Sobre el amor y la muerte
Por Emile Zola
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Vivir, casarse, morir. En los textos que presentamos, Zola se interroga sobre las diferentes configuraciones que adoptan el matrimonio y la muerte en la sociedad burguesa. A través de casos ejemplares (tomados de la aristocracia, la alta burguesía y las capas populares), el autor nos muestra con un humor corrosivo ese escándalo que subyace a las diversas manifestaciones sociales: la desigualdad. Huérfano desde su juventud, Émile Zola (1840-1902) se ve obligado a trabajar tempranamente. A los veinticinco años obtiene sus primeros ingresos de fuentes literarias gracias a la publicación de sus versos y ensayos, y en 1867 escribe su ópera prima, Thérèse Raquin. Su interés por las conductas sociales y el detalle con que las describe lo convierten en el fundador del Naturalismo.
Emile Zola
Nació en París en 1840. Hijo de un ingeniero italiano que murió cuando él apenas tenía siete años, nunca fue muy brillante en los estudios, trabajó durante un tiempo en la administración de aduanas, y a los veintidós años se hizo cargo del departamento de publicidad del editor Hachette. Gracias a este empleo conoció a la sociedad literaria del momento y empezó a escribir. Thérèse Raquin (1867; ALBA CLÁSICA núm. LVIII; ALBA MINUS núm. 33) fue su primera novela «naturalista», que él gustaba de definir como «un trozo de vida». En 1871, La fortuna de los Rougon y La jauría iniciaron el ciclo de Los Rougon-Macquart, una serie de veinte novelas cuyo propósito era trazar la «historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio»; a él pertenecen, entre otras, El vientre de París (1873), La conquista de Plassans (1874) (editadas conjuntamente en ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XXXV), La caída del padre Mouret (1875), La taberna (1877), Nana (1880) y El Paraíso de las Damas (1883; ALBA CLÁSICA núm. XXVII; ALBA MINUS núm. 29); la última fue El doctor Pascal (1893). Zola seguiría posteriormente con el sistema de ciclos con las novelas que componen Las tres ciudades (1894-97) y Los cuatro Evangelios (1899-1902). En 1897 su célebre intervención en el caso Dreyfuss le valió un proceso y el exilio. «Digo lo que veo –escribió una vez–, narro sencillamente y dejo al moralista el cuidado de sacar lecciones de ello. Puse al desnudo las llagas de los de abajo. Mi obra no es una obra de partido ni de propaganda; es una obra de verdad.» Murió en París en 1902.
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Sobre el amor y la muerte - Emile Zola
Émile Zola
Sobre el amor y la muerte
Traducción · Alejandrina Falcón
© 2022. Senda florida
España
ISBN 978-84-19596-19-2
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.
Impreso en España / Printed in Spain
Índice
Nota del editor | 5
Cómo nos casamos | 6
Cómo nos morimos | 34
Nota del editor
Al tiempo que trabajaba en la ambiciosa serie de los Rougon-Macquart, Zola seguía escribiendo cuentos y textos breves. Los cinco estudios reunidos bajo el título Cómo nos morimos fueron publicados en 1882 en la compilación Le capitaine Burle. Once años más tarde, en Le Journal pour tous –suplemento ilustrado del periódico Le Journal–, aparecería Cómo nos casamos.
Ambos textos –inhallables en español desde hace varias décadas– presentan semejanzas notables en el estilo y la temática abordada; por esa razón, hemos decidido reunirlos en una misma edición.
Cómo nos casamos
Durante el siglo XVII, el amor, en Francia, es un gran señor empenachado, magníficamente vestido, que se presenta en los salones precedido de una música solemne. Obedece a un ceremonial muy complicado, no arriesga un solo paso sin haberlo previsto antes. Por lo demás, es absolutamente noble; posee una ternura reflexiva, una alegría honesta.
En el siglo XVIII, el amor es un diablillo indecente. Ama o ríe por el solo placer de amar o reír; almuerza con una rubia, cena con una morena, trata a las mujeres como a diosas pródigas cuyas manos abiertas brindan placer a todos sus devotos. Un hálito de voluptuosidad atraviesa la sociedad, anima la ronda de las pastoras y de las ninfas, de los pechos escotados que se estremecen debajo de los encajes: adorable época en que la carne fue reina, placer inmenso cuyo soplo lejano llega hasta nosotros aún tibio, trayendo el perfume de los cabellos desatados.
En el siglo XIX, el amor es un joven formal, correcto como un notario que tiene rentas del Estado. Frecuenta la buena sociedad o vende algún producto en una tienda. La política le interesa, los negocios ocupan su día desde las nueve de la mañana hasta la seis de la tarde. En cuanto a sus noches, las entrega al vicio práctico, a una amante que él mantiene o a una mujer legítima que lo mantiene a él.
Así, el amor heroico del siglo XVII, el amor sensual del siglo XVIII, se ha convertido en el amor positivo que se concreta a las apuradas, como un negocio en la Bolsa.
Hace un tiempo escuché a un industrial quejarse de que todavía no se hubiera inventado una máquina para hacer niños. Se hacen máquinas para trillar el trigo, para tejer, para reemplazar los músculos humanos por engranajes en todas las tareas. El día en que una máquina ame por ellos, los grandes trabajadores del siglo, aquellos que entregan cada minuto de sus vidas a la actividad moderna, ahorrarán tiempo, serán más fuertes y viriles en la lucha por la vida. Desde la terrible sacudida de la Revolución, los hombres, en Francia, no han tenido tiempo de pensar en las mujeres. Bajo Napoleón I, el cañón impedía que los amantes se escucharan; durante la Restauración y bajo la Monarquía de Julio, una frenética necesidad de riqueza se apoderó de la sociedad. Por último, el reino de Napoleón III no hizo más que incrementar esa sed de dinero, sin aportar siquiera un vicio original, ningún exceso nuevo. Pero existe otra causa más: la ciencia, el vapor, la electricidad, todos los descubrimientos de estos últimos cincuenta años. Hay que ver al hombre moderno con sus múltiples ocupaciones, viviendo para las apariencias, devorado por la necesidad de conservar su fortuna y de acrecentarla, capturada su inteligencia por interminables problemas, adormecida su carne por la agotadora lucha cotidiana, él mismo convertido en mero engranaje de la gigantesca máquina social en plena labor. Tiene amantes como se tienen caballos, para hacer un poco de ejercicio. Si se casa, es porque el matrimonio se ha vuelto una operación como cualquier otra; y si tiene hijos, es porque la mujer lo deseaba.
Hay otra causa para los lamentables matrimonios actuales, y quisiera detenerme en ella antes de pasar a los ejemplos. Esa causa es la brecha profunda que la educación y la instrucción abren, desde la infancia, entre varones y mujeres. Tomemos el ejemplo de la pequeña Marie y del pequeño Pierre. Hasta los seis o siete años se les permite jugar juntos. Sus madres son amigas; ellos se tutean, se dan fraternales cachetadas, se revuelcan por los rincones, sin vergüenza. Pero, a los siete años, la sociedad los separa y se apodera de ellos. A Pierre lo encierran en un colegio donde se esmeran por llenarle el cerebro con el resumen de todos los conocimientos humanos; más tarde, ingresa en las escuelas especiales, elige una carrera, se convierte en hombre. Abandonado a su suerte, librado al bien y al mal durante ese largo aprendizaje de la existencia, conoce todas las mezquindades, experimenta alegrías y penas, hace su propia experiencia de las cosas y de los hombres. Marie, por el contrario, pasa todo ese tiempo encerrada en la habitación de su madre; le han enseñado todo lo que una joven educada debe saber: la literatura y la historia expurgadas, la geografía, la aritmética, el catecismo; también sabe tocar el piano, bailar, dibujar paisajes con dos lápices. Por consiguiente, Marie no sabe nada del mundo, al que apenas ha visto a través de su ventana, y aun la ventana le cierran cuando la vida pasaba demasiado bulliciosa por la calle. Jamás se ha asomado sola a la vereda. La han protegido cuidadosamente, como a una planta de invernadero, procurándole el aire y la luz, desarrollándola en un medio artificial, lejos de todo contacto.
Ahora imaginemos que, diez o doce años después, Pierre y Marie vuelven a encontrarse. Se han convertido en extraños; el encuentro es terriblemente incómodo. Ya no se tutean ni se empujan riendo por los rincones. Ella, ruborizada, se llena de inquietud frente a ese hombre al que ya no reconoce. Él siente entre ellos el torrente de la vida, las verdades crueles, de las que no se atreve a hablar abiertamente. ¿Qué podrían decirse? Tienen lenguajes distintos, ya no son criaturas semejantes. Sólo pueden conversar