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Los Mejores Cuentos de Nathaniel Hawthorne
Los Mejores Cuentos de Nathaniel Hawthorne
Los Mejores Cuentos de Nathaniel Hawthorne
Libro electrónico265 páginas4 horas

Los Mejores Cuentos de Nathaniel Hawthorne

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Bienvenido a un título más de la Colección Mejores Cuentos. En esta ocasión, nos centramos en Nathaniel Hawthorne, uno de los nombres más influyentes de la literatura estadounidense. Hawthorne exploró profundamente los temas de la moralidad, el pecado y la culpa, aspectos que marcaron sus relatos y le dieron una intensidad única. Sus historias están llenas de simbolismo y una atmósfera que sumerge al lector en los dilemas y secretos de la naturaleza humana. En esta exquisita selección de algunos de sus mejores cuentos, como "La marca de nacimiento", "El velo negro del ministro" y "El joven Goodman Brown", el lector podrá descubrir el ingenio y la profundidad que definen a este maestro de las letras, Nathaniel Hawthorne.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2024
ISBN9786558946281
Los Mejores Cuentos de Nathaniel Hawthorne
Autor

Nathaniel Hawthorne

Born in 1804, Nathaniel Hawthorne is known for his historical tales and novels about American colonial society. After publishing The Scarlet Letter in 1850, its status as an instant bestseller allowed him to earn a living as a novelist. Full of dark romanticism, psychological complexity, symbolism, and cautionary tales, his work is still popular today. He has earned a place in history as one of the most distinguished American writers of the nineteenth century.

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    Los Mejores Cuentos de Nathaniel Hawthorne - Nathaniel Hawthorne

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    Nathaniel Hawthorne

    LOS MEJORES CUENTOS

    de

    NATHANIEL HAWTHORNE

    1a edición

    img1.jpg

    Prefacio

    Estimado Lector:

    Nathaniel Hawthorne (Salem, 4 de julio de 1804 — Plymouth, 19 de mayo de 1864) es considerado el primer gran escritor de los Estados Unidos, siendo el responsable de convertir el puritanismo de su época en uno de los temas centrales de la tradición gótica. Entre sus obras destacan: La letra escarlata, La casa de los siete tejados, El fauno de mármol y numerosas colecciones de historias breves.

    Nathaniel Hawthorne es reconocido como un gran cuentista. Publicó varios cuentos en periódicos, que reunió en 1837 en la colección Twice — Told Tales (Cuentos contados dos veces). Posteriormente, a lo largo de su carrera como escritor, se publicaron muchas otras colecciones. En Los mejores cuentos de Nathaniel Hawthorne, el lector tendrá acceso a una valiosa selección de sus cuentos más representativos. Es una excelente oportunidad para conocer el grandioso talento de este excepcional autor estadounidense llamado Nathaniel Hawthorne.

    Una excelente lectura,

    LeBooks Editora

    "Nadie puede, por mucho tiempo, tener un rostro para sí mismo y otro para la multitud sin que al final confunda cuál de ellos es el verdadero."

    Nathaniel Hawthorne

    Sumario

    PRESENTACION

    LOS MEJORES CUENTOS DE NATHANIEL HAWTHORNE

    Wakefield

    El artista de lo bello

    El entierro de Roger Malvin

    El experimento del doctor Heidegger

    El Gran Rostro de Piedra

    El invitado ambicioso

    El joven Goodman Brown

    Ethan Brand

    Feathertop

    La ambición del forastero

    Las esposas de los muertos

    Mi pariente, el mayor Molineux

    PRESENTACION

    img2.jpg

    Nathaniel Hawthorne nació el 4 de julio de 1804 en Salem, Estados Unidos, en el seno de una familia puritana que ejerció una gran influencia sobre su personalidad y su obra. Perdió a su padre a una edad temprana, y fue educado por un tío. Adquirió el hábito de la lectura debido a un problema físico que le apartaba de los deportes juveniles. La novela El progreso del peregrino, de John Bunyan, así como las obras de Rousseau, Voltaire, Milton y Spencer, causaron una profunda impresión en él, según indican sus biógrafos, inspirando su inclinación literaria hacia el simbolismo.

    A los diecisiete años, Hawthorne ingresó en el Bowdoin College, en Maine, donde se graduó en 1825 junto al futuro poeta Longfellow. Aunque no fue un estudiante brillante, regresó a Salem decidido a convertirse en escritor. En 1828, publicó su primer trabajo, aunque pronto se arrepintió y trató de destruir los ejemplares disponibles. No fue hasta 1837, alentado por un amigo, que decidió lanzar Twice — Told Tales (Cuentos contados dos veces), dieciocho historias alegóricas sobre problemas morales.

    En esa misma época, conoció a Sophia Peabody, la hija inválida de un vecino, de quien se enamoró. Deseando casarse, aceptó un empleo temporal como inspector en la aduana de Boston, ya que sus ingresos como escritor no eran suficientes. Insatisfecho y sin un hogar donde vivir con Sophia, intentó una vida en una comunidad utópica, pero no se adaptó y regresó a Salem al cabo de un año.

    En 1842, finalmente se casó con Sophia y se estableció en Concord, en una antigua casa alquilada, donde comenzó a escribir Mosses from an Old Manse (Musgos de una vieja casa). Sin embargo, la falta de dinero lo obligó a regresar a Salem con su esposa e hija para trabajar como inspector del puerto, cargo que ocupó hasta 1849, cuando fue cesado por razones políticas.

    Fue entonces cuando inició el gran período creativo de su vida. En 1850, publicó La letra escarlata, considerada desde el principio como la mayor obra de imaginación de la literatura estadounidense. A esta le siguió La casa de los siete tejados. En 1855, fue nombrado cónsul en Liverpool, cargo que ocupó hasta 1857. Luego viajó durante dos años por Italia. Sus trabajos de los últimos años — Hawthorne falleció en 1864 — incluyen una última obra significativa: El fauno de mármol.

    Hawthorne se interesaba por lo que ocurría en el interior de cada personaje. Ambientó sus relatos en Nueva Inglaterra, sin poder alejarse de las influencias de su vida en Salem, la ciudad que perseguía y quemaba brujas (Arthur Miller aprovechó uno de estos episodios históricos en su obra Las brujas de Salem). Un antepasado suyo, conocido como el juez ahorcador, fue maldecido por una de sus víctimas. Salem vivía de sus fantasmas y de recuerdos de casas embrujadas y misteriosos crímenes. Nathaniel Hawthorne fue parte de todo eso, y para él la literatura no era un fin en sí misma, sino una forma de profundizar en una cuestión esencial: la relación del hombre con la naturaleza y con Dios.

    La obra

    Nathaniel Hawthorne es reconocido como un gran cuentista estadounidense. Al inicio de su carrera, publicó varios cuentos en periódicos, los cuales reunió en una colección en 1837 llamada Twice — Told Tales (Cuentos contados dos veces). Al igual que sus novelas, los cuentos de Hawthorne pertenecen al romanticismo, o más específicamente, al romanticismo oscuro. Son relatos de advertencia que sugieren que la culpa, el pecado y el mal son características inherentes a la naturaleza humana. Muchas de sus obras están inspiradas en el puritanismo de Nueva Inglaterra, combinando el romance histórico lleno de simbolismo con temas psicológicos profundos como el pecado ancestral, la culpa y la retribución, que rozan el surrealismo.

    A lo largo de su carrera como escritor, Hawthorne publicó varias otras colecciones de cuentos, destacándose: Twice — Told Tales (1837), Grandfather's Chair (1840), Mosses from an Old Manse (1846), A Wonder — Book for Girls and Boys (1851), The Snow — Image, and Other Twice — Told Tales (1852), Tanglewood Tales (1853).

    LOS MEJORES CUENTOS DE NATHANIEL HAWTHORNE

    Wakefield

    Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre — llamémoslo Wakefield — que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco — sin una adecuada discriminación de las circunstancias — debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal — una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.

    Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.

    ¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba algo raro en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.

    Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.

    Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.

    Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.

     — No — piensa, mientras se arropa en las cobijas — , no dormiré otra noche solo.

    Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre — pues es un hombre de costumbres — lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?

    En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa — la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito — persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.

    Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.

     — ¡Pero si sólo está en la calle del lado! — se dice a veces.

    ¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no… probablemente la semana que viene… muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.

    ¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.

    Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus

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