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Héroes preteridos
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Libro electrónico835 páginas12 horas

Héroes preteridos

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Aquellos que lucharon por la gloria de España.
En el albor del siglo XVIII, una transición crucial se cierne sobre la monarquía española: los Habsburgo ceden el paso a la flamante Casa Borbón. Este cisma enciende las pasiones en los reinos europeos, desatando una guerra que transformaría la cristiandad. En este lienzo de intrigas y batallas, emerge Sebastián de Deba y Miranda, Bastian para los suyos, un hombre de origen misterioso que combatió bajo las órdenes del legendario almirante Blas de Lezo. Tutelado desde la distancia por un indescifrable y enigmático caballero, don Julián, Bastian lleva una vida pletórica de experiencias que ha plasmado en innumerables documentos, no todos fruto de su propio puño. Los atesora en un viejo baúl; estos narran aventuras enmarcadas en la titánica lucha que enfrentó a la Gran Bretaña contra una España valiente. Confinados y entrelazados en estos diarios de vida se descubren asesinatos, duelos, intrigas internacionales, espionaje, el combate del corso y la guerra total, acompañados por las venturas y desventuras del amor.

Andrés, el vástago de un hombre de confianza de Bastian, es el guardián de este precioso testamento y se obliga a desentrañar cuánto de aquel legado es historia y cuánto es invención. Su propósito es rescatar, como lo intentara Bastian, a aquellos hijos de España cuya entrega heroica ha sido consumida por el implacable olvido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 nov 2024
ISBN9788410277236
Héroes preteridos
Autor

Juan José García Mendoza

Juan José García Mendoza, de nacionalidad venezolana e italiana, nació el 24 de junio de 1960 en Caracas. Obtuvo su título en Administración de Empresas en Saint Michael"s College (1981), en Vermont, Estados Unidos. Posteriormente, completó diversos cursos de posgrado en el IMD de Suiza y en el Saint Catherine"s College de Oxford, Reino Unido. Durante su carrera en Petróleos de Venezuela, S.A., la mayor corporación de América Latina en su tiempo, llegó a ocupar el cargo de Gerente de Finanzas Corporativas y Tesorero hasta 1998. A partir de ese año y hasta 2017, se desempeñó como Asesor Financiero Principal del CEO de Chevron Corporation para Latinoamérica. Desde 2017, reside en Madrid, ciudad en la que ha encontrado el cálido abrigo de "gente generosa y hermosa". Esta novela es su “humilde” tributo a España, inspirada y, en la medida de sus posibilidades, emulando el profundo agradecimiento que su compatriota Andrés Eloy Blanco expresó hacia la Madre Patria en su Canto a España, presentado en los Juegos Florales de Santander en 1923.

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    Héroes preteridos - Juan José García Mendoza

    Héroes preteridos

    Juan José García Mendoza

    Héroes preteridos

    Juan José García Mendoza

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Juan José García Mendoza, 2024

    Diseño de la cubierta: Tania Izquierdo

    Imagen de cubierta: Tania Izquierdo (taniaizquierdo.com)

    Ilustraciones interior: María Leal

    Créditos adicionales: Filóloga Emma Fernández (ecorrectores.com)

    Obra publicada por el sello Universo de Letras

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2024

    ISBN: 9788410276109

    ISBN eBook: 9788410277236

    A los bravos anónimos que se marcharon antes. Con su sacrificio briscaron este glorioso entramado histórico, que vive solo en el recuerdo de un puñado de sus incontables deudores.

    Esta historia pudo tomar múltiples caminos, pero optó por este, el auténtico. A quien abrigue duda, le recuerdo la ilusión de creer que siempre disponemos de numerosas opciones, cuando, en realidad, siempre hay solo una.

    Prólogo: don Julián

    Críos, arrapiezos desastrados, y muy tremendos, aun vistos desde acá, atentos lo escuchábamos, con absorta disposición, dirigirse a los presentes. Lo recuerdo como si fuese ayer: esa helada noche nos acurrucábamos, cual llovidos, en un rincón de la vieja y fétida mancebía, esa que con su monopólica oferta se había apoderado del negocio y cobijo de todos los héroes y delincuentes que visitaban el puerto. Su familiar voz, limpia como el clarín, colmaba el atabacado ambiente de un misterio aún mayor cuando pausaba, concediendo a ese fatídico instante de silencio la virtud de acentuar el tono de suspenso, de fortitud dramática, con el que se conducen aquellos al filo de revelar un enigma sufrido, incrustado en carnes propias, arrastrado a flor de piel por convicción racional, no por sentimientos. Hasta los hedores a putas y licor acre se disipaban al conocerse el porvenir de su palabra. Yo, ocultando el orgullo de sentirlo más propio que la enranciada multitud, me preparaba, agazapado, para recibir otra lección sobre asuntos de los hombres.

    Las mozuelas, como las llamaban allí, no lo eran tanto, no para mí; parecían coetáneas, si no mayores aún que doña Paula. Se desplazaban frenéticas surtiendo las populosas mesas con unos cántaros desde donde brotaba raudo y pletórico ese extracto expulsor de espejismos que han de llamar vino. Mientras tanto, casi todos a su manera vigilantes, con algo parecido al afán, aguantaban como podían la célebre intervención del imponente personaje. Estaba preparada la escena para la más espontánea y brevísima versión de una comedia de Calderón; solo la soportable por la heterogénea clientela de un solo sexo, antes de reclamar a viva voz, todos lo mismo: un par de templados muslos con algo de tetas donde olvidar el frío y espantar el abandono.

    Todas las noches transcurrían con el mismo guion de tres actos: primero discursos, luego riñas y sexo para finalizar, claro está. También era cierto que a los dos primeros capítulos se les permitía alternar turnos, incluso irrumpir en cualquier momento, sin frustrar nunca las expectativas de los conocedores del menú a tres platos de aquel improvisado teatrillo. Esa noche... Bueno, a decir verdad, nunca sería diferente.

    Era un varón de conducta vertical donde los hubiere, nunca tocaba los límites. Sin vacilar, sabía distinguir siempre con categórica claridad entre el bien y el mal; era de esos hombres que sienten los recuerdos. Sus innegociables principios y códigos se sostenían incólumes, como el ojo de un huracán, alrededor del cual, ingrávido, se podía respirar la arropante fragancia que usan los héroes. Dicen que era natural de Asturias, pero en eso no había consenso, pues los había quienes lo creían andaluz, otros lo hacían castellano y no faltaban quienes aseguraban que había sido parido en las mismísimas Indias. En cualquier caso, daba igual este detalle anecdótico: era español.

    Tenía, como era su costumbre, un porte de personalísima distinción. Su figura cortesana era digna de un generoso retrato palaciego. Llevaba la organizada cabellera colgada hasta los hombros, en el rostro que parecía gritar noble, acomodaba una barbilla clara y un bigote del mismo tenor, pero estas nunca escondían su hermosa sonrisa. Asía el precioso sombrero negro de anchas alas con la pluma encarnada, colgaba su herreruelo atezado como la piel de los indios, bastante largo, escondiendo, en parte, el fabuloso envaine de su legendaria schiavona plateada. El cinturón ancho para descanso de sus dos pistolas y trozos de su fina ropilla oscura con mangas le dotaban de aire de rancio señorío. Vestía el jubón bordado de hilo de seda negra, lo lucía atravesándolo con una preciosa banda carmesí, que tapaba algo su corta cuera semiabierta; más abajo, los calzones amplios recogidos a la rodilla; las medias, a diferencia del resto, brillaban de prístino blanco e iban rematadas por unos lustrosos zapatos de piel oscura, adornados con sendas hebillas de color brillante, ese que solo puede ostentar el acero toledano, todo a juego con la magnífica empuñadura de sus hierros. El conjunto de su plante, voz y finos modales rivalizaban en armónica pugna con el prestigio de hombre intrépido y gallardo, pero sobre todo, sembraban esa silueta de hombre elocuente, por la que era mejor conocido. En un suspiro, con el sombrero todavía prendido a su siniestra, lo retraté en mi memoria en el instante en el que las voces, ya desiertas de sobriedad y quebrantando el efímero silencio, le reclamaban reiniciar su exordio.

    —El vigor y la trascendencia de los imperios descansan en la nobleza y el carácter de su gente, cualidades que se forjan poniendo a prueba su resolución y demostrando la capacidad para enfrentar y superar los inconmensurables obstáculos con los que todo imperio deberá medirse antes de merecer, en plena justicia, la gloria y lugar que las civilizaciones posteriores le asignarán. Es evidente que la historia y la cultura colectiva representan la sucesión y registro de acontecimientos dignos de ser comentados; las crónicas de conquistas, los conflictos y avatares trascendentes construyen el alimento de ese cuerpo épico, la sangre de la memoria: el orgullo. Así, se ordena la unión social de los pueblos. Pero debo hacer un inciso aquí: tan necesario como es que un hecho sea verídico y anotado, y diría que aún mucho más valioso, resulta el saber narrarlo, asentarlo con propiedad. En la mayoría de los casos, en algún punto de los relatos, créanme ustedes, el cuento exacto y pormenorizado de los hechos, por muy artificioso y entretenido que sea, se torna insuficiente. Sí, su limitación es palpable, lo sabremos al distinguirlo y en ese caso no nos dejará huella alguna. Entendemos allí que hemos de echar mano de las leyendas, incluso de los mitos. Y se preguntarán ustedes: ¿qué son las leyendas y los mitos?, a lo que les responderé con simpleza: no son más que las mismas verdades explicadas de forma correcta. ¿O es que acaso alguien aquí alberga alguna duda de que la vida no es más que un ramillete de pequeños dramas, ilusiones y misterios con fragancias de novela, dentro del cual, la imaginación y la ficción, agotadas y sin remedio, existen solo condenadas a envidiarla?

    »¿Cómo creen ustedes que la humanidad se dio a sí misma un rey, que a la vez fue emperador y faraón del mundo?, ¿por el fortuito coito de dos nobles e ilustres olvidados en la antigua Macedonia?, ¿me permiten sugerirles que, además de buena cuna, Alejandro tuvo en Aristóteles a su verdadero creador? ¿No fue con aquel con el que aprendió a beber las aguas de la caudalosa cultura helena? Y miren cómo bebió de esos manantiales: lo hizo como ningún otro mortal antes que él.

    »Sin Homero no hay hegemonía helénica, y sin esta, no tendríamos el siguiente imperio. ¡Sí! Andando en el tiempo, ¿podríamos entender cómo se construyó la antigua Roma sin acceso a los Tito Livio, a los Tácito o al mismo César y sus Comentarios sobre la Guerra de las Galias? Nunca se coloca el segundo escalón primero, nunca se inicia la construcción de una nao por las velas, y a pesar de esta noción del más básico sentido común, truismo, o lo que hoy día les ha dado por llamar certezas de Pedro Grullo, «ese que a una mano cerrada llamaba puño». —Estallaron todos en risas, obligándolo a hacer una pausa, para luego continuar—. Les informo de que este principio rige igual a los asuntos personales, a los pueblos y a sus sociedades. Las naciones exigen historia; estas, a su vez, reclaman sucesos, los cuales no pueden existir sin héroes; estos, después de su andar desnudando y destruyendo naciones, arrinconados por la anarquía de su propio dédalo, están obligados a recrearlas —se contenía el insigne protagonista, mientras la audiencia profería gritos de ánimo y aprobación.

    »En la construcción del edificio de nuestro acervo histórico y ya diría yo, cultural, luce que desertaron los buenos cronistas en al menos alguna planta. Ese pequeño pero invalorable eslabón que sostiene la balanza del peso de un legado... ¿se nos ha negado?, ¿se nos ha roto? ¿o es que nunca estuvo allí? ¡Ah, pero no han de temer, mis amigos! Es lo primero, pues conozco de muchos maestros del castellano y les aseguro que nadie sabe dibujar y exprimir los sentimientos con la conmoción y vibrante prosa de los nuestros. Pero regresemos al eslabón, es allí mismo donde nos hemos vistos frustrados los que hablamos esta divina lengua española y, si me lo permiten, les demostraré por qué es así. —Pausaba mientras la intoxicada audiencia rogaba a gritos proseguir.

    »Nuestros cronistas arrastran una irreparable deuda: la estimo llevar un retraso de más de doscientos años para con el prestigio político y militar del Imperio Español, y solo Dios sabrá cuántos créditos más se sumen a esta brecha antes de que la misma comience a subsanarse. En todas partes insisten: «Todo tiempo pasado fue mejor», pero eso no es cierto en estos reinos, donde la nostalgia ha sido desterrada por ignota voluntad. Y yo les pregunto: ¿es que no campeó el Cid?, ¿nunca resistió don Pelayo?, ¿no son verídicas las hazañas del Gran Capitán?, ¿no se impusieron al turco el marqués de Santa Cruz y don Juan de Austria?, ¿o es que, como aquel otro don Juan, vivieron solo en los dramas de Molina? ¿Dónde está Urdaneta? ¿Dónde hemos enterrado a Elcano? Nunca hubo una ristra de victorias españolas, no ha habido periodos de extensa prosperidad. «Estamos en quiebra, lo hemos perdido todo» nos dicen siempre, sin antes aclararnos cómo fue que lo obtuvimos en primer lugar. Mis señores, no se nos ha dicho la verdad, no toda. Hemos sido un imperio desde hace más de dos siglos, el principal del mundo conocido, la primera potencia de alcance universal, hasta aquí no se llega por condena o con lisonja, tampoco por arte de la buena fortuna, ¡no!, ocurre que se nos ha contado solo la mitad de la historia... y hasta esa nos la han contado mal. Ojalá me equivoque y pronto surja, por obra de tanto insistir, alguna generación encendida y sabedora que se aboque a corregir todo esto, y ruego al Creador Nuestro Señor, suceda antes de que se nos agoten las historias.

    Sus palabras hoy, más de 80 años después, resonaban dentro de mí como las baterías de ese Santísima Trinidad, el escaparate de nuestro orgullo marítimo, ese Escorial de los mares que continúa cosechando prestigio en las aguas donde exhibe sus 140 motivos para inspirar deferencia. Yo, habiendo sido testigo, cuando no incluso el adolorido protagonista, de algunos episodios que estimo merecedores de ser conocidos —visto que no se han sabido expresar o porque arrastramos mezquindad memorial— continúo en la senda dibujada por aquel viejo mentor. Recuerdo su estribillo: «Una historia vale más creída que exacta». Así las cosas, para mí resulta difícil ignorar el clamor de don Julián aquel templado noviembre de 1723, por lo que he de aventurarme hoy, una vida después, a la difícil faena de reseñar algunos capítulos aislados de esta prolongada existencia. Trataré de demostrar que, contrario a toda creencia, es común que el andar de hombres ordinarios, sin proponérselo, se transforme en el más exquisito encaje del cual están bordados sucesos excepcionales. En España, como se esforzó don Julián en advertirlo, las historias nunca se contaron bien, no lo suficiente para nuestra alucinada memoria. Resulta paradójico que una tierra donde, como rico manantial brotan los valientes, sea a todas luces territorio donde al mismo tiempo, con dificultad, se halle un auténtico patriota.

    En descargo de los aludidos relatores ausentes se debe conceder, en primer lugar: ellos se enfrentaron no solo a la insigne mezquindad de propios, sino también a la codicia de aquellos que perfeccionaron la imprenta, pero no en el ingenio mecánico, no; fue más por su fábrica de la propaganda, ese diabólico culto a la elipsis, creadora de pantallas invisibles, impermeables a las ideas y opiniones alternativas y discrepantes del discurso oficial. Lo que es todavía peor: la adversaria más porfiada y contumaz de la verdad. «Es más fácil engañar a un tonto que convencerlo de que lo es», decía don Julián. Pero da igual, como al resto de nosotros, se les derramó el candor cuando quisieron hacerse civilizados. Cuando nuestra conducta leal y neutral se confundió con blandura, aquello, sin caber excepciones, fue explotado por nuestros seculares enemigos, quienes, movidos por la envidia y, por qué no admitirlo, también por el miedo, no perdían oportunidad para acercarnos la ruina. Este proceso, tan avanzado y en aparente estado irreversible, debe ser anotado con la debida fidelidad; nuestros hijos deben ser instruidos con justeza, tienen derecho a saber que fuimos más honrados y tan valientes como aquellos.

    Así que, sin demoras, nos ponemos a lo nuestro; para ello cuento con la invalorable ayuda de mis sacrificadas ayudantes: Pepa y su hermana Amalia, a quien decimos Mayita, pues pasadas mis nueve décadas, son ellas esclavas de mis achaques. Dirigen con inmerecida abnegación mis vacilantes esfuerzos, asegurándose que sean estos administrados hasta alcanzar el final. Me valdré de algunas de esas historias referidas en persona —muchas son escritos que aún conservo—, acuñadas en mí por aquel venerable maestro; también me serviré de algunos trozos de papel que ya han conocido la punta de mi cálamo, y de otros que adquirí por creerlos dignos de amparo. El resto solo son líneas, esos garabatos vacilantes con los que pretendo completar con algo de acomodo e integridad el corpus de estos, en apariencia, dispersos sucesos.

    No puedo proseguir sin advertirles: Minerva no me alumbró con su delicada pluma y pocas virtudes se descubren a esta edad. Las caóticas alternancias de mi voseo con mi tuteo y los brincos de persona gramatical, ruego me sean excusadas, largos años en el Caribe y en Tierra Firme en las Indias han desintegrado mi castellano, dejándome como un esperpento de la lengua a donde fuere. A quienes no reconozcan su idioma en estas líneas, declaro: nací aquí, mi patria fue el mar y se me hizo hombre en las Indias. Por eso, más que nada, aunque desfigurado y ya sin humor, sostengo: estén atentos, sigo siendo español.

    Cuando me observo frente al espejo hoy, me digo: «Sebastián, eres como el ombligo». Es así como me veo, algo otrora vital y eminente, convertido en esa fea e inútil cicatriz, sepultada entre pliegues del olvido. Imploro sepan sufrir como yo este atormentado relato con todas sus incoherencias, saltos de estilo, e incluso sus involuntarias contradicciones; han de saber que, a estas tardas horas, la razón y los espejismos, díscolos, irrumpen como raudal compitiendo por el gobierno de mis sentidos. Yo, engolfado como me encuentro en este intermitente epílogo, me consuelo en la convicción de que es bastante poco el precio que han de pagar, después de todo, por llevarse lo que puedan cargar de esta asombrosa leyenda.

    Apuntes tardíos de un

    lector tempranero (1808)

    Días atrás, me instalé en la antigua casa del taita, donde vivió sus últimos años junto a las trágicamente desaparecidas Pepa y Maya. Jamás había imaginado que esta breve estancia marcaría un antes y un después en mi vida, salvándome de la deriva en la que me encontraba.

    Desde mi llegada hace cuatro años, se me negó la posibilidad de verlo. Permanecía recluido en su habitación, según me contaron, escribiendo sin cesar en un silencio sepulcral. Aseguraban que no recibía a nadie más que a ellas, y solo cuando las emplazaba. Para mí era imperativo conocer a este hombre, del que solo guardaba un vago recuerdo, pese a la profunda huella que había dejado en la vida de mi familia y en mi propia formación. No es casualidad que heredara la schiavona: su legado, su nombre, su prestigio y sus hazañas se convirtieron en mis leyendas.

    Me atormenta la incógnita de por qué me eligió a mí, entre todos, para ser el guardián de su sagrado instrumento. Quizás influyó mi oficio, pero prefiero pensar que fue su visión la que me llevó a empuñar el divino acero.

    En los momentos de mayor duda, rememoro las palabras de mi abuela y lo que he leído en los escritos del taita. Casi todo lo que he vivido parece una réplica grotesca de hechos, circunstancias, conflictos y emociones ya plasmados de alguna manera en este documento de vida. No se trata de un libro en sí, sino más bien de una recopilación de sucesos comunes a todos, aunque nos empeñemos en creerlos únicos.

    Maya y Pepa, ¡ah, mujeres valientes! Heroínas sin parangón, dignas de su estirpe, derramaron su sangre en El Retiro el pasado mayo, como solo lo hacen aquellas que no solo dicen, sino que se sienten españolas. El maldito corso enano ya sabe de la furia que él mismo desató. De ellas no se podía esperar menos, después de todo llevaban la sangre de don Julián, ¿y no es también la suya? El único consuelo en esta tragedia es que la abuela Josefina no está para sufrirla, no habría podido soportar la pérdida de estas, sus dos criaturas.

    He extraído del inmenso baúl viejos legajos sueltos de papeles y cartas, y lo cierto es que hoy resultan infinitamente más interesantes que cuando los leí por primera vez. Sin embargo, al igual que ayer, sigo sin encontrar el orden o el sentido que merecen. Es curioso: sus diarios parecen escritos por diez personas distintas. En una parte, ostentan una caligrafía exquisita y un tono sensible, hasta poético; en cambio, en la otra, la construcción es rígida y factual. Unos escritos en primera persona y otros en tercera, John Spilsbury se habría dado un banquete con este auténtico rompecabezas. Pero hay más: existen documentos que, a todas luces, han sido redactados por personas no solo distintas, sino además diferentes. Algunos parecen tener el tono de escrituras oficiales del Estado, mientras que otros, por supuesto, sé a quién los debemos; contrastan con el resto, conforman un grupo de pliegos muy personales y afectuosos de dudosa ortografía.

    En fin, todo sigue allí, un vasto conjunto de escritos y cartas revueltos entre diversos objetos: pañuelos, un escapulario de las carmelitas descalzas, conchas, rosas secas, y medallones se esconden en esta sagrada caja. Parece encerrar la existencia de un alma que ruega por la redención de su expresión, es la atormentada conciencia de una extensa vida que suplica ser escuchada la que nos ha dejado semejante legado.

    Si solo hubiese yo llegado a tiempo, ellas me habrían ayudado a darle orden a este rebelde repertorio. Sin duda, sería extraordinaria la liberación de este vivero plagado de experiencias personales. Pero no quedó más remedio que ser yo quien cargara con la responsabilidad de presentar aquello que siempre consideré venerable. Le rogué a Dios por dirección, para que supiera guiarme, encauzado en el amor a mi familia en este complejo asunto. Respeto no me faltó, al igual que a mis queridas Maya y Pepa, quienes, a pesar de sus impulsos iniciales, no tocaron más el papel, decantándose finalmente por preservar su espíritu.

    Capítulo 1. Recortes reales

    Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente,

    yo me hundí hasta los hombros en el mar de Colón,

    frente al Sol las pupilas, contra el viento la frente

    y en la arena sin mancha sepultado el talón.

    Trajo hasta mí la brisa su cascabel de plata,

    me acribilló los nervios la descarga solar,

    mis pulmones cobraron un aliento pirata

    y corrió por mis venas toda el agua del mar.

    Andrés Eloy Blanco

    1581 Una carrera aventurada

    Muy adentro en la Isla de los Perros, en Greenwich y en Rotherhithe, se les escuchaba recios desde Deptford relajarse en medio de bajos cantos marinos, alimentados por el abuso de tragos de ron. El orgullo educado sin esmero no lograba contener la exultación también embriagante aquella madrugada. Acomodados, casi acoplados al hermoso mueble del amplio castillo de popa en el deslumbrante Golden Hind, se hallaban instalados, con la excepción de él, quien, con un atuendo ceremonial ya desfigurado, se podía ver erecto en grandiosa pose al centro, frente a la mesa de mando. Hacía escasos minutos que había abandonado el recinto la propia reina Elizabeth. El menú había sido distinto al acostumbrado; además, les resultaba extraña, odiosa, la etiqueta que debieron encimarse. Pero a Francis le acababan de informar, y no por intermediarios, que se le asignaban diez mil libras de recompensa, además de un noble título de caballero, cuyo espaldarazo, cuatro días después, concedería el embajador francés monsieur de Marchaumont. Acababa así ese primaveral día de abril de 1581, sellando aquel hombre una gesta solo comparable con aquellas antes dibujadas por titanes como el propio Colón, Magallanes y Elcano, o Urdaneta. Había circunnavegado la Tierra.

    No fue el azar el que dictó que la concesión de la espada de caballero recayese en aquel francés. Elizabeth, habiendo urdido desde el inicio, junto a Drake, el secreto plan, pretendía mediante esta maniobra divorciarse del pillaje y el saqueo —con su venia— cometido contra los asientos españoles del Nuevo Mundo. Nunca movió ella dedo para devolver lo cosechado al margen del más elemental de los derechos del mar y de los hombres. También buscaba mediante el ardid de Marchaumont, la visionaria reina —famosa por virgen, pero quien poco aportó a los debates de honradez—, arrimársele a Francia con aquel gesto. Era un guiño de aproximación a la nación de los galos, en caso de que la «abominable Corona española» adoptara medidas de protesta, pero, sobre todo, de remedio.

    En la ya distendida atmosfera de la cámara, Drake se dirigía a sus intoxicados acólitos, esos pocos avisados desde el inicio de que aquel viaje recién culminado tenía el objeto y el secreto prescrito.

    —¡Amigos míos!, lo han escuchado de la propia reina: me han de hacer caballero. Pero ese no es el título al que aspiro. Tampoco dormiré satisfecho con que me sepan gobernador, almirante, juez o ministro... ¡no! Lo que me mueve es la certeza de que debemos sacudirnos el yugo que por voluntad del Imperio Español nos oprime y nos fuerza a vivir en condición de vasallos. La gloria, camaradas, es como el agua fresca en medio del desierto: cuando aparece hay que tomarla y, de ser necesario, con violencia, pues, no se crea otra cosa, esta, como las tierras y los feudos, solo existe para ser arrebatada.

    »Si he de convertirme en el vehículo mediante el cual despierte esta joven y ciega nación, lo haré; si he de peregrinar del Palacio al Parlamento y de regreso, lo haré. Lo que sea, con tal de que abran los ojos estos torpes gobernantes, a los que obligaré que entiendan nuestra realidad y cuál es su única alternativa, eso mismo que ya por fortuna nuestra señora la reina ha comprendido a plenitud.

    »España ha conocido y explorado el mar antes que nosotros. Ha descubierto todo cuanto había de ser conocido. Pero, además, ha aprendido del movimiento de las corrientes marinas y de sus inseparables compañeros, los alisios del norte y del sur. Por obra de sus datos e ingenieros, ha diseñado un cerrojo circular de navegación que tiene su descanso en Europa, en Sevilla y Cádiz; desde allí, navegan hasta la puerta de entrada de sus flotas de galeones en la América, Cartagena de Indias, donde recalan para luego recoger en el istmo americano las enormes riquezas que esa flota ha de transportar, atravesando en su tornaviaje la garganta creada por Cuba y la Florida. Es en Cartagena de Indias donde atracan por barlovento esas inexpugnables flotas de galeones; orgullosos, la denominan «la Carrera de Indias». Esas son las tripas de este monstruo que, como el rodillo de un molino, nos aplasta y nos envilece. Han creado leyes para proteger este gigantesco aparato; así pues, no pueden llegar naves a otros puertos de esos reinos que no sean de Cádiz o Sevilla, y sus plazas americanas han sido fortificadas con esmero. Seamos exactos: es allí donde debemos golpear, debemos interponernos como una cuña en este poderoso engranaje si hemos de detener esta catarata de desgracias con las que esta potencia nos abruma. No hay política, diplomacia posible, ni arreglo que calme la sed de riquezas y la codicia de estas gentes. Debemos romper este ingenio, atacarlo en su panza. Solo así conseguiremos destruirlo y acabar nuestras calamidades. ¿Qué más nos da que nos confundan con vulgares piratas, bandidos o que nos crean capaces de practicar solo el tráfico de esclavos? Mientras estén confundidos nos vale, y mucho, da igual en el qué, ¿o no fueron las hordas bárbaras las que echaron abajo al imperio más grande y universal de la humanidad? Ese es mi destino, esa mi ambición, y a esta empresa dedicaré mi humilde vida y la daré, de ser esto necesario. Los españoles podrán ostentar el título de descubridores, pero nuestro destino no es otro que el de explotar, de tomar todo aquello que se nos ha develado.

    Terminaba así en profética arenga este recién promovido capitán, mientras encumbrado por los gritos de aprobación de la reducida y enardecida audiencia, inclinándose sobre un gran mapa, señalaba con su dedo cada uno de los puntos a los que acababa de referirse. Esta vez en un silencio entre borrachos se le pudo observar. Les asignaba un extraño orden a estos movimientos: primero Cádiz y Sevilla, luego apuntaba al gran istmo americano para culminar anclando su índice sobre la bahía de Cartagena de Indias.

    A map of the indian ocean Description automatically generated with medium confidence

    1700 Herencia inagotable

    Con una cadencia de pasos viejos, se dirigía solitario, con admirable equilibrio, sobre el meridiano centro de la taraceada superficie que decoraba el suelo del gran salón. Como encolado a sus manos un consagrado almohadón, sobre el que viajaba un sobre de hermosa piel. En su interior iba algo más que los 52 pliegos encargados: llevaba, sin saberlo, el destino de la cristiandad. El respetuoso silencio de esa madura noche madrileña allanaba el paso al regular sonido de sus tacones al caer sobre el liso mosaico. Acercándose al umbral, pudo distinguir las siluetas de los pajes, apostados a los costados de entrada a la imperial alcoba esperaban para abrirle paso en el momento justo en que no perturbaran el ritmo de su regular progreso.

    Adentro, también como estatuas, arreglados en torno al enfermo monarca, se hallaban, a la derecha, el secretario de Estado y del Despacho Universal, don Antonio de Ubilla; el marqués de Gramedo y Francos, don Antonio Ronquillo; los cardenales Portocarrero y Borja y el presidente del Consejo de Castilla, don Manuel Arias. A la izquierda de S. M., plantados como en conventículo, se encontraban el duque de Medina Sidonia, mayordomo real; el conde de Benavente y los duques de Sesa y del Infantado. Ya frente a su enferma majestad, pasada la rigurosa reverencia, colocó en el mesón la brillante cartera de fina piel. Contenía el documento concebido noches atrás por los mismos que se daban allí cita. Su único afán esa noche: exprimir a S. M. su rúbrica.

    Lo había cavilado por mucho tiempo, agotado las consultas y ponderado con sumo cuidado sus opciones, no era ajeno a las repercusiones de la trascendental decisión que estaba por acreditar. No escapaba al inseguro y católico monarca el claro dilema frente a sí, y no, no era el de su vida o muerte, esa sentencia por todos anticipada ocurriría para mayor inri el día de Todos los Santos. Se trataba del asunto de su sucesión. Su elección se reducía a ungir a uno de dos aspirantes: por un lado, Felipe, el candidato francés patrocinado por el Rey Sol, y por el otro, al austríaco don Carlos, en quien el emperador Leopoldo sostenía que debía legar el incalculable tesoro de las Españas.

    Solo se interponía a su determinación la certeza exacta de una catastrófica conflagración europea, que, sin dudarlo, se extendería al Nuevo Mundo. Una guerra segura del Imperio español o quienes tomaran el bando francófilo en él, contra una alianza de, al menos, la Casa de Austria en concierto con las potencias marítimas: Inglaterra y las Provincias Unidas de los Países Bajos. O quizás sería el mismo conflicto, pero con la Francia del cristianísimo Luis XIV, sí, el Rey Sol, a quien no solo la consistencia de sus formidables ejércitos respaldaba, sino una nación de más de veinte millones de almas. Para agraviar más su pesar, nada podría hacerle olvidar que todos, sin excepción, habían malgastado en vano buena parte de sus valiosos años negociando a espaldas del pueblo español, y de su Gobierno, la forma que habría de tomar aquello del remate y adjudicación de sus riquezas. El botín era de tal magnitud, que no habría pacto que Dios mismo dejara caer como mandamiento desde el cielo, que no hubiese desatado las demoniacas pasiones de un ganoso Marte, extinguiendo la frágil paz que, con pinzas, amalgamaba una trémula Europa.

    Quienquiera que fuese, aceptar este legado conllevaba la costosa tarea de hacerlo valer, anticipándose que sería a costa de sangre, mucha, pues a no dudarlo, venía aquel testamento envenenado. Era por aquella disposición donde designaba S. M. Carlos por fin a su sucesor, la bendita decimotercera, una donde se inscribía el desconocido nombre del ungido. Había cambiado de opinión y, con ello, de beneficiario en diferentes ocasiones durante su vida, pero las anteriores versiones del mismo papel ya no importaban. Por esto, Europa contenía su aliento en suspenso... mas no así las intrigas. En aquel documento vendría envuelto el fallo final por los malvados designios de la ambición, el dolor y la muerte. El fuego mancharía de horror una vez más al Viejo Continente; el ansiado veredicto, a pesar de esto, no era óbice para ninguno de los candidatos; sus patrocinadores no solo se ofrecían a recibir con beneplácito la pesada encomienda; era distinto: la demandaban.

    Aunque la ocasión no podía suplicar más solemnidad, el débil y moribundo rey Carlos acercó su pluma, la ahogó en la tinta para intervenir en tono prosaico; uno impropio de alguien que decide en un instante tantos destinos:

    —Doña Mariana no ha dicho nada, así que no hay más que resolver, ¿están aquí las previsiones de su asignación?, ¿está todo lo que he dispuesto, Ubilla?

    —Sí, majestad, —intervino este—. Se ha incluido todo lo que su excelencia dispuso en nuestra reunión del pasado martes 28, mi señor. Los asuntos de la reina se han asentado.

    Luego de un instante, prosiguió el monarca, ahora con una voz lenta, ahogada y mucho más grave:

    —Esa bendita cláusula trece, ¿será posible que esté hechizado ese número? —Pausó temblón, mientras trascurría un instante en el que recobraba las fuerzas—. ¿Es que no hay manera de preservar un secreto? El último testamento lo conocían en Versalles antes de que la tinta aquí se hubiese secado. Es como si ellos mismos lo hubiesen dictado —se lamentaba trémulo, mientras estampaba su famélica rúbrica ese 2 de octubre del año 1700 en la cuarta línea de la última página, donde ponía: «Yo, el rey».

    Ferias de olvidados

    Bien entrada la década de los treinta del 1700, el marino Antonio Ulloa aportaba al acervo cultural hispano su informe titulado Viaje a la América Meridional. En él, expresaba su admiración dejando constancia del asombro que le causó el agudo contraste entre la miseria y soledad encadenadas al renacer voluptuoso, maravilloso, exultante de vida y riquezas —aunque admite, efímero—, ocasionado por las ferias de galeones en el istmo americano. En el documento, apuntaba:

    Aquel lugar en tiempo muerto solitario, pobre y lleno de un perpetuo silencio, su puerto despoblado e infundiendo todo melancolía, y gozarlo después con el bullicio de tanta gente, sus casas ocupadas, su plaza y calles llenas de farderías y de cajones de plata sellada en barras, labrada y oro; su puerto lleno de navíos y embarcaciones pequeñas, unas bajan por el río de Chagre los frutos del Perú, como cacao, cascarilla de Loja, lana de vicuña y piedra bezoar…, y otras que vienen de Cartagena para manutención de todo aquel gentío. Y de un paraje, el más aborrecible todo el año por sus pensiones, se forma el teatro y depósito de las riquezas de los dos comercios de España y el Perú…

    Y dicho sitio, en todos los tiempos detestado por sus cualidades deletéreas, se transforma en el emporio comercial de las riquezas del viejo y el Nuevo Mundo, y en el escenario de una de las ramas más considerables del comercio de todo el orbe.

    Estas ferias se celebraban en un principio en el puerto de En el Nombre de Dios, apelativo que se acortaría por el más dócil Nombre de Dios; pronto, este sería reemplazado por otro muy próximo, El Puerto más Bello, denominación a la cual el inclemente tiempo finalmente retocaría para acabarlo en el más corto y dulce Portobello. Ambos afincados en la fachada atlántica del istmo.

    No era azar, era su geografía la que había hecho a estas ciudades, que solo estaban sembradas de tiendas, fortalezas y baluartes, las anfitrionas del más gigantesco intercambio vivo de riquezas de todo el orbe. Remontando el Pacífico desde el Perú, los sagrados tesoros de milenarias culturas americanas, el oro en polvo o en moneda, la plata, las gemas y las alhajas más preciosas que jamás se hubiesen visto eran transportadas por la Armada del Sur hasta las cercanías de la ciudad de Panamá, siendo desde allí trasegados de océano a través del Chagres y el Camino Real, para encontrarse en Portobello de cara en aquella fachada atlántica, con una infinita variedad de mercancías provenientes del Viejo Continente.

    La ciudad en un suspiro era transformada en un colosal depósito. En algunos casos, la mercancía era dispuesta sobre las extendidas telas de sus enormes gavias y velas, estos inmensos manteles no alcanzaban a acoger tantos haberes: encajes, tejidos castellanos, holandas, espadas y todo tipo de armas, trajes y vestidos de exquisita confección, herramientas y hasta instrumentos musicales se apiñaban junto a quesos, vinos y pluralidad de víveres, exhibidos con esmero y favor. En otras dependencias, en lares o corrales temporales, se confinaba a los más finos animales de cría: caballos, ganado vacuno, porcinos y finas aves para ser ofrecidos a una vigorosa demanda por parte de acaudalados criadores criollos, buscando, mediante cruces, perfeccionar las castas de sus haciendas. Todo aquello habíase trasladado allí desde Londres, Ámsterdam, Hamburgo, Brujas, Sevilla y un sinnúmero de rincones del Viejo Mundo. Su transporte era a cargo de la llamada Flota de los Galeones, convoyes de mercantes escoltados por naves artilladas que vomitaban su valiosa carga para ser transadas a precios de exorbitante escándalo. Era aquel el abasto más monumental y lucrativo del planeta.

    La virtud y el reconocimiento global de aquellas ferias no necesitaban demostrarse: era allí y entonces donde se fijaban en gran medida los precios de los productos para los mercados europeos. Las flotas, en anuales rondas desde épocas de Felipe II, zarpaban de Sevilla y Cádiz llegando atiborradas de bienes que solo conocerían su valor definitivo en las subastas que se llevarían a cabo durante aquel mítico encuentro. En muchos casos, convirtiendo a meros mercaderes en nobles de la abundancia. Eran negocios creadores de opulentos señoríos: marquesados, ducados y condados nacían desde las entrañas del ecuménico rastro, conociéndose de casos, admítase pocos, cuando también los extinguían.

    Era este monumental bazar —ni en los textos bíblicos se habla de algo semejante—, una arena para transar algo más que bienes. Se sembraba en ellas una suerte de atmosfera de fiesta donde se palpitaba prosperidad, esperanza, alegría e ilusiones; todas, mezclándose con la usura, la codicia, la frustración y el desengaño. Como cosas humanas, lo excusaría alguien, y no dejaría de tener en gran parte razón, solo los humanos conocen de aquello. El bien, el mal, junto a la nobleza y la mezquindad, se apretaban como en cascada cuaternaria, tratando de conseguir entrelazarse con algo de orden, un mínimo equilibrio; eran como las cintas tejidas en ese baile de palos al que algunos llaman vida, pero para ser exactos, la de los negocios.

    Desde cualquier lugar a menos de quinientas leguas, se acercaba la gente humilde a ver si permeaba algún sobrante, aunque fuese una piltrafa, un miserable halo residual de semejante prosperidad. El resto del año regresaba el «Tiempo Muerto», término no simbólico aquel. Una vez se marchaban las naos de la Flota de los Galeones y, con ellas, las tiendas y barracas, las autoridades y su pompa, los militares y su orden, los recién ricos y aquella interminable procesión de gente que vivió para conocer el comer diario, regresaban haciéndose sentir, la oscura y húmeda soledad, la desidia, las fiebres y las enfermedades, hermanadas a serpientes, zancudos, aguaceros y temporales: todos peligros y válidas razones para emprender espantados la huida de allí. La marea de inmundicia y desperdicios era el único legado que daba fe del huracán de perecedera bonanza que azotó, por tres furiosos meses, aquellas riberas. Un vendaval de sueños que los había abandonado solo unas horas antes, como eludiendo también aquella contagiosa desolación. Atrás, quedaban como vestigios las miserables chozas, casas muertas y roídas, improvisadas eras y el adormecedor consuelo de que no fuese aquella su última oportunidad. Para ponerlo en las palabras de un agustino que existió siglos antes: «O quam cito transit gloria mundo»; en nuestro idioma: «Oh, cuán rápido pasa la gloria del mundo».

    En Portobello se arbolaban velas, la feria llegaba al fin del tercer mes y el tornaviaje de la Flota no esperaba a nadie, mucho menos al mal tiempo. En medio del tumulto de la pobre gente, implorando que los sacaran de aquel averno, se hacían promesas de lealtad y esclavitud eternas, con tal de que los embarcaran hacia aquel cielo de fantasías y sueños que, equivocados, creían ver en Europa. Si tan siquiera los arrimasen a Cartagena o a La Habana a aquellos que no conocían de transar, ni de mercados, ellos, juraban de rodillas que, con solícitos servicios, pagarían la piadosa bondad de un viaje entre espejismos.

    En confusión de chalupas y botes a remo, en medio de los golpes y porrazos de marinos y custodias, ya en la mar, tratando de alejar aquella plaga benigna, una mujer negra, con el agua a la cintura, se abría paso entre los abandonados a su suerte. De no subir a bordo, se verían forzados todos a esperar al menos nueve meses, cuando no, un par de años, para volver a intentar de nuevo aquella quimera. La joven mujer llevaba una cría de días en manos, imploraba a un joven, apuesto y ahora bien forrado castellano, que las sacase a ambas de allí. Había sido su compañera en todo desde nada más pisar el puerto, pero para él solo era en la cama donde sacó de ella algún provecho. La mujer se adentraba al mar arrimándose al bote que se alejaba; la recién nacida, cada vez más pesada para sus desfallecientes extremidades, corría peligro de ahogarse. El castellano, hombre de buen corazón, aunque sin tener vena revolucionaria, le explicaba que aquello era un imposible. Esa ilícita acción le podría costar todo lo labrado con el sudor y esfuerzo que venía desplegando desde hacía años, mucho antes de partir de Cádiz, que no era poco.

    No, no eran sencillas aquellas empresas de ejecutar un viaje de negocio a las ferias de Indias, planificar y completar estas tomaba años de vida, también los reclamaban. Con la niña a brazos extendidos, tocando con las yemas de sus dedos inferiores la arena del fondo, la joven madre ahora le insistía, entre ráfagas del oleaje salobre de un ardiente Caribe asfixiándole sus ruegos, le imploraba la llevara con él a La Habana —solo a su hija esta vez, ya no pensaba en ella—. De nuevo el joven comerciante, aunque conmovido, se negó, ordenando apurar remos. Con dolor palpable en ambos, entre cuarteadas miradas de soslayo y resentimiento, casi bordeando el odio, se ponía fin a la despedida de esta pareja nacida en la necesidad y por accidente. Cuando ya el agua casi le alcanzaba el cuello, se oyó: «¡Por Dios José, que es tu propia hija!». Logró sacar desde lo más adentro de sus pulmones la desesperada hembra.

    Esta noticia no era nueva para el sensibilizado caballero, pero le penetraba ahora aquel reclamo hasta los tuétanos: era la fuerza o ímpetu ante los cuales el hombre honrado, por más prejuicios que tenga, por muchas reservas que abrigue, siempre claudica, sobre todo cuando ha de tomar una decisión segura de vida o muerte que, inevitablemente, para evitar cargos de la conciencia, debe, además, ser justa. Ordenó detener la marcha, rescató a la niña y recogiéndola en sus brazos, le dijo:

    —La entregaré a alguna familia en La Habana, no puedo llevarla a España.

    La mujer casi desfallecida, pero con el alma aliviada, le gritó de regreso:

    —¡Bautízala! Ponle un nombre cristiano, por favor. —Y regresó como pudo a la orilla.

    Desde esta, mediando ya considerable distancia, se dio vuelta para ver entre el óbice de lágrimas del supremo sacrificio, la silueta lejana de la embarcación donde iba su pequeña en brazos de su padre, en un postrer grito, lanzó este una resonante promesa, una que cumpliría:

    —La llamaré Josefina.

    1701 El rey ha muerto y, con él, su Casa

    Ensenados entre Veracruz y Campeche, el día calmo y los ánimos a punto, ayudados por la abundancia de meros, obscenos en talle, mordían furiosos y sin dimitir, el sedal ya corto. Él, gritaba cada captura como si se tratara del arresto de una nave sin señera. De pie, se hallaba en el pequeño bote salido de las entrañas de su fragata de cuarenta troneras, veinte por banda, la Bufona. Era su forma de acomodar los ratos dando tiempo a que las cosas aclarasen, en esos siempre misteriosos años que dan salida a un nuevo siglo.

    De pronto, desde la nave nodriza se escuchó el grito de un excitado guardiamarina:

    —¡Patrón, dos galeras derrotan rápido por estribor rumbo al este! —usaba el peculiar cantadito de quienes nacían en Nueva España.

    —Soltad cabos, arriad velas. ¡A por ellos! —ordenó como un trueno, mientras recogían el aparejo y se arrimaban frenéticos a la imponente matriz.

    —Dos palos, mi señor, solo dos cada una —agregaba Rodrigo, el maestre de la Bufona, cuando su superior se encimaba la hermosa casaca con adornos que lo distinguían como almirante de la Flota de Indias.

    —¡Mi catalejo! —gritó volviendo atrás la cara sin mover su pisada de proa, donde se había apostado pegado a la junta del bauprés.

    Luego de una inspección cuidadosa, se pronunció:

    —¿Dos palos? Rodrigo, ¿solo dos palos habéis dicho? Yo lo que veo son sesenta troneras sin bandera, eso es lo que veo —aclaró, mientras advertidos por las maniobras de la Bufona, dos veloces fragatas aliadas izaban velas rumbo a unírseles—. No será nada alcanzarlas, la vela principal de la primera va rota —reparó mientras invitaba al contralmirante Chacón a constatarlo.

    —Es así, las tendremos a toca pelones en dos minutos —agregó este—. ¿Qué desea hacer, almirante?

    —No voy a permitir a ninguna fragata sin estandarte colárseme hoy para que mañana me hostigue la flota —dijo, para luego gritar—: ¡Ofreced líneas! ¡Descargad una salva de gesto y subid la insignia para que se identifiquen!

    La más retrasada de las perseguidas devolvió el saludo con el fuego de una bola roja, aclarando que no se hallaban allí de pesca. El almirante, en el preciso momento de exponer su costado, dio la orden de abrir fuego. Luego de un fiero intercambio de proyectiles, el bajel trasero habiendo llevado la peor parte, con el mastelero de gavia roto y la cofa del trinquete hecha añicos, la primera de las embarcaciones piratas capituló. Sin perder tiempo, ordenó a las fragatas escoltas dar cuenta del hostil remanente, lo que lograron sin gran apuro, pues sus velas iban muy estropeadas.

    Una vez apropiados de la situación, se procedió a interrogar a los cabezas de las indocumentadas fragatas. Solo se sabía por medio del trasiego de prisioneros que se trataba de un grupo de desadaptados neerlandeses. Luego, en el remanso de su castillo de popa, el almirante, habiendo sido advertido de que, aunque zafios, hablaban algo el castellano, inició el interrogatorio.

    —Creéis ser el rigor de las desdichas, pero os advierto: vuestras desgracias no han hecho sino comenzar —proclamó en medio de las continuas protestas de piedad y adhesión a su autoridad: ambos no cesaban de ofrecerlas—. Por cada mentira suelta de vuestras sucias bocas, caerá un hereje bien atado al mar. Así que comencemos: ¿a qué reino representáis? —preguntó amenazante.

    —De ninguno, su altísima excelencia —dijo uno mientras el otro con gestos le secundaba.

    —A nadie, su majestad.

    Esas palabras provocaron gran risa entre los presentes, pues descubría aquel mal trato a la etiqueta la ignorancia supina del curioso par.

    No tardó el inquisidor en encontrar lo que buscaba: el escuadrón naranja era una falange proscrita de la Armada de Las Provincias Unidas de los Países Bajos. Había sorprendido solo dos días atrás en aguas de La Martinica a una escolta francesa, apoderándose así de las dos fragatas que gobernaban. Pero aquello no sería lo único revelado por los inmundos filibusteros. Lo de valor lo dirían a continuación:

    —Sabe su señoría que el Pacto de la Gran Alianza ha querido la guerra con el nuevo monarca, su rey, pero nosotros no deseamos saber nada al respecto, nuestros apuros son solo nuestra tranquilidad en este lado del mar —aclaró el que parecía más sesudo.

    —Tranquilidad que les sobra a expensas del pillaje y trastorno de nuestros negocios... ¿Pero de qué nuevo monarca habláis? ¡Respondedme! ¿Ha fallecido el rey don Carlos? ¿En quién ha legado su trono? —preguntaba ansioso.

    —Verá, señor, no asesinamos a todos los cristianos, solo los ejecutamos siempre que… —hablaba uno de ellos sin discreción, con nervios en brote, cuando le interrumpió con violencia el centrado.

    —¡Calla ya, bestia!

    —Es Felipe, señor —informó el desdichado a su captor—. El Borbón es el rey de Castilla y Aragón, es Felipe V su nuevo rey y existe un estado de guerra. Inglaterra, Las Provincias Unidas y la Casa de Habsburgo se enfrentan a sus altezas reales, Luis XIV y Felipe V.

    El almirante dejó correr unos segundos en meditación, solo se escuchaba el romper de olas en la panza de la Bufona cuando, en voz más baja, hablando para sí mismo, dijo susurrando:

    —Este teutón, hijo de la más transversal puta, ha traicionado a su propia familia… —aclarando con el gesto que su lealtad se inclinaba hacia el bando austracista. Luego, dirigió la carga a su séquito—: Enviad a estos bufones al fondo.

    Esto de inmediato causó gran consternación y angustia entre los reos, que se veían ya en el fondo del mar. Pero pronto fueron calmados por Rodrigo, quien, con una recia colleja entre cogote y nuca, los apaciguó:

    —¡Cagones!, «el fondo» es nuestra manera de llamar al último de los navíos en la escuadra.

    —Separadlos en grupos de a cuatro en cada fragata, interrogad por separado a sus miembros y confirmad cuanto han dicho. De lo contrario, sabéis qué ha de hacerse —instruyó Velasco en absoluta calma, para luego servirse y despachar de un solo trago el largo vaso de ron.

    Los tostados y hediondos rubios daban gracias al almirante, sus vidas serían preservadas, pues habían hablado con franqueza. Además, en una formalidad más simbólica que realista, les hizo jurar que nunca atacarían los intereses de España. Curioso: como anécdota, honrarían aquella palabra. Luego de algún tiempo enrejados, pasaron a unirse a la tripulación de la Flota de Indias y cuando se presentó el primer combate, y con él la hora de elegir bando, estos holandeses se excusarían de matar a sus paisanos, pero también a los del bando borbónico. Por este motivo, llegado el momento fueron puestos en plena libertad.

    ***

    En una demostración de su animoso carácter, un muy joven Felipe V lo había decidido: en junio se acercaría a Barcelona para instalar allí las Cortes. Era esta ciudad una permanente fuente de inquietud, siempre hervían allí las pasiones políticas. Mediante su presencia, entre otras intenciones, S. M. buscaba alfabetizar a este principado y a sus autoridades acerca de los verdaderos límites que sus fueros tendrían durante su reinado. Para su entrada en esta ciudad, Felipe V había girado instrucciones al detalle de cómo habría de ser recibido. Con una obsesión enfermiza, tratando todo de forma minuciosa y harto detallista, abarcaban sus demandas hasta unas estrictas reglas de etiqueta, de forma que mucho antes de estar presente, se respirase el rigor autoritario de su debutante dignidad.

    En octubre, sin haber cumplido dieciocho, Felipe V entraba en Barcelona dando ya señales de carácter e independencia. Don Antonio de Ubilla, el mismo secretario universal de su antecesor, de quien algunos pensaban, sin equivocarse, que era pieza en el tablero del Rey Sol, acompañaba al monarca en esos sus primeros pasos españoles. En corto espacio había sufrido Ubilla en primera persona la intrincada, voluble y manipuladora naturaleza que imperaba en el Gobierno de las ideas de S. M. Hacía muy poco, el joven rey iniciaba una delicada práctica, administraba pliegos sin que fuesen sometidos a consulta, empleando con absoluta discreción el Sello Real. El contenido de estos edictos, cartas u opiniones eran del dominio exclusivo del rey y su receptor.

    Aún más notables eran, sin embargo, los ya nada aislados actos mediante los cuales el joven monarca indicaba que el intercambio con su pueblo, en particular el fervoroso de Castilla, le impregnaba de español ahora el alma, porque en las venas lo llevaba. Eran estos movimientos una demostración inequívoca de encontrarse en medio de un violento e idílico proceso de enamoramiento con su tierra adoptiva. Pronto se disiparían las dudas de aquellos que pensaban que este sería un títere de su abuelo, Ubilla el primero. Al resto, solo le cabría lamentarse por haber ido a la guerra calculando sobre esta certeza.

    El día 5 de septiembre ponía camino Felipe a un complicado encuentro político con el Principado de Barcelona, siempre avanzaba urdiendo y tramando con creatividad y obsesiva vigilancia sus pasos. Cataluña era un enorme desafío, uno que también resultaba ineludible por dos razones: primero, por ser él el nuevo regente de Castilla, pero mucho más por su linaje francés. Una facción no insustancial de la nobleza catalana desconfiaba y rechazaba desde siempre entrambas ciudadanías. No contribuyeron a calmarla los alarmantes brincos en la etiqueta y el protocolo, que tenían códigos tan antiguos como inmutados. En sazón, a su entrada a Barcelona liberó veinticuatro presos, un uso antiguo instituido por sus predecesores, los Habsburgo y los aragoneses. Era aquello un gesto de magnanimidad, de autoritaria clemencia que marcaba un hito en el advenimiento de cada nuevo reinado. La costumbre consistía en que, al pasar el noble soberano frente a la cárcel real de la ciudad, los presos que no estuviesen incursos en procesos por el reclamo de particulares —por «instancia de parte»—, clamando a gritos su perdón, lo recibieran. Es necesario un inciso aquí para aclarar el misterio de quienes formaban parte de este privilegiado y selecto grupo de reos, cuya única condición aparente era la de no presentar «instancia de parte». La respuesta se encontraba en el denso manejo de una enmarañada red de tráfico de influencias, afectos virtuales y, por supuesto, de plata. A través de las múltiples sucesiones, este corrupto desorden se había cribado con profesional refinación de modo tal, que alcanzaba las cotas de un arte. Fue así como la famosa y protocolar costumbre en Barcelona encontró a un don Felipe cabalgando ignorante y, en medio de los ruegos por misericordia, preguntó:

    —¿Qué griterío es ese?

    —Señor —respondió un diputado barcelonés apartándose el sombrero—, son los prisioneros que suplican a vuestra excelencia que les otorgue su libertad —dijo cubriéndose de nuevo la testa.

    —¿Y tienen instancia de parte? —repreguntó el monarca.

    —Excelente decisión, vuestra excelencia: liberar solo a los que no tienen instancia de parte —respondió el diputado descubriéndose de nuevo y resolviendo el asunto sin mayor confusión, pues, forzado por el pervertido sesgo en las maniobras y enredos precedentes a esta formalidad, eran todos de esa condición.

    El asunto de la etiqueta en este particular viaje se convirtió en un pulso de fuerzas y de voluntades. La Corte, sobre todo la borbónica, mantenía unas costumbres harto exigentes. Como ejemplo, solo los que atesoraban el título de Grande de España y algunos nobles gozaban de ciertos privilegios, como lo era el derecho de cobertura. Para no extendernos, valga decir que era el derecho a permanecer ante el rey, o dirigirse a él, sin descubrirse el sombrero. Es decir, cubiertos de la cabeza. Esta gracia en uso implicaba asimismo un abanico de dispensas que iban desde no necesitar de audiencia previa para hablar con el rey hasta la designación del lugar, conforme a la antigüedad y jerarquía, que debía corresponderle arreglados o sentados en presencia de S.M. En el Principado, la nobleza consideraba el derecho de cobertura, previo a la visita de don Felipe. Era exactamente eso: un derecho por dignidad. Sobre este particular privilegio, el rey les enviaría un mensaje sin mucha prefación antes de partir de Madrid: «Sí, en efecto, era este un derecho otorgado por sus antecesores, pero lo era siempre y cuando se solicitara el permiso a él o, en su defecto, si él así lo designase de forma espontánea». Si bien Felipe V dispensó muchísimos permisos de cobertura en aquel viaje, siempre hubo de ser solicitado. Por lo tanto, los mal llamados derechos no eran más que permisos dosificados por un ser tan absoluto como su paradigmático abuelo.

    En otro momento, hallándose don Felipe en la Plaza de San Francisco, donde se esperaba, como era costumbre, al desfile de los gremios, el rey, impaciente al ver la tardanza en su comienzo, montó en su cabalgadura real y dejó a todos en gran decepción y desconcierto. Ubilla, de nuevo, fue el primer abochornado. Esto no serviría más que para comprobar el carácter maquinador de esta joven e intrincada cabeza, como se verá más adelante.

    La recepción del rey Felipe fue lustrosa, incluso si se contrastaba con el exigente barómetro de alguien nacido y criado en la Corte de Versalles. Con algo menos de pompa seguro, pero con mayor entusiasmo, el pueblo llano y la nobleza se lanzaron a las calles para los festejos de su llegada, un evento que desde hacía setenta años no se vivía en una ciudad que fue engalanada, de cabo a rabo, para esa solemne ocasión. Se hicieron concursos a las fachadas mejor adornadas, con recompensas en metálico, y todos los edificios se vistieron con arcos y flores, tapetes, lienzos y cualquier tipo de monumentos y obras. Hasta las naves estacionadas en el puerto fueron empleadas para crear adornos de increíbles sincronías móviles. El rey, dueño entonces de un pobre castellano y nulo catalán, se limitaba a descubrirse desde su regia cabalgadura y solo extendía su mano para que la besaran aquellos afortunados nobles a quienes se les permitía acercársele. Algunos incrédulos incluso quizás creyeran que Dios no le había dotado de lengua. A pesar de todo, comenzaba bien el delicado, pero necesario, contacto entre este joven rey y sus súbditos; la gallarda y marcial figura de Felipe V contrastaba con ventaja con la mala estampa y peor fama de su antecesor. Habría más festejos antes de que las responsabilidades de gobierno y la guerra reclamaran su física presencia en otros lares.

    La fastuosidad y empeño de los catalanes en estas fiestas los harían acreedores de un renombre en asuntos de organización, del que todavía se habla en estos reinos; en esto sí que no tendrían parangón. Ese día, el rey, cansado de las celebraciones, se retiró a palacio, donde recibió a algunos nobles para luego, esquivando de nuevo el protocolo, decidir que deseaba cenar al aire libre «para el disfrute de todos». Además, solicitó que el recién frustrado desfile de gremios se hiciese una vez acabada aquella cena. Esto no hizo más que reavivar el espíritu y emoción de las gentes, quienes, en un instante, recobraron su apocada felicidad reimpulsando las fiestas a un nivel aún superior, si es que ello fuese posible.

    Era otro golpe maestro el que alumbraba el maquinador entendimiento de este joven don. En el desfile, los cantos, coros y declamaciones acompañados de una música del mejor gusto daban al ambiente un carácter divino, casi de ensueño. Las carrozas, con sus niños disfrazados de ángeles o ataviados con trajes alusivos a su trabajo y con adornos de cada agrupación, eran alucinantes. Fue así cómo se turnaron, ansiosos por merecer la real aprobación, estos gremios: el de los cardadores, el de los zurradores, el de los marineros y finalmente, el de los hortelanos. Esta última cofradía construyó una grandiosa noria con surtidor, más propia de ser instalada en Versalles que exhibida en un efímero desfile.

    La fiesta culminó con un rey observando, desde el balcón de palacio, un castillo de fuegos artificiales que con un inusitado ingenio se había fabricado para esta clausura. Era el broche de oro a una recepción de importantísimo valor político; también depararía esta visita elementos sentimentales de real importancia.

    El 11 de septiembre se había formalizado el casamiento por poderes, en Turín, de Felipe V y María Luisa Gabriela de Saboya, quien, como había sido trazado, iría en vela a conocer a su esposo desde Niza. Con esta prenda, pactada entre Luis XIV y el padre de la novia, el duque de Saboya, Víctor Amadeo II, se aseguraba la alianza de su yerno en los complicados tiempos que se vivían en Europa. La norma de etiqueta imponía que se fuese al encuentro de la reina en las fronteras de los dominios monárquicos, y como la reina venía de Italia, se acordó que sería recibida en Cataluña. El lugar específico no podía ser ningún otro: Barcelona.

    Quiso la fortuna, en matrimonio con la ansiedad sin molde de don Felipe, que el encuentro ocurriese en Figueras. La reina, de solo trece años, no pudiendo completar el viaje marítimo debido al mal tiempo y los mareos, escogió seguir desde Marsella por carruaje hacia su destino final. El rey, enterado de estas circunstancias en Barcelona, sin poder contenerse, partió para la frontera por el camino de Gerona. Una vez en esa villa, don Felipe urdió otra de sus privadas manifestaciones de espasmódica pauta, esas que tanto agobiaban a don Antonio de Ubilla, y no sin razón, pues por locuaz, no tenía ni remoto parentesco con cualquier antecedente en monarca alguno. Apercibido Felipe de que la reina se encontraba a menos de una legua de distancia de Figueras, le poseyeron los nervios de conocerla; era don Felipe, además de impaciente, muy aficionado al sexo opuesto. Se camufló como un caballero noble de su propia Corte y se dirigió a todo galope a conocer a la aún niña reina. Una vez al costado

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