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Brujería
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Brujería

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Un retrato de las nuevas relaciones amorosas y los peligros de la nostalgia. Las amistades peligrosas del siglo XXI.

¿Quién nos retiene en un sitio? ¿Por qué nos quedamos al lado de alguien? Eso se pregunta Diego Duocastella mientras regresa a Barcelona después de pasar siete años en Italia, donde no ha echado raíces. Libre, soltero, despreocupado y sin responsabilidades familiares, decide pasar, antes de incorporarse a un trabajo que no le entusiasma, un último verano en el pueblo costero de su infancia.

Diego no tarda en relacionarse con un matrimonio de recién llegados, los Pons, formado por Julio, un emprendedor de origen humilde, y Laura, de familia adinerada. Los Pons se instalan en el pueblo con sus tres hijos y con Berta, una enigmática cuñada. Entre los cuatro personajes se tejerá una relación cruzada de amor y amistad en la que se mezclan la ambición económica y el inestable territorio de los deseos. Y a medida que los Pons descubren sus intenciones, el pasado de Diego empieza a regresar en forma de sueños, fantasmas, recuerdos y apariciones. ¿Quiénes son esos amigos cuyos nombres (Álvaro, Bodel, Valeria, Clara) se repiten como un conjuro? ¿Qué les hizo Diego para que se perdieran?

En su nueva novela, Gonzalo Torné retrata las relaciones de pareja (cómo mueren y cómo persisten, con qué excusas y arreglos) como un misterioso sortilegio, en el que se cruzan la magia blanca de la conversación y la mancha negra del daño.

Evocadora y encantada, en Brujería las formas viejas y nuevas de relacionarnos se escrutan para revelar sus parecidos y carencias, y lo hacen sobre un tejido sutilísimo: un ensueño vuelto pesadilla de recuerdos culpables y posibilidades truncadas, que revela a un autor ambicioso y personalísimo, con un talento inhabitual para perfilar la psicología de sus personajes y capturar la complejidad del comportamiento humano. 

Brujería (atrevida y juguetona, luminosa primero y oscura después, pletórica de recursos siempre) es otra pieza deslumbrante de uno de los proyectos mayores de la narrativa de hoy.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 oct 2024
ISBN9788433928894
Brujería
Autor

Gonzalo Torné

(Barcelona, 1976) es autor de tres novelas: Hilos de sangre (2010; Premio Jaén de Novela): «Torné ha escrito la epopeya del hombre contemporáneo. Y lo ha hecho con una densidad analítica y una calidad literaria excepcionales. Repitámoslo: excepcionales» (Roberto Valencia, Quimera); «Los elogios sobre el libro no han hecho más que crecer hasta el punto de ir constituyéndose casi en una suerte de novela de culto» (Juan Ángel Juristo, Cuadernos hispanoamericanos); «Gonzalo Torné afianza su voz nueva... Una obra sólida y destinada a permanecer» (Santos Alonso, Revista de Libros); «Una prosa deslumbrante, repleta de observaciones agudas, de ángulos de visión imprevistos, todo ello expuesto con una brillantez que se refleja en los diálogos en que los personajes se expresan con una afilada inteligencia y una capacidad analítica fuera de lo común» (Ricardo Senabre, El Mundo); Divorcio en el aire (2013): «Esta novela debería despertar interés por las anteriores de Torné, y expectativas sobre las que vendrán» (Kirkus Reviews); «La incursión estilizada y universal de Torné en la crisis de un hombre cualquiera es vívida y convincente. Muy lúcida, y con frecuencia hilarante...» (Irish Times); «Un extremo cuidado por el lenguaje y la intención de conquistar zonas que parecen quedar sólo al alcance de la poesía» (Recaredo Veredas, Microrevista); «Áspera y hermosa... Da forma artística a un material social, histórico y psicológico de proteica densidad» (J. Ernesto Ayala-Dip, El País); y Años felices (2017). Sus obras se han traducido al inglés, francés, italiano, alemán, holandés, portugués y catalán.

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    Brujería - Gonzalo Torné

    Índice

    PORTADA

    LIBRO PRIMERO

    1. ¡VERANO BOMBA!

    2. LAS RESPONSABILIDADES DEL CABEZA DE FAMILIA

    LIBRO SEGUNDO

    3. TE ENSEÑARÉ EL GRAN MUNDO

    II

    III

    IV

    4. UN JUEGO DE MÍ

    II

    III

    IV

    5. UN JUEGO DE TI

    II

    III

    LIBRO TERCERO

    6. MAGIA BLANCA

    7. CARTAS A UN FANTASMA

    8. PELO DE SANGRE

    9. ÚLTIMOS ARREGLOS

    10.

    EPÍLOGO

    CRÉDITOS

    A Judit, fecunda en ardides again

    Tú no recuerdas, otro tiempo trastorna tu memoria.

    EUGENIO MONTALE

    Libro primero

    1. ¡VERANO BOMBA!

    ¿Qué nos retiene en un sitio? ¿Por qué nos quedamos al lado de alguien? A menudo me ha parecido intuir una posible respuesta a estas preguntas, pero enseguida se me ha escurrido entre los dedos... Así que no empezaré divagando, prefiero hablaros del verano en el que conocí a Laura Pons en el mismo pueblecito costero donde de niño pasaba las vacaciones, aunque solo mi madre se instalaba allí durante el verano largo que arranca con el primer sol de mayo y se prolonga hasta que el viento de noviembre impide el baño.

    El pueblecito está contado enseguida. Queda en esa zona del sur de Europa que los catalanes insistimos en considerar un norte. Lo rodea un semicírculo de montañas cubiertas de pinos con las laderas salpicadas por masías dispersas: a medida que desciende el terreno las viviendas se acumulan hasta formar un tejido urbano alrededor de la plaza, donde el ayuntamiento y la iglesia coinciden en darle la espalda a la doble hilera de casas que se abren al mar como un anfiteatro. A veces la puesta de sol incendia el mar, pero solo los días que las embarcaciones se mecen bajo la luz blanca de junio el conjunto cumple con la promesa de los pueblos de postal.

    El caso es que llegué de noche, los faros del coche iluminaban encinas retorcidas y la cinta dura de la carretera. Solo en el último kilómetro el olor a mar se decidió a entrar por la ventanilla.

    El caserón familiar seguía igual, una delicia de soledad entre cipreses y la alameda despeinada. ¿Por qué no iba a salir mi madre a recibirme? Me dejé guiar por la costumbre y comprobé que seguía pegada al muro la enredadera que al enrojecerse proyectaba la fantasmagoría de que la casa sangraba.

    Al entrar me encontré con un vestíbulo oscuro. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz de la luna reconocí el salón espacioso, de techos altos como las ideas arquitectónicas de otra época: el viejo sofá de tres piezas, las manchas de tabaco que delataban la edad de la alfombra y el biombo chino: los restos de pintura me recordaron a una piel cuarteada, de cocodrilo, algo así.

    Le agradecí a mi padre que siguiese en su sitio el cesto de mimbre donde solía dejar su pipa. Me pareció oler restos del incienso que tanto le gustaba a mi madre, y que yo nunca he podido soportar.

    Recorrí el pasillo pisando sin fuerza por temor al eco. Llegué hasta la escalera con el pasamanos de mármol; de niño me gustaba subir los escalones de dos en dos, pero sabía demasiado bien lo que me esperaba arriba: el descansillo, la ventana abierta al mar y la habitación donde de noche yo sudaba a la espera de que la campana de la iglesia transformase el insomnio en la hora de desayunar. Me acosté en el sofá sin desvestirme ni deshacer la maleta. Mañana será otro día.

    Al despertarme eché un vistazo con ojos diurnos. Aireé y puse orden a mis cosas. Comprobé que los grifos seguían tan viejos que ningún fontanero lograba que dejasen de gotear; y aunque la chimenea me trasladó algo de la vieja confianza, tampoco reuní fuerzas para subir al piso de arriba. Me fui directo al Poblet (así le llamábamos en la familia), dejé atrás calles vacías y establecimientos cerrados y solo cuando llegué a la playa, con el Mediterráneo palpitando al fondo, me alcanzó algo parecido a la familiaridad.

    La memoria regresó, pero resultaron ser recuerdos de repertorio: aquel café decorado como una cueva al que se rumoreaba que acudía algún famoso local, el encantamiento de un erotismo sin objetivo y la curiosidad por descubrir la clase de persona que era y cuánto podía exigirle a la vida. Digamos que no me sobrecogieron, pero bastaron para decidirme a pasar el verano en el Poblet.

    Después de casi una década fuera de Barcelona había aceptado la propuesta de dirigir el nuevo Museo de Memoria Contemporánea de la ciudad. Os reconozco que pasé el vuelo de Ferrara a El Prat con la mente en blanco, decidido a no dedicarle un pensamiento al museo hasta que no me quedara otro remedio que encerrarme en el despacho. Justo cuando mi maleta asomó por la cinta decidí visitar el Poblet, aunque mi madre no estuviese para preguntarme desde el descansillo de la escalera cómo me había ido el día. No se puede tener todo.

    Mientras conducía me asaltó una pregunta desafiante. ¿Qué clase de persona soy? ¿Un tibio? ¿Un cobarde? ¿Le había extraído el jugo a los siete años en Italia? Me fastidia que las respuestas varíen con el humor del día. Llegué a comprarme un cuaderno en la primera estación de servicio, seducido por el fetichismo de la indagación. Pero conocerse lleva mucho trabajo, así que me conformé con la sospecha de que en lo sustancial la vida íntima de las personas es idéntica, que solo varía la espuma de las emociones.

    Ni museo ni cuaderno, pero no creáis que me dediqué a cultivar la ociosidad. El Poblet me impuso un severo régimen de actividades. ¡Rutinas! El método maravilloso con el que los humanos hemos sido capaces de dominar extensiones intimidantes de soledad. Claro que tampoco encontré la fórmula de buenas a primeras, me sometí a un intenso proceso de ensayo y error. Mi plan era alternar los baños de sal y los desayunos en las «terrazas recién amanecidas». Pero me levantaba tarde y enseguida me entraba hambre (resuelta con una tajada de melón y queso fresco); después ya no me atrevía a desafiar la rabia del sol y me quedaba sin bajar a la playa.

    Así que convertí la piscina en el centro de mi verano. La vacié, arranqué el festival de vegetación acuática, desinfecté, y cuando volvió a mirarme con la cara limpia (el sol dibuja ahora una temblorosa telaraña de luz al fondo) me pasaba el día nadando. Nadar y nadar y nadar, como si el cloro pudiera anestesiarme. También trabajaba, me temo que sin precisión, en el jardín: renové la tierra, aboné la tomatera y animé la floración del cactus que me compré seducido por la promesa de que no hay planta más agradecida. A mediodía me alimentaba de ensalada y pescado al vapor, y enseguida me rendía a la siesta.

    Pasaba la tarde con un libro ligero y después de cumplir con el ritual de bajar la basura me acercaba a la diminuta trattoria de Luisló, pedía un plato sencillo (pongamos que unos tagliatelle a la cacciatora) y media botella de vino, y mientras las luces del puerto se restregaban sobre la masa blanda del mar agitaba la esfera del tiempo que todos llevamos dentro de la cabeza y os recordaba.

    Volvía a casa a una hora razonable, encendía todas las luces de la planta baja para asustar a los fantasmas de los veranos pasados, me preparaba una copa y elegía una película de los ochenta tratando de recordar cómo fue verla cuando teníamos la vida por delante. Y enseguida me hundía en sueños pedregosos. Solo los jueves me regalaba un formato distinto y salía de excursión.

    Pero la rutina del cuerpo puede llegar a ser tan agotadora como el examen de la mente, así que decidí incorporarme a la antigua magia de la vida social. Italia me había dejado un regusto ambiguo, una colección de momentos de intensidad variable: gané y perdí cosas, pero tampoco creáis que me marché saturado, pasé sin implicarme ni dañar a nadie. Mis siete años allí orbitan como satélites la masa de un tiempo más vivo: el que compartí con vosotros. ¿Y ahora? A corto plazo, en el Poblet, no me quedaba otra que integrarme en lo que había, y lo que había era el Cogollito de Mayo, una comunidad relativamente nueva.

    Os explico. Con la construcción de la autovía, liberados los visitantes de negociar las doce curvas a ras de acantilado que ponían a mi padre de los nervios, las expectativas turísticas se dispararon. La tradicional colonia de veraneantes se fue engrosando con familias de patrimonios en declive, segundos entrenadores del Barça, periodistas orgánicos y cantantes de incidencia local, todos atraídos por la promesa de que el suelo iba a encharcarse de oportunidades de negocio, y por una vivencia anticipada de glamour. De todo aquello solo quedan los vestigios de una urbanización que se desparramaba sin orden ni concierto ladera abajo, rematada por la barrera de escombros y ratas que fechas más esperanzadas conocieron como el Hotel Tritón.

    De lejos puede parecer una vida ya glosada: levantarse rozando el mediodía, baños de sol, comidas abundantes, siestas prolongadas y tardes dejándose ver por el paseo marítimo. Toda la emoción del día concentrada en la decisión de adónde ir a cenar. De más cerca el ambiente desprende un picante peculiar. Sometidos a la penitencia de rentabilizar la inversión en ladrillo (porque vender, lo que se dice vender, era misión imposible), los miembros del Cogollito comenzaban a aparecer por el Poblet los primeros fines de semana de mayo y permanecían allí hasta bien entrado octubre: le debían su cohesión a un calendario propio que los diferenciaba tanto de los lugareños condenados a pasar ahí el invierno como de las aves de paso que saturaban las playas durante la canícula.

    Se entiende que una comunidad como el Cogollito de Mayo (cuya razón de ser consistía en observarse mutuamente y pasar lista, en sentir un leve ahogo cuando alguien se ausentaba y en respirar aliviada al renovarse la lealtad) me recibiese con alegría tras la revelación de que mi madre ya se bañaba en la cala Blanca durante los tiempos heroicos que precedieron a la construcción de la autovía.

    El Cogollito ni siquiera había instituido una sede fija, sus miembros se encontraban en restaurantes, yates, chiringuitos y terrazas adaptadas a una copa o al brunch (¡qué pena que ya no se usen pelucas en sociedad!). ¿Cómo me presenté? En Lombardía había construido un personaje que ya no trataba de impresionar a nadie ni se entregaba a la improvisación: vuestro histrión dejó paso a un maestro del tacto; pero me relacionaba con personas que, sin ser vosotros, tenían cierta calidad. Para pasar aquel verano de transición decidí interpretar a una figura atenta, respetuosa, de confianza. Me aprendería todos los nombres y no se me olvidaría ni uno, iba a ser impecable. El primero que retuve fue el de Turris, un viejo valor del partido que se pasó veinte años redactando la biografía de nuestro amado líder, un hito de la irrealidad, y que, ya desterrado a provincias, encaraba la redacción de una crónica sentimental sobre la segunda ley de costas. Álvaro diría que era un hombre acabado, pero, al entrar en contacto con mi ojo, ¡cómo ardía su potencial cómico!

    También hubierais encontrado memorable (os conozco tan bien) a Ramón de Ramón, nuestro españolazo. Había pasado como responsable de compras o del bar (el asunto no estaba del todo claro) por los consulados de Suecia y Roma (a la que se refería como «la Eterna»), hasta que algún gracioso lo envió cinco años a Kabul. Se había retirado a Cataluña con el propósito de contribuir a la cohesión de su amenazada España. Iba a todas partes con un hatillo de ideas variadas, tan enanas que parecían sacadas de contrabando de Liliput. La terna de intelectuales la completaba el señor Gomà-Galindo, al que no se le conocía obra ni propósito, pero que vivía satisfecho después de haber comprendido a una edad respetable que callando ofrecía su mejor versión.

    Apenas intervine dos veces en los debates. La primera para defender un arriesgado plan territorial que ni yo mismo fui capaz de entender, pero que Ramón de Ramón me prometía apoyar si renunciábamos a la manía de convertir la nación en una marranada plurinacional. La segunda para sugerir que una solución a la caída del consumo pasaba por subir los sueldos. Me gané el aplauso de Chichi Portusach, uno de esos treintañeros que, alcanzada la cima de su nicho social (cochazo, esposa, parejita, segunda residencia), se abandonan a una alopecia preventiva. Claro que no todo fueron laureles, Turris chasqueó los dedos (os lo juro) para reprocharme mi audacia distributiva; pero no le guardo rencor: es un feroz enemigo de las utopías sociales, entre las que incluye las pensiones, el aborto y el sistema de sanidad público. Gomà-Galindo me dedicó uno de sus silencios más formidables.

    Otro aliciente para frecuentar el Cogollito de Mayo era la curiosidad por cruzarme con Sandra, la belleza local que reinaba en ese mundo de competición y miradas cómplices que un cronista a la altura del material no dudaría en titular Vanidades de antaño. Pero la Sandra (como la llamaba Bardagí, un fiera que parecía saberlo todo sobre su ídolo) no llegaba. ¿Me aburría? ¡Como una ostra! Pero los días pasaban arrullados por el sortilegio de la irresponsabilidad. Y después de todo, ¿qué me esperaba en Barcelona? La deprimente perspectiva de preocuparme por el museo.

    Si retenéis un gramo de lo que solíais ser os interesará saber que he superado «la mitad del camino» sin dolores de cabeza ni artrosis ni temblores ni sensaciones raras. ¿A quién debo agradecérselo? ¿A los genes? ¿Al sol? El corte de cara infantil sostiene una tofa de pelo castaño, algo esclarecido en las entradas, pero rabioso y fuerte en los laterales, que insinúa lo que Bodel llamaba «greñas a posteriori». Tampoco ha envejecido mi mirada verde, sigue bien dispuesta a admirar la inteligencia ajena, y confío en que todavía me envuelva el aroma a azufre, el «aura luciferina» que tanto divertía a Clara y horrorizaba a Valeria. ¿Cómo voy a estar seguro si no estáis aquí para confirmarlo?

    Pero ya está bien de mí. La Sandra resultó ser una muchacha impecable, pero insípida y atropellada. Por decirlo con palabras de mi madre: no tenía nada. Me reproché con una carcajada haber confiado en la idolatría del malvado Bardagí, pero de todas las supersticiones la más difícil de vencer es la promesa de algo de atractivo.

    Cuando el verano parecía estancarse el Cogollito se sacó de la manga una aventurilla. La chica se llamaba Alba, una de esas personas que al cumplir los cincuenta (tendría unos pocos más) deciden descubrir lo poco que les aprovecha una vida «como Dios manda». Resultó que Alba había tenido una liaison de verano y el marido no se decidía ni a perdonarla ni a abandonarla. Doce meses de crisis y desconfianza, de celos, remordimientos, reproches e insomnio. Los maridos son una figura graciosísima. El Cogollito mantenía a Alba a distancia sin marginarla, un cálculo defensivo (todo lo miserable que queráis) orientado a preservar la cohesión de la comunidad. ¿A quién beneficiaba juzgarla antes de que se pronunciase su marido? Alba ni siquiera podía alegar que la había sorprendido el lado peligroso del amor: sabía a lo que se exponía y sabía a lo que renunciaba al rendirse y confesar. ¿Qué esperaba? Se necesita mucho amor o mucha indiferencia para pasar por alto una infidelidad indiscreta.

    Ya sabéis cómo soy: Alba y yo enseguida encontramos el momento de vernos a solas. Me pidió que le hablase del «gran mundo», que ella asociaba a Francia; pero aceptó encantada que le contase mis aventuras por Ferrara y Mantua. Solo existen tres o cuatro cosas más cautivadoras que una mujer que se libera de la presión de sus seres queridos con un festival de chismorreo indoloro. Ella me llamaba piccolo Duque y yo a ella principessa Rosenbloom; se nos llenaba la boca de palabras melosas y no podíamos con la tontería que llevábamos encima. Me gustaban muchísimo sus ojos corrientes y cómo el juego entre los labios y la nariz se las arreglaba para transmitir energía y ligereza. No la tenté con nada que no alimentase ya en su cabeza. Estaba deseosa de entrar en otras vidas y despeinarse, ¡qué alegría cuando una persona se reincorpora al juego de la ilusión! Alba, Alba. Qué bien adaptado su cuerpecito al capricho del momento.

    A mediados de julio el marido decidió que se reuniesen en Barcelona. Y ella acudió. Era imposible calcular lo mucho que les favorecería el divorcio. ¿Por qué se quedan quietas tantas mujeres cuando el amor se ha consumido? ¿Una sumisión excesiva al dios de la lealtad? ¿Les repele reconocer el fracaso de un tiempo mal invertido? Quizás se trataba solo de dinero. Me dio pereza averiguarlo.

    El Cogollito me daba cada vez más pereza y empecé a ausentarme tres de cada cuatro convocatorias. No habría llegado a primeros de agosto si no hubieran aparecido los Pons para sembrar el asombro, la alarma y el desconcierto. ¿No convirtió el enigma de la doble señora Pons a los recién llegados en la sensación del verano? Aparecieron en el Poblet uno de esos días perdidos entre la semana donde la promesa de una brisa tibia parece suficiente para alejarse de la maza de calor que aplasta Barcelona. Los testigos coinciden en que el Audi frenó frente a la casita d’en Monroy levantando una oleada de polvo dorado. Desembarcaron en silencio, tres adultos y tres niños que enseguida se perdieron en el jardín con la única compañía de un perro petaner harto de perseguir su propio rabo. Uno de los testigos (el otro se durmió enseguida) asegura que la luz del piso superior se quedó encendida toda la noche.

    La casita no tenía desperdicio: una villa pintada de amarillo bilis, adosada a un torreón acabado en bulbo. Claro que el jardín era imponente, y la situación era privilegiada: quedaba a diez minutos paseando a pie del centro y a tiro de piedra de la pequeña cala que era la favorita de mi madre.

    El Cogollito sospechaba que los Pons pretendían veranear de espaldas al pueblo, pero dos días después el matrimonio se dejaba ver en la pescadería y en los chiringuitos que la incombustible señora Perol llamaba «kioscos de mar» mientras los niños correteaban por la arena: el mayor aparecía por todas partes seguido como una sombra por las disculpas de la joven mamá Pons, mientras que los gemelos desplegaban la ternura natural de las personas dobles. Los intercambios de tanteo con el señor Pons bastaron para reconocer un trato abierto, de los que van de cara, sin dobleces. Gustó.

    Si el Cogollito de Mayo se mantuvo alerta y retrasó la invitación a una paella o a una excursión en velero no fue tanto por el señor Pons (encontraron ideal que se llamase Julio) sino por las desorientadoras versiones que llegaban de su media naranja. Claro que la presencia de una mamá joven con tres hijos como testimonios de una saludable sexualidad tuvo que suscitar, en una comunidad de matrimonios maduros que ni recordaban cuándo dejaron atrás las efervescencias del amor fou, ese dejarse llevar por las ensoñaciones románticas que vuelven más tiernos los ladridos de los perros. Pero el escándalo era más inquietante, ¿cómo iba a ser esa chica flaca y morena, a la que veíamos corretear de la mano de los gemelos y abrazar a su marido con tanta espontaneidad de otro mundo, la misma muchacha alta de rostro triste (¡y pecoso!) cuya melena roja había causado sensación entre los parroquianos de Queviures Beñat cuando Julio la presentó como la madre de sus hijos?

    Enseguida se descartó por aparatosa la trama (sugerida por Turris) de que se trataba de una confusión: de señora Pons solo podía haber una. El aburrimiento veraniego solo admitía una solución, que tenía la desventaja de ser intolerable. Un cogollito como el de mayo podía admitir extravagancias conyugales, pero no estaba dispuesto a exhibir la bigamia de Julio Pons delante de sus hijos adolescentes ni de los nietos a su cargo. Cuando se decidió no invitarlos a la copa anual que Antoni Pere Antoni (un mallorquín de secano) ofrecía en el yate que retenía sin terminar de pagar, la crisis ya se dio por oficial.

    El miércoles me mareé sin remedio en el diminuto yate y como no me apetecía nada llegar al caserón y enfrentarme con el desafío de la escalera me senté en el mirador. El Poblet se veía de un blanco tan fantasmal que de no ser por el cerco rosado de las montañas se hubiese dispersado como gas. Había subido tantas veces aquí con mi padre... Sentí un tirón de pertenencia y me dio pena que los Pons pasasen su verano en el Poblet sin conocer las cuevas, la cañada ni la vieja carrasca. ¿Y si lo de la bigamia era una majadería? En mi calidad de vecino más antiguo del Cogollito me prometí resolver el asunto. Esta vez la solución iba a ser yo. ¿Podéis creerlo?

    Entré en el caserón sin dedicarle una mirada a la enredadera, que empezaba a ensangrentar la fachada. Me serví una copa de albariño y cuando todavía me quedaba media botella empecé a confundir memoria e imaginación y os juro que os vi: Valeria cuchichea con su vestido aguamarina y después me mira como si pudiese alimentarse de mí; Clara sonríe mientras en su cabeza improvisa respuestas irónicas a nuestras frases; ese cráneo pelado solo puede ser el de Bodel, que trata de retener media hora más a nuestro Álvaro, sonriente entre el humo dorado del tabaco. Amanda cruza el escenario emitiendo la energía implacable de la bondad. Estamos rodeados de vasos vacíos, testimonio de un tiempo convertido en alegría, una fiesta que solo puede pertenecer a la Barcelona de entonces, cuando las horas eran nuestras esclavas. ¿Y no es insomnio lo que prometía la noche? Pero me dormí, vamos si me dormí.

    La resaca suprimió el jueves, y el viernes me desperté resuelto a visitar a los Pons. Gasté el día entre la piscina y los cactus. Antes de la cena me decidí. Me vestí de manera informal, aunque la fina tajada de luna árabe invitaba a que me decidiese de una vez a estrenar el turbante que me regaló Clara.

    Al llegar a la casita encontré la puerta abierta y enseguida vi una figura femenina, de rodillas, rodeada de la actividad de los gemelos. Y aunque avancé canturreando la chica se sobresaltó, dejó ir un maullido y soltó a uno de los gemelos para estrechar mejor al otro. De su boca salieron las dos palabras más familiares de mi mundo.

    –Diego Duocastella. Hola, yo soy Berta.

    Estrujé la memoria buscando un recuerdo donde encajase esa chica flaca y sin gracia, demasiado joven para haberla conocido en Londres (a menos que fuese un testigo tangencial, una prima o una hermana menor) y de la que me acordaría si la hubiera conocido en Ferrara o en Mantua, por mucho que se olviden los amores cuando dejan de interesarnos. El crío se le escapó de los brazos y Berta siguió su huida con la mirada inquieta de quien se expone a un castigo.

    –Diego, con Diego basta. Encantado, Berta, he venido por...

    –¡Diego! ¡Hemos oído hablar mucho de ti!

    La voz de Julio Pons sonó firme y grave, se podía escuchar el raspado de la respiración. Me sentí demasiado vestido al lado de su camisa floreada, las bermudas anchas y sus pies descalzos. Pequeño, compacto, anchísimo de hombros: qué firmemente parecía clavado en el suelo. Berta se le acercó como si buscase protección. ¿De mí? ¿Sabéis cuánto hace que no le hago daño a nadie? El color del cielo se había desplomado.

    –Pero pasa, pasa, esta es capaz de no haberte invitado a entrar.

    La casa parecía demasiado iluminada, el ambientador sintético había fracasado en emular el aroma de la bergamota. Aunque el ramo de espigas secas que presidía el salón delataba una mano sensible.

    –Bueno, esta es Berta y yo soy Julio, los dos somos Pons, ¿quieres tomar algo?

    Me invitaron a sentarme y acepté la copa de vino, que Julio presentó como un «prodigioso rosado navarro». No me costó reconocer en sus miradas y palabras la compenetración de dos que comparten cama, televisor, esperanzas y complicaciones económicas.

    No recuerdo una palabra de lo que hablamos, pero os aseguro que Julio se bastaba para sostener la conversación, incluso interrumpido por los frecuentes abrazos de sus tres hijos. Berta apenas soltaba una risita para recordarnos que respiraba. Movía los dedos como instintos vivos, una esposa ideal para manejarla como un amuleto, eclipsada por la vitalidad de su marido. Rechacé su invitación a cenar, ¿qué iba a formar con estas personas?

    –Podemos invitarte mañana o devolverte la visita o bajar al pueblo con la familia al completo. ¡Eso sí sería una sensación! Lo que quieras, Diego, estamos a lo que digas.

    Me levanté de un salto para evitar que me saliese de la boca un compromiso del que me iba a arrepentir el resto del verano. Enseguida me dio apuro que con todo aquel vigor los Pons pensasen que estaba impaciente por largarme. Así que pregunté por el baño, añadí «para lavarme las manos», y escuché la risa de Bodel rogándome que me dejase de disimulos: todos sabían que los Duocastella también hacían pipí, incluso caca. Seguí las indicaciones de Julio y terminé en un pasillo que de día estaría tan inundado de sol que a nadie se le había ocurrido instalar un interruptor. ¿Qué puerta sería la del baño? Abrí una al azar y la mirada se me fue a una lámpara craquelada que mi madre no habría titubeado en calificar de demencial.

    El primer indicio de la presencia de otra persona fue un intenso olor a carne y a cabello humanos. Después vino la impresión palpitante que desprendía la melena roja, parecía independiente del cuerpo que trataba de liberarse de la sábana, algo que surgía del fondo del pasado. Metida en unos pantalones cortos que tanto servían para descansar como para salir a correr, iba más vestida que cualquiera de las mujeres que veía a diario en la playa, pero me sentí indiscreto al descubrir unas estrías abiertas como reflejos de aceite en la piel mate y rosada, tensadas por el esfuerzo de retener la abundancia de la carne. Aunque la mujer pertenecía a la casa (no estaba preparado para una trama de secuestro), miraba a su alrededor con el lento embobamiento de quien acaba de salir de un sueño demasiado profundo. Lamenté haberme perdido por tan poco la delicia de verla despertar. Le agradecí que su reacción al verme no fuera ponerse a dar gritos.

    –Por fin se despierta nuestra bella durmiente.

    Berta entró tan deprisa que no pude verle la expresión, se lanzó decidida sobre la mujer acostada, le arregló la almohada y le dio un beso en la frente mientras volvía a cubrirla con la sábana.

    –Esta es Laura, la mami de los tres locos de abajo.

    Al oír su nombre Laura levantó la cara hacia mí. Me sonrió entre el despliegue rojizo de pecas, pero el hijo mayor impidió que nos saludáramos, se arrojó contra su cuerpo y por un momento pensé que la cama no resistiría el peso de sus abrazos. Berta me presentó y Laura volvió a mirarme enrojecida por el pudor, como si la semidesnudez del cuerpo no la avergonzase tanto como exponer su maternidad. Pero ¿cómo iba a verla sino como una madre? La voz de Julio me arrastró al exterior.

    –Así que mañana qué, ¿te vienes a cenar a casa o vamos a gorronear a la tuya? Prometo que no hay más niños que estos tres ni más señoras Pons. Con una mujer y una hermana tengo más que suficiente, suerte que solo sé fabricar chicos.

    Me escuché diciendo que en cualquier sitio estaríamos mejor que en mi casa, ni siquiera tenía aire acondicionado, pero les prometí que si bajábamos juntos al pueblo les enseñaría un par de sitios. Cruzamos el salón y desde el jardín la casita me pareció una chuchería que podía guardarme en el bolsillo.

    Y así fue como el Cogollito de Mayo empezó a tratarse con los Pons. De cerca Julio se reveló exactamente como les había parecido a distancia: amable y desenvuelto, gesticulador, con la mirada astuta y una energía bajo los estampados de sus camisas de fantasía (cítricos, guepardos, sistemas solares) que parecía correr al doble de revoluciones que la del resto de veraneantes. En contraste con la serie de risitas, bostezos y toses con las que solían resolverse las conversaciones del Cogollito, Julio ofrecía un tono guasón y estimulante. A los tres días ya se arrancaba a hablar del tiempo, las marcas de coches y los negocios de la política local. Caminaba con un optimismo casi despótico y reía como una explosión de fuegos artificiales. Berta respondía a los elogios sobre sus sobrinos con orgullo. Escuchaban, eran amables: causaron sensación.

    –Así que habéis confundido a mi hermana con mi mujer... Las risas de Laura cuando baje a la playa van a ensordecer el campanario.

    Pero el Cogollito de Mayo no llegó a enterarse de cómo sonaba la risa de Laura, no nos acompañó ni un día de esa semana ni de la siguiente. A menudo me intrigaba su ausencia, pero como ni a Berta ni a los niños se les escapaba una palabra no quise indagar. Las enfermedades de verano son un fastidio. Tampoco volví a pisar su casa ni hice la menor insinuación para que se acercasen al caserón, aunque me incorporé a la corte de los Pons como una figura a medio camino entre el pariente hechicero y un paje conseguidor.

    Les gustaba despertarse tarde, los restaurantes pringados de olor a mar y la música callejera. Después de comer se pasaban horas y horas en la playa. Una tarde que declinó el sol chorreante, me sumé al baño con una preciosa bermuda azul flax flower a la que no prestaron la menor atención. Berta en bikini, observada a la distancia del anatomista, era una chica huesuda, terminada en unos pies de una gracia sin propósito que dejaban huellas de pajarito sobre la arena ardiente. El verdadero espectáculo lo daban Julio y sus hijos. Julio se pasaba las horas en el agua, nadando en un crol alborotado o dando unas brazadas de mariposa imponentes, ahogando o dejándose ahogar por sus gemelos, riendo, gritando, cantando. El mayor salía del agua como una explosión de luz. Era casi intimidante cómo se tocaban.

    Después de ducharse y vestirse nos reuníamos en el paseo marítimo. A los Pons les chiflaba perder horas en las tiendas donde se exponían botes de perfume, relojes de buceo, hilos de pescar, cañas, timones de madera y un zoológico de salvavidas hinchables. Me divertía ver juntos a los Pons: la hermana átona y el hermano que ha rebañado toda la energía vital, la naturaleza se divierte con estos repartos. A veces me dejaban a cargo de los críos, se tomaban mi inexperta vigilancia con una calma admirable. ¿Qué impresión daríamos de lejos? ¿Quién sería el hombre alto en medio de la agitación familiar? ¿El tío Massimo? ¿El segundo señor Pons?

    Terminadas las compras nos tomábamos una copa y conversábamos en ese tono superficial y blando que pertenece al verano y no es posible trasladar a otra estación. Julio mezclaba informes sobre sus dominios (mujer, hijos, hermana devota) con apuntes impresionistas sobre sus negocios. Administraba sus dardos contra el Cogollito, apenas preguntaba por mí: nos entendíamos. No lo busqué, pero al final nos veíamos a diario, qué divertidas son las personas nuevas.

    Y ahora os reiréis, pero no supe anticipar el rebote del Cogollito de Mayo. Podían admitir que un soltero como yo se mantuviese distante, pero se tomaron la lejanía de los Pons como un intolerable desprecio. Respondieron al estilo de los animales heridos: dejaron de saludar a

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