Intrigas de palacio
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Intrigas de palacio - Maria Carme Roca i Costa
Intrigas de palacio
Copyright © 2008, 2022 Maria Carme Roca and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728022399
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Para mis queridas tías Teresa Costa,
Carme Costa y Rita Galobardes.
De subtilitat singular, d’entendre, de comprendre, de gosar emprendre grans fets, no pens que persona del món vivent li’n port avantatge...¹
Fragmento del elogio que Bernat Metge hace de la reina Violante de Bar en el Libro cuarto de El sueño.
BREVE APUNTE HISTÓRICO
A finales del siglo xiv , el rey Juan I, llamado el Cazador, el Amador de la Gentileza, el Despreocupado, murió sin descendencia masculina.
Falleció un viernes, 19 de mayo de 1396, mientras cazaba en los bosques de Orriols, cerca de Foixà, camino de Torroella de Montgrí, en tierras de Gerona. Le acompañaban su esposa, la reina Violante, y sus consejeros. Todo parece indicar que sufrió un ataque al corazón o un derrame cerebral que le derribó de su montura. Murió antes de llegar a Gerona. Sin embargo, hubo quien creyó que su muerte no había sido accidental. No faltaban motivos que avalaran tal suposición. A sus cuarenta y cinco años, el rey dejaba atrás una corona empobrecida, unos súbditos descontentos de su gobierno y el aplauso de los miembros de su camarilla.
Su muerte, pues, contentó a la mayoría y sólo fue sentida por sus consejeros y amigos –entre ellos, el mismo Bernat Metge–, que, de inmediato, fueron acusados de crímenes políticos e incluso de alta traición. Su propia viuda no se libró de tanta ira desatada. La animadversión hacia su persona quedó patente en el hecho de que ni tan siquiera se planteó la posibilidad de que ella pudiera ejercer la regencia. También se les negó tal oportunidad a las hijas del rey. Los miembros del Consejo se apresuraron a encomendar la regencia a María de Luna, esposa de Martín –hermano del monarca–, que, por entonces, se hallaba en Sicilia.
Nadie apreciaba a Violante, nadie se puso de parte de la hija del duque de Bar y sobrina del ya fallecido rey de Francia, Carlos V el Sabio.
Pero la reina viuda no se quedó de brazos cruzados. Se equivocaban quienes creían que podían arrinconarla fácilmente. Ella, que había sido el puntal de la corona durante el gobierno de su esposo, ella, que había gobernado en su nombre cuando había sido necesario, ella, que había parido un hijo tras otro con tal de dar herederos a la corona... no se merecía este trato. Al menos eso pensaba Violante.
Y, aunque afligida por la muerte del hombre que amaba, la reina viuda no se rindió. Acostumbrada a la desgracia que tantas veces había estado presente en su vida, continuó luchando por lo que creía suyo.
Mujer culta, inteligente, tan refinada como ambiciosa, la reina aún tenía que decir la última palabra. Y era un mensaje importante: estaba embarazada. Puesto que ésa era la única arma que le permitiría conservar el poder, iba a utilizarla.
Tanto la corte como los miembros del Consejo se quedaron atónitos: la noticia rompía el orden sucesorio previsto. Aunque lo cierto es que tampoco les extrañó. Todos conocían la buena relación que existía entre el rey Juan I y su esposa, y que la reina Violante estuviera embarazada no era ninguna sorpresa. Eso sí, debía ser un varón, una infanta no alteraba la situación.
Por otra parte, la regente designada, María de Luna, una mujer sensata y bondadosa, pero de carácter firme, estaba decidida a defender los derechos de su marido. Y, en la retaguardia, Sibila de Fortiá, la cuarta esposa de Pedro III el Ceremonioso y, por tanto, madrastra de sus dos hijos varones, observaba disimuladamente cómo sus nueras se disputaban la regencia.
Así, cuando Europa despedía el Medioevo y se abría al Renacimiento, mujeres tan singulares como María de Luna, Sibila de Fortiá o Violante de Bar, que tenían vetado el poder por su condición femenina, se encontraron dirigiendo las riendas de la política en un mundo presidido por los hombres.
Y Violante, sobre todo, las empuñó con firmeza.
PRINCIPALES PERSONAJES HISTÓRICOS
Benedicto XIII (1328-1422). Pedro Martínez de Luna, conocido como el Papa Luna o el antipapa. Sucesor de Clemente VII en la corte papal de Avignon.
Bernat Metge (1340/46-1413). Escritor y traductor. Notario, miembro de la Cancillería y secretario real de Juan I, de Violante de Bar y, posteriormente, de Martín el Humano.
Carrossa de Vilaragut (1356-1433). Doncella y amiga de Violante de Bar. Hija de Juan de Vilaragut, señor de Albaida, y de Isabel Carrós y Ximenes de Borriol. Entró al servicio de Violante cuando ésta contrajo matrimonio con Juan, por entonces duque de Gerona.
Christine de Pisan (1364-1430). Escritora francesa, hija del astrólogo Thomas de Pisan, educada en la corte del rey Carlos V de Francia.
Jaime de Urgel (1378/80-1433), llamado el Desafortunado. Conde de Urgel y vizconde de Ager, hijo del conde Pedro II de Urgel y de Margarita de Monferrato. Contrajo matrimonio en 1407 con Isabel, hija de Pedro III el Ceremonioso.
Juan I (1350-1396). Rey de la Corona de Aragón, conocido como el Cazador, el Amador de la Gentileza y el Despreocupado. Hijo de Pedro III el Ceremonioso y de Leonor de Sicilia. Prometido a Juana de Valois, hija de Felipe IV de Francia. El matrimonio no llegó a celebrarse porque la novia murió durante el viaje. Se casó entonces con Mata de Armanyac y, al enviudar, con Violante de Bar.
Luis III de Anjou o de Provenza (1403-1434). Rey titular de Nápoles, conde de Provenza y duque de Anjou. Hijo de Luis II y de Violante de Aragón. En vida de su padre ostentó el título de duque de Calabria.
Margarita de Prades (1387/88-1429). Reina de la Corona de Aragón. Hija de Pedro de Prades y Juana de Cabrera. Segunda esposa de Martín el Humano.
María de Luna (1357-1406). Reina de la Corona de Aragón. Hija de Lope de Luna, primer conde de Luna, y de Brianda de Got. Primera esposa de Martín el Humano.
Martín I (1356-1410). Rey de la Corona de Aragón (1396-1410) y de Sicilia (1409-1410), conocido como el Humano. Hermano de Juan I, heredó la corona al morir éste sin descendencia masculina. La misma circunstancia le afectó a él, por lo que, tras el interregno, hubo de firmarse el Compromiso de Caspe.
Martín I de Sicilia (1376-1409). Rey de Sicilia conocido como el Joven. Casado con María de Sicilia, de quien heredó el reino, al enviudar contrajo matrimonio con Blanca de Navarra. Solo dejó hijos bastardos.
Renato de Anjou o de Provenza (1409-1480), conocido como el Bueno. Conde de Provenza, duque de Anjou, duque de Bar y de Lorena, rey de Nápoles (1438-1472), conde de Guisa. Rey de Cataluña y pretendiente a la Corona de Aragón (1466-1472). Hijo de Luis II de Provenza y de Violante de Aragón. Contrajo matrimonio con Elisabet de Lorena y, tras enviudar, con Juana de Laval.
Sibila de Fortiá (¿-1406). Reina de la Corona de Aragón. Hija de Berenguer de Fortiá y de Francisca de Vilamarí. Cuarta esposa de Pedro III el Ceremonioso. Madrastra de Juan I y Martín I.
Violante de Aragón (1381-1442). Reina titular de Nápoles, duquesa de Anjou y condesa de Provenza. Hija mayor de Juan I y Violante de Bar. Contrajo matrimonio en 1400 con Luis II, rey de Nápoles, duque de Anjou y conde de Provenza.
Violante de Bar (1365-1431). Reina de la Corona de Aragón, nacida en Francia. Hija de Robert I de Bar y de María, hermana de Carlos V de Francia. Segunda mujer del infante Juan, duque de Gerona, que más tarde se convertiría en rey de la Corona catalano-aragonesa.
PRIMERA PARTE
1396
Una oscura sombra se desliza por las tortuosas calles del barrio judío de Barcelona. La débil luz violácea del atardecer se ha conjurado con su voluntad de pasar desapercibida. Arrastrada por una plataforma invisible, no anda, resbala sobre los humildes adoquines que apenas pueden silenciar las suaves, pero decididas pisadas.
Es una mujer. Y no una mujer cualquiera. Anfosa de Castellnou –así se llama– es una de las doncellas de la duquesa de Montblanc, María de Luna, la esposa del duque Martín, el hermano del rey Juan I que acaba de morir.
Los ventanales se entreabren para observar quién anda por la calle. Es imposible reconocerla embozada como va en un manto adamascado de un azul tan oscuro que se confunde con la noche recién estrenada.
Hace aire. Un viento furibundo de primavera que silba reproches y remueve hedores de muertes antiguas y recientes. Han pasado ya cinco años desde el asalto a la judería de Barcelona, pero aún permanecen abiertas las heridas infligidas a sus habitantes. Cualquier persona ajena al barrio es sospechosa y, por tanto, susceptible de despertar temores. Por eso, cuando algún desconocido se adentra en sus calles, todo el mundo opta por recogerse en el interior de las casas.
Anfosa, no obstante, hace caso omiso de los temores ajenos y, pese a ser cristiana, va derecha a su objetivo: la calle Jafiel, una de las más emblemáticas de la judería.
Alta, esbelta y flexible como un junco, se mueve a favor del viento que ahora la lleva hacia... ¿lo sabe alguien? Ella. Y, hasta que no encuentre la ocasión, bien se cuidará de propagarlo. Diestra como es con las palabras, sabe medirlas con discreción, dosificar los silencios y guardar los secretos con calculada sabiduría.
La mirada de Anfosa, vestida de un azul casi transparente, ha dado con la casa que buscaba. Una extraña sonrisa que bien pudiera confundirse con un gesto de desagrado se ha dibujado en su rostro, de una extraña belleza y que se resiste a marchitarse a pesar de haber rebasado ya las tres décadas de vida.
Parada ante el gran portalón de madera, golpea la puerta con dos toques largos y uno corto, se detiene unos instantes y repite de nuevo, aunque levemente. Es la señal convenida.
Desde un ventanuco abierto en el piso superior, un hombre tuerto la observa y, de inmediato, escupe en el suelo. Es Jacob Alatzar, el que fue médico de prestigio en la corte del rey don Juan, al que sirvió con ayuda de su esposa. Pero eso fue antes, ahora no corren buenos tiempos para los suyos.
«¡Mal rayo la parta!», refunfuña el tuerto mientras corre, escaleras abajo, a avisar a su mujer de la visita.
Miriam, así se llama ella, se levanta trabajosamente del banco y deja una escudilla sobre la mesa. En su interior hay un puñado de verduras picadas. Los ojos, brillantes debido al escozor producido por la cebolla, miran al hombre entre temerosos y perplejos.
–Ve a abrir –le ordena.
En el exterior, Anfosa espera paciente. Aún sin verlo, adivina lo que está pasando en el interior de la vivienda: Jacob, el médico tuerto, la ha visto desde la ventana y debe de haber avisado a su mujer. Y sabe que, aunque a regañadientes, van a abrirle.
En la puerta, Anfosa escucha cómo se acercan unos pasos oscilantes, los propios de una persona que cojea.
–No sois bienvenida –dice la mujer responsable de las pisadas, entreabriendo la puerta para disimular su desagrado.
–Las noticias que os traigo os interesan –asegura Anfosa.
Un breve silencio antecede al chirriar de unas bisagras oxidadas.
–Pasad –espeta Miriam, muy hosca.
Seguida por Anfosa, Miriam se dirige hacia la estancia que hace las veces de comedor y cocina y ofrece asiento a la recién llegada, que, con algo de recelo, se sienta en una silla mugrienta por los humos de la cocina.
«¡Lástima de damasco!», se lamenta la dama al saber inevitable el contacto de la tela delicada de su manto con el banco grasiento.
Al dejar resbalar sobre sus hombros el manto de fino damasco toscano, regalo de María de Luna, Anfosa ha dejado al descubierto un no menos delicado brocado veneciano que resalta su armoniosa figura. Tanta elegancia no pasa desapercibida para Miriam, que, por un momento, se avergüenza de su vestido tosco de sarga humilde. No le importa demasiado, pues la presunción no se cuenta entre sus defectos, pero le desagrada comprobar que, gracias a su atuendo, la dama hace gala de cierta superioridad.
–Podéis hablar, estamos solos –dice, señalando a Jacob, que acaba de incorporarse a la reunión–. Os agradeceremos, no obstante, que seáis breves y os vayáis pronto.
–El rey Juan ha muerto –anuncia Anfosa con semblante serio.
El matrimonio judío intercambia una mirada de sorpresa. Pese a que ya hace una semana del acontecimiento, apenas salen de casa. Es lógico, pues, que desconozcan la noticia.
El único ojo de Jacob parpadea nervioso mientras observa con interés a Anfosa.
A la dama le gustaría regodearse, manteniendo la incógnita un buen rato a fin de hacer crecer la curiosidad de los judíos –enseguida ha comprendido que desconocían la muerte del rey–, pero no se lo puede permitir. Ha de ir al grano. No le interesa que nadie la eche de menos. Ha contado que iba a ver a un pariente enfermo y ciertamente lo ha hecho, cuidándose de tener una buena coartada, pero si no quiere levantar sospechas no puede entretenerse demasiado en casa del médico judío.
–El rey Juan murió el viernes pasado... Dicen que cayó de su caballo mientras iba de cacería. Hay quien asegura que el caballo se asustó al ver a una loba enorme; otros, que ha sido víctima de la enfermedad que le atacó apenas ser coronado rey... Os acordáis, ¿verdad?
Jacob asiente con la cabeza. De sobra se acuerda de que el rey Juan cayó gravemente enfermo al poco tiempo de ceñir la corona. Recuerda también que la reina Violante creyó que la recuperación del monarca se debía a sus oraciones, a la penitencia que se impuso y a las generosas donaciones concedidas a iglesias y monasterios para que se rezara por la curación de Juan. Claro que, como mujer inteligente que es, no se conformó con las oraciones y recurrió a la ciencia y a la medicina. Por eso acudió a él, al prestigioso cirujano Jacob Alatzar. Es más, fue muy generosa.
–Así que ya veis, un desgraciado accidente ha causado la muerte del rey –concluye Anfosa.
–¿Vos creéis que se ha tratado de un accidente? –pregunta incrédula Miriam mientras vuelve la mirada a su marido buscando su complicidad.
–Eso dicen... –susurra Anfosa con sarcasmo.
–Puedo deducir de vuestras palabras que no lo acabáis de creer –comenta Jacob suspicaz–. Ciertamente, se mueven demasiados intereses en torno a la muerte del rey.
–¿Sibila? –irrumpe Miriam en la conversación.
Anfosa esgrime una sonrisa enigmática y frunce los labios. Parece que está a punto de dar un beso o de decir un disparate. Es la segunda opción. Sibila, la viuda de Pedro III, el anterior soberano, padre del rey Juan, tenía muchas posibilidades de estar implicada en el tema. Pero pensar tal cosa era la solución más fácil.
–No es sólo Sibila... También María de Luna. Vaya, no ella en persona, todos sabemos que es una mujer irreprochable, me refiero a su familia, los Luna.
–¿No es una osadía suponer tal cosa de la saga de la condesa? ¿Acaso no es a ella a la que servís? –increpa el tuerto.
–Ya sabéis que no tengo amo ni ama, a pesar de servir como doncella a la duquesa de Montblanc.
Mientras escucha a Anfosa, Jacob repara en que si el rey ha muerto sin herederos, la corona pasa a su hermano Martín... Pero éste está en Sicilia. A María, por tanto, le corresponde la regencia, un cargo que no sólo la favorecerá a ella sino a todo aquel que pertenezca a su área de influencia. Por tanto, Anfosa se convertirá en una persona con la que más vale no enemistarse.
–Decidnos, señora, a qué se debe vuestra presencia en esta casa –le interrumpe Jacob, cambiando su tono hiriente por otro más solícito.
–Estoy aquí en nombre de la reina Violante, a pesar de que no es ella quien me envía. Es más, ella no sabe nada.
Anfosa de Castellnou respira hondo y se acomoda algo más relajada en su mugriento sitial. Sabe que ya ha encendido una chispa de curiosidad en sus interlocutores.
–¿Quién os envía, pues? –pregunta el matrimonio al unísono.
–Una amiga suya.
–Carrossa de Vilaragut –exclama Miriam.
–Vosotros lo habéis dicho, no yo –puntualiza Anfosa con sutileza.
–¿Y nosotros? ¿Qué queréis de nosotros? –pregunta Jacob un poco harto de tanto misterio.
Anfosa, que, además de que se le hace tarde, advierte la impaciencia de los judíos, se apresura a puntualizar:
–Puesto que los consellers ² de Barcelona, con la aprobación de los miembros de las Cortes de Aragón, de Mallorca y de Valencia, se han apresurado a nombrar regente a la duquesa María de Luna, Violante se ha quedado sola.
–Como en su momento se quedó Sibila –añade Miriam.
–Pero Violante afirma que está embarazada –continúa Anfosa.
–Eso puede cambiarlo todo –interviene Jacob.
–Así es.
–Y al rey, ¿ya le han enterrado? –pregunta Miriam temerosa de que puedan ser víctimas de algún tipo de represalia por no haber rendido los debidos respetos al rey difunto.
En los últimos tiempos, los judíos hasta temen respirar el mismo aire que los cristianos.
–El cuerpo del rey viene de camino a Barcelona. Creo que mañana se le depositará en Santa Eulalia del Campo y se le enterrará en la catedral dentro de dos o tres días –contesta Anfosa.
–Estáis muy bien informada –comenta Jacob.
–Sí, pero no es mérito propio sino de la dama que me envía. A ninguno de nosotros nos interesa que María de Luna sea la reina –añade Anfosa retomando el hilo de la conversación que poco antes interrumpió Miriam–. Tal vez no lo consigamos, pero nos conviene que Violante sea la regente. Con ella todo sería más fácil, y no hace falta que os diga que vosotros, los judíos, saldríais ganando...
El matrimonio se remueve, inquieto, en el banco carcomido y aún más mugriento que el asiento de Anfosa.
El recuerdo de los fatídicos sucesos acontecidos en las juderías a comienzos de agosto de 1391 aún resuena con fuerza en su corazón: asaltos, robos, incendios de viviendas, heridos, muertos... A pesar de todo, piensa Jacob, salieron bien parados de la acometida del fanatismo antisemita. Él únicamente perdió un ojo: no pudo evitar el bastonazo que le reventó el globo ocular, pero cayó desmayado y su agresor le dio por muerto. Por su parte, su mujer, que podía haber fallecido al ser defenestrada –suerte que la casa no tiene más que dos pisos–, sólo se quedó coja de la pierna derecha. Unos fanáticos entraron y, después de robar todo lo que les pareció aprovechable, lo destrozaron todo. Si él se hubiera encontrado mejor –¡Dios, cuánto le dolía el ojo!– habría podido cuidar de Miriam y evitarle el daño en la pierna.
De nada habían servido las ordenanzas del rey don Juan. Pese a que por entonces estaba en Zaragoza, el monarca había decretado que se protegiera a los judíos. Pero los muertos se multiplicaron por docenas.
Y lo peor, la triste realidad, era que desde entonces se había ido al traste la prosperidad proverbial de los judíos catalanes.
Jacob y su mujer sabían que los tiempos gloriosos se habían acabado y ahora el anciano médico se planteaba la posibilidad de irse muy lejos. Demasiados sucesos desgraciados les perseguían. Y todo por culpa de la envidia que provocaba su condición de ciudadanos prósperos y sabios que gozaban de la protección real. En los últimos cincuenta años se les había acusado de todo tipo de culpa, hasta de ser los causantes de la epidemia de peste.
Cada vez iban perdiendo más terreno y protección. Hacía un año que habían convertido la sinagoga de la calle Sanahuja en una iglesia, la de la Trinidad, y habían alquilado a un alfarero la sinagoga mayor. Todo iba desapareciendo poco a poco: los baños, los hospitales, las escuelas para los más pequeños...
Jacob se había perdido unos instantes en sus propios recuerdos, pero vuelve a la realidad cuando oye cómo su mujer pregunta a Anfosa qué quiere de ellos.
–De momento nada –responde la dama–, sólo saber si puedo contar con vosotros en caso de que la reina viuda Violante os necesite.
–No queremos saber nada de los reyes, sean quienes sean. Ahora ya no –afirma rotunda Miriam.
–No quería ser desagradable –añade Anfosa–, he venido a vuestra casa con el ánimo bien predispuesto, pero dispongo de cierta información que os compromete y que no querría tener que utilizar.
El tuerto y la coja callan, tragándose la rabia y la impotencia propias de las personas que saben no tener otro remedio más que someterse a la voluntad de quien los tiene bien agarrados.
–Sé que ayudabais al rey don Juan en estancias secretas del Palacio Real...
–Eso es agua pasada. Como acabáis de decir, el rey ha muerto y los asuntos que podíamos tratar con él, también.
–Las aguas pueden volver a fluir y pueden hacerlo claras y brillantes o estancadas y podridas. El rey ha muerto, pero no su viuda. Ella sabe ser generosa. Supongo que os convendría marcharos de la ciudad tal como han hecho otros judíos. Y salir de la ciudad es caro. Os lo repito, a pesar de que no es necesario insistir, puesto que ya lo sabéis: la reina Violante es generosa.
–Hablad sin tapujos –pide Jacob.
–Necesita ayuda. Como ya os he dicho, ella asegura que está embarazada. Yo, la verdad, no lo creo y quien me envía tampoco. La conozco desde hace años. Los partos y la muerte de sus hijos recién nacidos se han ido alternando con los abortos. Sea lo que fuere lo que la sucede ahora, lo que nos conviene es que parezca que está embarazada al menos durante un tiempo. Y, para eso, os necesita.
Anfosa se detuvo un momento y después de respirar hondo –¡Virgen Santa, qué olor tan desagradable!– continuó:
–Es necesario que no tenga pérdidas, que no le vengan las sangres. Eres buena matrona, Miriam, conoces la naturaleza de las mujeres y sabes qué hay que hacer. No es necesario que te recuerde cuántas veces se te ha requerido en la corte...
–Eran otros tiempos.