Las calles: Un estudio sobre Santiago de Chile
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Las calles - Varios autores
Introducción
Kathya Araujo
El ámbito de las interacciones ordinarias y cotidianas es un surtidor de primer orden de las experiencias sociales a partir de las cuales adquiere forma nuestro saber sobre lo social y nuestro saber-hacer en él, saberes que van a influir decididamente en las maneras en que percibimos lo social, nos orientamos en él, nos presentamos ante los otros, enjuiciamos nuestra sociedad o nos vinculamos (o no) al colectivo (Araujo 2009a). La importancia del ámbito de las interacciones ordinarias en el caso de Chile no puede ser considerada como una novedad, pues la esfera de las sociabilidades ha resultado siempre extremadamente significativa para definir los contornos de la vida social en las sociedades latinoamericanas de las que hace parte el país. Sin embargo, no cabe duda que las transformaciones de las últimas décadas, muchas de carácter global pero todas con textura local, han aumentado esta relevancia. La pluralización normativa y valórica, el debilitamiento del poder de las instituciones que históricamente tutelaron la población (la iglesia católica o la escuela, para mencionar dos), el aumento de las pretensiones de individualización y singularización de los individuos, las transformaciones de las asimetrías de poder y de las modalidades sociales de su gestión, la desconfianza institucional, entre otros factores, han aportado al peso que han adquirido las experiencias ordinarias y cotidianas de interacción con los otros y con las instituciones para la manera en que se habita lo social. Ante la confusa multiplicidad de versiones en circulación sobre lo que acontece en la sociedad o de la distancia descreída de las personas con las versiones oficiales, las experiencias en las interacciones ordinarias se constituyen hoy más que nunca en la materia prima principal a partir de la cual las personas tienden a producir el saber sobre la sociedad en la que viven. Es desde este saber que van a definirse sus trayectos, prácticas o posiciones, los que a fin de cuentas son los hilos desde los cuales se produce la vida social. Las experiencias corrientes, cotidianas, comunes, no son, pues, inocuas. Al contrario. El ámbito de las interacciones es hoy, por lo tanto, una dimensión destacada, la que al mismo tiempo que es particularmente expresiva de los rasgos estructurales de la sociedad, se constituye en la fábrica misma del entramado que adquiere ésta y sus derroteros.
Desde una perspectiva como la descrita, entonces, es fácil colegir que las interacciones cotidianas se revelan como un campo no sólo de conocimiento sino también de acción privilegiado para las tareas de democratización social indispensables para la sociedad chilena. Es en este ámbito donde se juega prioritariamente el destino de la recomposición de los principios de convivencia en los que se encuentra embarcada esta sociedad desde hace algunas décadas, como lo han mostrado estudios anteriores¹. Finalmente, es en este ámbito donde se juega de manera importante la cualidad y el vigor del lazo social, esto es, la textura del enlazamiento entre los miembros de una sociedad, la que da cuenta de la modalidad en que se produce el colectivo. Resulta pues evidente que una intervención tal como es requerida para democratizar las relaciones sociales en nuestra sociedad sólo será factible en la medida en que, para empezar y de la manera más detallada posible, se puedan reconstruir y comprender las lógicas y mecanismos que gobiernan estas interacciones en las diferentes esferas en que ellas se despliegan. Este libro surge de esta convicción y pretende hacer una contribución a esta tarea. Intenta aportar a este empeño enfocándose, a partir de resultados de investigación empírica, en el estudio de uno de los dominios sociales menos investigados pero paradójicamente más relevantes a este respecto: la calle.
La calle
En su apasionado y vigoroso libro Muerte y Vida de las grandes ciudades (Jacobs, 2011), Jane Jacobs sostenía que las calles eran los órganos más vitales de una ciudad. Jacobs entiende que las calles no son sitios como tampoco extensiones, sino que en ellas se despliega un orden completo que se compone de movimiento y cambio, un ballet tan afinado como milagroso dado su carácter improvisado. Las calles ejecutan funciones, pues en ellas se despliegan lógicas de apropiación, modalidades de empleo, reglas de interacción, principios morales. Pero además, y esto es esencial, las calles, señalaba la autora, cumplen su papel de savia porque ellas son espacios de intercambio; porque son el escenario de la mixtura que está en la base de la vitalidad de la existencia urbana; porque son espacios para los aprendizajes de la civilidad y responsabilidad colectiva así como para la construcción de las confianzas en la distancia; y porque, en definitiva, son fuente de los lazos que permiten mantener cuidados y seguros a sus habitantes. Por supuesto, aunque la capacidad de cumplir todas estas tareas está en ellas potencialmente, no cualquier calle es capaz de encarnar estas bondades. Existen calles que cuidan y calles que amenazan; calles habitadas y calles desertificadas; calles que repelen y calles que acogen. Pero, sea cual fuere el caso y más allá de las diferencias, lo esencial para nuestro argumento es que las calles son siempre extremadamente ricas fuentes experienciales formativas de la vida social. La calle es un escenario privilegiado de nuestra vida cotidiana y ordinaria, y nuestra vida cotidiana es un surtidor de experiencias sumamente importante para entender lo social, como diversos autores lo han subrayado desde posiciones teóricas muy diferentes (Goffman, 2001; Schutz y Luckmann, 2003).
La calle, más allá de las modalidades y razones por las cuales se las transite o habite temporalmente (para actividades necesarias, opcionales, individuales o colectivas), permite satisfacer una necesidad básica y fundadora de la vida social, que es la necesidad de contacto de los seres humanos (Gehl, 1987), la que está en la base de la disposición de las personas a responder a las exigencias que les pone la sociabilidad (Goffman, 2007). En ella se condensa esa dimensión de la sociabilidad que, como ha discutido tempranamente Simmel, tiene su motor en la experiencia de placer y satisfacción primaria que de ella se extrae (Simmel, 1949). Es decir, en primer lugar la calle contiene una –aunque muchas veces irracional y pocas veces aprehensible no por ello menos perceptible– significación libidinal. Es la experiencia del placer contenido en sentarse en una banca en el parque en un día luminoso y cálido para ver pasar a las personas, aquel de detenerse ante unos cómicos callejeros, o, más simplemente, el de caminar entre otros absorbiendo la energía de la ciudad… y, claro, también su reverso.
En la calle, de otro lado, la ciudad se manifiesta y la vida social se expresa en su complejidad y en su corporalidad. Desde esta vertiente expresiva, la calle cumple funciones diversas, no sólo de esparcimiento sino también informativas y simbólicas (Lefebvre, 2003). En ella se hacen visibles los límites, las prohibiciones, las constricciones, al mismo tiempo que se despliegan prácticas singulares y plurales, ilegítimas y prolíficas (Certeau, 2000). En la calle se expresan, por poner sólo algunos ejemplos, las concepciones de lo bello o de lo solemne que priman en sus habitantes; las maneras en que se consideran unos a otros, si tienden puentes que los unan o murallas que los separen, o si aman los interiores o gozan de los exteriores; la repartición de los privilegios en esa sociedad.
Pero esa capacidad expresiva no conduce, ni debe conducir, a una visión estática de la calle. Lejos de ser un ente cristalizado, la calle es, en tercer lugar, laboratorio y fábrica de lo social. Este carácter se explica no sólo por su condición de flujo o su cualidad emergente, sino además porque en tanto espacio social ella no puede ser entendida sino como el resultado de un trabajo constante de producción. En cuanto espacio social, en ella se conjugan, como lo ha indicado con precisión Lefebvre (2013), representaciones del espacio (un saber constituido mezcla de conocimiento e ideología a partir del cual se imagina e interviene el espacio), espacios de representación (allí donde prima lo vivido, la pasión, la acción, la dimensión cualitativa, dinámica y fluida) y prácticas del espacio. La calle es el espacio privilegiado del encuentro con los otros y del despliegue de las interacciones que son constitutivas de la vida social. En breve, la calle es probablemente uno de los escenarios más ricos en los que ante nuestros ojos se desarrolla el espectáculo de lo social en operación. O, para tomar la feliz formulación de Delgado, allí donde nos es dado percibir y experimentar a «la máquina societaria sorprendida, de pronto, con las manos en la masa» (en Jacobs, 2011: 21).
De este modo, gracias a su significación libidinal, a su capacidad expresiva y a su carácter de fábrica y laboratorio de lo social, la calle, surtidora incansable de experiencias sociales, es probablemente uno de los espacios, sino el espacio más destacado de generación de saber sobre lo social y sobre la vida en común. Es una fuente de extraordinaria riqueza de aquel saber que interviene de manera decidida en los modos que toma nuestro «habitar lo social» (Araujo, 2009a).
Pero esta importancia se redobla si se tiene en cuenta que la calle está vinculada con la expectativa de ser el escenario privilegiado del mundo público. Si es cierto que lo privado y lo íntimo son tan sociales como la calle, pues ellos están tan impregnados de sus lógicas como ella, lo cierto es que en la imaginería individual y colectiva de nuestros tiempos la calle aún continúa siendo el epítome de la vida social. Lo es ya sea porque es el espacio de encuentro con los extraños, porque es concebida como un bien común, porque sus usos se reglamentan de forma diferencial respecto de aquellos que rigen los privados, o porque su densidad de acontecimientos y presencias resuena con la complejidad que se atribuye a la idea de sociedad. Sea cual fuere la razón, lo cierto es que la calle constituye un espacio que de manera privilegiada sirve como analogía de la vida social en su conjunto.
Todo lo anterior hace de la calle el espacio más común de los espacios comunes, un escenario especialmente destacado para el análisis de la sociedad.
El libro
Este libro tiene como objeto a las calles, entendiendo a estas como espacios urbanos comunes, espacios de acceso, uso y producción compartidos, constituidos por un conjunto de condicionantes materiales, fórmulas normativas, interacciones y sociabilidades. Un mundo de costumbres, cortesías, prácticas inter-relacionales, de encuentros aleatorios u organizados (Hénaff, 2016: 84). Zonas en general sustraídas a los derechos de la propiedad privada aunque puedan eventualmente ser resultado de emprendimientos privados (Schlack, 2015), y las que implican usos, experiencias y producciones comunes y simultáneas por parte de diferentes actores².
Este libro se interesa por las calles de Santiago porque en ellas los individuos que las pueblan se topan con experiencias que van a influir de manera decisiva en dar contorno a la imagen de la sociedad en la que viven y, en consecuencia, a sus propias orientaciones y acciones en ellas. En esa medida se acerca a las interacciones, experiencias y estrategias que los individuos tienen al momento de poblar y transitar la calle, produciéndola y siendo producidos por ella, y a la forma y medida en que ello aporta a entender a la sociedad chilena actual: sus conflictos, sus heridas, sus lazos, sus lógicas. En un movimiento doble se busca indagar la manera en que los rasgos de la condición histórica actual se expresan en las calles, al mismo tiempo que establecer lo que la calle, a través de las experiencias que ella entrega, aporta a las formas en que se perfilan tanto las relaciones sociales como los individuos.
Este texto habla de las calles de Santiago desde ángulos distintos, pero con una misma sensibilidad. No sólo una misma sensibilidad teórica acerca del modo en que debemos entender la noción de calle y el peso de la experiencia en la vida social para el destino del lazo social y político, como lo hemos discutido, sino que el libro está atravesado por una preocupación por el destino de la experiencia de lo común en ella, y de la calle como espacio igualitario en Santiago de Chile. Por esa razón, los dos primeros capítulos tienen como objetivo acercarse a estos fenómenos en las calles (en el Metro, los barrios o en los trayectos de los viandantes), estableciendo conceptualmente los puntos de partida para abordar nuestro objeto de estudio, así como situando globalmente a la ciudad y a la sociedad en las que nuestros análisis se han desarrollado.
Ellos dan inicio a un recorrido por la ciudad que se prolonga con dos capítulos que en tensión uno con otro ponen en escena dos espacios antagónicos, dos Santiagos que coexisten pero que difícilmente se tocan. Por un lado, el llamado «barrio alto», la denominación usada por los santiaguinos y santiaguinas para definir a los barrios más pudientes, visto a través de una mirada que viniendo de la periferia de la capital se enfrenta por primera vez a una de las zonas más ricas de la ciudad. Por el otro, una población marginal al sur de la ciudad, conducidos esta vez de la mano de alguien que vuelve, ahora como observadora, a la población en la que vivió mucho tiempo.
Los siguientes capítulos se concentran en las circulaciones y dos de sus vehículos: el Metro y la mirada. A pesar de su aparente distancia, no sólo de objeto sino de tono –uno basado en un trabajo más etnográfico, el otro más categorial–, ambos tienen en común el ofrecer un análisis de lo que se juega en las circulaciones como experiencia y como intercambio, con todas sus ambigüedades y ambivalencias, para los transeúntes. Ambos, al mismo tiempo, se detienen o revelan la manera en que estas experiencias son expresivas de los conflictos y procesos que atraviesan la sociedad chilena hoy.
Los capítulos 7 y 8 se concentran en la especificidad de la significación que tiene la calle, así como en las maneras particulares en que las habitan dos específicos actores sociales. Siguiendo sus trayectos e indagando sus versiones sobre la calle, las valencias, los desafíos que enfrentan y las fórmulas para enfrentarlos, son dos las figuras analizadas en esta sección: la figura de las jóvenes universitarias y la, casi antagónica, de las mujeres adultas mayores pertenecientes a sectores populares.
El libro se cierra con un último conjunto de capítulos orientados a desentrañar la relación con la calle y los efectos para la calle de quienes la ocupan para trabajar en ellas. Con una especial sensibilidad por el hecho de que las calles son entes orgánicos maleables producidas al calor de los modos en que son habitadas por actores con historias propias, dos figuras son las protagonistas en estas contribuciones: la figura móvil pero ampliamente presente de los comerciantes ambulantes en el centro de Santiago y aquella de los inmigrantes (peruanos, dominicanos, haitianos) en una de las zonas comerciales más tradicionales de la ciudad: el barrio Matadero de Franklin.
Este libro es una invitación a recorrer con nosotros las calles de Santiago. Esta invitación es a un recorrido necesariamente incompleto, inevitablemente parcial, lo sabemos, pero está movida por la voluntad de presentar las calles desde la perspectiva de sus cualidades particulares y lo que ellas aportan para construir la imagen de un Santiago caleidoscópico. De interrogar el multifacético universo de las calles santiaguinas para echar luz, simultáneamente, sobre la singularidad de los trayectos, las sociabilidades, los personajes y las interacciones que las trazan; sobre las maneras violentas, gozosas, retraídas o expansivas de habitarlas; pero, también, sobre lo que transversalmente las afecta: fenómenos estructurales y relacionales que trastocan la experiencia de lo común; fórmulas coercitivas que amenazan la libertad en su tránsito; fenómenos de desigualdad en las interacciones que socavan las relaciones sociales y el enlazamiento social.
Este libro es un híbrido. Construido y producido con la misma expectativa de unidad y plan de escritura como lo sería un libro de autor, responde sin embargo a responsabilidades autorales individuales en cada uno de los capítulos. El «aire de familia» que lo recorre, parafraseando a Monsiváis, tiene dos fuentes. Por un lado, un largo y denso proceso de discusión e intercambio teórico y analítico que se inició en 2016 y se prolongó hasta finales de 2018, y que tuvo como foco principal la producción de este trabajo. En él y de manera decidida se involucró el equipo de investigación que sostiene este trabajo con una confianza y un entusiasmo por este proyecto, primero intelectual y luego editorial, que me es indispensable reconocer y agradecer profundamente.
Por otro lado, el parecido de familia reside en que todos los textos cuentan como base troncal con los resultados de una investigación que bajo mi dirección se desarrolló a lo largo de 2016, en la que, en diferentes funciones, participaron todos los autores y autoras de los capítulos de este libro.
La investigación, cuyos resultados son transversales a este texto, estuvo destinada a aprehender los modos concretos que las personas despliegan cotidianamente para habitar la calle³. El trabajo de terreno se desarrolló exclusivamente en el Gran Santiago y se organizó por medio de dos modalidades de trabajo etnográfico: una basada en la observación participante y la otra en la técnica que denominamos observación participante de segundo orden.
La observación participante tuvo como fin rastrear las interacciones sociales cotidianas en la calle. Se focalizó en cinco áreas: parques, barrios comerciales y bohemios, transporte público (Metro y buses), avenidas y ejes de confluencia. Un grupo de seis observadores y observadoras se enfocó cada cual en un tipo de área por un periodo regular de seis semanas, con tres registros semanales de tres horas de duración aproximada en cada tipo de espacio asignado. Se realizaron 108 observaciones participantes en total. La información recopilada fue registrada por cada observador u observadora en cuadernos de campo, fotografías y grabaciones de audio. Ella, a su vez, fue sistematizada a partir de tres dimensiones generales: espacio, actores e interacciones.
La observación participante de segundo orden combinó las técnicas de observación participante y de entrevista en profundidad, buscando relevar el punto de vista de los actores sobre la calle y sus interacciones. Todas las personas convocadas para realizar las observaciones (en lo que sigue actores-informantes) desempeñaban su actividad laboral en la calle. El grupo A estuvo formado por individuos cuya actividad se desarrollaba en puntos fijos (del tipo vendedores de kiosco, lustrabotas, etc.). El grupo B estuvo constituido por personas cuyas actividades los obligaban a desplazarse a diario por diferentes zonas de la ciudad (taxistas, vendedores ambulantes u otros). A todos ellos se les solicitó registrar durante cuatro semanas sus observaciones en las calles. El material recopilado fue registrado en sus respectivos cuadernos de campo. Cada semana, cada actor-informante fue visitado y entrevistado por un miembro del equipo de investigación. Las entrevistas fueron grabadas, transcritas y posteriormente analizadas. Aunque se consideraron ocho actores-informantes, una de las personas abandonó el estudio, por lo que se culminaron siete procesos que sumaron en total 28 entrevistas.
Más allá de este tronco empírico común, muchos de los capítulos han sido realizados contando para ello con los resultados de procedimientos metodológicos o estudios adicionales y específicos al problema que han pretendido abordar. Estos son detallados, cuando es el caso, en los capítulos correspondientes. Finalmente, aunque cada capítulo es responsabilidad exclusiva de quien lo firma, todos los textos se han beneficiado en su desarrollo de varias y atentas lecturas, así como de los comentarios generosos y críticos de todos los otros autores o autoras.
En virtud del trayecto efectuado y las decisiones tomadas, resulta evidente que esta publicación no es una simple colección de artículos. Su hibridez permite, ciertamente, que cada capítulo pueda ser leído independientemente. Sin embargo, y al mismo tiempo, está justificado hacer la advertencia de que cada uno de ellos cobra todo su valor sólo a partir de su resonancia con el resto.
Toca al lector o lectora decidir sobre su modo de uso⁴.
1 Ver: Araujo, 2009a y 2016a; Araujo y Martuccelli, 2012.
2 Desde esta perspectiva, la calle incluye no sólo las arterias de la ciudad sino también puede comprender transportes públicos, plazas, parques, andenes del Metro, pasarelas, entre otros.
3 Además de los autores comprendidos en este libro, participaron Daniel Ruiz y Nelson Beyer, quienes por distintas razones no pudieron formar parte de él. Nuestro agradecimiento a su trabajo.
4 Una parte importante del trabajo de campo sobre el que se sostiene este libro contó con el auspicio del PNUD-Chile, en el contexto de la realización de un informe sobre la calle y las desigualdades interaccionales (Araujo, 2016b). Estoy muy reconocida por el apoyo y la confianza recibida para hacer este encargo, así como por la autorización para el uso de este material. El trabajo de campo fue, en varios casos, ampliado posteriormente y el material re-trabajado en función del objetivo de este libro. Por lo mismo, este texto se ha beneficiado del apoyo de la Iniciativa Científica Milenio del Ministerio de Economía, Fomento y Turismo de Chile, adjudicado al Centro Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder, en donde intentamos pensar las asimetrías de poder y su gestión en la sociedad chilena actual. También se ha nutrido de los avances realizados en el marco del Proyecto Fondecyt 1180338 «Problematizaciones del Individualismo en América del Sur», en particular en lo que en él se desarrolla respecto a las maneras en que el individualismo se expresa hoy en nuestras sociedades.
Capítulo 1
Calles divididas: lo común y el anonimato en Santiago de Chile
Kathya Araujo
⁵
La importancia de la calle para pensar e influir en los destinos de la vida social en las llamadas sociedades urbanas no ha dejado de ser subrayada por diferentes autores desde hace ya varias décadas (Lefebvre, 2013; Gehl, 1987; Jacobs, 2011; Delgado, 2007). Lo que subyace es la convicción de que la calle es el espacio más distinguido del entrecruzamiento entre dos niveles, polis y urbs, para apelar a la célebre distinción de Lefebvre. Es decir que la calle, aparte de exhibir el orden de la construcción, materialidad y normatividad aportadas por el trabajo humano, pone en escena ese dominio esencial que es el de las relaciones e interacciones sociales que se despliegan en el espacio. Las calles no están vacías. Ellas deben llamar nuestra atención, según todas estas lecturas, porque constituyen el verdadero nodo central de la vida social urbana. Porque ellas, además, son el centro de la experiencia de los individuos. Un rasgo que desde las ciencias sociales y humanas fue bien visto muy tempranamente, como es puesto en evidencia por los trabajos de Simmel o los aportes de Walter Benjamin.
Este capítulo parte del reconocimiento de esta importancia. A partir de los resultados de dos estudios empíricos⁶, se centra en el análisis de las experiencias que provee la calle en la ciudad de Santiago de Chile, tomando en cuenta el contexto mayor de la condición histórica en la que se ubica: su morfología y los sujetos que la habitan. La tesis que se defenderá en lo que sigue es que los rasgos de fragmentación y segregación que caracterizan la morfología de la ciudad se acompañan, por un lado, de representaciones de una ciudad dividida y, por otro pero en consonancia, de prácticas segregacionistas y auto-segregacionistas por parte de los propios individuos. En virtud de lo anterior, la calle en Santiago constituye un afluente principal de experiencias que ponen en entredicho dos de los principios considerados normativamente como constitutivos de la calle y lo urbano en general: la idea de lo común y la dimensión del anonimato.
Para argumentar la tesis presentada, el desarrollo se divide en cuatro partes. La primera está destinada a establecer la perspectiva analítica sobre la que nos apoyamos en este trabajo, así como a revisar brevemente las transformaciones urbanas y el carácter de la ciudad de Santiago en la actualidad, para construir la relación entre esta morfología estructural y la trama dramática y los rasgos históricos de los sujetos que habitan las calles de Santiago en un momento como el actual. En la segunda parte se analizan las formas prevalentes de representación de la ciudad como dividida y las prácticas (auto) segregacionistas que la acompañan. En la tercera parte, el texto se detiene en las consecuencias de esta representación para la concepción de lo común y la posibilidad de encarnar al anónimo en ellas. Al terminar se incluye un breve apartado de reflexiones a modo de conclusión.
Perspectiva analítica: bases conceptuales y condicionantes históricas
Una de las razones centrales de la significación que tiene el acontecer en la calle para la vida social es que se trata del espacio más público, o común, de entre todos los urbanos, cuestión en la que coinciden diferentes autores (Hénaff, 2016; Jacobs, 2011; Delgado, 2007; Lefebvre, 2003; Weber, 1964). Si la calle es una fuente privilegiada de experiencias sobre lo que es la vida social, la convivencia y la sociedad misma, es necesario subrayar todavía más precisamente que lo es porque ella constituye el corazón de nuestra experiencia de lo público. Desde su concepción abstracta y normativa, ella es concebida, en el marco de sociedades modernas y urbanas con pretensiones igualitarias, a partir, al menos, de tres grandes rasgos.
Primero, como un bien común. En esta medida ella es capaz de acoger una alta magnitud de diversidad, un conjunto de copresencias que se despliegan en este espacio, o deberían hacerlo, en condiciones similares de uso y disfrute. El espacio común, como lo ha llamado Hénaff en su discusión contra la noción de espacio público y cuya expresión emblemática sería la calle, no estaría simplemente entre los términos público y privado sino que constituiría una esfera particular. Un mundo común de costumbres, cortesías, prácticas interrelacionales, de encuentros aleatorios u organizados (Hénaff, 2016: 84), el que se caracterizaría por una ausencia de regímenes de propiedad reales o imaginados (Delgado, 2007).
Segundo. Como ha sido señalado muy tempranamente en el debate, la calle, en cuanto parte del espacio público o común, ha tendido a incluir la cuestión del anonimato, como lo muestran bien, por ejemplo, los canónicos textos de Walter Benjamin. Esto supone, de un lado, que ella es el lugar en donde cada cual es arrancado de su grupo moral (la casa – la familia) y es arrojado a los «códigos impersonales del tránsito, del municipio y del Estado» (DaMatta, 2002: 129), pero, también, que es un espacio en donde el establecimiento del contacto con los otros es, al menos idealmente, voluntario (Simmel, 2001; Weber, 1964). Ella implica interacciones entre personas que no necesariamente tienen una relación cercana de conocimiento y filiación. Es un lugar privilegiado para el encuentro y la experiencia de la alteridad y, por lo tanto, implica prácticas y fórmulas de protección del derecho al anonimato (Stavrides, 2016; Delgado, 2007; Goffman, 1979).
Tercero, y en virtud de lo anterior, ella sería el espacio de despliegue más importante de la condición de igualdad de los miembros de una comunidad. Este es un aspecto que han desarrollado especialmente aquellos que han hecho uso de la noción de espacio público, como Habermas, quienes en descendencia directa de la tradición griega han concebido las calles, metafóricamente, como lugares de reunión, medios de comunicación o formas de asociación a través de las cuales actores sociales, individuales o colectivos ejercen su racionalidad deliberativa ilustrada o defienden sus derechos.
Es precisamente partiendo de estas consideraciones teóricas que nos proponemos en lo que sigue reflexionar sobre la calle en Santiago hoy, concentrándonos en este capítulo en los dos primeros rasgos, lo común y el anonimato, para luego, en el siguiente capítulo, abordar el tercer rasgo, la igualdad. Ahora bien, dado que la calle no puede ser pensada fuera de los contornos de la ciudad y los habitantes en la que se inscribe, y esa ciudad y habitantes no pueden, a su vez, ser entendidos fuera de los efectos que en ellos producen los procesos sociohistóricos de tipo estructural, nos detendremos en estos aspectos en el apartado siguiente.
Santiago: la ciudad y sus habitantes
Los estudios sobre la ciudad de Santiago han subrayado tres grandes procesos que se han acentuado de manera importante en las últimas décadas y que afectan su morfología y sus dinámicas: dispersión, fragmentación y segregación⁷. La dispersión de la ciudad, el crecimiento centrífugo del hábitat respecto del núcleo de la ciudad, no sólo implica un uso desmesurado e ineficiente del suelo (Heinrichs, Nuissl y Rodríguez, 2009), sino que plantea preguntas respecto a la viabilidad urbana. Al mismo tiempo interviene en las exigencias que los habitantes deben enfrentar en términos de movilidad, conexión e integración, ya sea en las modalidades propias de los sectores de mayores recursos o de los de menores recursos, o, para hacer una paráfrasis, propias del modo precariópolis o privatópolis (Hidalgo et al., 2008).
La fragmentación, la tendencia a constituirse a partir de fragmentos relativamente autónomos y espacialmente aislados, ha fortalecido las distancias entre grupos, generando especies de universos paralelos; ha producido obstáculos a la unificación del espacio urbano y se ha vinculado, además, con la potencia que cobran los especialmente erosivos procesos de segregación residencial (Jirón y Mansilla, 2014).
La segregación residencial, la tendencia de un grupo a agruparse en ciertas áreas generando zonas tendencialmente, pero no necesariamente, homogéneas poblacionalmente, se manifiesta en dos modalidades, con una tendencia al retroceso de la primera y un aumento de la segunda. La primera, una segregación residencial en una escala espacial grande, distinguida por una concentración de la población más rica en unas cuantas comunas al Oriente de la ciudad, y de la más pobre en zonas periféricas. La segunda, una segregación en escala espacial reducida, que indica la presencia de unidades residenciales de clases más pudientes cerca de zonas de residencia más pobres, especialmente impulsada por la construcción de las llamadas gated communities (Sabatini y Cáceres, ٢٠٠٤). Se han ido generando así crecientes incrustaciones de áreas de riqueza en zonas pobres, las que se incorporan en estos espacios desde una estricta clausura respecto a su entorno, protegidas de éste por muros u otros sistemas de seguridad, un proceso que ha sido leído como expresión de la pervivencia (y reverdecimiento en Santiago) de una larga tradición en la ciudad latinoamericana (Borsdorf, 2004). A pesar de que algunos han tendido a sostener que esta segregación podría ser considerada como moderada y más bien estable (Rodríguez, 2001), la tendencia ha sido a considerar, en general, que el desarrollo de Santiago comporta riesgos importantes y es caldo de cultivo de fenómenos preocupantes, dados los efectos perniciosos para la integración social en la ciudad y la calidad de vida, visibles, por ejemplo, en las altas exigencias de traslado y escasas o difíciles opciones de movilidad para los sectores más pobres de la sociedad. Se trata, en efecto, de una concentración poblacional según la condición socioeconómica, lo que agrava las pérdidas de oportunidades laborales en las poblaciones más pobres, aumenta la informalidad, los problemas de seguridad ciudadana, y el acceso y disfrute de infraestructura adecuada (Sabatini y Wormald, 2005).
Los perfiles que ha tomado Santiago en las últimas décadas han sido vinculados con la instalación del neoliberalismo, un conjunto de medidas económicas (privatizaciones, liberalización económica, desregulación, subsidiariedad del Estado, apertura a la competencia internacional, flexibilidad laboral, entre otras) que se transformaron gradualmente en un modelo. Como ha sido ampliamente discutido, en virtud de las dinámicas, concepciones y relaciones de poder producidas por este modelo, las intervenciones sobre el espacio urbano, un espacio de acción concedido a iniciativas privadas como también estatales, se han realizado a partir de una perspectiva que privilegia el valor de cambio sobre el valor de uso. Santiago aparece, desde aquí, como un espacio sometido, para tomar las nociones acuñadas por Harvey desde su particular punto de vista marxista, por un «nuevo imperialismo», cuyo mecanismo más penetrante es el de la «acumulación por desposesión» (Harvey, 2004). Lo anterior en el marco de una globalización que por medio de la constitución de las ciudades como competidoras de recursos, la alianza convergente entre capital financiero y capital inmobiliario (De Mattos, 2007), y la aquiescencia del Estado respecto a estas lógicas (Hidalgo, 2007) ha conducido al debilitamiento de la planificación normativa y a la desregulación progresiva de la gestión urbana, en favor de una cada vez mayor preeminencia del mercado para la definición de los usos del suelo y otras decisiones urbanas (De Mattos, 2004).
Pero la ciudad no es la calle. Y si una perspectiva principalmente económica puede ser quizás y eventualmente suficiente para explicar las transformaciones de la ciudad, acercarse a la calle, en cuanto dimensión urbana constituida por el conjunto de relaciones, interacciones y flujos que en ella se despliegan, requiere una mirada un poco más detallada sobre la condición histórica actual en Chile. La calle, que es la exponente más destacada de la urbs y de la polis, no puede ser comprendida aislada de los sujetos que la habitan y de la trama dramática que los atraviesa a ellos y sus relaciones. Ellos son el material del que está hecha; ella es el continente orgánico (transformable, maleable) donde ellos se despliegan.
En los últimos años los resultados de investigación en ciencias sociales han puesto en relieve que el neoliberalismo, más allá de un mero modelo económico, debe considerarse como un proyecto societal con ambición fundacional que impulsó una nueva matriz sociopolítica (Garretón, 2012). Éste impactó en las formas que adquirieron los desafíos estructurales de la vida social, al mismo tiempo que promovió, sin alcanzarlo plenamente, la producción de nuevos tipos de individuos en consonancia con la imagen de una sociedad perfectamente móvil y competitiva de propietarios y consumidores, sostenidos en el propio esfuerzo y responsabilidad (Araujo y Martuccelli, 2012; Moulian, 1998).
En segundo lugar, lo que este debate muestra es que si es cierto que el neoliberalismo es un factor relevante para entender la condición histórica de la sociedad chilena actual, y por tanto de la ciudad y en última instancia de sus calles, no es el único que ha obrado. En efecto, no puede considerarse en absoluto que el modelo neoliberal se haya cristalizado en la sociedad chilena⁸ y ello en buena medida porque no ha sido el único proceso de índole estructural en ella. Junto con este proceso, el empuje a la democratización de las relaciones sociales ha participado en darles forma a las relaciones y la vida social. Un proceso que se asocia, como ha sido desarrollado no sólo para Chile sino para la región, con procesos de ciudadanización a gran escala, lo que puede considerarse como un nuevo momento de la igualdad como oferta ideal social, y con la entronización del derecho como principio normativo en las últimas décadas (Domingues, 2009; Vargas, 2008). El empuje a la democratización de las