El emisario
Por Yoko Tawada
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Una novela fulgurante y llena de esperanza, ambientada en un Japón postapocalíptico tras una catástrofe ecológica.
En el futuro inconcreto en el que está situada esta historia, Japón ya no existe de puertas afuera: una catástrofe de la que nada sabemos ha causado un colapso medioambiental que le ha obligado a cerrar sus fronteras al resto del mundo. El país entero está contaminado, la gran mayoría de las especies animales se han extinguido y la comida se ha convertido en un bien escaso. Las ciudades se han despoblado debido al riesgo de la polución y mucha gente se ha ido a vivir a las periferias, en lugares remotos y aislados. La vida ha ido mutando (aunque el Gobierno ya ha sustituido el término «mutación» por el de «adaptación al medio ambiente»): los hombres tienen la menopausia, todo el mundo cambia de género al menos una vez en la vida, la tecnología ha perdido su foco, el lenguaje ha degenerado y las palabras caen cada vez más rápido en desuso. Los niños que nacen lo hacen débiles y enfermizos, y son los abuelos, que por lo general superan con creces los cien años pero aún conservan un gran vigor, quienes tienen que ocuparse de ellos. Así, la novela resigue un día de la vida del joven Mumei, un adolescente encantador y lleno de esperanza que, en medio del sinsentido que lo rodea, aún ve el mundo con los ojos de quien lo mira por primera vez, y de su bisabuelo Yoshiro, un anciano que vive con la eterna incerteza de lo que el futuro le depara a su bisnieto.
El emisario es una novela fulgurante, construida a partir de una prosa etérea y envolvente, llena de una extraña belleza que conjuga las contradicciones que la vida ofrece a sus protagonistas; una belleza teñida de nostalgia, pero también de la punzante esperanza de los que creen que no está todo perdido, todavía.
Yoko Tawada
Yoko Tawada (Tokio, 1960) se trasladó a Hamburgo cuando tenía veintidós años y se instaló en Berlín en 2006. Escribe tanto en japonés, su lengua materna, como en alemán. Ha publicado novelas, cuentos, piezas teatrales y ensayos, y ha recibido numerosos galardones, como el Premio Akutagawa, el Tanizaki, el Adelbert von Chamisso y la Medalla Goethe. En Anagrama ha publicado Memorias de una osa polar (Premio Warwick para Obras Traducidas Escritas por Mujeres): «Lean con un lápiz en la mano. No dejarán de subrayar frases inteligentísimas» (El Mundo). El emisario ganó el National Book Award en 2018.
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El emisario - Marta Morros Serret
Índice
Portada
El emisario
Notas
Créditos
Mumei, que todavía llevaba puesto el pijama de seda azul, estaba sentado directamente en el tatami. Parecía una cría de pájaro, quizá porque su cabeza era enorme en comparación con su cuello largo y fino. Tenía el pelo totalmente pegado al cuero cabelludo por el sudor, como si fueran hilos de seda. Movió la cabeza entrecerrando los ojos, como buscando algo en el cielo, a la vez que intentaba atrapar en los tímpanos el sonido de las pisadas sobre el camino de grava del exterior. Los pasos, cada vez más sonoros, se detuvieron de repente. La puerta corredera se abrió traqueteante como un tren de mercancías. Mumei abrió los ojos y el sol matutino, amarillo como un diente de león fundido, se coló en la habitación. Echó los hombros hacia atrás con fuerza, hinchó el pecho y estiró los brazos como un pájaro que extiende las alas.
Yoshiro entró jadeante y sonriendo, con las arrugas de la comisura de los ojos muy marcadas. Hizo ademán de quitarse los zapatos y, al levantar un pie y bajar la mirada, varias gotas de sudor le corrieron por el rostro.
Todas las mañanas, Yoshiro cogía un cachorro de la tienda de alquiler de perros que había en la esquina y juntos corrían media hora por la orilla del río. Cuando el caudal era escaso, el río parecía una cinta plateada que serpenteaba hasta un lugar distante e insospechado. Antaño, a correr así sin ningún objetivo lo llamaban hacer jogging, pero, de un tiempo a esta parte, las palabras extranjeras habían caído en desuso y a tal actividad se la había empezado a llamar «correr a lo novia a la fuga». Se había empezado a decir así a modo de broma porque, al correr, la presión arterial baja como si hubiera una fuga en el corazón y, rápidamente, esa expresión que se puso de moda quedó como un término establecido. Lo cierto es que la generación de Mumei jamás habría relacionado esa palabra con algo que tuviera que ver con un asunto amoroso.
Aunque las palabras extranjeras ya no se usaran, en la tienda de alquiler de perros todavía había muchos carteles colgados con palabras en katakana.1 La primera vez que Yoshiro corrió «a lo novia a la fuga» pensó que no sería un corredor veloz y que, a poder ser, prefería coger un perro de tamaño pequeño. Así que alquiló un Yorkshire terrier, pero, para su sorpresa, el animal resultó ser muy rápido. Yoshiro corría, tambaleándose y casi sin aliento, tirado por el perro, mientras este volvía la cabeza de vez en cuando a la vez que levantaba el hocico con actitud impertinente y cara triunfante como preguntándole «¿Qué tal?». A la mañana siguiente, lo cambió por un perro salchicha, pero resultó que el perro era un holgazán al que, tras haber recorrido unos doscientos metros, de repente se le habían pasado las ganas de correr y Yoshiro tuvo que regresar arrastrando al cachorro con la correa hasta la mismísima tienda de alquiler de perros, porque este se resistía a levantar el culo del suelo.
–No sabía que hubiera perros a los que no les gusta pasear –dijo quejándose educadamente cuando lo devolvió.
–¿Cómo dice? ¿Pasear? ¡Aaah, pasear! ¡Ja, ja, ja! –le respondió el hombre de la tienda haciéndose el tonto y riéndose, con aires de superioridad, de un anciano que utilizaba palabras en desuso como «pasear».
El tiempo de vida de las palabras era cada vez más corto: pero no eran únicamente las palabras de origen extranjero las que desaparecían. Había palabras que dejaban de usarse porque se tildaban de pasadas de moda y, de hecho, algunas se quedaban sin términos que las sustituyeran.
La semana anterior, Yoshiro había alquilado un pastor alemán, pero, al contrario que el perro salchicha, este estaba demasiado bien entrenado y lo hizo sentir inferior. Al principio, se puso a correr con todas sus fuerzas, pero a medio camino se quedó exhausto y acabó arrastrando los pies, intentando no desfallecer, mientras que el perro, fuera cual fuera el ritmo de Yoshiro, estuvo todo el rato corriendo a su lado. Cada vez que miraba el rostro del perro, este le devolvía la mirada con el rabillo del ojo como diciéndole «¿Cómo vas? Fenomenal, ¿no?». Molesto por esa actitud de estudiante de matrícula de honor, Yoshiro decidió no volver a alquilar un pastor alemán nunca más.
Así pues, aunque Yoshiro todavía no hubiera encontrado a su perro ideal le preguntaban qué tipo de perro prefería, en realidad sentía una especie de satisfacción secreta difícil de explicar.
De joven, cuando le preguntaban qué compositores, diseñadores o vinos le gustaban, respondía rápidamente lleno de orgullo. Convencido de que tenía buen gusto, había invertido tiempo y dinero en ir de compras para presumir, pero con el tiempo había dejado de creer que la individualidad en la que nos cobijamos se cimente en los gustos personales. Escoger bien los zapatos seguía siendo importante para él, pero ya no elegía el calzado como una manera de reafirmar su identidad. Las zapatillas Idaten que ahora llevaba eran un modelo que la empresa Tengu había lanzado hacía poco y eran tan sumamente cómodas que parecían unas waraji.2 La empresa Tengu tenía su sede en la prefectura de Iwate, y en el interior de las zapatillas aparecía escrito lo siguiente a pincel: «Iwate» en kanji y las sílabas «ma» y «de» en hiragana. Es decir, las generaciones que no habían aprendido inglés habían hecho una nueva interpretación del «made» del «made in Japan».
3
En su época de estudiante de secundaria, Yoshiro no se sentía nada cómodo con esa parte del cuerpo llamada «pies». Le habían crecido flácidos y frágiles a un ritmo vertiginoso y los calzaba en esas zapatillas de goma robustas y voluminosas de marca extranjera que tanto le gustaban. Más adelante, al terminar la universidad, estuvo trabajando en una empresa en la que solía calzar unos zapatos estrechos de piel marrón, pero solo para que no descubrieran que en realidad no tenía intención de seguir trabajando allí. Por otro lado, los primeros derechos de autor que cobró tras publicar su primera novela se los gastó en unas botas de montaña. Siempre que salía de casa, aunque fuera para ir a la oficina de correos que estaba al lado, se ataba meticulosamente los cordones de las botas con el fin de estar preparado para lo que pudiera ocurrir.
A partir de los setenta años sus pies se alegraron de ir en geta4 y sandalias. Con este tipo de calzado quedaban expuestos a la lluvia y a los mosquitos, pero, al observar detenidamente como el empeine de los pies acepta con serenidad tales incomodidades, Yoshiro llegó a la conclusión de que él era como sus empeines. Entonces, se le despertó el deseo de ponerse a correr y, en su búsqueda de un calzado parecido a unas waraji, descubrió las zapatillas Tengu.
Yoshiro seguía en la entrada quitándose el calzado. Tras un tambaleo, apoyó una mano en la columna de madera salvaje y sintió el grano de esta en la punta de los dedos. El transcurso del tiempo queda marcado en forma de anillos en el interior de los árboles y arbustos, pero ¿qué forma toma en el interior de nuestros cuerpos? La experiencia en la vida no se ensancha en forma de anillos ni se dispone ordenadamente en fila, sino que parece más bien el caos de un cajón que nunca se ha ordenado. Mientras pensaba eso, se tambaleó por segunda vez y enseguida puso el pie izquierdo en el suelo.
–Qué mal se me ha dado siempre sostenerme sobre una pierna... –soltó para sí mismo, y al oír eso Mumei entrecerró los ojos y levantó un poco la nariz.
–Bisabuelo, ¿acaso quieres convertirte en una grulla? –le preguntó.
Tras pronunciar esas palabras, la cabeza dejó de oscilarle como un globo y, a continuación, Mumei irguió el cuello sobre la columna vertebral, con un aire juguetón y agridulce en la mirada. Yoshiro se emocionó, pues, por un instante, el precioso rostro de su bisnieto le recordó al semblante de un buda.
–¿Todavía vas en pijama? Venga, vístete deprisa –dijo fingiendo estar enfadado, y después abrió un cajón de la cómoda.
Allí, la ropa interior del niño y el uniforme de la escuela esperaban educadamente la llamada de su amo. Como de costumbre, Yoshiro la había doblado formando un rectángulo y la había colocado en la cajonera la noche anterior antes de ir a dormir. A Mumei le angustiaba que la ropa tuviera vida propia y se escapara por la noche. Le perturbaba que se fuera a beber cócteles y a bailar en un club, y que volviera toda sucia y arrugada. Por ello, antes de acostarse, Yoshiro siempre cerraba con llave el cajón de la cómoda.
–Ya te puedes vestir tú solito, porque yo no te voy a ayudar.
Yoshiro puso delante de su bisnieto el conjunto de ropa, después se dirigió hacia el cuarto de baño y se lavó la cara con agua fría entre salpicaduras. A la vez que se secaba el rostro con un pañuelo de algodón japonés, se quedó observando durante un rato la pared que tenía ante él, donde no había ningún espejo. ¿Cuándo debió ser la última vez que vio su rostro reflejado? Si no recordaba mal, a los ochenta años todavía se examinaba ante el espejo para cortarse los pelos de la nariz cuando le crecían o para ponerse crema de camelia en las comisuras de los ojos cuando se le resecaba la piel.
Yoshiro colgó el pañuelo en el tendedero que había fuera y lo sujetó con una pinza. ¿Desde cuándo había dejado de usar toallas occidentales y había empezado a usar únicamente pañuelos japoneses? Las toallas tardaban en secarse y, por muchas que tuvieras, nunca eran suficientes. En cambio, los pañuelos, con que los cuelgues en el tendedero de la veranda y sople un poco de viento, ondean en el aire con ligereza y se secan en un periquete. El Yoshiro de antes veneraba esas enormes y pesadas toallas. Por aquel entonces, aunque sabía que aquello era excesivo, después de usarlas las embutía en la lavadora con satisfacción y añadía detergente a mansalva; esos días ahora le parecían una broma. Las pobres lavadoras agonizaban ante la letanía del centrifugado de las pesadas toallas en su vientre y, del todo extenuadas, morían a los tres años del sobresfuerzo. Cientos de miles de lavadoras muertas yacían en el fondo del océano Pacífico y se habían convertido en hoteles cápsula para peces.
Entre la habitación de ocho tatamis y la cocina había un suelo de madera de unos dos metros de ancho con una mesa sencilla de pícnic y unas sillas plegables de esas que usan los aficionados a la pesca. Para avivar más el desenfadado ambiente excursionista, encima de la mesa había una cantimplora redonda con un dibujo de un mapache y en la que relucía una enorme flor de diente de león.
Últimamente, los pétalos de los dientes de león medían unos diez centímetros de largo. En el concurso de crisantemos que se organizaba en el centro cívico todos los años, unos participantes habían exhibido un diente de león y había surgido la disputa de si aquello realmente podía considerarse un crisantemo o no. La facción opositora insistía en que los dientes de león de ese tamaño no eran crisantemos, sino mutaciones, mientras que los otros objetaban que la palabra «mutación» era discriminatoria, con lo que avivaron la llama de la discordia. De hecho, el uso de la palabra «mutación» casi había caído en desuso en este contexto y había sido reemplazada por el término más popular de «adaptación al medio ambiente». Como la mayoría de las plantas silvestres cada vez tenían mayor tamaño, si el diente de león hubiera sido el único en quedarse pequeño, habría terminado en la sombra. Los dientes de león también habían crecido para sobrevivir a las nuevas condiciones ambientales. Sin embargo, había una planta que había escogido la táctica contraria de empequeñecer para sobrevivir: un nuevo tipo de bambú que en su altura máxima solo alcanzaba el tamaño de un dedo meñique y al que, por ello, habían bautizado como «el bambú meñique». Con cañas de bambú así de pequeñitas, por mucho que la princesita de la Luna hubiera brillado, habría sido imposible que la pareja de ancianos la hubieran encontrado, a no ser que se hubieran arrastrado a cuatro patas con una lupa.
5
Entre los opositores al diente de león, también había quienes insistían en que el crisantemo era la flor noble escogida para el emblema imperial y que no podía compararse con una mala hierba como el diente de león. Mientras que la liga de los que estaban a favor del diente de león, compuesta sobre todo por los miembros de la Asociación de Restaurantes de Ramen, alegaron que un miembro de la corte imperial había dicho que no había malas hierbas,