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Vestido de domingo
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Libro electrónico255 páginas3 horas

Vestido de domingo

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Información de este libro electrónico

EL MÁXIMO EXPONENTE DE LA TRAGICOMEDIA AMERICANA
«Un precioso antídoto contra la tristeza o el miedo. Sedaris lo merece todo.»
BOB POP
«Humor devastador para contar cosas tristes. Falsa frivolidad que transforma lo banal en reflexivo.»
SERGI PÀMIES
No es fácil ser David Sedaris.
Crecer en una familia que cree que el televisor es el diablo. Con una madre capaz de encerrarte fuera de casa en plena nevada. Jugando al strip poker cuando aún eres un niño. Pendiente de aquella tía ricachona. Haciéndote pasar por un hippy preadolescente. Siendo expulsado de tu propia casa por ser homosexual. O duramente criticado por convertir a tu familia, todas sus desternillantes y tragicómicas miserias, en el tema de lo que escribes. En la razón para ser el autor humorístico vivo más exitoso del planeta.
No es fácil ser David Sedaris. Pero lo complicado sería un mundo sin él, sin relatos autobiográficos como estas 22 joyas, que nos demuestran que la risa es la respuesta más válida ante lo inesperado, lo absurdo de la vida, lo temible de lo más cercano y, claro, lo involuntariamente gracioso.
IdiomaEspañol
EditorialBlackie Books
Fecha de lanzamiento2 nov 2021
ISBN9788418733611
Vestido de domingo
Autor

David Sedaris

David Sedaris is the author of the internationally bestselling Barrel Fever, Naked, Holidays on Ice, Me Talk Pretty One Day, Dress Your Family in Corduroy and Denim, When You Are Engulfed in Flames, and Squirrel Seeks Chipmunk.

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    Vestido de domingo - David Sedaris

    portadilla

    La perrita Blackie siempre pensó que, si los armarios amortiguan

    los ladridos, no queda otra opción que derribar los armarios.

    portadilla

    Índice

    Cubierta

    Vestido de domingo

    Créditos

    Nosotros y ellos

    Deja que nieve

    El Barco en el Charco

    Full de príncipes

    Contemplar las estrellas

    Monie lo cambia todo

    El cambio en mí

    Hégira

    Patrones de chozas

    La chica de al lado

    Puto trabajo

    El final del romance

    Repite conmigo

    Repite conmigo De seis a ocho hombres negros

    El Gallo en la estacada

    Posesión

    Tápalo

    Un problema peliagudo

    El pollo en el gallinero

    ¿Quién es el chef?

    Baby Einstein

    La nuit de los muertos vivientes

    Notas

    DAVID SEDARIS es un escritor y humorista de loca y muy precisa atención al detalle. Creció junto a su madre, su padre y sus cinco hermanos en la zona suburbana de Raleigh (Carolina del Norte) y ha escrito ensayos autobiográficos contando su vida con ellas y sus posteriores andanzas en Chicago, Londres, Normandía y otros lugares. Ha publicado diez antologías reuniendo sus numerosos textos y un volumen con una selección de páginas de sus diarios de entre 1977 y 2002. Calypso, su obra más reciente, fue un éxito de crítica y público en 2020. Ahora rescatamos sus memorias de infancia y juventud, Vestido de domingo, un compendio de historias repleto de ironía y anécdotas inolvidables sobre crecer y aprender a conocerse. En su juventud pasó unas Navidades trabajando disfrazado de elfo de Papá Noel en los grandes almacenes Macy’s de Nueva York y aquello todavía no se le va de la cabeza. En la actualidad vive en el condado de West Sussex (Inglaterra) junto al pintor Hugh Hamrick —su pareja desde hace casi treinta años—, un erizo llamado Galveston y dos ranas: Lane y Courtney. Hace frío, pero están todos bien.

    Título original: Dress Your Family in Corduroy and Denim

    Diseño de colección y cubierta: Setanta

    www.setanta.es

    © de la fotografía del autor: Ingrid Christie

    © del texto: David Sedaris, 2004

    Edición publicada con el acuerdo de Don Congdon Associates, Inc. a través de Casanovas & Lynch Literary Agency, S.L.

    © de la traducción: Toni Hill

    © de la edición: Blackie Books S.L.U.

    Calle Església, 4-10

    08024 Barcelona

    www.blackiebooks.org

    info@blackiebooks.org

    Maquetación: Newcomlab

    Primera edición: noviembre de 2021

    ISBN: 978-84-18733-61-1

    Todos los derechos están reservados.

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

    Para Hugh

    Nosotros y ellos

    Cuando mi familia acababa de mudarse a Carolina del Norte alquilamos una casa a tres manzanas del colegio donde yo estudiaría tercer curso. Mi madre se hizo amiga solo de una vecina, aunque con esa parecía bastarle. Volveríamos a trasladarnos en un año y, como ella misma decía, no tenía demasiado sentido trabar mucha relación con gente a la que nos veríamos obligados a decir adiós. Nuestra siguiente casa estaba a menos de dos kilómetros y, la verdad, el corto trayecto no requirió lágrimas ni despedidas, apenas un «Hasta luego», pero yo me sumé a la actitud de mi madre, ya que me permitía fingir que no tener amigos era una elección deliberada. Podría tenerlos si quisiera. Simplemente no era el momento.

    En el estado de Nueva York habíamos vivido en el campo, sin aceras ni semáforos; podías salir de casa y seguir estando solo. Pero aquí, desde la ventana, veías otras casas y gente que vivía en ellas. Cuando paseaba después del anochecer siempre tenía la esperanza de presenciar un asesinato, pero la mayor parte de los vecinos se limitaba a sentarse en el comedor a ver la tele. El único hogar que parecía verdaderamente distinto pertenecía a un hombre llamado Tomkey que no creía en la televisión. Dicha información llegó hasta nosotros gracias a la amiga de mi madre, que se dejó caer una tarde por casa con un cesto de kimbombó. La mujer no expresó ninguna opinión: se limitó a exponer la noticia dejando que el oyente reaccionara como quisiera. Si mi madre hubiera dicho «Eso es lo más absurdo que he oído en mi vida», asumo que la amiga se habría mostrado de acuerdo, y si hubiera dicho «Tres hurras por el señor Tomkey», es probable que también se hubiera unido al elogio. Era una especie de examen, como el kimbombó.

    Decir que no creías en la televisión no era lo mismo que decir que te importaba un bledo. Esa creencia implicaba que detrás de la televisión se ocultaba un plan maestro al que te oponías. También sugería que pensabas demasiado. Cuando mi madre transmitió que el señor Tomkey no creía en la televisión, mi padre dijo: «Vale, pues qué bien. Por lo que sé, tampoco yo».

    —Esa es exactamente mi opinión —dijo mi madre, y luego ambos se tragaron las noticias y todo lo que echaron después.

    Se corrió la voz de que el señor Tomkey no tenía televisor y también empezó a circular la opinión de que, aunque era algo que nadie podía reprocharle, era injusto por su parte imponer sus creencias a otros, concretamente a sus inocentes esposa e hijos. Se especulaba con que, al igual que los ciegos desarrollan un sentido del oído más agudo, la familia tenía que compensar esa pérdida de algún modo. «Quizá leen —dijo la amiga de mi madre—. Tal vez escuchen la radio, pero puedes apostarte el sueldo a que algo hacen.»

    Yo quería saber en qué consistía ese algo, de manera que empecé a fisgar por las ventanas de los Tomkey. Durante el día me apostaba en la acera frente a su casa, fingiendo esperar a alguien, y por la noche, cuando la vista era mejor y había menos posibilidades de ser descubierto, entraba en su patio y me escondía entre los arbustos que rodeaban su casa.

    Como no tenían televisor, los Tomkey se veían obligados a charlar durante la cena. Ignoraban por completo lo aburridas que eran sus vidas, y por lo tanto no se avergonzaban del escaso interés que tendrían delante de una cámara. Ignoraban qué era atractivo o qué aspecto debía presentar la cena, ni siquiera sabían a qué hora se suponía que comía la gente. A veces no se sentaban a la mesa hasta las ocho, mucho después de que el resto del vecindario hubiera terminado de fregar los platos. Durante la comida el señor Tomkey daba algún puñetazo sobre la mesa de vez en cuando y apuntaba a sus hijos con un tenedor, pero en cuanto terminaba todos estallaban en risas. Deduje que estaba imitando a alguien, y me pregunté si nos espiaba mientras cenábamos.

    Cuando llegó el otoño y empezaron las clases, vi a los Tomkey subir la colina cargados con bolsas de papel. El hijo asistía a un curso inferior al mío y la hija a uno superior. Nunca llegamos a hablar, pero de vez en cuando me los cruzaba en los pasillos e intentaba ver el mundo a través de sus ojos. ¿Cómo debía de ser vivir en la soledad y la ignorancia? ¿Era algo imaginable para una persona normal? Mirando la fiambrera de Elmer Fudd, intenté olvidar todo lo que sabía: la incapacidad de Elmer para pronunciar la letra r, su constante persecución de un conejo inteligente y mucho más famoso. Aunque intenté pensar en él como si solo fuera un dibujo animado, me resultaba imposible despojarlo de su fama.

    Un día, en clase, un chico llamado William empezó a escribir la respuesta incorrecta en la pizarra y la profesora movió los brazos, mientras decía: «Aviso, Will. Peligro, peligro». Empleó una voz mecánica y carente de emociones, y todos nos reímos, conscientes de que imitaba al robot que aparecía en una serie semanal sobre una familia que vivía en el espacio exterior. Sin embargo, los Tomkey habrían creído que la mujer estaba a punto de sufrir un infarto. Se me ocurrió que necesitaban un guía, alguien capaz de acompañarlos en el transcurso de un día normal y explicarles todas las cosas que no entendieran. Podría haberlo hecho durante los fines de semana, pero la amistad los habría despojado de su aura de misterio y habría interferido con lo bien que me sentía compadeciéndolos. De manera que mantuve las distancias.

    A principios de octubre los Tomkey se compraron un barco, y todo el mundo pareció enormemente aliviado, en especial la amiga de mi madre, que señaló que, sin duda alguna, el motor era de segunda mano. Se dijo que el suegro del señor Tomkey poseía una casa en el lago y había invitado a la familia a usarla cuando les apeteciera. Esto explicaba por qué se iban todos los fines de semana, pero no hacía que su ausencia fuera más fácil de soportar. Me sentí como si hubieran dejado de emitir mi serie favorita.

    Ese año Halloween cayó en sábado, y para cuando mi madre nos llevó de tiendas todos los buenos disfraces se habían agotado. Mis hermanas se vistieron de brujas y yo de vagabundo. Tenía muchas ganas de ir disfrazado a llamar a la puerta de los Tomkey, pero se habían ido al lago y su casa estaba a oscuras. Antes de salir habían dejado una lata de café llena de chucherías de goma en el porche delantero, junto con un cartel que decía: «NO SEÁIS CODICIOSOS». En términos de dulces de Halloween, las chucherías de goma ocupaban el escalafón más bajo. Prueba de ello era el gran número que flotaba en la escudilla del perro que había al lado. Resultaba desagradable pensar que ese era el aspecto que adoptaba una chuchería de goma cuando te llegaba al estómago, y era insultante que te dijeran que no cogieras demasiado de algo que en primer lugar ni siquiera querías. «¿Quiénes se han creído que son estos Tomkey?», dijo mi hermana Lisa.

    La noche después de Halloween estábamos sentados viendo la tele cuando sonó el timbre. Las visitas eran algo poco frecuente en nuestro hogar, de manera que mientras mi padre se quedaba atrás, mi madre, mis hermanas y yo bajamos en tropel y abrimos la puerta para encontrarnos con la familia Tomkey al completo plantada delante. Los padres presentaban su aspecto habitual, pero el hijo y la hija iban disfrazados: ella de bailarina y él de una especie de roedor con orejas de lana y un rabo hecho con algo que tenía pinta de cable eléctrico. Al parecer, habían pasado la noche anterior aislados en el lago y se habían perdido la oportunidad de celebrar Halloween. «Así que, bueno, si no les parece mal, hemos decidido hacer el truco o trato hoy», dijo el señor Tomkey.

    Atribuí su conducta al hecho de que no tuvieran televisor, pero la tele no te lo enseña todo. Ir a pedir caramelos la noche de Halloween se llamaba truco o trato, pero hacerlo el día uno de noviembre se llamaba pedir limosna, y era algo que hacía que el resto del mundo se sintiera incómodo. Era una de las cosas que uno aprendía simplemente estando vivo y me enojó que los Tomkey no lo comprendieran.

    —Claro que no nos parece mal —dijo mi madre—. Niños... ¿por qué no vais... a buscar... caramelos?

    —Pero si ya no nos quedan —dijo mi hermana Gretchen—. Anoche los diste todos.

    —Esos caramelos no —dijo mi madre—. Los otros. Id a buscarlos, rápido.

    —¿Te refieres a nuestros caramelos? —preguntó Lisa—. ¿Los que nos ganamos?

    Era exactamente a esos a los que se refería mi madre, pero no quería decirlo delante de los Tomkey. Con el fin de ahorrarles la vergüenza, quería que creyeran que solíamos tener un bote lleno de caramelos en casa por si alguien llamaba a la puerta y los pedía.

    —Venga, ¿qué os he dicho? —insistió mi madre—. Daos prisa.

    Mi habitación estaba justo delante de la escalera, y si los Tomkey hubieran mirado en esa dirección habrían visto mi cama y la bolsa de papel marrón marcada con la inscripción: «MIS CARAMELOS. NO TOCAR». No quería que supieran cuántos tenía, de manera que entré en mi cuarto y cerré la puerta. Luego corrí las cortinas y vacié la bolsa sobre la cama, buscando lo más asqueroso que tuviera. El chocolate me ha sentado mal toda la vida. No sé si es un problema de alergia o qué, pero incluso la porción más pequeña me provoca un dolor de cabeza mortal. Finalmente aprendí a mantenerme a distancia, pero de niño me negaba a privarme de él. Me comía un brownie, y cuando empezaba el martilleo le echaba la culpa al zumo de uva o al humo de los cigarrillos de mi madre o a que me apretaban las gafas: a todo menos al chocolate. Las barritas eran veneno para mí, pero eran de marca, de manera que las incluí en el grupo número 1, que definitivamente no iría a parar a manos de los Tomkey.

    Desde el vestíbulo me llegaba la voz de mi madre luchando por encontrar algún tema de conversación.

    —¡Un barco! —decía—. Suena fantástico. ¿Y podéis llevarlo hasta el agua?

    —Bueno, en realidad tenemos un remolque —explicó el señor Tomkey—. Así que lo que hacemos es llevarlo hasta el lago.

    —¡Ah, un remolque! ¿De qué tipo?

    —Bueno, es un remolque para barcos —dijo el señor Tomkey.

    —Ya, pero es de madera o de... Ya me entiende... Supongo que lo que pregunto es qué estilo de remolque tienen.

    Tras las palabras de mi madre subyacían dos mensajes ocultos. El primero y más evidente era: «Sí, estoy hablando de remolques para barcos y estoy a punto de morir en el intento». El segundo, dirigido únicamente a mis hermanas y a mí, era: «Si no salís de inmediato con esos caramelos no volveréis a saber lo que es la felicidad, la libertad ni la posibilidad de recibir un abrazo materno».

    Sabía que era cuestión de tiempo antes de que irrumpiera en mi habitación y empezara a coger los caramelos ella misma, eligiéndolos al azar, sin tener en cuenta mi sistema de descarte. De haber pensado con frialdad habría escondido los artículos más valiosos en el cajón de la cómoda, pero en su lugar, aterrado ante la idea de su mano en el picaporte, rasgué los envoltorios y empecé a meterme en la boca las barritas de chocolate, desesperado, como si estuviera en un concurso. La mayoría eran muy pequeñas, lo cual contribuía a facilitar el empeño, pero seguía sin haber mucho espacio y resultaba difícil masticar e ir metiendo más a la vez. El dolor de cabeza empezó al instante y lo achaqué a la tensión.

    Mi madre dijo a los Tomkey que tenía que comprobar algo, abrió la puerta y metió la cabeza en mi habitación.

    —¿Qué coño estás haciendo? —susurró, pero yo tenía la boca demasiado llena para contestar—. Será solo un momento —gritó hacia fuera, y mientras cerraba la puerta a su espalda y avanzaba hacia mi cama, empecé a romper los envoltorios de caramelos y piruletas que había clasificado en el grupo número 2. Ocupaban el segundo puesto de entre las cosas recibidas, y aunque dolía destruirlas, todavía habría dolido más darlas. Acababa de empezar a mutilar una caja en miniatura de Red Hots cuando mi madre me los arrebató de las manos, terminando el trabajo por mí accidentalmente. Las nubes rodaron por el suelo y, mientras las seguía con la mirada, ella le echó el ojo a un barquillo Necco.

    —Esos no —supliqué, pero en lugar de palabras mi boca expulsó chocolate, chocolate masticado, que fue a caerle sobre la manga del jersey—. Esos no. Esos no.

    Se sacudió el brazo y el montículo de chocolate aterrizó sobre la colcha como si fuera un zurullo horrible.

    —Deberías verte a ti mismo —dijo ella—. Hablo en serio, mírate.

    Junto con los barquillos Necco cogió varios caramelos Tootsie y media docena de otros envueltos en celofán. La oí disculparse ante los Tomkey por su ausencia y luego el ruido de mis caramelos al chocar con el fondo de sus bolsas.

    —¿Qué se dice? —preguntó la señora Tomkey.

    Y los chicos respondieron:

    —Gracias.

    Aunque me gané una bronca por mi tardanza en llevar los caramelos, mis hermanas se llevaron otra mayor por no llevar ninguno. Pasamos parte de la tarde en nuestras habitaciones, y luego uno a uno fuimos subiendo al piso de arriba y nos unimos a mis padres frente al televisor. Fui el último en llegar y tomé asiento en el suelo, junto al sofá. Echaban un western y, aunque no me hubiera dolido la cabeza, dudo que hubiera tenido ganas de verlo. Un grupo de forajidos se agazapaba en una cumbre rocosa, dejando a su paso una nube de polvo en el horizonte, y volví a pensar en los Tomkey, en lo solos que parecían y en lo fuera de lugar que estaban sus patéticos disfraces.

    —¿Qué me decís del rabo de ese pobre crío? —pregunté.

    —¡Chsss...! —dijo mi familia.

    Me había pasado meses protegiendo y vigilando a esa gente, pero ahora, con ese acto estúpido, habían transformado mi compasión en algo duro y feo. No se trató de un cambio gradual, sino inmediato, y provocó un incómodo sentimiento de pérdida. No es que fuéramos amigos, los Tomkey y yo, pero al menos les había concedido el regalo de mi curiosidad. Preguntarme por la familia Tomkey me había hecho sentirme generoso, pero ahora tenía que cambiar de estilo y hallar placer en odiarlos. La única alternativa era seguir las instrucciones de mi madre y observarme a mí mismo. Era un viejo truco, diseñado para llevar hacia dentro el odio de uno, y aunque estaba decidido a no caer en él, resultaba duro sacudirse la imagen mental que se deducía de su comentario: ahí estaba, un chico sentado en la cama con la boca manchada de chocolate. Es un ser humano, pero también un cerdo, rodeado de basura y atiborrándose para que no quedara nada para los otros. Si esta fuera la única imagen del mundo, uno se vería obligado a prestarle toda su atención, pero por suerte había otras. La diligencia, por ejemplo, que doblaba el recodo con el cargamento de oro. El nuevo y deslumbrante Mustang descapotable. La adolescente, con su bella melena suelta, que sorbía Pepsi a través de una caña, una imagen tras otra, sin parar, hasta las noticias y, después del telediario, todavía más.

    Deja que nieve

    En Binghamton, Nueva York, invierno era sinónimo de nieve, y, aunque era muy pequeño cuando nos fuimos, podía recordarla en grandes cantidades y utilizar dicho recuerdo como prueba de que Carolina del Norte era, como mucho, una institución de tercera clase. La poca nieve que caía allí solía fundirse en una o dos horas después de chocar contra el suelo, y ahí estabas tú, con el anorak y los poco convincentes guantes, formando una figura abultada hecha principalmente de barro. «Negros de nieve», los llamábamos.

    La fortuna cambió el invierno de mi quinto curso. Nevó y, por primera vez en años, cuajó. Se suspendieron las clases y dos días después tuvimos otro golpe de suerte: había doce centímetros en el suelo, y

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