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Una paz cruel
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Libro electrónico246 páginas3 horas

Una paz cruel

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Las obras que encumbraron a Theodor Kallifatides como uno de los grandes escritores europeos de la segunda mitad del siglo xx fueron sus tres novelas Campesinos y señores (1973), El arado y la espada (1975) y Una paz cruel (1977), que ahora se traducen por primera vez al español. Con ellas, Kallifatides retrató su infancia y su adolescencia y a la vez el período más trágico de la historia contemporánea de Grecia, el que va desde que los nazis invaden el país en 1941 hasta el fin de la guerra civil griega en 1949, y la miseria de la posguerra en un país devastado. En Una paz cruel, la guerra civil ha terminado. Los partisanos han sido aniquilados y ha llegado el momento de reeducar a los griegos en las viejas tradiciones, como fieles cristianos y verdaderos patriotas. La familia de Minos se ha mudado a Atenas. El padre no puede ejercer como maestro por su pasado socialista y la familia vive en la penuria, castigada también por los hermanos que participaron en la lucha antifascista. Pero la vida sigue y Minos despertará a la adolescencia. Mientras el recuerdo de Rebeca todavía permanece vivo, poco a poco nuevas experiencias amorosas se apoderan de él. La Atenas de la postguerra es el telón de fondo donde escenas crueles y tiernas, burlescas y conmovedoras se alternan para ofrecernos un fresco de una vivacidad cautivadora. Así se cierra la trilogía que, en palabras del propio Kallifatides, "es lo que siempre quise decir sobre Grecia, los griegos, mi pueblo y su gente".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 nov 2024
ISBN9788410107076
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    Una paz cruel - Theodor Kallifatides

    © Florence Montmare

    Theodor Kallifatides

    Ha publicado más de cuarenta libros de ficción, ensayo y poesía traducidos a varios idiomas. Nació en Grecia en 1938, y emigró a Suecia en 1964, donde consolidó su carrera literaria. Ha traducido del sueco al griego a grandes autores como Ingmar Bergman y August Strindberg, así como del griego al sueco a Yannis Ritsos o Mikis Theodorakis. Ha recibido muchos premios por su trabajo tanto en Grecia como en Suecia, país en el que reside actualmente. En España, ganó el Premio Cálamo Extraordinario 2019 por Otra vida por vivir. Posteriormente, Galaxia Gutenberg ha publicado sus novelas El asedio de Troya y Madres e hijos, en 2020, Lo pasado no es un sueño, en 2021, Timandra y Amor y morriña, en 2022, y en 2023 Un nuevo país al otro lado de mi ventana.

    En 2024, este mismo sello publica también su trilogía de la guerra compuesta por las novelas Campesinos y señores, El arado y la espada y Una paz cruel.

    En 2023 recibió la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid.

    Las obras que encumbraron a Theodor Kallifatides como uno de los grandes escritores europeos de la segunda mitad del siglo XX fueron sus tres novelas Campesinos y señores (1973), El arado y la espada (1975) y Una paz cruel (1977), que ahora se traducen por primera vez al español.

    Con ellas, Kallifatides retrató su infancia y su adolescencia y a la vez el período más trágico de la historia contemporánea de Grecia, el que va desde que los nazis invaden el país en 1941 hasta el fin de la guerra civil griega en 1949, y la miseria de la posguerra en un país devastado.

    En Una paz cruel, la guerra civil ha terminado. Los partisanos han sido aniquilados y ha llegado el momento de reeducar a los griegos en las viejas tradiciones, como fieles cristianos y verdaderos patriotas. La familia de Minos se ha mudado a Atenas. El padre no puede ejercer como maestro por su pasado socialista y la familia vive en la penuria, castigada también por los hermanos que participaron en la lucha antifascista. Pero la vida sigue y Minos despertará a la adolescencia. Mientras el recuerdo de Rebeca todavía permanece vivo, poco a poco nuevas experiencias amorosas se apoderan de él. La Atenas de la postguerra es el telón de fondo donde escenas crueles y tiernas, burlescas y conmovedoras se alternan para ofrecernos un fresco de una vivacidad cautivadora.

    Así se cierra la trilogía que, en palabras del propio Kallifatides, «es lo que siempre quise decir sobre Grecia, los griegos, mi pueblo y su gente».

    Galaxia Gutenberg,

    Premio Todostuslibros al Mejor Proyecto Editorial, 2023,

    otorgado por CEGAL (Confederación Española de Gremios

    y Asociaciones de Libreros).

    Título de la edición original: Den grymma freden

    Traducción del sueco: Carmen Montes Cano y Eva Gamundi Alcaide

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: noviembre de 2024

    © Theodor Kallifatides, 1977, 2024

    © de la traducción: Carmen Montes Cano y Eva Gamundi Alcaide, 2024

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2024

    Imagen de portada:

    Un pelotón de soldados alemanes camina por un pueblo

    griego durante la ocupación de Grecia en mayo de 1941.

    © AP Photo/Lapresse/Lagencia Press

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-10107-07-6

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    A Gyzi

    Prólogo

    El gitano Menelao, que no era rey de Esparta y no estaba casado con La Bella Helena, tomó el sendero que bajaba hacia la ciudad, que no era Troya. Hacía mucho tiempo que Menelao había hecho su guerra y la había perdido. Lo habían expulsado del fértil valle de Tesalia, donde conocía los estanques de todos los senderos, todos los aromas y a todas las personas.

    Habría podido leer el futuro en la palma de la mano de los demás, pero la palma de su mano permanecía muda. Menelao era como un dios que no decidía su destino.

    Ahora bajaba hacia la ciudad, en concreto, hacia una de las barriadas de la ciudad, Gyzi la Roja; en la palma de su mano, que seguía muda, llevaba una cadena, una cadena plateada muy bonita, en cuyos eslabones estaba grabado el emblema de la familia de Menelao. Su símbolo era el oso pardo.

    El gitano Menelao tenía un oso pardo que siempre llevaba consigo. El oso se llamaba Stalin, y Stalin era la principal fuente de ingresos de Menelao.

    Se paseaba por la ciudad seguido de Stalin. Tocaba una pandereta para avisar a la Humanidad de su llegada; sus dedos valían para manejar tanto la pandereta como la cadena.

    La gente, sobre todo los niños, se paraba. Menelao ponía a Stalin a hacer sus trucos.

    –¡Stalin, enséñales a los señores cómo bailas el vals!

    Se oía el silbido de la cadena en el aire, Stalin se ponía a bailar, los adultos se reían mientras los ojos de los niños rebosaban admiración.

    –¡Stalin, enséñales a los señores cómo te pones a pensar!

    Stalin, o sea, el oso, se sentaba, inclinaba hacia delante la pesada cabeza y empezaba a rascarse el culo desenfrenadamente con la pata derecha. Los adultos volvían a reírse y los niños seguían llenos de admiración.

    Stalin continuaba haciendo sus trucos. Saltaba por un aro, se ponía a la pata coja, se deslizaba por entre las piernas abiertas de Menelao y, cuando el espectáculo llegaba a su fin, Menelao se paseaba con la pandereta del revés. Allí echaba la gente las monedas que resonaban con un ruido sordo al caer. Stalin lo seguía y daba las gracias con la misma humildad que su señor.

    Por un poco más de dinero, Stalin también podía mostrar cómo Stalin se iba a la cama con su mujer, no la mujer a la que había mandado matar, sino la otra, a la que aún no había mandado matar. Ese truco sólo se exhibía ante círculos cerrados. Pero los círculos cerrados estaban prohibidos.

    EL ÚLTIMO VERANO

    Una mañana de agosto

    Si yo fuera un pájaro, no volaría jamás, porque quiero correr la misma suerte que los seres humanos.

    Aquellas palabras despertaron a Minos, igual que lo habían despertado tantas otras noches. Las palabras de Rebeca acompañaban al sueño rojo, pero ella ya no estaba, ni siquiera estaba en el sueño.

    Rebeca estaba muerta y, aun así, había dejado su voz en el mundo, esa voz vivía en los recovecos más profundos de Minos, donde ni siquiera él mismo podía entrar. Sin embargo, sabía que esos recovecos existían, al igual que sabía que Rebeca había existido.

    El sueño rojo lo atormentaba siempre hacia el amanecer. Se esparcía lento y amenazador por el cielo de la ensoñación. Minos era incapaz de determinar si lo rojo era sangre o eran llamas.

    Era un sueño maligno e impreciso. Minos sabía que las acciones y los gestos que se hacían a la luz del día podían ser ambiguos, era lo bastante adulto para manejar la vaguedad de la vida cotidiana, pero los sueños siempre habían sido inequívocos, claros y luminosos. ¡El mundo que había más allá del mundo era un mundo sencillo!

    Debajo de la almohada encontró la linterna. Se tapó la cabeza con la manta, sacó el libro de Robinson Crusoe y empezó a leer al débil resplandor. Allí, debajo de la manta, su estudio. En su casa había poco espacio, había poco dinero, y la electricidad era cara. La compañía inglesa propietaria de la Central Eléctrica tenía precios ingleses, al parecer.

    Minos pensaba con satisfacción en la historia que contaban sobre el director inglés de la Central Eléctrica, que, según decían en la calle, sufría una lujuria tan espectacular que se empalmaba en cuanto una mujer tocaba una bombilla. Pero en Atenas no había tantas bombillas, Atenas era una ciudad oscura por aquel entonces.

    Debajo de la manta, Minos tenía su mundo, en el que no se perdía. Por lo general se acostaba temprano para poder estar solo, juntaba las manos entre las piernas y se ponía a soñar. Pero la felicidad no duraba mucho. También ese mundo se vio pronto alterado por la incertidumbre y el miedo, también ese mundo se volvió demasiado grande a pesar de que una simple linterna era capaz de iluminarlo. Minos tenía miedo.

    Aún era temprano por la mañana. Un rayo de sol entraba por la ventana del sótano y dividía la cama de sus padres por la mitad.

    ¡A aquellos que están unidos ante Dios y ante los hombres los separará la luz! El rayo dividió la cama por la mitad como una espada celestial, y la convirtió en un río a cuya orilla izquierda respiraba en paz y tranquilidad el rizado y ondulante paisaje de la madre, mientras que en la orilla derecha se retorcía el cuerpo anguloso del padre como si estuviera corriendo y encogiéndose al mismo tiempo.

    Minos tendría siempre en la memoria los cuerpos indefensos de sus padres como nadando en las aguas quietas de la cama, recordaría a menudo su cama de matrimonio flotando como un globo sobre ciudades extrañas en medio de un resplandor azul, el mismo resplandor azul que surgía del cuerpo de Rebeca, que tanto tiempo llevaba muerto.

    Pues con el tiempo todos se convierten en un recuerdo. Pero por el momento él aún tenía el tiempo por delante y en el sótano en el que vivían aún era por la mañana, nada más.

    A su alrededor la ciudad se estaba despertando. Los ecos y los pasos llegaban al sótano y le recordaron a Minos que ya no vivían en Yalós. Despertarse en Atenas era como que una mano gigantesca te arrojara todas las mañanas entre la gente, había que defenderse para no acabar aplastado. En el pueblo era distinto. Allí estaba deseando despertarse, ver salir el sol por detrás de las estribaciones del Parnón y enredarse en la parra que había delante de la ventana, igual que un peine por el pelo recién lavado.

    Minos apagó la linterna y, en el brevísimo espacio de tiempo en que la oscuridad aún no se había producido, volvió a ver el sueño rojo. Había llamas, las llamas del incendio de Yalós. Habían incendiado Yalós, pero, como en tantas otras ocasiones, el pueblo había sobrevivido, y el incendio sólo seguía vivo en la memoria de la gente. Los más jóvenes ya hablaban de cuando se incendió Yalós, como si eso no hubiera ocurrido hacía tan sólo dos años.

    Minos había dejado el pueblo junto con su madre. Desde la última colina camino del puerto contemplaron el incendio, creyeron que el fuego engulliría a Yalós –en el fondo de sus corazones, quizá desearon incluso que así fuera, ¡quién sabe!– pero, como en tantas otras ocasiones, Yalós había demostrado ser el más fuerte, el pueblo seguía en pie y los estaría aguardando el resto de sus vidas, un espejismo y un horror.

    En todo caso, en Yalós habían muerto muchas cosas, muchas cosas y muchas personas. La familia de Minos se había librado, sólo tenían un muerto que llorar, pero había familias que habían perdido a todos sus hombres y había familias a las que habían aniquilado por completo, como si nunca hubieran existido.

    La familia de Rebeca existió, pero ya había dejado de existir. Tres hijos y sus padres habían encontrado la muerte uno tras otro, los alemanes habían matado a dos de los hijos, los fascistas griegos habían asesinado a los padres, y la tercera hija, Rebeca, murió de dolor y de soledad, Rebeca, a la que Minos tanto había querido, murió cuando su amor ya no fue capaz de mantenerla con vida.

    No pasaba una sola noche sin que pensara en ella y en Stelios, su hermano muerto. A Stelios le habría gustado ir a Atenas, allí habría podido convertirse en el gran jugador de fútbol que soñaba ser.

    Pero a Minos ya sólo le quedaba Yorgos, su hermano mayor, y Yorgos no soñaba con nada, pues no era capaz de soñar, yacía prácticamente inconsciente en un catre del Cuatrocientos Uno, la combinación de hospital militar y cárcel que había en Atenas.

    Ay, cuántas historias no se contaba Minos para sus adentros por las mañanas y por las noches allí tendido bajo su manta, era lo que más le gustaba, siempre estaba deseando esconderse allí, hacerse el dormido mientras el pasado se iba desplegando como si estuviera en un cine sin otro espectador que él mismo.

    Los ratos que pasaba bajo la manta eran para él un consuelo, pero poco a poco llegaron a convertirse en una obsesión, una locura; claro que todos los griegos están un poco locos, decía siempre el abuelo Stelios.

    El abuelo Stelios se había quedado en Yalós con su mujer Maria la Santa. No quisieron mudarse a la gran ciudad. Maria la Santa había ido a Atenas sólo en una ocasión, cuando iban a operarla de unas varices que le habían salido en las piernas, ya muy debilitadas, no quería estar en ningún sitio que no fuera su pueblo, y Atenas era demasiado para ella. No quería perderse, decía siempre con un amago de sonrisa.

    El abuelo Stelios, en cambio, echaba de menos la ciudad, a fin de cuentas era una criatura urbana, había nacido en El Cairo, la ciudad le corría por las venas. Pero Maria la Santa estaba resuelta y una vez que ella se decidía no tenía ningún sentido intentar que cambiara de idea. Maria la Santa era, como todos los santos, muy terca.

    La vida en Yalós había quedado destruida, pero con la paciencia de un fanático, Maria la Santa había reunido otra vez todas las piezas: su hija no estaba, sus nietos no estaban, muchas de sus amigas habían abandonado el pueblo, se encontraba muy sola, pero tenía un marido que se volvía más viejo y más débil cada día que pasaba, y tenía una parcela de tierra. Hacía lo único que se podía hacer.

    Cultivaba su tierra, cuidaba los olivos y los almendros que los salvaron de la hambruna durante la guerra, compró unas gallinas, hacía su propio pan, de hecho, ya prácticamente sólo comía pan y aceitunas, leía los libros sagrados y preparaba su alma para la muerte.

    Confiaba en poder morir antes que su marido, no quería quedarse totalmente sola, pero su destino estaba en manos de Dios. En cambio, el destino de su hija sí estaba en sus manos.

    Iban pasando los días, Maria la Santa estaba frágil como una rosa secada al sol, pero al sótano de Atenas llegaba una vez al mes un mensaje de la estación de autobuses, «por allí tenían un paquete que les estaba estorbando», que el director había escrito con una caligrafía que llevaba a pensar en la víspera del día en que se creó el orden.

    Aquellos paquetes ayudaban a la familia a sobrevivir en Atenas. Llevaban huevos, harina, almendras, aceite de oliva, fruta en verano y, a veces, también un pollo. A Minos le había correspondido la tarea de recoger los paquetes, y a él le gustaba ir a la estación.

    Le agradaba aspirar el aroma a gasolina y a aceite, el olor de los pasajeros que traían consigo el recuerdo de Laconia, ese misterioso dragón durmiente, le gustaba ver aquellas caras curtidas, oír las conversaciones entrecortadas. A veces también ocurría que se encontraba a alguno de sus amigos del pueblo o que oía hablar de alguno de ellos. A aquellas alturas, Jristos el Negro era una leyenda. Fue él quien intentó reducir Yalós a cenizas, y después nadie lo había vuelto a ver. Pero más tarde oyeron hablar de un joven capitán partisano al que llamaban Jristos el Maligno y que recorría a caballo toda la región de Laconia sin ningún temor en compañía de Yannis el Devoto y, cuando Yannis cayó en una emboscada que le habían tendido los fascistas griegos, Jristos el Maligno empezó a vagar por ahí solo cabalgando en su caballo negro, aparecía donde nadie lo esperaba y desaparecía cuando todos pensaban que ya lo tenían.

    Una mañana temprano llegó incluso a Yalós, fue cabalgando hasta el centro de la plaza, había muchos fusiles detrás de las ventanas, pero nadie disparó, seguramente porque nadie creía que fuera posible abatirlo. Jristos volvió a marcharse a lomos de su caballo y dejó en Yalós una amenaza de venganza. Dejó un mal presentimiento que impedía que los yalitas pudieran dormir tranquilos por las noches.

    Aún hoy hablaban de él y les temblaba la voz, le tenían miedo al mismo tiempo que estaban orgullosos de él, se había convertido en un sueño cruel, pero en un bello sueño antiguo, el sueño del caballero negro que aparece cuando nadie se lo espera, unas veces para imponer un castigo y otras para otorgar la libertad. A fin de cuentas, fue precisamente Jristos el Negro el que creó el sueño rojo de Minos, el incendio de Jristos el Negro y las palabras de Rebeca lo mantenían despierto.

    El mundo de Minos lo habían creado los adultos, pero sus sueños los habían creado los niños, unos niños que ahora estaban muertos. ¡Rebeca estaba muerta, su hermano Stelios estaba muerto, Yannis el Devoto estaba muerto! Habían muerto porque no dominaban el arte de la traición, no habían sido capaces de negar su complicidad con otros, estaban muertos porque no habían conseguido encontrar la mezcla justa de indiferencia y miedo que se exigía para sobrevivir. La solidaridad que los adultos se mostraban entre sí presuponía que los niños se traicionaran unos a otros, pero no todos dominaban ese arte.

    El destino de Grecia era un destino arbitrario. A veces había que ser partícipe, a veces había que ser indiferente, otras veces había que ser hipócrita y siempre había que ser capaz de agacharse para no romperse en pedazos.

    En las canciones hablaban de hombres orgullosos que se asemejaban a cipreses, pero muy pocos hombres recordaban ya a los cipreses. La mayoría parecían arbustos encogidos bajo el azote del viento.

    Los orgullosos estaban o bien muertos o bien acorralados en los montes de Grammos y Vitsi, traicionados por muchos de sus líderes, traicionados por sus aliados, perseguidos por el ejército real griego, que, con la ayuda de las armas americanas y de los soldados de la marina, se había ido haciendo más poderoso cada día.

    Corría el verano de 1949, en agosto. La guerra civil, que había empezado en 1946, tocaba a su fin. Los partisanos habían perdido, el sueño de una Grecia libre y socialista había quedado enterrado. Los últimos orgullosos resistían en la cima del Grammos y del Vitsi a la espera del ataque, el ataque definitivo sobre el que

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