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Un océano, dos mares, tres continentes
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Libro electrónico259 páginas4 horas

Un océano, dos mares, tres continentes

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Información de este libro electrónico

A comienzos del siglo XVII, el Rey Bakongo designa al primer emba jador africano en el Vaticano, Nsaku Ne Vunda, con misión secreta. Su trayecto a Roma no será sencillo; de entrada, el barco que lo llevará tiene que pasar antes por el Nuevo Mundo cargando esclavos; hecho que inaugura el periplo fuera de serie de Nsaku Ne Vunda, un personaje fundamental pero olvidado por la Historia, que tuvo una odisea interminable por un océano, dos mares y tres continentes. La novela está narrada por el busto de mármol que de él existe en Roma. No por nada este libro es ya esencial para las escuelas francesas, obtuvo diversos premios y se adaptó al teatro. Después de publicarse en Angola, se erigió una estatua en honor a Nsaku Ne Vunda, y una calle obtuvo su nombre en la ciudad de Mbanza Kongo. No es para menos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2023
ISBN9786078749454

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    Un océano, dos mares, tres continentes - Wilfried N'Sondé

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    UN OCÉANO,

    DOS MARES,

    TRES CONTINENTES

    COLECCIÓN ÁFRICA

    UN OCÉANO, DOS MARES, TRES CONTINENTES

    Título original:

    UN OCÉAN, DEUX MERS, TROIS CONTINENTS

    Publicado en francés por © Actes Sud, 2018

    Este libro fue publicado en el marco del Programa de Apoyo a la Publicación de la Embajada de Francia en México/IFAL y del Institut Français

    frn_fig_002

    Primera edición en México, 2022

    D.R.

    © 2018, Wilfried N’Sondé

    D.R.

    © 2022 Lucrecia Orensanz, por la traducción

    Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

    Cuidado editorial: Emiliano Becerril Silva y Karla Esparza

    Diseño de portada: Ana Bellido

    Formación: Lucero Vázquez

    D.R.

    © 2022, Elefanta del Sur,

    S.A.

    de

    C.V.

    imailiano@gmail.com

    www.elefantaeditorial.com

    frn_fig_003 @ElefantaEditor

    frn_fig_004 elefanta_editorial

    ISBN LIBRO IMPRESO

    : 978-607-8749-43-0

    ISBN EBOOK

    : 978-607-8749-45-4

    Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

    UN OCÉANO,

    DOS MARES,

    TRES CONTINENTES

    WILFRIED N'SONDÉ

    TRADUCCIÓN: LUCRECIA ORENSANZ

    A mis hijos...

    ¿Me oyes, Dios?

    Dios calló. Dios cayó.

    ¿Quién me vendió?

    ÍNDICE

    NADA SOBRE EL AMOR

    AGRADECIMIENTOS

    OTRA RUTA TRASATLÁNTICA, O NOTA DE LA TRADUCTORA

    UN OCÉANO, DOS MARES, TRES CONTINENTES

    NADA SOBRE EL AMOR

    V

    INE

    AL

    MUNDO EL AÑO DE GRACIA DE 1583 BAJO EL

    nombre de Nsaku Ne Vunda, y me bautizaron como Dom Antonio Manuel el día en que el obispo de la Iglesia Católica del Reino del Kongo me ordenó sacerdote. Ahora apodan Nigrita al busto de mármol erigido en mi honor en Roma en enero de 1608 por órdenes del papa Paulo

    V

    .

    Morí hace más de cuatrocientos años. Mis palabras se han perdido en el silencio de la muerte. Y a los curiosos que se detienen un instante delante de mi efigie, quisiera decirles cuánto lamento haber quedado, al paso de los siglos, reducido al color que antaño teñía mi piel. Quisiera contarles mi historia, hablarles de mis creencias y las leyendas de mi pueblo, evocar la locura de los hombres, su grandeza y su bajeza. Si tan sólo pudieran escucharme los turistas, sabrían que bajo la piedra, que por algunos segundos contemplan, sobrevive una memoria olvidada: la de los esclavos, los oprimidos, los ajusticiados con los que me crucé en el curso de un viaje largo y peligroso por un océano, dos mares y tres continentes. Pasé mil pruebas, y al cabo me volví una voz portadora de amor y esperanza; ahora encarno el recuerdo de una multitud de mujeres, hombres y niños que nunca renunciarán al sueño de libertad sembrado en lo más profundo de sus corazones.

    Si los paseantes pudieran escucharme desatar los nudos de mi pasado, entenderían que aún existo en otro lugar. Surco los aires por encima de los valles eternos, allá donde velan, mecidos en el soplo del Espíritu Santo, los ancestros difuntos, donde cualquier sentimiento violento se transforma en dulzura, donde el sufrimiento se vuelve compasión, allá donde el relieve de las contingencias humanas se erosiona y engendra justicia, sabiduría y perdón.

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    Aunque ande errante por los siglos de los siglos, lejos de mi país natal, que quedó allá bajo el ecuador, siempre seguiré siendo hijo del Kongo. No de su tierra, sino del espíritu de las nueve mujeres que hace muchísimo tiempo dieron a luz a mi pueblo.

    La leyenda que me fue contada en la infancia narra que estas nueve mujeres vivieron en algún lugar cerca de la desembocadura del río Níger, poco después de que los hombres lograran dominar la ciencia de la metalurgia, que les permitió concebir instrumentos más potentes para trabajar los campos, herramientas eficientes que abundaron en las cosechas y contribuyeron a un rápido crecimiento de las poblaciones. Los agricultores atribuyeron un aura mística a quienes poseían las técnicas para transformar el mineral oculto en las rocas; primero en materia incandescente y luego en objetos de todo tipo. Los herreros se agruparon en una casta hermética, reservaron celosamente sus conocimientos y cobraron caro sus servicios. Alcanzaron así un estatus particular y ciertas ventajas que pronto convirtieron en privilegios. Un puñado de individuos impuso un tributo a quienes dependían de su conocimiento y nombraron a un rey, amo absoluto de los bienes y las vidas de sus vasallos. El soberano reinaba exclusivamente a los campesinos, ejerciendo su poder de manera temible. Con tal de afirmar y perpetuar su control, se abocó no sólo a instruirse en las ciencias ocultas para atemorizar a las almas sencillas, sino también a ampliar sus actividades ordenando la fabricación de espadas, flechas, lanzas y armaduras. Pertrechó a un ejército feroz, encargado de reprimir a sangre y fuego cualquier desafío al orden que acababa de establecer.

    Siendo aún adolescentes, mis abuelas fueron desposadas con un príncipe de aquella época, el primogénito de la hermana mayor del rey y heredero a la corona conforme a la costumbre de antaño. Según se decía, él tenía un alma noble y generosa, que se entristecía con la desgracia de los agricultores, aplastados por la violencia del fierro y cegados por la magia negra. Determinado a poner fin a las represiones brutales que golpeaban al país, se opuso firmemente a su tío. Y comenzó un conflicto que más tarde definiría el destino de quienes engendrarían a los fundadores de los primeros pueblos, cuya prosperidad aumentaría hasta dar nacimiento al Reino del Kongo. Al día siguiente del último enfrentamiento, después de que el rey hubiera maldecido hasta al último de sus descendientes, el joven príncipe valeroso fue hallado muerto, víctima de un terrible maleficio. Había perecido de pie, con el rostro congelado en un rictus de terror y los ojos abiertos de par en par.

    Persiste un rumor, que circula de boca en boca desde hace cientos de años, de que las viudas del difunto fueron inmediatamente degradadas al rango de prófugas. Como las habían criado para ser esposas sumisas a su marido, se resignaron y se encerraron en su palacio, temblando ante la idea de ser fulminadas a su vez. Sólo las alegraba la perspectiva de volver a reunirse, en el más allá, con aquel a quien habían jurado acompañar hasta después de la muerte. Sin embargo, cuando el monarca les negó categóricamente el derecho a acariciar el rostro de su esposo, a lavarlo y vestirlo para su último homenaje de este lado del mundo, a llorar sus despojos y ofrecerle una sepultura digna de su rango, en estas jóvenes personas en la flor de la vida comenzó a resonar una sorda cólera. Cuando les negaron cualquier esperanza de una felicidad póstuma, sus ojos se tiñeron del rojo y negro de la revuelta. Decidieron resistirse, tomar su futuro en sus manos; sólo hacía falta una chispa para encender el fuego de la determinación. Fue un llamado procedente del mundo invisible lo que aceleró su partida.

    Esto ocurrió en temporada de secas, cuando se suceden, una tras otra, noches de cielos claros, despejados y salpicados de estrellas. Pero aquella tarde, un viento desconocido proveniente del norte arrastró nubes tan densas que taparon hasta la luna y provocaron una noche más oscura que un día de luto. Convencidas por este mal presagio de que su destino estaba sellado, tomaron a sus hijos en brazos, se acurrucaron unas con otras alrededor del fuego y juntas le dedicaron un último pensamiento a su esposo perdido. Los ancianos cuentan que en ese momento apareció en el firmamento un cuerpo celeste que se puso a centellear y captó la atención de las desdichadas. Era un disco inmaculado que se estiró y emprendió un recorrido, les estaba indicando una dirección. Esta luz viviente que rasgaba las tinieblas fue para todas ellas una señal de su príncipe que había vuelto del santuario de los muertos. Se pusieron de acuerdo y rechazaron unánimemente su reclusión. Escaparían del yugo del tirano y de su hechicería. Esas chicas, que apenas habían abandonado la infancia, se dispusieron a huir hacia parajes desconocidos bajo la protección del retornado.

    Nuestras madres originales, escoltadas por los fieles seguidores de su esposo desaparecido, se confiaron sin dudar al astro, que las guio hacia el sur, a través de los laberintos tenebrosos de la selva virgen. Protegiendo a su progenie con sumo cuidado, siguieron el curso de los ríos en piragua o a pie, y luego se abrieron paso a través de territorios inhóspitos y cenagosos. Gracias a su Fe en la magia que había bajado de los cielos, nada las abatió, pudieron soportar dolores y privaciones, sortearon los peligros y nunca flaquearon. No perdieron la esperanza en ningún instante de ese periplo agobiante a través de un mundo salvaje que ningún ser humano había osado desafiar hasta entonces.

    Cuando se esfumó la señal venida de las alturas, las jóvenes extenuadas se maravillaron al descubrir que se encontraban en unas riberas fértiles. Con gran alivio, supieron que habían llegado por fin a su destino. Concluido el éxodo, se asentaron en esa franja de tierra olvidada por los hombres, entre las ciénagas y la ribera de un río, y comenzaron a cultivarla. A esta región, mis abuelas la llamaron Kongo, que en su lengua significa lugar donde no hay que rendirse, para no olvidar nunca la audacia y bravura que debieron mostrar para llegar hasta ahí, para no olvidar que prefirieron sumergirse en lo desconocido antes que aceptar la fatalidad. Una vez asentadas en la llanura e imbuidas por el deseo de perpetuar sus costumbres, las nueve matriarcas se unieron a los varones que las acompañaban y engendraron una numerosa descendencia.

    Poco importa si esta leyenda transmitida de generación en generación narra hechos ocurridos realmente o no. Aún hoy, reconforta mi alma en su deambular por los limbos del tiempo. Les profeso a estas princesas una veneración sin límite, a ellas que después de la muerte se reunieron con el espíritu de su bienamado y les heredaron a los bakongos su espiritualidad de amor y esperanza, el culto a los ancestros y la adoración de los cuerpos celestes, sin jamás erigir para unos ni otros templos a escala humana. Soy heredero de estas creencias antiguas y rindo continuo homenaje a las madres fundadoras de mi pueblo. Me acojo a la fuente de su sabiduría, me inclino ante la grandeza de sus actos. Amo a estas mujeres que nos insuflaron un espíritu disidente, impermeable a las injusticias, y que convirtieron en prioridad absoluta criar a sus hijos en un ánimo de humildad y solidaridad. Las nueve se mantuvieron unidas hasta su último aliento y moldearon a toda su filiación con generosidad, candor y buena fe, valores que entonces se consideraban cualidades naturales. A mí todavía me tocó ver la luz en un mundo ideal y acogedor, fruto del triunfo de las fuerzas benévolas de la noche sobre la arbitrariedad y la maldición, un universo de contornos límpidos, impregnado del recuerdo de aquellas gloriosas heroínas.

    Pasó el tiempo. Las hijas e hijos de las madres fundadoras se organizaron en clanes descendientes, prosperaron y se volvieron activos comerciantes. Sin dudarlo, se aventuraron hacia el otro lado del río, se instalaron a orillas del océano Atlántico y ocuparon las llanuras tierra adentro. Como su número aumentaba, en el siglo

    XIII

    los bakongos creyeron oportuno formar un reino y eligieron un rey, no tanto para dirigirlos como para dotarse de una instancia de consejo que asumiera la función de dirimir conflictos. Le confiaron este cargo al más justo, modesto y reservado de todos ellos. Delimitado al norte por el río, al oeste por el océano y más vagamente al sur y al este, nuestro reino se fundó para garantizarle a cada uno la libertad de instalarse a su antojo en toda su extensión. Para los recién venidos, bastaba entonces con reconocer, mediante obsequios simbólicos, la autoridad espiritual de quienes tenían derecho porque su ascendencia se remontaba a los orígenes. La necesidad creciente de brazos para trabajar el campo dio lugar a que el regalo más apreciado fuera una persona colocada por el resto de su vida al servicio de una familia.

    Poco a poco fueron surgiendo lazos de alianza y dependencia entre unos y otros, a partir de las diferencias inherentes al nacimiento de cada uno. Aunque las mujeres y hombres ofrecidos de esta manera a las familias originarias seguían siendo plenamente seres humanos, su estatus en la sociedad se mantenía inferior. Así nació la esclavitud en el Reino del Kongo.

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    Una mañana de julio de 1509, el rey del Kongo concluyó la firma del primer contrato que lo comprometía a vender un millar de sus esclavos a su homólogo portugués. Desde 1480, fecha en que los primeros navegantes procedentes de Oporto desembarcaron en la bahía donde más tarde se erigiría el puerto de Luanda, los lusitanos habían sostenido intercambios comerciales con Mvemba Nzinga, bautizado Alfonso I, séptimo rey del Kongo y segundo en convertirse al catolicismo.

    Ahora bien, en 1500, la flota de Pedro Álvares Cabral, que había partido de Portugal en busca de una nueva ruta hacia las Indias, fue desviada muy hacia el oeste por las corrientes y los vientos, y acabó descubriendo la costa brasileña. El explorador Américo Vespucio se trasladó para allá dos años después y le compartió su intuición a Manuel I, rey de Portugal: no se trataba de una ínsula aislada, sino que esas riberas de naturaleza exuberante escondían todo un continente. En la mente de los consejeros del soberano germinó la idea de llevar trabajadores habituados al clima tropical húmedo para explotar las fértiles tierras del Nuevo Mundo. Apoyándose en sus excelentes relaciones con los bakongos, el monarca portugués convocó a Dom Diogo Soares, uno de sus mejores agentes, y le encomendó hacerse rápidamente a la mar para emprender negociaciones con las autoridades del Reino del Kongo.

    Cuando le anunciaron que una personalidad de alto rango procedente de Lisboa pedía audiencia con Su Majestad, Alfonso I decidió partir a su encuentro. Estaba impaciente por descubrir los tejidos suntuosos, las vajillas de porcelana, los instrumentos de metal y todos los demás productos fabricados en Europa que pensó llenaban la cala del navío que acababa de atracar. Le urgía apropiarse de todas esas riquezas que, por su rareza y singularidad, constituían elementos de distinción y despertaban su apetito y el de los nobles de su reino. Se puso sus mejores galas, reunió a su séquito y dejó la capital, Mbanza Kongo, para emprender el viaje hacia el océano.

    Fue recibido con todos los honores propios de su rango sobre un galeón flamante de nuevo anclado frente a la costa. Su anfitrión lo convidó a una cena a la luz de las velas, preparada por un cocinero de la corte de Lisboa enviado especialmente para la ocasión. Después de beber vino de Oporto, degustaron una entrada de aceitunas verdes y negras sobre una cama de filetes de anchoa y luego un platillo de almejas con carne de cerdo asada que maridaba perfectamente con el sabor afrutado del vinho verde. Ya profundamente impresionado por la exquisitez de las viandas, el rey pudo deleitarse con la variedad de frutas traídas de los huertos de la región de Algarve, en el sur de Portugal, que se sirvieron como postre. Para propiciar la digestión y hacerlo sentir aún más a gusto, se le ofrecieron las atenciones de una prostituta traída desde los bajos fondos de la capital portuguesa.

    A la mañana siguiente, aquel día de julio de 1509, Alfonso I amaneció en la mejor disposición de hacer negocios. No titubeó mucho y, en cuanto le quedó claro que, a cambio del millar de cautivos que debía entregar, sus socios le enviarían una treintena de obreros especializados en trabajar cuero y madera, además de pistolas, fusiles y, lo más importante, diez piezas de artillería, firmó el contrato. En la transacción vio también la oportunidad de deshacerse no sólo de una gran cantidad de prisioneros de guerra que amenazaban con rebelarse, sino también de sus más feroces enemigos políticos, con todo y sus familias. Además, su reino contaba con bastantes criminales y buenos para nada que podría exiliar en tierras lejanas. Rechazó la oferta de quedarse con la mujer que había compartido su lecho, no sólo porque no había sido enteramente de su agrado, sino también porque vislumbraba problemas de convivencia entre una extranjera y sus numerosas esposas. Se inclinó más bien por los tejidos de lujo y la cincuentena de botellas de vino y licor que el agente portugués le dejó como muestra de su amistad.

    En el camino de regreso a su capital, Alfonso I decidió que, a partir de ese momento, se entregaría en cuerpo y alma al culto de Jesucristo. Esperaba de ese modo sondear los secretos de la magia por la que una virgen pudo concebir a un hijo que caminaba sobre las aguas, convertía el agua en vino y devolvía la vista a los ciegos, y cuyos adeptos poseían el don de fabricar armas de fuego que los volvían invencibles en el campo de batalla.

    Por su parte, Dom Diogo Soares ordenó la construcción de un fuerte para la contención de esclavos en el puerto, cerca de la playa. Ya en posesión del precioso documento firmado, zarpó triunfalmente de vuelta a Lisboa. Estaba seguro de que, con este logro, su rey lo recompensaría confiándole la organización del comercio de seres humanos entre Portugal, Reino del Kongo y Brasil. Supervisaría personalmente la adecuación de los navíos, el reclutamiento de la tripulación y la recepción de los esclavos en el Nuevo Mundo. Calculó que se necesitaría poco menos de una decena de viajes para trasladar la totalidad de la mercancía al otro lado del Atlántico. El opulentísimo Manuel I le entregaría una prima sustanciosa por cada trayecto. Su fortuna estaba asegurada. Para celebrar semejante éxito, el agente se embriagó y le ordenó a la prostituta que subiera a su camarote.

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    En el principio hubo una mujer desnuda, acostada sobre una estera, con las uñas clavadas en la madera seca de su lecho de ramas, las piernas abiertas, una hoguera entre los muslos y el rostro torcido, desfigurado. Con los dientes apretados y los cachetes inflados por los sollozos que no lograba contener, su aliento entrecortado pulsaba al ritmo del corazón de su esposo, que escurría de sudor encima de ella. Pero sus gemidos guturales y la aceleración de sus respiraciones no ocultaban el silbido del viento. Esa noche, la furia del cielo amenazaba con estallar, la carrera enloquecida de las nubes anunciaba la terrible tormenta que se avecinaba. El hombre se colapsó sobre el pecho de su mujer, que se hinchaba en espasmos. Ella sufría, y él, impotente, apretó los puños y estalló en llanto, maldiciendo al destino.

    Del vientre prominente de su esposa sólo escurrían sangre y materias viscosas, el bebé no se asomaba. Él dudó. No sabía si salir antes de la tormenta en busca de ayuda, y dejarla luchando sola, o quedarse a su lado y prodigarle todas las atenciones y afecto de que era capaz, a riesgo de verla vaciarse, perdiendo su vida y la de la criatura. Por fin, después de darle un beso sobre los labios salados por sus lágrimas entremezcladas, se internó en el claroscuro del día para encontrar auxilio. Parvadas de pájaros levantaron de pronto el vuelo. El instinto de la fauna alerta provocó un movimiento de pánico. De la sabana y de cada rincón de la selva huyeron de pronto los animales. Había que evitar la tormenta. La lluvia golpeaba ya el suelo en frecuencias cada vez más cerradas cuando aparecieron pequeñas chispas anaranjadas en medio de los cúmulos y un aguacero diluviano se abatió sobre el mundo. El restallido de los truenos resonó estrepitosamente en toda la tierra y ahogó el grito primigenio del hijo que había logrado por fin salir de la matriz.

    Mi madre murió en el parto una mañana apacible, muy soleada, mecida por un aire vivo y fresco, al término de la misma noche de tormento que se llevó a mi padre, fulminado por un rayo al pie de un árbol. Sus despojos calcinados fueron descubiertos junto a los restos de tronco por pescadores que habían salido en busca de peces y crustáceos atrapados entre los matorrales al pie de la colina, una vez que acabó el desastre y se retiraron las aguas. Los cielos surcados de rayos habían descargado su cólera desde el crepúsculo hasta el amanecer. El río se había salido de su cauce y había devastado los campos y las viviendas que cubrían las laderas.

    Nací en el pueblo de Boko, una tierra de magia y misterios donde los muertos se presentaban a menudo entre los vivos, en una promiscuidad mística que desafiaba las leyes de la razón. Los sobrevivientes de la catástrofe afirmaban que sobreviví gracias a la intervención de un ancestro protector que despertó de su sueño eterno para salvarme. Fui un niño precoz y aplicado, de carácter amable, con los sentidos siempre atentos al sufrimiento de los demás. Mis padres adoptivos vieron en mí un médium entre los mundos terrestre e invisible. Me consideraban habitado por una inspiración venida del más allá, que ninguna

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