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Una flor en el infierno
Una flor en el infierno
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Libro electrónico357 páginas5 horas

Una flor en el infierno

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Tiempo de posguerra. A la aldea ha llegado una niña con su perro. No mendiga, no suplica, no habla; solamente brujulea de un lado a otro, procurando sobrevivir. Se instala en las afueras, junto al arroyo, donde ha montado un chamizo de tablas sueltas en el que se protege de los fríos extremos del invierno.

Y desde ahí contempla a la sociedad asustada que ha surgido de una guerra fratricida; pero no la juzga: solamente la contempla. Aunque todos saben que está entre ellos, aunque la ven ir y venir en busca de algo de alimento que sostenga su esqueleto, la ignoran como si no existiera. Son malos años. Años de hambre, de lutos, de carencias, de tristeza. A nadie le queda corazón para más sufrimiento, y todos siguen adelante centrándose en su propio dolor. Todos, excepto Lola, la prostituta del pueblo, quien tal vez ve en esta niña un espacio para su propia redención o quién sabe si la encarnación de la inocencia en un orden descuartizado por el odio y la muerte. Y Lola la acoge en su casa, mostrando a unos que la misericordia todavía tiene un espacio en el que celebrarse, y en otros el escándalo de que sea una prostituta quien con su acto afee al conjunto de la sociedad que ignoren el sufrimiento ajeno y su egoísmo. Una historia de amor puro, duro y sin contemplaciones, que brilla con luz propia en los años más tenebrosos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 jun 2024
ISBN9798227022448
Una flor en el infierno
Autor

Ángel Ruiz Cediel

Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.

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    Una flor en el infierno - Ángel Ruiz Cediel

    Ten cuidado, ten cuidado

    de esta ganadería de alacranes

    tan rencorosamente enamorados

    Miguel Hernández

    1

    Adviento

    Como una fotografía en carne viva, junto a las puertas del cinema El Mundial podía verse a la niña desde bien temprano. Desde el arroyo ascendía cada mañana cuando aún no rayaba el sol, y permanecía allí inmota, frente a la parada del coche de línea que cubría el servicio entre Lubitana y Madrid; pero no se entretenía en mirar las fotografías del tablón que ilustraban la película de Gary Cooper que había en cartelera, sino que, apoyada en la pared, se mantenía muy quieta mientras contemplaba cómo los viajeros entregaban sus bártulos al chófer para que este los ubicara en la baca, se despedían de sus deudos y tomaban asiento en el interior. Con mirada inquieta seguía las evoluciones de cuantos allí se encontraban, no perdiendo ripio de nada ni aun cuando el conductor, una vez con todos los pasajeros ya en sus puestos, agitaba con fuerza la manivela del motor y un sordo traqueteo indicaba que la máquina estaba lista para iniciar su andadura. Después, cuando ya el vehículo se ponía en marcha, sacaba su mano del guardapolvo y la agitaba despidiendo a los viajeros, sin dejar de hacerlo hasta que se perdía en la rotonda que daba a El Golo en busca de la carretera que conducía a la capital.

    Cada jueves litúrgicamente repetía esto desde hacía ya algún tiempo, aunque sin emoción o con una emotividad más que bien guardada, cual si fuera incapaz de mostrar sentimientos a través de palabras, sino solo de los gestos. Parecía respirar un aire que no era de este aire y que su presencia fuera ajena a cuanto la rodeaba, a modo de una muda testigo de una realidad que, más que mirar, contemplaba, libando sus inquietas pupilas en las cosas y acaso diciendo con ellas todo cuanto su boca no decía, aquella florecilla encandecida en la que parecía haber cuajado el silencio.

    Cabía en no más de nueve o diez años, apretándose su pequeñez en una fisonomía muy poco agraciada. Se podría presumir que su sucio cabello era moreno, de esos que se precipitan en cascada, ocultando a intervalos un semblante feotón y revejido en el que relumbraban airosos unos ojos grandes y negros por los que Dios se asomaba para ver el mundo, y unos labios como pintados, entre los que destellaban descuadernados marfiles; que su delgadez era extrema, su color mixtura de sol y luna, y su piel algo apergaminada; y que sus manos eran pálidas, alargadas y asaz huesudas. Se abrigaba con un vestido de cuadros rojos y verdes —muy percudido, con algunos sietes y con varias tallas y algunas modas de atraso—, con un guardapolvo de paño con respiraderos y con una vieja bufanda de lana tejida; y calzaba sus pies con unas alpargatas que, por su lamentable estado, debían de ser conocedoras de innumerables caminos.

    Siempre en su entorno iba un perro paniaguado. Ni grande ni chico y de edad indeterminada, pelaje blanquicanela, orejonas caídas, mirada viva y paso inquieto, era uno de esos chuchos sin árbol genealógico, con pocas gracias y muchos defectos, pero que cubría en gran medida las expectativas y carencias que el mundo regalaba con profusión a la niña. Si ella caminaba, allá se iba husmeándolo todo, hocicando acá y allá, y siempre en prevención por si había necesidad de dar la alarma ante lo que a sus entendederas fuera cosa de peligro, en cuyo caso se paraba al frente, disponía sus patas para el salto o el arranque, y ladraba o gruñía, mostrando unos dientes menudos y gastados que ni a los más cobardes espantaban; si ella se sentaba, se tendía a su lado con una impavidez que desquiciaba a la paciencia, sin realizar otro movimiento que el de meter su lengua de tanto en tanto en el rostro de la nena, como animándola al juego, pero aguardando sin prisa ni sobresalto, así estuvieran allí el resto de sus vidas; y si ella corría o jugaba entre las peñas, el arroyo o los álamos, se convertía en un festival de ladridos y un remolino de patas, capaz de saltar como un saltimbanqui o emprender con el mayor entusiasmo cualquier clase de aventura.

    La niña iba o venía, pero nunca pedía. Cuando más, se la veía deambular por el Cementón de las Acacias entre la gente a la salida de la misa de ocho, echando mudos fárragos con su mirada a las conciencias; pero en silencio, siquiera sin extender su palma. Un silencio que provocaba sonrojo en quienes tenían y vergüenza en quienes carecían de todo, porque corrían malos años, muy malos, y pocos podían dar. Una guerra aún inacabada había despedazado vidas, haciendas y despensas: eran los días del mercado negro, de los garbanzos contados, de los sucedáneos y el hambre. Además, eran tantos los que mendigaban.

    Poco o nada se sacaba. Alguna perra chica —gorda, si había suerte— o algún «Dios te ampare, niña». Cuando la fortuna sonreía, con un entusiasmo que le metía luz brava en los ojos corría a la abacería de doña Fausta, la de los Montoro, y adquiría unos dulces que tuvieran sabor a infancia o algún pan, sin saber que aquellos escasos cuartos no daban para tanto como la ternura de aquella mujer gorda por arrobas, pero mucho más escuálida que el corazón que dentro de sí llevaba.

    Hacia las nueve se apostaba en El Golo y se entretenía viendo entrar a la chiquillería en la escuela, cuyo alumnado lo componían toda suerte de galopines entre los seis y los catorce años, creciendo o menguando la menuda parroquia según la estación del año en que estuvieran o los requerimientos de las faenas precisas en los campos que alimentaban a sus familias. La complacía sobremanera verlos enfundados en sus guardapolvos a rayas y con el hato de libros bajo el brazo, unos acompañados de sus madres o hermanas, y otros solos, haciendo tiempo entre corros y juegos hasta que don Viriato, el maestro, tocaba la campanilla y formaban disciplinadamente para entrar a clase.

    Cuando el patio quedaba desierto y aún las notas del Prietas las filas o del Montañas nevadas retumbaban en la mañana, se marchaba de allí, bien a correr por los campos o bien a callejear sin destino, a no ser en busca de algo con qué llenar el estómago; pero acudiendo siempre, a eso de las once, a la Fuente de los Cántaros, lugar en que el Loco Eusiquio comenzaba, puntual como un reloj suizo, su ritual saludo al mundo.

    Era este un hombre como de sesenta y algunos años, cuya razón se había deteriorado hondamente por los avatares de la vida y cuyo semblante transido le daba imagen como de estar en comunicación directa con Dios mismo o de ver a la Virgen a cada rato. Alto, espigado y muy enjuto, hacía gala de una impecable cortesía que, sabría Dios por qué desconocidas razones, había derivado en aquella costumbre que le granjeó el remoquete con que todos le conocían y nombraban. Vestía con pulcra humildad, siempre enfundado en un traje mil rayas de color gris marengo que ya gritaba a los cuatro vientos los achaques propios de la prenda que había sobrevivido a su propia jubilación; camisa blanca, con no pocas arrugas y algunos lamparones producidos por la edad, que no por suciedad o descuido; pajarita negra, cuyos momentos de esplendor quedaron arrinconados ya en el olvido; y botines de charol con no pocas peladuras, indicio de que su economía emparentaba cada día más con la miseria. Sus diminutos ojuelos, muy gastados y algo apagados, parecían mirar desde la otra ribera de la sensatez, y sus histriónicos modales estaban tan fuera de lugar en aquel pueblo como él mismo. Desde que regresó a la Lubitana un año atrás, después de una ausencia que le retuvo por el mundo desde su primera mocedad, tenía por costumbre callejear cargado con una maleta atestada de sombreros de diferente tipo y condición. Con una secuencia más propia de un plan bien organizado que de una manía, iba de plaza en plaza, se detenía ante las fuentes en que las mujeres llenaban sus cántaros o los hombres abrevaban a las caballerías, ponía su valija en el suelo, la abría, se colocaba un sombrero y saludaba con mucha teatralidad y no pocas reverencias a quienes allí estuvieran; luego, guardaba este, se ponía otro, y repetía la operación, prosiguiendo así hasta agotar los más de cien que llevaba en su maleta de cordobán. Los tenía de ala ancha y estrecha, de hongo, cordobés, chambergo, calañés, de catite, de jipijapa, flexible, gacho, jarano e incluso alguno de copa de mucho ringorrango, y todos, todos se los ponía con una liturgia que lindaba muy de cerquita la risión o el ridículo. Los parroquianos, si los había, respondían a su cortesía de muy diversos modos: las mujeres, preferían cuchichear y dejar escapar pícaras risitas por lo bajini; mientras que los hombres, más circunspectos, solían ignorarle, siguiendo con sus quehaceres como si no existiera. Pero él no se desalentaba ante las burlas; antes bien, siempre guardaba una respetuosa galanura para las mujeres al igual que siempre reservaba una palabra de afecto para la niña, quien, sentada sobre el poyo que había junto a la barbacana, seguía con enfervorizada atención las evoluciones del desmedrado galán, gozándose junto a su perro de aquel gracejo que la hacía incluso sonreír. Y si en ella se detenía con sus halagos finoleros, Zita, conturbada, bajaba su cabecita en un golpe sanguíneo y mostraba muy levemente el blancor apagado de su dentadura.

    —Si no estuviera aquí, madeimoselle —le decía con risibles reverencias—, no tendría objeto que saliera el sol.

    Pero ni había sol ni Dios que lo pintó, sino nubes grises y densas que amenazaban lluvia y un frío de mil demonios, de esos que levantan la piel y parecen meterse en el alma. Sin embargo, Zita sentía verdadera emoción por sus palabras, no sabía muy bien si por la falta de costumbre o si por tendencia natural de su esencia femenina, pero que, fuera por lo que fuese, la empujaba a acudir cada mañana para que el amable loquillo le dijera lindezas semejantes.

    Ella, por pudor permanecía sentada allí hasta que el hombre recogía sus pertrechos y continuaba con su itinerario. Solo cuando ya se había marchado, la niña se incorporaba y proseguía con su particular pulso con la vida por la supervivencia. Efectivamente, el resto del día lo dedicaba a ir de acá para allá un poco sin rumbo, o acaso trazando un mapa en sus mientes tomando como referencia ciertos puntos estratégicos de la aldea, como la torre de la iglesia, la almazara de El Golo, la ermita, la Cuesta de las Latas o la escuela. Sabía dónde husmear para hallar un poco de gallofa con que consolar su hambre, y justo en la salida de la fábrica de conservas se dejaba caer hacia el mediodía para recoger algunos despojos, que para ella eran poco menos que deleitosas ambrosías.

    Con las primeras sombras se retiraba a dormir, a un refugio construido por ella misma con cartones y un cajón de tablas desvencijadas todavía con olor a ultramarinos, entre los álamos que daban escolta al arroyo. Se arrodillaba, juntaba sus manos, reclinaba su cabeza y le rezaba a un Dios que parecía haberla olvidado, a menudo sacando de sí oraciones que no figuran en ningún breviario, y las cuales recitaba como si se las dijera a un amigo al que conociera desde siempre y con el que se codeara; después, con un ritual que era indicio de paz interior y de hábito de soledad, se acurrucaba entre los papelotes o los jirones de lona que había ido recabando, se abrazaba a su perro y se entregaba al descanso, levemente a salvo del helor que hundía puñales en su carne.

    El lugar donde se había instalado se encontraba algo apartado de la aldea. Desde allí, antes de dormirse, le gustaba contemplar el titilar de las luces de las casas en la negritud de la noche, acaso imaginando que veía el paso de un tren e inundando su espíritu con imposibles paisajes e ideando improbables destinos, sin envidia ni encono, sino simplemente soñando. Entonces, mientras ponía sus manos cruzadas detrás de su cabeza como de almohada, le hablaba a su perro de recuerdos que eran casi desvaríos de su imaginación o figurándose situaciones dichosas que protagonizaba. Y con la idea o el deseo, se dormía reclamando solamente un sueño.

    Pocas veces perturbaban allí su descanso, de no ser algún campesino que llegara tardío de la faena o alguna pareja de tórtolos que buscara la complicidad de la noche para sus juegos amorosos; pero casi todas las noches, a muy altas horas —a esas en que los pecados del mundo se derraman sobre algunas carnes—, se detenía junto a ellos una mujer, tomaba asiento en el suelo con la espalda contra un álamo, a cinco o seis metros, y prendía un cigarrillo mientras les contemplaba.

    Era una mujer joven todavía, como de veintimuchos años, aunque por la facha pareciera haber saltado ya el valladar de los cuarenta. Tenía unas maneras ásperas, casi groseras, las cuales delataban desprecio social o los deplorables hábitos de la profesión a que se había entregado desde el fin de la guerra, y su forma de vestir era desaliñada, prueba de que carecía ya de quién o para qué arreglarse, porque nada esperaba ya de nadie. Su rostro, no obstante, era hermoso y de finos rasgos, y su cuerpo proporcionado, aunque había en él cierta penumbra de tristeza permanente, como de ciprés, y un resentimiento que afloraba por sus labios y sus ojos, constriñéndolos. Bien se echaba de ver que aquella mujer vivía hacia atrás, como tantos por entonces, de espaldas al presente y de frente a la memoria, cual si pecado fuera para ella olvidar o perdonar. Lola era su gracia, y por oficio tenía el de carne, en la peor acepción del término.

    Prendió un nuevo pitillo y, al relumbrón del fósforo, el perro levantó su cabeza como aguijoneado por una lanza, pero no ladró, sino que fijó en ella sus ojos nictálopes, ladeó su cabeza como indagando y volvió a apoyarla sobre sus manos, acaso comprendiendo que la intrusa no suponía ningún peligro. Ninguno de los tres parecía sentir miedo, cual si el temor les hubiese sido negado hacía ya mucho. La niña dormía en silencio, en silencio el perro miraba y en silencio Lola les contemplaba. Cada cual, qué duda había, soñaba con su propio paraíso o con su propio infierno. Y mientras fumaba, le nacía por comparación de edades el hijo que no alcanzó a vivir, entregándose a la reflexión o al recuerdo con honda amargura y discurriendo acerca el gremio de dolores que la echaba a esa criatura de las aldeas y que le ponían a ella baldones en la carne, o en la misérrima alma de los hombres. Le daba la impresión de que la niña la empujaba al saldo de supervivencias y naufragios, o quizá solo fuera que se recreaba en la mansedumbre con que aceptaba aquella criatura las humillaciones y vanidades del mundo, sin mostrar júbilo ni resentimiento.

    La conducta se desarrolla por semejanza de ocasiones desde el nacimiento, y para cada nueva idea y cada nuevo acto requiere de un elemento de referencia; lo que conocemos como albedrío no es más que la libertad de trasgredir ligeramente los límites de los ejemplos que vamos acumulando no por su razón cronológica, sino por su esencia emocional, archivándolos de acuerdo con sus fundamentos.

    Así, Lola, por paridad de emociones o de experiencias, sentía que aquella niña ejercía sobre ella un influjo que la empujaba al pensamiento, abriendo de par en par las angosturas en que se había escondido de sí misma durante tantos años, un poco sofocando el odio y otro poco prendiendo la tibia llama de una incierta ternura. Acaso fuera por su costosa paz o por su plácido sueño, apenas perturbado por una tosecilla cadencial y persistente, o quizá por aquella desdicha, tanto más ancha que la suya y más desconsolada; pero, con todo, se asombraba de que no hubiera en ella el menor síntoma de desaprobación o rebeldía, cual si no le reclamara a la vida resguardo del dolor que la expulsaba de la sociedad, la negaba el afecto y la instalaba en el arroyo, quién sabía si porque el dolor, como ese incomprendido Dios al que Zita rezaba, también fuera un viejo amigo.

    Entonces, acercándose hasta sus pies, entregaba el tributo de sus querencias con alguna vianda sisada a su exigua despensa o alguna prenda que calentara el helor que la arrancaba toses del pecho y vestía sus mejillas con vivísimas encarnaduras. Y es que el cielo no siempre obra directamente para realizar sus prodigios, sino que a veces se sirve de otras manos o emociones para lograrlo, o para hacer una múltiple carambola con el mismo lance.

    Y tras depositar su ofrenda, que algo de reclamo tenía a su propia redención, se marchaba.

    Se iba a su casa en los arrabales de la aldea, no demasiado lejos de donde la chiquilla dormía, a consolar su impaciencia por el arribo de imposibles paraísos al mundo o puede que solo a maldecir un poco más este gremio de alacranes que se enseñoreaba y se crecía en el sufrimiento de los más vulnerables.

    Y aun dormía, o trataba de hacerlo, y se instalaba en un sueño de amores muertos y niños redivivos, de risas y abrazos, tal vez de cartabones y libros y mapas, y quién sabía si de fábulas donde los buenos siempre ganaran.

    Dormía con el alma en vela, cual si tuviera alas grandes como techos y cálidas como hogueras para vigilar el sueño de la niña y el perro, y domeñar al viento para que su silbo fuera una canción de cuna entre los desnudos brazos de los álamos.

    Cuando las sombras huían espantadas por la alborada, Zita se desperezaba y buscaba ilusa lo que la noche la había dejado, tal vez creyendo que era fruto de sus oraciones. Para ella, desde hacía algún tiempo, cada despertar era una fiesta. Entonces tomaba asiento en el suelo, partía lo que hubiera en porciones iguales y, junto con su perro, lo devoraba con un deleite que orlaba de sonrisas el aire gris de la mañana. Reposaba un instante, se lavaba la cara, apenas metiendo los dedos en el agua del arroyo y, sacudiéndolos antes de llevárselos al semblante, se secaba con los faldones del vestido y comenzaba su archiconocido recorrido: la salida de misa de ocho, la entrada de la escuela, la abacería de la señora Fausta —por si de nuevo se conmovía aquel corazón amigo con un bastón de caramelo, con una francesilla de pan tierno o, si sonreía la ventura, con una onza de chocolate—, la Fuente de los Cántaros, etcétera.

    Y así un día y otro día.

    Decir que su faz denotaba pena sería faltar a la verdad, pues no mostraba constricción alguna al igual que no marcaba indicio de felicidad tampoco, de no ser por las tímidas sonrisas que le regalaba pudorosamente al Loco Eusiquio o a doña Fausta. Tanto si reía abiertamente como si hablaba, lo hacía a solas con su perro en su intimidad compartida; pero en lo demás, en su vida social, digamos, nunca hacía mueca de anuencia o contrariedad: si ofrecían, tomaba; si despreciaban, se iba. Y punto.

    Los habitantes de Lubitana se habían acostumbrado a verla deambular por el dédalo de calles como una parte más de su acervo: todos los pueblos tienen su alguacilillo, su tonto y su pobre. Nadie le decía nada, y a nadie le decía ella ninguna cosa tampoco. Cada cual iba adelante con su vida, ignorándose mutuamente; pero si alguno hubiese faltado, incluida Zita, enseguida le hubieran echado de menos, acaso mirando a uno y otro lado sin saber muy bien quién o qué no estaba en su lugar, pero intuyéndolo incompleto.

    Y así Zita, casi sin darse cuenta, se fue adueñando de la aldea. Incluso los chicos repararon en ella, aunque la despreciaron cuando les contemplaba en sus juegos, entretanto danzaban sus pies con sus cancioncillas o sus corros, o al observarles tejer en las eras sus batallas imaginarias. Pero ella nada les decía, quizá esperando una invitación a participar que nunca llegó, salvo la de marcharse y dejarles en paz con su hostigadora presencia.

    Una noche muy fría, poco antes de Navidad, la niña y su perro dormían apaciblemente extenuados y no advirtieron a los golfillos que se acercaron amparados por las sombras con el mayor sigilo para pegarle fuego a la caja en que dormía, capitaneados por un tal Rufo, un mozalbete de la piel misma del diablo. Y la caja ardió, devorando papeles y agarrándose las llamas a su vestido. La niña se tuvo que arrojar al arroyo para sofocarlas, y desde allí, con los brazos cruzados sobre su pecho e iluminada por el marfil de una luna de carámbanos y plata, vio carcajearse a los tagarotes.

    —¡Se está lavando, se está lavando! —se burlaban los brutos.

    El perro ladraba desde la orilla y los ganapanes reían a mandíbula batiente su trastada. Uno comenzó a tirar piedras, y luego todos los demás. Ella, asustada e inmóvil, se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse de los guijarros mientras el perro gruñía a las tinieblas. La noche estaba quebrada por la batahola de los ladridos, el silbido de las piedras y el holgorio de los mozalbetes.

    Prodigios que no se sabe bien por qué se dan, Lola sintió que algo le decía el viento o la nada desde el fondo de la alameda, donde ejercía la profesión que la sustentaba; algo que la reclamó con voz de enojo y que incendió su sangre. Se zafó con disgusto del hombre que se aferraba a su carne y enardecidamente corrió entre las sombras y el blancor que derramaba la luna, persiguiendo el garbullo y los fulgores anaranjados que crepitaban entre los álamos áfilos, a lo lejos.

    El viento gemía entre los nudosos ramajes como llorando.

    No sabía qué pretendía encontrar ni de dónde procedía la voz que la había reclamado hasta ese lugar tan arrebatadamente pero, al descubrir el espectáculo, sintió que la sangre de las venas se le hacía metal fundido, que las sienes le golpeaban con estruendo de tambores y que la rabia, aquella rabia amansada con los años, violentamente renacía echando cuernos y babas infernales.

    Sin detener su carrera, tomó lo que encontró más a mano y se fue a los chicos lanzándoles venablos y ternos que pugnaban entre sí por salir de la boca.

    No sintió la piedra que la abrió un ojal en la cabeza, desde el cual se descolgó un hilo de sangre mejilla abajo, hasta que se aseguró de que los agresores habían huido.

    Recompuso sus ropas descompuestas y enseguida se fue hacia la niña, quien aún estaba metida en el agua.

    —Sal de ahí, criatura, que vas a coger un mal frío —le dijo inútilmente, pues se hizo preciso arrancarla primero de aquel pánico que clavaba sus pies en el lecho del arroyo.

    Tosía como piaría un pajarillo que se hubiera caído del nido.

    La tomó entre sus brazos y la puso junto a las últimas llamas de su chamizo, sentándola en su regazo y arropándola con su chaqueta de lana, pues no parecía haber frío capaz de sofocar la fragua de su sangre o de estremecer sus hombros desnudos.

    Las guedejas desaliñadas y la suciedad del rostro de la niña impedían ver con claridad si había recibido el impacto de alguna pedrada.

    Una lágrima, ausente de sollozo, rodó llenando de luz su semblante tremoso.

    La niña seguía asustada, pero se dejaba manipular como un sansirolé, con sus ojos inundados colgados de los de Lola como dos soles eclipsados que anunciaban rutilancias contenidas.

    Lola estaba confusa, no decidiéndose ni a la acción ni a la quietud, creyendo que la fatiga de la lucha había sembrado el caos en su ánimo, pues sentía cierta conturbación que no sabía muy bien de dónde venía ni por qué.

    Inopinadamente sintió vergüenza de sus manos y, antes de retirarle el cabello para inspeccionarla, con la excusa de humedecer un jirón de ropa, se acercó a la orilla para lavarse.

    —No dejaron mucho de tu casa —divagó, mientras pasaba por su cara el paño húmedo.

    La niña agitó su cabeza.

    El crepitar de las últimas llamas calentaba su cuerpecillo, pero tiritaba aún de miedo contra su seno.

    El perro lamía su mano allí donde se extendía, morado, negro, el resultado de una pedrada.

    Entonces, la niña levantó sus ojos y los clavó en los de Lola.

    Su faz mostraba una feotonería que era gracia desalentada en el infortunio, pero rabiosamente bellido por ser limpio y honesto.

    ¡Y tan tierno!

    Levantó la niña su mano y la tendió a la frente de la mujer, justo donde se deslizaba una finísima hebra de sangre por su cara, limpiándola con su dedo, y, al tocarla, la mujer sintió que su cuerpo se estremecía como si un íntimo terremoto hubiera despertado de golpe innombrables fantasmas que durmieran su intemporal sueño.

    No supo por qué la abrazó con fiera dulzura, con esa lentitud que pone músicas y ata miradas, sino que se limitó a obedecer la demanda que la exigía su ansia. La estrechó contra sí cerrando los ojos, al tiempo que su corazón se remontó emociones arriba, recordando.

    En el fondo de su mente brillaban unos ojos como aquellos, carneriles y cálidos, y una probable infancia como la suya, con todo su esplendor. En ella estaba sucediendo algo; algo cuya esencia o significado no alcanzaba a entender.

    —Tendrás que buscarte otro abrigo donde pasar la noche —musitó con voz profunda, evadiéndose de esa emoción que la desconcertaba.

    La niña agitó su cabeza, afirmando. El perro tenía apoyada su barbilla sobre las piernas húmedas de la niña. Un viento frío llegaba desde el norte, desde más allá de Aquitania, haciendo crujir las ramas de los árboles. El fuego ya se estaba sofocando.

    —Bueno —concluyó, poniéndose en pie—; tengo que marcharme.

    Ella se levantó y la imitó el perro. La niña hizo ademán de quitarse la chaqueta para retornársela a su dueña.

    —No; déjatela puesta, que la noche está muy fría —alegó Lola casi rogando, extendiendo sus manos para que sus palmas mostraran la limpieza del gesto—. Ya volveré por ella mañana. Te cuidarás, ¿verdad?

    Zita asintió con la cabeza, sin despegar de la mujer su mirada. Bien se echaba de ver que también la niña se hundía en la zozobra inducida por la conducta de Lola, quien ora la tomaba y ora la dejaba, sin que a su entender hubiera razón ni para lo uno ni para lo otro.

    —Ten cuidado con esos barrabases, ¿eh? —se despidió.

    Y se giró al tiempo que recogía el cabello en un moño, sujetándolo con una horquilla.

    Comenzó a caminar hacia la aldea, no volviendo su mirada hasta que estuvo lejos, aunque manteniendo atentos sus oídos a la tosecilla y a la inacción de la niña como si fuerzas invisibles hubieran extendido sus sentidos hasta donde ella se encontraba; pero al hacerlo, pudo contemplarla allí, inmóvil, sin perder

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