Asmina
Por Isabella Abad
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África, 1790. Los cazadores de esclavos atrapan a Asmina, joven mujer de la tribu Fon. Su sencillo mundo se derrumba y lo pierde todo: familia, hogar, libertad.
Trasladada al Brasil portugués, núcleo de la producción azucarera y cafetalera, la larga cadena depesares comienza. Pero también la esperanza y la hermandad del candomblé, religión sincrética. Gracias a ella, Asmina confiará solo en la orixá,el espíritu Obba para su salvación.
El dolor tiene cara de hombres blancos y Marciano será su némesis. Pero en el horizonte de desastres, Marco Braganza se presenta como la cara bondadosa del sistema y con él, el amor, prohibido y pasional. Con él, los sueños del romance baten alas y todo se presenta diferente.
Los acontecimientos se suceden y en la vorágine de los mismos, emerge un nuevo hombre: Demba, un esclavo con hambre de libertad, un gigante de ébano que considerará a Asmina de su propiedad desde que la ve.
Entre ellos y un paraíso lejano, los quilombos del Matto Grosso, se debaten el corazón y la razón de Asmina.
En el marco de uno de los comercios más horrendos de la historia, el tráfico negrero, y las fazendas brasileñas, una ficción que te impactará por su crudeza y que te llenará de emociones..
Esta es la vida de Asmina, ¿te atreves a conocerla?
Isabella Abad
Soy madre, esposa, mujer latinoamericana en mis treinta y pico.Trabajo como docente hace más de quince años, con adolescentes y jóvenes. Desde niña la lectura ha sido una actividad de disfrute y relajación. Todo tipo de ella: novelas, cuentos, revistas, etc. Fui y soy una voraz consumidora de novelas románticas, thrillers, ciencia ficción, entre otros. Mi primer recuerdo de esto: ir con varios libros rumbo a la biblioteca de la ciudad y cambiarlos para tener el tesoro que significaba la lectura fresca para la tarde. Los libros digitales se han agregado a mi vida e Internet se ha convertido en una maravillosa biblioteca, disponible a toda hora. Escribo desde que tengo memoria, mas no lo había hecho público hasta ahora, donde encuentro un espacio amplio que me permite conectarme con un público variado y ecléctico. Las novelas románticas me pueden: nos llevan a un mundo de ensueño donde todo es posible y donde la principal emoción de los humanos, el AMOR, reina. Pero todas las pasiones se entrelazan y las variedades y posibilidades son infinitas. ¿Me acompañas en mi camino?
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Asmina - Isabella Abad
PREFACIO
Esta es una obra de ficción, un relato que procura novelar la historia de una mujer negra que no existió, pero que encarna en su figura las características de muchas que sí vivieron y sufrieron en los cruentos siglos de la esclavitud.
Asmina es una construcción personal, un personaje que he creado luego de extensa documentación y estudio acerca de las formas de vida en el África y en el Brasil del siglo XVIII. Cada uno de los detalles que la rodean han sido chequeados, procurando dar verosimilitud a la historia. El resto es vuelo literario y licencias necesarias para enmarcar, contextualizar y dar ritmo y color a la narración.
Con relación a los quilombos, quiero enfatizar su existencia real y agregar un dato de importancia para comprender su magnitud: al día de hoy, pleno siglo XXI, el gobierno brasileño ha contabilizado la existencia de más de 3500 pueblos herederos de aquellos. En esos lugares, los quilombolos
(habitantes), mascan aun su miseria y conviven con la selva, procurando sobrevivir y reclamando un derecho a la tierra que les es esquivo.
Hogar de Asmina, la costa de Ouidah
Quilombos más importantes del siglo XVIII
UNO.
El sol se levanta con vigor sobre el cielo despejado y brillante, los rayos atravesando el aire con fuerza, haciendo sentir su calor sobre hombres y animales. Las manadas de cebras y elefantes han bebido ya sus correspondientes cuotas del vital elemento en los ríos y se aprestan a pastar mientras cuidan el acecho de los predadores. Estos se desperezan sobre los árboles y bajo ellos, aún con sueño por la noche de agitada cacería. Es África salvaje, primigenia, que se despierta.
El paisaje se completa con actividad humana. Hombres y mujeres negros, jóvenes y vitales, recorren la arboleda poco tupida en busca de frutos y leña para abastecer la tribu, asentada un poco más lejos. Con la rapidez que da la práctica y la rutina, arman grandes montones que van echando sobre los hombros y espaldas. Risas y algún que otro empujón matizan la tarea, a la par que algunos se zambullen en el río cercano para quitar el calor y regresar veloces a la faena asignada. Apenas cubiertos con algunos cueros, sus cuerpos son de talla alta y delgados, con rostros angulosos y miembros ágiles. Sus rostros despojados de barbas y los cabellos rizados, sus cuellos envueltos con colgantes en los que se aprecian dientes y partes de hueso o cuero de animales.
De pronto y como salido de la nada, cortando el espacio como una flecha, se escucha un sonido agudo que se intensifica con el correr de los minutos, un largo llamado que se quiebra más de una vez hasta desaparecer abruptamente. La actividad se paraliza y todos se miran con alarma, sin entender al comienzo, hasta que uno de ellos reacciona y corre, y tras él los demás. Con desesperación, miedo y angustia, incitados por el llamado urgente del tambor ñoñofó
, instrumento mayor de la aldea que esta vez no invita al ritual ni a la fiesta. Lo indica lo perentorio, lo fuerte y agónico del toque que se esparce por el aire caliente de la mañana africana.
Las cuatro mujeres y cinco muchachos negros como el ébano, esbeltos como cañas, gráciles y ágiles, con la energía de la juventud, vuelan sobre la sabana. Atrás han quedado los atados de leña que con esmero recolectaron. Son jóvenes de la etnia Fon, una de las tantas del continente, y pertenecen a una tribu mediana asentada en el interior profundo del imperio Dahomey, actual Benín, en el sitio donde África deja de ser tan ancha y comienza la curva, en la costa oeste y sobre el Atlántico
Es el año 1790 DC, aunque poco saben de esto los que corren acuciados por la certeza que algo muy malo les espera al llegar a la aldea. Cada árbol baobab, cada brizna de pasto que pisan se los grita. Las almas de sus muertos, presentes y reanimadas en la Naturaleza circundante, les anuncia que deben tener cuidado, que el peligro acecha.
Es Asmina la que lleva la delantera, una bella joven de largos músculos, cabello corto ensortijado y rasgos finos que ahora se manifiestan tensos y crispados. Sus ojos negros brillan como estrellas; sus blancos dientes, por lo habitual expuestos en una sonrisa, ahora se aprietan con temor. Corre y ruega a los espíritus orixás que no sea lo que creen, que no sean los Nagó.
Mucho tiempo había pasado desde que su tribu debió abandonar su espacio natural e internarse en el corazón del Dahomey, buscando con ello la protección de las montañas Atakora y el río Pendjabi, en un intento de alejarse de aquellos malditos cazadores de hombres. Al amparo de la Naturaleza bondadosa y de los antepasados vigilantes buenos años de paz llegaron. Pero el peligro había estado latiendo ahí desde siempre.
Los Nagó o yorubas, un pueblo conquistador que controla gran parte de la costa del Oeste africano, extiende su reino a fuerza de guerra y dominación. Para ellos los demás son sólo objeto de caza y sometimiento, jejes
es el nombre que les adjudican a quienes no pertenecen a su tribu. Y los Fon, el pueblo de Asmina, no lo son.
— ¡Cuidado! — murmura el mayor de los hombres, apenas un muchacho de dieciséis.
En estas tierras difíciles los niños pasan a ser hombres pronto. La advertencia hace que se resguarden en la arboleda que rodea a su aldea. Miran con cautela antes de ingresar. Entonces el silencio se quiebra con gritos de angustia y ante sus ojos la escena se torna dramática.
Como lo temían, ellos están ahí. Golpeando, persiguiendo, atacando. Alcanzan a ver que el tambor y su ejecutante yacen, ambos rotos por la fuerza de los golpes. Los guerreros Nagó, brutales e indiferentes al clamor de sus iguales de raza, apilan sobre uno de los extremos de la aldea a los más jóvenes del poblado, hombres y mujeres, arreándolos como si fueran ganado.
Asmina divisa entonces a su pequeño hermano, golpeado y sangrante y no puede evitar salir y correr, dejando a un lado el cuidado, gritando su nombre. Vano es el intento de sus compañeros por detenerla y sus aullidos alertan a los invasores, hombres entrenados a los que poco les cuesta dominarla, a pesar de que lucha como una fiera salvaje. Muerde y patea a sus captores que la elevan por los aires y ríen tirándola con los otros con rudeza, sin miramientos, con la indiferencia y el desprecio del que sólo ve ante sí objetos o seres inferiores.
Pronto están a su lado sus amigos, que no pudieron evitar ser capturados con facilidad por quienes tienen años en la tarea de cacería de los hombres. ¿Cómo podrían impedirlo? Ellos solo tienen las habilidades de recolectores y agricultores pacíficos, nada saben de la guerra y la conquista, actividades del día a día de los hostiles guerreros yorubas. Su defensa siempre fue escapar y resguardarse y esto funcionó durante mucho tiempo. Pero ahora, el peligro del que tanto huyeron los ha alcanzado.
Miran con dolor como las casas de la aldea se consumen prácticamente todas bajo el fuego, los techos ardiendo al cielo, destrozados los corrales y los enseres, muertos los animales. La furia Nagó busca eliminar todo indicio de vida por fuera de sus cánones. Y las tribus libres son un desafío que no están dispuestos a tolerar.
Cuando nada queda por destruir y apenas ancianos decrépitos y niños de ojos muy grandes permanecen al centro, los capturados son obligados a incorporarse. Atados unos a otros y en fila, comienzan una caminata que los llevará a kilómetros de su hogar, sin vuelta atrás. Asmina mira a sus abuelos y a su pequeño hermano que quedan atrás, solos y desamparados, expuestos a todos los peligros de la jungla. Sus padres, así como un hermano mayor van más adelante en la larga columna custodiada.
¿Dónde están orixás? ¿Dónde están? Protejan a sus servidores
, solloza mirando en derredor y al cielo, levantando los brazos. El dolor inesperado y atroz la invade cuando el látigo cruza su espalda.
—Camina y deja los gritos, jeje
—la insta con fiereza uno de los guerreros.
Y camina. Cómo puede. Con terror. Con dolor. Con angustia. Sintiendo que nunca antes el silencio de la Naturaleza fue tan aterrador. Los espíritus y las almas bienhechoras, que usualmente murmuran en el aire caliente, se han ido o callan de dolor.
El trayecto es agotador, demoledor. Por lo lento, por las cuerdas que ajustan y someten, por la distancia, por el hambre. A su paso los Nagó arrasan otras aldeas como la suya, destruyen otras familias, asolan y esclavizan a otros como a ellos. Aletargados por el dolor y el cansancio, Asmina y los suyos son mudos testigos de atropellos y desastres, a la par que la larga cadena de hombres y mujeres condenados se ensancha. La caravana se dirige a la costa, donde las blancas arenas bañadas por el Océano Atlántico son escenario de uno los intercambios comerciales más abyectos de la Historia.
— ¿Dónde vamos? —se preguntan los condenados unos a otros cuando pueden—. ¿Hacia dónde nos llevan? —murmuran con pavor.
—Dicen que los Nagó tienen pacto con los demonios. Dicen que tratan con ellos en persona—susurran las voces.
Sedientos, hambrientos, desesperados.
— ¿Qué será de nosotros? —pregunta Asmina con terror, para recibir la muda mirada de su padre que la insta a resistir, como siempre lo ha hecho.
—Resiste, tú puedes— le indica—Tú confía. Espera.
Pero ella puede leer en su rostro el desasosiego. No hay certezas en esta pesadilla.
—Dicen que alimentan a sus dioses con los hombres. Que tienen fauces enormes y vienen del mar a comerse a los cautivos—continúan las voces inquietas y cansadas.
Cuando las fuerzas van mermando y apenas quedan energías, la visión del poblado alivia un tanto a los agotados. Están llegando a la costa oeste de África, llamada Ouidah, también conocida como la costa de los Esclavos
. Allí hay una aldea, otrora pequeña, que creció a costas de la continua excursión de los europeos en busca de brazos esclavos. En él, además de sus habitantes naturales, conviven las fortalezas de varios imperios, enclaves coloniales impuestos por la ambición de quienes siempre están hambrientos de mano de obra barata.
El primero de estos grandes pueblos europeos en llegar, por su voluntad exploradora de la costa africana desde el siglo XV con Enrique el Navegante, y por tanto más importante es el portugués. Pero también el holandés y el inglés se disputan el control de la región, al menos de sus costas. Los mayores comerciantes negreros no se adentran en el corazón africano, sin embargo, al menos no por ahora. Para esa tarea de caza dependen de las tribus Nagó que realizan con despiadado placer lo encomendado, habida cuenta de que les permite acentuar el dominio sobre los jejes
y a cambio, consiguen armas, objetos, telas y otros enseres.
Los cautivos arriban pesadamente a una zona donde serán mantenidos hasta que los barcos lleguen y las pujas entre los negociantes comiencen. Son empujados y obligados a entrar en precarios galpones, donde permanecerán hacinados y apenas alimentados a pan y agua durante días, en los cuales vegetan y sobreviven como pueden, presos de sus angustias, miedos y algunos ya dejando entrever sus deseos de morir.
— ¿Qué hacemos?¡Qué hacemos! — inquiere Asmina, desencajada y sin poder creer la quietud de espanto y la desidia de sus iguales, que no atinan a ensayar ningún conato de rebelión o fuga.
—Nada podemos hacer, niña — responde un adulto— ¿Qué no ves las armas? ¿Qué no ves los demonios? Ahí están, junto a los Nagó. ¿Qué podríamos hacer? No hay esperanza.
La muchacha observa los hombres extraños con expectación. Son blancos, muy blancos. Sus ojos brillan con colores extraños y tienen cabello en todo el rostro. Estos monstruos caminan sobre dos piernas y gritan y ríen. Son ellos los que mandan y ante su presencia los fieros guerreros Nagó son dóciles. Huelen mal y beben extrañas pócimas que los ponen aún más violentos. Entonces comprende el miedo de los suyos y se hace carne en ella. ¿Cómo no temer a estos dioses o monstruos?
Son ellos los que los hacen conducir por lotes a un gran claro, la plaza principal de la aldea, lugar donde los cautivos son expuestos ante una pequeña multitud que grita y gesticula, con distintas ropas y acentos. Una cosmopolita conjunción de nacionalidades invierte su dinero y compra cuerpos y voluntades para multiplicar sus ganancias cuando arriben a su destino y tripliquen su valor. Uno de los tratos más viles de la historia que enriquecerá a muchos de los que ahora gritan sus ofertas.
Ella nada entiende, ¿cómo podría? Solo es una joven aldeana que ha visto el sol salir y ponerse por diecisiete años, que ha visto pasar la estación de las lluvias y la sequía, que ha corrido tras los antílopes, que ha vivido en paz. Sólo puede mirar sin entender; sus ojos oscuros enormes tratando de comprender los sonidos extraños, las voces altisonantes, los gritos. De pronto sus padres y hermanos, hace unos instantes a su lado, son llevados a empujones y desaparecen de su vista.
— ¿Dónde los llevan? ¿Dónde van? — grita y solloza, tratando de seguirlos.
Las cadenas la detienen y el golpe la vuelve al sitio. Nadie responde. Ya no están, se han ido. Mercaderes de distintas nacionalidades han pujado en brutal remate y la familia es disgregada, los amigos separados, la unidad del clan seccionada para siempre y sin posibilidad de duelo por ello.
Al dolor del alma sigue el físico, atroz, al serle grabada a fuego la marca que indica la posesión. Son hombres y mujeres objeto ahora, responden ante un dueño. Es una adolescente apenas, pero su cuerpo y su espíritu aprenden en cuestión de días que el margen para la desesperación y el miedo es maleable y siempre puede ser mayor.
Aturdida y dolida, desesperada y casi como fiera acorralada que solo espera, ve como en sueños que nuevos grilletes y nuevos hombres se hacen cargo de ella y otros, separándolos y observándolos con más atención: dientes, miembros, ojos. Y nuevamente los fuerzan a caminar.
Lo siguiente que ve es la blancura y el brillo de la arena, que deslumbra sus ojos acostumbrados a la oscuridad de los galpones. Sus pies, habituados a pisar y correr por las suaves praderas de la sabana, se hunden y dificultan la caminata. El profundo y maravilloso azul del Océano Atlántico, el sol de pleno, el verdor de las palmeras no son augurio de disfrute, sino el prolegómeno del horror, más aún.
A unos quinientos metros en el mar o más, esperan los barcos. La visión de esos objetos marrones, enormes y desconocidos recortados sobre el agua detiene a los cautivos con pavor y obliga a los captores a multiplicar golpes y latigazos. ¿Esos son los monstruos de los que hablan las leyendas? ¿Los caballos de los demonios? ¿Los que tragan a los hombres en su estómago? Los hombres se resisten y tratan de volver y los castigos arrecian. Los esclavos temen más a los monstruos que a estos dioses que golpean, pero las armas pronto mandan y aquietan.
— ¡Avancen!
Otros hombres y mujeres como ellos confluyen desde distintas direcciones y pronto la playa se puebla de seres condenados y de gritos. Las barcazas avanzan cortando las olas en busca de su mercancía. Sería más fácil si los barcos pudieran acercarse, pero corren el riesgo de encallar. La costa de Ouidah no permite que fondeen navíos de envergadura como lo son los grandes barcos comerciantes de portugueses e ingleses. Las pequeñas embarcaciones van y vienen en un trasiego sin pausa, indiferentes a la desesperación de los desahuciados a los que transportan.
Cuando algunos tratan de resistirse, el cuero quema pieles y aplasta cualquier intento de rebeldía. Asmina es forzada a subir en la precaria embarcación que avanza sacudida por el océano. El frío del agua que salpica, el dolor y el cansancio se hacen uno y las lágrimas fluyen sin control, anegando su rostro y el de los otros. No hay consuelo aquí, cada uno de los cautivos ensimismado en su angustia.
Apenas sí puede volver la mirada y dar un último vistazo y adiós a su tierra. Ya no la vera más, lo sabe bien. ¿Qué será de sus padres y hermanos? No los vio en la playa. ¿Quién cuidará de los que quedan, su pequeño hermano, sus abuelos? ¿Quién mantendrá el fuego Fon en la aldea? Baja la vista y llora, y se obliga a levantarla y mirar al frente.
DOS.
La magnitud del monstruo—objeto—lo que sea, la asombra. ¿Cómo puede algo tan enorme mantenerse sobre el agua? ¿Será verdad que es un monstruo? Está cargado de otros demonios que se asoman y gritan. Con celeridad son obligados a ponerse el pie y subir por la débil y balanceante escalera. Debajo, el agua violenta y oscura golpea el casco.
Toca la madera de la cubierta y pisa la misma que cruje y chilla como si se quejara y de verdad tuviera vida. Mira hacia arriba y ve las cuerdas y telas blancas gigantes que ondean y parecen comerse el viento que sopla. Poco más puede apreciar, empujada sin miramientos hacia la negrura del interior, bodega a la que se accede por estrechos escalones y que se asemeja a una boca desdentada que los engulle.
Avistó el último sol y aspiró el último aire limpio y fresco por varias semanas. La oscuridad de las entrañas del barco serán su única realidad día tras día. Los grilletes de pies y manos pesados y apretados, serán lastres que impedirán cualquier movimiento. El olor es sórdido, nauseabundo y les cuenta de otras tragedias, de otros horrores, de otros como ellos.
La nave ha transportado tantos cientos de esclavos, ha sido testigo de tanta muerte, dolor y miseria, que todo parece impregnado y testimoniado en su casco. Es un Tombeiro
, nombre que los portugueses dan a los navíos mercantes negreros especializados en el tráfico de seres humanos de África a la América conquistada por los europeos.
La economía colonial americana es una generadora de réditos y riquezas sin igual, pero para ello necesita alimentarse de brazos. Es una máquina devoradora de hombres y fuerzas Los blancos conquistadores no trabajan