Este documento presenta una nota introductoria de Alberto Paredes sobre la obra del escritor mexicano Severino Salazar. Paredes analiza tres cuentos de Salazar que exploran temas universales como el viaje de un joven de provincia a la ciudad, la vida en un internado escolar y el ascenso de una mujer en el mundo del espectáculo. A través de estas historias, Salazar utiliza alegorías para reflexionar sobre la naturaleza humana y la búsqueda del deseo.
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Este documento presenta una nota introductoria de Alberto Paredes sobre la obra del escritor mexicano Severino Salazar. Paredes analiza tres cuentos de Salazar que exploran temas universales como el viaje de un joven de provincia a la ciudad, la vida en un internado escolar y el ascenso de una mujer en el mundo del espectáculo. A través de estas historias, Salazar utiliza alegorías para reflexionar sobre la naturaleza humana y la búsqueda del deseo.
Este documento presenta una nota introductoria de Alberto Paredes sobre la obra del escritor mexicano Severino Salazar. Paredes analiza tres cuentos de Salazar que exploran temas universales como el viaje de un joven de provincia a la ciudad, la vida en un internado escolar y el ascenso de una mujer en el mundo del espectáculo. A través de estas historias, Salazar utiliza alegorías para reflexionar sobre la naturaleza humana y la búsqueda del deseo.
Este documento presenta una nota introductoria de Alberto Paredes sobre la obra del escritor mexicano Severino Salazar. Paredes analiza tres cuentos de Salazar que exploran temas universales como el viaje de un joven de provincia a la ciudad, la vida en un internado escolar y el ascenso de una mujer en el mundo del espectáculo. A través de estas historias, Salazar utiliza alegorías para reflexionar sobre la naturaleza humana y la búsqueda del deseo.
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SEVERINO SALAZAR
Seleccin y nota introductoria de
ALBERTO PAREDES
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTNOMA DE MXICO
COORDINACIN DE DIFUSIN CULTURAL DIRECCIN DE LITERATURA
MXICO, 2011
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NDICE
NOTA INTRODUCTORIA, ALBERTO PAREDES 3 OBRAS DE SEVERINO SALAZAR 6
CON ALAS BLANCAS 7 TAMBIN HAY INVIERNOS FRTILES 12 YALULA, LA MUJ ER DE FUEGO 25 3
NOTA INTRODUCTORIA
Provincia versus capital: pienso que esta frmula de reiterados opuestos es eco y derivacin de la pugna mayor con que usualmente se piensa Latinoamrica: Civilizacin y barbarie. Desde que Sarmiento rotula bajo esta consigna su visin de la querella argentina, hemos aceptado que nuestra geografa social es un divorcio perenne entre una vasta extensin salvaje desiertos, selvas, planicies sin fin, cordilleras, mares tempestuosos y el sagrado donde el hombre puede acogerse, la ciudad capital como la fortaleza de los valores urbanos e industriales que otorgan el contraste de la civilizacin. Muchos estudios han corrido su suerte para matizar ese claroscuro elemental (entre ellos, el muy atinado De la barbarie a la imaginacin de R.H. Moreno-Durn). En Mxico se ha insistido en que la generacin de narradores que aparece en los ochenta se destaca porque retorna temticamente a la provincia y que, segundo logro, descubre la vida urba- na ms all de la capital. Esa novedad de la patria es cierta pero recuerde el lector que desde Clemencia (1869) de Altamirano nuestros buenos literatos han sabido que Guadalajara, Quertaro, Puebla, Zacatecas, Veracruz, Morelia, etctera, existen. Se menciona este panorama de ciudades de provincia porque desde 1984 Severino Salazar dedica su obra a fabular su natal Zacatecas. * Estamos frente a un narrador nato. Lo suyo es cons- truir un mural de sucesos humanos imaginarios. Como tantos grandes del siglo XIX (Fernndez de Lizardi, Sierra, Prieto, Altamirano, Gutirrez Njera) el conjun- to de sus relatos construye una historia alterna. Zaca- tecas, desde la poca de explotacin minera colonial hasta el borde del siglo XX, es el espacio vivo de Sala- zar. Su obra conjunta la investigacin historiogrfica de archivo, la memoria oral popular, con el imn de lo imaginario. Los protagonistas de sus relatos viven his-
* Severino Salazar falleci el 7 de agosto de 2005. (N. del E.) 4
torias de deseo y fugacidad, de vrtigo vivido y avidez de soledad serena en un mapa real muy preciso. As como Altamirano inventa una fbula para narrar la guerra de intervencin francesa, los personajes de Sala- zar son cuas de la imaginacin insertas en la historia documentada de Zacatecas, aquella ltima ciudad del norte, aquel borde civilizado donde acababa la Nueva Galicia y empezaba el precipicio indmito de los chi- chimecas. A partir de la condicin histrico-geogrfica, Salazar hace historias de frontera existencial. Sus personajes son criaturas al borde del vrtigo. Una vida ordinaria est a punto de despearse, desea caer en su abismo, pues acaso la cada es otro nombre del vuelo que el azar o Dios o el destino nos tiene prometido. Como dice Moreno-Durn, el drama verdadero del hispa- noamericano es elegir entre la civilizacin de lo rutinario-enajenado o arrojarse a la barbarie, la magnfica locura de vivir la imaginacin. Las tres his- torias que aqu aparecen son las versiones de Salazar a tpicos consagrados de las letras europeas. El mucha- cho de provincia que anuda su ropa para ir a la ciudad a estudiar y sabe que, con ello, la diferencia su pequeo abismo silencioso ha empezado; lase con delicadeza en Con alas blancas el elemento del som- brero campesino para emblematizar el ridculo, motivo que Salazar recoge del complicado gorro del jovencito Charles Bovary en aquella novela fundadora de las ciudades de provincia: Madame Bovary. Tambin hay inviernos frtiles es su interpretacin del tpico del internado escolar. Se trata de mirar con ojos insom- nes lo terrible en el encierro de los jvenes estudiantes. Son los elementos de una pesadilla moral, donde las conductas atpicas balbucean su de nuevo dife- rencia. Yalula, la mujer de fuego honra otro monu- mento: el ascenso de una mujer pblica. Prostituta, bailarina o vedette, es la estrella de un cielo negro y enrarecido. Si ella es el espectculo, ver su vida desde su perspectiva, como lo fomenta Salazar, es revertir el show y asombrarse de la sombra extraeza 5
del mundo visto desde las violentas luces de la pasare- la del cabaret. Pues son, una y otra vez, con reiterada mana, ale- goras. Todo se le vuelve cuento o novela a Salazar y el corazn de la fbula es expresar un saber de la vida con imgenes y aparato de ficcin. Esta obra est enamorada de la vida como misterio. Lo mistrico es aquello que subyace a los hechos y sugiere, velada- mente, una interpretacin sobre la condicin humana. Interesa contar lo visible de una ancdota pues as se hunde el relato en las cavernas de lo que el yo desea con temor. Los zacatecanos de Salazar no son trans- cripciones fidedignas de los referentes reales, tampoco son personajes que se satisfagan en desarrollar su figu- ra en la trama directa del relato; son oscuras preguntas sobre la naturaleza humana, la certeza estupefacta de que nos define aquello que buscamos acaso errtica- mente pero sin coartadas. Cada historia es, deca yo, una cada. El personaje sabe y libera algo de s mismo porque lo ha pagado con su propia sangre. Felix culpa?, la redencin por el pecado? Probablemente. El lector de Yalula y de los muchachos de internado de provincia tiene ahora entre sus manos el placer y la condena de opinar. El mundo es un lugar extrao nos advierte Salazar desde el bello ttulo de una de sus novelas, y nuestra tarea es proseguir sin fatiga el dilogo de enigmas que propi- cian estos personajes, cuya heroicidad posible es la incivilizacin del deseo.
ALBERTO PAREDES 6
OBRAS DE SEVERINO SALAZAR (Tepetongo, Zacatecas, 1947):
Donde deben estar las catedrales, 1984 (Premio J uan Rulfo para primera novela) Las aguas derramadas, 1986 El mundo es un lugar extrao, 1989 Llorar frente al espejo, 1989 Desiertos intactos, 1990 La arquera loca, 1992 Histeria floribunda, indito *
* Esta nota bibliogrfica se reprodujo sin cambios de la edicin de 1995; no se ha comprobado la publicacin de una obra de Severi- no Salazar bajo este ttulo. (N. del E.)
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CON ALAS BLANCAS
Fue a finales de los aos cincuenta cuando sal por primera vez de mi pequeo pueblo. Y aunque regres y volv a salir muchas veces hasta que hice el viaje sin retorno en esa primera vez cre que ya nunca iba a volver o que si regresaba otros iban a ser mis intere- ses. Por lo tanto, recuerdo que regal mis pertenencias: lo ms importante para m eran una yegua y un burro que le don a mi hermano, el que me segua en edad; a otro le regal mi nico libro que posea: Corazn, dia- rio de un nio y un rifle viejo que s serva; a alguno ms mi coleccin de patoles de colores y una petaqui- lla enorme de madera. Todo porque la tradicin fami- liar dictaba leyes inquebrantables: el primognito deba abandonar la casa y los campos donde haba nacido y haba crecido para que estudiara los nmeros y supiera sobre la medicin de las propiedades, para que supiera hablar con propiedad y escribiera y contestara cartas, para que conociera las leyes y supiera de litigios. Y para eso haba que irse lejos: a la ciudad de Zacatecas, a Guadalajara o a algn lugar ms distante como la ciudad de Chihuahua. A travs de cartas y giros postales, los preparativos para mi viaje haban empezado muy al principio del verano. Y aunque yo vea muy lejano el da para partir, pronto lleg el otoo y para entonces ya casi todo esta- ba preparado. En la larga lista de objetos que cada alumno deba llevar consigo al ingresar al internado, haba uno que consista en un colchn individual, y se especificaba que ste deba estar hecho de lana de borrego blanco o de plumas. Sin embargo, eso no planteaba ningn problema, ya que en la casa haba la costumbre de trasquilar las alas a la parvada de patos igual que si se tratara de los borregos, y las plumas les volvan a cre- cer; o se guardaba en un costal todo el plumaje de los que se sacrificaban para comer su carne. De aqu sali el mullido colchn que confeccion mi madre. Para 8
que cada vez que te acuestes te acuerdes de tu madre, me dijo. El largo viaje desde Zacatecas hasta Chihuahua con semejante estorbo se tena que hacer. En ese tiempo duraba dos das, pero a m se me hizo lento y eterno. Pero no me debo adelantar. Llegaba el da para partir. Una tarde inolvidable me fui a despedir de mis abuelos, de mis tos y de mis primos. De mis amigos. De los vecinos. De mi maestro de primaria. Y yo senta que todo el mundo ya me trataba como a un extrao, que ya no les perteneca, pues se dirigan a m con un respeto desconocido, con una distancia que en ese momento empez a crecer, sin que yo lo supiera entonces. Muy temprano en la maana, en el nico camin que en ese entonces pasa- ba por el pueblo, saldra con mi padre para la ciudad de Zacatecas. De ah tomaramos el ferrocarril. De pronto, una confusin de sentimientos me volva los espacios de mi casa, los corrales, las huertas, las calles del pueblo y las montaas en la distancia, todo como un lugar desconocido, pues tena muchos deseos de irme y estaba feliz porque iba a conocer ciudades grandes y modernas, pero al mismo tiempo me daba miedo, qu tal si mientras estaba lejos se mora alguno de mis padres, o uno de mis hermanos, o mis abuelos. Y porque no estaba seguro de poder aguantar tanto tiempo sin verlos. Mi destino estaba en un internado de la remota ciudad de Chihuahua. Ms all de los desiertos del norte de nuestro estado. Y esa excitante maana, miraba por la ventana del autobs que el pueblo se iba haciendo chiquito hasta que por fin desapareci. Arriba del techo iba mi maleta y mi colchn nuevo enrollado, bien atados con lazos y cubiertos con una lona por si nos agarraba el agua en el camino. Cruzamos muchos campos de maz y de trigo ya maduros antes de llegar a J erez y luego a la ciudad de Zacatecas al medioda. Una hora ms tarde, sentados sobre mi colchn enro- llado, a medio andn de la vieja estacin, de cantera y rejas de hierro negro, esperbamos el tren, yo con mi sombrero puesto, pues yo senta que era parte de m, 9
que haba nacido conmigo, por eso no lo quise dejar, a pesar de que mis hermanos y mi madre insistieron. Mi gusto no tena lmites, pues iba a ver el tren por prime- ra vez en mi vida. Repentinamente el ferrocarril lleg silbando y echando gruesas nubes de humo. Se arrastraba como una larga serpiente negra entrando al tnel de la esta- cin. Los fuertes silbidos hacan cimbrarse al viejo edificio y sus fierros y vidrios. Vena repleto. La mitad del viaje lo hice en un pasillo y sentado sobre mi colchn de plumas. En la tarde comenzamos a cruzar el desierto. Eran los ltimos das del otoo y pareca como si el cielo azul empezara a enfriar la tierra. Nubes de pjaros negros cruzaban muy rpido y muy arriba, espectacu- larmente, los amplios valles. Mi padre me deca que se alimentaban de semillas en el desierto. A lo lejos sola- mente se vea un hilito azul de montaas y luego otra vez el inmenso cielo. El viento no tena hojas secas que arrastrar, slo el polvo que se meta por las rendi- jas de las ventanas y de las puertas y luego a mis ojos y me haca llorar sin tener ganas. Y, despus, el atar- decer rosado a la hora de la puesta del sol me haca pensar en las tibias sementeras del rancho de mis abuelos. Pasamos por muchas ciudades y pequeos pueblos a la orilla de las vas del tren, y ste se paraba en todos. Suban y bajaban gentes que hablaban con diferentes entonaciones a las nuestras. Pero el recorrido nocturno fue un espectculo grandioso: un desfile interminable de luces de colores. Y lo ms hermoso y mgico era ver las antenas de las radiodifusoras, largas, en los valles o sobre las montaas, salan en medio de las ciudades, como plantos de espigas de focos rojos. Eran las antenas de las radiodifusoras cuyas seales reciba el radio de madera que se encontraba en la sala de mi casa. El radio junto al cual pasbamos muchas horas de nuestras vidas, sin hablar, casi religiosamen- te, pues a travs de l entraba en nuestros odos el resto del mundo, el mundo desconocido y lejano, casi inal- canzable. El radio que solamente podamos escuchar 10
las primeras horas de la noche, ya que se era el nico tiempo que la planta elctrica del pueblo funcionaba. Como llegamos a la ciudad de Chihuahua al ano- checer, nos hospedamos en un hotel cerca de la lujosa estacin. Mucho tiempo antes de dormirme lo pas frente a la ventana de nuestro cuarto, a oscuras; miraba hacia una ancha avenida por donde suba y bajaba un ro de coches, y todas las luces de nen de la ciudad prendan y apagaban, se escurran sobre los anuncios o desfilaban sobre los techos, anunciando productos o lu- gares desconocidos para m. Eran las seales de una larga cadena de signos que esperaban ser descifrados, dar su mensaje. A la maana siguiente, despus de desayunar, un taxi nos llev hasta las puertas del instituto. En un amplio vestbulo esperamos a que el rector nos recibie- ra. Y cuando estuvimos frente a su escritorio trat a mi padre como si ya lo conociera, como si hubieran sido viejos amigos. A travs de una larga serie de cartas y giros postales, enviados desde las oficinas de correos de mi pueblo, haban hecho nacer esa amistad. Mientras mi padre y el rector hablaban, un prefecto y el que despus supe que era el jardinero me llevaron a m, a mi colchn enrollado y mi maleta, a travs de una serie de pasillos de un edificio cuyas largas venta- nas daban a un precipicio. En el fondo corra un delga- do hilo de ro de aguas sucias. A lo lejos se vea un puente de hierro negro, donde ahora iba entrando un tren. Pareciera que la escuela estaba vaca si no fuera porque de los otros edificios escurra un murmullo como de panal de abejas, de olla hirviendo, de una gran mquina misteriosa que estuviera triturando fra- ses, oraciones, exclamaciones. Una mquina que estu- viera transformando nios en hombres sabios, conoce- dores de la vida y del mundo. Y esa mquina despidiera un olor de virutas de lpiz y goma de borrar. Esa sema- na haban comenzado las clases. El jardinero desenroll mi colchn sobre una de las camas de madera del centro del dormitorio y se fue. El prefecto me entreg la llave de una cmoda tambin de madera que estaba en la cabecera y me dijo que ah 11
acomodara mi ropa. Y qutate tu sombrero. Gurdalo ah como un recuerdo de cuando llegaste. Si no quieres volverte el hazmerrer, no se lo muestres a nadie, me dijo. Luego me dio las tres piezas del uniforme del colegio para que me lo pusiera antes de llevarme a presentar a mi grupo y a mis maestros. Cuando me dio esas ropas tan gruesas sent que se me vena encima el invierno. Del desierto llegaban esos lengetazos de aire helado que recorran y circu- laban el colegio y esta ciudad entera. El mundo se haba vuelto hostil, oprimente, tanto cambio drstico al que no estaba acostumbrado haca ms grande mi sensa- cin de acabar de entrar a un lugar extrao. Me senta como un caracol o una tortuga fuera de su concha; mis miembros estaban desgastados y dbiles. Me desnud y, antes de ponerme el uniforme nuevo, me sent por algunos instantes sobre mi colchn de plumas blancas, hecho de cientos de alas que haban volado, que haban cruzado ros y charcos hondos, alas que se haban movido en muchas dimensiones. Alas que haban estado henchidas por el viento de mi pue- blo, por el agua de sus ros, por mi tierra, por el fuego de la vida. Me tir repentinamente sobre mi nueva cama, sobre esa superficie suave, amable. Mi cuerpo desnudo era como una larva a la cual le estuvieran creciendo sus alas. Entonces me di cuenta de que haba salido de mi pueblo, que haba huido de los mos sobre alas blancas, para caer en ese colegio para varones que era como un nido. Y los encuentros y desencuentros que sobre ese campo de plumas se dieron, son motivo para otra historia.
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DE LAS AGUAS DERRAMADAS
TAMBIN HAY INVIERNOS FRTILES
para Elosa
Cuando el amor se manifiesta por primera vez en cual- quiera de sus formas, es siempre el mismo problema para todos los hombres. Pero la manera de enfrentarlo es diferente. Hay criaturas que traen en el corazn brjulas enloquecidas, extraamente orientadas, que los obligan a tomar por caminos desconocidos para luego ah abandonar sus almas a desoladas y terribles contemplaciones, apartndose trgicamente de su obje- tivo original. Nuestra historia comienza con este invierno que ha sido el ms fro y el ms largo en el colegio. Casi con las hojas de los rboles cay tambin la nieve. Las aves que presurosamente viajaban hacia el sur se dete- nan a descansar en las ramas de los gigantescos la- mos cultivados en el jardn trasero, hasta que las hojas desprendidas por el viento durante la noche eran barridas, amontonadas y quemadas antes de que el sol saliera. Las gruesas columnas de humo blanco que se elevaban suavemente hacan que las aves emprendie- ran otra vez su prematuro vuelo. Despus de una noche fra, en la maana el sol ya no sali. Todos los alumnos dejamos los dormitorios y asistimos bien arropados a clases. Y como a la una de la tarde, desde nuestros salones, vimos las primeras plumas de nieve bajar rompiendo apaciblemente las capas de aire y caer sobre el pavimento negro de las canchas de basquetbol o acomodarse en todos los luga- res disponibles de los edificios. Bajamos al patio gritan- do, mirando al cielo blanco, dejando que los copos de nieve nos resbalaran por la cara. Mientras los frailes, desde las escaleras, nos invitaban a que saliramos a la calle. Ningn alumno se qued en el colegio aquella tarde, excepto t. Todos salimos bien abrigados con nuestras boinas, guantes de estambre y orejeras de terciopelo; 13
armados con botes viejos de hojalata, con cacerolas agujeradas, tapaderas y palos; haciendo con los gri- tos y porras que se ahogan entre el escndalo metli- co que la gente del barrio saliera a sus jardines, que los viejecitos, desde adentro, pegaran la cara a los cris- tales de las ventanas para mirarnos pasar, sin dejar de sonrernos; que los nios del barrio se nos unieran en la manifestacin de regocijo por la llegada del invierno. Regresamos al colegio cuando el piso de las calles ya estaba cubierto por una fina capa de nieve y toda la naturaleza a nuestro alrededor ya tena la primera ma- no de los brochazos del invierno. En el zagun sacu- dimos nuestras gorras y nuestros abrigos para dirigir- nos al comedor. Y ms tarde, desde las ventanas de la sala de estudio, miramos a la ciudad envuelta en un vaho gris, que se iba borrando a medida que el tiempo transcurra y nos quedbamos como a la deriva en las inclemencias del invierno. Desde esa tarde ya nadie entr ni sali del internado. Nos dedicamos en cuerpo y alma a tomar las clases en los salones entibiados por los calentadores elctri- cos, a comer, a sentarnos en las tazas heladas de los baos, a leer y a hojear libros de estampas en la biblio- teca; a jugar en las noches, por equipos, juegos de mesa; a esperar esas horas largas para irnos a dormir... Todo pareca tan aburrido aqu adentro, que no sopor- tabas mirar hacia los vidrios de las ventanas desde cualquier lugar que estuvieras y, por la tibieza interior y el fro de afuera, llenarse como de lgrimas de agua, las cuales de repente se resbalaban culebre- ando sobre la superficie, arrastrando con ellas otras gotas. Todo el invierno nos viste hacer esto: nos par- bamos frente a las ventanas y con un dedo escribamos nombres sobre los cristales, jugbamos gatos, dibuj- bamos paisajes que al poco rato ya eran ilegibles, hasta que las superficies se cubran de gotas nuevamente y continuaban con su constante lagrimeo. De vez en cuando te parabas para frotar una parte del cristal con una de las mangas de tu abrigo. Y contemplabas por largos ratos los lamos cercanos, cuyas ramas ms inclinadas, las que estaban casi horizontales, retenan 14
la nieve que no cay al suelo, que se empez a derretir y las gotas y chorros pequeos que escurran se que- daban paralizados, suspendidos, como cristalizados en el viento. Tambin ese paisaje contena un hermoso pjaro verde, excepcional, que acurrucado en el hueco que formaban dos ramas, miraba tal vez a nuestra ven- tana, con sus plumas erizadas; quiz perdido, olvidado por la parvada, se dejaba morir lentamente en esos das helados sin poder hacer nada. T dejabas ese paisaje que de seguro te deprima para pasear la mirada por las canchas de basquetbol. Y despus de un buen rato me preguntabas: Quin ganar el prximo campeonato? Quedaremos otra vez empatados el equipo de Gilber- to y el mo? Ganar l?.
Tal vez la impresin, el miedo a los pensamientos que se van aclarando, las deducciones que a cada momento que pasa son ms convincentes, todos los recuerdos, el dolor el arrepentimiento no, porque no lo conoces; todo esto hace que t no llores, como los dems, porque nuestro amigo Gilberto est para siempre encerrado en ese atad blanco, y su rostro, que vemos a travs del cristal, con un hilito de sangre ya negra entre la nariz y el labio superior, es transparente como la cera. Ests parado y muy tieso en la cabecera, haciendo guardia junto con otros tres compaeros que a cada hora son relevados por otros tres. Slo t permaneces aqu, porque el padre director haba dicho que, siendo tu amigo inseparable, ahora debas acompaarlo hasta la ltima morada. Tal vez sea ste tu mayor castigo. Y con tu cara seria ests mirando ahora el fretro, despus los cuatro cirios, luego las coronas que a cada momen- to son ms, que recargan en las paredes y despiden este perfume fresco, solemne, que se mezcla al de los cirios cuyas flamas oscilan slo cuando la guardia se retira o alguna otra persona se acerca. En estas inter- minables horas de vela recuerdas los momentos vivi- dos con Gilberto en este internado para varones, al cuidado de frailes, sobre una de las lomas ms altas de las que rodean la ciudad de Chihuahua. Revives en tu 15
mente el rostro colorado cuan diferente al de aho- ra y rociado por el sudor, cortando el aire en las canchas de basquetbol a toda velocidad. Tambin recuerdas que a veces, sin que t supieras ni cmo ni por qu, slo obedeciendo ciegamente a un cruel instinto que tienes desde que eras pequeo, te parabas dormido, recorras gran parte del internado y despertabas en su cama, junto a l. S, Gilberto te son- rea y despus regresabas a la tuya para vestirte. Y bajabas a desayunar mientras te deshacas en mil conje- turas, buscando la razn o justificacin de ese fenme- no, de esa cosa que cada da te atormentaba ms por la burla que provocaba en los otros, nuestros compae- ros, los cuales no entendan nada de lo que te estaba pasando. Mientras tanto, a ti ese vagar nocturno se te iba volviendo una costumbre incontrolable. A nuestras preguntas decas que andabas a solas, como recorrien- do interminablemente una catedral: oas el eco de tus pasos botando entre los pilares y las naves, veas la luz de colores escurrir derretida de los vitrales, escuchabas tus pisadas sobre la escalera de piedra de sus torres, sentas el viento desgarrarse en las puntas filosas de sus pinculos, mirabas al sol embarrado sobre las pare- des irregulares de sus campanarios. Esa cara sin expresin no es la de Gilberto. En estos momentos sientes ese lmite que hay entre los recuer- dos que se tienen de una persona viva y los que se tienen de una persona muerta; la transformacin que stos sufren, como que ya no pertenecen a la realidad, sino que parecen venir de un sueo muy distante, velado. Dnde est la sonrisa que tena aquel viernes la noche de un da caluroso de junio, en esta ciudad de los climas extremosos, aquellos das ardientes, de deseos latentes e insatisfechos, cuando a la hora de la siesta veamos desde aqu la ciudad en un constante temblor, bajo un inquieto y endiablado espejismo cuando t, l y yo entramos al Cilindro, aquel cabaret situado sobre la avenida ancha, llena de nardos rosas y blan- cos, que termina en la estacin del ferrocarril? Dnde est la otra sonrisa, la que t creste burlona? Porque cuando salimos del Cilindro l no coment nada, ni 16
te pregunt por qu, no te pidi ninguna explicacin. Se limit a caminar mirando el suelo, sonrindose, quizs repitiendo para s la ltima frase con la que lo haba desengaado la prostituta en el cabaret. Mientras t, caminando un poco ms adelante de nosotros para evitar que te viramos a la cara, no sabas qu comen- tar, no podas reclamarle y decirle que su silencio te incomodaba, te ofenda, era humillante, te tena al borde de la locura. Porque no sabas qu teora en esos momentos estaba comprobando. Slo comprendiste que sa haba sido la hora de la maldita verdad.
...Te quedaste parado entre la puerta y la sinfonola, la cual tocaba sin descansar danzones muy animados. Gilberto sigui caminando hasta un rincn caluroso y tom asiento en una mesa donde haba dos muchachas no muy jvenes; las dos eran morenas con el pelo tei- do color castao. Empez a platicar con ellas. Fuma- ban. Se vean animados. Y despus de un rato sac a bailar a una de ellas. T lo viste, sin que l lo hiciera, cuando la confianza que se tomaron fue obvia, en una conversacin seguramente trivial, pero matizada por el mutuo regocijo; hasta que se perdieron entre las otras parejas que tambin bailaban despacio y muy juntas. T sabas que l se senta observado, que estaba como actuando para ti. Quiero que me hagas un favor le dijo Gilberto. Yo no hago favores; pero depende, si me convie- ne le contest sonriendo la muchacha. Cunto? pregunt el. Tres mil del guila. Que sea menos... No, mijito. T tendrs tu carita muy bonita, pero yo necesito la lana. Una est fregada y ustedes son riquillos. Bueno. Est bien, pero el negocio no es conmigo Gilberto la hizo dar una vuelta rpida y se quedaron parados. Ves al muchacho que est parado entre la puerta y la sinfonola? S. 17
Y ella se haba quedado mirndote por algunos segundos. Que no te vea! Y siguieron bailando. Pues quiero que lo saques a bailar y te lo lleves. Que me lo lleve yooo...? As es. No comprendes? Es un muchacho que... Cmo te dijera? Siempre... No s... Pero de todos modos yo te pago, yo te voy a pagar. Ya? Mralo aho- ra; se est aburriendo. Mientras Gilberto seal con un dedo hacia donde estaba la otra muchacha, yo bailo con tu amiga. Okey acept la muchacha. Gilberto baj el escaln de la pequea pista e invit a bailar a la otra muchacha. Entre tanto, la primera mujer se fue derecho hacia donde t estabas. Y l, desde la pista, no dejaba de mirar hacia donde la muchacha intercambiaba palabras contigo. Luego, optimista, con la alegra del que sabe que le van a dar una sorpresa y que lo nico que tiene que hacer es esperar, se volvi a perder entre las otras parejas e hizo que se olvidaba por un momento de ti. Despus de dos melodas que haban bailado, Gilber- to invit a su pareja a tomar una copa en la barra y, para su asombro, se encontr a la primera muchacha sentada tambin frente a la barra, tomando sola. Gilberto le puso una mano en el hombro y le pregunt impaciente: Qu pas con mi amigo? Ella dio un trago a su bebida, con una sacudida vio- lenta se deshizo de la mano que tena en su hombro y sin voltear a verlo solamente le contest: No me ests chin-gan-do.
Sentado sobre el tapete de la sala de estudio y frente a las grandes ventanas que dan a la calle, tu tiempo transcurre entre miradas a las lminas del libro que hojeas entre tus piernas y largos ratos de contempla- cin al sol amarillento, del cual apenas se distingue una masa redonda y viscosa, que sali hoy por primera vez en muchos das. Y ese sol al fin se hunde entre los 18
picos de las cordilleras al otro lado de la ciudad, cuyas crestas y pliegues todava se encuentran completamen- te cubiertos de nieve ya slida, que cay desde el prin- cipio de la temporada y an se defiende del deshielo que provocan estos aires barredores de febrero, que comienzan a derretir tambin las pasiones dormidas. Los ltimos resplandores de oro que las montaas refle- jan en los altos muros casi lisos del internado, te ciegan y te impiden ver, abajo, a la ciudad irse perdien- do entre las sombras de la tarde. Ya que los muros de la escuela, por estar situada en la loma ms alta de las que circundan la ciudad al este, son los primeros en recibir los rayos del sol al amanecer y los ltimos al ocultarse. Recorres con la vista el ro que divide la ciudad en dos hasta convertirse en la barranca que marca el lmite del colegio; luego cuentas los puentes que comunican las dos mitades para terminar con el ms cercano, el puente de hierro negro por donde los trenes cruzan el ro, y cuyo ruido llega hasta nosotros cuando estamos en clase, ya en la cama o jugando basquetbol en las canchas amuralladas con tela de alambre cubierta de enredaderas. Y es entonces cuan- do suspendemos el partido para irnos a pegar a los alambres y ver pasar el tren carguero largusimo, casi interminable, con muchos hombres que caminan y corren sobre los vagones en movimiento, sin perder el equilibrio. El hecho de que en el internado nunca se tome la lista de asistencia a clase fue la causa de que hoy nadie echara de menos a Gilberto. Dejas tus contemplacio- nes en la sala de estudio para unirte al asombro general que conmueve al internado. Todos los muchachos gritan o lloran, dicen que jams en el colegio haba pasado algo parecido. El pnico y el horror han hecho presa general. Ya nadie hace caso de nada. Todos los frailes estn en los dormitorios y los alumnos amontonados en las entradas comentando: Gilberto fue encontrado ahorcado. Uno de los mozos descubri el cuerpo. Lo hicieron con una red verde. De esas que sirven para guardar los balones de basquetbol. Dicen que se la quiso 19
quitar. Tiene la cara araada con sus propias uas. Y creen que lo mataron cuando an estaba dormido. Subes al camin del colegio. Para esta ocasin est adornado con un moo de papel blanco en cada asien- to. Vamos bien abrigados y enguantados. Nos hicieron ponernos el uniforme de gala. Es una tarde demasiado helada, hija de un da nublado. Mientras te acomodas junto a nosotros, en silencio, los vidrios de las ventani- llas cerradas se empiezan a empaar por el aire que afuera acarrea el fro de los tmpanos de hielo, que poco a poco se evaporan en las montaas. Slo se escu- cha el ruido de las botas al contacto con el piso metlico del camin. La carroza va adelante, la sigue el coche que condu- ce al general Aniceto Lpez Morelos, padre de Gilber- to, y a sus familiares que hoy en la maana llegaron de su hacienda en Zacatecas. Luego otro carro en el que va el padre director y otros familiares: atrs los dos camiones del colegio. Vamos cruzando un largo puen- te escoltado por sauces escurridos y quietos. Ves, a travs de los vidrios empaados que no te atreves a limpiar, el ro cubierto de hielo y espuma que se extiende hasta perderse detrs de la colina en cuya cspide, como un castillo medieval, se encuentra el internado y, al aire libre, en una meseta, las canchas escuetas y fras, don- de el cielo gris, ms bien descolorido, se rompe con los dibujos enmaraados que forman las ramas blancas de los lamos desnudos de hojas. El trfico se detiene, nos cede el paso y nos limpia la atmsfera de sonidos cuando atravesamos el centro de la ciudad, con su catedral de cantera morada, sus edificios modernos de cristal, grandes y lujosos hote- les, hasta que nos perdemos entre las calles largas, luego cortas, y giramos sobre glorietas con monumen- tos o sin ellos. Antes de llegar al panten vimos pasar residencias de cantera carcomida y vieja, esos templos evangelistas, grises y hmedos, que imitan con sus vitrales y delgadas torres el estilo Gtico, y sus atrios sembrados de pasto un poco maltratado por la nieve y divididos por enrejados de elaboradas figuras; los jardi- nes con sus fuentes rodeadas de pinos y cedros, cuyas 20
ramas estn quebradas por sostener, largo tiempo, pesa- das cargas de hielo; andenes lodosos y bancas de gra- nito heladas. Ya a la entrada del panten nos formamos atrs del fretro que cuatro frailes con las capuchas cubrin- doles la cabeza cargan solemnemente; luego una banda de msicos que estaban esperndonos. Empren- demos la marcha y atravesamos el cementerio hasta que llegamos a un rincn donde una fosa abierta en la nieve y la tierra hmeda, con un montculo al lado, nos aguarda. Caminamos escuchando la msica y los llantos callados, casi suprimidos de la madre y las hermanas de Gilberto.
Al regreso de los funerales bajas t el primero del camin, el cual se estacion frente a la puerta principal del colegio. Te levantas el cuello del abrigo y, sin querer, miras la ciudad: los anuncios de nen corrien- do y centelleando en la distancia, el alumbrado mercu- rial indicando la presencia de las grandes avenidas, los pequeos bosques apenas alumbrados en la orilla del ro. Toda la ciudad te parece un lago fosforescente donde no se reflejan las montaas nevadas ni la colina donde est el internado, como que no acepta que sus cristalinas aguas sean el espejo del lugar donde un crimen se ha cometido. Cruzas el pasillo por donde t, yo y tambin Gilber- to un da entramos por primera vez. Los tres somos zacatecanos y en este internado nos conocimos, nos descubrimos. Pero t llegaste primero y como con una piedra labrada de nuestra catedral adentro de la cabeza. Subes los escalones despacio, acariciando los baranda- les de acero con tu mano enguantada y sientes el fro que traspasa el tejido. Te paras en el primer descanso y no sigues a tus compaeros que nos dirigimos al come- dor, donde estn puestas las mesas para la cena, sino que te quedas mirando la negrura de la cancha con sus hermosas cintas de pintura blanca, y cuentas con tus dedos los tres meses que no ha sido usada a causa de las nevadas y del fro que impide salir en pantalones 21
cortos a jugar. Miras enfrente las montaas de donde escurren estas olas de aire, que te revuelven los me- chones rubios que tu boina de estambre a rayas no alcanza a cubrir. Recuerdas que apenas hace cuatro das t y Gilberto ya no haban podido resistir ms el deseo de ir con el padre director y, en nombre de todos, preguntarle cundo los dejara usar las canchas. Y l les haba contestado que a pesar de que ya no haba nieve, el fro que bajaba de las montaas, an nevadas, les poda causar una bronquitis; y no haba necesidad de esas cosas. Sin embargo, ahora que te lo repites te parece tan lejano, como si los acontecimientos de estos dos ltimos das hubieran ocurrido en aos, en siglos, que te transformaron y que ahora te impiden compren- der algo que t ves al otro lado de una espesa muralla de pena, de rencor, de odio, de desamor por todo... Piensas que un funeral as es bonito, inolvidable, con coronas de flores blancas tradas de muy lejos, violi- nes, trompetas y contrabajo. Cmo estos instrumen- tos, que hasta ahora t habas sabido que se utilizaban para provocar la felicidad, despus eran usados para sentir ms el dolor? Y t lo comprobaste: cuando la meloda cambiaba compases, el llanto aceleraba, el dolor era ms agudo, penetraba como un cuchillo. Sentas como tristeza, como envidia porque ese funeral no fue el tuyo. All abrazaste la alegra, el dolor, el placer, la triste- za juntos; cmo una cosa ayudaba a sentir ms la otra. Qu hermosos se escuchaban los violines en el pan- ten. Cmo la msica, imposible de aprenderse a tara- rear de memoria, se deslizaba sobre los contornos de las tumbas de mrmol y de cantera; cmo suba a las copas de los rboles y bajaba; cmo era su contraste con el sonido hueco que produjeron los primeros puos de tierra al caer sobre el atad, y el chirrido de las palas introducindose en el montculo de tierra hmeda para ser depositadas en la tumba. Sonres cuando te convences que esos momentos son realmen- te los ms bellos en la vida, porque crees que dejan un recuerdo bien aprendido por todos los sentimientos. 22
No vas a cenar. Pasas sin mirar al corredor y a los lamos de cuyas ramas cay el pjaro verde que vimos a travs de las ventanas, aquel da cuando nadie fue capaz de cruzar el fro del invierno para rescatarlo y ofrecerle algo de calor antes de que la nieve se lo traga- ra. Te diriges al dormitorio. Te sientas a la orilla de tu cama y miras la que fue de Gilberto. Hay algo de te- rror en tu cara. Te quitas los guantes, la boina, la cami- sa, los zapatos. Te bajas los pantalones y los dejas so- bre una silla. Te hincas en el suelo y doblas la cintura hasta que tu cabeza toca el suelo, y ves debajo de la cama tu baln de basquetbol, lo acaricias con la mano derecha por unos momentos y luego te paras. T eres el nico que tiene baln propio en el colegio; te lo trajeron de tu casa para la Navidad; los dems usamos los del colegio. No tenemos la satisfaccin de siquiera tocar uno por mucho tiempo, porque estn encerrados en el gimnasio. Tiemblas cuando se encuentra tu cuer- po semidesnudo entre las sbanas fras, casi hmedas. Y como que todo el dolor te llega de un solo golpe. Te retuerces como un gusano acabado de nacer, que ape- nas ha sido aventado a su pedazo de tierra. Lloras sin ninguna queja: el dolor y las lgrimas fluyen sin inte- rrupcin. Porque de alguna forma te has dado cuenta de que aqu y ahora acabas de tener ya la primera de una larga serie de prdidas. Y con la amarga certidum- bre de que eres un hombre diferente a partir de esta no- che, cierras los ojos y te duermes despus de muchas, muchsimas horas de no haber probado el sueo.
A la maana siguiente comentamos lo que vimos muy de madrugada, cuando an no haba esperanzas del nuevo amanecer. En el colegio todos dorman, y la nica seal de vida eran los focos encendidos en los pasillos, los reflectores sobre las canchas o el ruido de algn avin que volaba sobre la ciudad dormida, bri- llante y quieta. Y t sin saberlo, sin sentir, sin querer- lo, dormido y despacio saliste del dormitorio a los pasi- llos. Calculando cada paso, sin expresin en el rostro, con la mirada perdida, sin esperanza y fija en un punto 23
que tal vez estaba en el centro de la cancha negra de hermosas rayas blancas. Con el baln de basquetbol en los brazos, bajaste las escaleras. Ibas semidesnudo y descalzo. En el centro de la cancha gritaste al tiempo que lanzabas el baln hacia el tablero, el cual se qued oscilando ruidosamente. Corriste detrs de l y lo atra- paste para de nuevo tirarlo al otro tablero; hacas pa- ses, creas or un silbato marcando una violacin a las reglas; una conmocin general. Sentas codazos en el estmago, manos que se interponan a tu paso y que estiraban tu ropa; te defendas de los atacantes imagi- narios, de los partcipes de un juego atroz, sagrado, decisivo, en el cual t solamente te defendas. De pronto todo se transform en un llanto feroz, en un desahogo general que corra de tablero a tablero, emi- tiendo gritos desarticulados y horribles que hicieron a nuestros compaeros, que no estaban observndote desde el principio, despertar y, castaendoles los dientes, vieron por las ventanas a un fraile en pijama salir corriendo y dirigirse al centro de la cancha, donde te encontrabas tirado sobre el baln, como si lo quisie- ras estrangular, en un acto lleno de ira y amor. En esos momentos no pude escatimar una lgrima por tu des- dicha que bien supe disimular delante de los otros, as como no las evit por la desgracia de Gilberto. El fraile te tom de un brazo y automticamente obedeciste. Sollozando te paraste. l recarg tu cabeza en su costado y los dos juntos, despacio, cruzaron la cancha, subieron las escaleras y te dej, otra vez, dur- miendo en tu cama. El hermano haba llevado a cabo tu rescate como si fuera algo cotidiano, que segura- mente deba hacer muy seguido. T slo pudiste recordar que al acostarte habas vis- to y tocado tu baln rojo, y ahora para comprobarlo vas corriendo y lo sacas de abajo de la cama. Con l entre tus manos te das cuenta de que an hay lodo fresco en algunas partes de su superficie corrugada. Lo tiras violentamente, como volvindote loco de terror, arandote la cara hasta hacerla sangrar, retorcindote en el suelo y gritando: Dnde est la red de mi baln? La red verde, la red verde, la red...! 24
Ya no sabes ms de ti, no sientes cuando sales en una ambulancia de la cruz roja, y su sirena ensordece- dora anunciando que hay peligro, que lleva la muer- te adentro, que nadie se le acerque, baja rpidamen- te las lomas, atravesando junto con los aires de febrero el puente y la ciudad hacia el sur, como las aves que huan a tiempo del invierno. Cargando con una culpa muy pesada y una verdad que en aquel momento no conoca, decid irme del internado esa misma tarde y seguir estudiando en Zacatecas, en una escuela pblica, para vivir con mis padres. Mientras empacaba mis libros de estampas que tanto te gustaron a ti como a Gilberto y guar- daba mi ropa en la maleta, me despeda de todos los compaeros de clase, cuyos rostros inmediatamente asociaba a los de ustedes. Una secuencia interminable de recuerdos explotaba en mi cabeza: desde el momen- to en que todos nos hicimos amigos hasta las excur- siones en verano a las montaas, las rias y bromas en los salones de clase, los partidos de gala en el gimna- sio, los paseos nocturnos por los barrios menos decen- tes de la ciudad, el velorio, la muerte.
Casi al final de un invierno tambin destemplado y fro, al despertar de maana en una ciudad muy lejana y hermosa, de pronto reconoc horrorizado la cara de Gilberto y la cara de su amigo en las de otras amista- des mas de una poca tan diferente. Y aquella tempora- da ya perdida de mi vida, que permaneci muda, ciega y dormida por ms de siete lustros, comenz a desper- tar, a acercarse y a murmurarme primero muy quedito, y luego a gritos, a sacudirme ya de cerca trayendo nuevos asombros y significados, dicindome con su voz, inequvoca y cruel, que en realidad yo nunca me haba alejado del internado, que mi vida no era ms que una prolongacin de ese vagar de testigo solitario a travs de las canchas y de los patios del recreo y del juego y los pasadizos y cmaras del estudio y el misterio de mi colegio, enfriados a lo largo de muchsimos frtiles inviernos. En esos momentos de 25
revelacin me preguntaba qu habra sido de ti; y llegu a la conclusin de que si habas muerto, ahora vivas en mis adentros.
YALULA, LA MUJ ER DE FUEGO
No, no, nunca. Qu esperanzas. Aunque te dir que desde el principio, desde chiquita ya traa en el cuerpo las ganas de ser artista: me gustaba bailar; noms oa msica y me brincaban solas las patitas, dice mi mam. Pero estbamos tan jodidos que no tenamos ni radio. Eso s: siempre quise ser alguien en la vida. Doctora, por ejemplo. Y las cosas fueron llegando. Una cosa me llevaba a otra y otra y as cuando voltea- ba para atrs yo era la ms asombrada. Me mareaba. Y a luchar para mantenerme en pie, sin pensar en lo que estaba pasando. Es duro, claro que es duro, pregntamelo a m; pero si no piensas en eso no es tan duro. Ahora yo no entiendo esas cosas de ustedes las feministas; pero las respeto como a los jotos, que he conocido a muchos muy humanos y cuatitos. Como el primero que me meti en esto. No entiendo eso de la explota- cin y de la humillacin y la denigracin de la mujer. Yo no me creo explotada ni nunca me cre. En todo caso ellos, los hombres, seran los explotados. Yo ten- go mis casas, mis negocios, mi dinerito bien invertido y produciendo. Pero el principio, te lo digo de nuevo, para nadie, creo, es fcil. Las cosas me fueron llegan- do. Yo siempre digo que mis comienzos fueron un zapateado en un bailable de la escuela. Pero lo traigo en mi sangre calentada por el desierto donde nac y me cri. Pues mi mam venda comida y refrescos en un jacaln a la entrada de una mina all por el norte de Zacatecas; de eso nos mantena, y cuando bamos cre- ciendo la ayudamos mi hermano y yo. Hasta que tuve quince aos y me cas. O a los catorce, ya no me acuerdo, porque era revolada. Me cas, te deca, con un muchacho que lo que tena de guapo, lo tena de 26
mentiroso y macho; se haca pasar por ingeniero en la mina y no s cuntas cosas; era de esas gentes que como el desierto no sabes de dnde agarrarte, para dnde orientarte, pues todo est igual. As que un da se fue y me dej con dos nias chiquitas una apenas con das de nacida all a medio desierto, desampara- da. Bueno, no tanto, pues estaban mi madre y mi her- mano. Y me dije: voy a trabajar y salir adelante. Y un sbado, me acuerdo bien, en una borrachera que se pusieron los ingenieros y trabajadores de las minas en el jacaln de mi mam, iba con ellos un muchacho ac todo modoso que se deca coregrafo; y me acuerdo que me dijo que yo tena bonito cuerpo y que l poda hacerme una buena bailarina. Yo sin pensarlo dej que me llevara a un lugar espantoso de tercera o cuarta en Fresnillo por ah cercas donde tena un grupo de ballet que daba dos funciones todas las noches. Y estu- ve all como mes y medio. Me acuerdo que despus de las funciones me pona a llorar: ganaba bien poco, lejos de mis hijas por all, que cuidaban mi mam y el pobre de mi hermano, que siempre fue tan bueno y aguantador; y yo ac, rodeada de borrachos, botellas por todas partes y humo por todos lados, y preguntn- dome: cmo pude caer tan bajo? No!, me deca yo. Qu pensara mi madre y la gente que me conoce all, si supieran que yo estaba en mero enmedio de la zona roja. Me senta sucia, t crees? Es que estaba como dormida, como borracha del hombre que me haba dejado; y yo que quera tanto a ese desgraciado; y el pensamiento de mis dos criaturas tan chiquitas las ino- centes y pensando que eran tambin mujeres, y de mi mam que tambin la haba dejado mi padre, que nunca conocimos. Y yo la comprenda; la entenda hasta entonces, ya lejos de ella y en semejante lugar! Y tamaita que me viera un conocido. Fue horrible, me acuerdo. Estaba como enceguecida por las cosas que me estaban pasando. Slo as me pude haber pues- to unos biquinis tan feos y grandotes. Y el mentado coregrafo dale y dale con el tesn de desndate. Y yo: cmo voy a bailar encuerada! Cmo crees! No!, me peli con l. Y yo lloraba, pero an as me pona 27
unos biquinis ms chiquitos. Imagnate! Ahora me da risa, claro. Dame uno de tus cigarros, que veo que te los fumas muy sabrosos. Te digo que jams fumo, pero cuando me acuerdo de estas cosas me dan ganitas de fumar o de echarme una copita. Luego me fui con mis hijas y mi madre una temporadita, pero como ya andaba en el ajo me fui a J urez porque me haban dicho que all s haba trabajo pa pblico ms fino, y oportunidades. Me dieron trabajo en un lugar que se llamaba El gallinero. Y fjate que no me acuerdo cmo me nombraban entonces, pero yo entraba en el relleno y haca lo que quera: bailaba con minifalda y al final del numerito me quedaba en calzones. As y all empec a hacer experimentos con las reacciones del pblico. Pero me daba un no s qu con la familia y eso. Pero estaban mis hijas que mantener. No quera hacer nada que las fuera a molestar. Pero luego me deca: ni modo, as es la vida y hay que entrarle. Para esto ya me los haba trado a vivir conmigo y los sostena a todos. Como ramos muchos tena que traba- jar mucho. Me daba miedo, no creas, por ellos, pues son de ideas antiguas. An ahora y todo no me gusta que mis hijas ni mi hermano ni mi mam me vean haciendo estripts en vivo. Por respeto a ellos no? Aunque mi mam no es espantada a pesar de que s es persinada, ni se fija ni nada. Con decirte que por su cuenta y riesgo fue a ver Yalula, la mujer de fuego y le gust mucho, dice, bastante. Y eso que salgo encuera- da toda la pelcula. Ella me quiere y me comprende. Yo la adoro y por eso la puse a vivir en la casa ms bonita, rodeada de puros millonarios pudientes para que no se acompleje, para que se reponga de todos los trabajos que pasamos, para que ahora que est vieja viva tranquila. Quisiera darle el mundo porque ha sufrido mucho, y conmigo ms. Ah, s, el nombre. Me lo puso el dueo del teatro del burlesque. Cuando lle- gu a trabajar all despus de J urez, Tijuana, Puerto Vallarta y otros lugares que ya ni me acuerdo me llamaba Lupy. Con ese nombre trabaj en muchos lugares antes: La terraza, La fuente, Capri y muchos de primera. Pero l me bautiz de nuevo con 28
el nombre que me trajo la suerte. T eres Yalula, la mujer de fuego, me dijo el da que firmamos el contra- to para el burlesque; y me recomend que tuviera re- presentante y quin me administrara mi tiempo y todo. Muy bueno el viejo, honrado como pocos. Saba. Me acuerdo que ya con ese nuevo nombre un da se me acerc un hombre muy interesante y cuero que al verlo me brinc el corazn. Y me dijo: T eres Guadalupe, Yalula? S, le dije muerta de miedo. Era mi ex marido. Uy, cunto me rog el pobre! Me dijo que yo estaba preciosa. Que l no me haba conocido as. Que qu me haba hecho. Pero ya era muy tarde, ya haban pasa- do muchas cosas desde aquel da que se fue sin avisar, sin decirme cundo lo volvera a ver. Yo ya iba muy lejos, ya estaba yo como en otro planeta. Imposible, soy orgullosa. Dame una oportunidad; comet un error, me dijo. No! No nos conocimos en realidad, ramos dos extraos por eso se haba ido desde el principio; pero esto hasta ahora yo lo vea bien claro. Y l me deca: si no me he ido no hubieras llegado tan alto. Soy parte de tu destino. Como dicindome: convdame de lo que has recogido de la vida, no seas. No le guar- daba ni le guardo rencor porque la vida lo puso en su lugar, le dio su merecido. Mis guardias cuando trabajo mucho contrato unos que me acompaan noche y da le dijeron que se retirara, que dejara en paz a la seorita Yalula! As lo hizo. Pero luego trat de acercarse a las nias; que cuando salan del colegio, que cuando las llevaba a pasear. Le mand decir que andaba con un politicazo (que adems era cierto), y desapareci de mi vida para siempre. Soy valiente, te digo. Record que cuando l se fue sufr mucho; era la mujer ms pobre de todo el estado de Zacatecas, ms pobre y desgraciada que el desierto, ms seca y sedien- ta de amor. Nadie ahora sabe cmo luch. De veras! Yo andaba descalza, se me acabaron los zapatos y me fui a Fresnillo con los de mi mam: ella se qued des- calza en mi lugar. Por eso debes luchar y luchar; no sufrir, no pensar que sufres aunque sufras. Nada de nada, que no se te nuble la vista y que no te pesen las armas. No me da pena decirlo porque la pobreza no 29
tiene nada de vergonzoso. La vergenza es cruzarse de brazos y no hacer nada por salirse de la pobreza. Que- da la satisfaccin de decir: padec, pero ya estoy bien. Y una vez aqu hay que tener cuidado, pues si no sabes lidiar con el cansancio te va mal. Yo he visto de todo en el camino; compaeras con las que empec y que se han ido cayendo, una por una, a lo largo de la pasarela un decir como soldaditas de plomo. Muy poquitas mantenemos el equilibrio en la cumbre. Tengo compa- eras que beben y tienen muchos vicios. Otras se deprimen y solitas se van envenenando. Otras que se quieren hacer ms buenas y bonitas y noms las chin- gan los cirujanos y doctores. Este ambiente es muy engaoso y traicionero. No hay que dejarse deslum- brar. Yo he visto chiquillas hermosas y capaces que truenan como chinampinas de buenas a primeras; pues de seguro se dice: aqu hay de todo, hay que llegarle a todo. Si quieres pasar por la vida intacta slo te queda cerrar los ojos y pensar en el fin, en la meta, no hacer caso de nada ms a tu alrededor: la pasarela es un camino que recorres mientras todo a tus lados est oscuro. Oyes ruidos, s, voces, msica. Es un camino que no sabes a dnde te lleva, y que tiene mil destinos. Como te puedes perder, puedes llegar al cielo. La pasarela es un viacrucis. No que yo sea mojigata, no, simplemente hago lo que se me dice: encurese, ensenos, sinte- se, prese, muvase, mtase, squese. Y yo digo: s, pero sin tocar, por favor. Y ya. No tomo, no fumo, ni arreo ningn vicio. Vamos a decir que no me com- prometo, como me dicen unas compaeras; aunque he llegado a pensar que te comprometas o no te compro- metas es lo mismo: te vas a morir, te vas a acabar, ya no vas a gustar, el tiempo va a pasar... Como que Dios nos est dirigiendo en su pelcula y nosotros no vamos a poder ver esa pelcula; qu chiste. Y eso que no soy creyente. Pero as es. Yo a veces me siento que soy como un cuchillo al que la vida le sac filo; y soy de fierro, voy cortando el aire y todo, nada ni nadie me puede hacer dao ya. Como esos picos del desierto que el aire afila. No hay de otra: t te vuelves enclenque y todo te lastima; o de fierro y nada te toca. Por eso te 30
digo que le gusto a la gente por otra razn que no s qu es. No soy ni nunca he sido bonita. Como yo ven- go desde abajo como los gusanos lo primero que me obsequi el pblico no fue un aplauso, sino una rechifla. Ahora soy una venganza a esos primeros chiflidos. Desde esos momentos me propuse que les iba a cobrar caro mi parte de aplausos, xito y mundo, que iba a hacer todo a mi alcance para lograrlo. Me acuerdo que Nefertiti era la estrella entonces. La fui a ver al teatro en la tarde y al cabaret en la noche, el mismo da, para ver y saber lo que haca. Y me dije: Yo lo hago mejor. Me encuero y bien. Fue cuando me cambiaron el nombre. Y con unos ahorritos me hice unas correcciones: el busto, t sabes que los hijos se las acaban, las caderas se te cuelgan. Total, me dejaron un cuerpazo. Empec abriendo el programa, en el montn, de las que salen hasta atrs. Pero a los tres aos: la estrella de todos los das. Los hombres lleva- ban binoculares al teatro; y un buen da a uno se le ocurri qu ocurrencias! llevar una lmpara de esas de pilas y con ella me alumbraba las partes que quera ver mejor, desde lejos. Y a los pocos das qu te cuen- to! haba cientos de lmparas en la oscuridad del teatro y todas aluzando al mismito lugar y yo feliz, como si fuera por una pasarela del cielo lleno de estrellas. Y el ms lindo detalle es que slo las prendan cuando sala yo. Pero lo ms bello fue el da que me despeda: un viejito del pblico lleg con un desfile de mariachis tocndome Las golondrinas. Mientras la gente grita- ba: No te vayas! Hice mucho dinero: dos funciones de burlesque y dos de cabaret diariamente. Dorma todo el santo da de Dios, mientras mis hijas crecan slitas de da. Pero tambin me pasaron cosas muy feas. Una vez a la salida del teatro una bola de chiquillos, de sos sin educacin, morbosos, que parece que nunca han visto, me dejaron encuerada a tirones en un santi- amn. Desgraciados. Todava me acuerdo y me hierve el buche. No entiendo a la gente morbosa y con mali- cia y mal de la cabeza. Tal vez por eso no me he vuel- to a casar. Noms se me arriman morbosos y degene- rados, libidinosos que Dios guarde la hora. Por eso me 31
da pavor desnudarme frente a un hombre, o si alguien me est viendo o espiando; no lo aguanto. Soy muy pudorosa, muy ntima y nadie me lo cree. Ni mi pro- pia madre! T crees? En el estripts es diferente, all yo no veo a nadie, el pblico es mucha gente que no conozco, y estoy haciendo un trabajo bien concentra- da, pues por eso me pagan. Y requete bien. Y perma- nezco en el gusto del pblico porque soy medida. No es por criticar a la competencia, pero ahora ya no traba- jo en un chou donde se hagan indecencias y peladeces, donde vaya a salir una de sas como Nefertiti, que hace unos desnudos tremendos. Buena para ensear, eso s, y de las que se abren y no s cunto relajo; se meten un zapato, por ejemplo, y se sacan cosas como un listn que se va desenrollando y se lo avientan al pblico morboso, y por eso nos faltan al respeto a todas por igual. Eso yo ya no lo acepto, de plano. Y llmame retrgrada y provinciana. Despus de una de esas se- oras yo no saco ni la nariz. Figrate que el otro da vino ese mago, cmo se llama?, y quera que prepar- ramos algo juntos y me iba a sacar un conejito y que un ramito de flores para el pblico. Lo mand a sacr- selo a la ms vieja de su casa. Yo lo ms que hago es simular que hago el amor sobre una silla transparente, o un bao en una tina transparente tambin, que es diferente a estarte abriendo, metiendo y sacando cosas. Yo tambin le doy al pblico regalos, pero ms senti- mentales: una vez que iba hecha la mocha por la pasa- rela que se me dobla un pie y se rompe el tacn, me quito los zapatos para caminar de puntitas y alguien en la oscuridad me grita reglamelos, mamacita! Y aviento un zapato para un lado y el otro para el otro y el pblico aullaba de contento. Desde entonces, cuan- do acaba mi nmero beso mis zapatos y van pal pbli- co. Y cuando los estoy aventando siempre me acuerdo de aquel da que me fui a Fresnillo con los zapatos viejos de mi madre, prestados. Y estos que ahora rega- lo son finos, de raso o de cuero bueno, caros, pero que a nadie le van a servir, que a nadie hacen falta. Y as es la vida: a lo mejor el amor por ella te llega cuando ya ests grande de afuera y de adentro. Cuando ya no 32
lo necesitas. Hace poco entr a una butik en Miami y de pura puntada compr todos los zapatos de mujer que tenan de mi nmero all, de todos los colores y estilos. Para regalar. Pero eso s, cuando yo quiera. Porque una vez un tipo me jal el tacn y se qued con l. Luego puse a mis guaruras a la salida del teatro para que si lo vean le quitaran mi zapato. Esas cosas s me dan mucho coraje. Por ejemplo, si alguien del pblico me quiere agarrar o tocar me meto. Salgo otra vez. Y si vuelve a suceder ya no salgo y prenden las luces del teatro. Pero el pblico aprende. Con sangre, pero aprende. Porque una noche un tipejo me agarr y me met enojada. El pblico le avent de cosas porque yo me haba metido por culpa de l y lo descalabraron all mismo. Siempre me he hecho respetar mucho. Y ms ahora que puedo decir no o s cuando yo quiera, como te digo. No es que tenga domado al pblico, como dicen, pero es que siempre doy sorpresas en escena. Un da que llegu retardadsima al teatro y ya casi haba terminado el ballet que me acompaaba ni modo de salir yo a bailarles ms! me avent a salir ya com- pletamente desnuda y descubr que eso es lo que ms les gusta a los hombres: lo inesperado, la sorpresa, el truco bien hecho. Y se fue el xito. O sea, como que es parte de la sinceridad no? Como llegar sin rodeos al asunto no? As pegu! A partir del siguiente da yo ya era la estrella. A partir de entonces, lugar al que llegaba Yalula se llenaba a reventar. Claro que as como me tengo medidito al pblico me manejo a un solo hombre. Digo, los amantes que he tenido siempre han hecho lo que yo diga, entran en cintura o ya saben que se me van as. Pues tengo un hasta aqu. Y cuando digo ya, es que ya. Hasta aqu te quise, hasta aqu me gustaste y ya. Soy dcil y en el fondo tengo mucho aguante, pero mucho. Me gusta que los hombres sean apegados, aunque no sean bonitos, pero que sean bue- nos. Con atenciones, con detalles, con ternura, cario- sos. Como ya te dije, no aguanto a los morbosos; me requetechocan. Esos que nada ms estn pensando en eso, me fastidian, me dan asco. Me los tengo que estar espantando como moscas. Y ms bien te dir que yo 33
creo que nunca he estado enamorada, lo que se dice bien. Me enamoro pues, por un ao o por meses. Y as. A veces me digo: este ao no me he enamorado, qu me pasa? No, eso del amor es un cuete. Si del padre de mis hijas que fue mi primero en todo, me olvid de l pronto, y que yo creo que a se s quise, y ya ves... Los hombres son diferentes a nosotras, a ellos no les impor- ta el amor. A m tampoco, pues. Pero no ha faltado un cnico que me lo venga a gritar en mi cara, que no conozco el amor y as; de ardidos. Porque no llego puntual o no llego de plano a la cita, porque no me pongo a temblar como cuerda de guitarra guapanguera, ni se me derrama la copa de la emocin. Hazme el pinche pliz. Dime t a qu horas voy a tener tiempo de hacerles esas payasadas, si siempre ando ocupada, pensando en lo que voy a hacer. Yo ya estuve casada, vi cmo se me marchit el amor en las manos y todo. Es horrible! Despus de casada no hay nada de lo que t te imaginaste. Por eso no creo en el matrimonio. Eso ni los polticos ni los sacerdotes lo creen. Eso de aguantar un monigote a tu lado, siempre, es para las que no les queda otra. Y se tienen que fletar, de por vida. Ya he visto muchas, muchas veces marchitarse el amor, como te digo, en mis manos. No creas, a veces me da por pensar: por qu no les di su padre a mis hijas, si tuve la oportunidad en las manos? Qu me hubiera costado decirle: est bien, qudate. Vamos a ver si nos avenimos otra vez. Y cunto y ms que toda- va lo recordaba mucho y me gustaba. No!, me dije, no! Aunque me arrepienta de por vida. Luego pienso: si lo que soy se lo debo a l; si l no se hubiera ido yo estara vendiendo sopa de arroz y huevos cocidos en las minas. Qu horror! l me hizo mucho bien sin quererlo, se hizo a un lado para que yo triunfara. No, no, si a veces me reprocho yo misma: por qu no les di su padre a mis hijas, que es lo nico que les falta? Pues estn en los mejores colegios; y yo les digo que sean aplicadas, porque hay pa darles la mejor carrera del mundo. Quiero que sean doctoras como un da yo quise serlo; pero de las jodonas, no fregaderas. Lo que yo no puedo hacer, ustedes lo van a hacer, les digo. Pues 34
a m se me ha ido todo en acomodarles el mundo. Pues por principio tienes que luchar porque en tu casa te dan una mente as de chiquita. Y como si te dijeran: no la crezcas, no la saques de sus lmites, si la haces ms grande, si la dejas que crezca te apuntamos con el dedo. Mi misma madre con su sonsonete: Ay, hija, como que eso no est bien... hasta a ella la tuve que hacer a mi modo. Ya salte de eso, ya tienes bastante, no te lo aca- bas ni con dos vidas, ya dale gracias a Dios. El mundo lo tienes que hacer a tu modo, digo yo. Imagnate si no he luchado con todos, con todo. Y sigo... Nunca termi- nas, aunque te mueras en la raya. Y sigo y sigo y me digo, por lucha no va a quedar. No hay nunca ni un momento en el que no tengas que batallar: con los explotadores, con los envidiosos, los estafadores, la gente te mete la pata nadams porque t ests en un punto que ellos quisieran, pero que no han hecho nada por ganrselo, o porque no saben cmo llegar y t tuviste suerte, por eso te tiran, y a matar. Adems de ir aprendiendo tu trabajo y progresando con l, tienes que aprender a capotearte a los enemigos, que nunca sabes dnde van a estar escondidos o disfrazados de qu. Y si eres dbil te apantallan y te quieren asustar con que inmoral, con que pornografa, con que las buenas costumbres y su chingada madre. Perdn! Pero me sulfuro con slo pensar en eso. Por lo que a veces me digo, pues ahora los voy a torear: me voy a abrir bien abierta y me voy a meter y a sacar cosas y me van a or el hociquito que me boto. Te provocan por todos lados. Pero la vida te ensea muchas cosas, sabes as de rpido quin es bueno y quin es malo. Y eso que no soy creyente, pues slo creo en lo que veo. Mi mam es al revs: se la vive rezando en todos los templos por m, segn ella. Ests loca, le digo; y me regaa y a veces llora. Que eres una hereje, malagra- decida. Qu voy andar yo rezando si mi trabajo me cost y me cuesta todo. Cuntos curas no me habrn ido a ver encuerada y a los mejores lugares? Ellos no se van a revolver con los pelados. Cmo voy a besar- le la mano o a pedirle consejo a un tipo as? Pero a la mejor hay Dios, pero como no lo veo... Y los de los 35
milagros, pues noms no. Los milagros t los haces y para eso tiene que sudar el lomo. Y lo chistoso es que nac el mero doce de diciembre! Me dice mi mam: El da de la Virgen. Cul Virgen, mam! Ay, hija, tienes razn, has pasado por tantas cosas que ya no crees ni en ti misma. Dios te perdone. Mi hermano era catlico y nadie lo salv del carreterazo que se dio en su moto. Y mis hijas, tambin creen, y rezan y me encomiendan a Dios, pues van a colegios de monjas, que son los mejores, pero lo hago para que se junten con nias como ellas. Ahora me quieres decir que si volvera a nacer escogera lo mismo? O que si ahora hara lo mismo que hice hace casi veinte aos? Ay, no, qu matado, qu flojera volver a empezar. Imagnate hacer todo lo que hice de nueva cuenta. Mejor sera otra cosa. O nada. He luchado tanto que ya estoy cansada. Si as... a veces me digo para mis adentros: qu caso tiene que me desvele y luego me levante tan temprano todos los das a lo mismo: ejercicios para conservar- me, que son tan matados y aburridos; luego las clases de baile, canto, actuacin y el trabajo en las tardes y en las noches, bailar y bailar y encuerarse. Cuntas ve- ces me he encuerado en estos aos? Cuntos miles de ojos me han visto? Y cuntas majaderas de borra- chos? A quin le ayuda o le beneficia que yo me encuere, as nada ms, el puro hecho de encuerarse, sin tomar en cuenta el dinero que me gano? Cmo le pudo dar alegra a alguien verme encuerada? En serio. No entiendo, de plano. Si te pagan tan bien por hacer- lo, entonces algo tiene que tener de malo. Pero luego me digo: mis hijas; y me salen ganas y fuerzas de no s dnde. Siento que ellas son como dos rieles y yo el trenecito; de esos trenes que se usan para entrar a las minas y sacar el metal de las profundidades. O como dos postes de fierro a los que se amarran los barcos en los puertos para que no se los lleve el aire y las olas. Claro que mis hijas no quiero que sean como yo; se sufre mucho en este ambiente. Si les puedo evitar este viacrucis es como si yo nunca lo hubiera recorrido, es como hacer un borrn y cuenta nueva de mi vida. Cuando me quedo sin hacer nada es como si se me 36
parara el mundo, no creas. Imagnate que una vez que estuve desocupada por unos meses a mi hija ms chica se le ocurri decirme: Mam, qu estamos haciendo aqu?, a nadie le hacemos falta ni nadie nos hace falta. Por eso trabajo da y noche, caray. Y no es que le ten- ga miedo a la muerte, no. Si me muriera descansara: qu rico! Luego me digo: a lo mejor Dios me castiga por estos pensamientos, pero luego luego me contesto: ay, ojal tengamos muerte de perro, que todo se acabe al morir y ya, sin tener que entregarle cuentas a nadie.
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Severino Salazar, Material de Lectura, Serie El Cuento Contemporneo, nm. 101, de la Coordinacin de Difusin Cultural de la UNAM. Cuidaron la edicin J udith Sabines y Ari Cazs.