Discurso de Ana María Matute. Premio Cervantes A La Ficción

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Majestades —Autoridades: Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante la larga travesfa de mi vida (salpicada, por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que Ilegara a conocer un dia como éste. Y, junto a la inmensa alegria que me invade, debo confesarles que preferiria escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los discursos: sélo los temo. Mi incapacidad para ellos quedaré manifiesta enseguida, y, por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles participes de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han Ilevado a entregar toda mi vida a esta dedicacion. Asi que esta anciana que no sabe escribir discursos sélo desea hacerles participes de su emocién, de su alegria y de su felicidad — épor qué tenemos tanto miedo de esa palabra?— a todos cuantos han hecho posible este suefio, suefio que me acompajia desde la infancia. Desde aquel dfa en que of por vez primera la magica frase: “Erase una vez...” y conmovid toda mi pequefia vida. Frase una vez un hombre bueno, solitario, triste y sofiador: crefa en el honor y la valentia, e inventaba la vida. San Juan dijo: “el que no ama esta muerto” y yo me atrevo a decir: “el que no inventa, no vive”. Y llega a mi memoria algo que me cont6 hace afios Isabel Blancafort, hija del compositor catalan Jordi Blancafort, Una de ellas, cuando eran nifias, le confesé a su hermanita: “La musica de papa, no te la creas: se la inventa”. Con alivio, he comprobado que toda la I masica del mundo, la audible y la interna —esa que llevamos dentro, como un secreto— nos la inventamos. Igual que aquel sofiador convertfa en gigantes las aspas de un molino, igual que convertia en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventé sensibilidad, inteligencia y acaso bondad —el don més raro de este mundo— en una criatura carente de todos esos atributos. ({Y quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de mucho cuidado en Dulcineo o Dulcinea...?) El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy nifio y muy fragil, en el que yo me sentia distinta: era tartamuda, mas por miedo que por un defecto fisico. La prueba de ello es que esa tartamudez desaparecié durante los bombardeos. O ast lo creo, Pero cl caso es que, salvo excepciones, las niflas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco o nada tenfan que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar —y quizA explicarme de algin modo— mi extrafteza, mi entrega total, absoluta, a esto que luego supe se lamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas. Si, este galardén que tanta felicidad y optimismo me causa —y no olvidemos que el optimismo y los planes de futuro, a los ochenta y cinco afios, son cuestiones a meditar o poner en tela de juicio— puede ser el colof6n a la entrega de toda una vida que, en mis tiempos mozos, consideré en su mayor parte una “vida de papel”. Y recuerdo. Recuerdo. Sélo tenfa un amigo, mi mufieco Gorogé, que, naturalmente, mas tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento més identificada, Primera memoria, Aunque no haya escrito nunca una novela autobiografica, estoy en sus paginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura —en grande—, como en la vida, se entra con dolor y légrimas. Gorogé lo sabia, lo sabe y no me ha abandonado desde el dia en que mi padre, teniendo yo cinco afios, me lo trajo de Londres, donde Jo Haman algo ast como Golligow. Mi padye sabia que a mf no me gustaban las mufiecas, ni los juegos de las nifias de aquel tiempo: mujeres recortadas, las llamé yo. Imitar a mamé y a las amigas de mamé era todo su futuro, Gorogé, como entonces, sigue conmigo ahora, lo Ilevo a todos mis viajes, y le sigo contando lo que no puedo contar a nadie. (Hoy también me espera en el hotel.) Y sigo haciéndole participe, por ejemplo, del miedo que siento por tener que pronunciar estas palabras, y, sobre todo, ante quienes debo hacerlo. Gorog6, estés aqui —mi mejor invento—, estés a mi lado, viejo amigo, en este dia inolvidable, con tu ojo derecho ya nublado, como el mfo, aunque ya no luzcas aquellos cabellos negros, hirsutos, de limpiachimeneas dickensiano, aunque falten los botones de tu frac azul... {Como nos parecemos, Gorogé! gTe acuerdas de aquel dia, que hoy me devuelves con toda la afioranza y el encanto-desencanto que compone una vida tan larga...? gY recuerdas la timidez, el asombro y la audacia de mis casi veinte afios, cuando por primera vez me asomé al mundo editorial, del que lo ignoraba todo? La osadia que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de inventos y de suefios —acaso no son, a veces, una misma cosa?—, todo eso me empujé a llevar mi primera novela —escrita afios antes, a los diecisiete— a probar fortuna en una de las mis prestigiosas editoriales. Pero mi mayor osadia era no s6lo llevar 3

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