Un beso en Tokio
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Un beso en Tokio - Cristina Carrillo de Albornoz
El sueño
Alberto Giacometti colocó un paño húmedo sobre la cabeza que estaba esculpiendo, luego cerró su estudio y se dirigió al Sphinx, el burdel de lujo situado en el centro de París, donde solía tomar una copa al final de la tarde. Al entrar vislumbró a Caroline: ¡había vuelto! Desnuda de cintura para arriba, como tantas veces, era de sus ojos magnéticos de donde no podía apartar la mirada. Unos ojos de terciopelo pulverizado que lo absorbían instantáneamente y que, a su vez, ¡oh, paraíso!, jugaban con los suyos. De nuevo se sintió feliz…
—¡Ah! —exclamó Kengo Ōe al levantar la cabeza de la mesa de su despacho y golpearse contra el foco de luz. Se había quedado de nuevo dormido.
Miró por la ventana del piso treinta de la torre de Roppongi Hills, sede principal de San & Ōe Arquitectos y Asociados, uno de los más célebres despachos de arquitectura del mundo. Se dio cuenta de que era de noche en medio del brillantemente iluminado Tokio. Rodeado de rascacielos, sintió nostalgia del horizonte infinito, pero el dolor causado por el golpe lo devolvió a la realidad. Había vuelto a soñar con la relación entre Alberto Giacometti, el gran escultor suizo, y Caroline, su última modelo, musa y amante, una prostituta que conoció cuando él tenía cincuenta y ocho y ella veinte; una historia nada convencional y muy liberadora que le recordaba a la que en otro tiempo había gozado con su esposa Fukiyo.
Seguía haciendo caso omiso a los buenos consejos de su socio, Shomei San; continuaba en el despacho hasta altas horas de la noche.
La llamada de Shomei San
A las siete en punto de cada tarde, desde el rincón del mundo donde se encontrase, el genial arquitecto japonés Shomei San, acérrimo humanista, realizaba una de las escasas llamadas diarias al despacho San & Ōe Arquitectos para recordar, a quienes aún permanecieran en uno de sus cuatro pisos, que se marcharan. De no hacerlo, casi todos continuarían trabajando hasta la madrugada, convencidos de que era la única forma de forjar una carrera seria. Lejos de estar de acuerdo con ellos, el maestro San, asiduo lector de Bertrand Russell, no solo tenía fe ciega en la capacidad regenerativa del ocio, sino que estaba convencido de que, sin la ociosidad, la humanidad no habría salido de la barbarie.
Sin embargo, su socio Kengo Ōe, de cuarenta y ocho años, que siempre había compartido la misma filosofía, hacía tiempo que permanecía casi mecánicamente hasta entrada la noche en su despacho. Cuando llegaba a su casa se quitaba los zapatos, se ponía las getas que su esposa Fukiyo le dejaba en la entrada y automáticamente se precipitaba al ordenador para teclear: «¡Ya estoy en casa!».
El día comienza. Sé deseable
Era ya costumbre en el estudio San & Ōe Arquitectos y Asociados que todo se efectuara en un terso silencio. Se saludaban con un cortés «buenos días», con los ojos clavados en el suelo, sin desacelerar el paso. Las comunicaciones se realizaban por correo electrónico, incluso cuando el compañero estaba sentado al lado. Hablar de manera directa e improvisada los paralizaba, de tal forma que cuando se recibían llamadas por las líneas fijas de los teléfonos la mayoría de los empleados no se movían para descolgar el auricular.
Durante los descansos, obsesionados por los likes que obtendrían en sus redes sociales, intercambiaban mensajes y fotografías retocadas con conocidos de fuera. Parecía que sus teléfonos se hubieran tragado la realidad. Cuando milagrosamente surgían conversaciones, estas eran sobre temas cool del momento: los nuevos zapatos de tacón de cuña de dieciséis centímetros, el fabuloso diseño interior de coches descapotables, los masajes espirituales en el nuevo Anti-Spa o los perfumes excitantes que te prometían ser bellamente deseado. To be or not desirable; that was the question. Quien no era deseado no era nadie, no era nada.
Trabajaban un total de veinticinco arquitectos, escogidos entre los alumnos más brillantes de las mejores universidades. Al llegar a la oficina en la mañana, apretaban el botón de encendido del ordenador, comprobaban las novedades e hipnóticamente permanecían frente a las pantallas durante horas. Todos parecían extraños e invisibles a los otros. Los veinticinco arquitectos pertenecían a esa nueva generación de screenagers. «Vivían» rodeados por los demás, pero en realidad estaban aislados. Interactuaban con y a través de los maravillosos aparatos. En ese universo se sentían perfectamente a salvo; no necesitaban temer ni sentir. Presionando una tecla obtenían lo que deseaban. A veces, observándolos, Shomei San, que consideraba la nueva realidad alarmante para la práctica de la arquitectura y para la existencia humana, recordaba con nostalgia a su maestro de escuela explicándoles la complejidad del mundo a través de hechos tan simples como pelar y descomponer una manzana. Entonces Shomei San soñaba que un virus acababa con los ordenadores, alterando por completo el ritmo de la desquiciada vida online.
Cuando Shomei San y a Kengo Ōe convocaban a sus jóvenes arquitectos a una reunión y les pedían sus opiniones, la única respuesta que obtenían era un sonido onomatopéyico: «¡Uhmm!»; se quedaban ensimismados y los más resueltos de entre los veinticinco, se confesaban «agotados de tanto pensar» ante el ingente trabajo diario. Ambos estaban convencidos de que «sus veinticinco», como los llamaban, seguramente tendrían muchos conocimientos, pero la inconsolable realidad era que no sabían discurrir ni ejercían la sana actividad de reflexionar. Horrorizados ante el estremecedor empobrecimiento espiritual del ser humano, San y Ōe no cesaban de inculcar a sus veinticinco la importancia de cultivar los valores básicos de cortesía, empatía y gratitud.
Este desasosiego ante la soledad y el aislamiento de la sociedad moderna lo compartían en sus conferencias en universidades con grandes filósofos como Zygmunt Bauman. Por ello, cuando Shomei San y Kengo Ōe aceptaban una invitación siempre concluían su presentación de la misma forma: «Levantad vuestras miradas de la pantalla del ordenador. Para ser un buen arquitecto hay que ser primero un buen ser humano. A ser posible también un humanista. Dejad la vanidad de un lado. Si no sentís lo que sucede a vuestro alrededor, si no conectáis con los demás, no vais a poder ser arquitectos».
En la cima
Kengo Ōe trabajaba incesablemente. Era el primero en llegar al despacho y el último en irse, e incluso celebraba reuniones el domingo por la noche para preparar las tareas del lunes. Pero la suya no era una existencia aislada ni anclada en la aparente seguridad virtual de los jóvenes arquitectos de su despacho, y menos aún en el deseo de ser el mejor en la arquitectura de su época. Su caso era más complejo.
Cuando dos décadas atrás Kengo Ōe y Shomei San, ambos con veintiocho años, habían fundado la firma San & Ōe Arquitectos, San entreveía en el idealista y extrovertido Kengo Ōe al perfecto socio para lograr la vida que él soñaba e idear construcciones que mejoraran el futuro, deleitaran a la gente y redefinieran con un nuevo pensamiento el universo cambiante de la arquitectura.
Kengo Ōe era uno de los arquitectos más prometedores y refinados en el Japón de los noventa. Poseía el don que los griegos consideraban «regalo divino», el de captar la atención y admiración de otras personas gracias a sus cualidades excepcionales, su carismática personalidad y una bella apariencia. Con su pelo ligeramente largo y ondulado, sus modales intachables y la palabra perfecta siempre en los labios, era un seductor nato. Hablaba lentamente, pero con pasión, como si estuviera resolviendo dudas a la vez, algo por lo que se ganó la reputación de arquitecto filósofo. De ideas revolucionarias e innovadoras, Ōe trabajó desde el comienzo apuntando hacia una arquitectura sobria que transcendiera el aspecto puramente material del edificio. Quería crear una obra que perdurase en la memoria, como lo hace un recuerdo, más allá de la forma o de la estricta necesidad. Soñaba con una nueva perfección, lejos de las reglas, con raíces en la modernidad y la tradición de Japón y en los maestros occidentales modernos. Este ideal arquitectónico, poético y perfeccionista, se reflejaba también en su persona, y en su atuendo depurado, siempre con impecables trajes, una gardenia en el ojal de la chaqueta y zapatos de cuero de Togo. Aunque Ōe y San se habían conocido antes de comenzar la carrera en un viaje por el sur de Francia y se frecuentaron en la universidad, solo fueron conscientes de su profunda afinidad cuando Kengo Ōe, tras finalizar la carrera, realizaba unas prácticas en el despacho del célebre maestro Tadao Andō. Asistieron juntos a una conferencia del maestro sobre la arquitectura y la luz y, acto seguido, se fueron a cenar. A los pocos meses fundaron una nueva firma de arquitectos juntos.
Kengo Ōe fue el primero en hablar abiertamente a Shomei San de lo mucho que amaba la arquitectura y de cómo debería estar conectada a sus vidas, a sus propios sueños, a la poesía y a la gente. Acostumbrado al trato reservado, le sorprendió gratamente que alguien japonés se refiriera a una profesión en términos de «amor» y no tanto de «interés». Al maestro Shomei San siempre le había asombrado la naturalidad con la que en Europa la gente expresaba sus opiniones y hablaba de lo que amaba y de lo que no. La educación de Shomei San había estado marcada por los códigos del honor, la obligación, el rigor y le habían inculcado que no todas las opiniones importan y que sus puntos de vista debían manifestarse sin oprimir ni ofender a los demás. Había sido un estudiante sobresaliente y, como en Japón tan solo los mejores gozaban de la oportunidad de estudiar arquitectura, Shomei San consiguió matricularse y se convirtió en arquitecto.
Por el contrario, el maestro Kengo Ōe necesitaba que sus ideas y opiniones, ya fueran bellas o chocantes, fueran claramente entendidas. Provenía de una prestigiosa familia de samuráis, y su padre, un poeta reconocido internacionalmente, lo había educado de manera más abierta. Ello se traducía en su visión innovadora y cosmopolita de la arquitectura. Optimista incurable, proyectaba entusiasmo en todo lo que se proponía. Ese hombre con luz y fuerza era el socio con el que Shomei San había comenzado a trabajar hacía veinte años.
A lo largo de esas dos décadas juntos habían proyectado aeropuertos y residencias privadas en Estados Unidos, torres en Europa, museos en Oriente Medio, puentes en Asia y también edificios para las mejores casas de moda parisinas en Tokio. Planeaban nuevos proyectos en San Petersburgo, Chicago, Abu Dabi… Había sido un arduo camino hasta que sus ideas, consideradas por muchos como imposibles de edificar, fueron reconocidas, y sus proyectos, que sorteaban los códigos estrictos de la construcción, se realizaron. Consiguieron lo que se habían propuesto: crear un lenguaje arquitectónico novedoso imprimiendo las nuevas bases de la arquitectura del siglo XXI.
En el precipicio
Cuando el futuro aún les brindada lo mejor, Kengo Ōe sufrió un atroz golpe. Dos años antes Ōe y San se habían desplazado a Dubái para inaugurar la Torre del Milenio, una construcción «inteligente», de una ligereza sorprendente, que habían tardado diez años en finalizar. En una de las entrevistas, el periodista, especializado en arquitectura, acabó dirigiéndose a Kengo Ōe para decirle en voz baja:
—Maestro, ya sabe cuánto admiro su trabajo y quería decirle que siento muchísimo lo de su hijo Natsumiko.
El arquitecto, que planeaba viajar al día siguiente a Barcelona para reunirse con su hijo, no entendió la pregunta.
—Perdone, pero no comprendo. ¿A qué se refiere?
Fue el periodista abrumado, y pidiendo perdón por lo poco apropiado de la situación, el que le comunicó que su hijo Natsumiko había tenido un accidente y había fallecido esa misma madrugada. Ōe, temblando, cogió su teléfono silenciado y vio, entre muchas perdidas, las numerosas llamadas de la soprano Lola Montez, la novia de su hijo que vivía con él en Barcelona. Salió de la habitación, marcó su número y ella, descompuesta y entre sollozos, le explicó cómo había ocurrido. El día anterior Natsumiko había sufrido ataques de dolor especialmente agudos y ella lo había acompañado toda la mañana en el hospital. Por la tarde, reducido el malestar, se fueron a casa. Lo dejó descansando, pues ella cantaba en el Liceo. Tras el concierto, Lola Montez vio muchas llamadas de Natsumiko en su teléfono, pero no tenía ningún mensaje de él, así que se apresuró a llegar a casa. Natsumiko no estaba, y había olvidado su móvil. Lo buscó, primero en el hospital y luego por los lugares que solían frecuentar. Finalmente, de madrugada, un amigo común le dijo que había tomado varias copas con él en el Hotel Casa Fuster y que suponía que estaría durmiendo allí. No le extrañó porque era un habitual. En el hotel, Lola confirmó que estaba alojado allí. Al explicar la situación y al no tener contestación en la habitación, el manager en servicio nocturno del hotel accedió a abrírsela. Lo encontraron inconsciente, rodeado de botes de analgésicos y barbitúricos vacíos. Avisaron a una ambulancia e intentaron reanimarlo, pero no pudieron hacer nada por él.
Natsumiko no podía haber sido mejor hijo. Tenía solo veintitrés años. Todo había ido siempre bien hasta que, a los veinte años, sufrió un accidente que le causó un daño cerebral irreparable; un autobús lo atropelló mientras iba en bicicleta a buscar un regalo para el cumpleaños de su madre, Fukiyo Ideta. Se quedó inconsciente en el suelo y le salió sangre por la boca y el oído. Pensaron que estaba muerto. Cuando despertó en el hospital había perdido el sentido del olfato y el gusto. Padecería desde entonces unas migrañas espantosas. Sin embargo, gracias a la cantante de ópera Lola Montez, a la que conoció en Londres meses después, había comenzado a recuperar su pasión vital, tanto que hacía un año había decidido trasladarse a Barcelona para vivir con ella y acabar su tesis sobre Gaudí, la Sagrada Familia y el estilo gótico. Natsumiko escribió un diario, y cuando Kengo y su esposa Fukiyo llegaron a Barcelona para hacer las gestiones de la repatriación de su cuerpo, Lola Montez se lo entregó diciéndoles:
—Nunca se separaba de su diario, era un torrente de ideas y las escribía constantemente. He sido muy afortunada a su lado; me llenó de confianza. Él quería siempre lo mejor para mí y yo para él, por encima de nuestros propios intereses. Ahora todo va a girar alrededor de Natsumiko porque seguirá con nosotros.
Montez cantó en el entierro de Natsumiko en Tokio y su voz se escuchó con una hondura y una belleza tan conmovedoras como dramáticas. Al acabar, miró a los padres esperando haber aportado consuelo; Kengo Ōe sostenía a Fukiyo Ideta, quien apenas lograba mantenerse en pie.
Al final del entierro fue tal el grito que lanzó Fukiyo que muchos pensaron que no lo resistiría, pero ella, aunque rota de dolor, se dijo que no se dejaría vencer por el desánimo. Kengo se convenció al principio de que con entereza transcenderían su hondo sufrimiento y lo transformarían en un recuerdo de lo mejor de su hijo.
Aquel terrible drama les imponía un nuevo comienzo, pero lo cierto era que nada, nada podía haberlos preparado para un infortunio tan desgarrador.
Dos años después Kengo continuaba al límite del abismo con el corazón en los huesos.
Vivir con la luz. La Casa de Flor de Loto
«Los meses y los días son viajeros de la eternidad. El año que se va y el que viene también son viajeros. Para aquellos que dejan flotar sus vidas a bordo de los barcos o envejecen conduciendo caballos, todos los días son viaje y su viaje mismo es su casa»
Matsuo Bashō
Kengo Ōe residía en La Casa de Flor de Loto1 a las afueras de Tokio con su esposa Fukiyo. Se trataba de una construcción de cristal a base de muros ultraligeros y piedra flotante para favorecer sus hábitos como practicante de la ceremonia del té, la meditación, la caligrafía y su pasión como coleccionista de arte antiguo oriental y de arte contemporáneo occidental. Frente al estanque de flores de loto que rodeaba la casa, presidían en el gran salón octogonal dos pianos de cola, un Yamaha CFIIIS y un Steinway, uno en el que solía tocar él y el otro para su hijo Natsumiko. Disponía también de una estancia de meditación construida hacía quinientos años, que había adquirido en una subasta. En la planta superior, al lado de los dormitorios, se encontraba una tradicional casa de té de estilo sukiya, realizada por el maestro arquitecto Togo Murano, que había hecho transportar de Kioto para su esposa.
Fukiyo, tras finalizar su carrera en Bellas Artes, se había especializado en el estudio de la ceremonia del té en el templo de Yakushiji, uno de los siete más grandes de Nara. Encarnaba el ideal femenino de Kengo Ōe; una mujer misteriosa, sensual y dulce, divertida e independiente. Poseía un rostro muy expresivo, iluminado por una sonrisa magnética y una mirada intensa que le hacía pensar en las grandes olas que rompen en los acantilados. Había recibido, como Kengo Ōe, una educación moderna, abarcando la cultura occidental y la oriental, y sin embargo iba siempre vestida con tradicionales kimonos. Era discreta y a la vez espontánea, y a Kengo Ōe le sorprendía, siempre, su manera tan sutil de mostrar sus emociones y expresar sus opiniones.
Fukiyo había sido determinante para el éxito de Kengo Ōe. Los comienzos de su matrimonio no fueron fáciles en lo económico, pero eran jóvenes, alegres, bellos y geniales; la impactante pareja que formaron durante la primera década los catapultó en todos los círculos sociales de élite y abrió nuevas puertas a la carrera de Kengo Ōe. Para Fukiyo, Kengo había sido y seguía siendo el hombre más seductor y atractivo que jamás había conocido. Le encantaba acariciar su pelo ondulado y mirar sus ojos chispeantes, pero lo que más le había cautivado desde el primer día era su capacidad infinita de hacerla reír.
Sin embargo, desde hacía varios años, la relación entre Kengo y Fukiyo, en otro tiempo envidiablemente feliz, se había ido deteriorando. A veces amar podía ser una pesada carga. Invadida por la melancolía, Fukiyo salía ocasionalmente, tan solo a compromisos importantes. Pasaba los días profundizando en el estudio de wabi-sabi y escuchando incesablemente el adagio del concierto de piano veintiuno de Mozart o Nulla in mundo pax sincera de Vivaldi; en los momentos más ligeros se decantaba por Sinatra, cuyas canciones le tatareaba de niña su padre, un reconocido artista japonés que había sido profesor en la Central Saint Martins de Londres. Su hermana Megumi la invitaba constantemente a Londres para aliviar su estado de intolerable dolor e intentaba convencerla de que debía resucitar lo poco que quedaba de su delicioso sentido del humor. Le gustaba bromear con ella, le decía que al menos no había perdido la curiosidad, ya que, cuando se encontraba con fuerzas, alternaba prolongadas sesiones de películas y lecturas. Extrañamente, La novela de Genji se había convertido en su libro favorito; ese príncipe Genji que, en busca del tiempo perdido va destruyéndose en su deseo incesante de vivir una y otra vez la experiencia de enamorarse, embelesado por el amor. Le fascinaba que lo hubiera escrito la dama Murakami, una mujer del siglo XI a quien nunca le fue permitido consumarlo y que sin embargo escribió de forma tan bella sobre el amor.
La Casa de Flor de Loto era un verdadero capricho, una edificación de siete amplias estancias a las afueras de Tokio que habría deleitado la existencia de cualquiera. Sin embargo, aquella construcción, donde habían sido dichosos, se había convertido en un monumento-homenaje al hijo ausente. En una de las cartas que envió desde Barcelona cuando era estudiante de arquitectura y urbanismo, escribió: «Rodearse de belleza y calma llena de optimismo y transciende el dolor. Sin embargo, mirar la belleza no es suficiente. Espero ser capaz de saber ver la belleza».
Cuando la releyó, Kengo sintió una punzada y comprendió que Natsumiko no había olvidado la lección que le había dado de niño, cuando le decía: «Ahora, y cuando seas mayor, donde quiera que te encuentres y pase lo que pase, tienes que ser capaz de ver la belleza. ¿Entiendes, Natsumiko?».
Sintió entonces que su hijo, de alguna manera, le pedía realizar algo excepcional. Así fue como comenzó a planificar un nuevo jardín que rodearía la casa con una gran plantación de loto, una flor que en el budismo simboliza la conquista de la iluminación.
Cuando Kengo contempló el jardín de loto terminado, sintió que la casa contenía la belleza y la luz buscadas y que les ayudaría a vencer el sufrimiento. Allí encontraría el centro del ser, donde está la calma y de donde brota la fuerza. Allí alcanzarían de nuevo la ecuación humana del amor. «¿No es misión de la buena arquitectura abrir el corazón de la gente?», se repetía Ōe. La luz es el material por excelencia de la arquitectura, y si algo había aprendido en tantos años de práctica, es que la luz siempre penetra en lo más oscuro.
Y en ese camino hacia la luz, en sus horas de meditaciones, retornaba a su mantra: «El amor es lo que nos hace indispensables en este mundo. El amor es lo que hace el viaje a esta tierra valioso…».
Tenía que reaprender a ser feliz porque sí o porque recordaba la risa con alas, la risa contagiosa de su esposa y de su hijo juntos…
_________
1. Esta construcción está inspirada en la arquitectura de Kengo Kuma.
Volved felices sueños
Kengo era un noctámbulo incorregible. Adoraba la noche; actuaba en él como un bálsamo que aliviaba sus tensiones diarias. La noche siempre había disparado su pasión por la vida. Cuando las circunstancias lo permitían, se iba a la cama al alba y, tumbado, se abandonaba a los más diversos pensamientos; se refería a ello como su «gimnasia mental» para despedir cada día, avivando en la noche la esperanza de hacer retornar a su antiguo yo.
La vida le había quitado mucho, ¡pero le había dado tanto!
Con este consuelo finalmente cerraba los ojos. Quizás volverían los dulces sueños.
La fuerza de la gravedad
«Si no me hubieran dicho qué era el amor,
yo hubiera creído que era una espada desnuda»
Jorge Luis Borges citando a Rudyard Kipling
Al levantarse, nada más posar los pies en el suelo, imaginaba su ser microscópico en posición horizontal —¿o hacia abajo?— con respecto a la Tierra, girando perpetuamente. «Pegado» al planeta y cavilando acerca de la misteriosa fuerza de la gravedad, a la que científicos culpaban del envejecimiento, abría el grifo de la bañera y subía la mirada hacia el gigante cerezo que veía junto a la ventana de su baño. Finalizado el ritual del aseo, uno de los más placenteros momentos del día, se acomodaba en la sala de la meditación, una práctica que le ayudaba a que su contacto con lo real fuera más iluminador, más intenso, más fortalecedor.
Desde hacía dos años el saludo matutino a Fukiyo para celebrar un nuevo día se había reducido a un gesto lacónico, una inclinación de cabeza; ella esbozaba una minúscula sonrisa y elevaba sus ojos. Y, a pesar de todo, aquella pequeña sonrisa, sorprendentemente distinta, continuaba cautivándole y consolándole, animándolo cada día. Nunca había existido rutina entre ellos. Pocas cosas son más atractivas en la existencia que la sorpresa, pero ¿cómo habían llegado a esa situación de incomunicación?
Ante la conmovedora sonrisa de Fukiyo, él se inclinaba, juntaba las manos en un ademán de agradecimiento y, mientras la miraba, pensaba en cómo Neruda había escrito:
«Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca».
Luego se iba a trabajar.
Horas de ocio. Chen Yifei y la decisión
«La vida es como un largo viaje con muchas estaciones.
A veces tienes que detenerte para descargar
o cargar algo para la próxima estación»
Chen Yifei
Kengo Ōe solía ir al trabajo en bicicleta, recorriendo casi cuarenta kilómetros, y practicaba diariamente la natación. En sus días libres llegaba a nadar cuatro horas. Le ayudaba a recuperar el ritmo vital; al fin y al cabo, pocas cosas amaba más que el silencio del agua.
Su esposa Fukiyo le había regalado una tarjeta de socio del club Nagomi, situado en el piso cincuenta de un moderno edificio acristalado. Algunos fines de semana se refugiaba allí con muchos libros y una escultura de Giacometti. Esos dos días transcurrían entre lecturas, natación, saunas y masajes; pero con lo que más se deleitaba era con las clases de tiro al arco zen y las lecciones sobre el significado de las palabras.
Le divertía la práctica del tiro al arco zen porque el desafío no residía tanto en acertar al blanco sino en la perfección de los disparos. Lo complicado era comprender cómo tensar el arco japonés, con los brazos por encima de los hombros; para lo demás, una frase de su profesor le abrió los ojos:
—Piense en lo que el zen enseña del tiro al arco; no somos nosotros quienes efectuamos el tiro, sino que nos limitamos a colocar el arco en la posición adecuada. Se trata de una andadura hacia la esencia.
Poco a poco, el tiro al arco se fue transformando en un medio de reflexión para lograr el equilibrio personal. Y a la vez, paradójicamente, esa necesidad de abrir los brazos al extremo le hacía reflexionar sobre un «arte» que Ōe llamaba «el arte de los abrazos» y que le había enseñado a su hijo cuando crecía. «Hay muchas clases de abrazos, pero todos se quedan en el cuerpo y te hacen fuerte».
Luego disfrutaba de las lecciones para el uso preciso de las palabras. Ōe, el arquitecto filósofo, siempre estaba en busca de la palabra perfecta como expresión de lo más hondo del ser. En cada clase analizaban dos nuevas, a modo de viaje por la mente… Ese fin de semana de abril era turno del estudio de «penetrante» y «tacto».
«¿El tacto…? No es tocar. El tacto tampoco es solo una cuestión de sutileza, amabilidad y buenos modales. El tacto es el sentido que da la capacidad de sentir. ¿Y el tacto como término musical? La palabra penetrante
… ¿está relacionada con agudo
?, ¿o con punzante
?… ¿O es penetrante
sinónimo de intenso
? ¿Y ser intenso va unido a ser pasional?».
Tras la cena se instalaba en el café Maduro, especializado en puros y jazz. Allí saboreaba el tiempo lentamente, escuchaba música y a veces se encontraba con un conocido. Al menos dos veces al año solía reunirse con su gran amigo Chen Yifei, un pintor y director de cine que vivía en Shanghái. Ese fin de semana de abril habían quedado en el café Maduro para luego cenar y compartir el día siguiente. Yifei, educado en las tradiciones chinas y occidentales, era un conversador ameno, divertido y erudito, y también un trabajador compulsivo. Había sido uno de los primeros en desmitificar al camarada Mao en sus cuadros, y también en capturar la atmósfera del Shanghái cosmopolita de la década de 1930.
Sin embargo, Yifei no apareció. En su lugar, Kengo recibió la llamada de un pariente del pintor que le comunicaba que había fallecido repentinamente a causa de una hemorragia gástrica, por exceso de trabajo. Tenía cincuenta y siete años y había hecho siempre lo que su voluntad le había dictado. Sus últimos meses de vida los había pasado rodando una nueva película y no había dudado en permanecer hasta cuatro días enteros sin descansar.
Al colgar el teléfono, Kengo se estremeció al punto de sentir cómo su cuerpo temblaba. Más confuso y derrotado aún de lo que estaba, tras una hora mirando a la pared, el espíritu flotante de Kengo Ōe salió del café Maduro y se dirigió a su suite, como un reo va al patíbulo. Entró en el ascensor acristalado y mientras observaba las vistas panorámicas sobre Tokio pensó en Chen Yifei, en su trabajo y en la infinidad de horas al día que pasaba en el despacho…
Salió del ascensor y se quedó paralizado en el descansillo del piso veintidós.
De pronto, los fines de semana en el club, hasta entonces terapéuticos, le produjeron una cierta aflicción. Esa paz en un universo aislado de pronto le asfixió y le produjo una profunda desazón. Por primera vez en mucho tiempo sintió el peso de la soledad. No era que aquel lujo no le resultara agradable, incluso necesario, pero eso no podía ser su horizonte.
Debía mudarse,