un tono dulce, pero fracasó rotundamente en la referencia al sexo anal.
Su rutina, antes de usar el wáter, consistía en verter alcohol en gel sobre el asiento que enseguida secaba con papel, luego se retiraba la blusa, la falda, las medias, la ropa interior, las bragas y trataba de relajarse; leía algún periódico o un PDF en su celular, releía cuentos de sus autores favoritos. Al levantarse, desenrollaba un buen trozo de papel (jamás respetó la regla dorada de la infancia: dos cuadros para retirar y uno para secar), untaba crema corporal e higienizaba. Ella hizo los cálculos: en el transcurso de diez años, pasaba tres meses en el baño.
Un mal día, ella demoró más de lo usual. —Por favor, Dios mío. Sé que no he sido buena católica, pero te suplico: que él evite la insistencia, porque siento que voy a… —sollozó Eluarda sin cesar, palmeó el azulejo y farfulló groserías. De un momento a otro, el orgullo desapareció y gritó por ayuda.
—¿Sucede algo, amor?
—Me da demasiada vergüenza.
—Dime.
—Fui a consultar con el doctor familiar. Me dijo que mi hambre incesante, posiblemente, se debía a una solitaria.
—¿Eso qué tiene que…?
—La tengo atrapada entre mis dedos. Naturalmente los tengo envueltos con papel.
—¿Qué quieres que haga?
—Entra.
Al término de diez minutos angustiosos, que sintió extirpaban los órganos a través del ano, los celos de Eluarda sufrieron una muerte lenta con aquella prueba de amor: él la amaba después de la extracción, incluso después de la segunda, que midió ochenta centímetros. Los pensamientos tóxicos desaparecieron.
Aquella noche, Santiago invitaría la cena en un lugar elegante, Eluarda sugirió cabrito. Después de haber sido atendidos por un mesero treintañero, el platillo fue servido.
—Ahora que recuerdo… —exclamó sonriente.
—¿Sí? —musitó sin mirarla, enterró el tenedor en el veneno (frijoles refritos con queso) y engulló.
—Mi abuela paterna tenía la creencia que el consumidor de cabrito era un desdichado. Inhumano, vaya.
—¿Tu abuela era pobre?
—¿Por qué?
—Si tengo razón, eso invalidaría su creencia.
—De hecho, ella tenía parientes que se dedicaban a la crianza de cabras, ovejas y cerdos.
—¿Entonces?
—Los cabritos son crías de pocos meses, lo único que alcanzaron a