Las historias prohibidas de Pulgarcito
Por Roque Dalton
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Las historias prohibidas de Pulgarcito - Roque Dalton
COLECCIÓN POPULAR
865
LAS HISTORIAS PROHIBIDAS DE PULGARCITO
ROQUE DALTON
Las historias prohibidas de Pulgarcito
Fondo de Cultura EconómicaFONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2022
[Primera edición en libro electrónico, 2022]
Distribución mundial
La primera edición de esta obra se publicó en 1974 por Siglo XXI Editores.
D. R. © 2022, Herederos de Roque Dalton
D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. 55-5227-4672
www.fondodeculturaeconomica.comDiseño de portada: Teresa Guzmán Romero
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-7558-3 (rústico)
ISBN 978-607-16-7728-0 (ePub)
Impreso en México • Printed in Mexico
ÍNDICE
La guerra de guerrillas en El Salvador (contrapunto)
Refrán
Paisaje y hombres (1576)
Del anticomunismo en 1786 y otros problemas de la lucha ideológica en la parroquia de San Jacinto, jurisdicción de San Salvador
Un Otto René Castillo del siglo pasado
Saludemos la Patria orgullosos de hijos suyos podernos llamar
Antología de poetas salvadoreños (I)
Bomba
Sobre Anastasio Aquino, Padre de la Patria (documentos)
Morazán y la juventud
Antología de poetas salvadoreños (II)
1856-1865
Antología de poetas salvadoreños (III)
Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal
Refrán
El Teatro Nacional (1875)
Sobre héroes y tumbas
Bomba
Festejos
No hieras a una mujer ni con el pétalo de una rosa (1888)
Bomba
Los buenos vecinos
Refrán
Fin de siécle
Entre nosotros el amor
Refrán
Bomba
Regalado ya murió
Las corridas de patos
Antología de poetas salvadoreños (IV)
Las finanzas de Dios
Refrán
Dos poemas sobre nuestro más famoso escritor
Bomba
Viejuemierda
Bomba
Hechos, cosas y hombres de 1932
Todos
Refrán
Poema vegetal
Bomba
A la memoria del doctor Arturo Romero
Antología de poetas salvadoreños (V)
La enseñanza de la historia
El juez de Opico
Los ídolos, los próceres y sus blasfemos
Bomba
Larga vida o buena muerte para Salarrué
Mi más hondo anhelo
Ganarás el pan con el sudor de tu frente
Antología de poetas salvadoreños (VI)
El idioma salvador
Palimpsestos
Bomba
Las confortaciones de los santos auxilios
Sociología por los pies (1964, San Pedro Nonualco)
Antología de poetas salvadoreños (VII)
La clase obrera y el cura José Matías
1932 en 1972 (Homenaje a la mala memoria)
Poemita con foto simbólica
Dos retratos de la Patria
Bomba
La guerra es la continuación de la política por otros medios y la política es solamente la economía quintaesenciada (materiales para un poema)
Ya te aviso…
Bibliografía
… El Salvador, el Pulgarcito de América…
GABRIELA MISTRAL
LA GUERRA DE GUERRILLAS EN EL SALVADOR
(Contrapunto)
[Informe del conquistador, don Pedro de Alvarado, a su jefe inmediato superior, don Hernán Cortés, al volver derrotado de su primer intento de someter a los pipiles de Cuzcatlán.]
I
"… Y DESEANDO calar tierra y conocer los secretos de ella
(para que Su Majestad fuese más servido aún y señorease más
territorios)
determiné partir y fui a un pueblo que se dice Atiépar,
donde fui recibido por los señores y naturales del lugar.
Hablaban allí otra lengua y eran otra gente, de por sí.
A la puesta del sol, sin motivo alguno ni propósito aparente,
remanesció todo aquello despoblado y la gente alzada hacia el monte,
donde tampoco se encontró un hombre en él.
Y porque el riñón del invierno no me cogiese e impidiese el camino,
dejelos a aquellos habitantes así y paseme de largo,
llevando con cuidado todo mi fardaje y gente:
mi propósito era calar cien lenguas adelante y después
dar la vuelta sobre ellas y venir pacificando.
El día siguiente partí hacia el pueblo llamado Tacuilula
y los de allí hicieron lo mismo que los de Atiépar:
me rescibieron en paz pero se alzaron para el monte al cabo de una hora.
Y de aquí partí a otro pueblo que se dice Taxisco,
que es muy recio y de mucha gente, pero fui
rescibido igual. Y de ahí fui a otro pueblo llamado Nacendalán,
muy grande, y como comenzase a temer a aquella gente
a quien no acababa de entender,
dejé diez de a caballo en la retaguardia
y otros diez para reforzar la guardia del fardaje y seguí el camino.
Iría a dos o tres leguas de Taxisco
cuando supe que nos había caído atrás mucha gente de guerra,
golpeando
la retaguardia; que me habían matado muchos de los indios amigos y, lo peor,
que me tomaron mucha parte del fardaje y todo el hilado de las ballestas
y el herraje que para la guerra llevaba. Que no se les pudo resistir.
E inmediatamente envié a don Jorge de Alvarado, mi hermano,
con cuarenta o cincuenta de a caballo,
para que persiguiese a los guerreadores y recuperase lo quitado.
Halló mucha gente armada en el campo y tuvo que pelear con ellos
y los desbarató,
pero ninguna cosa de lo perdido se pudo cobrar.
Don Jorge de Alvarado se volvió cuando todos los indios se hubieron alzado
en la sierra.
Desde aquí envié a don Pedro Portocarrero con gente de a pie,
para ver si los podíamos atraer al servicio de Su Majestad,
pero no pudo hacer nada
por la grande espesura de los montes, y así volvió.
Entonces les envié a los alzados mensajeros indios de los mismos naturales,
con requerimientos y mandamientos, apercibiéndoles
que si no venían los haría esclavos. Pero
ni con esto quisieron venir,
ni ellos ni los mensajeros.
Nos aproximamos a un pueblo en nuestra ruta, que se dice Pazaco,
nombre que viene de decir paz, y yo
les mandé a rogar a los de allí que fuesen buenos.
Hallé a la entrada de él los caminos cerrados
y muchas flechas hincadas en tierra
y ya entrando al pueblo vi que un poco de indios
estaban haciendo cuartos a un perro, a manera de sacrificio,
y en ese momento en el interior del pueblo
dieron una gran grita
y vimos mucha gran multitud de gente de infantería y tuvimos
que entrar por ellos, irnos encima de ellos, rompiendo en ellos
hasta que los echamos del pueblo
y por no peligrar salimos de ahí hacia el lugar que se dice Mopicalco
pero fui recibido ni más ni menos que como en los otros, no hallando
persona viva alguna.
Probamos en otro pueblo llamado Acatepeque, pero tampoco hallé a nadie,
antes bien estaba todo despoblado.
Siguiendo mi propósito, partí para otro pueblo que se dice Acaxual,
donde bate la Mar del Sur en él,
y ya que llegaba a media legua del poblado
vi los campos llenos de gente guerrera de él, con sus plumajes y
sus divisas y con sus armas defensivas y ofensivas, en la mitad de un llano,
frente a la Mar del Sur, donde me estaban esperando.
Y llegué de ellos hasta un tiro de ballesta y allí me estuve quedo
hasta que acabó de llegar mi gente
y desque la tuve junta
me fui obra de medio tiro de ballesta contra la gente de guerra, pero en ellos
no hubo ningún movimiento o alteración, por lo que comprendí
que ellos se me querían acoger en el monte cercano.
Entonces mandé que retrocediese toda mi gente,
que éramos ciento de a caballo y ciento cincuenta peones
y obra de cinco a seis mil indios amigos nuestros,
y cuando lo hacíamos fue tan grande el placer que hubieron los enemigos
que nos persiguieron todos gritando, hasta llegar a las colas de
nuestros caballos
y sus flechas que lanzaban caían más adelante de nuestros
delanteros
y cada momento avanzábamos todos ganando el llano, ya todo
era llano para ellos y para nosotros. Y cuando habíamos
retraído un cuarto de legua y ellos siguiéndonos,
y estábamos adonde a cada uno le habrían de valer sólo las manos
y no el huir,
di vuelta sobre ellos con toda la gente y rompimos por ellos,
y fue tan grande el destrozo que en ellos hicimos
que en poco tiempo no había ninguno vivo,
porque venían tan armados que el que caía al suelo no se podía levantar
por sus corseletes de algodón de tres dedos hasta en los pies
y sus flechas y lanzas muy largas. En cuanto se caían
nuestra gente de a pie los mataba a todos.
En este encuentro me hirieron muchos españoles y a mí con ellos.
Me dieron un flechazo que me pasaron la pierna
y entró la flecha en la silla de montar, quedando yo
clavado al caballo, y de la cual herida
quedé lisiado,
que me quedó una pierna más corta que la otra bien cuatro dedos.
En este Acaxual me fue forzado quedarnos cinco días por curarnos
y al cabo de ellos, partí para otro pueblo llamado Tacuxcalco.
Primero envié por corredores del campo a don Pedro Portocarrero y otros compañeros,
los cuales prendieron a dos espías que dijeron
cómo adelante estaban esperándonos
muchas gentes de guerra, de Tacuxcalco y otros comarcanos.
A la sazón se nos juntó Gonzalo de Alvarado, mi hermano, con
cuarenta de a caballo:
él iba a la delantera por lo malo que me traía la herida.
Cabalgando como podía fui a reconocer al enemigo para poder dar la orden
de cómo mejor se acometiese.
Visto y reconocido, envié a Gómez de Alvarado, mi hermano,
que acometiese con veinte de a caballo por la mano izquierda
y a Jorge de Alvarado, mi hermano, para que rompiese con todos los demás
por el medio de la gente, la cual
vista ya desde lejos era para espantar
porque tenían los más lanzas de treinta palmos, todas enarboladas.
Y yo me puse en un cerro para ver qué pasaba y qué hacían los míos
y vi que llegaron los españoles hasta un juego de herrón de los indios
y que ni los indios huían ni los españoles acometían
y yo estuve espantado por aquellos indios que así osaban esperar.
Los españoles no los acometían
porque pensaban que el prado que se hacía entre los unos y los otros era ciénaga,
pero después que vieron que estaba terso y bueno
rompieron por el medio a los indios y los desbarataron
y los fueron persiguiendo hasta una legua lejos del pueblo
en donde les hicieron gran matanza y castigo.
Y como los pueblos de adelante vieron que en campo abierto los desbaratábamos,
determinaron alzarse [al monte] y dejarnos los pueblos.
En este pueblo de Tacuxcalco holgué dos días y al cabo de ellos
me fui
para un pueblo que se dice Miaguaclán y también los de allí
se fueron al monte como los otros.
Y me fui a otro pueblo que se dice Atehuán y de allí
me enviaron los señores de Cuzcatlán sus mensajeros
para dar desde ya obediencia a Sus Majestades
enviando a decir que ellos querían ser sus vasallos y ser buenos.
Yo recibí las nuevas pensando que no me mentirían como los otros
y llegando que llegué a esta ciudad de Cuzcatlán
me recibieron muchos indios,
pero mientras nos aposentábamos todo el pueblo se alzó,
no quedó hombre de ellos en el pueblo, pues todos
se fueron a las sierras.
Al ver esto,
yo envié a mis mensajeros a los señores de aquí,
para decirles que no fuesen malos,
que mirasen que ya habían dado obediencia a Su Majestad y a mí en su nombre,
que yo no les iba a hacer la guerra ni a tomarles lo suyo, sino
atraerlos al servicio de Dios Nuestro Señor y de Su Majestad.
Enviáronme a decir que ellos no reconocían a nadie,
que no querían venir,
que si para algo los quería que ahí estaban en la sierra
esperando con sus armas.
Y desde que vi su mal propósito, les envié un mandamiento y
requerimiento
de parte del Emperador Nuestro Señor,
en que les requería y mandaba que no quebrantasen las paces ni se rebelasen
pues ya se habían dado por nuestros vasallos
y si no
que procedería contra ellos como contra traidores y rebeldes
contra el servicio de Su Majestad
y que les haría la guerra
y que todos los que en ella fuesen capturados
de por vida serían esclavos
y se les herraría,
pero que si fuesen leales,
de mí serían favorecidos y amparados, como vasallos de Su
Majestad.
Y a esto no volvieron ni los mensajeros, ni respuesta de ellos,
y como vi su dañada intención,
y para que aquella tierra no quedase sin castigo,
envié gente a buscarlos a los montes y sierras.
Ahí encontraron a mucha gente en son de guerra
y pelearon con ellos
y me fueron heridos muchos españoles e indios mis amigos.
Después de esto fue preso un Principal de esa ciudad
y para mejor justificarme, lo liberté y lo torné a enviar
con otro mandamiento.
Contestaron lo mismo que antes.
Como vi esto, yo hice proceso contra ellos
y contra los otros que me habían dado la guerra, y los llamé
por pregones,
pero tampoco quisieron venir.
Ante tal rebeldía y el proceso cerrado, los sentencié,
y di por traidores a pena de muerte a los señores de estas provincias
y a todos los demás que se hubiesen capturado durante la guerra y
que se tomasen después,
hasta que diesen obediencia a Su Majestad,
que fuesen esclavos, se herrasen y de ellos o de su valor
se pagasen once caballos que en la conquista de ellos fueron
muertos
y de los que de aquí en adelante matasen y otros
gastos necesarios a la dicha Conquista.
Sobre estos indios de esta ciudad de Cuzcatlán
estuve diecisiete días y nunca,
por más entradas al monte que mandé hacer, ni
por mis mensajeros que envié,
los pude atraer:
por la