Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Para Nunca Olvidar: La Promesa del Amor
Para Nunca Olvidar: La Promesa del Amor
Para Nunca Olvidar: La Promesa del Amor
Libro electrónico458 páginas5 horas

Para Nunca Olvidar: La Promesa del Amor

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

★★ Ganador del BookFest y de los International Book Awards en la categoría de ficción histórica e inspiradora. ★★


En Para nunca olvidar, sumérgete en la apasionante vida de Bertelina, una mujer forjada en las llamas de la adversidad, la injusticia social y la lucha personal. Desde el momento en que su

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 oct 2024
ISBN9798330490189
Para Nunca Olvidar: La Promesa del Amor
Autor

Carlos Alvarado

El Dr. Alvarado es un médico jubilado que vive en Florida. Para Nunca Olvidar (Never To Forget traducido al español) es su tercera novela; sus obras anteriores, Tujunga y Cry Watercolors, se han disfrutado por muchos lectores. En sus libros, las emociones de sus personajes están profundamente influenciadas por las intensas experiencias ganadas en la sala de emergencias. Además, los escenarios vibrantes de sus historias reflejan sus fascinantes viajes por el mundo. Dr. Alvarado no solo narra historias, sino que transporta a los lectores a través de paisajes y sentimientos que resuenan con la humanidad.

Relacionado con Para Nunca Olvidar

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Para Nunca Olvidar

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Para Nunca Olvidar - Carlos Alvarado

    Primera parte

    Capítulo 1

    La Machita

    —Solo quería saludarte y ver si podía hacer algo para entretenerte... Me han dicho que, últimamente, has estado triste. —La respuesta no distrajo a la anciana, que siguió con la mirada fija en el espejo de la puerta.

    —No sé quién te lo ha dicho, pero estoy aburrida de esperar a que llegue mi familia.

    —Entonces llego en buen momento. —La silla chirrió sobre el suelo de madera cuando la acercó a los pies de la cama. Los movimientos de la chica se reflejaron en el espejo que colgaba de la puerta del armario.

    —¿Qué llevas ahí? —preguntó la anciana, refiriéndose a la caja de cartón que vio que la muchacha se colocaba en el regazo.

    —Me gusta tomar notas sobre la gente interesante a la que voy conociendo —contestó esta.

    —Pero si eres muy joven... no puedes tener más de trece años.

    —Bueno... quizá no trece —rio la chica—. Pero eso es lo de menos: no significa que no sepa escuchar.

    —No se me ocurre nada interesante que contarte sobre mí... pero me encantaría escuchar alguna de las historias que has ido recogiendo —dijo la anciana, y se giró sobre un costado para verse mejor en el espejo—. Pareces un ángel, vestida de blanco... y qué lindos rizos dorados. Tu madre debe estar muy orgullosa de tener una hija tan guapa.

    —¿Mi... mi m-madre? —tartamudeó la muchacha, en tono de pregunta, e hizo una pausa antes de añadir—: No es fácil de complacer... pero sí que me anima a que lea mis historias a todo el que quiera escucharlas.

    —Bueno, machita, a mí me gustan las historias apasionadas, pero mi telenovela favorita no empieza hasta mucho más tarde. —La anciana enderezó la cabeza sobre la almohada y pareció dispuesta a escuchar.

    La machita escudriñó la habitación y se centró en la mesita de noche.

    —¿Cómo ves las novelas...? ¿O las cuentan por la radio?

    —¡Ay, muchachita, por esa radio solo ponen música de iglesia!

    La muchachita rebuscó en su caja y sacó una pila de papeles - blancos. Echó un vistazo a las páginas, como para asegurarse de que había escogido las correctas.

    —Estoy segura de que encontrarás pasión de sobra en esta historia. —dijo, sacudiendo el fajo de papeles para atraer la atención de la anciana y conseguir que dejara de mirarse en el espejo—. Pero no tiene dibujos... ¿te importa que te la lea?

    —Estaría bien —respondió la anciana, y miró hacia la puerta, como si esperara que llegase alguien más—. No tengo mucho más que hacer. —Observó los papeles que hojeaba la muchachita—. Parece una historia larga de contar... prométeme que pararás cuando llegue mi familia.

    —Estoy segura de que te gustará, pero pararé en cuanto te canses.

    —Por cierto, ¿los que te mandaron aquí te dijeron mi nombre? —preguntó la anciana.

    —Por supuesto —contestó con firmeza la muchacha, aunque enseguida suavizó el tono para continuar—: Sé cómo te llamas... Bertha.

    —Supongo que yo también debería recordar el tuyo. —Bertha vaciló y apartó la mirada del espejo para dirigirla hacia pasillo, más allá de la puerta abierta del dormitorio. Después, continuó en voz más baja—: Me viene a la mente Ceci... Me cuesta recordarlo todo, sobre todo porque ya no viene mucha gente a visitarme... A veces confundo unas cosas con otras.

    —Sí, es fácil confundirse cuando uno no se encuentra bien. Por eso estoy aquí.

    Bertha se estiró como para mirar de nuevo al pasillo y, al ver que nadie se acercaba, se recostó en la mullida almohada. Mirando al espejo, dijo:

    —Supongo que no me queda más remedio que escuchar tu historia.

    Las líneas enemigas

    (AGOSTO DE 1933)

    Al pasar corriendo junto a la puerta abierta, distinguió una luz que parpadeaba en el interior de la sala de estar en penumbra. Sabía que solo debía entrar si iba acompañada de un adulto, pero, fascinada por el baile de la luz, se detuvo en el umbral y contempló la posibilidad de entrar, atraída por una invitación imaginaria.

    No había nadie en el pasillo y acababa de dejar a su madre colgando la ropa en el tendedero del patio. Dio un paso adelante por el suelo de madera del salón y caminó con cautela hacia donde la vela brillaba con luz trémula.

    Sobre un aparador de madera, vio una caja de música. Sabía que, al girar la llave que sobresalía del cuerpo de la cajita, una melodía despertaría a la oculta bailarina para que hiciese caprichosas piruetas al ritmo de la música. Pero la luz vacilante de la vela la hizo desviar los ojos de la caja y dirigirlos hacia dos grandes retratos que colgaban de la pared, muy por encima de su cabeza.

    El primero tenía un marco de madera repujada pintado en oro con un elaborado diseño de hojas. Era de un hombre vestido de uniforme militar, con la mirada puesta en un punto más allá de su hombro izquierdo. La niña se giró de inmediato, curiosa por saber en qué se fijaban sus ojos. Pero a sus espaldas, solo había una cortina que su madre solo abría en ocasiones especiales. Volvió la vista hacia el retrato y, al observar la sonrisa socarrona del hombre, oculta bajo la sombra de su poblado bigote, pensó que debía estar conteniendo la risa por haber conseguido que se girase.

    —Ay, señor —dijo, pasándose el dedo por el labio y sintiendo solo su piel suave—. Qué necio. —Dijo, repitiendo la expresión que usaba su madre para regañarla por su mal comportamiento.

    El segundo cuadro era de una mujer, cuya sonrisa tierna y mirada directa calmaron a la niña tras la agitación que le había provocado la burla del hombre. Lanzó otra mirada rápida hacia atrás por encima del hombro, como para asegurarse de que no había pasado por alto aquello que tanto parecía interesar al caballero.

    Al examinar a la mujer del cuadro, la niña se fijó en que llevaba una capa cerrada en la parte delantera para ocultar los botones y un gran medallón que unía los cuellos altos en el centro. Su cabello, separado por una raya en medio, parecía oscuro, y lo llevaba recogido en un moño.

    La niña se pasó los dedos por el pelo y notó cómo los mechones formaban rizos sueltos. Colocándose un mechón ondulado a la altura de los ojos, observó que era de un tono más claro que el de la mujer del retrato.

    Siguió estudiando el cuadro y reconoció unos rasgos faciales que hacían que la mujer le resultase familiar. Animada por este aparente vínculo, la niña volvió a mirar por encima del hombro, pero nada había cambiado. Se fijó de nuevo en la sonrisa del hombre, que no había cambiado en absoluto.

    Como en busca de pistas, volvió a escudriñar el retrato del hombre, y esta vez se fijó en las charreteras bordadas que llevaba en los hombros de la guerrera. A diferencia del reconfortante medallón de la mujer, los galones labrados del hombre parecían exigirle que le prestase atención. En ese momento, como si alguien se lo ordenara con urgencia, se volvió para mirar de nuevo por encima del hombro.

    De pronto, unos pasos se acercaron por el suelo de baldosas del pasillo. Rápidamente, la niña trató de esconderse tras el aparador, con la esperanza de quedar fuera del campo de visión del visitante, y esperó a que quienquiera que fuese pasase de largo.

    Su madre entró en la habitación y se dirigió al ventanal delantero. Al descorrer las pesadas cortinas, el sol de la tarde iluminó el lugar donde la niña se agazapaba tras el aparador, sin haber conseguido confundirse con los muebles.

    —Aquí te encuentro —dijo la madre en tono irritado—. Te he llamado veinte veces... pero como siempre, has encontrado la manera de librarte de tus tareas.

    —No, mami —levantándose, la niña trató de alisarse una arruga en el vestido de domingo que su madre le había dicho que se pusiera—. Solo entré para ver por qué estaba encendida la vela.

    —¡Mira cómo te has arrugado el vestido, y pronto llegarán tus tías para rezar el rosario! ¿Dónde están tus hermanas? Les dije que te cuidaran.

    —Solo estaba mirando los cuadros.

    Su madre se acercó y, con gesto solemne, movió la vela para que iluminara la imagen del hombre. Alzando la mirada hacia el retrato, se santiguó y dijo:

    —Hoy es el sexto aniversario de su muerte, un año antes de que tú nacieras... Fue un gran hombre. Desde entonces, no ha habido nadie como él en nuestra familia.

    La niña, imitando el movimiento de la mano de su madre, hizo la señal de la cruz.

    —¿Quién era? —preguntó, y sintió cómo la mirada del hombre le ordenaba que apartase la vista. Incluso ahora que el sol de la tarde iluminaba la habitación, no podía imaginar nada que mereciese su implacable vigilancia.

    —Es tu abuelo —dijo la madre, mientras se giraba para organizar la habitación—. Mi papá.

    —¿Por qué lleva esas cosas en los hombros?

    —Ay, muchacha. Qué necia. —La madre se sentó en el sofá, frente al aparador de madera—. Ven aquí.

    Cuando la niña se acercó al sofá, la madre alargó los brazos hacia ella y la giró para que mirara los retratos colgados de la pared. Mientras le pasaba los dedos por el pelo, explicó:

    —Era un orgulloso y valiente coronel del ejército costarricense... Lo habrías amado.

    La chica observó la sonrisa socarrona del hombre y volvió a sentir la burla.

    —Creo que no le caigo bien —dijo, mientras su madre le recogía los rizos rubios con un pasador.

    —¿Por qué lo dices? —preguntó la madre—. Creo que habrías sido su favorita... eres tan testaruda como él.

    —No soy testaruda —objetó la niña, sin entender qué significaba la afirmación de su madre.

    —Pero creo que eso era lo que le daba el coraje... Tu abuelo fue un héroe del golpe de Estado de 1870... que resultó ser tan importante para la historia de Costa Rica. —La madre hizo una pausa mientras le acariciaba el pelo a la niña y a continuación, añadió—: En 1871, los vencedores de aquella rebelión redactaron una constitución que garantizaba la justicia para todos los costarricenses, no solo para los terratenientes cafeteros.

    —Pero mamá, ¿no somos los dueños de los cafetales a los que me mandas a recoger los granos?

    —Claro que sí, y también de las tierras donde cultivamos todo lo que vendemos en la tienda.

    —Lo que más me gustan son los cacahuetes recién tostados. Me encanta comerlos mientras espero a los clientes. —La niña se apartó de su madre cuando esta terminó de peinarla.

    —Pues debes darle las gracias a tu abuelo por todo eso. Consiguió para nuestra familia casi todo lo que tenemos... al menos, si logramos evitar que tu padre lo pierda todo.

    La niña volvió al aparador de madera y contempló el cuadro de su abuelo mientras la madre volvía a preparar el salón.

    —Mucho me temo que, con lo que bebe, tu padre podría acabar regalando todo lo que tenemos —dijo.

    —Mami... te pareces a esa señora.

    —Esa es tu abuela... Ojalá fuera tan fuerte como ella... entonces tal vez pudiese proteger a esta familia de la mala cabeza de tu padre.

    La niña miró de un lado a otro, examinando los dos cuadros, y preguntó:

    —¿Los héroes tienen que llevar esas cintas en los hombros?

    —Más o menos —contestó la madre—. Sin duda, papá fue un héroe cuando, junto con algunos de sus amigos, consiguió esconderse bajo una paca de paja que iban a entregar en carreta en el fuerte central de San José. En aquellos tiempos, el fuerte estaba bajo el control de los soldados enemigos y, una vez dentro, sorprendieron al enemigo y los obligaron a rendirse. Entonces, Tomás Guardia ganó la batalla y más tarde, llegó a ser presidente. A tu abuelo lo nombraron oficial para recompensarlo por su heroísmo. Años más tarde, le concedieron el grado de coronel. Por eso lleva esas cintas en los hombros.

    —Mamá, ¿me parezco a él?

    —Ay, qué muchacha más necia... Te pareces más a tu abuela... pero desde luego, tienes el carácter de tu abuelo.

    La niña salió corriendo contenta de la habitación, gritando:

    —¡Yo voy a ser soldado!

    La madre corrió hacia la puerta y gritó tras su hija:

    —¡Bertelina, las niñas no pueden ser soldado!

    Capítulo 2

    Una caída

    —Buenos días —dijo la machita al entrar en el dormitorio—. Vine antes, pero estabas dormida.

    —No tengo mucho más que hacer, aparte de esperar a que alguien decida venir a verme —dijo Bertha y señaló la mesita de noche—. ¿Puedes pasarme el rosario?

    —¿Qué te parece que hoy, te sentemos en el jardín? —el reflejo de Ceci pasó fugazmente frente al espejo, se acercó a la mesita de noche y le entregó el rosario—. Aquí tienes.

    —Hueles muy bien, como un ramo de rosas frescas de mi jardín... Tengo que cortar algunas para llevarlas a la iglesia y ofrecérselas a la Santa Madre.

    —¿Quieres rezar el rosario antes de salir?

    —A decir verdad, me apetece más dejarlo para otro día.

    Ceci la ayudó a incorporarse en la cama.

    —¿Y eso por qué?

    —Lo rezo todos los días, y creo que hace que me duelan los dedos... me parece que, de tanto mover las cuentas, me está entrando artritis. Ah, pero eres demasiado joven para saber lo dolorosa que puede ser la artritis. —Bertha, sentada a un lado de la cama, movió los dedos para indicar dónde le dolía—. Pero seguro que el calor del sol de fuera me alivia algo el dolor... Me gustaría salir al jardín.

    —Te vendrá bien. —Ceci colocó la andadera delante de Bertha, que seguía agitando los dedos—. Agárrate al andador cuando estés lista.

    Apoyándose en la andadera, Bertha volvió la vista hacia la cama.

    —¿Crees que debería hacer la cama antes de irnos, por si viene alguien a visitarme? Me moriría de vergüenza de que vean que la dejé toda sucia.

    —No te preocupes... espera junto a la puerta mientras yo cambio las sábanas.

    Tras poner en orden el dormitorio, Ceci ayudó a Bertha a caminar a paso lento hasta el patio delantero.

    —El sol brilla más fuerte y da más calor aquí afuera —dijo, avanzando al paso de Bertha.

    Bertha vaciló al pisar el césped.

    —Tengo miedo.

    —Lo estás haciendo muy bien —contestó Ceci, guiándola hacia una amplia silla de jardín que quedaba justo al borde de la sombra de un árbol.

    Bertha se detuvo en seco y fulminó con la mirada un aspersor alto que había junto a la casa.

    —¡Ay, no…! Me tropecé con ese chunche —señaló el aspersor— y me caí entre las espinas de aquel rosal... Cuando mi cara ensangrentada chocó contra el suelo de piedra, creí que me moría... No podía moverme. —Sacudió la cabeza en un intento de intentar olvidar el doloroso recuerdo—. Pedí socorro a gritos; pero pasaron muchas horas hasta que el chico de los vecinos oyó mis quejas y llamó a una ambulancia.

    —Eso fue hace unos meses. —Ceci tiró suavemente de ella en dirección a la silla. No dejaré que vuelva a ocurrir.

    —Ay, Virgencita... ¡fue algo horrible!

    —Fue un terrible accidente —le aseguró Ceci mientras la guiaba a paso lento para que se sentara en la silla. Con los ojos cerrados, Bertha volvió la cara hacia el sol y sonrió al notar el calor.

    —He traído la historia que te he estado leyendo —dijo Ceci, colocando una silla junto a Bertha—. ¿Quieres que continúe?

    —Sí, por favor. Mis novelas no empiezan hasta mucho más tarde.

    Con el café como combustible

    (FEBRERO DE 1938)

    Un fuerte bocinazo hizo vibrar la casa. El café estuvo a punto de derramarse de las tazas en sus manos temblorosas y la natilla que había en el centro de la mesa se agitó al tocarla la cuchara. Todos se volvieron hacia el estruendo que anunciaba el carro nuevo de su padre, estacionado afuera, en el camino de tierra.

    —No le hagas caso —dijo la madre de Bertelina mientras se enjuagaba las manos en el fregadero—. Si ni siquiera sabe conducir ese chunche... Termina el desayuno.

    Rita, la hermana mayor, llevó a la mesa un puñado de tortillas que acababa de tostar en la cocina de leña. Bertelina agarró la primera de debajo del envoltorio de tela y la cortó en trozos más manejables. Después, mojando cada pedazo en la natilla, se fue comiendo la tortilla con café.

    Los hermanos mayores, Uriel y Baudilio, tomaban el café con prisas y a tragos, como compitiendo por ser los primeros en terminar. Cuando acabaron empatados, salieron corriendo hacia el carro.

    —¡Papá! —gritaron mientras competían por entrar por la puerta del copiloto.

    —¿Dónde están sus hermanas? —Bienvenido estaba de pie, mirando pensativo el guardabarros delantero.

    —Papá, ¿puedo conducir yo? —preguntaron los hermanos al unísono mientras reñían por sentarse al volante.

    —Seguramente, cualquiera de los dos sabrían hacerlo mejor que yo —contestó el padre, sin dejar de mirar el guardabarros—. Qué salado... Fue una estupidez por mi parte aprender a conducir en aquel camino en plena selva. ¿Cómo iba a imaginarme que aquellas vacas iban a separarse para dejarnos pasar? Y darnos de bruces con el toro que esperaba detrás... —Tocó el guardabarros como para medir la abolladura de la pintura azul—. Debí haber pedido que transportaran este chunche en tren desde el puerto. De ese modo, no me habría metido en una corrida de toros.

    —Pero papá —dijo Uriel, que había conseguido colocarse al volante—, ¡el viaje fue tuanis…! Además, conduje yo casi todo el tiempo.

    Desde la puerta del conductor, Bienvenido replicó:

    —La pasamos bien parando en todas las cantinas desde el puerto de Limón hasta Guadalupe... No solo aprendiste a conducir, sino que te enseñé a tomar como un hombre. —Y, apartando a Uriel del asiento de un empujón, añadió—: Ahora le toca aprender a tu hermano menor.

    En respuesta, Baudilio corrió entusiasmado hasta el otro lado del carro y se dejó caer en el asiento del conductor.

    —¡Vamos! —ordenó y agarró el volante, simulando dar un volantazo ante los toros que se les acercaban en sentido contrario.

    Desde el lado del copiloto, Bienvenido agarró la palanca de cambios y le explicó el principio de «embragar y meter la marcha». Las tres hermanas se acomodaron en el asiento trasero y se apretaron contra Uriel, que miraba cabizbajo por una de las ventanillas. Antes de que todos pudieran instalarse en el asiento, se oyó un fuerte chirrido y el carro dio una sacudida hacia delante. Intentando hacerse oír por encima de los chillidos de las muchachas, Bienvenido fue dando instrucciones a Baudilio para que hiciese un cambio de marcha coordinado. Poco a poco, el carro empezó a avanzar con suavidad y las hermanas se recostaron cómodamente para mirar por la ventanilla.

    — ¡Cuidado! —gritó Bertelina, incorporándose para asomar la cabeza por la ventanilla. Delante del carro, había una carreta de bueyes que transportaba un grupo de muchachos, a la que rápidamente iban ganando terreno. Como ellos, todos los colegiales costarricenses estaban de vacaciones de verano, y a la mayoría se les había asignado un cafetal al que tendrían que desplazarse a diario para trabajar en la cosecha del café.

    —¿Ese es Efrén? —murmuró Bertelina, examinando la carreta de bueyes mientras la adelantaban. Y acto seguido, haciéndose un hueco entre Rita y la ventanilla, se apartó el pelo de la cara y murmuró:

    —¡Espero que le haya tocado el cafetal de papá!

    Ahora, con el pelo recogido, Bertelina siguió lanzando alguna que otra ojeada a los chicos de la carreta mientras esta iba quedándose atrás. Sabía que no había otros compañeros de cuarto grado cuyos padres tuvieran carro y esperaba que Efrén la hubiera reconocido dentro del auto.

    Los surcos trazados por las carretas de bueyes que circulaban por el camino embarrado hacían que el corto trayecto cuesta arriba hasta el beneficio fuese lento, incluso para un conductor experimentado. Al llegar al cobertizo de administración, Bienvenido pidió a los muchachos que bajaran del carro y siguieran subiendo la ladera a caballo.

    —Buenas, Guillermo —Bienvenido saludó en voz alta al hombre que entraba en el cobertizo—. Por cómo vas vestido, ¡parece que has venido a mirar cómo trabajamos los demás!

    —Cabrón —respondió Guillermo, que llevaba unos pantalones caquis plisados y una camisa blanca de manga corta. Las punteras de sus botas de cuero estaban manchadas de barro—. Si hubieras hecho tu trabajo, esta cooperativa no estaría metida en el apuro en el que estamos.

    —¿De qué estás hablando…? ¡Si evité que se la quedaran esos comunistas!

    Bertelina esperó a que Guillermo cerrara la puerta tras de sí.

    —Papá, ¿qué es un comunista? —preguntó, tres pasos por detrás de su padre, mientras este sorteaba con cuidado los charcos en dirección a los establos.

    —¡Son víboras…! Criminales y ladrones internacionales que quieren apoderarse de nuestras tierras controlando al gobierno.

    Guillermo asomó la cabeza por la puerta y, casi a coro con la valoración de Bienvenido, gritó:

    —¿Te has enterado? Parece que la United Fruit está cediendo a las exigencias laborales de los bananeros y podría firmar un acuerdo con los huelguistas a finales de este año.

    —Justo lo que necesitábamos, otra jodida —contestó Bienvenido.

    —Papi... solo faltan dos días para el Miércoles de Ceniza. No andes maldiciendo así.

    —No hay problema: siempre puedo pedir perdón cuando me confiese —le contestó y, dirigiéndose a Guillermo, añadió—: Por lo menos, tenemos a León Cortés de presidente. No dejará que esos animales nos intimiden.

    En el corral, Uriel y Baudilio sujetaban las riendas de los caballos ensillados para que Rita y Auxilio los montaran a la amazona. Con las enaguas a media pantorrilla bien sujetas bajo los muslos, las muchachas agarraron las riendas y espolearon a sus monturas hacia el sendero que ascendía por la ladera. Sus hermanos las siguieron a caballo.

    Bienvenido condujo el caballo de Bertelina hasta el comienzo del sendero y la subió a la silla. Desde que, hacía poco, se había resbalado de la silla y caído en un charco, solo montaba a horcajadas.

    —¿Por qué tengo que llevar esta enagua? —preguntó.

    —Tu madre dice que es lo que llevan las señoritas —contestó.

    Incómoda, Bertelina agitó la pelvis sobre la silla hasta que la enagua, liberada de su peso, dejó al descubierto los arrugados vaqueros que llevaba ocultos bajo el vestido. Tirándose del borde de las perneras de los vaqueros, se los bajó hasta los tobillos.

    —¡Bertelina! —gritó Auxilio desde una curva del sendero—. Mamá se enfadaría si viera que llevas pantalones.

    —Solo si alguien se lo cuenta —respondió su padre y, dando una suave palmada en la grupa del caballo, puso al animal a andar por el sendero.

    —¿De dónde los has sacado? —preguntó Rita.

    —De Arturo —contestó Bertelina—. No creo que un monaguillo necesite unos vaqueros.

    En la explanada de grava que había al final del sendero, había una fila de carretas de bueyes pintadas de colores y un grupo de jornaleros esperaban al principio de la cola. Cada campesino llevaba una canasta tejida atada a la cintura.

    Tras sujetar los caballos a un poste cercano, Bertelina fue la única que se acercó donde estaban apiladas las canastas. Rita y Auxilio siguieron avanzando hacia distintos lugares, donde, haciendo valer su papel de directoras, se dedicaron a evaluar a cada campesino que pasaba por delante de ellas a la entrada del cafetal.

    Bertelina se había dejado caer la enagua sobre las piernas y solo se apreciaba un ribete de tela vaquera sobre el tobillo. Así se protegería mejor de los bichos con los que solía toparse al recolectar entre los cafetos.

    Mientras se tapaba el cabello con un pañuelo, echó una mirada furtiva a los campesinos.

    —Seguramente, a Efrén le habrá tocado otro cafetal —murmuró decepcionada mientras se ceñía la cesta a la cintura.

    Ajustándose el pañuelo para que le protegiera la nuca del sol de montaña, subió a trompicones por el sendero pedregoso, hasta que, fascinada por el revoloteo de una mariposa azul, decidió seguirla hasta una hilera de cafetos tan altos como ella con el brazo extendido. Solo se paró al encontrarse entre aquellas ramas profusamente adornadas con racimos de rojas cerezas de café.

    Ahorrándose el tedioso trabajo de sortear las cerezas verdes sin madurar, barrió indiscriminadamente los racimos maduros y dejó caer las cerezas en la canasta. Bertelina contaba con cumplir con su cuota de cestas llenas antes de lo esperado.

    —¡Hola, Bertelina! —la saludaban al pasar las campesinas descalzas que se dirigían a las hileras desatendidas de cafetos. Aunque las muchachas tenían una edad y estatura similares, cuando se estiraban para recoger el café, mostraban la piel desprotegida por debajo de sus enaguas a media pantorrilla. Bertelina solo las conocía de algún que otro breve encuentro en la iglesia.

    —¡Culebra! —un grito sonoro, pero tembloroso, hizo que los recolectores se detuvieran y miraran con atención hacia su supuesto origen.

    Envalentonada por llevar botas y vaqueros, Bertelina agarró el machete desatendido del encargado y corrió hacia el extremo más alejado de la hilera de plantas. Reconoció al chico que gritaba: era el que prefería las muñecas a jugar al fútbol.

    —¿Qué pasa? —preguntó, levantando el machete.

    —¡Ahí… ahí! —el muchacho señaló un matorral cercano y, como si lo hubiesen relevado de su trabajo, dejó caer la canasta y salió corriendo.

    Enroscada en el tronco, Bertelina vio una cuerda con anillos rojos intercalados con otros negros más pequeños, que reconoció inmediatamente como la dócil culebra de cafetal de espalda roja, no la venenosa serpiente coral, tan temida por los recolectores de café.

    Dejando intacta a la culebra, se sujetó el machete a la faja. El muchacho seguía alejado de los matorrales cuando se le acercó.

    —No te preocupes —le dijo, guiándolo hasta un árbol cercano—. A todos nos cuesta distinguir entre el bien y el mal.

    Tras regresar a su zona para completar su cuota, Bertelina recordó la advertencia de su padre sobre las víboras comunistas. Apretando con fuerza el mango del machete, se hizo una promesa: «lucharé para que los comunistas jamás se hagan con nuestras tierras».

    sss

    A primera hora de la tarde, las canastas rebosantes de granos de café se apilaban en la explanada de grava al pie de la ladera. Bertelina esperaba de pie junto a las cestas que había llenado.

    —Uriel —gritó—. ¡Ya he terminado!

    —Deja las canastas ahí —ordenó Uriel, y siguió vaciando otros cestos en una cajuela cargada sobre el lecho de una carreta de bueyes—. Baudilio las revisará cuando vuelva... Vayan bajando hasta donde está papá, pero no dejes que se vaya sin nosotros.

    —Muchacho —llamó Bertelina al campesino que cuidaba de los caballos, que estaban pastando—, ¿puedes subirme a la silla?

    Prefiriendo tomar una ruta distinta del accidentado camino de bueyes hasta el beneficio (donde se molería la cosecha), Bertelina guio al caballo a lo largo del cauce del río Purral. Como tenía tiempo de sobra para completar el viaje, aminoró el paso del animal.

    Entre la variedad de plantas que daban sombra al río estaban sus favoritas, las orquídeas moradas que colgaban de las ramas de los banianos. Estirándose sobre la silla, Bertelina consiguió alcanzar un esqueje que se propuso cultivar en la parte trasera de la letrina, donde la sombra y la humedad ofrecían las mejores condiciones para las orquídeas.

    Al llegar al beneficio de café, el carro seguía donde lo había estacionado su padre, pero en el resto de la hacienda, solo encontró a trabajadores ocupados con sus tareas. Bienvenido no estaba en el establo, ni en el beneficio de café, y solo los campesinos rastrillaban un montón de granos de café, formando hileras para que se secasen al sol en el patio.

    —Señor —llamó Bertelina a Guillermo, que salía de la oficina—. ¿Sabe dónde está mi padre?

    —Seguramente, en alguna cantina —contestó y se quedó esperando, como dispuesto a proporcionar más ayuda a la muchacha.

    —Pero el carro sigue aquí —dijo ella, volviendo la vista hacia el auto.

    Frotando la puntera de su bota embarrada contra el peldaño de una escalera, Guillermo respondió:

    —Me dijo que prefería ir a caballo porque sabe llevarlo a casa después de tomar... mientras que el carro lo deja tirado allá donde se cae redondo y cuando despierta, tiene que regresar caminando.

    Bertelina se bajó de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1
    pFad - Phonifier reborn

    Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

    Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


    Alternative Proxies:

    Alternative Proxy

    pFad Proxy

    pFad v3 Proxy

    pFad v4 Proxy