Planetas habitables
Por Elisa Díaz
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En Planetas habitables, Elisa Díaz Castelo traza, gracias a una escritura en la que las palabras de la ciencia cobran una sensualidad inesperada y las sutilezas de la vida contagian el placer de la ironía, un minucioso mapa que busca dar cuenta de la intrincada red de conexiones desplegada a nuestro alrededor a cada instante. Si hoy en día hay quienes piensan que, ante el desastre anunciado, la solución es la búsqueda de nuevos mundos, en este poemario se nos propone encontrar en el lenguaje las razones para mantener habitable la singular complejidad que nos conforma y de la que somos parte.
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Planetas habitables - Elisa Díaz
En medio de tantos mundos
Mapa del metro de una ciudad desconocida
Cuántas formas de irse y todas truncas.
En este plano la ciudad es sólo
movimiento: todo trayecto, lugar
que se bifurca, derroteros, trasbordos y baraja
de caminos brillantes. Coreografía
más que geografía. De cerca:
ramillete de muñones,
ríos entubados. De lejos:
una medusa sin cara
que no necesita ojos para mirarme de vuelta.
Su voluntad infértil, su movimiento fijo.
Siento mi cuerpo, piedra que se desborda:
mi manojo de dedos, esta ansia
por tender y fragmentarme
en pedazos más pequeños, cuerpo
que acaba en veinte partes.
He aquí un mapa del tiempo, atravesado
por el alfiler imposible de la sincronía.
Todos los caminos sucediendo,
todas las opciones elegidas.
Cada ruta de un color y tan callada:
una cepa de niños vestidos en tonos alegres
y solo uno me llevará de la mano, me alejará.
Miro sin sorpresa mi futuro: sus rutas,
escasas y rectas, sé bien a dónde llevan.
Quisiera quedarme
en este sitio, siempre
sin decidir, ciudad entera y vasta,
redonda fruta madura.
Si no empieza uno nunca, ¿dónde acaba?
Qué ganas sólo de permanecer, tan quieta,
así como un vaso de vidrio contiene
su caída, las muchas formas
en las que puede romperse.
Herencia electiva
Hoy traigo puesto el sostén
de mi abuelita muerta.
Es negro y tiene encaje
y me queda perfecto.
Qué sorpresa. Éramos
tan distintas. Ella
hasta la noche antes
de su muerte insistía
en lavarse la cara
y usar todas sus cremas antiarrugas
y yo a veces apenas, a veces
repruebo en serotonina, hablo
el idioma errático de la depresión endógena,
soy desniveles químicos, kármicos
de esa misma abuela que años antes
casi se desangró en la tina, en la infancia
de mi madre o salió en coche y dijo
que nunca volvería, quiero decir
que me oscurezco a veces como ella,
que se me otoña el cuerpo tan sobrando.
Pero cambió. Ya luego no quiso
morir nunca, ni cuando se cerró su edad,
aunque su cuerpo quiso
ella se abstuvo, prefería
no hacerlo. Y hoy
traigo puesto
su sostén, tan negro, tan encaje,
porque he volteado las piedras de los ríos,
porque es eso, al fin, lo que quisiera
heredar de ella, sus ganas
de quedarse.
La recuerdo:
lo último que comió en la tierra
fue un durazno prensado.
La recuerdo:
sus pies no tocaban el piso
cuando se sentaba en la silla
del viejo comedor.
Acostada en la cama de la última noche,
hundiéndose en su muerte sin salida,
se sostuvo con fuerza de mi mano
como si yo pudiera traerla de regreso.
Se murió
con las uñas pintadas de rojo.
Esto es cierto: favor
de remitirse
a la evidencia.
Abuela:
yo fui tu descendencia,
tu estado de latencia, tu lactancia,
la forma de tus manos y tus dudas,
la pausa antes del acto.
Abuela: duro orden de sangre y leche,
armisticio, yo fui
las deudas que olvidaste,
la sombra de tu cuerpo en la banqueta,
la hebilla de tu zapato izquierdo.
Abuela. Gametos y labiales
que de niña yo frente al espejo.
Abuela. Luz
de medianoche. Esas
bolsas donde guardabas bolsas
donde guardabas
sobres de azúcar
y basura diminuta, tan
brillante. Abuela. Oropel de a peso,
cajita de música, chatarra de oro lenta.
Abuela. Bisutería. Piel, cabello, ojos.
¿Dónde están? Tanta materia