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El círculo de las nueve
El círculo de las nueve
El círculo de las nueve
Libro electrónico309 páginas8 horas

El círculo de las nueve

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Descubre el legado de los dioses nórdicos.
Kara temblaba y lloraba a unos pasos de donde estaba el cuerpo de su atacante. Hace apenas un día aún estaba en casa, con su mísera vida que soñaba con poder dejar atrás, y ese mismo deseo la llevo hasta ahí, en ese extraño lugar donde la querían matar, dominar y utilizar.

Tras dieciséis años prófuga de un peligro que su madre se negaba a revelar, éste finalmente la alcanzó arrastrándola a un extraño reino, entre guerras, dioses y criaturas fantásticas donde ella deberá afrontar una dolorosa verdad de un pasado más allá de su tiempo si desea tener la oportunidad de regresar a su hogar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2024
ISBN9788410277083
El círculo de las nueve
Autor

María Julieta Vadillo Sáenz

Julieta Vadillo es una joven escritora nacida en Mérida, Yucatán, México, el 1 de julio de 1999. Desde temprana edad fue una estudiante modelo, siempre cumpliendo con las expectativas, siendo responsable y meticulosa en todo lo que emprendía. Tras graduarse de la Escuela Bancaria y Comercial con uno de los mejores promedios en la Licenciatura de Finanzas y Banca, siguió el camino correspondiente de trabajar en el mundo corporativo.Sin embargo, en su vida privada, siempre buscó la forma de escapar su monótona realidad a través de la literatura y ciencia ficción, poco a poco ese interés se convirtió en pasión y esa pasión en escritura, siendo El círculo de las nueve su primera obra publicada.

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    El círculo de las nueve - María Julieta Vadillo Sáenz

    El círculo de las nueve

    María Julieta Vadillo Sáenz

    El círculo de las nueve

    María Julieta Vadillo Sáenz

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © María Julieta Vadillo Sáenz, 2024

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    Obra publicada por el sello Universo de Letras

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2024

    ISBN: 9788410276062

    ISBN eBook: 9788410277083

    A Marifer, quien en mi peor momento me levantó del suelo y me hizo creer que podía completar esta historia.

    Capítulo 1

    Rutina

    Un ligero hormigueo empezó a recorrer sus mejillas; lentamente se expandía hacia el resto de su rostro, su cuello, de la punta de sus dedos a sus manos, volviéndolas rígidas. Se esforzaba por apretar el pesado abrigo que era su única protección contra la ventisca en medio de la cual se encontraba.

    Jadeaba por el esfuerzo de no tropezar entre la gruesa capa de nieve bajo sus pies; el abrigo en su espalda la obligaba a encorvarse y tenía que levantar mucho las piernas para poder avanzar. Finalmente, sintió el vértigo de la caída hacia el frente, pero un brazo la detuvo. Lo tomó con su mano derecha como apoyo; la áspera sensación entre sus dedos no era únicamente por el frío.

    Intentó voltear a ver la figura, pero, como había sido en cada ocasión, la imagen era borrosa, gris y oscura. Intentó acercarse más, ajustar sus ojos a la poca luz para discernir cualquier facción que le ayudara a identificarla.

    —Kara —escuchó que pronunciaban su nombre. No podía ver los labios de la figura, si es que había algunos, pero habían dicho su nombre.

    —¡Kara! —la voz resonó un poco más fuerte y firme. Apretó más el áspero brazo para evitar que se escapara antes de que pudiera descifrarlo.

    —¡¡Kara!!

    Despertó de golpe, levantando la cabeza del pupitre; aunque su piel seguía erizada por la sensación del frío, poco a poco el calor del aula empezó a devolverle el color a su pálido rostro. Diversas miradas la observaban a su alrededor en medio de ligeras risas. Solo la maestra, parada frente al pizarrón con la luz del proyector sobre su rostro, fruncía el ceño hacia ella.

    —Bienvenida de vuelta al mundo de los vivos —la voz firme pero femenina abarcó todo el aula sin la necesidad de gritar. Años de experiencia le permitían dominar cualquier situación y dejar claro cualquier punto cuando estaba enojada, sin elevar demasiado la voz.

    —Una disculpa, maestra —la voz apagada de Kara no llegó más allá de las primeras filas de enfrente.

    La maestra dejó salir un suspiro y continuó explicando con el rostro ligeramente endurecido; sus compañeros ahogaban risitas. En otra ocasión, el pequeño percance y las risas hubiesen sido un motivo de preocupación para Kara, pero esta vez, no tenía la energía para que le importaran.

    Al sonar la campana, ella nuevamente estaba luchando por no dormitar; no se había concentrado en una sola palabra de la clase y le ofuscaba darse cuenta de su falta de interés total, aunque agradecía no estarse preocupando por algo tan insignificante como siempre había acostumbrado.

    Se levantó una vez que la mayoría se había retirado, se acomodó el suéter, se puso la mezclilla encima, la mochila en los hombros y salió ignorando la penetrante y preocupada mirada de la maestra que la seguía. No tenía ganas de hablar.

    El aire frío de la salida la hizo sentir un poco mejor; no le quemaba el rostro como la ventisca de su sueño y le hacía sentir un poco más viva, como si le recordaran que seguía respirando.

    Caminó entre sus compañeros que corrían a subirse a los autos de sus padres o cruzaban la acera para caminar hacia sus casas. Oakville era una de las ya pocas ciudades en el mundo donde se podía caminar tranquilamente por la calle, y Kara lo agradecía enormemente.

    Observó a sus compañeros subirse en los coches de lujo de sus padres; a pesar de ser una escuela pública, una gran parte de sus compañeros eran de clase alta. Cruzó la avenida con muchos de ellos y los observó entrar en las enormes casas de la zona, la mayoría hechas de mármol, ladrillo y madera, en color crema, tonos grisáceos y beige, con sus altos árboles y pinos en el frente. Solo deseaba que tuvieran una chimenea para darle ese último toque de película navideña. Kara se sentía afligida al observarlas, imaginando las grandes habitaciones de sus compañeros, la cocina, el comedor; por la enorme ventana en el primer piso de una de las casas observó la sala con sillones blancos y azules de cuero. Tensó la quijada y se alejó.

    Se encaminó hacia McCraney Creek Trails, senderos que estaban cerca de la escuela. Kara los conocía como la palma de su mano; le daba una grata sensación de libertad correr en el sendero y, de niña, solía escalar los árboles. Si se aseguraba de que nadie la estaba viendo, aún se ponía a escalar solo por el placer de hacerlo. Le gustaba pasar por el riachuelo debido al sonido que hacía el agua entre las rocas; aún en el invierno se podía escuchar uno que otro pequeño trino y, sin importar la estación del año, siempre había un cuervo que graznaba al verla pasar. Para Kara era su bosque, su pequeño refugio.

    Caminó sintiéndose mejor, aunque aún con la ligera pesadumbre de antes, hasta que se encontró con el primer árbol marcado por su madre . La arboleda se volvía más densa a partir de ese momento y parecía que el pequeño sendero se comenzaría a extender y ampliar enormemente. Debías saber muy bien el camino o nunca encontrarías la pequeña casa y simplemente estarías al borde del sendero antes de darte cuenta.

    Finalmente, Kara vio la casa de cemento, una pequeña estructura gris que consistía, por dentro, de un pequeño horno de barro que ayudaba a ella y a su madre a soportar el frío, un estante de piedra a su lado que funcionaba de meseta con algunos platos, cubiertos y un par de cepillos con las cerdas ya muy desgastadas, un reloj en la pared, una mesa de madera con dos banquillos, un clóset y un camastro de metal que ambas compartían con dos gruesas colchas.

    Kara abrió la puerta, dejó caer su mochila en el suelo de tierra y se sentó en la cama, observó el cuarto que era la totalidad de su casa. «Pareciera que vivimos en los sesentas en lugar del dos mil diecinueve. ¿No nos alcanza ni para una maldita estufa eléctrica? ¿Una cama decente? ¿Calefacción?» Añoraba la calefacción más que nada; entre sus sueños y el clima de Canadá, siempre tenía frío.

    Supuso que, al comparar con la mayoría de sus compañeros de escuela, estaba bien sentirse deprimida por el estilo de vida que le tocó. Soltó la coleta que traía y acarició su cabello para quitarse la sensación de la liga; sus rizos castaños cayeron sobre su espalda y hombros, se dejó caer en la cama, tomó la colcha y se envolvió en ella.

    Sí, tenía derecho a estar triste, a estar molesta, a querer gritarle a su madre por la situación en la que estaba. ¿Por qué esta debía ser su normalidad a comparación de los demás? ¿Por qué ella siempre tenía que tener frío? Siempre sintiendo que algo le falta que los demás sí tienen, sintiendo que los demás sí pueden y ella tiene que fingir, poner una máscara y actuar. Apretó más la colcha entre sus manos y, contra todo pronóstico, rápidamente se quedó dormida; se encontró nuevamente en medio de la ventisca de sus sueños.

    Ingrid caminaba cojeando en el sendero; sus nuevos tenis le habían sacado una ampolla y le costaba apoyar el pie derecho. Trataba de ignorarlo; quería llegar pronto a casa. Ya habían pasado años, pero no podía evitarlo. Cada vez que llegaba a casa del trabajo, su corazón latía como un martillo sobre su pecho, sus manos sudaban y temblaban ligeramente, asustada de que Kara no estuviera ahí cuando llegara. Apresuró el paso sin importarle la herida. Era fácil notar que Ingrid no se preocupaba lo suficiente por sí misma; estaba vestida con ropa demasiado ligera para el clima, con el cabello mal cortado y de un castaño descolorido, ojeras en los ojos, pantalones desgastados y un rostro preocupado. No había un día que Ingrid no tuviese miedo por ella, por Kara, y todas sus energías se concentraban en mantenerlas a salvo.

    Con la mano temblorosa empujó la puerta de su pequeño hogar y contuvo el aliento hasta que vio un par de rizos castaños que sobresalían de la colcha; dejó su bolsa y las compras sobre la mesa, se acercó a la cama y se inclinó en el borde de la cama a observar a su querida hija.

    Le quitó los rizos de la cara acariciándola y se puso a observar las pecas que tenía sobre la nariz; por algún motivo, las pecas de su nariz eran ligeramente más oscuras que las de sus mejillas, observó que su labio inferior era más grueso que su labio superior, un rasgo que había heredado de ella, pero sus cejas gruesas definitivamente eran de su padre; Ingrid tenía las cejas muy delgadas en comparación. Pasó su dedo por la cicatriz de la ceja derecha, y Kara contorsionó el rostro ante la sensación. Todavía, Ingrid se preguntaba si la cicatriz le dolía y simplemente Kara no decía nada para no preocuparla. Kara se hizo esa cicatriz en una pelea; fue algo grave y, en el susto, Ingrid terminó gritándole horriblemente. Le dolía admitir que en esa ocasión estuvo más preocupada por el riesgo de ser descubiertas que el bienestar de Kara. Se sintió culpable ante ese recuerdo, pero rápidamente apartó la preocupación del rostro al ver dos ojos color miel observarla.

    —Hola, corazón. Estabas bien dormida. ¿Descansaste?

    —Sí —Kara se enderezó y apoyó la espalda en la pared mientras bostezaba.

    —No sé cómo pudiste dormirte sin antes prender el horno; ya hace mucho frío.

    —Siempre hace frío aquí; no es como que este lugar nos de mucha protección.

    —Traje para hacer un buen caldo con pollo y verduras, algo cálido para este clima. —Contestó Ingrid con entusiasmo—. Ven a ayudarme a pelar las verduras, por favor.

    Kara se levantó y de forma mecánica empezó a ayudarle. Ingrid le preguntaba sobre la escuela, por la tarea que tenía pendiente el otro día, que si había salido a correr por el sendero como a ella le gustaba, pero Kara solo contestaba de forma seca: «bien», «la terminé» y «hoy no tenía ganas».

    La cena pasó en silencio con las dos aparentemente concentradas simplemente en comer, pero Ingrid luchaba por el coraje de preguntarle a Kara si todo estaba bien, llevaba semanas muy callada y apagada, mientras Kara luchaba por morderse la lengua y no hacer comentarios hirientes, pues no tenía la energía para pelear.

    En la noche, cuando se recostaron, Ingrid intentó abrazarle, pero Kara fingió que se acomodaba ya dormida y la empujó ligeramente, saliendo de su abrazo. Ingrid entendió la indirecta y trató de convencerse, sin mucho éxito, de que simplemente era la adolescencia; esa noche tuvo pesadillas.

    Capítulo 2

    ¿Familia?

    En una pequeña cabaña, perdida en medio de la nada, donde nadie podría encontrarlas, los gritos y llantos hacían retumbar las paredes. Dos mujeres, cada una recostada en una cama metálica y fría, se encontraban rodeadas de gente desesperada por ellas; cada mujer gritaba cada vez con más intensidad ante el recurrente e intenso dolor. Tenían miedo, mucho miedo, temían continuar y que el destino las traicionara. Las mujeres se miraron y sostuvieron sus manos, expresaban terror; cada una temía por sí misma, pero también por la otra. Eran dos hermanas haciendo un último esfuerzo por dar a luz a sus bebés, sabiendo que uno de ellos estaba destinado a morir esa misma noche.

    —¡Empuja! ¡Ya casi está! —la comadrona de la hermana mayor la incitaba con más euforia a continuar—. ¡Ya puedo ver la cabeza de tu niña! ¡Sólo un poco más!

    Ya era el momento de la verdad. La primera en nacer fue la hija de Dahlia, una bebé sana que inundó la habitación con su llanto.

    —Quiero ver a mi hija —imploró Dahlia con lágrimas en los ojos, pero la anciana que las acompañaba se la quitó a la comadrona y la mandó a callar.

    —Si es tu hija quien debe morir hoy, te será más dolorosa tras haberla cargado; no la veas hasta que sepamos —le susurró la anciana ante la mirada sorprendida de la comadrona.

    Dahlia volteó a ver a su hermana Ingrid, quien había dejado de pujar y miraba de forma suplicante a su hermana.

    —Ya casi está, ¡debes pujar! —le rogaba su comadrona, más Ingrid estaba paralizada; su hermana la tomó de la mano.

    —Hay que hacerlo y lo sabes, o tu bebé morirá dentro de ti. Si continúas, aún tendrá una oportunidad —Ingrid cerró los ojos y, con un último grito, juntó todas sus fuerzas para que su bebé naciera.

    —¡También es una niña! —gritó la comadrona. Esa no era sorpresa alguna para el resto de las presentes. La anciana tomó a la otra bebé y asentó a las dos sobre una mesa de madera, ordenó a las comadronas que salieran y se fueran de forma inmediata, se acercó a las hermanas, les dio un momento para que respiraran y luego les ayudó a incorporarse. Ambas se sentaron sobre las camas con la poca fuerza que les quedaba a cada una.

    La anciana se retiró un momento de la habitación, regresó con una gran bolsa de piel, de la cual sacó una larga caja de plata; al abrirla, se encontraba una daga y una pequeña planta de muérdago. La anciana asentó los dos artículos sobre la mesa, cerró la caja, dejó caer al suelo la bolsa vacía de cuero, tomó el muérdago y pasó la planta alrededor del cuerpo de cada una de las bebés.

    La bebé de la derecha seguía llorando como lo hizo desde que salió del vientre y simplemente empujó con su mano la planta cuando esta se acercó a su cara, incomodándola. Las dos hermanas, que observaban por arriba de los hombros de la anciana, contenían la respiración, pero finalmente la anciana alejó la planta de la primera niña y Dahlia dejó salir un ligero gemido junto con una fuerte inhalación; su bebé estaba a salvo.

    La anciana acercó la planta a la segunda niña quien apenas calmaba su llanto; apenas sintió el escozor que las diminutas hojas le provocaban, su llanto aumentó e Ingrid tembló; la bebé empezó a tener ronchas rojas donde el muérdago la acariciaba.

    Ingrid suplicó:

    —Madre, espera, ese ritual no es seguro; no sabemos si ella es en realidad...

    —¡Cállate! —interrumpió la anciana—. Sabes bien lo que sucederá si dejamos que esta bebé viva. Sabes muy bien el peligro al que tu niña y todas nosotras estaremos expuestas si no lo evitamos ahora. Todas acordamos en esto cuando ninguna de ustedes quiso abortar, ¿recuerdas?

    Dahlia se acercó a su hermana y tomó su mano sin atreverse a mirarla a ella o a la escena que estaba a punto de tener lugar. Ella no podría ni imaginarse el dolor por el cuál su hermana estaba a punto de pasar, e Ingrid lo sabía muy bien; ninguna de ellas entendería el dolor que estaba a punto de vivir, así que ninguna podría juzgarla por sus siguientes acciones.

    Ingrid empujó a su hermana contra la mesa de metal y corrió a detener la mano de su madre; la empujó contra el suelo, tomó a su niña en brazos y corrió hacia la puerta.

    —¡Ingrid! ¡Ingrid! —gritaban detrás de ella, más sus piernas no se detenían, mientras sus pies corrían sobre el pasto verde fuera de la cabaña seguía escuchando que gritaban su nombre. Subió el empinado pasto hacía una carretera donde un automóvil se retiraba mientras que otra mujer apenas se estaba subiendo a su respectivo vehículo.

    —¡Zoe! ¡Zoe! —La mujer salió de su coche para ver a la embarazada que acababa de atender con un bebé en brazos, los pies llenos de lodo y sangre recorriendo por sus piernas.

    —¡Por Dios!, ¿qué sucedió? —gritó la comadrona.

    —Me tienes que ayudar, iban a herir a mi bebé, te lo suplico, aún si no quieres llevarme a mí, llévate a mi bebé. —Ingrid acercó a la bebé contra Zoe.

    —No seas estúpida, por supuesto que me llevo a las dos, sube al auto —Zoe la ayudó a subir mientras la abrazaba tratando de sostener su peso y el de su bebé. Volvió al asiento de conductor, dio media vuelta con el auto y observó por el retrovisor a la anciana que corría hacia ellas con daga en mano.

    —¡Oh, por Dios! —Gritó mientras aceleraba. La anciana las vio partir gritando:

    —¡Ingrid, nos has condenado! ¡Has condenado a tu hija y a todas las descendientes, mantente lejos de nosotras! ¡Nunca vuelvas!

    Ingrid miraba por el retrovisor a su madre, sabía la estupidez que había cometido, sabía que eso era traición, pero tenía a su bebé en brazos y eso era lo más importante de todo.

    —¡Por Dios, Ingrid! ¿Quieres que llame a la Policía? —la voz de la comadrona temblaba.

    —No; solo llévame lejos, iniciaré algo nuevo con mi pequeña —Zoe suspiró mirando el retrovisor, ya solo se veía la carretera que habían dejado detrás.

    —¿Te llevo con su padre?

    Ingrid sacudió la cabeza:

    —Él no querrá ser parte de esto, créeme. Seremos solo ella y yo. Estaremos bien —pegó a la bebé contra su pecho y besó su frente.

    Kara se levantó temprano, estaba acostumbrada a levantarse cuando debía sin la necesidad de una alarma. Su madre ya se había ido dejándole un plato con desayuno; no tenía hambre, pero se sentía mal de desperdiciarlo y lentamente fue comiendo como si fuese una tarea que debía cumplir. Cuando giró a ver el reloj ya era tarde, a pesar de ello salió sin mucha prisa y disfrutó caminar por su pequeño bosque, gozando todo lo que podía de ese agradable olor a pino y humedad.

    Antes de llegar a la escuela notó que quedaban muy pocos compañeros aun entrando y la misma maestra de su última clase de ayer estaba en la puerta, apresurando a los que llegaban tarde. Se sentó en uno de los columpios del parque aledaño, no tenía ganas de interactuar con ninguna maestra y asumió no pasaría nada por faltar solo un día. La maestra la vio en la puerta y parecía esperarla, pero Kara no iba a desistir. Se quedó observándola a lo lejos sin moverse hasta que finalmente la maestra entró moviendo la cabeza de lado a lado en señal de desaprobación. «¿Cómo si faltar un solo día fuese un gran pecado?», pensó.

    Se quedó ahí sentada, meciéndose suavemente en el columpio de plástico; era demasiado pequeño para ella y le apretaba las caderas, pero el viento era frío y aún no había mucho sol que la incomodara. Trató de disfrutar el momento y calmar sus ansias; últimamente, siempre estaba nerviosa como si en cualquier momento algo fuese a suceder, bueno o malo no sabría, pero su cuerpo le gritaba que algo estaba a punto de suceder.

    —¡Wow! Realmente nos parecemos mucho.

    Kara giró la cabeza hacia el origen de la voz y, de la sorpresa, se cayó de espaldas contra la arena.

    —Supongo que es normal sorprenderse tanto —la chica comenzó a reír al ver a Kara en el suelo.

    Kara retrocedió ligeramente usando sus manos como apoyo, sentada en el columpio al lado de donde ella había estado sentada hace un momento, había una chica igual a ella. ¡Kara observaba su propio reflejo!

    —¿Quién... quién eres tú? —Kara tartamudeó la pregunta.

    —Soy tu prima, ¿realmente no sabías que existía?

    Kara se quedó en el suelo observando a la chica que le sonreía tranquilamente; enfocándola mejor, empezó a notar las pequeñas diferencias entre ambas. La chica no tenía ni una sola peca en su pálido rostro, su cabello era ondulado, más no llegaba a su rizado, sus ojos eran castaños y sus cejas menos pobladas, su rostro era ligeramente más redondeado que el de Kara, y finalmente, Kara tenía una cicatriz en su ceja derecha mientras que ella tenía una cicatriz sobre su nariz que estaba ligeramente torcida. Cuando estaba segura de que no veía su mismo rostro, se levantó del suelo despacio; definitivamente, tenían que estar relacionadas de alguna forma como ella había dicho.

    —¿Mi prima? —finalmente preguntó Kara.

    —Así es, me llamo Olga, soy la hija de Dahlia. Ya sabes, tu tía.

    El rostro estupefacto de Kara dejaba claro lo que Olga ya asumía.

    —Mi tía Ingrid nunca te contó nada, ¿verdad? —preguntó Olga.

    —¿Cómo sabes el nombre de mi madre?

    —Porque mi mamá me contó. Después de todo, es su hermana y tú eres mi prima, Kara.

    —Yo... —Kara no supo cómo completar la oración.

    —Está bien, tranquila, tómalo con calma. Sé que hubo una fuerte pelea entre la abuela y tu mamá y por ello ya no se hablan.

    —¿Tengo una abuela?

    —Sí —Olga la miró con lástima en los ojos—. Y tenemos primas y tías segundas, ya sabes, primas de nuestras mamás; somos una familia algo grande.

    Kara sintió el ardor en sus ojos, tensó el rostro deteniendo las lágrimas.

    —¿Tienes algo que hacer ahora? ¿Quieres que vayamos a otro lugar a platicar? —Olga se levantó del columpio y se acercó a Kara; su mano hesitó en un intento por tocar su hombro, pero se arrepintió y solo bajó su brazo.

    —Sí, vayamos a otro lado a platicar —respondió Kara.

    Olga le sonrió y empezó a caminar con Kara detrás de ella. Caminaron en silencio por quince minutos hasta que llegaron a un pequeño café; Kara se detuvo.

    —¿Qué sucede? —preguntó Olga.

    —El lugar se ve... bueno, un poco caro. No traigo muchos dólares —Kara desviaba la mirada.

    —No te preocupes, yo invito —Olga sonrió.

    Entraron y, por petición de Olga, se sentaron en una de las mesas del exterior. Ella pidió dos chocolates calientes y unas tostadas francesas para desayunar; Kara no quiso nada de comer, sentía que iba a vomitar el desayuno.

    —¿Estás bien? Cada vez te ves más pálida.

    —No lo entiendo, ¿qué haces aquí? ¿Cómo es que tengo más familia? ¿Por qué hasta ahora me buscan? —Olga la interrumpió levantando la mano abruptamente, pero inmediatamente después recuperó la sonrisa.

    —Supongo que esto es raro y difícil de entender, pero sí, tienes familia, Kara; yo soy parte de esa familia. Mi mamá no me cuenta las cosas a detalle, sé que Ingrid se peleó con la abuela y de ahí se alejó. En las reuniones familiares, a veces comentan un poco sobre ello, pero la abuela siempre interrumpe y nos calla; le molesta que se mencione a Ingrid. Pero mi mamá, bueno, ella está triste cuando eso pasa —Olga aumentó el volumen de su voz—. Yo conozco bien a mi mamá, ella la extraña, extraña a su hermana.

    Kara no dijo nada, simplemente veía con intensidad a Olga quien se incomodó y desvió la mirada, observando el paisaje alrededor; movía inquietamente

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