La mil y una piyamas
Por Pamela Pulido
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Sólo alguien aburrido regalaría piyamas cada cumpleaños. Pero luego, el abuelo se mudó con nosotros, ¡con todo y sus mil piyamas!
Cada piyama era una historia y cada historia una pista para responder la pregunta prohibida: ¿por qué papá se había enojado con él?
Una historia sobre lo valioso de soñar y recordar lo verdaderamente importante.
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La mil y una piyamas - Pamela Pulido
Pulido, Pamela
Las mil y una piyamas / Texto de Pamela Pulido; Ilustraciones de Jacqueline Velázquez. – México: Ediciones SM, 2022. Primera edición digital – El Barco de Vapor. Azul
ISBN : 978-607-24-4503-1
1. Sueños infantiles – Literatura infantil 2. Vida familiar – Literatura infantil 3. Humor
Dewey 863 P85
Para Patty y Jorge,
mis padres,
siempre guardianes
de mis sueños.
P P.
Para mi abuelo Berni,
que a pesar de su ausencia
sigo escuchando su voz en sueños.
J. V.
HACE MIL DÍAS pasó esta historia que les contaré. Antes de empezar, quisiera repasar las tres reglas del escuchador de historias.
La primera es no interrumpir. No existe en el mundo nadie más molesto que quien interrumpe una historia. Así que hagan de una vez todo lo que tengan que hacer. Lo que crean que quieran hacer. Y lo que no quieran, pero igual deban hacerlo, como cepillarse los dientes y esas cosas.
¿Ya comieron algo? ¿Ya tomaron agua? ¿Ya fueron al baño? Vayan otra vez. Lo necesitarán. Las emociones grandes dan muchas ganas de hacer pipí. Y esta historia es muy emocionante. Tanto que no querrán ir al baño con tal de no perderse un segundo de la narración. Y no queremos que les duela la panza por aguantarse, ¿verdad? Mejor vayan otra vez.
La segunda regla es en realidad un complemento de la primera, pero la separo porque se creería que se trata de una excepción y no es así. La segunda regla es que una pregunta también significa una interrupción. Cualquiera que sea su duda, tendrán que esperar hasta el final. No importa si es chiquita o rapidísima o tan sencilla que se respondería sola... ¡Hasta el final! ¿Ven por qué la separo?
La tercera es la más importante, porque también es una regla para la vida. La tercera regla es que siempre usen una buena piyama. Una apropiada. Una que le vaya al clima, al horario o a su humor. Para esta ocasión, les recomiendo una que acompañe bien la historia más fascinante que escucharán jamás.
¿Cómo será la historia? No quiero arruinarles nada, aunque, si fuera ustedes, elegiría una piyama elástica que resista las carcajadas. Con buena ventilación, por aquello del sudor en los momentos de suspenso. Absorbente, por lo de la lágrima final. Aunque no tan absorbente como para saltarse la ida al baño. Es más, vayan de nuevo. Una última vez, para estar seguros.
¿Ya? Bien. ¿Listos?
¡Excelente!
Esta es la historia de las mil y una piyamas.
pg101
LAS MIL PIYAMAS
COMO DECÍA, hace mil días ocurrió esta historia. En ese entonces tenía ocho años, pero mis papás me trataban como si tuviera uno, como si fuera mi hermana: como a un bebé.
Nunca me contaban nada. Sin importar qué preguntara, su respuesta era siempre la misma: Mamá, ¿por qué llora la vecina?
. Ése es un tema de adultos, Mateo
. Papá, ¿por qué hueles a humo?
. Ése también es un tema de adultos, Mateo
. Mamá, papá, ¿de dónde vino mi hermana?
. ¡Tema de adultos, Mateo!
.
Todo era un tema de adultos. Todas las pláticas. Todo lo que pasaba. Toda la verdad. ¡Todo! ¿Y si la vecina lloraba porque se le había descompuesto el Nintendo? Yo podía prestarle el mío. ¿Y si papá hacía una carne asada en secreto? Yo también quería una hamburguesa. ¿Y si mi hermana era una marciana? ¡Cómo no, había nacido roja!
Mis papás decían que era muy entrometido, aunque sólo me entrometía cuando no me metían a su mundo. ¿Era mucho pedir ser tomado en cuenta? Lo era, al menos para ellos. Según que porque había cosas que aún no debía saber. ¿Cuántos dientes se me tenían que caer para que notaran que ya había crecido? ¡Todos! Eso querría decir que ya eres un viejito
, respondía papá y luego se reía de su propio chiste.
A mí no me hacía gracia. Bueno, un poco, aunque por orgullo ni sonreía.
No me quedaba de otra que seguir preguntando. Hasta que un día, haciendo justo eso, descubrí algo asombroso, una técnica especial. Su fundamento era simple: repetir las preguntas hasta que los adultos se hartaran y, con tal de que parara, me las respondieran.
También aprendí otra cosa... por las malas. Aprendí que existía una pregunta que no podía hacer por ningún motivo. Mucho menos repetirla. Si la hacía, papá se enojaba y mamá se enojaba porque había hecho enojar a papá, y luego yo me enojaba porque nadie me explicaba por qué los enojaba tanto. La nombré la pregunta prohibida
.
Llamarla así fue un error porque, al hacerlo, la convertí en lo que más quería saber en la vida. Había sucedido lo mismo cuando me prohibieron saltar en el sillón. Saltar en el sillón fue en lo único que pensé durante un año. Del montonal de preguntas que tenía —¡y vaya que eran un montón!—, la respuesta a la pregunta prohibida era lo único que en verdad ansiaba conocer. Y como mis papás nunca me la respondían, me inventaba un sinfín de teorías sobre qué podría haber pasado.
Regresaremos a la pregunta prohibida más adelante porque, antes de contarte cuál es, primero debo decirte de quién trata y, para eso, necesito contarte, antes que nada, la noticia con que inició esta historia...
—¡Tu abuelo Juan se mudará con nosotros! —me informó mamá al abrir la puerta de mi habitación en la mañana.
—¿Quién? —pregunté, aún dormido.
—El abuelo Juan —mi mamá intentaba recoger en tres minutos el tiradero que me había tomado meses hacer—. Levántate y vístete, hijo, que ya van a llegar.
—¿Quiénes?
—Papá y el abuelo Juan —dijo, y abrió las cortinas de golpe.
—¿El de las piyamas
?
—Sí, el de las piyamas
.
Sólo sabía tres cosas del abuelo Juan: que era el papá de mi papá, que no podía preguntar nada sobre él, porque papá se molestaba, y que debía de ser una persona muy aburrida. Eso lo sabía porque nada más alguien muy aburrido le regalaría a un niño lo más aburrido cada cumpleaños: una piyama.
Lo conocía como el de las piyamas
porque en realidad no lo conocía nada. Papá jamás hablaba de él. Sólo se le mencionaba el día de