El loro de Budapest
Por André Lorant
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La presente edición de "El loro de Budapest", dirigida y revisada por el autor, incorpora algunos materiales tomados de la versión húngara del libro, en cuya traducción ha colaborado, con su usual bonhomía y generosidad, György Sved, responsable, en muchos sentidos, de la publicación española de esta obra.
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El loro de Budapest - André Lorant
Título original: Le Perroquet de Budapest
© 2002
Éditions Viviane Hamy
© 2021
Alfonso Martínez Galilea por la traducción
© 2021
Sophie Bassouls por la fotografía del autor.
Todos los derechos reservados.
© 2021
Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo
www.fulgenciopimentel.com
Primera edición: julio de
2021
Editor: César Sánchez
Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos
Comunicación: Isabel Bellido
prensa@fulgenciopimentel.com
Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de ayudas a la publicación del Institut Français.
ISBN de la edición en papel:
978-84-16167-80-7
ISBN de la edición digital:
978-84-17617-74-5
Contenido
capítulo primero
capítulo segundo
capítulo tercero
capítulo cuarto
capítulo quinto
capítulo sexto
capítulo séptimo
capítulo octavo
capítulo noveno
capítulo décimo
capítulo undécimo
capítulo duodécimo
Para Anette, Sophie y Valentine
capítulo primero
Más madrastra que madre
Durante largas décadas, fui incapaz de considerar a Hungría una madre bondadosa. En mis delirios no era sino un reino de ogros devoradores de niños, el de los magiares, vulgares e incultos. Miembro de una burguesía comerciante curiosamente apegada a la tierra —mi abuelo materno era propietario de varios miles de hectáreas y fue pionero en la introducción de la piscicultura en Transdanubia, en Cikola, junto a Pusztaszabolcs, en el condado de Fejér, y mi abuelo paterno, consejero delegado de la empresa Molinos Reales—, nunca tuve noticia de esa patria de grandes espíritus liberales, de poetas, de artistas que se rebelaban contra los energúmenos embutidos en el dolmán que solo les permitían prosperar para poder aniquilarlos más seguramente después. Bárbaros que se tenían por descendientes de Nimrod y forjaban leyendas que evocaban sus orígenes «turanios», es decir, asiáticos, y que fantaseaban con la visión de sus antepasados persiguiendo a un ciervo fabuloso que aparecía y desaparecía ante sus ojos y que se suponía los había conducido hasta la cuenca de los Cárpatos.
En su Cantata profana, Béla Bartók se rebela contra esta «epopeya de los orígenes», cuyo sentido oculto intuye. Un padre tenía nueve vástagos a los que amaba por encima de todo, cuenta el libreto, basado en el poema de Maros-Tordai, una balada popular rumana de asunto legendario. Salían a menudo de caza, puesto que no conocían la agricultura ni la ganadería. Un día, los jóvenes se alejaron de su progenitor y, persiguiendo a la manada fabulosa, se metamorfosearon en cérvidos. El padre, sin reconocerlos, se dispuso a abatirlos. Entonces, los hijos, armados con sus cornamentas múltiples, puntiagudas y peligrosamente entrelazadas, se revolvieron en su contra amenazando con ensartarlo, empujarlo contra las rocas y aniquilar en él hasta el último aliento de vida.
Los comentaristas se esfuerzan por destacar el sentido positivo de la historia: los hijos necesariamente han de rebelarse contra los padres en su deseo de acceder a una vida autónoma. Pero, a mi parecer, la música no se equivoca. Los fraseos melismáticos del tenor, portavoz de los hermanos, en un registro prácticamente incantable, tienen algo de inhumano, algo que provoca inquietud y desconcierto. Esos ciervos, capaces de lanzar a su propio padre por los aires tras haberlo ensartado con sus apéndices óseos y destrozar con sus pezuñas los miembros dispersos, formarán de ahí en adelante una horda salvaje que sembrará a su alrededor la muerte y el terror. Una vez llegados a Panonia, es de suponer que se convertirían en jefes de tribu sanguinarios e implacables, temidos por los naturales del país, y no en pacíficos trabajadores dispuestos a recorrer el camino de la civilización.
Las palabras revelan mi encono, dejan intuir mi decepción y son testimonio de las relaciones conflictivas con ese país en el que, por no sé qué milagro, pude escapar de las garras de la muerte y del que me marché a los veintiséis años. ¿A quién explicar mi resentimiento contra la comunidad que intentó aniquilarme? Por supuesto que no a Muriel, historiadora de unos treinta años que trabaja sobre los conceptos de Estado y nación a propósito de esa entidad artificial llamada Yugoslavia que se nos reveló, mientras soportaba varias guerras de exterminio étnico, como una terrorífica «colonia penitenciaria» y donde unos millares de máquinas de matar machacaron a sus víctimas sin descanso. «De momento, la cadena Arte nos bombardea con imágenes que no dejan de recordarnos las atrocidades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Como contraposición —prosigue—, nosotros trataremos de aportar otra perspectiva sobre ese mismo periodo, conservándola una vez que los supervivientes hayan desaparecido». Es la despiadada juventud la que se expresa así. Fue aquí, en París, donde me tocó descubrir las insoportables imágenes de los supervivientes esqueléticos de los campos de concentración. (¿Has intentado imaginar siquiera durante un segundo, Muriel, lo que aquellas víctimas podían sentir en cuerpo y alma?). Y fue en la televisión donde vi a los aliados obligando a los habitantes de Mauthausen a enterrar en la fosa común aquellos descarnados cadáveres que yacían amontonados en los infectos barracones. ¿Estaba acaso yo moralmente anestesiado por la reciente muerte de mi padre, en enero de
1944
, por las dificultades de mi propia supervivencia, por las ruinas que me rodeaban, por la vida que iba reapareciendo en medio de las calles destrozadas por las bombas y por las que circulaban los soldados soviéticos, la infantería rumana —el rey Miguel I abrió las fronteras al ejército de Stalin en otoño de
1944
, convencido de que podría seguir dando vueltas en jeep por los jardines de su palacio hasta el fin de sus días— y las tropas auxiliares húngaras, que llevaban un brazalete rojo? Algunos años después, sería en
1952
, me dominaron las náuseas al contemplar en un folleto un cuerpo partido en dos sobre la mesa de disección de unos médicos nazis. La visión de la caja torácica me aterrorizó, y todavía me parece sentir la misma repugnancia de entonces. Contentos por seguir vivos, abrumados por el convencimiento de que debíamos nuestra existencia al puro azar y hablando a todas horas del asunto, habíamos intentado olvidar el horror. Los supervivientes callaban y la propaganda comunista se impuso como tareas disimular la responsabilidad del ejército soviético en el aplastamiento por los nazis de la rebelión de Varsovia y presentar a las tropas alemanas como únicas responsables de la masacre de los oficiales polacos en el bosque de Katyn. Me pregunto si el proceso público contra Szálasi, el führer húngaro, entre octubre de
1944
y enero de
1945
, sacó a la luz la verdad sobre la cooperación activa de la policía y de las tropas auxiliares hitlerianas húngaras en la deportación masiva de seiscientos mil judíos húngaros. Pero eso es cosa de mi historia personal, de mis recuerdos. Algo que no despierta ningún interés en Muriel ni en los jóvenes de su generación.
La Shoah no debe ser magnificada en detrimento de otras tragedias colectivas. Muriel, una de cuyas abuelas es siria, habla sin problemas de la represión de la revuelta armenia por los turcos. Yo mismo he visto en televisión imágenes de las masacres de los hutus a mano de los tutsis, y de la venganza de los tutsis contra los hutus; de los criminales atentados contra los chiíes y de la venganza de estos contra la mayoría suní, y he sentido indignación ante este Occidente que permanece de brazos cruzados mientras almacena impasiblemente esas imágenes cuyo horror sobrepasa todo lo imaginable. «¿Dónde está, muerte, tu victoria?», han exclamado a veces los católicos, en la estela de san Pablo, rebelándose contra la condición humana. «Aquí, hoy, ahora», parecen responder esos niños esqueléticos con el vientre hinchado que se mueren de hambre y que son filmados a veces en los últimos momentos de su existencia. Ciertamente, la televisión propicia un extraño y aterrador diálogo entre africanos que se exterminan, serbios, croatas, albaneses y macedonios que se matan unos a otros bajo la atenta mirada «legalista» de los observadores de la ONU. Kabila, Mladić, los terroristas del Dáesh, que degüellan o decapitan a sus enemigos con «armas blancas», como púdicamente suele decirse, forman una ronda infernal banalizada por los medios de comunicación. Sí, Muriel tenía razón; por eso sus palabras me parecieron tan chocantes, porque yo no era capaz de insertar entre esos otros el «episodio» del exterminio programado y fríamente ejecutado de los judíos europeos, transportados en vagones de ganado, marcados como ganado, apaleados, muertos de hambre, humillados, pero capaces de ayunar en Yom Kippur, el Día de la Expiación, de recitar versos de Dante, como ha testimoniado Primo Levi, o de canturrear piezas de Mozart a la puerta del horno crematorio.
Me da la impresión de estar divagando mientras me ocupo por primera vez de los hechos de mi pasado húngaro. Es preciso que vuelva a tomar las riendas y que aborde más tranquilamente mi propósito.
Me convierto en texto
La escritura autobiográfica consiste sobre todo en profundizar en uno mismo: nos hacemos una bola, nos volvemos muy pequeños y nos internamos en nuestros orígenes. Esta especie de zambullida la había experimentado ya en la época en que me dediqué a recopilar páginas manuscritas de Balzac. Tuve entonces la impresión de que, al descifrar el texto del manuscrito y copiarlo en mi cuaderno, iba perdiendo como por arte de magia mi propia sustancia: me hacía parte de la historia; incorpóreo, participaba desde dentro en el proceso de creación. Este tipo de regresiones no dejan de entrañar riesgos y pueden conducir a bloqueos inesperados y a desbloqueos igualmente repentinos. Si no tomas precauciones, las aguas que esas esclusas liberan pueden arrastrarte. Solo los más grandes, Balzac o Proust, conocieron una inmersión total en semejante «estado de escritura». Escribían como al dictado de sus personajes, y sus propias intervenciones, en forma de reflexiones o comentarios, se ajustaban al sentido de la ficción y en ningún caso al de una suerte de autorregulación desmitificadora. Solo una vez salidos de ese embrutecimiento creativo podían sustraerse a la gravitación de la escritura y, sintiéndose culpables por su genialidad, se atormentaban corrigiendo pruebas y revisando manuscritos. El «estado de escritura» reserva algunas sorpresas al memorialista grafómano, que en algún momento debe intuir cómo, entre las reflexiones de la jornada sobre las que trabajará al día siguiente, se filtran con frecuencia ciertas obsesiones poco controladas, asociaciones espontáneas, divagaciones sorprendentes que pueden llegar a alterar el ritmo de la escritura. Sus lecturas lo asaltan impensadamente, sus personajes reclaman atención, y una sensibilidad desmadejada amenaza continuamente la coherencia de su proyecto.
El «estado de escritura» es la puerta de entrada a la «arqueología escrituraria». La regresión permite que rebobinemos el hilo de nuestra existencia. Primero intentas dar unos pasos hacia atrás, luego tratas de correr, parándote y reculando a veces, te alejas del presente y finalmente te vas progresivamente encogiendo para poder entrar en ese misterioso laberinto que es tu pasado. Como un topo en mi dédalo subterráneo, no puedo hacer otra cosa que evocar sombras a partir de mínimas referencias o indicios grabados a fuego en mi memoria, puesto que no tengo ningún documento oficial relativo a mi familia. ¿De dónde vinieron? ¿De Silesia o de sus alrededores? ¿Cuándo se establecieron en Hungría? ¿Cómo hicieron fortuna mis abuelos? ¿Cómo fue la boda de mi padre y mi madre? «¿Dónde están tus archivos?», me preguntas. ¿Te burlas de mí? Las cartas de mi madre son el único documento familiar que conservo. Conciernen esas cartas a su vida miserable entre
1956
y
1963
, fecha en que se reunió con nosotros en París. Esa correspondencia es la crónica de la liquidación de los últimos vestigios materiales de nuestro pasado. Durante largos años, mi madre se dedicó a prepararse para la emigración y jamás abandonaba su domicilio sin llevar encima un cenicero de cristal de Bohemia, unos platos de porcelana Rosenthal, jarrones de estilo art déco o unos cubiertos de plata que depositaba en la «oficina de empeños», gestionada por expertos del Estado que, naturalmente, conocían su valor. La burguesía empeñaba allí a muy bajo precio los objetos que habían sobrevivido a bombardeos, pillajes y confiscaciones. Al llegar a Francia, mi madre trazó una línea tras la cual quedó nuestro pasado, y nunca tuve oportunidad de intercambiar con ella una sola frase relativa a mi infancia, a mi padre —tema tabú entre nosotros—, a su juventud, a sus primeros bailes, a su boda. Aunque algunas fotos en álbumes que pudimos ver entonces empezaron a insinuarnos sus secretos.
La experiencia psicoanalítica, que liberó mi palabra y mi imaginario, ha eliminado muchos obstáculos y me ha animado a recuperar el hilo rojo de mi vida. Me ayudó a descubrir y restaurar la continuidad de mi historia. Día tras día, la «arqueología escrituraria» me ha mostrado sus virtudes mágicas y sus sorprendentes propiedades. Me permite excavar y sacar a la luz pequeños restos fragmentarios, raros collares o meros utensilios domésticos, como el molinillo de café que se fijaba en la pared: la manivela servía para moler los granos, que se tostaban al fuego en el último minuto en un recipiente negro cerrado, provisto de un sistema de palas que se hacían girar desde el exterior. Entre
1948
y
1950
compraba cincuenta gramos de café a la semana. Una cucharada cuidadosamente molida y hervida a la turca era suficiente para cada día. «Tu padre hacía lo mismo», me dijo una vez mi madre, sin emoción aparente, viéndome aplastar un grano de café y aspirar su aroma, pese a que casi nunca se permitía aludir a él. «Lo imitas inconscientemente, porque tú no pudiste verlo hacer ese gesto».
Esta excavación me permite, todavía hoy, salvaguardar mosaicos cubiertos de arena, materiales necesariamente fragmentarios y recuerdos de personas. A la autobiografía no puede imponérsele límite alguno. ¿No mezclaban los más grandes pintores otros «materiales» con sus colores? Y, sin embargo, ¡esos cuadros no huelen mal! Tratando de encontrar la unidad de mi ser, la continuidad de mi existencia, confesando hasta qué punto los veintiséis años pasados en Hungría gravitan sobre los sesenta pasados en Francia, quiero contarlo todo (o casi todo, para ser sincero): hechos históricos, amores, odios, momentos de alegría y de angustia, secretos finalmente desvelados, plegarias y blasfemias.
Los conflictos del multilingüismo
Con ocasión de una visita a Budapest en mayo de
1997
, y con el pretexto de un viaje universitario cuidadosamente preparado, había decidido volver a conectar con mi país, volver a ver a los supervivientes, recoger testimonios, ir al encuentro de ese pasado que no había podido descubrir más que tardíamente al fondo de mí mismo. No me di cuenta entonces, pero me vi como si estuviera aplastado contra un espejo cuyo reflejo devolvía mis características personales, mis mejillas planas, mis ojos inexpresivos, mi nariz perforada, desfigurada por un botón en la adolescencia. Desvinculado de la lengua magiar, aun habiendo vivido esos episodios en húngaro, la realidad de aquello, el universo húngaro, no la he comprendido más que aquí, en París. No puedo formular sino en francés la carga sentimental de que se hallan revestidos los acontecimientos importantes de mi juventud. Mi lengua materna no me ha sido fiel pese a que yo viví esos acontecimientos en húngaro. Es verdad que mi primera niñera, Teta, era austriaca. Seguramente, me cambiaría los pañales en alemán, acariciándome y manoseándome en su dialecto natal. ¿Serviría su presencia para explicar mi visceral vinculación con la lengua germánica? ¿O es que acaso esa lengua se hallaba inscrita en mi identidad ancestral secreta, voluntariamente pasada por alto, olvidada o deliberadamente escondida hasta la promulgación de las primeras leyes antisemitas? Porque incluso en ese momento —¿no es sobrecogedor?—, cuando desapareció por completo la fantasía de la integración en la sociedad húngara, mis padres y mis abuelos nos impidieron conocer la verdad acerca de nuestros orígenes familiares.
Mis abuelos maternos continuaron siendo judíos y conservaron su apellido familiar, Hirsch. Mi abuelo paterno siguió una estrategia distinta. Béla Löwenstein, nacido en Szombathely en torno a
1870
, ingeniero mecánico de formación, eligió, tras el fin de la guerra, el apellido Loránt. Su mujer, Vilma Strauss, que pertenecía a una rica familia de molineros, y él mismo debieron convertirse algunos años después de haber nacido yo. En tanto los Hirsch permanecieron fieles a la religión de sus antepasados, los Loránt rompieron con su tradición religiosa, ilusoriamente convencidos de haber logrado así una completa integración social. Ocurrió seguramente lo mismo con mis padres, que debieron de abrazar la fe de los gentiles poco tiempo después de su matrimonio, porque yo fui bautizado al nacer. Creo, no obstante, que mi partida de nacimiento, redactada en la parroquia, hacía mención de la religión anterior. Mi madre contribuyó a la financiación de la Jevrá Kadishá, la «Santa Sociedad», que velaba por la «buena muerte» de sus correligionarios y por que los funerales se celebrasen con acuerdo al ritual israelita, hasta
1936
. ¿Lo hacía solo con el objeto de que aquella organización se ocupara de la sepultura de sus propios padres? No lo creo. Seguramente, no era más que una deferencia con su religión de origen tras su adhesión a la Iglesia católica romana. Sea como sea, en la época en que la ley prohibió a los judíos emplear personal doméstico, mi abuela materna comentó: «¡Imponernos eso a nosotros, que somos cristianos desde hace tres generaciones!». El alemán debía de actuar como una fuerza atávica en mi inconsciente —mis bisabuelos paternos procedían de Silesia, donde sus antepasados habían reunido el suficiente dinero para comprar el nombre Löwenstein, orgullosos de no tener que llamarse Klein (pequeño) o Grün (verde)— y entraba en conflicto con el magiar, razón por la que tartamudeé durante muchos años. Este defecto traducía certeramente una agresividad que los «buenos modales» no permitían expresar y revelaba el «conflicto» lingüístico que me inclinaba a esforzarme aún más en mi aprendizaje del francés. De manera paradójica, ese enriquecimiento cultural, la apertura al otro, paralizaba mi glotis. ¿O era quizá el entorno hostil lo que provocaba que las palabras quedasen sumidas en el fondo de mis pulmones?
De la francofonía materna
El amor a la lengua francesa me fue transmitido por mi madre. A los diecisiete años pasó una escarlatina que dañó su oreja izquierda y que le afectó también al tímpano, lo que le ocasionó una otitis supurante. Preocupados por su salud, sus padres, Alfred e Iren Hirsch, la mandaron a Suiza y la matricularon en la institución de la señora Euby, en Nyon, donde pasó dos de los mejores años de su juventud. Aprendió allí todo lo que una chica de buena familia debía saber, en especial, a cocinar, a partir de recetas que copiaba cuidadosamente con su escritura regular en un grueso dietario alfabético. Conservo conmigo el de Sári Hirsch —su nombre de soltera aparece en el reverso de la primera página— iluminado por su escritura, que me inspira y reconforta al comienzo de este relato en el que me propongo evocar y conjurar el pasado. Las colegialas de la señora Euby preparaban platos fríos y los presentaban con elegancia; naturalmente, también aprendían a coser, pero ese «oficio de mujer» resultaba poco del gusto de la joven húngara, pese a que era de manos hábiles. Durante su estancia en la Romandía (la Suiza francesa), la jovencita enferma del oído se entregó a algo mucho más importante, aunque de naturaleza diferente, y que resulta esencial para mi propósito narrativo. Adquirió allí el amor a la lengua francesa. Y los libros que trajo se convirtieron en mis libros de cabecera.
La librería Laufer nos enviaba cada mes una pila de libros franceses «para elegir». Mi madre se quedaba la mayor parte y, así, las obras de Maurois y Mauriac, junto a las de Anatole France, Pierre Loti, Colette e incluso Gyp, figuraban en nuestra biblioteca. Voy a revelar aquí un secreto: el héroe de Bamboulina, de Paul Reboux, que para salvar a su prometida amenazada por las insinuaciones de un gorila se entrega a rítmicos tocamientos masturbatorios en la creencia de que el animal lo imitará, contribuyó bastante a mi educación sexual, casi tanto como Nuestra vida sexual (en dos volúmenes), obra científica del doctor Fritz Kahn que mi profesor de piano me prestó, con la sana intención de desasnar en esas materias al muchachito pudibundo que era yo. Recientemente, he vuelto a ver las novelas de Reboux, en su bella edición de
1930
, cuya cubierta exhibe unas hojas de palma de un verde intensísimo que se recortan contra un cielo azul, tropical, colonial e irreal.
Fue la inmisericorde fräulein Seidl, profesora de liceo del Tercer Reich, la que me inculcó con sus métodos prusianos las declinaciones y conjugaciones de la lengua de Goethe y de Hitler. Soportaba la presencia de esa nazi en estado puro gracias al consuelo que me proporcionaba la señorita Adler, hija de un médico judío, que había aprendido el francés en Suiza, como mi madre. Les Grands Hommes quand ils étaient petits, que todavía ando buscando hoy, debió de ser el primer libro que leímos juntos. Arrancaba con una apología del general Bazaine capitulando ante los prusianos en
1870
. Los dictados, la búsqueda de palabras que comenzasen por una letra elegida al azar (página
19
, línea tercera, décimo signo) me procuraba un inmenso placer. La llegada de la señorita Pauline de la escuela de la señora Euby puso fin a esas clases. Aquella suiza perfecta, de cara gorda e inexpresiva, desembarcó entre nosotros pertrechada de un verdadero arsenal de argucias pedagógicas. Yo la detestaba, lloraba y despotricaba, y finalmente conseguí que volviera la señorita Adler. Fue una magnífica victoria y una inmensa satisfacción.
La señorita Adler dejó de venir por casa, me parece, a partir de
1940
, es decir, cuando abandonamos la villa familiar en la cercanía del bosque para establecernos en un apartamento del centro. No volví a verla tras el asedio de Budapest y la entrada en la capital de las tropas rusas. Aquella maravillosa joven, digna, inteligente, comprensiva y sociable, que sabía jugar con su alumno e incitarlo a la vez a buscar en el diccionario diez palabras nuevas cada día, había sido deportada con toda su familia. ¿Para cuándo una placa conmemorativa colocada por el presidente de la República de Hungría a la entrada del campo de concentración de Kistarcsa, desde donde columnas de mujeres, de ancianos y de niños tuvieron que salir en diciembre de
1944
en dirección a Hegyeshalom? A los que desfallecían se los asesinaba en el sitio. ¿Seguirá el ejemplo del presidente Chirac, quien el
23
de agosto de
2013
reconoció la responsabilidad del Estado francés en el arresto de trece mil judíos, encerrados en el Velódromo de Invierno, en el distrito XV de París entre el
16
y el
17
de julio de
1942
y deportados y asesinados luego en Auschwitz?
En
1945
, en el liceo de los escolapios, los alumnos de mi clase apenas podían progresar en lenguas extranjeras. Sus padres sufrían la presión, justa o arbitraria, de esos comités de depuración presididos por comunistas, con prosélitos recién convertidos o con antiguos deportados vueltos milagrosa y misteriosamente al país. Mis amigos judíos se entregaban al estudio del inglés; sus padres, enriquecidos en el mercado negro en aquellos tiempos de inflación, los preparaban para el porvenir, vale decir, para la emigración, desde
1948
. Arruinados por la guerra, víctimas de la rapacidad de los nuevos poderes, nuestro objetivo estuvo siempre puesto en Francia. Hermine, la hermana de Violette que cuidaba sus gatos, siguió dándome clases. Aquellas mujeres habían embarrancado en Budapest y vivían de modestas remuneraciones por su trabajo. Dejaron el país, bajo protección de la embajada de Francia, que tuvo que repatriar a muchos conciudadanos tras la toma del poder por los comunistas, en
1949
o
1950
. ¡Así funcionaba la enseñanza del francés en la Europa central!
Mi vinculación con el francés, lengua verdaderamente materna para mí, gracias a la que pude renacer a una nueva vida en Occidente, ¿tendría otros motivos que los que he apuntado al redactar este preámbulo a mis memorias de Budapest? La experiencia del psicoanálisis me ha permitido sumergirme en mi pasado en francés; recuerdos, sueños, fantasmas, temores, alegrías, inclinaciones confesables y deseos inconfesables han surgido espontáneamente en una lengua distinta a la de mi país de origen. La «arqueología escrituraria» ha nacido en el hueco dejado en mí por la experiencia psicoanalítica. Me ayuda a retomar temas muy a menudo dolorosos, por más que lo sean menos pasados tantos años; los desarrolla, los detalla, los enriquece y afirma su impulso en la palabra que se quiere libre. Milan Kundera, con quien mantuve relaciones cordiales desde su llegada a Francia, en la Universidad de Rennes, se ha referido a la densidad de la escritura, cualidad indispensable que la hace apta para traducir con parecida precisión los pensamientos fugaces y las ideas obsesivas, unas y otras presentes en nuestro ser fragmentado. Ojalá la intensidad de mi propósito anime estas páginas, aunque mi escepticismo es total en relación con que lo escrito sirva para entender lo vivido. Uno no puede contar su vida. Sería necesaria una segunda existencia para hacerlo adecuadamente. El discurso denso y los propósitos entusiastas hacen que sea posible a veces localizar en el fondo marino ánforas semienterradas, arcones llenos de arena o de joyas. Mi barco navega por un mar en calma. El viento amaina, el navío se inmoviliza, balanceándose a babor y a estribor… Abandono el timón y me dejo arrastrar por mis más dolorosos recuerdos.
Convocado de urgencia al hospital, vuelvo a encontrarme con mi madre en su cama. Tiene «seis» de tensión, me dicen, y «eso» debería ocurrir pasado el mediodía. Tiene sed, pero no puede sostener el vaso. Se lo sostengo, incómodo a la vista de su dentadura. Me dirige la palabra en húngaro, porque nunca he cedido a su deseo de conversar conmigo en francés. Yo buscaba con eso conservar la autenticidad de nuestros intercambios verbales, basándolos en el idioma de mi infancia. Nunca pude aprobar su fantasía de volverse totalmente francesa, aunque hubiese adoptado la lengua del país, ilusión semejante a aquella de los judíos húngaros que se creyeron ciudadanos de Hungría y trataron de conservar sus vidas inclinando la frente sobre la pila bautismal. Le sorprende que esté en el hospital a hora tan temprana. La tranquilizo: estoy de paso. Salgo de la habitación. No volveré a verla más que en su ataúd, en la Salpêtrière, para «identificar su cadáver». Entra mi hermana. Le habla en francés, puesto que ambas comparten esa feroz determinación de renegar de su pasado y comenzar una nueva vida, en un idioma nuevo, en un nuevo país. Las enfermeras nos piden «no fatigar a la enferma, la pobre». Hemos vuelto a la tarde para recoger sus cosas… En la cercanía de la muerte, ¿ha sido el bilingüismo un código secreto que solo el corazón podría descifrar? ¿Volveré a encontrar los rastros de mi madre en mi memoria o tendré que buscarlos en Hungría?
capítulo segundo
La llegada
En mayo de
1997
llego al aeropuerto de Budapest, que se halla en plena expansión. El visitante es bien recibido. El control policial no es tan humillante como los de antaño y el funcionario te examina durante menos tiempo, también. Cambio algunos cientos de francos antes de apoderarme de mi maleta (al menos parece que es la mía) y me embolso los forintos, obtenidos a un cambio poco favorable. Esquivo a los taxistas latosos que te ofrecen sus Mercedes a precios disparatados y me introduzco en el minibús que me conduce al hotel Peregrinus, en el centro, a un centenar de metros del domicilio en donde vivía en
1940
y en el que permanecí hasta mi salida, en
1956
. Me cuesta distinguir las estructuras de las viejas oficinas, antiguas joyas de la industria húngara, alineadas una junto a la otra en el trayecto de mi visita de cuatro años antes. En las inmediaciones de unos barracones, unos manzanos en flor alegran el paisaje. Durante este fin de semana de Primero de Mayo, la ciudad se queda vacía. El recuerdo de los desfiles de antes de
1956
, obligatorios y llenos de entusiasmo fingido —los rostros de los camaradas de las Juventudes Comunistas lucían radiantes, y se ensayaban los cánticos revolucionarios a paso de marcha durante las jornadas anteriores al gran día— apenas ha rozado mi espíritu. El minibús Volkswagen en el que nos desplazamos enfila por la avenida Üllői, con sus cuarteles y clínicas dañadas por los disparos de los cañones soviéticos contra los insurgentes de
1956
, y llega rápidamente a su destino, en la calle Szerb.
La Universidad Eötvös Loránd, fundada por el cardenal Péter Pázmány, está muy orgullosa de su residencia para invitados, un antiguo edificio administrativo rehabilitado que han convertido en el hotel Peregrinus, discretamente pasado de moda. Las ventanas dobles de las habitaciones de techos altos dan casi todas al jardín de la iglesia ortodoxa serbia. (Durante el siglo
xviii
, eslavos del sur que huían de los turcos se establecieron en algunos distritos de Pest-Buda y en sus alrededores). El ascensor todavía no funciona y me veo obligado a arrastrar mi maleta con ruedas, que me resulta mucho más pesada a medida que subo hasta el segundo piso.
Salgo del