Tras la Tormenta
Por Edwin Alcarás
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Tras la Tormenta - Edwin Alcarás
PRÓLOGO
El cuento debe ser presentado al lector
como un fruto de numerosas cáscaras
que van siendo desprendidas a los ojos de
un niño goloso.
Juan Bosch
Edwin ha sido mi amigo durante casi dos décadas y no ha habido un solo momento en que la literatura no haya atravesado como un «rayo que no cesa» nuestros innumerables encuentros para «conversar». Creo que todo prólogo, en el fondo, es una demostración de amistad. Es decir, «a favor» de la amistad, aun cuando no se haya conocido al autor en persona. En el teatro griego, específicamente en la comedia, un actor hacía un preámbulo a la obra donde daba detalles de la situación inicial y sobre el argumento, a eso se le llamaba prólogo. No me resulta azaroso que en este prólogo se junten la amistad, la intención de acercar este libro de cuentos a los lectores y el humor tan denodado que nos ha permitido, a Edwin y a mí, sostener este vínculo durante tanto tiempo.
Esbozaré algunas ideas sobre los temas, quizá porque son el germen obsesivo de este libro. Primero debería hablar de la fuerte relación con la muerte que atraviesa estos cuentos. Es una relación temprana, adquirida de manera casi natural en la infancia: «En mi familia todos hemos sido jóvenes. Incluso los muertos», escribe en el primer cuento, titulado «Don Luis». Es en este primer texto donde la muerte es una aliada del relato; permite la relación entre los personajes. La precoz muerte del abuelo hace que el narrador desarrolle una relación filial con el exsuegro, quien tendría la misma edad del abuelo, si estuviera vivo. La relación con los abuelos es poderosa, sobre todo en la adolescencia, cuando queremos huir de los padres. En el caso de este cuento, este adolescente tardío, divorciado recientemente, tiene también otro vínculo con su exsuegro: le ha dejado su perro Vladimir, porque el señor «era atento con los animales». La muerte del perro detona la tensión entre estos personajes, unidos por un poderoso hilo, una especie de reconocimiento en el otro, un nudo compartido que se va deshaciendo, «dulcemente, como dicen los franceses».
El segundo cuento, «Raymond Carver», también, siendo absolutamente reduccionistas, va sobre la muerte: «La muerte era eso. Un silencio que no cesa». El ambiente es una mezcla carveriana con un fondo de salsa triste. Otra vez, el abuelo surge como referente, como artífice de una existencia idealizada: bailarín, bohemio, torero. Los narradores de Alcarás siempre se refieren al otro con anticipada nostalgia y, como con los escritores que dan nombre a los cuentos, con inusitada admiración. En este, particularmente, la sombra de Carver no solo está en el ambiente, sino en el personaje mismo, en el abuelo, quien vive «un protocolo de la fantasía alcohólica» y finalmente muere. Es cuando el narrador tiene ese temprano baño de orfandad que provoca la muerte, tan cara a este libro. Así, por un lado, la muerte une vidas, pero, por otro, opera como motor de las historias.
Varios son los cuentos donde Alcarás crea historias como si fueran escenas de una novela, o de una historia mayor. No se resuelven al final, quedan abiertos, y provocan una sensación de desazón o infelicidad. Uno de ellos es «Albert Camus», una historia desde luego existencial, donde el ambiente del verano vuelve lentas y pesadas las convivencias en Marsella. Así son, pues, los veranos europeos y, asimismo, los personajes se relacionan como en medio de una gran oleada de calor: «El calor es un zumbido que asfixia la carne», nos dice el narrador. Vidas sencillas las de estos personajes, mientras la del narrador parece estar en agitación constante. Los conflictos psicológicos de los personajes de esta especie de viñetas resultan poderosamente interesantes. El otro es «Roberto Bolaño», con los mismos personajes y casi la misma tensión psicológica. Así también ocurre en «Alfredo Gangotena», donde la aventura existencial de A llega a tal absurdo que termina con un «silencio grave y espeso». Quizá estos cuentos sean parte de una búsqueda mayor o fragmentos de un mismo cuadro llamado obra.
Hay, por otro lado, cuentos profundamente marcados por la enfermedad del alcoholismo o la drogadicción. Estas escenas dostoyevskianas ocurren en barrios marginales o dentro de familias de clase media baja y dejan en el narrador una huella indeleble, un «alborozo trágico», diría Fernando Artieda. Esto ocurre en «Don Ribera», «Juan, hijo de Zebedeo», «Abel» y «Arkady Ivánovich Svidrigailov», por ejemplo. Textos que más allá de la sordidez propia de la decadencia alcohólica, ofrecen un traspatio donde reposa una gran piedra, la piedra, quizá, de la locura. Esos personajes, vistos desde lejos, traídos a la memoria para atormentarse, logran en el narrador, casi siempre en primera persona, un efecto de sanación o conformismo con la realidad, siempre incómoda, siempre maldita. Así mismo es.
Tres cuentos al menos han llamado mi atención por lo profundamente metaliterarios, quizá porque nuestras vidas están atravesadas por la literatura y, mal que bien, las personas que nos transitan se vuelven parte de esa espesa realidad. Así es Juan Manchego, personaje de «Garcilazo», un oscuro estudiante ecuatoriano en Madrid obsesionado con el siglo de oro. O Túpac, el personaje de «Lope de Aguirre», un indígena que denuesta la tradición literaria de este país, al menos la que el narrador asimila como propia, desde su condición de mestizo. También está el profesor de «George Steiner», donde se establece un doloroso diálogo con el silencio, el silencio del tedio y la cotidianidad. Nada extraordinario pasa, pero por eso mismo ocurre todo. Una gramática, no de la lengua, sino de la vida, dice el texto.
«Toda gran escritura brota de le dur désir de durer, la despiadada artimaña del espíritu contra la muerte, la esperanza de sobrepasar al tiempo con la fuerza de la creación», escribe justamente Steiner. La lectura de Tras la tormenta me ha dejado el sabor metálico que dejan los libros duros y bien forjados. A veces, me he quedado con ganas de seguir, como si el desenlace fuera solo una grieta hacia otros mundos de turbias cotidianidades. Este es un libro de ficciones vivas donde los temas y los personajes forman parte de un mismo espejo trizado. Es una prosa vigorosamente sentida, casi escrita por un judío ecuatorial, un judío maravilloso.
Santiago Vizcaíno
Quito, febrero de 2023
DON LUIS
Mi abuelo murió cuando yo tenía 12 años. Era un tipo huraño, herido, amarrado a su sufrimiento. Como Ulises a su timón. Era menudo, casi calvo, con un bigotillo bermejo que brillaba sobre su labio como un sudor incipiente. Un tipo duro y visceral. La gente le temía. Pasaba rápido del mal humor a la violencia.
No me proponía hablar de él. No sé por qué me desvío.
Una palabra más solamente sobre él, ya que estamos. Mi abuelo se llamaba José Fausto y murió a los 65 años. Joven todavía. O sea, joven para ser abuelo. En mi familia todos hemos sido jóvenes. Incluso los muertos. Todos provenimos de embarazos inesperados, adolescentes, o casi adolescentes. La inmadurez es el signo familiar. Eternos