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Por Juan Valera
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Juan Valera
Juan Valera y Alcalá-Galiano (nacido en Cabra, Córdoba, en 1824) fue un escritor y crítico español. Su obra, circunscrita a un estilo bello y, sobretodo, embellecedor, se contrapone a las del naturalismo francés tan en boga en su tiempo y representados en nuestros país de la mano de Emilia Pardo Bazán o Benito Pérez Galdós. Valera creía, por encima de todo, que la novela debía ser realista en tanto que debía rehuír la fantasía y el sentimentalismo, y, sin embargo, también había de evitar todo lo crudo y penoso de la realidad. El suyo, se ha dicho, es un realismo idealista, ameno y amable, pero no exento de gran calidad. Convencido de sus ideas estéticas, la misma actividad política y diplomática de Valera, siempre con un talante refinado y elegante, hedonista a todas luces, se refleja también en su producción literaria. Algunas de sus obras han llegado a saltar a otros ámbitos culturales. Es el caso de Juanita la Larga, convertida en serie de televisión en 1982, y, sobretodo, de Pepita Jiménez, adaptada a la ópera por Isaac Albéniz. Asimismo, cabe destacar de su trayectoria sus cuentos, ensayos y traducciones de escritores de la talla de Byron o Goethe. Murió en Madrid el 18 de abril de 1905.
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Nuevas Cartas Americanas - Juan Valera
Nuevas Cartas Americanas
Copyright © 1890, 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726661439
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Al Excmo. Señor don Antonio Flores
Presidente de la República del Ecuador
—V→
Mi querido amigo: Poco valen estas NUEVAS CARTAS AMERICANAS, pero me atrevo a dedicárselas, confiado en la bondadosa indulgencia de usted que les prestará el valer de que carecen.
Aunque mi propósito al escribirlas es puramente literario, todavía, sin proponérmelo yo, lo literario trasciende en estos asuntos a la más alta esfera política.
La unidad de civilización y de lengua, y en gran parte de raza también, persiste en España y en esas Repúblicas de América, a pesar de su emancipación e independencia de la metrópoli. Cuanto se escribe en español en ambos mundos es literatura española, y, a mi ver, al tratar yo de ella, propendo a mantener y a estrechar el lazo de cierta superior y amplia nacionalidad que nos une a todos.
—VI→
Es evidente que yo, que siempre fui un crítico suave, no había de ser severo con mis semicompatriotas de Ultramar; pero también es evidente que ni debo ni quiero ganarme la voluntad de nadie con lisonjas. Además, a lo que muchos sujetos afirman, yo no sirvo para lisonjear, aunque lo desee. Suponen que me sucede, si bien en sentido contrario, lo que a aquel famoso profeta que fue, por orden del Rey de los hijos de Moab, a maldecir a los hijos de Israel. Levantó siete altares, sacrificó becerras, hizo otras ceremonias, y subió a un cerro, desde donde se oteaba la llanura en que los israelitas tenían desplegadas sus tiendas. Desde allí quiso maldecirlos, y Dios desató su lengua y le movió a entonar un cántico de bendiciones. Subió luego a otro cerro, volvió a querer maldecir y bendijo de nuevo, sin poderlo remediar. Si a mí, como aseguran, me sucede algo parecido, ya pueden ustedes confiar en que no hay adulación en mis alabanzas y no agradecérmelas, pues son involuntarias. Y cuando hubiere algo de censura, deberán perdonármelo también por el mismo motivo.
Es aún más perdonable mi censura, si se atiende a que las más veces me induce a censurar, a pesar mío, la exageración con que algunos escritores de por ahí, por exceso de americanismo, ponderan las crueldades espantosas que cometieron —VII→ los españoles de la conquista y del período colonial. Si esto hubiera llegado hasta el extremo que dichos escritores aseguran, yo no dejaría de aplaudir la maravillosa imparcialidad histórica con que sostendrían la verdad; pero no sabría yo disimular que, al sostenerla, arrojarían sobre ellos mayor injuria que sobre nosotros, porque la sangre española que corre por sus venas procede, más que la nuestra, de aquellos atroces forajidos, y la sangre india, en lo que de indios puedan tener, es de una raza que, según afirman Montalvo y otros, nosotros hemos envilecido y degradado para siempre con nuestros malos tratos y con nuestra brutal tiranía.
Estas consecuencias son tan absurdas como las premisas de donde se sacan. Así trataré de probarlo detenidamente, aunque no gusto de polémicas, cuando replique, si tengo vagar y ánimo, a los Sres. Mera y Merchán que han escrito contradiciéndome.
Entretanto me inclino a creer que mucho de lo que se dice contra nosotros se dice por el prurito de aparecer muy sentimentales y muy ilustrados a la moda de París y de Londres, sin que se advierta que ni franceses ni ingleses fueron nunca más que nosotros humanos y benignos.
Fuera de este momentáneo extravío, el señor Mera es tan excelente sujeto como buen escritor, —VIII→ y nos quiere bien. Nos aborrecería, y con razón sobrada, si entendiese que los españoles fueron a esa otra banda para echarlo todo a perder. Creamos, pues, como es justo, que los españoles fueron a América para extender en ella la civilización europea, por cuya virtud alcanzó América la potencia de igualarse con Europa y acaso de superarla en lo futuro.
No quiero molestar a usted distrayéndole, con más larga carta, de sus importantes cuidados.
Adiós y créame siempre su afectísimo y buen amigo, q. b. s. m.,
JUAN VALERA
Nueva religión
—1→
A don Juan Enrique Lagarrigue
- I -
Muy amable y simpático señor mío: Hace ya mucho tiempo que recibí, con fina dedicatoria manuscrita, un ejemplar de la importante Circular religiosa, que imprimió y publicó usted en Santiago de Chile, en el día 6 de Descartes del año 98 de la Gran Crisis, fecha que, en nuestra vulgar cronología, corresponde al día 13 de octubre de 1886. No extrañe usted mi largo silencio ni le atribuya a desdén. Su obra de usted fue leída al punto por mí con avidez y curiosidad, y releída luego varias veces con interés que ha ido siempre en aumento. Bien dijo él que dijo que el estilo es el hombre. Yo doy tal valer a la máxima, y me guío de tal suerte por ella, que creo conocer a usted, —2→ con sólo leerle, como si le hubiera tratado íntimamente toda mi vida. Hay, en cuanto usted expone, la más profunda convicción, el entusiasmo más fervoroso y el más puro amor por el bien, de todo el humano linaje, por donde yo me persuado de que, en esa república, haga usted o no prosélitos, ha de ser usted considerado como varón virtuosísimo y excelente, respetado y querido por todos sus conciudadanos. Cuando el Caballero del Verde Gabán, yendo de camino con D. Quijote y Sancho, explicó a éstos su modo de vivir, sentir y pensar, Sancho le halló tan bueno y tan ajustado, según diríamos ahora, a sus ideales, que penetrando hasta sus entrañas las frases del Caballero, se las derritieron de ternura y se las encendieron en afectos de amistad y veneración, movido de los cuales se apeó del asno y fue a besar los pies aquel bendito hidalgo, a quien calificó y preconizó de santo a la gineta. Algo parecido me ocurrió a mí cuando hube leído la Circular de usted; y, abandonando mi espíritu sus vulgares ocupaciones, desechando sus cuidados prosaicos y mezquinos, apeándose también de su asno, saltó por montes y valles, atravesó el Atlántico, pasó la línea equinoccial, corrió por toda la extensión de la América del Sur, voló por cima de los Andes y llegó hasta la ciudad y casa de usted (calle de la Moneda, núm. 9), donde dio a usted un abrazo muy apretado. Pero, como esta visita y esta muestra de mis simpatías se hicieron —3→ por arte etérea, ni usted ni el público se habrán percatado de nada, y así lo juzgo excusado escribir a usted, aunque tarde, y hablar de las ideas y planes de usted, cuya bondad me seduce, aunque de su realización me quepan dudas.
¿Quién sabe si lo que yo diga podrá ser útil por algún lado? Acaso valga mi escrito para divulgar en España el sistema de usted y ganarle parciales; acaso para remover inconvenientes; acaso para disipar estas o aquellas de las dudas que, como he dicho, me asaltan los sistemas y pensamientos de los hombres son o parecen mayores vistos desde lejos. Hay en ello algo de más mágico que en la linterna mágica. ¿Cómo negar que Augusto Comte y su positivismo han ejercido y ejercen aún grande influjo en toda Europa? Difundida por el laborioso, infatigable, fecundo y sabio Emilio Littré, la doctrina del maestro se dilata, desde París, por todas las regiones de la tierra; pero el talento crítico, frío y excesivamente razonador de Littré, despoja de fervor la doctrina y hace que llegue tibia hasta nosotros, como la claridad de la luna. En cambio, en la mente de usted, como rayos de sol en espejo ustorio, convergen y se reúnen todas las llamas y fogosidades de Augusto Comte, que, reflejadas así, abrasan, funden y volatilizan los corazones. Es más, y vuelvo a mi símil de la linterna mágica; lo que pensado y expuesto en París por —4→ Augusto Comte, visto de cerca, me parece pequeño, como es pequeña la figurilla pintad en el vidrio, toma en el espíritu de usted colosales y magníficas proporciones, como el espectro que ya a larga distancia a proyectarse en cándido muro. En las elocuentes páginas de la Circular de usted palpitan brío tan noble, amor tan entrañable del bien de la humanidad y fe tan poderosa, que a pesar de mi maldito escepticismo, hay momentos en que me dejo arrebatar y traspongo, parodiando a Moisés, a la cumbre del monte Nebo, y me parece que descubrió la tierra prometida, o por mejor decir, que veo renovada toda la faz de la tierra y que la nueva Jerusalén baja engalanada del cielo con vestiduras relucientes de fiesta sin fin y de perenne consorcio. Por desgracia no es todo oro lo que reluce, y quién sabe si encajará aquí como de molde la manoseada cita que dice:
¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!
Casi todos los preceptos que impone usted al género humano para que alcance sus más gloriosos destinos, son, a mi ver, tan sanos y beatificantes que no hay más que pedir, y si los siguiésemos sería el mundo un paraíso; pero aquí está el toque de la dificultad: en que usted va a predicar en desierto, como predicó mi santo y otros, —5→ en que nadie va a hacer caso de usted y en que todos van a, continuar en sus vicios y malas mañas.
A usted se le antoja todo muy llano con tal de que el egoísmo se convierta en altruismo; pero ¿de qué medio nos valdremos para hacer esta conversión? Yo no quisiera calumniar la naturaleza humana; yo reconozco, aplaudo y proclamo los arranques generosos de que es capaz; pero ¿no habrá en el fondo de nuestro ser algo de radicalmente egoísta?, ¿Por qué pasa siempre por axiomática la sentencia de que la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, sentencia que no pocas personas avillanan transformándola en esta otra: cada cual arrima el ascua a su sardina? Usted mismo destruye, contradice o menoscaba el altruismo en la sentencia capital que pone al frente de su bello discurso. Vivamos, dice usted, para los demás: la familia, la patria, la humanidad.
Con esto concede usted cierta predilección a la patria sobre la humanidad, y a la familia sobre la patria, de suerte que mientras más estrecho es el círculo de los objetos amados, y más exclusivo es, y más cerca está de nuestra persona, como si fuese emanación o irradiación de la persona misma, más activo es el amor que se le consagra. No hay razón, pues, para que la progresión de amor quede incompleta, sin el término que en el texto de usted le falta, y que viene ponerse en él, natural y forzosamente, traído —6→ por dialéctica impersonal e irresistible. Así es que el que lea el precepto y se decida a seguirle dirá en el fondo de su conciencia: yo amo y quiero amar a la humanidad y comprendida en la humanidad a la patria, y comprendida en la patria a mi familia, y comprendida en mi familia a mi persona. Con lo cual es indudable qué todo irá comprendido en el amor de la humanidad como en superior predicamento: pero sucederá que mientras más alto y comprensivo sea el término en esta escala de lo amable, más vacío estará de razones y motivos para ser amado, ya que cada uno de los atributos que constituyen las diferencias es en lo amable una razón y un motivo más para que lo amemos.
Amaremos a la humanidad por mil razones, pero dentro de la humanidad está la patria, para cuyo amor hay, sobre las mil quinientas razones más; y dentro de la patria, la familia, con otras nuevas quinientas razones, lo menos, y dentro de la familia, uno mismo, con todas las razones que hay para amar a la humanidad, a la patria y a la familia, y además con nuevas razones, fundadas en aquellos predicados o atributos que me diferencian, distinguen y determinan dentro de la humanidad, de la patria y de la familia. Resulta, pues, que el altruismo es falso, que no se da dialécticamente, que sólo puede amarse uno a sí mismo sobre todas las cosas, como no sea a Dios a quien ame. En mi sentir, uno puede amar más que a sí mismo, no —7→ sólo a Dios, sino a todas sus criaturas, cuando las ama por amor de Dios; pero sin este amor de Dios, uno se ama a sí mismo más que a nadie.
Entiéndase que hablo, según dialéctica: con fundamento racional. Yo no niego que el ateo tétrico o práctico, el ateo que niega a Dios o que le arrincona y neutraliza, arda en caridad, que él llama altruismo, pero sostengo que entonces, con inconsecuencia dichosa y bella, ama a los demás seres por amor de Dios, sin saberlo, y negando a Dios, y no viendo el lazo misterioso que le une con los demás seres, y que es Dios y no puede ser sino Dios.
En este caso, la efusión generosa del amor, que se sobrepone al egoísmo, provendrá de cierta inclinación sublime, de cierto ímpetu instintivo, de cierto ciego impulso del alma que nos lance a la devoción, al sacrificio, a buscar el bien de los demás, aun a costa del propio bien: pero un sistema tan sabio como el de Augusto Comte no debe ni puede fundarse en esto. Además, si el altruismo fuese instintivo y congénito, no sería educable o asequible por educación. ¿Cómo íbamos a convertir en altruista al que fuese egoísta a nativitate?
Y si se me dice que las ciencias sociales y políticas, exactas y naturales, van a ordenar tan lindamente las cosas que acaben por hacer de suerte que el interés bien entendido esté en ser altruista, porque el bien general vendrá a ser el —8→ mayor bien singular mío, y todo crimen, todo delito, toda infracción de la ley moral, no será sino un error, una mala inteligencia de mis propios intereses, una locura, en suma, diré que no me parece muy probable que las ciencias lleguen a conseguir tanto; pero que, si a tanto llegasen, no llegarían al altruismo verdadero, sino a que el egoísmo bien entendido produjese los mismos efectos que el altruismo más puro. Entonces, allá en la profundidad de cada conciencia, en las intenciones, habría devoción y caridad, o sórdido interés y bellaquería; pero en toda acción ejecutada, no habría sino necedad o discreción, cordura o locura. Los hombres, en la vida práctica, no serían buenos o malos, sino tontos o discretos, cuerdos o locos.
Ya ve usted que yo vengo a parar a una conclusión contraria a la de usted. Quita usted a Dios como base de la moral, y yo concluyo, por todos los caminos que tomo, por no hallar moral sin el concepto de Dios, que le sirva de base. Y no por los premios y castigos con que la moral se sanciona, lo cual es un sofisma de todos los ateístas al uso, sino porque Dios es el objeto y el fin y la razón del amor, cuando el amor no hace que nos amemos sobre todas las cosas. Dios es el centro de todo bien, el foco de la caridad, la luz y el fuego, que entiende e ilumina los corazones. Si usted le apaga nos quedamos fríos y a oscuras. Yo me encanto de leer la purísima moral que —9→ usted predica, y que no es otra moral sino la cristiana; pero como usted me quita a Dios y me apaga su luz, me entran ganas de decir a usted lo que le dijeron al mono que enseñaba la linterna mágica con la luz apagada:
¿De qué sirve tu charla sempiterna,
si tienes apagada la linterna?
No, Sr. Lagarrigue, un creyente en Dios, que hace obras de virtud, no debe hacerlas por el egoísta interés de ganar el cielo, ni debe abstenerse del pecado para que no le echen a freír en las calderas de Pedro Botero, sino que debe decir a Dios:
Aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera,
y ser bueno por amor suyo, o sea por amor del bien, no abstracto, sino vivo y personificado en Dios. Porque ¿dónde ha visto usted que nadie se enamore de abstracciones o de generalidades sin sustancia? Yo soy más positivista que usted y que Augusto Comte, en el recto sentido de la palabra, y no me cabe en la cabeza que nadie ame lo ideal, sino como manifestación y apariencia, imagen o trasunto de una realidad soberana; ni puedo convertir el nombre genérico que se da al conjunto de todos los hombres, y que es un concepto lógico vacío, en ser individuo, objeto de mi amor, a quien unas veces llame yo Humanidad, — 10→ otras Ente Supremo, y otras Virgen Madre.
Todavía comprendo yo, aunque no aplauda, que me niegue usted al real Ente Supremo y a la Virgen Madre, real y efectiva, a quien llaman los católicos María Santísima; pero lo que ya no se puede aguantar es que a la gran multitud de negros, chinos, europeos, hotentotes, cafres, indios, etc., me los sume usted bajo el denominador común de hombres y luego me convierta en Dios y en Virgen Madre esta suma. Enójese usted o no conmigo, he de decirle la verdad. Me aflige ver que un entendimiento tan delicado y alto cómo el de usted, un juicio tan sano y un corazón tan recto y amoroso, se trastornen y echen a perder por esta pícara manía que nos entró, hace siglos, a casi todos los españoles de nación, o casta y lengua, de seguir las modas de París. Yo confieso y declaro, sin envidia, si bien con algún estímulo de emulación, que en París todo se hace mejor y con más arte y gracia, desde la cocina y los trajes hasta los libros, pero elijamos, al menos, lo mejor con atento y atinado criterio, ya que no inventemos y hagamos algo original, no menos divertido, y no tan disparatado. De todos modos, el positivismo, tal como viene expuesto por usted en la Circular, con superior elocuencia de lenguaje que la de Augusto Comte, y con más poesía y entusiasmo que los de Emilio Littré, debe examinarse y refutarse hasta donde en cartas brevísimas sea posible.
- II -
—11→
No comprendo que ningún optimista sea ateo, y menos comprendo aún que lo sea usted, que es el más optimista de cuantos optimistas he conocido.
Aunque yo no aplauda, me explico al pesimista tétrico que no acierta a conciliar la bondad y el poder infinitos de Dios con el mal moral y físico que hay en el mundo, y niega a Dios, prefiriendo la negación a la blasfemia; pero, si el mal es transitorio y ha de venir al cabo a resolverse en bien, resulta la plena justificación de Dios y el cumplido acuerdo de su bondad y de su poder infinitos con la perfección y excelencia de su obra, la cual aparece sin mancha, en la plenitud del tiempo, así en cada singular criatura, como en el conjunto o totalidad de la creación entera.
A mi ver, usted hace el más elocuente discurso que puede hacerse contra los ateístas al sostener (no diré al probar) que todo está divinamente; que cuanto existe va caminando a un fin dichoso, y que esta escena del Universo y este drama de la Historia terminarán en el más alegre desenlace, en una fiesta espléndida y en un perenne regocijo.
¿Por qué hemos de excluir de esta fiesta a Dios, que es, a lo que entiendo, quien nos la —12→ prepara? Paso porque excluyamos de la fiesta al diablo, contra cuya voluntad y propósito se celebra; pero a Dios... me parece una ingratitud y una grosería.
Y, sin