La Jangada

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 221

La jangada

Julio Verne

ndice
Primera parte
I - Un capitn de los bosques
II - El ladrn robado
III - La familia Garral
IV - Dudas
V - El Amazonas
VI - Todo un bosque talado
VII - Siguiendo una liana
VIII - La jangada
IX - La tarde del cinco de junio
X - De Iquitos a Pebas
XI - De Pebas a la frontera
XII - Fragoso a la faena
XIII - Torres
XIV - Ro abajo an
XV - Ro abajo siempre
XVI - Ega
XVII - Un ataque
XVIII - La comida de llegada
XIX - Una vieja historia
XX - Entre estos dos hombres

Segunda parte
I - Manaos
II - Los primeros momentos
III - Una vuelta al pasado
IV - Las pruebas morales
V - Las pruebas materiales
VI - El ltimo golpe
VII - Decisiones
VIII - Primeras investigaciones
IX - Segundas investigaciones
X - Un disparo de can
XI - El contenido de la caja
XII - El documento
XIII - Es una cuestin de cifras
XIV - Pase lo que pase
XV - ltimos esfuerzos
XVI - Las disposiciones tomadas
XVII - La ltima noche
XVIII - Fragoso
XIX - El crimen de Tijuco
XX - El bajo Amazonas

Primera parte

Captulo I
Un capitn de los bosques
inyisgeggvpdzxqvehuqfxgchngxeleocquhxbfilldxhulld
yrfirllxvqedhruuvhivesllxeecqfngroapbgriulhrgqlldq
rjiehzgllxchbfttgchhoisrhhmllrlremfpyrubflqxgdthl
lvosfvmycqedgryblqllxxudphoyffspfidhrcpvhvxgcpvsbg
onlxhtecnihtllhegnhfnedfpjpllvvxbfllrochfnhluzslyrf
mboepvmrcrutllruygopchllutdrpokbfuhdfisrqrgshsuv
ihd

E l documento en el que apareca escrito el extravagante conjunto de letras que acabamos de

copiar, estaba en manos de un hombre que, tras leerlo por segunda vez con mucha atencin,
permaneci algunos instantes pensativo.
Unas cien lneas de letras sin divisin de palabras, figuraban escritas en el documento que,
al parecer, deba haber sido hecho bastantes aos atrs ya que sobre la hoja de papel grueso
que cubran aquellos jeroglficos, el tiempo haba impreso su tinte amarillento.
Pero, bajo qu clave se haban escrito aquellas letras? Slo aquel hombre poda decirlo.
En efecto, los escritos cifrados vienen a ser como las cerraduras de las grandes cajas
modernas y se defienden de la misma manera. Las combinaciones que pueden formarse son
incontables y la vida de un calculista no bastara para enumerarlas todas. Es precisa la clave
para abrir la caja de seguridad, como es necesario saber la cifra para leer un criptograma de
aquel gnero. Ms adelante veremos cmo resiste a las ms ingeniosas tentativas y esto en
momentos de la mayor gravedad.
El hombre que acababa de leer aquel documento era un simple capitn del bosque. El
ttulo de capitaes do mato se daba en Brasil a los agentes empleados en la busca de negros
cimarrones[1].
[1] Se daba este nombre a los esclavos negros que huan de las haciendas donde trabajaban, volvindose
montaraces.

La institucin databa del ao 1722, poca en que las ideas anti-esclavistas slo existan
en el espritu de algunos filntropos. Ms de un siglo deba pasar an antes que fueran
admitidas y aplicadas por los pueblos civilizados, pese a que el ser libre y pertenecerse es un
derecho, el primero de los derechos naturales para el hombre. Miles de aos han transcurrido
antes que el generoso pensamiento haya sido proclamado por algunas naciones.
En 1852, ao en que va a desarrollarse esta historia, existan todava esclavos en Brasil y
por consiguiente, capitanes del bosque dedicados a cazarles. Aun cuando ciertas razones de
economa poltica haban retardado la hora de la emancipacin general, el negro tena ya el
derecho de rescatarse y los hijos que tena nacan libres. No estaba muy lejano el da en que
en aquel magnfico pas, en el cual caben las tres cuartas partes de Europa, no se haba de
contar un solo esclavo entre sus diez millones de habitantes.
Ya antes se adverta que en breve plazo, el cargo de capitn del bosque estaba llamado a
desaparecer y los beneficios producidos por la captura de los fugitivos haban disminuido
considerablemente. Muy distinto, pues, del largo perodo en que fueron bastante
considerables los productos del oficio; entonces los capitanes del bosque constituan un
mundo de aventureros, formado ordinariamente de manumisos y desertores merecedores
todos de poca estimacin.

En efecto, los tales cazadores de esclavos slo pertenecan a la hez de la sociedad y con
seguridad que el hombre del documento que hemos presentado, no desmereca la poco
recomendable milicia de los capitaes do mato.
Torres se llamaba el hombre y no era mestizo, ni indio, ni negro, como la mayor parte de
sus compaeros. Se trataba de un blanco de origen brasileo y que haba recibido algo ms
de instruccin que la necesaria para su situacin actual. En realidad, pareca ser uno de esos
hombres, venidos a menos, que tanto abundan en el Nuevo Mundo, sobre todo en una poca
en que la ley brasilea exclua todava de ciertos empleos a los mulatos y otros individuos
de sangre mezclada; a pesar de que si esta exclusin le alcanzaba, no deba atribuirse a su
origen, sino a su contextura moral.
En aquellos momentos Torres se hallaba fuera de Brasil. Haba pasado haca poco la
frontera y desde haca algunos das andaba vagando por los bosques de Per, a travs de los
cuales deslizase el curso del Alto Amazonas.
Torres era un hombre de unos treinta aos. Bien constituido, de temperamento excepcional
y salud de hierro, no pareca haber hecho mella en su organismo la fatiga de una existencia
harto problemtica.
Era de mediana estatura, ancho de hombros, de facciones regulares, tostadas por el aire
abrasador de los trpicos y su paso era rpido, seguro. Usaba una espesa barba negra y
sus ojos ocultos bajo las cejas que se juntaban, lanzaban esa mirada viva, pero dura, de las
naturalezas imprudentes. Era evidente que all donde el clima no haba impreso su tinte
bronceado, su rostro, en vez de sonrojarse, ms bien deba contraerse bajo el influjo de las
malas pasiones.
Torres apareca vestido al uso muy rudimentario de corredores de los bosques. Las prendas
que llevaba demostraban tener muy largo uso. Cubra su cabeza un sombrero de fieltro de
anchas alas puesto a travs y un ancho pantaln de lana gruesa se esconda entre las caas
de unas fuertes botas, que constituan la parte ms slida de aquella vestidura. Tapndolo
todo, llevaba un poncho desteido y amarillento, que no permita ver si usaba chaqueta o
chaleco que le cubriesen el pecho.
Lo evidente era que, aun cuando Torres fuese un capitn del bosque, no ejerca aquel oficio,
al menos en las condiciones en que se encontraba en tales momentos, por lo que tocaba a
sus medios de ataque o defensa para la persecucin de negros. No llevaba armas de fuego;
ni fusil ni revlver. Solamente se vea en su cintura uno de esos tiles que tiene ms de
sable que de cuchillo de caza y a los que se les da el nombre de machete. Aparte, Torres se
hallaba provisto de una enchada, especie de azada, que suele emplearse sobre todo para la
persecucin de los armadillos y agutes que abundan en las selvas del Alto Amazonas, donde
los flavos son por lo comn escasamente temibles[1].
[1] Suelen llamarse flavos a los animales monteses, como cabras, rebecos, gamos, etc.

De todos modos, aquel da, 4 de marzo de 1852, aquel aventurero, o se hallaba


singularmente absorto en la lectura del documento que tena ante los ojos, o, acostumbrado
a recorrer los bosques de la Amrica del Sur, le tenan sin cuidado sus esplendores. En
efecto, nada poda distraerle de su lectura. Ni el grito prolongado de los monos aulladores,
que Saint-Hilaire equipara justamente al ruido del hacha de leador cuando cae sobre las
ramas de los rboles; ni el seco retintn de los anillos del crtalo, serpiente en realidad
poco agresiva, pero s extraordinariamente venenosa; ni el croar chilln del sapo cornudo,
merecedor de la palma de la fealdad en el gnero de los batracios; ni el canto a la vez
sonoro y grave de la rana bramadora, que si no puede pretender semejarse al buey por la
corpulencia, le iguala al menos por el estrpito de su croar parecido a los mugidos.

Torres, repetimos, no se daba cuenta de aquellos ruidos, que son como la voz compleja
de los bosques del Nuevo Mundo. Tumbado al pie de un rbol magnfico, ni se haba fijado
en el alto ramaje de aquel admirable pao ferro, o rbol de hierro, oscuro y descortezado,
de apretada fibra y duro como el metal, de quien haca antao las armas y los tiles el
indio salvaje. No! Abstrado en su pensamiento, el capitn del bosque segua examinando
el singular documento. Con la clave que posea, conceda a cada letra el sentido real que
tena, leyendo aquellas palabras, incomprensibles para los dems. Precisamente en aquellos
momentos sonrea con expresin maligna.
Tras la sonrisa, comenz a murmurar algunas frases, que nadie poda or en aquel desierto
lugar del bosque peruano y que, por otra parte, nadie hubiera podido comprender.
He aqu -deca- un centenar de lneas claramente escritas y que tienen para quien yo s
una importancia indudable. Alguien que es rico. Esta es una cuestin de vida o muerte para
l y en todas partes esto se paga caro.
Volvi a mirar el documento con ojos vidos y sigui monologando:
A un conto de reis solamente por cada una de las palabras de esta ltima frase, ascendera
a una buena suma. Y esa frase resume todo el documento! Da su verdadero nombre a los
personajes Mas antes de probar a comprenderla, ser bueno contar el nmero de palabras
que contiene.
Y diciendo esto, Torres se puso a contar mentalmente.
Suma cincuenta y ocho palabras -exclam luego-, lo que har cincuenta y ocho contos.
Nada! Qu con esto se puede vivir en Brasil, en Norteamrica y en todas partes donde se
quiera y vivir sin hacer nada! Y a cunto ascendera si todas las palabras del documento me
fueran pagadas a este precio? Podra calcular entonces por centenares de contos! Voto a
diablos! Ah tengo una fortuna que realizar, o soy el mayor de los tontos!
Y ya le pareca que sus manos tocaban la enorme suma y que empuaba los cartuchos de
monedas de oro.
Bruscamente, su pensamiento tom un nuevo giro.
Como sea -murmur- ya toco el fin de este viaje, que me ha trado desde las orillas
del Atlntico a las mrgenes del Alto Amazonas. Lo malo es que este hombre puede haber
dejado Amrica, puede estar al otro lado de los mares y entonces, cmo har yo para
encontrarle? Pero no, l est aqu y con slo subirme a la cima de uno de estos rboles,
podr descubrir el techo de la casa donde mora con su familia.
Despus, agarrando el papel y agitndolo con un gesto febril, continu:
Antes que pase maana estar en su presencia! Y ya sabr que su honor y su vida estn
encerrados en estas lneas. Cuando quiera conocer la clave que le permita leerlas, de muy
buena gana pagar esta clave, si yo quiero, con toda su fortuna, como la pagara con toda
su sangre. Ah, diantre! El compadre que me entreg este precioso documento, que me ha
proporcionado el secreto, dicho dnde encontrara a su antiguo colega y el nombre bajo el
que se oculta despus de treinta aos, no poda sospechar que labraba mi fortuna.
Torres mir por ltima vez el viejo papel y despus de haberlo doblado cuidadosamente,
lo guard en una slida cajita de cobre, que le serva tambin de portamonedas.
Advirtamos que, si toda la fortuna de Torres se hallaba contenida en aquella cajita, que
era del tamao de una tabaquera, en ningn pas del mundo habra pasado por rico. Tena
en ella unas pocas de todas las monedas de oro de los Estados circunvecinos. Dos cndores
dobles de Colombia; una cantidad similar en bolvares venezolanos; doble nmero de soles
de Per; algunos escudos chilenos y otras pequeas piezas; todo lo cual compona una
cantidad insignificante. No obstante ello, Torres se hubiera visto muy embarazado para dar
cuenta de dnde y cmo haba adquirido dichas monedas.

Lo que haba de cierto era que Torres, despus de algunos meses de haber abandonado su
oficio de capitn del bosque, que ejerca en la provincia de Par, haba subido por la cuenca
del ro Amazonas y atravesado la frontera para entrar en el territorio peruano.
A este aventurero, por otra parte, le hacan falta muy pocas cosas para vivir.
Qu cosas le eran necesarias? Nada para vivienda y poco para vestirse. El bosque le
facilitaba su alimento, que preparaba sin gastos, al uso de los corredores de las florestas. Le
bastaban algunos reis para su tabaco que compraba en las Misiones o en las pequeas aldeas,
as como para el aguardiente de su calabaza. Con muy poco poda ir bastante lejos.
Cuando el papel estuvo encerrado en la cajita de metal, cuya tapa se cerraba
hermticamente, Torres, en lugar de volverla a poner en el bolsillo de la chaqueta que cubra
su poncho, le pareci ms conveniente, por un exceso de precaucin, depositarla cerca de l,
en el hueco de una raz del rbol a cuyo pie se hallaba tendido.
Esto era una imprudencia, que le iba a costar cara.
Haca mucho calor. El tiempo era pesado. Si la iglesia de la aldea inmediata hubiese
tenido reloj, hubiera dado entonces las dos de la tarde y Torres lo habra odo, merced al
viento, porque slo se encontraba a dos millas de la poblacin, aunque, desde luego, la
hora le era indiferente. Acostumbrado a guiarse por la altura, ms o menos bien calculada,
del sol bajo el horizonte, un aventurero no sabra llevar con exactitud militar los actos
de la vida. Desayunaba o coma cuando le pareca conveniente o cuando le era posible.
Dorma donde y cuando le vena el sueo. Si la mesa no estaba siempre puesta, el lecho,
en cambio, en todo momento lo tena dispuesto al pie de un rbol, en la espesa maleza
y en pleno bosque. Torres no era descontentadizo en las cuestiones de comodidad. Como
haba caminado una gran parte de la maana y comido un poco, la necesidad de dormir
se dejaba sentir impetuosamente. Le convenan, pues, dos o tres horas de descanso que le
pondran en disposicin de poder continuar su camino. Se acost, pues, sobre la hierba lo
ms cmodamente que le fue posible y procur conciliar el sueo.
Sin embargo, Torres no era de esas personas que se duermen sin algunas precauciones
elementales. Tena, en primer lugar, la costumbre de tomar algunos sorbos de licor fuerte
y tras esto fumarse una pipa. El aguardiente sobreexcita el cerebro y el humo del tabaco se
mezcla bien con el humo de los ensueos. Por lo menos, tal era su opinin.
Torres empez, pues, por acercarse a sus labios una calabaza que llevaba pendiente del
costado y que estaba llena de aquel licor al que se da en Per el nombre de chicha, y ms
particularmente el de caysuma en el Alto Amazonas y que es el producto de una ligera
destilacin de la raz de yuca dulce despus que se ha producido la fermentacin, al cual el
capitn del bosque, como hombre cuyo paladar estaba bastante estragado, crea deber aadir
una buena dosis de aguardiente de caa.
Cuando hubo bebido unos cuantos sorbos de aquel licor, agit la calabaza, convencindose,
no sin pesar, de que se hallaba casi vaca.
Ser preciso llenarla de nuevo -dijo simplemente.
Despus, sacando una pipa corta de raz, la llen de este tabaco acre y fuerte de Brasil,
que es el antiguo tabaco de hoja, introducido en Francia por Nicot, a quien debemos la
vulgarizacin de la ms productiva y ms conocida de los solanceas.
Ese tabaco no se pareca en nada al que se produce en la actualidad; pero Torres no era
muy exigente sobre este punto, como tampoco sobre otros. Tras golpear el pedernal con el
eslabn, inflam un poco de esa substancia viscosa, a la que se da el nombre de yesca de
hormigas y es segregada por ciertos himenpteros. Con la inflamada yesca encendi su pipa.

Habra dado nueve o diez chupadas, cuando sus ojos se cerraron y la pipa se escap de sus
dedos. Se haba quedado dormido o, mejor dicho, sumido en una especie de sopor que no
llegaba a sueo verdadero.

Captulo II
El ladrn robado

C asi media hora haca que dormitaba Torres, cuando bajo los rboles se percibi un rumor

de pasos ligeros, como de alguien que caminase descalzo y con ciertas precauciones para no
ser odo.
De haber estado despierto, el primer cuidado del aventurero habra sido ponerse en
guardia contra toda visita sospechosa. Pero, como no era as, el que avanzaba pudo llegar a
su lado, sin que el durmiente se pusiera en guardia.
Entonces se vio que no se trataba de un hombre, sino de un guariba.
De cuantos monos abundan en los bosques del Alto Amazonas y cuya cola tiene la
propiedad de asirse a cualquier parte, el guariba es, sin duda alguna, el ms original.
Los sahus son de graciosas formas, los sajes cornudos ofrecen su pelo bellamente gris y
los samioles o saguinos parece que llevan una mscara sobre su rostro gesticulante. Sin
embargo, lo repetimos, no hay ninguno como el guariba. De instinto sociable, poco feroz y,
muy distinto en esto del mucura, fiero y asqueroso, gusta de la sociedad y anda generalmente
en manadas. Su presencia se anuncia desde lejos por un concierto de voces montonas, que
recuerdan las oraciones salmodiadas de los chantres. Pero, si la Naturaleza no le ha creado
perverso, no se le debe atacar sin precauciones. En todo caso, un viajero dormido no deja
de hallarse bastante expuesto, cuando un guariba le sorprende en esta situacin y fuera de
estado de defenderse.
Este mono, que se llama tambin barbado en Brasil, es de gran estatura. La agilidad y la
fuerza de sus miembros hacen de l un animal vigoroso, tan apto para luchar en tierra como
para saltar de rama en rama hasta la cima de los gigantes de la selva.
Pero entonces ste avanzaba poco a poco y con prudencia. Miraba a todos lados y agitaba
rpidamente su cola. A estos individuos de la raza smica, la Naturaleza no se ha contentado
con darles cuatro manos, de donde les viene el nombre de cuadrumanos, sino que ha querido
mostrarse ms generosa concedindoles verdaderamente cinco, puesto que la extremidad de
su apndice posee una gran fuerza de aprehensin.
El guariba se aproxim sin hacer ruido, blandiendo un grueso palo, que, manejado por su
brazo vigoroso, poda llegar a ser un arma temible. Pasados algunos minutos desde que viera
al hombre echado al pie del rbol, la inmovilidad del que dorma le alent, sin duda, para
venir a verle ms de cerca. Avanz, pues, no sin algo de vacilacin y se detuvo por fin a tres
pasos de l.
En su rostro barbudo apareci un gesto que descubri sus dientes acerados, blancos como
el marfil y agit la estaca de un modo poco seguro para el capitn del bosque.
El contemplar a Torres no despertaba, desde luego, en el guariba, muy benvolas ideas.
Deba tener, pues, algunos motivos particulares para querer mal a aquella muestra de
la raza humana que la casualidad le presentaba sin defensa? Tal vez. Es sabido cunto
conservan algunos animales la memoria de los malos tratos que reciben y era muy posible
que aqul tuviese algn motivo de rencor contra los corredores de los bosques.
En efecto, para los indios sobre todo, el mono es una caza que llama mucho la atencin,
sea cualquiera la especie a que pertenezca y se les caza con todo el ardor de un Nemrod, no
solamente por el placer de cazarle, sino tambin por el gusto de comrselo.
Pero si el guariba no pareca dispuesto a invertir esta vez los papeles ya que la Naturaleza
slo ha hecho de l un simple herbvoro; si no trataba de devorar al capitn de los bosques,
por lo menos s pareca dispuesto a destruir a uno de sus naturales enemigos.

As, despus de haberle contemplado algunos instantes, principi a dar vueltas en torno del
rbol. Caminaba lentamente, conteniendo su aliento y aproximndose ms y ms. Su actitud
era amenazadora; su fisonoma, feroz. Nada le era ms fcil que matar de un solo golpe a
aquel hombre inmvil y era lo cierto que en aquel instante la vida del capitn del bosque
penda de un hilo.
En efecto, el guariba se haba detenido por segunda vez junto al rbol, colocndose de
modo que pudiera dominar la cabeza del hombre que dorma y levant la estaca para
descargar el golpe.
Pero si Torres haba cometido un imprudencia ocultando en el hueco de la raz la cajita
que contena su documento y su fortuna, esta imprudencia, sin embargo, fue la que le salv
la vida.
Por las ramas se desliz un rayo de sol que vino a herir la cajita, cuyo metal bruido
brillaba como un espejo.
El mono, con esa veleidad propia de los de su especie, inmediatamente se distrajo. Sus
ideas, si es que un animal puede tenerlas, tomaron otro giro. Se agach, cogi la cajita,
retrocedi algunos pasos y levantndola hasta sus ojos la contempl con sorpresa.
Tal vez lo que le produjo ms admiracin fue el or resonar las piezas de oro que contena.
Aquel sonido le encant. Era como un chupn en manos de un nio, porque se la llev a la
boca, apretndola fuertemente con los dientes, pero sin lograr ni siquiera hacer mella en el
metal.
Indudablemente, el guariba crey encontrar en aqullo alguna fruta de nueva especie. Una
gran almendra brillante, con un hueso que flotaba libremente dentro de su cscara. Mas,
aunque bien pronto comprendi su error, no crey que por esto deba abandonar la caja.
Por el contrario, la cogi fuerte mente con la mano izquierda y solt la estaca, que al caer
rompi una rama seca.
Al ruido que hizo, Torres se despert y con la prontitud de las personas que siempre estn
alerta y para quienes es cosa fcil la transicin del sueo a la vigilia, al momento se puso en
pie.
En seguida se dio cuenta Torres de quin tena delante.

Y tomando el machete, que se encontraba junto a l, se prepar para la defensa.


El mono, asustado, haba retrocedido al
punto y menos bravo delante de un hombre
despierto que dormido, dando un rpido
salto se encaram por los rboles.
Ya era tiempo! -exclam Torres. El
bribn me hubiera matado sin ninguna
ceremonia!
Mas, de pronto, advirti su preciosa cajita
entre las manos del mono, que se haba
detenido a veinte pasos y que le miraba
hacindole ademanes, como burlndose de
l.
Entonces, soltando una imprecacin,
agreg Torres:
El bribn no me ha matado, pero ha
hecho otra cosa casi peor! Me ha robado!
El pensamiento de que la cajita contena
todo su dinero, no fue, sin embargo, bastante
a preocuparle por el momento. Lo que le hizo
saltar de clera fue la idea de que la caja
encerraba aquel documento, cuya prdida,
irreparable para l, entraaba la de todas sus
esperanzas.
Maldito! -grit.
Y esta vez, queriendo recobrar a toda costa su caja, se lanz en pos del guariba.
Harto conoca que no era muy fcil detener a aquel gil animal. En tierra se le escapara
muy pronto y por las ramas ms pronto todava. Un tiro quiz bastara a detenerle en su
carrera o en su vuelo; pero Torres no tena ningn arma de fuego. Su machete y su azada
slo podan servirle contra el guariba en caso de poder acercarse.
Bien pronto comprendi que el mono no poda ser detenido sino merced a la astucia o la
sorpresa. Y era mejor usar la primera con el malicioso animal. Detenerse, ocultarse bajo el
ramaje, e incitar al guariba ya a detenerse ya a volver sobre sus pasos, era lo nico que poda
intentarse. Esto fue lo que hizo Torres y la persecucin comenz bajo tales condiciones; mas
cuando el capitn del bosque desapareca, el mono se paraba, pero slo a contemplar lo que
haca, sin moverse, por lo que en este ejercicio Torres se fatigaba sin resultado.
Condenado guariba! -exclam al fin. No acabaremos nunca y es capaz de volverme a
llevar as hasta la frontera brasilea! Si al menos soltase mi caja! Pero no! El sonido de
las piezas de oro le divierte! Ah, ladrn, si yo te llegara a echar mano!
Y Torres volvi a emprender la persecucin y el mono a escaprsele con nuevo ardor.
Una hora transcurri de tal guisa, sin obtener ningn resultado. Torres senta una
preocupacin muy natural. Cmo no, si con aquel documento poda nadar en dinero?
La clera se apoder de l. Jur, pate el suelo y hasta amenaz al guariba. El terco animal
le contest con una especie de risa burlona, la ms a propsito para ponerle fuera de s.
Torres volvi a lanzarse a la persecucin; corri hasta perder el aliento enredndose entre
aquellas altas hierbas, aquellas espesas malezas y aquellas lianas entrelazadas, a travs de
las cuales el guariba pasaba fcilmente.

Las gruesas races ocultas entre las hierbas borraban de vez en cuando los senderos.
Tropezndose, levantndose, al final principi a gritar socorro!, como si pudiera ser odo.
Luego, acabndosele las fuerzas y faltndole la respiracin, se vio obligado a detenerse.
Mil diablos! -exclam. Cuando persegua a los negros cimarrones a travs de las malezas,
no me causaba tanto disgusto. Pero he de atrapar a este mono maldito! Ir tras l, s, ir
tras l, mientras mis piernas puedan sostenerme y ya nos veremos!
El guariba se haba quedado inmvil, viendo que el aventurero cesaba de perseguirle y se
aprovechaba de este intervalo para descansar, aunque estaba muy lejos de haber llegado a
aquel grado de fatiga que privaba de todo movimiento a Torres.
Permaneci en tal estado unos diez minutos, mascando algunas races que haba arrancado
a flor de tierra y haciendo sonar de tiempo en tiempo la caja junto a su oreja.
Torres, exasperado, le tir algunas piedras que llegaron a tocarle, aunque sin hacerle
ningn dao a causa de la distancia.
Era preciso, sin embargo, tomar un partido. Por una parte, pareca insensato continuar
la persecucin del mono sin una seguridad de cogerle; y por otra, aceptar con todas
sus consecuencias aquel capricho de la casualidad era quedar no solamente vencido, sino
tambin engaado y burlado por un despreciable animal, lo cual bastaba para causar la
desesperacin de cualquiera.
Y, sin embargo, Torres comprenda que cuando llegase la noche el ladrn se escapara
cmodamente y l, el robado, tendra mucha dificultad para volver a encontrar su camino
a travs de aquel espeso bosque. En efecto, la persecucin le haba alejado bastantes
kilmetros de la orilla del ro y le sera ya muy difcil volver a ella.
Aunque titubeando, procur resumir sus ideas con sangre fra y finalmente, despus de
haber proferido la ltima imprecacin, se resolvi a abandonar toda idea de volver a
recobrar su caja; pero ansiando todava, a pesar de su aparente conformidad, tener aquel
documento en que estaba basado su porvenir, segn el uso que pensaba hacer de l, se dijo
que era preciso intentar un ltimo esfuerzo.
Conque se levant y el guariba le imit. Dio el hombre algunos pasos hacia delante. El
mono hizo otro tanto hacia atrs. Pero esta vez, en lugar de internarse en lo profundo del
bosque, se detuvo al pie de un gran ficus, rbol cuyas variedades son tan numerosas en toda
la cuenca del Alto Amazonas.
Asirse al tronco con sus cuatro manos; trepar por l con la agilidad de un payaso que
imitase a un mono; agarrarse con la cola a las primeras ramas extendidas horizontalmente
a once metros del suelo; subirse despus hasta la cima del rbol, hasta el sitio en que sus
ltimas ramas se inclinaban sobre l, todo esto slo fue un juego para el gil guariba y tarea
de algunos instantes.
Instalado all con la mayor comodidad, continu su interrumpida comida, cogiendo las
frutas que se hallaban al alcance de su mano. Torres tambin tena gran necesidad de comer
y de beber; pero le era imposible! Su morral estaba limpio y su calabaza vaca!
Sin embargo, en lugar de retroceder, se dirigi hacia el rbol, por ms que la posicin
adoptada por el mono fuese entonces muy desfavorable para l. No poda ni aun soar en
trepar a las ramas de aquel ficus, que su ladrn habra muy pronto abandonado por otro.
Y siempre la cajita, que no poda recuperar, resonaba en su odo!
Llevado por su furor y su locura, el aventurero apostrof al guariba. Sera imposible decir
la serie de invectivas que le dirigi.
No se limit a llamarle mestizo, lo cual es una grave injuria en boca de un brasileo de
raza blanca, sino que tambin le llam curiboca, esto es, mestizo de negro y de india, pues

de todos los insultos que un hombre puede dirigir a otro, era el ms cruel en aquella latitud
ecuatorial.
Pero el mono, que no era ms que un simple cuadrmano, se burlaba de todo lo que
pudiera gritarle un ser humano.
Torres entonces comenz a tirarle piedras, races y todo lo que poda servirle de
proyectiles. Tena esperanza de herir gravemente al mono? No ya ignoraba lo que haca.
A decir verdad, la rabia que le causaba su impotencia le privaba de la razn. Quiz esperaba
el instante en que, al hacer el guariba un movimiento para saltar de una rama a otra, arrojase
la cajita y aun que, para imitar los ademanes del agresor, llegase a tirrsela a la cabeza.
Pero no; el mono procuraba retenerla y aunque tena ocupada una mano con ella, aun le
quedaban tres para manejarse.
Torres, desesperado, iba ya a abandonar la partida y volverse hacia el Amazonas, cuando
se dej or un rumor de voces No era ilusin, no! Se trataba de voces humanas.
Se hablaba a unos veinte pasos del sitio en que se encontraba parado el aventurero.
El primer cuidado de Torres fue ocultarse entre un espeso ramaje. Como hombre prudente,
no quera dejarse ver sin saber, al menos, ante quin poda hacerlo.
Palpitante, turbado, escuchaba con atento odo, cuando de repente se oy la detonacin de
un arma de fuego.
Un grito la sigui y el mono, mortalmente herido, cay pesadamente al suelo, teniendo
siempre la cajita de Torres en la mano.
Diablo! -exclam. He aqu una bala que llega a muy buen tiempo.
Y esta vez, no importndole que le vieran, sali de entre el ramaje a tiempo que dos
jvenes aparecan bajo los rboles.
Se trataba de dos brasileos en traje de
caza, con botas de cuero, ligero sombrero de
palma, chaqueta, o ms bien casaca, ceida a
la cintura y prenda ms cmoda que el
poncho nacional. Por sus facciones y su
color, claramente se conoca que eran de
sangre portuguesa.
Cada uno estaba armado con un largo fusil
de fbrica espaola, que recuerdan algo las
armas rabes; fusiles de largo alcance y de
una gran precisin y que los habitantes de los
bosques del Alto Amazonas manejan con
sumo acierto.
Lo que acababa de suceder era la prueba. A
una distancia oblicua de ms de ochenta
pasos, el cuadrmano haba sido herido en
medio de la cabeza.
Adems, los dos jvenes llevaban a la
cintura una especie de cuchillo-pual, que se
llama faca en Brasil y el cual los cazadores no
vacilan en emplear contra la onza[1] y otros
animales, si no tan terribles, por lo menos
bastante numerosos en aquellos bosques.
[1] Se trata del jaguar. Se la conoce tambin por "onza" y tigre americano.

Evidentemente, Torres nada tena que temer de aquel encuentro y se apresur a correr
hacia el cuerpo del mono.
Pero los jvenes, que avanzaban en la misma direccin, tenan menos camino que andar y
se haban aproximado algunos pasos cuando se encontraron ante Torres.
Este haba recobrado su presencia de nimo.
Muchas gracias, seores! -les dijo alegremente, quitndose el sombrero. Me habis hecho
un gran servicio matando a este perverso animal.
Los cazadores se miraron, sin comprender, desde luego, por qu se les daba las gracias.
En pocas palabras, les puso Torres al corriente de lo que ocurra.
Habis credo matar a un mono -concluy- y en realidad habis matado a un ladrn.
Si os hemos sido til -respondi el ms joven de los dos-, ha sido sin sospecharlo; mas no
por esto nos consideramos menos dichosos por haberos prestado el servicio.
Y dando algunos pasos atrs, se inclin sobre el guariba y le arranc, no sin esfuerzo, la
cajita de su mano.
Ved lo que, sin duda, os pertenece, seor - agreg.
Esto es -dijo Torres, que tom apresuradamente la cajita, sin poder contener un gran
suspiro de consuelo. A quin debo agradecer, seores, el servicio que se me acaba de hacer?
A mi amigo Manuel, ayudante mayor de mdico en el ejrcito brasileo -inform el que
hasta entonces hablara.
Si yo he sido el que ha tirado al mono -replic Manuel-, t fuiste quien me lo hizo ver,
querido Benito.
En ese caso, seores -replic Torres- a ambos me hallo obligado; tanto al seor Manuel
como al seor
Benito Garral -hizo saber Manuel.
Mucha fuerza de nimo necesit el capitn del bosque, para no estremecerse al or aquel
nombre y sobre todo cuando el joven aadi con galantera:
La granja de mi padre Juan Garral se halla a tres millas de aqu [1]. Si os place, seor
[1] Las medidas itinerarias en Brasil eran, en aquella poca, la pequea milla, equivalente a 2.060 metros y la
legua comn, que vala 6.180 metros.

Torres -manifest el aventurero.


Si os place, seor Torres, venir con nosotros, seris bien recibido.
Yo no s si podr -contest Torres, que, sorprendido por aquel encuentro inesperado,
vacilaba en tomar una decisin. Temo, a la verdad, no poder admitir vuestra oferta.
El incidente que me acaba de ocurrir me ha hecho perder tiempo Tengo que volver
prontamente hacia el Amazonas, porque cuento con bajar hasta Par.
Entonces, seor Torres -repuso Benito-, es muy probable que nos volvamos a ver, porque
antes de un mes mi padre y toda su familia habrn tomado el mismo camino que vos.
Ah! -exclam vivamente Torres. Vuestro padre trata de cruzar la frontera brasilea?
En efecto, en un viaje de varios meses -respondi Benito. Al menos, nosotros confiamos
llegar a decidirle. No es as, Manuel?
El aludido hizo un signo afirmativo.
Entonces, seores -manifest Torres-, es tal vez posible que volvamos a encontrarnos. En
cambio ahora, aun cuando lo siento mucho, no puedo, en este instante, aceptar la oferta que
me hacis. Os lo agradezco, sin embargo y me considero doblemente obligado.
Y, tras de decir esto, salud a los dos jvenes, los que, despus de corresponderle, tomaron
el camino de su granja.

Torres los contempl alejarse. Cuando los hubo perdido de vista, coment en voz alta y
enronquecida:
Ah! De manera que va a cruzar la frontera! Mejor, que la pase y as se encontrar por
completo a merced ma Buen viaje, Juan Garral!
Y dichas estas palabras, el capitn del bosque emprendi la marcha hacia el sur.
Iba en busca de la orilla izquierda del ro por el camino ms corto. No tard en desaparecer
entre la espesa arboleda.

Captulo III
La familia Garral

S ituada la aldea de Iquitos cerca de la orilla izquierda del Amazonas, se alza poco ms o

menos sobre el 74 meridiano, en aquella parte del gran ro que an lleva el nombre de
Maran, cuyo lecho separa Per de la Repblica del Ecuador, unos trescientos kilmetros
hacia el oeste de la frontera de Brasil.
Al igual que todas las casas, aldeas y
lugarejos que se alzan en la cuenca del
Amazonas, Iquitos fue fundada por los
misioneros. Hasta el ao decimosptimo del
siglo diecinueve, los indios iquitos, que
formaron por el momento su nica
poblacin, vivan retirados hacia el interior,
bastante lejos del ro. Pero un da los
manantiales de su territorio se secaron de
resultas de una erupcin volcnica, vindose
entonces obligados a establecerse en la orilla
izquierda del Maran. La raza se alter bien
pronto, a consecuencia de los enlaces que
contrajeron con los indios ribereos, ticunas
u omaguas y hasta hoy da Iquitos slo
cuenta con una poblacin mixta, a la cual se
deben aadir algunos espaoles y dos o tres
familias de mestizos.
Unas cuarenta chozas, bastante miserables,
cuyo techo de blago apenas las haca dignas
del nombre de cabaas, componan toda la
aldea, aunque, por otra parte, se hallaban
pintorescamente
agrupadas
en
una
explanada que dominaba las orillas del ro a
unos sesenta pies de elevacin. Una escalera hecha de troncos, transversalmente colocados,
daba acceso a la aldea; pero se esconda tanto a los ojos del forastero, que ste no se
determinaba a trepar por ella, porque la bajada le pareca imposible. Mas una vez en lo alto,
se vea ante una cerca, poco resguardada, de arbustos variados y plantas arborescentes,
liadas por cordones de lianas que se extendan aqu y all, desde las copas de los bananos y de
palmeras de la ms elegante especie.
En aquella poca, la moda haba de tardar mucho tiempo en modificar el traje primitivo:
los indios de Iquitos iban poco menos que desnudos. Solamente los portugueses y mestizos,
que miraban con gran desdn a sus conciudadanos indgenas, iban vestidos con una simple
camisa, un pantaln ligero de telilla de algodn, cubrindose la cabeza con un sombrero de
paja. Por lo dems, todos vivan miserablemente en este lugarejo, tratndose y juntndose
poco; y si alguna vez se reunan, era nicamente en las horas en que la campana de la Misin
los llamaba a la casa medio derruida que serva de iglesia.
Pero si la vida se hallaba en estado casi rudimentario en el lugarejo de Iquitos, como en la
mayor parte de las aldeillas del Alto Amazonas, no haba ms que andar una legua bajando
hacia el ro, para ver en la misma ribera un rico establecimiento, donde se encontraban
reunidos todos los elementos para gozar una vida cmoda.

Esta era la granja de Juan Garral, hacia la


cual volvan los dos jvenes, despus de su
encuentro con el capitn del bosque.
All, sobre un recodo del ro, en la
confluencia del Nanay, ancho de quinientos
pies, haca bastantes aos que estaba
fundada aquella granja, aquella alquera, o
para emplear la expresin del pas, aquella
fazenda, entonces en plena prosperidad.
Baada al norte por las aguas del Nanay en
un espacio de una pequea milla, tena una
anchura igual al este, por donde tocaba la
orilla del gran ro. Al oeste, pequeas
corrientes de agua tributarias del Nanay y
algunas lagunas de mediana extensin, la
separaban de la sabana y de las campias
destinadas a pasto de los animales.
All era donde Juan Garral, en 1826,
veintisis aos antes de la poca en que
comienza esta historia, fue acogido por el
propietario de la fazenda.
Era un portugus, llamado Magallanes, que
no tena ms industria que la de explotar las
maderas del pas; y su establecimiento,
recientemente fundado, ocupaba entonces una media milla en la ribera del ro.
All, Magallanes, hospitalario como todos los portugueses de antigua raza, viva con su hija
Yaquita, que desde la muerte de su madre haba tomado el gobierno de la casa. Magallanes
era un buen trabajador, de los duros; pero careca de instruccin. Aunque saba dirigir
algunos esclavos que posea y la docena de indios cuyos servicios ajustaba, se mostraba
poco apto en las operaciones exteriores de su comercio. As, pues, por su ignorancia,
el establecimiento de Iquitos no prosperaba y los asuntos del negociante portugus se
encontraban bastante confusos.
En aquellas circunstancias fue cuando Juan Garral, que contaba entonces veintids aos, se
encontr un da con Magallanes. Haba llegado al pas al cabo de muchos esfuerzos y apuros.
Magallanes le haba encontrado en un bosque vecino, medio muerto de hambre y de fatiga.
Aquel portugus tena un gran corazn y no pregunt al desconocido de dnde vena, sino
lo que necesitaba. El noble y altivo rostro de Juan Garral, a pesar de su debilidad, le haba
interesado. Le recogi, ayudndole a ponerse en pie y le ofreci, desde luego y por algunos
das, una hospitalidad que deba durar toda su vida.
Vase, pues, por qu circunstancias entr Juan Garral en la granja de Iquitos.
Era brasileo y se encontraba sin familia ni fortuna. Los disgustos, deca l, le haban
obligado a expatriarse y a renunciar a toda idea de volver a su patria y rog a su husped que
no le preguntase nada sobre sus desgracias pasadas, desgracias tan graves como inmerecidas.
Lo que l buscaba, lo que l quera, era una vida nueva, una vida de trabajo. Haba andado
un poco a la ventura con la idea de establecerse en alguna hacienda del interior. Era
instruido, inteligente y tena en toda su presencia ese no s qu que revela al hombre sincero,
de alma pura y recta. Magallanes qued seducido y le rog que permaneciese en la hacienda,
donde poda hacer lo que no saba el digno granjero.

Juan Garral acept sin vacilar.


La intencin haba sido entrar, desde luego, en un seringal, explotacin de caucho, donde
un buen obrero ganaba en aquella poca cinco o seis piastras diarias y poda esperar
encontrar patrn por poco que la suerte le favoreciese; pero Magallanes le hizo observar
justamente que, si la paga era crecida, no se hallaba trabajo en el seringal ms que en la
poca de la recoleccin, es decir, durante algunos meses nicamente, lo cual no iba a resultar
una situacin estable y tal como l deba desearla.
El portugus tena razn. Juan Garral lo comprendi y entr resueltamente al servicio de
la fazenda, decidido a consagrarle todas sus fuerzas.
No tuvo Magallanes motivo para arrepentirse de la buena accin que ejecutara. Sus
negocios se restablecieron. Su comercio de maderas, que por el Amazonas se extenda hasta
Par, adquiri muy pronto, bajo la direccin de Juan Garral, una extensin considerable.
La fazenda no tard en aumentar en proporciones y se desarroll sobre la ribera del ro
hasta la desembocadura del Nanay. De la casa se hizo una hermosa morada, con un segundo
piso al que rodeaba una galera cubierta y medio encerrada entre hermosos rboles, como
mimosas, higueras y paulinias, cuyos troncos desaparecan bajo un enrejado de granadillas,
de bromelias de flores escarlata y multitud de lianas enredaderas.
A lo lejos, detrs de los gigantescos rboles y de un espeso matorral de plantas
arborescentes, se ocultaba el conjunto de las construcciones donde habitaba el personal de
la fazenda. Las habitaciones comunes a todos, las chozas de los negros, las cabafias de los
indios. Desde la ribera del ro, guarnecida de caas y otras plantas acuticas, no se vea ms
que la casa forestal.
Una vasta campia, cuidadosamente desmontada a lo largo de las lagunas, ofreca
excelentes pastos y los animales abundaban. Esto fue una nueva fuente de importantes
ganancias de aquellas ricas comarcas, donde un rebao se duplica en cuatro aos dando un
diez por ciento de inters solamente con la venta de la carne y de las pieles de los animales
sacrificados para consumo de los ganaderos. Se establecieron algunos sitios o plantaciones
de yuca y de caf en aquellas partes del bosque despejadas por la tala de rboles. Los
plantos de caa de azcar exigieron bien pronto la construccin de un ingenio de azcar
para la fabricacin de la melaza, el aguardiente y el ron. Brevemente, diez aos despus de
la llegada de Juan Garral a la granja de Iquitos, la fazenda se haba convertido en uno de
los ms ricos establecimientos del Alto Amazonas. Gracias a la buena direccin dada por el
joven encargado a los trabajos del interior y a los negocios de fuera, su prosperidad iba en
aumento de da en da.
El portugus no haba tardado mucho tiempo en reconocer lo que deba a Juan Garral.
A fin de recompensarle segn su mrito, le haba interesado desde luego en los beneficios
de su explotacin y al cabo de cuatro aos de su llegada le hizo su socio, con las mismas
atribuciones que l y con igual participacin.
Pero an meditaba premiarle mejor. Yaquita, su hija, haba reconocido, como l, en aquel
joven silencioso, dulce con los otros, duro consigo mismo, importantes cualidades de corazn
y de talento. Ella le amaba; pero aunque, por su parte, Juan no hubiera sido insensible a los
mritos y a la bondad de aquella hermosa joven, fuese por orgullo o fuese por reserva, no
pareca dispuesto a pedirla en matrimonio.
Un desgraciado suceso resolvi el asunto.
Dirigiendo Magallanes, cierto da, una tala de rboles, fue herido mortalmente por la cada
de uno de ellos.

Transportado casi moribundo a la granja y sintindose perdido, levant a Yaquita, que


lloraba a su lado, le tom la mano y la uni a la de Juan Garral, haciendo jurar a ste que la
tomara por esposa.
Has rehecho mi fortuna -le dijo- y no morir tranquilo si por medio de esta unin no dejo
asegurado el porvenir de mi hija.
Es que puedo quedar siendo su servidor ms adicto, su hermano, su protector, sin ser su
esposo- haba contestado, desde luego, Juan Garral. Os lo debo todo, Magallanes y no lo
olvidar jams; el precio a que queris pagar mis servicios es muy superior a su mrito.
Pero el viejo insisti; la proximidad de la
muerte no le permita aguardar y exigi una
promesa que le fue otorgada.
Yaquita tena entonces veintids aos;
Juan veintisis; los dos se amaban y se
unieron algunas horas antes de la muerte de
Magallanes, que an tuvo fuerzas bastantes
para bendecir su unin.
Por consecuencia de estas circunstancias,
Juan Garral qued en 1830 como nuevo
granjero de Iquitos, con extrema satisfaccin
de todos los que componan el personal de la
quinta.
La prosperidad del establecimiento no
poda menos de aumentarse dirigido por
aquellas dos inteligencias reunidas en un
solo corazn.
Un ao despus de su enlace Yaquita dio
un hijo a su marido y dos aos ms tarde,
una hija; Benito y Minha, los nietos del viejo
portugus, haban de ser dignos de su abuelo
y los hijos dignos de Juan y Yaquita.
La nia se criaba hermosa, sin salir un solo
instante de la fazenda. Educada en aquel
lugar puro y sano, en el centro de aquella naturaleza hermossima de las regiones tropicales,
la educacin que le daba su madre y la instruccin que reciba de su padre fueron suficientes
para ella. Qu ms hubiera podido aprender en un convento de Manaos o de Belem? Y
dnde podra haber encontrado mejores ejemplos de todas las virtudes privadas? Su
corazn y su talento seran ms delicadamente formados lejos del hogar paterno? Si el
destino le reservaba el suceder a su madre en la administracin de la fazenda sabra colocarse
a la altura que conviniera a aquella situacin.
En cuanto a Benito ya fue otra cosa. Su padre quiso y con razn, que recibiese una
educacin tan slida y tan completa como se daba entonces en las grandes ciudades de
Brasil. El rico granjero no tena nada que negarle tratndose de su hijo. Benito manifestaba
felices disposiciones, un talento claro, una inteligencia viva y cualidades del corazn iguales
a las del ingeniero. A la edad de doce aos se le envi a Par, a Belem y all, bajo la
direccin de excelentes profesores, adquiri los elementos de una educacin que deba hacer
de l un hombre distinguido. Nada le fue difcil en las letras, las ciencias y las artes y se
instruy como si la fortuna de su padre no le hubiera permitido vivir ocioso. No era de los
que se imagina que la riqueza dispensa del trabajo; contrariamente, era uno de esos nobles

espritus, firmes y rectos, que creen que nada se debe sustraer a aquella obligacin natural,
si se quiere hacerse digno del ttulo de hombre.
Durante los primeros aos de su permanencia en Belem, Benito se haba relacionado con
Manuel Valds. Este joven, hijo de un comerciante de Par, segua sus estudios en el mismo
instituto que Benito. La similitud de sus caracteres y de sus gustos no tard en unirlos con
una estrecha amistad y fueron dos inseparables compaeros.
Manuel, nacido en 1832, tena un ao menos que Benito. No tena ms que a su madre,
que viva de la modesta fortuna que le haba dejado su marido. As, cuando termin sus
primeros estudios, sigui la carrera de medicina. Tena un entusiasmo decidido por esta
noble profesin y era su intento entrar en el servicio militar, hacia el cual se senta inclinado.
En la poca en que le venimos a encontrar con su amigo Benito, haba obtenido ya su
primer grado y haba venido a disfrutar algunos meses de licencia a la fazenda, donde tena
la costumbre de pasar sus vacaciones. Este joven, de buen rostro, de fisonoma distinguida y
de cierta arrogancia natural, que le sentaba muy bien, era un hijo ms que Juan y Yaquita
contaban en la casa. Pero si esta cualidad de hijo le haca el hermano de Benito, semejante
ttulo no le haba parecido suficiente con Minha y bien pronto deba unirse a la joven con
un lazo ms estrecho que el que une a una hermana y a un hermano.
En el ao 1852 haban ya pasado cuatro meses desde el principio de esta historia, Juan
Garral contaba cuarenta y ocho aos. Bajo un clima devorador que gasta la vida muy pronto,
por su sobriedad, la precaucin en satisfacer sus gustos y la moralidad de su vida, toda
trabajo, pudo resistir all donde otros caducan antes de tiempo. Sus cabellos, que gastaba
cortos y su barba, que llevaba entera, empezaban ya a ponerse grises y le daban el aspecto de
un puritano. La honradez proverbial de los
comerciantes y hacendados brasileos estaba
impresa en su fisonoma, en la cual la
rectitud era el carcter ms notable. Aunque
de temperamento tranquilo, se notaba en l
como un fuego interior, que la voluntad
saba dominar. La pureza de su mirada
indicaba una gran fortaleza a la cual jams se
apelaba en vano cuando se trataba de
portarse con honor.
Y, sin embargo, en este hombre tranquilo,
que pareca haber conseguido cuanto puede
desearse en la vida, se adverta un fondo de
tristeza, que la misma ternura de Yaquita no
haba podido vencer.
Por qu este hombre recto, considerado
por todos, que haba alcanzado las
condiciones que deben asegurar la dicha, no
manifestaba una expresin radiante? Por
qu pareca no poder ser dichoso, cuando
procuraba que los dems lo fuesen? Deba
atribuirse esta disposicin a algn secreto
pesar? Esto era un motivo de constante
preocupacin para su esposa.
Yaquita tena entonces cuarenta y cuatro
aos. En aquel pas tropical, donde sus semejantes eran ya viejos a los treinta, ella haba

podido resistir a las disolventes influencias del clima. Sus facciones, un poco duras, pero
hermosas todava, conservaban ese altivo trazo del tipo portugus, en el que la nobleza del
rostro se une a la dignidad del alma.
Benito y Minha correspondan con un cario sin lmites, que se demostraba en todas las
ocasiones, al amor que sus padres manifestaban por ellos.
Benito, de veintin aos entonces, vivo, animoso, simptico, todo sencillez, contrastaba
en esto con su amigo Manuel, ms serio, ms reflexivo. Haba sido un placer extraordinario
para l, despus de un ao pasado en Belem, lejos de la quinta, volverse a hallar con su joven
amigo en la mansin paterna, haber vuelto a ver a su padre, su madre y a su hermana y
encontrarse, en fin l, que era un cazador temerario, en medio de los soberbios bosques del
Alto Amazonas de los que el hombre an tardar muchos aos en conocer sus secretos.
Minha tena entonces veinte aos. Era una hermosa joven morena, con ojos azules, de esos
ojos que hablan al alma. De mediana estatura, bien formada y de una gracia vivaz, recordaba
el bello tipo de Yaquita.
Un poco ms seria que su hermano, buena,
caritativa y piadosa, era querida de todos.
Sobre este punto poda preguntarse sin temor
a los ms nfimos criados de la granja. En
cambio, a quien no se hubiera podido
preguntar era al amigo de su hermano, a
Manuel Valds. Este se hallaba muy
interesado en la cuestin y no habra podido
responder sin algo de parcialidad.
La pintura de la familia Garral no estara
bien acabada y le faltaran algunas
pinceladas si no se hablase del numeroso
personal de la hacienda.
En primer lugar, debemos nombrar a una
vieja negra, de sesenta aos, llamada Cibeles,
libre por la voluntad de su amo y esclava por
el afecto que a l y a los suyos profesaba y
que haba sido la nodriza de Yaquita. Ella
perteneca ya a la familia y trataba con toda
familiaridad a la madre y a la hija. Toda la
vida de esta excelente criatura se haba
pasado en aquellos campos, entre aquellos
bosques y junto a aquella ribera del ro, que
limitaba el horizonte de la quinta. Haba
venido muy nia a Iquitos; en el tiempo en que an se haca la trata de negros, no sali jams
de la aldeita donde se cas, habiendo quedado viuda muy temprano y perdiendo a su nico
hijo, se consagr enteramente al servicio de Magallanes. No conoca ms del territorio del
Amazonas que lo que se desplegaba ante su vista.
Con ella y ms especialmente consagrada al servicio de Minha, se vea una linda y alegre
mulata de la edad de la joven y que le era adicta por completo. Responda al nombre de Lina
y era una de esas preciosas criaturas, un tanto consentidas, a las cuales se les permite una
gran familiaridad en gracia a la adoracin que demuestran por sus seoras. Viva, traviesa,
cariosa, todo le era consentido en la casa.

El resto de los sirvientes pertenecan a dos clases. Los indios, que figuraban en nmero
de un centenar, estaban empleados a sueldo en los trabajos de la quinta y los negros, que
sumaban el doble que los indios y que si bien todava no eran libres, por lo menos sus hijos
ya no eran esclavos. Juan Garral se haba anticipado con esto al gobierno brasileo. Bueno es
advertir, sin embargo, que en Brasil, mayormente que en ningn otro pas, los negros trados
de Benguela, del Congo y de la costa de Oro, eran siempre tratados con dulzura.
Hubiera sido vano buscar en la hacienda de Iquitos aquellos tristes ejemplos de crueldad,
tan frecuentes en las plantaciones de otros pases.

Captulo IV
Dudas

E l futuro mdico amaba a la hermana de su amigo Benito y Minha corresponda a su cario.

Haban podido apreciarse y realmente eran dignos uno del otro.


Manuel, cuando estuvo seguro de la ndole de sentimientos que experimentaba por Minha,
lo hizo saber a su amigo Benito.
Querido Manuel -le haba contestado al punto el entusiasta joven-, tienes sobrados
motivos para querer casarte con mi hermana. Djame hacer. Empezar por hablar a nuestra
madre y creo poderte ofrecer que su consentimiento no se har esperar.
Al cabo de media hora, el ofrecimiento estaba cumplido. Benito no haba descubierto nada
con lo que le dijera; la buena Yaquita haba ledo antes que ellos en el corazn de ambos
jvenes.
Diez minutos despus Benito se hallaba ante Minha. Forzoso es convenir que no tuvo
necesidad de emplear con ella grandes recursos de elocuencia. A sus primeras palabras, la
nia inclin la cabeza en el hombro de su hermano y el consentimiento vino directamente
de su corazn con esta palabra;
Consiento.
La respuesta lleg casi antes que la pregunta. Benito no pidi ms.
Respecto al consentimiento de Juan Garral, no haba que abrigar la menor duda. Si Yaquita
y sus hijos no le hablaron al punto de aquel proyecto de unin, fue porque con el asunto del
casamiento queran tratar al mismo tiempo una cuestin que poda ser muy bien difcil de
resolver. Esta era en qu lugar se celebrara el matrimonio.
En efecto, dnde se celebrara? En aquella modesta cabaa que serva de iglesia a la
aldeita? Por qu no, puesto que en ella Juan y Yaquita haban sido casados por el padre
Passanha, que era entonces el cura de la parroquia de Iquitos? En aquella poca, como en
la actual, se confunda en Brasil el acto civil con el religioso y los registros de la Misin
bastaban para hacer constar la regularidad de una situacin que ningn oficial del estado
civil se haba encargado de legalizar.
Era muy probable que ste fuese el deseo de Juan Garral: que el matrimonio se celebrase
en Iquitos, con gran ceremonia y con asistencia de todo el personal de la quinta. Pero si tal
era su pensamiento, deba sufrir un fuerte ataque con tal motivo.
Manuel -haba dicho la joven a su prometido-, si yo fuese consultada, no ser aqu, sino
en Par, donde se celebre nuestro matrimonio. La seora de Valds est enferma; no puede
trasladarse a Iquitos y yo no querra ser su hija sin haberla conocido antes y sin que ella
me conociera a m. Mi madre piensa como yo en todo esto. Por eso quisiramos decidir a
mi padre a que nos lleve a Belem, al lado de aquella cuya casa va a convertirse en ma. Os
parece bien?
A esta pregunta haba respondido Manuel estrechando la mano de Minha. Era para l el
ms ardiente deseo que su madre asistiera a la ceremonia de su casamiento. Benito haba
aprobado este proyecto sin reserva y ya no se trataba ms que de decidir a Juan Garral.
Y si aquel da los dos jvenes haban ido a cazar al bosque fue con objeto de dejar solos a
Yaquita y a su marido.
Al medioda, se hallaban ambos en la sala de la casa.
Juan Garral, que acababa de entrar, se encontraba tendido en un divn de bamb
finamente tejido, cuando, un tanto conmovida, vino Yaquita a colocarse junto a l.

Lo que le preocupaba no era manifestar a Juan cules eran los sentimientos que animaban
a Manuel respecto de su hija. La dicha de Minha no poda mas que asegurarse con este
matrimonio y Juan se considerara feliz abriendo los brazos a este nuevo hijo, cuyas
formales. cualidades conoca y apreciaba. Pero Yaquita conoca que decidir a su marido a
dejar la hacienda era una gravsima cuestin.
En efecto, desde que Juan Garral, joven an, haba llegado a aquel pas, jams estuvo
ausente ms de un da.
Aunque la vista del Amazonas, con sus aguas dulcemente conducidas hacia el este,
invitasen a seguir su curso; aunque Juan enviaba todos los aos cargamentos de madera
ya fuese a Manaos o Belem o al litoral de Par; aunque vea partir a Benito despus de las
vacaciones para continuar sus estudios, jams pareci tener deseos de acompaarle.
Se hubiera dicho que no quera franquear con el pensamiento ni con la vista el horizonte
que limitaba aquel edn, donde estaba su vida concentrada.
Se deduca de aqu que si, despus de veinticinco aos, Juan Garral no haba pasado ni un
momento la frontera, su esposa y su hija no haban, an, puesto el pie en el suelo de Brasil;
y, por tanto, no les faltaba el deseo de conocer algo de aquel hermoso pas, del que Benito
les hablaba con frecuencia. Dos o tres veces Yaquita haba presentado esta consideracin a
su marido; pero haba visto que el pensamiento de dejar la quinta, aunque slo fuese por
algunas semanas, imprima en su frente un tinte de mayor tristeza. Sus ojos se nublaban
entonces y deca con un tono de dulce reproche:
Por qu dejar nuestra casa? No somos felices aqu?
Y Yaquita no se atreva a insistir delante de aquel hombre, cuya bondad activa e inalterable
ternura la hacan tan dichosa.
Esta vez, sin embargo, exista una razn poderosa que hacer valer. El casamiento de Minha
presentaba una ocasin muy natural de conducir a la joven a Belem, donde deba residir con
su marido.
All ella vera y aprendera a amar a la madre de su prometido. Garral no poda vacilar
ante tan legtimo deseo y cmo, por otra parte, no comprendera el deseo, que tambin
tendra aqulla, de conocer a la que haba sido una segunda madre para su hijo?
Yaquita haba tomado la mano de su marido y con aquella voz cariosa que haba sido
toda la msica de la vida de aquel duro trabajador.
Juan -empez-, vengo a hablarte de un proyecto cuya realizacin deseamos
ardientemente y que te har dichoso como lo somos tus hijos y yo.
Dime de qu se trata Yaquita -pidi el marido.
Manuel ama a nuestra hija y es amado de ella y con su unin encontrarn la felicidad.
A las primeras palabras de Yaquita, Juan Garral se haba levantado, sin poder dominar
aquel brusco movimiento. Sus ojos se bajaron en seguida y pareci querer evitar la mirada
de su esposa.
Qu tienes, Juan? -pregunt ella.
Que va a casarse Minha -murmur Juan.
Amigo mo -exclam Yaquita, con el corazn oprimido-, tienes, pues, alguna objecin
que hacer a este matrimonio? No habas notado ya, desde hace mucho tiempo, los
sentimientos de Manuel para nuestra hija?
Desde luego Hace cosa de un ao.
Despus, Juan se volvi a sentar sin concluir de expresar su pensamiento. Por un esfuerzo
de voluntad volvi a ser dueo de s. La inexplicable impresin que se advirti en l qued

disipada. Poco a poco sus ojos volvieron a buscar los de su esposa y se qued pensativo
contemplndola.
Yaquita volvi a tomarle la mano.
Juan mo -empez. Me habr equivocado? No tenas t el pensamiento de que esta
unin se efectuara algn da y que asegurara a nuestra hija todas las condiciones de la
felicidad?
Juan afirm:
Claro que todas Claro! Sin embargo Yaquita, este matrimonio Cundo se
efectuar, prximamente?
En la poca que t elijas, Juan.
Y se verificar aqu en Iquitos?
Esta pregunta deba llevar a Yaquita a tratar la segunda cuestin que preocupaba su alma.
Sin embargo, no lo hizo sin una vacilacin muy comprensible.
Tras un instante de silencio habl as;
Escchame bien, Juan; con motivo de la celebracin de este matrimonio, deseo hacerte
una proposicin, que me figuro aceptars. Ya dos o tres veces, hace veinte aos, te he
propuesto que nos llevaras, a mi hija y a m, a esas provincias del Bajo Amazonas y de Par,
que nunca hemos visitado. Los cuidados de la hacienda y los trabajos que reclamaban tu
presencia aqu, no te han permitido satisfacer nuestro deseo. Ausentarte, aunque no fuera
ms que por algunos das, poda entonces perjudicar tus negocios. Mas ahora que el xito de
stos ha superado a nuestras esperanzas, si la hora del descanso no ha llegado todava para
ti, puedes, al menos, distraerte por algunas semanas de tus quehaceres.
Garral no contest; pero Yaquita sinti que su mano temblaba entre las de ella, como bajo
el choque de una impresin dolorosa; con todo, una semisonrisa se dibuj en sus labios,
como una invitacin muda a su esposa para que concluyese lo que tena que decir.
Juan -sigui diciendo su mujer-, he aqu una ocasin que no se te presentar ms en
nuestra vida. Minha va a casarse lejos y a dejarnos! Este es el primer disgusto que va
a darnos y mi corazn se oprime cuando pienso en esta separacin tan prxima! Quiero
hacerte saber que me alegrara mucho poderla acompaar hasta Belem. No te parece, por
otra parte, conveniente que conozcamos a la madre de su esposo, a la que va a remplazarme
y a quien vamos a confiarla? Aadir que Minha no querr dar a la seora Valds el
sentimiento de casarse lejos de ella. En la poca de nuestra unin, Juan mo, si tu madre
hubiera vivido, no te habras alegrado de casarte ante ella?
A estas palabras de Yaquita, contest Juan Garral con otro movimiento que no pudo
reprimir. -Amigo mo -continu Yaquita-, con Minha, con nuestros dos hijos Benito y Manuel
y contigo, ah, cunto me alegrara visitar nuestro Brasil, bajar por ese hermoso ro hasta
las ltimas provincias del litoral que atraviesa! Me parece que all abajo la separacin sera
menos cruel. A nuestro regreso yo podra ver con el pensamiento a nuestra hija en la casa
donde la aguarda su segunda madre. Ya no la buscara en lo desconocido. Y no me creera
extraa a los actos de su vida.
Garral tena los ojos fijos en su mujer, a la que contemplaba sin decir palabra.
Qu pasaba por l? Por qu aquella vacilacin en satisfacer una peticin tan justa por s
misma? Por qu no pronunciar un s que deba causar tan vivo placer a todos los suyos? No
poda ser una razn suficiente el cuidado de sus negocios. Algunas semanas de ausencia no
les comprometeran de ninguna manera. Su administrador, en efecto, sabra, sin perjuicio,
remplazarle en la granja. Y, sin embargo, vacilaba siempre!
Yaquita haba tomado otra vez entre sus manos la de su marido y la estrechaba
dulcemente.

Juan mo -continu-, no es a la realizacin de un vano capricho a lo que te suplico que


accedas. No! Hace largo tiempo que he reflexionado la proposicin que acabo de hacerte
y el cumplirla es mi ms ardiente deseo. Nuestros hijos saben el paso que doy cerca de
ti en este momento; Minha, Benito y Manuel esperan de ti esta felicidad; que los dos les
acompaemos. Y te aseguro que me alegrar de celebrar este matrimonio en Belem mejor
que en Iquitos. Esto tambin ser muy til a nuestra hija para su futuro en la situacin que
debe tomar en Belem, pues al verla llegar con los suyos no parecer tan extraa en aquella
ciudad, donde deber pasar la mayor parte de su vida.
Juan haba puesto los codos sobre sus rodillas, ocultando el rostro entre las manos, como
un hombre que siente la necesidad de recogerse a meditar antes de dar una respuesta. Era
evidente que experimentaba una vacilacin, contra la que pretenda resistirse y al mismo
tiempo una turbacin que su mujer adverta, pero que no poda explicarse. Un gran combate
tena lugar bajo aquella frente pensativa. Yaquita, muy inquieta, casi se reprochaba haber
tocado aquella cuestin. En todo caso, ella se conformara con lo que Juan decidiese. Si
aquella marcha le costaba mucho, ella sabra acallar sus deseos y no hablara jams de dejar
la hacienda, ni jams le pedira cuenta de aquella inexplicable negativa.
Pasaron algunos minutos. Juan se haba levantado y se dirigi, sin volverse, hasta la
puerta. All pareci dirigir una ltima mirada sobre aquella hermosa naturaleza, sobre aquel
rincn del mundo donde, por espacio de veinte aos, haba guardado la felicidad de su vida.
Despus se volvi hacia su mujer con lentos pasos. Su fisonoma haba adquirido una nueva
expresin. La de un hombre que ha tomado una resolucin suprema y cuyas indecisiones
han concluido.
Tienes razn -dijo con voz firme a Yaquita. Este viaje es necesario. Cundo quieres que
marchemos?
Ah, Juan mo! -grit Yaquita llena de gozo. Gracias por m, gracias por ellos!
Y lgrimas de ternura acudieron a sus ojos, mientras que su marido la estrechaba contra
su corazn.
En aquel momento oyronse dos alegres voces a la puerta de la casa.
Un instante despus, Manuel y Benito aparecieron en la puerta, casi al mismo tiempo que
Minha, que Acuda desde su cuarto.
Vuestro padre consiente, hijos mos! -anunci Yaquita. Partiremos todos juntos.
Con el rostro grave y sin pronunciar una palabra, Juan Garral recibi los apretones de
manos de los dos jvenes y los besos de su hija.
Benito pregunt, luego de pasado el primer transporte de jbilo:
Y en qu fecha, padre mo, queris que se celebre el matrimonio?
La fecha, la fecha? -repiti Garral. Ya veremos! La fijaremos en Belem.
Ah! Cun contenta estoy! Cun contenta estoy! -exclamaba Minha, como el da que
haba conocido el amor de Manuel. Vamos a ver el Amazonas en todo su esplendor y, sobre
todo, su recorrido a travs de las provincias brasileas. Ah, padre, gracias!
Y la entusiasta muchacha, cuya imaginacin se lanzaba ya a grandes vuelos, aadi,
dirigindose a su hermano y a Manuel:
Vamos a la biblioteca a buscar todos los libros y cuantos mapas hallemos que puedan
darnos a conocer esta magnfica cuenca! No quiero caminar a ciegas! Deseo ver y saber
todo lo que concierne a este rey de los ros de la Tierra!

Captulo V
El Amazonas

E l ro ms grande del mundo! -declar Benito a Manuel Valds.

Era el da siguiente; sentados sobre un ribazo, en el lmite meridional de la hacienda, vean


pasar lentamente aquellas molculas lquidas, que, teniendo su origen en la enorme cadena
de Los Andes, van a perderse a ochocientas leguas de all, en el ocano Atlntico.
Y tambin el ro que aporta al mar el
volumen de agua ms considerable! respondi Manuel a su amigo Benito.
Volumen
tan
verdaderamente
considerable - aadi ste- que le desala a
una gran distancia de su desembocadura y a
ochenta leguas de la costa ha llegado a
hundir buques!
Un ro cuyo ancho curso se extiende por
ms de treinta grados de latitud! -Y en una
cuenca que, desde el sur al norte, no
comprende menos de veinticinco grados!
Una cuenca! -exclam Benito. Pero es
una cuenca esta vasta llanura a travs de la
cual corre el Amazonas, esta sabana que se
extiende hasta perderse de vista, sin una
colina para mantener su declive, sin una
montaa que limite su horizonte?
Y sobre toda su extensin -sigui diciendo
Manuel-, como los mil tentculos de algn
gigantesco pulpo, vienen a desembocar en l
desde el norte o del sur otros ros, nutridos a
su vez por otros afluentes sin nmero,
comparados con los cuales los grandes ros
de Europa no resultan ms que simples
arroyuelos.
Y en un curso donde quinientas sesenta islas, sin contar los islotes o en deriva, forman
una especie de archipilago, que por s solo puede constituir la fortuna de un reino.
Y en sus orillas se ven canales, lagunas y lagos como no se hallarn en toda Suiza,
Lombarda, Escocia y Canad reunidos.
Un ro que, engrosado por seis mil tributarios, no vierte en el ocano Atlntico menos de
doscientos millones de metros cbicos de agua por hora.
Un ro cuyo curso sirve de frontera a dos repblicas y atraviesa majestuosamente el reino
ms grande de la Amrica del Sur, como si en verdad fuese el mismo ocano Pacfico, que
por su canal, se vertiera entero en el Atlntico.
Y por qu desembocadura! Por un brazo de mar en el cual una isla, la de Maraj, presenta
un permetro de ms de tres mil kilmetros.
Y del que el ocano no logra rechazar las aguas sino levantando, en una lucha fenomenal,
una marea, una pororoca, respecto de las cuales los reflujos, las barras y las rpidas mareas
de otros ros no son, en comparacin, ms que pequeas arrugas levantadas por la brisa.

Un ro que no son bastantes tres nombres para denominarlo y por el cual los buques
de gran porte pueden subir hasta cinco mil kilmetros de su desembocadura sin ningn
menoscabo de su cargamento.
Un ro que, bien por s mismo, bien por sus afluentes y subafluentes, abre una va
comercial y fluvial a travs de todo el norte de la Amrica del Sur, pasando del Magdalena al
Ortecuaza; del Ortecuaza el Caquet; del Caquet al Putumayo y del Putumayo al Amazonas.
Cuatro mil millas de caminos fluviales, que slo necesitaran de algunos canales para que la
red navegable fuese completa.
En fin, el ms grande, el ms admirable sistema hidrogrfico que hay en el mundo.
As hablaban, con una especie de mpetu, aquellos dos jvenes, del incomparable ro. Bien
demostraban ser los hijos de aquel ro, cuyos afluentes, dignos de l mismo, forman los
caminos que andan a travs de Bolivia, Per, Ecuador, Nueva Granada, Venezuela y las cuatro
Guayanas, inglesa, francesa, holandesa y brasilea.
Qu de pueblos, qu de razas, cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos! As
es el mayor de los grandes ros del mundo. Su nacimiento verdadero permanece oculto an
a todas las investigaciones. Numerosos Estados reclaman el honor de que nazca en ellos. El
Amazonas no poda evadirse de esta ley. Per, Ecuador y Colombia se han disputado largo
tiempo esta gloriosa paternidad.
Hoy da, sin embargo, parece fuera de duda que el Amazonas nace en Per, en el distrito de
Hunuco, intendencia de Tarma y que sale del lago Lauricocha, situado poco ms o menos,
entre los once y doce grados de latitud sur.

A los que quieren hacerle nacer en Bolivia y caer de las montaas de Titicaca, les cumple la
obligacin de probar que el verdadero Amazonas es el Ucayali, que se forma de la unin del
Paro y del Apurimac; pero esta opinin debe ser rechazada en adelante.
A su salida del lago Lauricocha, el naciente ro se eleva hacia el Noroeste, por un curso
de quinientas sesenta millas y no se dirige libremente hacia el este hasta despus de haber
recibido un importante tributario, el Panta. Se llama Maran en los territorios colombianos
y de Per, hasta la frontera brasilea, o ms bien Maranhao, porque Maran no es otra
cosa que el nombre portugus espaolizado. De la frontera de Brasil a Manaos, donde el
soberbio Ro Negro viene a confundirse con l, toma el nombre de Solimoes o Solimoens,
del nombre de la tribu india de los solimoes, de la cual se hallan todava algunos restos
en las provincias ribereas. Finalmente, de Manaos al mar, es el Amazonas o Ro de las
Amazonas, nombre dado por los espaoles, aquellos descendientes del aventurero Orellana,
cuyas relaciones dudosas, pero entusiastas, hicieron creer que exista una tribu de mujeres
guerreras, establecidas junto al ro Namundha, uno de los afluentes medios del gran ro.
Desde el principio se puede ya comprender que el Amazonas lleva un magnfico curso de
agua. Nada tiene de estorbos ni de obstculos de ninguna clase, desde su nacimiento hasta el
sitio en que la corriente, un poco estrechada, se desenvuelve entre dos pintorescas colinas.
Las cadas no empiezan a batir la corriente sino en el punto donde oblica hacia el este,
mientras atraviesa las estribaciones de Los Andes. All existen algunos saltos, sin los cuales

sera ciertamente navegable desde su desembocadura hasta su nacimiento. Comoquiera que


sea y as lo ha hecho observar Humboldt, est libre en las cinco sextas partes del curso que
recorre.
Y desde su principio, los tributarios, alimentados a su vez por un gran nmero de afluentes,
no le faltan. Uno es el Chinchip, que viene del noroeste por la izquierda. A la derecha
est el Uacubamba, que viene del sudeste. A la izquierda, el Morona y el Pastaza y a
la derecha el Guallaga, que se pierde pronto cerca de la Misin de la Laguna. Por la
izquierda todava llegan el Chambira y el Tigre, que vienen del nordeste y a la derecha el
Huallaga, que desemboca a unas dos mil ochocientas millas en el Atlntico y del cual las
barcas pueden an subir el curso del ro en una longitud de ms de doscientas millas, para
internarse en el centro de Per. A la derecha, en fin, cerca de las Misiones de San Joaqun de
Omaguas y despus de haber paseado majestuosamente sus aguas por medio de las Pampas
de Sacramento, aparece el magnfico Ucayali, en el sitio donde termina la cuenca superior
del Amazonas, gran arteria engrosada por numerosas corrientes de agua que derrama el lago
Chucuito en el nordeste de Per.
Tales son los principales afluentes antes de la aldeita de Iquitos. Ms hacia abajo, los
tributarios son tan considerables, que el lecho de los ros de Europa sera ciertamente muy
estrecho para contenerlos. Pero de todos los afluentes, Juan Garral y los suyos haban
reconocido las desembocaduras durante sus descensos por el Amazonas.
A las bellezas de este ro sin rival, que riega el ms hermoso pas de la tierra, estando casi
constantemente a algunos grados por debajo de la lnea ecuatorial, conviene aadir an una
cualidad que no poseen ni el Nilo, ni el Mississippi, ni el Livingstone, este antiguo CongoZaire-Lualaba.
Nos referimos al hecho de que, a pesar de lo que hayan podido decir viajeros mal
informados, el Amazonas corre por medio de la parte ms salubre de la Amrica meridional.
Su cuenca est incesantemente purificada por los vientos generales del oeste. No es un valle
encajonado entre altas montaas que encierran su curso, sino una ancha llanura, que mide
trescientas cincuenta leguas de norte a sur, apenas interrumpida por algunas colinas y que
las corrientes atmosfricas pueden libremente recorrer.
El profesor Agassiz se pronuncia, con razn, contra aquella pretendida insalubridad del
clima de un pas destinado, sin duda, a llegar a ser el centro ms activo de produccin
comercial. Segn l, un aire ligero y suave se deja sentir constantemente, merced a lo cual
la temperatura desciende y el suelo no se calienta excesivamente. La constancia de este aire
refrescante hace el clima del ro de las Amazonas agradable y delicioso al mismo tiempo.
Tambin el abate Durand, antiguo misionero, ha hecho constar que si la temperatura no
baja menos de veinticinco grados centgrados, tampoco se eleva casi nunca arriba de treinta
y tres, lo cual da para todo el ao un trmino medio de veintiocho a veintinueve, con una
variacin de ocho grados solamente.
Despus de estas justificaciones, es permitido, pues, afirmar que en la cuenca del
Amazonas no hay esos calores trridos de las comarcas de Asia o de frica, que atraviesan
los mismos paralelos.
La vasta llanura que les sirve de cauce es completamente accesible a las extensas brisas
que le enva el ocano Atlntico.
Tambin las provincias a las que el ro ha dado su nombre tienen incontestable derecho de
llamarse la ms salubres de un pas que es ya uno de los ms hermosos de la tierra.
Y no se crea que el sistema hidrogrfico de este ro es desconocido.
En el siglo XVI, Orellana, teniente de uno de los hermanos Pizarro, baj por el Ro Negro,
pas por el gran ro en 1540, se aventur a entrar sin gua por medio de aquellas regiones

y despus de una navegacin de dieciocho meses, de la cual hizo una maravillosa relacin,
lleg hasta su desembocadura.
En 1636 y 1637, el portugus Pedro Texeira subi por el Amazonas hasta el Napo con una
flotilla de cuarenta y siete piraguas.
En 1743, La Condamine, despus de haber medido el arco del meridiano en el Ecuador, se
separ de sus compaeros Bouguer y Godin des Odonais, se embarc en el Chinchip, baj
por l hasta su confluencia con el Maran; lleg a la embocadura del Napo el 31 de julio, en
el momento de poder observar una emersin del primer satlite de Jpiter, lo que permiti
a este Humboldt del siglo XVIII fijar exactamente la longitud y latitud de aquel punto; visit
las aldeas de las dos orillas y el 6 de setiembre lleg al fuerte de Par. Aquel inmenso viaje
deba producir considerables resultados; no solamente quedaba establecido de una manera
cientfica el curso del Amazonas, sino que pareca casi seguro que se comunicaba con el
Orinoco,
Cincuenta y ocho aos despus, Humboldt y Bonpland completaron los preciosos trabajos
de La Condamine, levantando el mapa del Maran hasta el ro Napo.
Desde aquella poca no ha dejado de ser recorrido el Amazonas y lo mismo sus principales
afluentes.
En 1827, Lister-Man; en 1834 y 35, el ingls Smith; en 1884, el teniente francs
comandante de la Boulounnaise; el brasileo Valds, en 1840; el francs Paul Marcoy, en
1848 a 1860; el fantstico pintor Biard, en 1858; el profesor Agassiz, de 1865 a 1866; en
1867, el ingeniero brasileo Franz-Keller-Linzenger; en fin, en 1879, el doctor Crevaux, han
explorado el curso del ro, subido por varias de sus afluencias y reconocido lo navegable de
sus principales tributarios.
Pero el hecho ms considerable y que honra en extremo al Gobierno brasileo es el
siguiente:
El treinta de julio de 1850, tras multitud de conversaciones sobre la cuestin de fronteras
entre Francia y Brasil, por los lmites de la Guayana, el curso del Amazonas fue declarado
libre, quedando abierto a todos los pabellones; y a fin de que la prctica correspondiese a la
teora, Brasil trat con los pases limtrofes para la explotacin de todas las vas fluviales en
la cuenca del Amazonas.
Hoy da, las lneas de buques de vapor, cmodamente instaladas, que corresponden
directamente con Liverpool, hacen el servicio del ro desde su desembocadura hasta Manaos;
otras suben hasta Iquitos y otras, en fin, por el Tapajoz, el Madera, el Ro Negro y el Purs,
penetran hasta el corazn de Per y de Bolivia.
Con dificultad puede imaginarse el vuelo que tomar un da el comercio en toda esta
inmensa y rica cuenca, que no tiene rival en el mundo.
Pero esta medalla del porvenir tiene su reverso. Los progresos no se realizan sin redundar
en perjuicio de las razas indgenas.
S; en el Alto Amazonas ya han desaparecido muchas tribus indias, entre otras, los
curicuros y los solimoes. Si en el Putumayo se encuentran todava algunos yuris, los yahuas
le han abandonado para refugiarse hacia las ms lejanas afluencias y los mavos han dejado
sus orillas para vagar continuamente en corto nmero por los bosques de Yapur.
S, la orilla de los tonantinos est poco menos que despoblada y ya no hay ms que algunas
familias de indios nmadas en la desembocadura del Jura. El Teffe est casi desamparado
y slo restan algunos vestigios de la gran nacin umaa junto a las fuentes del Yapur. El
Coary est desierto. Algunos pocos indios muras en las orillas del Purs. De los antiguos
manos slo se cuentan algunas familias errantes. En las mrgenes del Ro Negro viven

algunos mestizos de portugueses y de indgenas, all donde llegaron a contarse veinticuatro


naciones diferentes.
Esta es la ley del progreso. Los indios han desaparecido. Delante de la raza anglosajona,
los australianos y los naturales de Tasmania se han ausentado para no volver. Delante de los
conquistadores del lejano oeste se ocultan los indios de Norteamrica. Un da, tal vez, los
rabes quedarn aniquilados ante la colonizacin francesa.
Pero volvamos a aquella fecha de 1852. En tales das, los medios de comunicacin,
mltiples actualmente, todava no existan y el viaje de Juan Garral necesitaba por lo menos
cuatro meses, especialmente a causa de las condiciones con que deba verificarse.
Por eso haba hecho esta reflexin Benito, mientras los dos amigos contemplaban correr
lentamente las aguas del ro:
Puesto que nuestra llegada a Belem no ha de preceder ms que un poco al momento de
nuestra separacin, el tiempo, amigo Manuel, te habr de parecer muy corto.
Corto es, querido Benito -admiti Manuel-; pero tambin bastante largo, puesto que
Minha no ser mi mujer hasta el fin del viaje.

Captulo VI
Todo un bosque talado

L a familia Garral estaba loca de alegra. Aquel magnfico recorrido por el Amazonas deba

verificarse en las mejores condiciones. No solamente el hacendado y los suyos partan para
un viaje de algunos meses, sino que, adems, iban a ser acompaados de una parte del
personal de la hacienda.
Indudablemente, el ver a todo el mundo dichoso en torno suyo, hizo que Juan Garral
olvidara algo las preocupaciones que parecan turbar su vida. A partir del da en que tomara
su firme resolucin, fue otro hombre y en cuanto empez a ocuparse de los preparativos del
viaje, volvi a desplegar la actividad de que en otros tiempos diera pruebas. El verle trabajar
de tal forma fue una gran satisfaccin para los suyos. El ser moral vencido por el fsico hizo
que Garral volviera a ser lo que en sus primeros aos; vigoroso, fuerte. Surga el hombre
que haba vivido siempre al aire libre, en aquella atmsfera vivificante de los bosques, los
campos y las aguas corrientes.
Las escasas semanas que deban preceder a la marcha iban a resultar sumamente atareadas.
Como ya se ha dicho, el curso del Amazonas no estaba an en aquella poca surcado por
los numerosos barcos de vapor de la actualidad aun cuando las compaas pensaban ya
lanzarlos sobre el ro y sobre sus principales afluentes. El servicio fluvial no se haca ms que
por los particulares y por cuenta suya y frecuentemente las embarcaciones no se empleaban
ms que en el servicio de los establecimientos litorales.
Aquellas embarcaciones eran ubas especie de piraguas hechas de un tronco ahuecado por
el fuego y por el hacha; puntiagudas y ligeras por delante; pesadas y redondas por detrs,
pudiendo llevar de uno a dos remeros cada una y tomar hasta tres o cuatro toneladas de
mercancas. De egariteas construidas burdamente, labradas con amplitud, cubiertas en parte,
en el medio, de un techo de follaje, que deja libre en torno un espacio o callejn, donde se
colocan los pagayeros[1] y de jangadas, especie de balsas informes impulsadas por una vela
triangular y que sostienen la cabaa de paja que sirve de casa flotante al indio y a su familia.
[1] Remeros.

Estas tres clases de embarcacin constituan la pequea flotilla del Amazonas, no pudiendo
servir ms que para un mediano transporte de personas y mercancas.
Verdad es que existen otras ms grandes, como vigilingas, con desplazamiento de ocho a
diez toneladas, con tres mstiles aparejados con velas rojas y que pueden en tiempo de calma
maniobrar, aunque pesadamente, por medio de cuatro largos pagayos; las cobertas, que
desplazan hasta veinte toneladas, especie de juncos con una garita detrs; un camarote
interior, dos mstiles con velas cuadradas y desiguales y que, cuando el viento es insuficiente
o contrario, lo suplen con el empleo de diez largos palos de virar, que los indios manejan
desde lo alto de una especie de castillo colocado en la parte de delante.

Pero estos diversos vehculos no podan


convenir a Juan Garral. Desde el instante que
habra resuelto bajar por el Amazonas,
determin utilizar aquel viaje para
transportar un gran convoy de mercancas
que deba entregar en Par. Bajo este punto
de vista, importaba poco que la bajada por el
ro se hiciese con una corta dilacin. Vase,
pues, qu medio se decidi a emplear, medio
que deba reunir todos los votos, salvo,
quiz, el de Manuel. El joven, por su inters,
hubiera preferido, sin duda alguna, algn
rpido vapor.
Pero aunque fuese muy primitivo y
rudimentario el medio de transporte
imaginado por Juan Garral, permita
transportar un personal abundante y
abandonarse a la corriente del ro con las
excepcionales condiciones de comodidad y
seguridad.
Aquello iba a ser, en verdad, como una
parte de la hacienda de Iquitos que se
desprendiese de la ribera y bajase por el
Amazonas, con todo lo que constituye una
familia de hacendados, seores y criados con

sus habitaciones, sus cuartos y sus casas.


El establecimiento de Iquitos comprenda en el conjunto de su exploracin varios de esos
magnficos bosques, que son, por decirlo as, inagotables en esta parte central de Amrica
del Sur.
Juan Garral conoca perfectamente el cuidado de estos bosques ricos en especies, las ms
preciosas y variadas, muy propias para las obras de carpintera, ebanistera, arboladura de
buques y obra gruesa de carpintero y sacaba anualmente considerables beneficios.
En efecto, no estaba all el ro para conducir los productos de los bosques del Amazonas
con mayor seguridad y economa que pudiera hacerlo un ferrocarril? Todos los aos
cortaba algunos rboles de su reserva, formando una de esas inmensas balsas de madera
flotante, compuesta de tablones, viguetas, troncos apenas desbastados que se llevaban a
Par, conducidos por hbiles pilotos que conocan muy bien el fondo del ro y la direccin
de las corrientes.
Este ao, Juan Garral iba a proceder como haba hecho en los anteriores. Solamente que,
salvo la balsa, pensaba dejar al cuidado de Benito todos los detalles de aquel importante
negocio comercial. Pero no haba tiempo que perder. El comienzo del mes de junio era la
mejor poca para la marcha, puesto que las aguas, elevadas por las crecidas hasta lo ms
alto de la cuenca, comenzaban a descender poco a poco hasta el mes de octubre.
Los primeros trabajos deban, pues, emprenderse sin tardanza, porque la balsa deba
tener proporciones inusitadas. Se trataba esta vez de derribar una media milla cuadrada de
bosque, situado en la confluencia del Nanay y del Amazonas; es decir, todo un ngulo del
litoral de la hacienda, para formar una inmensa balsa, que sera una de esas jangadas o
almadas de ro, que alcanzara las dimensiones y apariencia de un islote.

En esta jangada, pues, ms segura que ninguna otra embarcacin del pas, ms grande
que cien egaritas o vigilingas apareadas, era donde Juan Garral se propona embarcar con su
familia, su personal y su cargamento.
Excelente idea! -haba exclamado Minha, batiendo palmas, cuando se enter del proyecto
de su padre.
S -respondi Yaquita- y en semejantes condiciones nosotros llegaremos a Belem sin
peligro ni fatiga.
Y durante las paradas podremos cazar en los bosques de las riberas -aadi Benito.
Esto, quiz, ser un poco largo -hizo observar Manuel. No convendra elegir otro medio
de locomocin ms rpido para bajar el Amazonas?
Evidentemente, aquello sera largo; pero la reclamacin interesaba del joven mdico no
fue admitida.
Juan Garral mand entonces venir a un indio, que era el mayordomo mayor de la
hacienda.
Dentro de un mes -le dijo- es necesario que la jangada se halle pronta y en estado de ser
botada al ro.
Hoy mismo, seor Garral, pondremos manos a la obra -contest el mayordomo.
Aquello fue una ruda tarea. Haba all un centenar de indios y de negros, que durante la
primera quincena del mes de mayo hicieron verdaderas maravillas. Quiz algunas buenas
gentes, poco acostumbradas a estas grandes talas de rboles, se hubieran lamentado de ver
gigantes que contaban muchos siglos de existencia, caer en dos o tres horas bajo el hierro de
los leadores. Pero haba tanto y tanto en las orillas del ro, en la parte de abajo, hasta los
lmites ms lejanos del horizonte de las dos orillas, que el derribo de aquella media milla de
bosque no deba dejar un vaco notable.
El mayordomo y su gente, despus de recibir las instrucciones de Juan Garral, haban ante
todo limpiado el suelo de cuantas lianas, malezas y vegetacin lo obstruan. Antes de tomar

la sierra y el hacha, se haban armado del


sable de talar, ese til tan indispensable para
cualquiera que pretenda internarse en los
bosques amaznicos; estos sables son de
grandes hojas un poco curvas, anchas y
planas, de dos a tres pies de largo y
slidamente enmangadas, que los indgenas
manejan con notable destreza. En pocas
horas, con la ayuda del sable, desmontan el
suelo y abren anchas calles en lo ms
profundo del arbolado.
As se hizo. El suelo qued limpio por los
leadores de la granja. Se despojaron los
viejos troncos de su vestidura de lianas, de
cactos, de helechos, de musgos y de
bromelias y quedaron desprovistos de su
corteza, como si se hubieran descortezado a
s mismos.
Despus,
toda
aquella
banda
de
trabajadores, delante de los cuales huan
innumerables legiones de monos, que no les
superaban en agilidad, trep hasta los
ramajes superiores y serr las fuertes
horquillas, desgajando el alto ramaje, que
deba ser consumido sobre el terreno. Pronto
no qued del bosque condenado a ser destruido, ms que las races desmochadas en su cima;
con el aire, el sol penetr a raudales hasta aquel suelo hmedo, que tal vez nunca haba
recibido su caricia.
No haba uno solo de aquellos rboles que no pudiera emplearse en alguna obra de fuerza o
de carpintera ordinaria. All yacan como columnas de marfil veteadas de oscuro, algunas de
aquellas palmeras de cera, altas de ciento veinte pies y anchas de cuatro por su base, que
producen una madera inalterable; all castaos de considerable altura, que dan nueces de
tres cantos; all muriches, buscados para la construccin de embarcaciones; barrigudos que
suelen medir unos cuatro metros en su mayor grueso, que se acenta a algunos pies sobre el
suelo, rboles de corteza rojiza y reluciente y tachonada de tubrculos grises, cuyo eje agudo
sostiene un parasol horizontal; all bombax de tronco blanco, liso, derecho y de soberbia
altura; y cerca de estas magnficas muestras de la flora amaznica, caan tambin cuatibos,
cuya cpula rosa domina a todos los rboles vecinos y que dan frutos parecidos a pequeos
tazones, donde estn dispuestas hileras de castaas y cuya madera, de un violeta claro, es
muy especialmente buscada para las construcciones navales. Haba todava palo de hierro y

ms particularmente el ibiriratea, de una


madera casi negra y tan apretada de grano,
que con ella fabrican los indios sus hachas de
combate; jacarandas, ms preciosas que la
caoba; casalpinas, de las que no se halla la
especie ms que en el centro de aquellos
viejos bosques que se han librado del brazo
de los leadores; sapucaias, altas de ciento
cincuenta pies, sostenidas por arcos
naturales, que brotando a unos tres metros
de su base se renen a unos ocho o diez
metros, arrollndose en torno al tronco,
como los hilos de una columna torneada y
cuya cabeza se abre en un ramillete de
caprichosos ramajes, que las plantas
parsitas colorean de amarillo, de prpura de
violeta y de blanco de nieve.
Tres semanas despus del principio de los
trabajos, no quedaba uno solo en pie de
todos aquellos rboles que poblaban el
ngulo del Nanay y del Amazonas. La tala
haba sido completa. Juan Garral no se haba
detenido a pensar poco ni mucho por la corta
de un grande y espeso bosque que veinte o
treinta aos no habran bastado a rehacer. Ni
un vstago de corteza nueva o vieja fue economizado para establecer los jalones o seales de
una corta futura; ni una de aquellas pilastras que marcan los lmites del descuaje. Aquello era
una corta blanca; es decir, que todos los troncos fueron podados al ras del suelo, esperando el
da en que seran extradas sus races, sobre las cuales la primavera prxima extendera an
sus verdes y olorosas hierbecillas.
No; aquellos nueve kilmetros cuadrados baados por las aguas del ro y su afluente
estaban destinados a ser desmontados, labrados y plantados de semillas y al ao siguiente,
campos de yuca, de rboles de caf, de ames, caas de azcar, arrurruz y maz cubriran el
suelo que hasta entonces sombreaban y alegraban la rica plantacin forestal.
An no haba llegado la ltima semana del mes de mayo y todos los troncos, separados
segn su clase y grado de flotabilidad, haban sido colocados simtricamente en la orilla
del Amazonas. En aquel punto iba a ser construida la enorme jangada, que, con las diversas
habitaciones necesarias para el alojamiento de los empleados en la maniobra, vendra a
constituir una aldea flotante.
Despus, a la hora marcada, las aguas del ro, hinchadas por la creciente, vendran a
levantarla y conducirla por cientos de leguas hasta el litoral del Atlntico, donde tendran
que desembarcar.
Durante todo el tiempo ocupado en los trabajos, Juan Garral estuvo completamente
dedicado a ellos. Los haba dirigido por s mismo, desde luego, en el sitio del desmonte y en
seguida, a la orilla de la hacienda, que formaba una ancha playa, en la cual fueron colocadas
las piezas de la almada.
Yaquita se ocupaba en todos los preparativos de la marcha, con la vieja negra Cibeles, que
no comprenda por qu queran sacarla de all, donde tan bien se encontraba.

Pero t vers cosas que no has visto jams y que te agradarn -le deca sin cesar Yaquita.
Valdrn ms que las que ya estamos acostumbradas a ver? -responda invariablemente
la buena Cibeles.
Por su parte, Minha y su doncella favorita pensaban en lo que ms particularmente les
concerna. Para ellas era algo ms que un simple viaje; se trataba de una marcha definitiva
y se ocupaban en los mil detalles de una instalacin en otro hogar, donde la joven mulata
seguira al lado de aquella a quien estaba tan tiernamente unida. Minha tena el corazn
un poco oprimido; pero la alegre Lina no experimentaba el menor sentimiento porque
abandonaba Iquitos. Con Minha Valds continuara siendo lo que era con Minha Garral. Para
cortar su risa hubiera sido preciso separarla de su ama, cosa que nunca se haba tratado.
Benito ayud a su padre en los trabajos que acababan de concluirse, con lo que vino a
hacer de este modo el aprendizaje del oficio de hacendado, que tal vez sera algn da el
suyo cuando naturalmente su padre faltase.
Por lo que respecta a Manuel, su tiempo estaba dividido, tanto como le era posible, entre
el cuarto donde Yaquita y su hija aprovechaban hasta el ltimo minuto y el teatro de los
desmontes, donde Benito quera detenerle ms de lo que al otro le interesaba. Pero, en suma,
la verdad era que su permanencia en una y otra parte resultaba muy desigual, cosa que,
desde luego, se comprende, pues para l lo principal era su Minha.

Captulo VII
Siguiendo una liana

N o obstante, a pesar de las muchas ocupaciones, un domingo, el veintisis de mayo, los

jvenes resolvieron darse alguna distraccin. Haca un tiempo hermoso y la atmsfera estaba
impregnada de las frescas brisas que venan de la cordillera y que suavizaban la temperatura.
Todo invitaba a lanzarse a una larga excursin por el campo.
Benito y Manuel pidieron a Minha que les acompaara por los grandes bosques que
bordeaban la ribera derecha del Amazonas, o sea la que estaba enfrente a la hacienda.
Aquella era una ocasin de trabar conocimiento con las cercanas de Iquitos, que eran
bellsimas. Los muchachos iran de cazadores; pero no de esos cazadores que dejan a sus
compaeros por seguir la caza (Manuel, sobre todo, pensaba as); y las jvenes, porque Lina
no poda separarse de su seora, iran de simples paseantes, a las que una excursin de dos
o tres leguas no poda espantar.
Ni Juan Garral, ni Yaquita, tenan tiempo de acompaarles. Por una parte, el plan de
la jangada no estaba terminado todava y no deba su construccin sufrir el ms mnimo
retraso. Y, por otro lado Yaquita y Cibeles, aunque secundadas por todo el personal de la
hacienda, tampoco tenan un momento que perder.
Minha acept el ofrecimiento con gran placer. As, aquel da, cerca de las once y despus
del desayuno, los cuatro jvenes fueron al ribazo del ngulo de la confluencia de los dos ros.
Uno de los negros les acompaaba y todos se embarcaron en una de las ubas destinadas al
servicio de la quinta y despus de pasar entre las islas Iquitos y Parianta, llegaron a la orilla
derecha del Amazonas.
La embarcacin se acerc a un emparrado
de magnficos helechos arborescentes, que
estaban coronados, a una altura de treinta
pies, por una especie de aureola, formada de
ligeras ramas de verde aterciopelado, de
hojas festoneadas de un fino encaje vegetal.
Y ahora, Manuel -dijo la joven-, a m me
corresponde haceros los honores del bosque,
a vos que no sois ms que un extranjero en
estas regiones del Alto Amazonas. Estamos
en nuestros dominios y espero me dejaris
cumplir mis obligaciones de duea de casa.
Querida Minha -le contest el joven-: Vos
no seris menos ama de casa en nuestra
ciudad de Iquitos y all abajo, como aqu
Ea, eh, Manuel y t, hermana ma! exclam Benito. Yo creo que no habris
venido
aqu
para
cambiar
tiernas
expresiones. Olvidad por algunas horas que
sois prometidos.
Ni por una hora, ni por un momento replic Manuel.
No obstante, si Minha te lo ordena
Minha no me lo ordenar.

Quin sabe! -dijo Lina riendo.


Lina tiene razn -respondi Minha tendiendo la mano a Manuel. Procuremos olvidar,
olvidemos; mi hermano lo exige; todo est roto, todo! Mientras que dure este paseo, nosotros
no somos prometidos. Ni soy la hermana de Benito ni vos su amigo!
Bravo, bravo! Aqu no hay ms que extraos -grit la joven mulata palmoteando.
Extraos que se ven por primera vez -aadi la joven-; que se encuentran, se saludan.
Seorita! -dijo Manuel, inclinndose.
A quin tengo el honor de hablar, caballero? -pregunt la joven con la mayor serenidad.
A Manuel Valds, que se conceptuar feliz si vuestro seor hermano tiene a bien
presentarla.
Al diablo estos malditos cumplidos! -grit Benito. Y con l la mala idea que he tenido.
Sed los prometidos, amigos mos; sedlo cuanto tiempo os plazca; por m, toda la vida!
Siempre! -dej escapar Minha tan naturalmente, que hizo redoblar la carcajada de Lina.
Una mirada de reconocimiento de Manuel recompens a la joven de la imprudencia
cometida.
Si andamos, no hablaremos tanto. Andando, pues! -dijo Benito para sacar a su hermana
del apuro. Pero Minha no se encontraba apurada.
Un instante, hermano -dijo ella. Lo has querido y obedec. Queras obligarnos a que
nos ignorsemos Manuel y yo, por no estropear tu paseo. Pues bien yo, a mi vez, pido un
sacrificio para no echar a perder el mo. Tanto si te place como si no, t, Benito, en persona,
vas a prometerme olvidar
Olvidar qu?
Que eres cazador, seor hermano.
Es decir que me prohbes
Te prohbo tirar a estos hermosos pjaros, papagayos, cotorras y caciques, que vuelan
tan alegremente por el bosque. La misma prohibicin impongo para la caza menor, que no
debemos buscar hoy. Si alguna onza, jaguar o fiera semejante se aproximase muy cerca,
entonces
Pero
Si no accedes, tomo el brazo de Manuel y nos escapamos, nos perdemos y te vers
obligado a correr tras de nosotros.
Me parece que tienes ganas de que yo rehse -dijo Benito, mirando a su amigo Manuel.
Ya lo creo! -respondi el joven.
Pues bien -condescendi Benito-; no rehso; obedecer para que t rabies. En marcha!
Y all fueron los cuatro, seguidos del negro, a internarse bajo aquellos hermosos rboles,
cuyo espeso follaje impeda a los rayos del sol penetrar hasta la tierra.
Espectculo magnfico el de aquella parte de la ribera derecha del Amazonas. All, en
pintoresca confusin, se elevaban tantos rboles diversos, que en el espacio de un cuarto de
legua cuadrada se pueden contar hasta cien variedades de aquellos maravillosos vegetales.
Adems, un presidente de bosque[1] hubiese con facilidad reconocido que jams el leador
haba empleado all el hacha, pues aun tras un siglo de desmonte, los cortes hubieran sido
visibles.
[1] Era un antiguo empleo que hubo en Flandes y en Francia, para cuidar de la conservacin y fomento de los
bosques y distribucin de las aguas.

Los nuevos rboles, aun cuando tuvieran ya cien aos de existencia, hubieran diferido
completamente de su primitivo aspecto, a causa de los bejucos y otras plantas parsitas, cuya

especie hubiera variado. Esto es all un sntoma curioso y a la vista del cual un indgena no
hubiera podido equivocarse.
El pequeo grupo se deslizaba, pues, entre las altas hierbas, cruzando las malezas y
los tallares, charlando y riendo. Delante iba el negro, que, con su sable corvo, trabajaba
abriendo camino cuando las matas silvestres eran muy espesas y haca huir a millares de
pjaros.
Minha tena razn al interceder por todo aquel pequeo mundo alado que revoloteaba
en el alto follaje. All estaban los ms hermosos representantes de la ornitologa tropical.
Los papagayos verdes y las cotorras vocingleras parecan ser los frutos naturales de aquellas
gigantescas especies. Los colibres en todas sus variedades, barbazules y tisauras de largas
colas en forma de tijeras, parecan otras tantas flores arrancadas y que el viento llevaba
de una rama a otra. Mirtos de plumaje color naranja, bordado de listas oscuras; becafigos
dorados, sabios, negros como los cuervos, se reunan con un atronador concierto de silbidos.
El largo pico de la picaza de Brasil parta los racimos de oro de los guirigues, y el pjaro
carpintero brasileo sacuda su pequea cabeza, moteada de puntos de color de prpura.
Aquello era un encanto de la vista.
Pero toda aquella gente se callaba y se esconda cuando en la cima de los rboles se oa
el chirrido, semejante al de una veleta mohosa, del alma de gato, especie de gaviln de color
leonado claro. Si se cerna en los aires, desplegando fieramente las largas plumas de su cola,
hua cobardemente a su vez cuando apareca en las zonas superiores el gaviao, gran guila
de cabeza blanca como la nieve, el terror de los habitantes alados del bosque.
Minha haca notar a Manuel aquellas maravillas naturales, que l no haba podido
encontrar en su sencillez primitiva en el centro de las provincias civilizadas del este. Manuel
escuchaba a la joven ms con los ojos que con el odo. Por otra parte, los gritos y los cantos
de aquellos millares de pjaros eran tan penetrantes alguna vez, que no le dejaban or. Slo
la risa aguda de Lina tena sobrada intensidad para dominar con su alegre nota los cloqueos,
silbidos y arrullos de toda especie.
Al cabo de una hora, no se haba andado ms de dos kilmetros. En cuanto se apartaban de
la orilla, los rboles tomaban otro aspecto. La vida animal no se manifestaba en la superficie
de la tierra ms que a la altura de sesenta u ochenta pies, por el paso de bandadas de monos,
que se perseguan por medio de las altas ramas. Aqu y all, algunos conos de rayos solares
penetraban hasta el bajo bosque. En verdad, la luz en estos bosques tropicales no parece ser
un agente indispensable para la vida. El aire basta para el desarrollo de aquellos vegetales,
grandes o pequeos, rboles o plantas y todo el calor necesario para la dilatacin de su savia
la sacan ellos, no del ambiente de la atmsfera, sino del mismo seno del suelo, donde se
almacena, semejante a un grandioso invernadero.
Y en la superficie de las bromelias, de las lenguas de vbora, de la hierba abejera, de los
cactos y de todos aquellos parsitos, en fin, que forman un pequeo bosque sobre el grande,
qu de maravillosos insectos! Est uno tentado de cogerlos como si fuesen diminutas flores.
Nstores con las alas azules, que parecen hechos de un muar tornasolado; mariposas leilus,
de reflejos de oro; cebras de franjas verdes; falenas agripinas, de diez pulgadas de largo,
con hojas por alas; abejas maribundas, especie de esmeraldas vivas, engarzadas en una
armadura de oro; despus, legiones de colepteros lampires o piriformes; vagalumes de
coselete bronceado y litros verdes, que lanzan una luz de tono amarillento por los ojos y, al
llegar la noche, iluminan el bosque con sus destellos multicolores.
Qu de maravillas! -repeta la entusiasta Minha.
Ests en tu casa, Minha; as al menos lo has dicho y mira cmo hablas de tus riquezas
-apunt Benito.

Brlate, hermanito -respondi Minha. A m me est permitido alabar las cosas cuando son
bellas. No es esto, Manuel? Proceden de la mano de Dios y pertenecen a todo el mundo.
Dejad rer a Benito -dijo Manuel. Disimula, pero es poeta a ratos y admira tanto como
nosotros todas esas bellezas naturales. Solamente que, cuando tiene un fusil bajo el brazo,
adis a la poesa.
S poeta, pues, hermano! -le pidi la joven.
Voy a serlo! -asegur Benito. Oh, naturaleza encantadora, sublime!
Hay que convenir, no obstante, que Minha, al prohibir a su hermano el uso de su fusil, le
haba impuesto una verdadera privacin. La caza no faltaba en el bosque y tena motivos
para sentir formalmente desperdiciar algunos buenos tiros.
En efecto, en las partes menos frondosas y
donde se abran anchos claros, aparecan
algunas parejas de avestruces, de la especie
de los ands, altos de cuatro a cinco pies,
que iban acompaados de sus inseparables
seriemas, una clase de pavos infinitamente
mejores, desde el punto de vista comestible,
que los grandes voltiles a quienes
escoltaban.
He ah lo que me cuesta mi maldita
promesa! -grua Benito, poniendo bajo el
brazo, a un gesto de su hermana, el fusil que,
sin darse cuenta, iba a apoyar en el hombro.
Hay que respetar esos seriemas -deca
Manuel-, porque son grandes destructores de
serpientes.
Como que hay que respetar las serpientes
-replic Benito-, porque stas devoran los
insectos dainos y a stos tambin, porque
viven de pulgones, ms dainos todava,
pensando as, hay que respetarlo todo!
Pero el instinto del joven cazador se
hallaba expuesto a muy rudas pruebas. El
bosque se mostraba por todas partes muy
abundante en caza. Ciervos ligeros, esbeltos corzos, huan por la floresta y en verdad que una
bala bien dirigida les hubiera detenido en su carrera. Luego, aqu y all, aparecan pavos de
plumaje color caf con leche; los sanos, especie de cerdos salvajes, tan estimados de los
aficionados a la carne montesina, agutes, que son los similares de los conejos y liebres en la
Amrica meridional y armadillos de conchas escamosas dibujadas como un mosaico.
Y, en efecto, Benito mostraba ms que virtud, un verdadero herosmo, cuando vea algn
tapir, de esos que son llamados antas en Brasil; diminutos elefantes, que ya casi no se
encuentran en las riberas de Alto Amazonas y sus afluentes; paquidermos tan buscados
por los cazadores a causa de su rareza y tan apreciados por los gastrnomos por su carne,
superior a la del buey y, sobre todo, por la protuberancia de su nuca, que es un bocado de
gourmet.
El fusil quemaba los dedos del joven; pero, fiel a su palabra, no lo utilizaba. Le previno a
su hermana que el golpe partira a pesar suyo, si se encontrase a tiro de un tamandua assa,

especie de gran oso hormiguero, muy curioso y que puede ser considerado como un ejemplar
soberbio en los anales cinegticos.
Pero por buena fortuna no apareci el gran oso hormiguero, como tampoco aquellas
panteras, leopardos, jaguares, guepardos, conocidos indistintamente con el nombre de onzas
en la Amrica del Sur y a los que no se les debe dejar que se aproximen demasiado.
En fin -exclam Benito, al detenerse un instante-; est muy bien pasearse; pero pasearse
sin objeto
Sin objeto! -respondi su hermana. S, tenemos objeto; ver, admirar y visitar por
ltima vez estos bosques de la Amrica central, que no hallaremos en Par y despedirnos de
ellos.
Ah! Una idea!
La que deca esto era Lina.
Una idea de Lina no podr ser ms que una idea loca! -asegur Benito, meneando
dubitativamente la cabeza.
Haces muy mal, hermano mo -corrigi Minha-, en burlarte de Lina, cuando precisamente
ella est buscando dar a nuestro paseo el objeto que tanto sientes t que no tenga.
Y tanto ms, seor Benito, cuando estoy segura que mi idea ha de agradaros -agreg la
joven mulata.
Cul es tu idea? -inquiri Minha.
Veis este bejuco?
Y Lina seal una de esas trepadoras de la especie de los cipos, arrollada a una gigantesca
mimosa sensitiva, cuyas hojas, ligeras como plumas, se cierran al menor choque con ellas.
Qu pasa con ello? -indag Benito.
Pues propongo -contest Lina- que todos sigamos este bejuco hasta su extremidad.
Buena idea, en verdad! -reconoci el joven Garral. Seguir este bejuco, cualesquiera que
sean los obstculos, espesuras, talleres, rocas, arroyos, torrentes; no detenerse por nada;
pasar aunque
Decididamente, tenas razn, hermano -exclam, riendo, Minha. Sigamos ese bejuco!
No temis nada? -hizo observar Manuel.
An ms objeciones? -salt Benito. Ah! Manuel, no hablaras as y ya estaras en
marcha, si Minha te esperase al final de ese bejuco.
Bueno, me callo. No digo nada y obedezco. Sigamos el bejuco!
Y partieron gozosos como nios en vacaciones.
Aquel filamento vegetal poda llevarlos muy lejos, si se empeaban en seguirle hasta su
extremidad, como otro hilo de Ariadna; con la diferencia que el hilo de la heredera de Minos
ayudaba a salir del laberinto y el que aqu se trata no poda menos de extraviarlos ms.
Aquel era, en efecto, un bejuco de la familia de las salsas; uno de esos cipos conocidos
bajo el nombre de japicanga roja, que suele medir a veces varios kilmetros de longitud. Mas,
despus de todo, el honor no estaba menos comprometido en el negocio.
El cipo pasaba de un rbol a otro, sin solucin de continuidad, tan pronto arrollndose a
los troncos, como formando una guirnalda entre las ramas; aqu saltando de un almendro
a un palisandro; all de un gigantesco castao, el bertholletia excelsa, a algunas de aquellas
palmeras productoras de vino, aquellos bacabas, cuyas ramas se han comparado por Agassiz
a largas varillas de coral matizadas de verde. Despus estaban los tucumas, aquellos ficus,
caprichosamente contorsionados como olivos centenarios y de los cuales no se cuentan
menos de cuarenta y tres variedades en Brasil; all estaban las especies de euforbiceas que
producen el caucho, los gualtos, hermosas palmeras de liso tronco, fino y elegante; los rboles

del cacao, que crecen espontneamente en las riberas del Alto Amazonas y sus afluentes, y
los melitomos variados, los unos con flores rosadas y los otros adornados de espigas de bayas
blanquecinas.
Mas, qu de paradas, qu de gritos de decepcin, cuando la alegre banda crea haber
perdido el hilo conductor! Se proceda a buscarlo entre la espesura y el montn de plantas
parsitas.
All, all! -gritaba Lina. All le veo!
Te equivocas -respondi Minha. No es ese, sino un bejuco de otra especie muy distinta.
Que no; Lina tiene razn! -porfi Benito.
No! Lina tiene la culpa -contest Manuel.
Con esto surgan disensiones, en las que nadie quera ceder.
Entonces, el negro por un lado y Benito por otro, suban a los rboles y trepaban a las
ramas enlazadas por el bejuco a fin de tomar la verdadera direccin.
Pero nada ms difcil de conseguir entre aquella mezcla de espesuras donde serpenteaba el
bejuco, entre bromelias karatas, armadas de sus punzantes espinas, de orqudeas con flores
rosas y los labelos de color violeta, anchas como un guante y de oncidiums ms enredados
que una madeja de lana entre las patas de un gatito juguetn.
Y despus, cuando el bejuco volva a bajar al suelo, qu dificultad para tomarlo bajo los
macizos grupos de licopodios, helicondas de grandes hojas, calandrias de rosadas mazorcas,
rhipsalas que la cercaban como la armadura de un hilo de carrete elctrico, entre los nudos
de grandes hipomeraos blancos, bajo las caas de vainilla y en medio de aquella confusin
de pasionarias chabaccas, vialoca y sarmientos
Y cuando se haba vuelto a encontrar el cipo, qu gritos de alegra y cmo se volva a
continuar el paseo un momento interrumpido!
Al cabo de una hora, los jvenes estaban lo mismo y nada haca esperar que estuviesen
cerca de llegar al famoso cabo.
Seguan con empeo el bejuco; pero ste no ceda y los pjaros volaban a centenares y los
monos saltaban de un rbol a otro como para ensear el camino a los despistados.
Interrumpa el paso una maleza? El cuchillo de talar haca un boquete y toda la banda se
introduca por l. O bien, si era una alta roca tapizada de verde, donde el bejuco se extenda
como una serpiente, entonces se suban a ella y se franqueaba el obstculo.
De pronto, se hallaron en un ancho claro; all, entre el aire libre, que le es tan necesario
como la luz del sol, se mostraba solitario el rbol de los trpicos por excelencia, el que, segn
la observacin de Humboldt, ha acompaado al hombre en la infancia de su civilizacin,
el gran sustentador del habitante de las zonas trridas; un pltano. El largo festn del cipo,
arrollado en sus altas ramas, se igualaba as de un extremo a otro del claro y se introduca
de nuevo en el bosque.
Nos detenemos por fin? -inquiri Manuel.
No y mil veces no -declar Benito. Adelante, hasta encontrar el extremo de este bejuco.
Sin embargo -objet Minha-, pronto ser tiempo de pensar en la vuelta.
No, querida seora! Sigamos un poco ms! -pidi Lina.
Cmo un poco? Hasta el fin! -aadi Benito.
Y los aturdidos se internaron de nuevo profundamente en el bosque, que, ms claro
entonces, les permita avanzar con menos dificultad.
Adems, el cipo se desviaba al norte y tenda a volver hacia el ro, habiendo entonces
menos inconvenientes para seguirle, puesto que se aproximaba a la orilla derecha, por la que
sera fcil subir en seguida.

Un cuarto de hora despus, en el fondo de una quebrada y delante de un pequeo afluente


del Amazonas, se detuvieron todos. Pero un puente hecho de bejucos, unidos entre si por una
red de ramaje, atravesaba aquel arroyo. El cipo, dividindose en dos filamentos, le serva de
barandilla y pasaba as de una orilla a otra.
Benito, siempre delante, se haba ya lanzado sobre el suelo de aquel camino vegetal.
Manuel quiso detener a la joven.
Quedaos, quedaos, Minha -le pidi. Benito ir ms lejos si quiere; pero nosotros le
esperaremos aqu.
No, venid, venid, querida seora, venid -grit Lina. El bejuco se adelgaza; vamos a llegar
a su extremo!
Son dos nios! -dijo Minha. Venid,
querido Manuel; ser bueno seguirles.
Y todos atravesaron el puente que se
balanceaba encima de la quebrada como un
columpio, internndose de nuevo bajo las
copas de los grandes rboles.
Pero habran andado unos diez minutos
siguiendo el interminable bejuco en
direccin al ro, cuando todos se detuvieron
y esta vez no sin motivo.
Esto es que por fin hemos llegado al
final? -pregunt Minha.
No -respondi Benito-; pero haremos bien
en no avanzar sino con suma prudencia
Fjate!
Y Benito seal el cipo, que, perdido entre
las ramas de un alto ficus, se agitaba con
violentas sacudidas.
Qu motivar esto? -inquiri.
Quiz algn animal al que no conviene
acercarse sin cautela.
Y Benito, armando su fusil, hizo sea de
que le dejasen marchar y se adelant unos
diez pasos.
Manuel, las dos jvenes y el negro, permanecieron inmviles en el mismo sitio.
De repente, Benito lanz un grito y se abalanz hacia un rbol. Todos le siguieron en
aquella direccin.
Espectculo inesperado y nada a propsito para recrear la vista!
Un hombre colgaba atado por el cuello al extremo de aquel bejuco, flexible como una
cuerda y al que haba hecho un nudo corredizo. Las sacudidas procedan de los movimientos
que haca an en las ltimas convulsiones de la agona.
Pero Benito se haba lanzado sobre el desgraciado, cortando el cipo con su cuchillo de
monte.
El ahorcado cay al suelo y Manuel se inclin sobre l, a fin de auxiliarle y volverle a la
vida si no era demasiado tarde.
Pobre hombre! -murmuraba Minha tristemente.

Seor Manuel, seor Manuel! -grit Lina. Todava respira, su corazn late Haced por
salvarle!
Ese es mi deseo -afirm Manuel- y creo que llegaremos a conseguirlo.
El ahorcado era un hombre de unos treinta aos de edad; un blanco muy mal vestido, muy
flaco.
A sus pies haba una calabaza vaca, tirada en el suelo y un boliche de madera, cuya bola
figuraba una cabeza de tortuga y estaba sujeta por medio de una hebra fibrosa.
Ahorcarse, ahorcarse y tan joven! -repeta Lina.
Pero los cuidados de Manuel no tardaron en volver a la vida a aquel pobre diablo, que
abri los ojos, lanzando luego un hum! tan inesperado, que Lina, asustada, respondi a
aquel grito con otro.
Quin sois, amigo mo? -le pregunt
Benito.
Un ex ahorcado, segn veo.
Pero, vuestro nombre?
Esperad un poco, que me acuerde -dijo el
infeliz, pasndose la mano por la frente. Me
llamo Fragoso, para serviros y todava soy
capaz de afeitaros, peinaros y componeros,
de acuerdo con todas las reglas de mi arte,
porque yo soy un barbero, o, por mejor decir,
el ms desesperado de los Fgaros.
Y cmo habis podido intentar?
Bah! Qu queris, mi buen seor? respondi, sonriendo, Fragoso. Un momento
de desesperacin, que hubiera sentido
mucho luego, si hay sentimientos en el otro
mundo. Mas teniendo que recorrer
ochocientas leguas de camino y sin una
moneda en el bolsillo, esto no era para dar
nimo. Desde luego, haba perdido el valor.
Aquel buen Fragoso tena una buena y
agradable figura y a medida que iba
reponindose, se comprenda que su carcter
deba ser alegre. Era uno de esos barberos
ambulantes que corren las riberas del Alto Amazonas, andando de aldea en aldea y poniendo
los recursos de su oficio al servicio de los negros, negras, indios e indias, que les aprecian
mucho.
Pero el pobre Fgaro, bien abandonado, bien miserable, no haba comido haca cuarenta
y ocho horas y extraviado en aquel bosque, haba, por un momento, perdido la cabeza:, lo
dems ya se sabe. -Amigo mo -le dijo Benito-, vais a venir con nosotros a la hacienda de
Iquitos.
Con mucho gusto! -respondi Fragoso. Me habis descolgado y os pertenezco! Si no, no
haberme descolgado.
Y bien, amita querida -exclam Lina-, hicimos bien en continuar nuestro paseo?
Ya lo creo! -declar la joven.

En verdad, -intervino Benito- que jams hubiera credo que acabaramos por encontrar
un hombre al extremo de nuestro ramal!
Y, sobre todo, un barbero en tal apuro! -contest Fragoso.
El pobre diablo, recobrado ya por completo, fue puesto al corriente de lo que haba
sucedido. Con el mayor calor dio las gracias a Lina por la feliz ocurrencia que le diera de
seguir aquella rama. Luego todos tomaron el camino de la hacienda, donde Fragoso fue
acogido de tal manera, que se le quitaron hasta las ms remotas intenciones, si an las
hubiera tenido, de repetir su desesperado intento de quitarse la vida.

Captulo VIII
La jangada

La

media milla cuadrada de bosque haba sido derribada. Los carpinteros eran ahora
quienes tenan el cuidado de colocar, a todo lo largo y en forma de balsa, los antiqusimos
rboles que aparecan tendidos en la explanada que haba junto al ro y ya despojados de sus
ramas.
Esta tarea era realmente fcil. Bajo la
direccin de Juan Garral, los indios
empleados en la hacienda haban desplegado
toda su habilidad, que resultaba prodigiosa.
En efecto, cuando se trata de obras de
albailera o de carpintera martima,
aquellos indgenas resultan, sin disputa,
admirables obreros. Sin ms que un hacha y
una sierra, trabajan sobre maderas tan duras,
que el corte de su herramienta llega a
mellarse y, no obstante, troncos que resultan
imposibles de escuadrar, viguetas que no se
sacaran de aquellos enormes troncos y
tablas y tablones que no sera posible
serrarlos sin el auxilio de un aparato
mecnico, todo es realizado por ellos
fcilmente con su mano diestra, paciente y
dotada de una prodigiosa habilidad natural.
Los rboles, una vez arreglados, no haban
sido lanzados ni mucho menos al lecho del
ro. Todo aquel montn de troncos fue
simtricamente colocado sobre una ancha
playa plana que l haba hecho rebajar
todava ms, en la confluencia del Nanay y
del gran ro. All era donde la jangada deba
ser construida y all donde el Amazonas, en su crecida, se encargara de ponerla a flote
cuando llegase el momento de mandarla a su destino.
Diremos aqu una palabra explicativa, acerca de la disposicin geogrfica de aquel
inmenso caudal de agua, que es nico entre todos y a propsito de un singular fenmeno,
que los ribereos haban podido justificar de vista.
Los dos ros, que quiz sean ms extensos que la gran arteria brasilea, o sea el Nilo y el
Missouri-Mississippi, corren, el uno del sur al norte sobre el continente africano y el otro
del norte al sur a travs de Amrica septentrional. Ambos atraviesan, pues, territorios muy
variados en latitud y, por consiguiente, estn sujetos a muy distintos climas.
El Amazonas, por el contrario, corre casi por completo, o al menos desde el punto donde se
desva ostensiblemente hacia el este en la frontera del Ecuador y de Per, entre el cuarto y el
segundo paralelo sur. As, aquella inmensa cuenca se halla bajo la influencia de las mismas
condiciones climticas .
De esto provienen dos estaciones distintas, durante las cuales caen las lluvias con una
diferencia de seis meses. En el norte de Brasil es por setiembre cuando se produce el perodo

lluvioso. En el sur, al contrario, es en marzo. Y por consecuencia de esto, los afluentes de la


derecha y de la izquierda ven crecer sus aguas con medio ao de intervalo. Resulta, pues,
de esta alternativa, que el nivel del Amazonas, despus de haber llegado al mximo de su
elevacin en junio, decrece sucesivamente hasta octubre.
Esto es lo que Juan Garral saba por experiencia y ste era el fenmeno de que intentaba
aprovecharse para botar al agua la jangada, despus de haberla construido cmodamente a
la orilla del ro. En efecto, por arriba o por abajo del nivel medio del Amazonas, puede subir
el mximo hasta cuarenta pies y el mnimo bajar hasta treinta. Tal diferencia daba, pues, al
hacendado toda su facilidad para obrar sin error en su clculo.
La construccin se principi sin demora. Sobre la ancha explanada, los grandes troncos
fueron colocados de acuerdo con su grueso y su grado de flotabilidad, cosa sta que haba
que tener en cuenta. En efecto, en aquellos maderos pesados se encontraba, con corta
diferencia, la densidad especfica igual con la densidad del agua.
La primera hilada no deba ser construida
de troncos unidos. Se dejaba entre ellos un
pequeo espacio y se unan por medio de
viguetas transversales, que aseguraban la
solidez de la unin. Cables de piagaba los
aseguraban de un lado a otro con tanta
solidez como un cable de camo. Aquella
materia, que se hace de filamento de cierta
palmera, muy abundante en las orillas del
ro, es generalmente usada en el pas. El
piagaba flota, resiste a la inmersin y se
fabrica muy barato, razones que han hecho
de l un artculo estimable, admitido ya en el
comercio del Viejo Mundo.
Sobre aquella doble fila de troncos y de
viguetas se colocaban las tablas y los
tablones que deban formar el pavimento de
la jangada, que se elevaba treinta pulgadas
por encima de la lnea de flotacin. Haba
all una cantidad considerable, lo cual se
concibe sin trabajo, teniendo en cuenta que
aquel tren de maderas meda doscientos
ochenta metros de largo por diecisiete de
ancho. En realidad, era un bosque entero el
que se iba a entregar al Amazonas.
Aquellos trabajos de construccin estaban hechos bajo la direccin de Juan Garral; mas
cuando estuvieron concluidos, la cuestin del arreglo, puesto en la orden del da, fue
sometida a la discusin de todos, a la cual se invit tambin al valiente Fragoso.
Una palabra solamente para explicar cul haba llegado a ser su nueva situacin en la
granja.
Nunca, hasta el da que fue recogido por la hospitalaria familia, el barbero se haba
encontrado tan feliz. Juan Garral le haba ofrecido conducirlo a Par, hacia donde se
diriga, cuando aquel bejuco, segn deca l, le haba cogido por el cuello y detenido
limpiamente. Fragoso haba aceptado agradecido de todo corazn y desde entonces y por
gratitud, procuraba hacerse til de mil modos. Era, por otra parte, un mozo inteligente y a

quien se podra llamar un hombre de dos manos derechas; es decir, que era apto para hacerlo
todo y hacerlo bien. Alegre como Lina, siempre cantando y fecundo en dichos prontos y
agudos, no haba tardado en ser querido de todos.
Pero con la joven mulata era con quien deca tener una deuda enorme.
Fue una famosa idea la que tuvisteis, seorita Lina -repeta sin cesar-, de jugar a la rama
conductora. En verdad, lo repito, es un bonito juego, aunque ciertamente no siempre se
encuentra a un pobre diablo de barbero al extremo de ella.
Aquello fue la casualidad, seor Fragoso -repeta Lina, riendo-; yo os aseguro que nada
me debis.
Cmo nada! Os debo la vida y pido que se prolongue cien aos, para que mi gratitud
sea ms duradera. Ved; mi vocacin no era la de ser ahorcado. Si ensay hacerlo, fue por
necesidad. Lo cierto era que prefera aquello a morir de hambre y a servir, antes de estar
muerto del todo, de pasto a las fieras. As, aquella cuerda es un lazo entre nosotros.
La conversacin continuaba, por lo regular, en un tono festivo. En el fondo, Fragoso estaba
muy reconocido a la joven mulata por haber tomado la iniciativa de su salvacin y Lina
no era insensible a los testimonios de aquel bravo mozo, tan sencillo, tan franco y tan bien
parecido como ella. La amistad iniciada no dejaba de motivar algunos alegres comentarios.
Volvamos, pues, a la jangada. Despus de la discusin, fue acordado que la instalacin
sera tan completa y tan cmoda como fuese posible, puesto que el viaje deba durar algunos
meses. La familia Garral estaba compuesta del padre, la madre, la hija, Benito, Manuel y sus
sirvientas Cibeles y Lina, que deban ocupar una habitacin aparte. A esta pequea poblacin
hay que aadir cuarenta indios, cuarenta negros, Fragoso y el piloto a quien sera confiada
la direccin de la jangada.
Un personal tan numeroso no era ms que lo estrictamente suficiente para el servicio
de a bordo. En efecto, se trataba de navegar en medio de las revueltas del ro, entre
aquellos centenares de islas y de islotes que embarazan el paso. Si la corriente del Amazonas
suministraba el motor, no imprima la direccin y de aqu la necesidad de aquellos ciento
sesenta brazos, necesarios para el manejo de largos bicheros destinados a mantener el
grandioso tren de madera a igual distancia de ambas orillas.
Desde luego, se trat de construir la casa del amo en la parte posterior de la jangada. Se
dispuso de modo que contuviese cinco cuartos y un gran comedor. Uno de estos cuartos era
para Juan Garral y su mujer; el otro, que estaba inmediato al de sus seores, para Lina y
Cibeles y el tercero para Benito y Manuel. La joven novia tendra un cuarto aparte, que no
sera el menos cmodamente dispuesto.
Aquella habitacin fue cuidadosamente construida con anchas tablas bien impregnadas de
resina fundida, lo cual deba hacerlas impenetrables al agua y adems seran perfectamente
calafateadas. Ventanas laterales y ventanas de fachada las iluminaban. En la parte anterior
estaba la puerta de entrada, que daba paso a la sala comn. Una ligera galera cubierta,
que protega la parte anterior contra la accin directa de los rayos del sol, descansaba
slidamente sobre rectos y esbeltos bambes.
Todo haba sido pintado de ocre, que despeda el calor en lugar de absorberlo y produca
en el interior una temperatura media.
Pero cuando la gran obra, como se deca, estuvo terminada, segn los planes de Juan
Garral, Minha intervino diciendo:
Padre; ahora que, por tus cuidados, tenemos paredes y techo, queremos que nos permitas
arreglar esta habitacin a nuestro gusto. Lo de fuera te pertenece, pero lo de adentro es para
nosotras. Mi madre y yo queremos que sea como si la casa de la hacienda de Iquitos nos
siguiera en el viaje, a fin de que puedas figurarte que no has salido de ella.

Obra a tu gusto, Minha -le dijo Garral, sonriendo con aquella triste sonrisa que algunas
veces apareca en sus labios.
Ser muy hermoso.
Me contento con que se vea buen gusto, querida hija.
Ser un honor, padre -dijo Minha- y ser digno del hermoso pas que vamos a atravesar,
ese pas que es el nuestro y en el que t vas a entrar de nuevo, tras tantos aos de ausencia.
S, Minha, s -contest Juan-; esto va a ser como si volviramos de un destierro
voluntario Haz, pues, hija ma, todo lo que quieras. Apruebo, desde luego, lo que ejecutes.
A la joven y a Lina, a las cuales se unieron de buena gana Manuel por una parte y
Fragoso por otra, corresponda el cuidado de adornar el interior de la casa. Con un poco de
imaginacin y de gusto artstico, deban llegar a hacer muy bien las cosas.
Dentro, desde luego, tuvieron colocacin, como es natural, los ms bonitos muebles de
la hacienda, los que seran vueltos a enviar despus de la llegada a Par, por medio de
cualquier igaritea del Amazonas.
Mesas, sillas de bamb, canaps de caa, rinconeras de madera esculpida, todo lo que
constituye el vistoso mobiliario de una habitacin de la zona tropical, fue colocado con
mucho gusto en la casa flotante. Se conoca bien, sin contar la colaboracin de los dos
jvenes, que la mano de las mujeres haba dirigido aquella colocacin. Y no vaya a
creerse que las paredes de madera quedaron desnudas, no. Las paredes estaban ocultas
bajo colgaduras del ms vistoso aspecto. Estas colgaduras, hechas de preciosas cortezas
de rboles, por ejemplo, del tuturis, se levantaban en anchos pliegues, como el brocado y
el damasco ms suave y las ms ricas telas del moblaje moderno. Sobre el suelo de las
habitaciones, pieles de jaguar notablemente labradas y espesas pieles de monos, ofrecan a
los pies una delicada y suave alfombra. Algunas ligeras cortinas de la seda rojiza que produce
el suma-una, pendan de las ventanas. En cuanto a las camas, cubiertas con sus mosquiteros,
almohadas, colchones y cojines estaban llenos de esa sustancia fresca y elstica que se extrae
del bombax en la alta cuenca del Amazonas.
Y luego, por todas partes, sobre las rinconeras, sobre las consolas, esas bonitas bagatelas
tradas de Ro de Janeiro o de Belem, que eran mayormente preciosas para la joven, cuanto
que eran regalo de Manuel. Qu cosa ms agradable a la vista que aquellos objetos, regalos
de una mano querida y que tanto hablan sin decir nada?
En pocos das, el interior estuvo enteramente arreglado de modo que se creera estar en
la misma casa de la hacienda y no se hubiera deseado otra para vivir sedentariamente bajo
algn hermoso bosquecillo de rboles, a la orilla de una corriente de agua viva. Mientras
bajase entre las orillas del gran ro, no desmerecera de los pintorescos lugares que iban a
desfilar por ambos lados.
An hay que aadir que aquella casa no agradaba menos a la vista por fuera que
por dentro. En efecto, en la parte exterior, los dos jvenes haban rivalizado en gusto e
imaginacin. La casa estaba literalmente cubierta de follaje, desde el basamento hasta el
ltimo arabesco del techo. Aquello era un cmulo de orqudeas, de bromelias y plantas
trepadoras, todas en flor, plantadas en cajones de tierra vegetal. El tronco de una mimosa o
de un ficus no se hubiera visto cubierto de un adorno ms tropicalmente brillante. Qu de
caprichosos ramajes, qu de rubelias rojas, de pmpanos amarillos de oro, qu de racimos
multicolores, de sarmientos entrelazados sobre las curvas que sostenan la extremidad del
techo, sobre los arcos del mismo y las bvedas de las puertas! Todo esto se haba tomado
a manos llenas de los bosques inmediatos a la hacienda. Un bejuco largusimo una entre s
todos aquellos parsitos, dando muchas veces vuelta a la habitacin, enganchndose a todos
los ngulos, formando guirnalda en las partes salientes del edificio, bifurcndose y echando

a diestro y siniestro sus fantsticas ramillas, no dejando ver casi nada de la habitacin, que
pareca estar oculta bajo un inmenso matorral de flores.
Por una atencin delicada y cuyo autor se reconoca fcilmente, el extremo de aquel cipo
se desplegaba en la ventana misma de la joven mulata. Se habra dicho que aquel largo brazo
le ofreca un ramillete de flores, siempre frescas, a travs de la persiana.
En suma, todo aquello estaba encantador. Intil es decir si Yaquita, su hija y Lina estaran
contentas.
A poco que lo hubierais querido -dijo Benito-, plantamos rboles sobre la jangada.
Arboles! -exclam Minha.
Y por qu no? -contest Manuel. Transplantados con buena tierra sobre esta slida
plataforma, estoy seguro que prosperaran; tanto mejor cuanto que no haba que temer por
ellos el cambio de clima, puesto que el Amazonas corre invariablemente bajo el mismo
paralelo.
Y, fuera de esto -dijo Benito-, no se lleva todos los das el agua islotes de hierbas que
arranca de los ribazos de las islas del mismo ro? No los vemos pasar con sus rboles, sus
bosquecillos, sus malezas y praderas, para ir a perderse en el Atlntico, a ochocientas leguas
de aqu? Por qu, pues, nuestra jangada no habr de transformarse en un bellsimo jardn
flotante?
Deseis un bosque, seorita Lina? -pregunt Fragoso, que estaba dispuesto a todo por
complacerla.

S, quiero un bosque -exclam la joven mulata-, un bosque con sus pjaros, sus monos
Sus serpientes, sus jaguares -dijo Benito.
Sus indios, sus tribus nmadas -agreg Manuel.
Y sin que falten sus antropfagos.
Pero, dnde vais, Fragoso? -inquiri Minha, viendo al diligente barbero subir por el
ribazo.
En busca de ese bosque -hizo saber Fragoso.
Es intil, amigo mo -declar Minha, sonriendo-; Manuel me ha ofrecido un ramillete y
ya me doy por contenta. Verdad es -aadi mostrando la habitacin oculta bajo las flores-,
Verdad es que mi prometido ha encerrado nuestra casa en un ramillete de bodas.

Captulo IX
La tarde del cinco de junio

En

tanto era construida la casa, Garral se haba dedicado asimismo al arreglo de las
habitaciones complementarias que comprendan la cocina y la repostera, en las que fueron
almacenadas toda clase de provisiones.
En primer lugar, se haba dispuesto un buen depsito de races del arbolillo, de una altura
de metro y medio a dos metros, que produce la mandioca, que los habitantes de las comarcas
tropicales consideran su principal alimento. La raz en cuestin, parecida a un largo rbano
negro, suele criarse como las patatas, es decir, en racimos. Si en las regiones africanas no
es venenosa, en cambio en Amrica del Sur contiene un jugo de los ms daosos, que ha
de extraerse previamente por medio de la presin. De esta raz se obtiene una harina que
se utiliza de diferentes maneras y tambin bajo la forma de tapioca, segn el gusto de los
indgenas.
As, a bordo de la jangada haba un verdadero silo de aquel til producto, destinado a la
manutencin general.
Respecto al depsito de viandas, sin olvidar un gran rebao de carneros, mantenidos en
un establo especial construido en la parte delantera, consista, sobre todo, en cierta cantidad
de aquellos jamones presuntos del pas, que son de excelente calidad y adems se contaba
tambin con el fusil de los jvenes y de algunos indios, excelentes cazadores, a los que jams
falta la caza y que no les faltara en las islas y bosques ribereos del Amazonas.
El ro, por otra parte, deba proveer con abundancia para el consumo diario. Langostinos,
que ms bien deban llamarse cangrejos; tambagus, el mejor pescado de toda aquella cuenca,
de un gusto ms delicado que el salmn, al cual se ha comparado; pirarucs, de rojas
escamas, grandes como los esturiones o sollos que en estado de salazn se expenden por todo
Brasil en considerables cantidades; candirus, peligrosos de pescar y muy buenos de comer;
piranhas o peces diablos, rayados de listas encarnadas y largos de treinta pulgadas; tortugas
grandes y pequeas, que llegan a sumar millares y forman en gran parte el alimento de los
indgenas; todos estos productos del ro deban figurar sucesivamente en la mesa de los amos
y de los servidores.
Cada da, pues, se podan ocupar de una manera regular en la caza y en la pesca.
En cuanto a las bebidas, haba una buena provisin de todo lo mejor que el pas produce:
caysuma o machachera del Alto Amazonas, un licor agradable, de sabor acidulado, que se
destila luego de hervir la raz de la mandioca dulce; beiju de Brasil, que es el aguardiente
nacional; chicha de Per; mazato del Ucayali, extrado de las frutas hervidas, prensadas y
fermentadas del bananero; guaranu, una clase de pasta hecha con la doble almendra del
pallinia servilis, una verdadera tablilla de chocolate por el color, que se reduce a fino polvo y
que mezclada con agua proporciona una excelente bebida.
Y no era esto todo. En aquellas comarcas existe cierta clase de vino de color violeta oscuro,
que se saca del jugo de las palmeras asais y del que los brasileos estiman mucho el gusto
aromtico. De este vino haba a bordo un respetable nmero de frascos[1], que, sin duda,
estaran vacos al llegar a Par.
[1] El frasco portugus contiene cerca de dos litros.

Adems, la bodega especial de la jangada haca honor a Benito, que se haba constituido
ordenador en jefe de ella. Algunos cientos de botellas de Jerez, Setbal y Porto, recordaban
nombres queridos de los primeros conquistadores de la Amrica del Sur. Adems, el joven

despensero haba colocado en la bodega algunas damajuanas llenas de aquel excelente tafia,
que es un aguardiente de azcar, un poco ms fuerte que el beiju nacional.
En cuanto al tabaco, no haba nada de aquella grosera planta con que se contentan los
indgenas que viven junto al Amazonas. Vena directamente de Villabela da Imperatriz, es
decir, de la comarca donde se recolecta el tabaco ms estimado de la Amrica central.
De esta manera, pues, se hallaba dispuesta en la parte posterior de la jangada de la
vivienda principal, con sus anexos, cocina, despensa y bodega, formando el conjunto una
parte reservada a la familia Garral y sus sirvientes.
Hacia la parte media se haban construido las barracas para el alojamiento de los indios y
de los negros. Aquel personal deba estar all en las mismas condiciones que en la hacienda
de Iquitos y dispuestos siempre todos a maniobrar bajo la direccin del piloto.
Mas para alojar todo aquel personal haba cierto nmero de habitaciones, que deban
dar a la jangada el aspecto de una pequea aldea en marcha. Y a la verdad, tena ms
construcciones y estaba ms habitada que muchas de las aldeas del Alto Amazonas.
Juan Garral haba reservado para los indios filas de barracas, especie de chozas sin tapias y
cuyo techo de follaje estaba sostenido por ligeras varas. El aire circulaba libremente a travs
de estas construcciones abiertas y mova las hamacas colgadas dentro de ellas.
All, aquellos indgenas, entre los que haba tres o cuatro familias completas, con mujeres
y nios, estaran alojados como lo estaban en tierra.
Los negros haban encontrado en el tren flotante sus ajupas habituales, que se
diferenciaban de las barracas en que estaban hermticamente cerradas por sus cuatro
fachadas, de las que una sola daba acceso al interior de la casa. Los indios, acostumbrados a
vivir al aire libre y en plena libertad, no haban podido acostumbrarse a aquella especie de
prisin del ajupa, que resultaba mejor a la vida de los negros.
En fin, en la parte anterior se encontraban verdaderos docks o almacenes, conteniendo la
mercanca que Juan Garral transportaba a Belem al mismo tiempo que el producto de sus
bosques.
All, en aquellos amplios almacenes y bajo la direccin de Benito, el rico cargamento haba
sido colocado con tanto orden como si hubiese sido estibado en la cala de un buque.
En primer lugar, siete mil arrobas[1] de caucho componan la partida ms preciosa de aquel
cargamento, puesto que la libra de aquel producto vala entonces de tres a cuatro francos.
[1] La arroba espaola tiene 25 libras; la portuguesa, 32.

La jangada llevaba tambin cincuenta quintales de zarzaparrilla: esta planta constituye


una importante rama del comercio de exportacin en toda la cuenca del Amazonas y que
va hacindose muy rara en las orillas del ro a causa del poco cuidado que los indgenas
tienen en respetar los tallos cuando la recogen. Habas de Tonkin, a las que en Brasil se da el
nombre de cumarus, y que sirven para extraer ciertos aceites esenciales; el sasafrs, del que
se saca un blsamo para las heridas; fardos de plantas tintreas, cajas de diversas gomas y
cierta cantidad de maderas preciosas, completaban aquel cargamento, de un fcil y lucrativo
despacho en las provincias de Par.
Quiz se extraar que el nmero de indios y de negros embarcados fuese nicamente
el que exiga la maniobra de la jangada. No hubiera sido mejor haberse llevado mayor
nmero, en la previsin de un ataque de las tribus ribereas del Amazonas?
Era intil. Aquellos indgenas de la Amrica Central no son temibles y ya han variado
mucho los tiempos en que haba que prevenirse seriamente contra sus agresiones. Los indios
de las orillas pertenecen a las tribus pacficas, pues los ms feroces se han retirado ante la
civilizacin, que se propaga poco a poco a lo largo del ro y de sus afluentes. Los negros

desertores y los fugados de las colonias penitenciarias de Brasil, Inglaterra, Holanda o


Francia, seran nicamente los que haba que temer. Pero aquellos fugitivos son en muy
corto nmero y vagan por grupos aislados a travs de los bosques y de las sabanas y
la jangada estaba en disposicin de rechazar cualquier ataque de aquellos corredores de
bosques.
Por otra parte, hay ya muchos puestos sobre el Amazonas, aldeas, lugarejos y misiones en
gran nmero. Aquello, ms que un desierto que atraviesa la inmensa corriente de agua, es
una cuenca que se coloniza de da en da. De esta manera no haba que contar con ningn
peligro. Ninguna agresin era de prever.
Para acabar de describir la jangada, slo nos resta hablar de dos o tres construcciones de
naturaleza bien diferente y que acababan de darle un aspecto sumamente original.
En la parte delantera se elevaba el sitio del piloto; precisamente all y no detrs, es donde
se encuentra el sitio del timonel.
En efecto, en las condiciones de aquella
navegacin, no haba necesidad de hacer uso
de un gobernalle. Largos palos de virar,
manejados por cien brazos vigorosos,
ejerceran su accin sobre un tren de aquel
tamao. Por medio de largos bicheros y de
mstiles pequeos apoyados lateralmente en
el lecho del ro, se mantena la jangada en la
corriente o se guiaba su direccin cuando se
desviaba. Merced a este medio poda
acercarse a una orilla o a la otra cuando se
tratase de hacer alto por un motivo
cualquiera. Tres o cuatro ubas, dos piraguas
con su aparejo, iban a bordo y facilitaban
comunicarse con las orillas. El papel del
piloto se reduca, pues, a reconocer los pasos
del ro, las desviaciones de la corriente, los
remolinos que convena evitar, las ensenadas
y ancones que ofrecan un anclaje seguro; y
para hacer todo esto convena que su puesto
estuviese en la parte delantera.
Si el piloto era el director material de
aquella inmensa mquina, otro personaje
deba ser el director espiritual. Este era el
padre Passanha, que tena su cargo la Misin de Iquitos.
Una familia tan religiosa como la de Juan Garral deba aprovechar con ansia aquella
ocasin de llevar consigo a aquel anciano sacerdote a quien tanto veneraba.
El padre Passanha, entonces de setenta aos, era un hombre de bien, lleno enteramente de
fervor evanglico; un ser caritativo y bueno y que en medio de aquellas comarcas, donde los
representantes de la religin no siempre dan el ejemplo de las virtudes, l apareca como el
tipo perfecto de aquellos grandes misioneros que tanto han hecho por la civilizacin en el
corazn de las regiones ms salvajes del mundo.
Cincuenta aos haca que el padre Passanha viva en Iquitos, en la misin de que era jefe.
Era amado de todos y mereca serlo. La familia Garral le tena en mucha estima. l era el
que haba casado a la hija del granjero Magallanes y al joven comisionado recogido en la

hacienda. l haba visto nacer a sus hijos, los haba bautizado e instruido y esperaba darles
tambin la bendicin nupcial.
La edad del padre Passanha no le permita ejercer ms su trabajoso ministerio. La hora del
retiro haba sonado para l. Acababa de ser remplazado en Iquitos por un misionero ms
joven y se dispona a volver a Par, a fin de acabar sus das en uno de aquellos conventos
que estn reservados a los ancianos servidores de Dios.
Qu otra oportunidad se le poda ofrecer para bajar el ro que en compaa de aquella
familia, que era como la suya? Se le haba propuesto ser del viaje y haba aceptado y en
llegando a Belem, a l estaba reservado unir la joven pareja, Minha y Manuel.
Aunque el padre Passanha, durante el viaje, deba tomar asiento en la mesa de la familia,
Juan Garral haba querido mandar construirle una vivienda aparte y Dios sabe con cunto
cuidado Yaquita y su hija se haban ingeniado para hacrsela cmoda. En verdad que el
anciano sacerdote jams se haba visto tan bien alojado en su modesto presbiterio.
Sin embargo, el presbiterio no era suficiente para el padre Passanha. Necesitaba tambin
la capilla.
Y sta le haba sido edificada en el centro mismo de la jangada y un pequeo campanario
la coronaba.
Desde luego que era muy pequea y no poda contener todo el personal que iba en la
almada; pero estaba ricamente adornada y si Juan Garral encontraba su propio hogar sobre
aquel tren flotante, el padre Passanha no deba echar de menos su pobre iglesia de Iquitos.
Este era el maravilloso aparato que deba bajar por el curso del Amazonas. Se encontraba
varado en la playa, aguardando que el ro mismo viniese a levantarlo, lo cual tardara poco
en ocurrir, segn los clculos y observaciones que se hacan sobre la crecida.
El da cinco de junio todo qued dispuesto para la marcha.
La vspera haba llegado el piloto, que era un hombre de cincuenta aos, muy prctico en
las cosas de su oficio, aunque un poco aficionado a beber. A pesar de esto, Juan Garral le
tena en mucha estima y le haba utilizado en conducir trenes de madera a Belem, sin tener
jams motivo para arrepentirse.
Por otra parte, conviene aadir que Araujo, que as se llamaba, no vea nunca mejor que
cuando algunos vasos de aquel spero tafia, aguardiente sacado de la caa de azcar, le
haban esclarecido la vista. Por tanto, jams navegaba sin cierta damajuana, llena del licor
ya mencionado, damajuana a la que haca una corte asidua.
Haca ya algunos das que la crecida del ro se haba manifestado sensiblemente. Minuto
tras minuto se iba elevando el nivel y durante las cuarenta y ocho horas que precedieron a
su mxima crecida, las aguas aumentaron lo bastante para cubrir la playa de la hacienda, si
bien no lo suficiente an para levantar el tren de troncos.
Aunque esto hubiese de ocurrir forzosamente y no hubiera lugar a error posible acerca de
la altura que la crecida haba de tener, levantando la gran balsa, el momento en cuestin no
deba llegar sin causar alguna emocin a todos los interesados.
El cinco de junio, pues, cercana ya la tarde, los futuros pasajeros de la jangada se
hallaban reunidos en una meseta que dominaba la playa, casi en unos treinta metros y todos
esperaban la hora con una ansiedad muy comprensible.
All apareca Yaquita con su hija, Manuel Valds, el padre Passanha, Benito, Lina, Fragoso,
Cibeles y algunos criados indios y negros de la hacienda.
Fragoso no poda permanecer quieto en ningn sitio; iba, vena, bajaba del ribazo, suba a
la plataforma, haca seales y se pona a gritar cuando las aguas llegaban a tocar los troncos.

El tren que debe conducirnos a Belem -exclamaba- flotar, flotar, aun cuando fuera
menester que todas las cataratas del cielo se abriesen para hacer aumentar el caudal del
Amazonas.
Juan Garral se hallaba en la jangada en unin del piloto y un crecido acompaamiento. A
l corresponda tomar todas las medidas que fueran precisas en el momento de la operacin.
La jangada, por su parte, estaba bien amarrada a la orilla gracias a fuertes cables y cuando
llegase a flotar no sera arrastrada por las aguas.
Una tribu entera formada por ciento cincuenta o doscientos indios de las cercanas de
Iquitos, sin contar las mujeres y chiquillos de la aldea, haba venido para presenciar el
interesante espectculo.
Toda la multitud all reunida miraba y guardaba un silencio impresionante.
Seran las cinco de la tarde, el agua alcanzaba un nivel superior al de la vspera, cosa de
treinta centmetros y la playa haba sido inundada por la lquida sbana.
Pareci como si un estremecimiento se propagase a travs de las tablas de la enorme
armazn; pero an faltaban algunos centmetros para que desatracase y levantara
completamente el fondo.
Durante una hora, los estremecimientos aumentaron. Crujieron los maderos y poco a poco
los troncos se fueron arrancando de su lecho de arena. Cerca de las seis y media hubo
grandes gritos de alegra.
La jangada flotaba al fin y la corriente la arrastr hacia el centro del ro; pero merced a sus
amarras, volvi tranquilamente a colocarse junto a la orilla, en el momento en que el padre
Passanha la bendeca, como bendeca un buque de mar, cuyos destinos iban a ser colocados
en las manos de Dios.

Captulo X
De Iquitos a Pebas

T ras despedirse del intendente y del personal indio y negro que quedaba en la hacienda, a

las seis de la maana del siguiente da, Juan Garral y su familia embarcaban en la jangada y
cada uno tomaba posesin de su camarote, o ms bien de su habitacin.
Haba llegado el momento de partir. En la parte anterior se coloc Araujo, el piloto,
mientras que los que formaban la tripulacin, armados de sus largos bicheros, se dirigieron
a su sitio de maniobra.
Garral, con la ayuda de Benito y de Manuel, vigilaba la operacin de quitar las amarras.
A una orden del piloto fueron largados los
cables; los bicheros fueron apuntados contra
el ribazo para desbordar la jangada; poco
tard la corriente en apoderarse de ella y
bordeando la orilla izquierda del ro dej a la
derecha las islas de Iquitos y Parianta.
Haba comenzado el viaje y quin sabe
cmo o dnde acabara. En Par, en Belem, a
cinco mil quinientos kilmetros de aquella
pequea aldea peruana, como no se
modificara el itinerario adoptado. El final del
viaje era un secreto.
El tiempo apareca magnfico.
Un agradable pampero templaba el ardor
del sol. Era uno de esos vientos de junio y
julio, que proceden de la cordillera, a
algunos cientos de kilmetros de distancia,
despus de deslizarse por la in mensa llanura
del Sacramento. Si la jangada hubiese estado
provista de mstiles y velas, habra
experimentado los efectos de la brisa,
acelerndose
su
ligereza;
pero
las
sinuosidades y rpidas curvas del ro,
hubiesen obligado a arriar velas, por lo que
fue menester renunciar a los beneficios de
semejante motor.

En una cuenca tan aplanada como la del


Amazonas, que, en realidad, no es otra cosa
que una planicie interminable, el declive del
lecho del ro es muy poco notable. Se ha
llegado a calcular que entre Tabatinga, en la
frontera brasilea y el origen de esta gran
corriente de agua, la diferencia del nivel no
pasa de un decmetro por cada cinco
kilmetros. No existe ninguna otra arteria
fluvial cuya inclinacin sea tan dbil.
De esto puede deducirse que la rapidez de
la corriente del Amazonas no debe ser
calculada, en un trmino medio, en ms de
doce kilmetros por cada veinticuatro horas
y algunas veces este clculo se reduce a
menos en la poca de las sequas. Tambin es
verdad que en el perodo de las crecidas se la
ha visto subir hasta treinta y cuarenta
kilmetros.
En tales condiciones iba a navegar la
jangada. Sin embargo, por su pesadez, no
poda moverse con la rapidez de la corriente,
que se deslizaba con ms velocidad que ella.
Adems era preciso contar con los retrasos
ocasionados por los recodos del ro; las
numerosas islas que era menester costear; los escollos que deban ser evitados y las horas de
parada que sera preciso hacer cuando las oscuras noches no permitiesen dirigirla con
seguridad. Por todo esto era menester calcular veinticinco kilmetros como mximo en cada
jornada de recorrido.
Tambin era cierto que la superficie de las aguas del ro estaban muy lejos de hallarse
completamente libres. Arboles, restos de vegetacin, islotes de hierbas, arrancados
continuamente de las orillas, constituan una flotilla que la corriente arrastraba y que
representaban otros tantos obstculos para una rpida navegacin.
La embocadura del Nanay fue pasada muy pronto, dejando atrs una punta de la orilla
izquierda, con su alfombra de gramneas rojizas abrasadas por el sol, que venan a ser un
primer trmino caluroso que contrastaba con los verdes bosques.
La jangada no tard en tomar el curso de la corriente, entre las pintorescas islas de las que
se cuentan unas doce entre Iquitos y Pucalpa.
Sin olvidarse de recurrir a la damajuana del aguardiente para aclarar su vista y su
memoria, Araujo maniobraba muy hbilmente en medio de aquel archipilago. A una
voz suya, cincuenta bicheros se levantaban simultneamente de cada costado del tren
de maderas, cayendo luego en el agua con un movimiento automtico. Resultaba un
espectculo curioso.
Por su parte Yaquita, ayudada por Lina y Cibeles, haba acabado de ponerlo todo en orden,
en tanto que la cocinera india terminaba los preparativos del desayuno.
En cuanto a los jvenes y a Minha, se paseaban en compaa del padre Passanha y de vez
en cuando aqulla se detena para regar las plantas colocadas al pie de la habitacin.
Y bien, padre -dijo Benito-, conocais un modo ms agradable de viajar?

No, hijo querido -contest el padre Passanha-; esto verdaderamente es viajar con todo el
equipo encima.
Y sin ninguna fatiga -aadi Manuel. Se haran centenares de kilmetros.
As -dijo Minha-, no os arrepentiris de haber tomado pasaje con nosotros. No os parece
que estamos embarcados en una isla y que la isla, separada del lecho del ro, con sus praderas
y sus rboles, sigue tan tranquila su rumbo descendiente? Solamente
Solamente? -repiti el padre.
Que esta isla la hemos hecho nosotros con nuestras propias manos, que ella nos pertenece
y yo la prefiero a todas las islas del Amazonas. Tengo perfecto derecho a sentirme orgullosa!
S, querida hija -contest el padre Passanha- y yo te absuelvo de tu sentimiento de orgullo.
Por otra parte yo no me permitira reirte delante de Manuel.
Al contrario -respondi alegremente la joven. Hay que ensear a Manuel a regaarme
cuando lo merezca Es muy indulgente para mi humilde persona, que tiene bastantes
defectos.
Entonces, mi querida Minha -dijo Manuel-, voy a aprovecharme del permiso para
recordaros
Qu cosa?
Que habis estado asiduamente en la biblioteca de la hacienda y que me ofrecisteis
enterarme de cuanto concierne a vuestro Alto Amazonas. Nosotros le conocemos muy
imperfectamente en Par y ved ah varias islas ante las que pasa la jangada, sin que hayis
pensado decirme el nombre.
Y quin puede hacerlo? -exclam la joven.
S, quin podra hacerlo? -repiti Benito. Quin puede retener los cientos de nombres
en idioma tupi con los cuales se han adornado todas estas islas? Los norteamericanos son
ms inteligentes para las islas de su Mississippi: las han numerado
Como han numerado las avenidas y las calles de las ciudades -le interrumpi Manuel.
Francamente, pues, no aprecio mucho este sistema numrico. Esto no dice nada a la
imaginacin; la isla sesenta y cuatro, la isla sesenta y cinco, es lo mismo que la sexta calle
de la tercera avenida. No sois de mi parecer, querida Minha?
S, Manuel, pese a lo que pueda pensar mi hermano -contest la joven. Pero, aunque
no conozcamos los nombres, las islas de nuestro gran ro realmente resultan hermosas.
Vedlas destacarse bajo la sombra de esas gigantescas palmeras con sus hojas inclinadas!
Y ese cinturn de caas que las rodea a travs de las cuales apenas podra abrirse paso
una estrecha piragua! Y esos manglares, cuyas races fantsticas y caprichosas vienen a las
orillas, como las patas de algunas monstruosas langostas! En verdad que estas islas son
hermosas; sin embargo, por muy bellas que sean, no pueden cambiar de sitio como lo hace
la nuestra!
Mi pequea Minha est hoy un poco entusiasmada -observ el padre Passanha.
Ah, padre! -exclam la joven. Es que soy feliz al ver que todos son felices en torno mo.
En aquel momento se oy la voz de Yaquita. que llamaba a su hija al interior de la casa.
La joven se fue corriendo, despidindose con una sonrisa.
Vais a tener muy buena compaera, Manuel -afirm el padre Passanha al joven. Es la
alegra de este hogar la que va a huir con vos, amigo mo.
Mi buena hermanita! Cunto la echaremos de menos! El padre tiene razn! Y si t
no te casaras con ella, pues an ests a tiempo, se quedara con nosotros.
Se quedar de todos modos, Benito -afirm Manuel. Creme, tengo el presentimiento de
que el porvenir ha de reunimos a todos.

Aquella primera jornada se pas bien. El desayuno, la comida, la siesta, los paseos, todo se
sucedi como si Juan Garral y los suyos estuvieran an en su cmoda posesin de Iquitos.
Durante aquellas veinticuatro horas se pasaron sin novedad las embocaduras de los ros
Bacali, Chochio y Pucalpa en la orilla izquierda del Amazonas y las de los ros Itinicari,
Maniti, Moyoc, Tucaya y las islas del mismo nombre que desembocan en la derecha. La
noche, alumbrada por la luna, permiti economizar una parada y la enorme almada se
desliz tranquilamente sobre la superficie del gran ro.
En la maana del siete de junio, la jangada coste los ribazos de la aldea de Pucalpa,
llamada tambin Nuevo Orn. El antiguo Orn, que est situado a noventa y tantos
kilmetros ms abajo y en la misma orilla derecha del ro, est hoy da abandonado
por aqul, cuya poblacin se compone de indios pertenecientes a las tribus mayoranas y
orejones. Nada ms pintoresco que aquella aldea con sus ribazos, que se dira estn pintados
como las piedras gatas; su iglesia sin concluir, sus casas cuyo techo de blago sombrean
algunas altas palmeras y las dos o tres ubas medio varadas en la ribera.
Durante todo el citado da siete, la jangada continu siguiendo la orilla izquierda del ro,
pasando por delante de algunos tributarios desconocidos y sin importancia. Por un momento
estuvo a riesgo de encallarse en la punta de arriba de la isla Sinicuro; pero el piloto, bien
secundado por su tripulacin, supo eludir el peligro y se mantuvo en el curso de la corriente.
Por la tarde se arrib a lo largo de una isla ms extensa, llamada isla Napo, del nombre
del ro que en aquel sitio se interna hacia el noroeste y viene a mezclar sus aguas con las del
Amazonas, por una embocadura de cerca de ochocientos metros de ancho, tras haber regado
los territorios de los indios cotos de la tribu de los orejones.
En la madrugada del da ocho, la jangada se encontr enfrente de la pequea isla de
Mango, que obliga al Napo a dividirse en dos brazos antes de caer en el Amazonas.
Algunos aos despus, un viajero francs, Pablo Marcoy, deba reconocer el color de las
aguas de este afluente, que, con mucha propiedad, compara al matiz especial del palo
verde, parecido al ajenjo. Al mismo tiempo deba rectificar algunas de las medidas indicadas
por La Condamine. Pero entonces la embocadura del Napo estaba notablemente ensanchada
por la crecida y tena tal rapidez, que su corriente, salida de las faldas orientales del
Cotopaxi, venia a mezclarse burbujeando a la corriente amarillenta del Amazonas.
Algunos indios vagaban por la embocadura de este ro. Eran de cuerpo robusto y de
elevada estatura; tenan la cabellera flotante y la nariz traspasada con una varilla de
palmera; mostraban el lbulo de las orejas alargado hasta el hombro por el peso de unos
macizos arillos, hechos de maderas finas, que se colgaban en ellas. Aunque algunas mujeres
les acompaaban, ninguno de ellos manifest deseos de pasar a bordo.

Se pretende que aquellos indgenas


pudieran muy bien ser antropfagos; mas
esto se dice tanto de las tribus ribereas del
ro, que si el hecho fuese cierto, se tendran
pruebas de estos hbitos de canibalismo,
cosa de la que se carece todava.
Algunas horas despus, la aldeita de
Bellavista mostraba sus bosquecillos de
hermosos rboles, que dominaban algunas
casas cubiertas de paja, sobre las cuales
bananeros de mediana altura dejaban caer
sus largas hojas como las aguas de una cuba
demasiado llena.
Despus, el piloto, con objeto de seguir una
corriente mejor, que deba separarle de los
ribazos, dirigi el tren hacia la orilla del ro,
a la cual an no se haba aproximado. La
maniobra
se
verific
tras
algunas
dificultades, que fueron satisfactoriamente
vencidas, despus de algunos besos dados a
la damajuana.
Esta permiti ver al paso algunas de
aquellas numerosas lagunas de aguas negras,
que estn diseminadas a lo largo de la
corriente
del
Amazonas
y
que
frecuentemente tienen alguna comunicacin con el ro. Una de ellas, que lleva el nombre de
laguna de Orn, era de mediana extensin y reciba las aguas por un ancho boquete. En
medio de su lecho se sealaban algunas islas y dos o tres islotes curiosamente agrupados y en
la ribera opuesta, Benito hizo notar el sitio en que estuvo construido aquel antiguo Orn y
del cual slo quedan hoy algunos pocos y vagos vestigios.
Durante dos das y segn lo exiga la corriente, la jangada anduvo tan pronto por la
orilla derecha como por la izquierda, sin que su enorme mole sufriera el menor choque
inquietante.
Los viajeros se haban acostumbrado a aquel gnero de vida. Garral, dejando a su hijo al
cuidado de todo lo que constitua la parte comercial de la expedicin, se pasaba el tiempo
en su habitacin, meditando o escribiendo. A nadie deca nada de lo que escriba y, sin
embargo, aquello tomaba ya las proporciones de unas autnticas memorias.
Benito, atento a todo, platicaba con el piloto y anotaba la direccin. Yaquita, su hija y
Manuel formaban casi siempre un grupo aparte ya formando proyectos para el porvenir,
o pasendose, como hubieran podido hacerlo en el parque de la hacienda. Realmente all
se haca la misma vida, excepto para Benito, que no haba encontrado todava ocasin de
entregarse al placer de la caza. Si le faltaban los bosques de Iquitos con sus gamos y rebecos,
sus agutes y sus cerdos monteses, los pjaros volaban a bandadas sobre las orillas y no
teman posarse en la jangada. Benito tiraba a los que en calidad de caza podan figurar
dignamente en la mesa y entonces su hermana no trataba de oponerse, porque era en
beneficio de todos; pero si se trataba de las garzas grises o amarillas, de los ibis blancos
o rosados, que frecuentan los ribazos, eran perdonados por amor a Minha. Slo un gnero
de ave acutica, aunque no es comestible, no hallaba gracia en el joven negociante; sta

era aquel cairara, tan diestro para sumergirse como para nadar o volar, pjaro de chillido
desagradable; pero cuya pluma se pagaba a un alto precio en los diversos mercados de la
cuenca del Amazonas.
En fin, despus de haber pasado la aldeita de Omaguas y la embocadura del Ambiacu, la
jangada lleg a Pebas, en la tarde del once de junio y qued amarrada en la ribera.
Como faltaban an algunas horas hasta la noche, desembarc Benito y con l el siempre
dispuesto Fragoso y los dos cazadores fueron a hacer una batida por las espesuras de
las cercanas de la pequea poblacin. Como resultado de tan feliz excursin, fueron a
enriquecer la despensa un agut y adems una docena de perdices.
En Pebas, cuya poblacin cuenta doscientos sesenta habitantes, quiz Benito hubiera
podido hacer algunos cambios con los hermanos lejos de la misin, que son al mismo tiempo
comerciantes al por mayor; pero aqullos acababan de expedir recientemente fardos de
zarzaparrilla y cierto nmero de arrobas de caucho hacia el Bajo Amazonas y sus almacenes
estaban vacos.
La jangada parti de nuevo al romper el da y se engolf en el diminuto archipilago
formado por las islas Iati y Cochiquinas, tras de haber dejado a la derecha la aldea de este
nombre. Multitud de embocaduras de pequeos afluentes sin nombre fueron pasadas en la
citada orilla derecha del ro, a travs del espacio que separaba las islas.
Unos cuantos indios de cabeza afeitada y tatuados carrillos y frente, que llevaban en
las aletas de la nariz y debajo del labio inferior anillos de metal, aparecieron un instante
armados de flechas y cerbatanas; pero no hicieron uso de ellas, ni trataron de ponerse en
contacto con la jangada.

Captulo XI
De Pebas a la frontera

L a navegacin prosigui sin incidentes durante los das que siguieron. Las noches eran tan

hermosas, que no se haca alto, sino que el largo tren de maderas se dejaba llevar por la
corriente.
Las dos pintorescas orillas del ro ofrecan constantes mutaciones, como esas vistas de
teatro que se desarrollan de un bastidor al otro. Por una especie de ilusin ptica, a que
inconscientemente se acostumbraban los ojos, pareca que la jangada permaneca inmvil y
que las que avanzaban eran las cambiantes mrgenes.
Benito hubo de quedarse sin cazar por los ribazos de la orilla, por no haberse hecho
ninguna parada. Por fortuna, la caza era ventajosamente remplazada all por la pesca.
En efecto, se pescaron gran variedad de excelentes peces, paces, surubes y gamitanas, de
exquisita carne y unas cuantas rayas alargadas, de vientre rosado y negro lomo, que suelen
estar armadas de dardos muy venenosos.
Recogieron tambin millares de candirs,
algunos de los cuales son microscpicos y
que atacan furiosamente las pantorrillas del
que imprudentemente se aventura a baarse
por aquellos sitios.
Las ricas aguas del Amazonas estaban
tambin frecuentadas por otros animales
acuticos, que acompaaban por los ros a la
jangada, durante horas enteras, como
sirvindole de escolta.
Eran estos gigantescos pirarucs de tres a
tres metros y medio de largo, acorazados de
anchas escamas ribeteadas de color escarlata;
pero cuya carne no es, en verdad, nada
apetecida por los indgenas; as es que no se
procuraba cogerlos, como tampoco a los
graciosos delfines, que venan a retozar a
bandadas, sacudiendo con sus colas las
viguetas de la jangada, corriendo y saltando
ya ante ella o bien detrs, animando las
aguas del ro con reflejos de colores y con
surtidores de agua, que la luz refractada
transformaba en otros tantos arco iris.
El 16 de junio la jangada, despus de haber
pasado felizmente algunos puntos de bajo fondo y aproximndose a los ribazos, lleg cerca
de la grande isla de San Pablo y al otro da, por la tarde, se detuvo en la aldea de Moromoros,
que se encuentra situada en la orilla izquierda del Amazonas. Veinticuatro horas despus
pasaron las embocaduras del Atacoari y del Cocha y luego el furo o canal que se comunica
con el lago de Caballococha, en la ribera derecha, e hizo escala a la altura de la misin de
Cocha.
All estaba el pas de los indios marahuas, de largos cabellos flotantes y cuya boca se
abre en medio de una especie de abanico de espinas de palmera, anchas hasta casi quince

centmetros, lo que les da un aspecto felino y esto, segn la observacin de Pablo Marcoy, lo
hacen con la idea de parecerse al jaguar, del cual admiran, sobre todo, la audacia, la fuerza y
la astucia. Algunas mujeres venan con estos marahuas, fumando cigarros, de los que tenan
el cabo encendido entre los dientes. Todos, as como el rey de los bosques del Amazonas,
iban casi desnudos y tan solamente tatuados.
La misin de Cocha estaba entonces dirigida por un fraile franciscano, que quiso visitar al
padre Passanha.
Garral dispens la mejor acogida a aquel religioso y le ofreci un asiento en la mesa de su
familia.
Precisamente haba all aquel da una comida que haca honor a la cocinera india.
El caldo tradicional, con hierbas aromticas; pasta generalmente destinada a remplazar el
pan en Brasil, que se compone de harina de yuca, bien impregnada de jugo de carne y de
tomate; gallina con arroz, con una salsa picante, hecha de vinagre y de malagueta; plato de
verduras con pimiento; pastel fro, espolvoreado con canela; todo esto haba all para tentar
a un pobre fraile reducido al pobre trato ordinario de la parroquia. Se le inst para que se
detuviera y Yaquita y su hija hicieron cuanto pudieron al efecto; pero el franciscano deba ir
a visitar aquella misma tarde a un indio que estaba enfermo en Cocha. Dio, pues, las gracias
a la hospitalaria familia y parti, no sin llevar algunos regalos, que seran bien recibidos por
los nefitos de la misin.
Durante dos das, el piloto Araujo tuvo mucho quehacer. El lecho del ro se ensanchaba
poco a poco; pero las islas eran ms numerosas y la corriente, sujeta por aquellos obstculos,
creca tambin. Tuvo que tomar grandes precauciones para pasar entre las islas
Caballococha, Tarapote y Cacao; hacer frecuentes paradas y muchas veces se vio obligado a
aligerar la jangada, que amenazaba encallarse.
Todo el mundo pona entonces mano a la
maniobra y en estas circunstancias, harto
difciles, fue cuando el 20 de junio, por la
tarde, se tuvo conocimiento de Nuestra
Seora de Loreto.
Loreto es la ltima poblacin peruana que
se halla situada en la orilla izquierda del ro,
antes de llegar a la frontera de Brasil. Es algo
ms que una simple aldehuela formada de
una veintena de casas agrupadas sobre un
ribazo
ligeramente
quebrado,
cuyas
sinuosidades estn formadas de tierra de ocre
y arcilla.
Esta misin fue fundada, en 1770, por los
misioneros jesuitas. Los indios ticumas, que
habitaban aquellos territorios, al norte del
ro, son indgenas de piel rojiza, de espesa
cabellera y la cara rayada de dibujos, como
la laca de una mesa chinesca. Hombres y
mujeres van vestidos slo con unas fajas
estrechas de algodn, que les sujetan el
pecho y los riones. Actualmente no se
cuentan ms de doscientos en las orillas del

Atacoari, resto miserable de una nacin que fue anteriormente poderosa bajo el mando de
grandes jefes.
En Loreto vivan tambin algunos soldados peruanos y dos o tres comerciantes
portugueses, que hacan el trfico de telas de algodn, pescado salado y hojas de
zarzaparrilla, amn de distintas clases de frutas.
Benito desembarc con objeto de adquirir, si le era posible, algunos fardos de aquella
esmilcea, que es siempre muy solicitada en los mercados del Amazonas. Garral,
continuamente ocupado en un trabajo que absorba todo su tiempo, no salt a tierra. Yaquita
y su hija se quedaron a bordo de la jangada e igualmente Manuel. Esto fue porque los
mosquitos de Loreto tienen una buen sentada fama de alejar a los visitantes que no quieren
dejar algn poco de su sangre a aquellos temibles dpteros.
Justamente Manuel acababa de decir algunas palabras acerca de estos insectos, que no
daban muchas ganas de arrostrar sus picaduras.
Se asegura -aadi- que las nueve especies que infestan las orillas del Amazonas tienen su
punto de reunin en la aldea de Loreto. Prefiero creerlo, sin necesidad de hacer la prueba.
All, querida Minha, podrais elegir entre el mosquito gris, el velludo, el patablanca, el
enano, el tocador de trompa, el pequeo pfano, el arlequn, el gran negro y el rojo de los
bosques; o ms bien todos ellos os elegiran a vos y volverais aqu desconocida. Yo creo, en
verdad, que esos encarnizados dpteros guardan mejor la frontera brasilea que esos pobres
diablos de soldados flacos y macilentos que vemos sobre el ribazo.
Pero si todo sirve en la Naturaleza -pregunt la joven-, para qu sirven los mosquitos?
Para hacer la felicidad de los entomlogos -respondi Manuel- y me vera muy apurado
para poder daros una contestacin mejor.
Lo que Manuel deca de los mosquitos de Loreto era la pura verdad; resultando, pues, que
cuando terminadas sus compras regres Benito a bordo, tena la cara y las manos tatuadas
con un millar de puntos rojos, sin hablar de los aradores, que, a pesar del cuero del calzado,
se haban introducido bajo los dedos de sus pies.
Vmonos, vmonos ahora mismo, o esas malditas legiones de insectos van a invadirnos
y la jangada quedar completamente inhabitable! -exclam desesperado el joven.
Y los importaramos a Par -respondi Manuel-, que tiene bastantes para su propio
consumo.
Para no pasar, pues, la noche en aquellas riberas, la jangada, separndose de los ribazos,
volvi a tomar el curso de la corriente.
A partir de Loreto, el Amazonas se inclina un poco hacia el sudeste entre las islas Arava,
Cuyari y Urucutca. La jangada entonces se desliz sobre las aguas negras del Cajaru,
mezcladas con las blancas del Amazonas. Despus de haber pasado aquel afluente de la orilla
izquierda, durante la maana del 23 de junio, deriv tranquilamente a lo largo de la grande
isla de Jahuma.
La puesta del sol en un horizonte limpio de toda bruma anunciaba una de esas hermosas
noches de los trpicos, que no pueden conocer las zonas templadas. La luna no tard
en levantarse sobre el fondo estrellado del cielo y a remplazar, durante algunas horas,
el crepsculo, ausente de aquellas latitudes. Pero en aquel intervalo, oscuro todava, las
estrellas brillaban con una pureza incomparable. La inmensa llanura de la cuenca pareca
prolongarse hasta lo infinito, como un mar y en la extremidad de aquel eje, apareca en el
norte el nico diamante de la estrella polar y al Medioda los cuatro brillantes de la Cruz del
Sur.
Los rboles de la orilla izquierda y de la isla Jahuma, a medio iluminar, se recortaban en
negras manchas. No se podan reconocer ms que por su incierta silueta aquellos troncos, o

ms bien, aquellos fustes de columnas de copaiba, que se desplegaban en forma de sombrilla;


aquellos grupos de sanis, de los cuales puede extraerse una leche espesa y azucarada, que
se dice da la embriaguez, como el vino; aquellos viaticos de ochenta pies de alto, cuya copa
se estremece al pasar la ms ligera corriente de aire. Qu hermoso discurso pudiera hacerse
con justicia de aquellos bosques del Amazonas!
Los pjaros lanzaban sus ltimas notas de la tarde: bentivis, que suspenden sus nidos en
las caas de la ribera; niambos, especie de perdiz, cuyo canto se compone de cuatro notas
del ms perfecto acorde y que repiten los imitadores de la gente voltil; kamichis, de cntico
lastimero; el martn pescador, cuyo grito contesta como una seal a los ltimos gritos de sus
congneres; canindes, de grito sonoro, que repliegan sus alas entre el follaje de las jaquetivas,
cuyos esplndidos colores vena la noche a apagar.
En la jangada todo el personal se hallaba en su sitio y en actitud de descanso. Slo el
piloto, de pie en la parte delantera, dejaba ver su alta estatura, apenas bosquejada entre las
primeras sombras. En la guarida de cuarto, con su largo bichero sobre el hombro, recordaba
un campamento de jinetes trtaros. El pabelln brasileo penda del extremo de su asta, en
la delantera del tren y la brisa ya no tena fuerza para agitarle.
A las ocho se oyeron en el campanario de la capilla los tres primeros taidos del ngelus.
Los tres del segundo y del tercer versculo sonaron a su vez y la salutacin termin entre los
golpes ms precipitados de la primera campana.
Qu hermoso ro es nuestro magnfico Amazonas! -exclam Minha, cuyo entusiasmo
por aquella gran corriente de agua no disminua nunca.
Ro incomparable en verdad -reconoci Manuel- y comprendo yo todas sus sublimes
bellezas! En la actualidad bajamos por l como lo verificaron hace ya siglos Orellana
y La Condamine y en verdad que encuentro pobres, ante la realidad, sus maravillosas
descripciones.
Un poco fabulosas -replic Benito.
Hermano mo -advirti gravemente la joven-, no hables mal de nuestro Amazonas!
Esto no es hablar mal, hermanita, sino recordar sus leyendas.
S, es verdad; las tiene y maravillosas! -asegur Minha.
Qu leyendas? -pregunt Manuel. Porque debo manifestar que todava no han llegado a
Par, o al menos yo las desconozco.
Pues, entonces, qu es lo que aprendis en los colegios de Belem? -pregunt riendo su
prometida.
Empiezo a creer que ni s nada ni aprendo nada -contest Manuel.
Cmo, caballero! -replic Minha con gravedad festiva. Ignoris, entre otras fbulas, que
un enorme reptil llamado el Minhocao, viene alguna vez a baarse en el Amazonas y que
es tan gigantesca la serpiente que las aguas crecen o bajan, conforme se sumerge o sale de
ellas?
Habis visto alguna vez ese Minhocao fenomenal? -pregunt Manuel.
No! -reconoci Lina.
Qu lstima! -crey deber aadir Fragoso.
Y la Mae de Agua -prosigui Minha-, esa arrogante y temible mujer, cuya mirada fascina
y arrastra bajo las aguas del ro a los imprudentes que la contemplan?
Ah! En cuanto a la Mae de Agua, s que existe -exclam la sencilla Lina. Se dice tambin
que se pasea todava por los ribazos; pero que desaparece como una ondina en cuanto
alguien se aproxima a ella.
Pues bien, Lina -respondi Benito. La primera vez que t la veas, haz el favor de avisarme.

Para que ella os atrape y os lleve al fondo del ro? Nunca, seor Benito!
Y se lo cree! -grit Minha.
Hay bastantes personas que creen en el tronco de Manao -dijo Fragoso, siempre pronto a
intervenir en favor de Lina. -El tronco de Manao? -pregunt Manuel. Qu es en realidad
ese tronco de Manao?
Seor Manuel -contest Fragoso con una gravedad cmica-, parece que hay all o que
haba en otro tiempo, un tronco de turuma, que todos los aos, en la misma poca, descenda
por el ro Negro, se detena algunos das en Manao y tambin iba del mismo modo a
Par, haciendo alto en todos los puertos, donde los indgenas le adornaban devotamente
con pequeas banderas. Llegado a Belem, haca alto, volva pies atrs, suba el Amazonas,
despus el ro Negro y tornaba al bosque de donde haba milagrosamente salido. Un da
se trat de sacarle a tierra; pero el ro, encolerizado, infl sus aguas y hubo que renunciar
a apoderarse de l. Otro da el capitn de un buque le enganch con un arpn y procur
remolcarlo; pero esta vez, aun con todo, el ro, enfurecido, rompi las amarras y el tronco
escap milagrosamente.
Y dnde ha ido a parar? -quiso saber la joven mulata.
Parece que en su ltimo viaje, seorita Lina -respondi Fragoso-, en vez de subir por el
ro Negro, se equivoc de camino, sigui el Amazonas y no se le ha vuelto a ver.
Oh, si nosotros pudiramos encontrarle! -exclam Lina.
Si nosotros le encontrramos -respondi Benito-, te colocaramos encima; l te conducira
a su floresta misteriosa y t pasaras tambin al estado de nyade legendaria.
Por qu no? Sera maravilloso -respondi alegremente Minha.
Oh! Todo son leyendas -dijo entonces Manuel- y confieso que vuestro ro es digno de
alabanza. Mas tiene otras historias que tambin valen bastante. Yo s una y si no temiera
entristeceros, porque ella es verdaderamente lamentable, os la contara.
Oh!, contadla, seor Manuel -exclam Lina. Me gustan tanto las historias que hacen
llorar!
Llorar t, Lina? -dijo Benito.
S, seor Benito; pero yo lloro riendo.
Y bien, cuntanosla, Manuel.
Es la historia de una francesa cuyas desgracias han ilustrado estas orillas, en el siglo
dieciocho.
Os escuchamos -dijo Minha.
Comienzo -contest Manuel. En 1741, cuando la expedicin de los dos sabios franceses,
Bauguer y La Condamine, que fueron enviados para medir un grado terrestre bajo el
Ecuador, se les agreg un astrnomo muy distinguido, llamado Godin des Odonais.
Godin parti, pues; pero l no iba solo al Nuevo Mundo. Llevaba consigo su joven esposa,
sus nios, su suegro y su cuado.
Todos los viajeros llegaron a Quito con excelente salud. All empezaron para la seora de
Odonais la serie de sus desgracias, porque en algunos meses perdi varios de sus hijos.
Cuando Godin des Odonais hubo terminado su trabajo, hacia fines del ao 1759, deban
salir de Quito y marchar para la Cayena. Una vez llegado a esta ciudad, dese que viniera su
familia, pero la guerra estaba declarada y se vio precisado a solicitar del Gobierno portugus
una autorizacin que dejase el paso franco a la seora des Odonais y a los suyos. Se podr
creer? Varios aos se pasaron sin que aquella autorizacin pudiese ser concedida.

En 1765, Godin des Odonais, desesperado con aquellos retrasos, resolvi subir por el
Amazonas para buscar a su mujer en Quito; pero en el momento en que iba a partir, una
repentina enfermedad le detuvo y no pudo llevar a cabo su proyecto.
Sin embargo, los pasos no haban sido intiles y la seora des Odonais supo por fin que el
rey de Portugal le haba concedido el permiso necesario, e hizo preparar una embarcacin
para ir a reunirse con su esposo. Al mismo tiempo, una escolta tena orden de esperarla en
las Misiones del Alto Amazonas.
La seora des Odonais era una mujer de gran valor, como lo veris muy pronto. No vacil
en absoluto y parti, a pesar de los peligros de un viaje semejante, a travs de todo el
continente.
Ese era su deber de esposa, Manuel -dijo Yaquita. Yo habra hecho lo mismo que ella.
La seora des Odonais pas a ro Bamba, al sur de Quito, llevando a su cuado, sus nios
y un mdico francs. Pretenda llegar a las Misiones de la frontera brasilea, donde deban
encontrar la embarcacin.
El viaje era feliz, desde luego y se haca sobre la corriente de los afluentes; aumentaron
poco a poco los peligros y las fatigas, en medio de un pas diezmado por la viruela. La mayor
parte de los guas que vinieron a ofrecer sus servicios desaparecieron algunos das despus y
uno de ellos, el ltimo que permaneci fiel a los viajeros, se ahog en el Bodenasa, tratando
de auxiliar al mdico francs.
Pronto la canoa, medio destrozada por las rocas y los troncos que bajaban por el ro,
se encontr fuera de servicio. Fue preciso bajar a tierra y all en el lindero de un bosque
impenetrable, construir algunas cabaas de follaje. El mdico se ofreci a marchar adelante,
con un negro que nunca haba querido dejar a la seora des Odonais.
Partieron los dos y se les esper muchos das; pero en vano. No aparecieron ms!
Entretanto, los vveres se consumieron. Los abandonados intentaron intilmente bajar por
el Bodenasa sobre una almada. Hubieron de regresar al bosque, vindose en la necesidad de
hacer el viaje a pie por medio de aquellas espesuras casi impracticables.
Aqullas eran muchas fatigas para las pobres gentes! Uno a uno fueron sucumbiendo,
a pesar de los cuidados de la valiente francesa! Al cabo de algunos das, nios, parientes,
criados, todos haban muerto!
Oh, desgraciada mujer! -exclam Lina.
La seora des Odonais estaba sola en aquella ocasin. Se hallaba todava a mil leguas del
ocano donde quera llegar. Ya no era la madre que ha perdido a sus hijos y los ha sepultado
con sus propias manos! Era la mujer que quiere volver a ver a su marido!
Marchando noche y da, encontr, por fin, el curso del Bobonasa. All fue recogida por
unos generosos indios, que la condujeron a las Misiones, donde esperaba la escolta.
Pero llegaba sola y las etapas de su camino quedaban sembradas de tumbas.
La seora des Odonais lleg a Loreto, ese lugar en que hemos estado hace unos das. Desde
esta aldea peruana descendi por el Amazonas, como lo estamos haciendo ahora y al fin
encontr a su marido. Haban estado separados diecinueve aos.
Pobre mujer! -dijo, entristecida, Minha.
Y, sobre todo, pobre madre! -aadi Yaquita.
En aquel momento apareci en popa el piloto Araujo y dijo:
Juan Garral, nos hallamos ante la isla de la Ronda. Acabamos de pasar la frontera.

La frontera! -repiti Garral.


Se levant, avanzando al borde de la jangada, desde donde contempl por largo espacio el
islote de la Ronda, ante el que se estrellaba la corriente del ro. Finalmente, se llev la mano
a la frente, como si quisiera ahuyentar un recuerdo.
La frontera! -repiti en un murmullo, bajando la cabeza, llevado por un movimiento
involuntario.
Pero en seguida se irgui y su aspecto torn a ser el de un hombre resuelto a cumplir con
su deber hasta el fin.

Captulo XII
Fragoso a la faena

D esde el siglo XII aparece la palabra brasa en la lengua espaola. Es la que ha servido para

formar la palabra brasil, con el que son conocidas ciertas maderas que proporcionan un tinte
encarnado. De ah el nombre de Brasil que se dio a aquella vasta extensin de la Amrica del
Sur, que atraviesa la lnea equinoccial, pues all se encuentra a menudo la citada madera,
que, por otra parte, fue muy pronto objeto de un comercio considerable con los normandos.
Aunque por el lugar de su produccin se le da el nombre de ibirapitunga, le ha quedado el
nombre de brasil, que, como decimos, ha venido a ser el de aquel pas, que se muestra como
una inmensa ascua que ardiera bajo los rayos de un sol tropical.
Los portugueses lo ocuparon, desde luego. Desde principios del siglo XVI data su toma de
posesin, verificada por el piloto lvarez Cabral.
Si ms tarde Francia y Holanda se establecieron all parcialmente, siempre ha quedado el
portugus y posee todas las cualidades que distinguen a aquel valiente y pequeo pueblo. Es
al presente uno de los estados ms grandes de la Amrica meridional, teniendo a su frente al
inteligente y sabio artista emperador don Pedro II [1].
[1] Tngase en cuenta la poca en que fue escrita esta novela, esto es, a mediados del siglo XIX.

Cul es tu derecho en la tribu? -preguntaba Montaigne a un indio que encontr en El


Havre.
El derecho de marchar el primero a la guerra! -respondi sencillamente el indio.
Ya se sabe que la guerra fue durante largo tiempo el ms seguro y el ms rpido medio de
civilizacin. Tambin los brasileos hicieron lo que haca aquel indio. Lucharon, defendieron
su conquista, la extendieron.
En 1824, diecisis aos despus de haberse fundado el Imperio luso-brasileo, fue cuando
Brasil proclam su independencia a la voz de don Juan, a quien los ejrcitos franceses haban
echado de Portugal. Faltaba arreglar la cuestin de fronteras entre el nuevo Imperio y su
vecino Per.
La cosa no era fcil.
Si Brasil quera extenderse hasta el ro Napo, en el oeste, Per pretenda ensancharse hasta
el lago de Ega, es decir, ocho grados ms al oeste.
Pero, en este intermedio, Brasil tuvo que intervenir para impedir los robos de los indios
del Amazonas, robos que se hacan en beneficio de las misiones hispano-brasileas y para
reprimir esta suerte de trfico no encontr otro procedimiento mejor que fortificar la isla de
la Ronda, un poco ms arriba de Tabatinga y establecer un apostadero.
Esto fue una solucin y desde aquella poca, la frontera de los dos pases pasa por en medio
de dicha isla.
La parte superior del ro es peruana y se llama Maran, como ya se ha dicho.
La de abajo es brasilea y toma el nombre de ro de las Amazonas.
El veinticinco de junio, por la tarde, fue cuando la jangada se detuvo delante de Tabatinga,
la primera poblacin brasilea, situada en la ribera izquierda, en el nacimiento del ro del

cual toma nombre y que depende de la parroquia de San Pablo, establecida en la parte de
arriba, sobre la orilla derecha.
Juan Garral haba resuelto detenerse all
treinta y seis horas, al objeto de conceder
reposo a sus hombres.
La marcha no deba, pues, efectuarse hasta
el veintisiete por la madrugada.
Esta vez Yaquita y sus hijos, menos
amenazados quiz que en Loreto de servir de
pasto a los mosquitos indgenas, haban
manifestado intencin de bajar a tierra y
visitar la poblacin.
Se calculaba entonces que la poblacin de
Tabatinga era de cuatrocientos habitantes, la
mayor parte indios, comprendiendo, sin
duda, a los que andan errantes antes de
fijarse en las orillas del Amazonas y de sus
pequeos afluentes.
El puesto de la isla de la Ronda ha sido
abandonado hace algunos aos y trasladado
a la misma Tabatinga. Puede decirse, pues,
que es una ciudad con guarnicin, aunque
slo se componga de nueve soldados, casi
todos indios y un sargento, que es el
verdadero comandante de la plaza.
Una cuesta que tena unos ocho metros y
medio de altura, en la que se haban hecho unos escalones, formaba en aquel sitio la cortina
de la explanada que sostena el pequeo fortn. La morada del comandante constaba de dos
chozas formando escuadra y los soldados ocupaban un edificio oblongo, construido a cien
pasos de all al pie de un gran rbol.
Este par de cabaas se hubiera asemejado perfectamente a todos los villorrios o chozas que
aparecan diseminados sobre las orillas del ro, si un asta con su bandera, en la que lucan
los colores brasileos, no se hubiese elevado encima de la garita, siempre falta de centinela
y si no estuviesen all cuatro pequeos pedreros de bronce, destinados a caonear, en caso
de necesidad, a toda embarcacin que no avanzase con la debida autorizacin.
En cuanto a la poblacin propiamente dicha, estaba en la parte de abajo de la plataforma.
Un camino, que no era ms que una quebrada, a la que sombreaban unos ficus y unos miritis,
conduca a ella en pocos minutos. All, sobre un acantilado de barro, se alzaban unas doce
casas con techumbre de hojas de palmera y colocadas alrededor de una plaza central.
Todo aquello no es nada curioso; pero las cercanas de Tabatinga son hermosas, sobre todo
en la desembocadura del Yavary. que tiene bastante anchura para contener el archipilago
de las islas Aramag. En aquel lugar se agrupan hermosos rboles y entre ellos gran nmero
de ciertas palmeras, cuyas suaves fibras, que se emplean para fabricar hamacas y re des de
pescar, son objeto de un vivo comercio. En suma, aquel lugar es uno de los ms pintorescos
del Alto Amazonas.
Tabatinga, por otra parte, est destinada a ser, dentro de poco tiempo, una estacin
de bastante importancia y tomar, sin duda, un rpido desarrollo. All, en efecto, deben
detenerse los vapores brasileos que suban el ro y los peruanos que lo bajen. All se

efectuar el cambio de cargamentos y pasajeros. No necesitara tanto una aldea inglesa o


americana para llegar a ser en algunos aos el centro de un movimiento comercial de los
ms considerables.
El ro es muy bello en aquella parte de su curso. Evidentemente, el efecto de las mareas
ordinarias no se deja sentir en Tabatinga, que est situada a ms de tres mil setecientos
kilmetros del Atlntico; pero no sucede as con el pororoca, esa clase de reflujo rpido que
durante tres das, en los grandes flujos de las sizigias, hincha las aguas del Amazonas y las
rechaza con una velocidad de diecisiete kilmetros por hora. Se pretende, en efecto, que esta
racha de marea se propaga hasta la frontera brasilea.
En la maana del veintisis de junio, antes del desayuno, la familia Garral se dispuso a
desembarcar para visitar el pueblo.
Si Juan, Benito y Manuel haban estado ya en ms de una ciudad del Imperio brasileo, no
suceda lo mismo con respecto de Yaquita y de su hija. Esto, pues, iba a ser para ellas como
una toma de posesin.
Se concibe, pues, que Yaquita y Minha deseasen a toda costa hacer esta visita.
Si, por otra parte, Fragoso, en su calidad de barbero ambulante, haba ya recorrido las
diversas provincias de la Amrica Central, Lina, como su joven ama, no haba pisado todava
el suelo brasileo.
Pero antes de abandonar el tren de maderas, Fragoso fue a buscar a Juan Garral y tuvo con
l la conversacin siguiente:
Seor Garral -le dijo-, desde el da que me recibisteis en la hacienda de Iquitos,
alojndome, vistindome, mantenindome y, en una palabra, acogindome tan
hospitalariamente, os debo
No me debis absolutamente nada, amigo mo -contest Garral. Por lo tanto, no
insistamos ms.
Os aseguro -respondi Fragoso- que no estoy en situacin de desempearme con vos. Y
hay que aadir que me habis recibido a bordo de la jangada y facilitado el medio de bajar
el ro. En la actualidad, nos vemos en la tierra de Brasil, que, segn todas las probabilidades
yo no deba volver a ver Sin aquel bejuco
A Lina, a ella tan slo debis dedicar vuestro reconocimiento -interrumpi Juan Garral.
Ya lo s -respondi Fragoso- y jams olvidar lo que le debo, no menos que a vos.
Se dira, Fragoso -replic Juan-, que vais a despediros de m. Es vuestra intencin
quedaros en Tabatinga?
De ninguna manera, seor de Garral, puesto que me habis permitido acompaaros hasta
Belem, donde podr, o al menos as lo espero, volver a tomar mi antiguo oficio.
Entonces, si tal es vuestra intencin, qu vens a pedirme, amigo mo?
Vengo a rogaros, si en ello no hallis reparo, que me permitis ejercer mi oficio de paso.
Esto har que mi mano no se entorpezca y, por otra parte, no estarn mal en mi bolsillo
algunos puados de reis, sobre todo si yo los he ganado. Ya sabis, seor Garral, que un
barbero que es tambin algo peluquero y no dir algo mdico por respeto al seor Manuel,
siempre encuentra algunos parroquianos en las aldeas del Alto Amazonas.
Sobre todo, entre los brasileos -reconoci Juan Garral-; porque para los indgenas
Perdonad -contest Fragoso-; entre los indgenas especialmente. Afeitar, no, porque la
Naturaleza se ha mostrado con ellos bastante avara de este adorno; pero siempre hay alguna
cabellera que arreglar a la ltima moda. Estos salvajes, hombres y mujeres, estiman esto
mucho A los diez minutos de instalarme en la plaza de Tabatinga, con mi boliche en la
mano, pues el boliche es lo que les atrae desde luego y yo lo juego con bastante desenvoltura,

se formar en torno mo un corro de indios e indias que se disputarn mis favores. Si yo


permaneciese un mes aqu, toda la tribu de las ticunas se haran peinar por mis manos. No
se tardara en saber que el hierro que riza (como ellos me llaman) estaba ya de vuelta dentro
de los muros de Tabatinga. He pasado por aqu ya dos veces y mis tijeras y mi peine han
hecho maravillas, aunque fuerza es reconocer que no podra volver con mucha frecuencia
a un mismo sitio. Las seoras indias no se mandan peinar todos los das como nuestras
elegantes de las ciudades brasileas. Cuando esto se hace, se espera un ao y durante un ao
ponen todo su cuidado en no comprometer el edificio que yo levanto, me atrevo a decirlo,
con cierto talento. Mas como justamente va a hacer pronto un ao que no he aparecido
por Tabatinga, voy, pues, a encontrar todos mis monumentos arruinados; y si esto no os
contrara, deseara volver por segunda vez a hacerme digno de la fama que he adquirido por
este pas. Cuestin de reis, ante todo y no de amor propio, creedlo!
Hacedlo, pues, amigo mo -respondi Garral, sonriendo-; pero hacedlo pronto. No
debemos estar ms que un da en Tabatinga y volveremos a marchar maana al romper el
da.
No perder un minuto -contest Fragoso-; no invertir ms que el tiempo necesario para
tomar los utensilios de mi profesin y desembarco.
Id, Fragoso -respondi Garral- y que los reis lluevan en vuestro bolsillo.
Ojal ocurra as! Una lluvia benefactora que jams ha cado en abundancia sobre
vuestro humilde servidor.
Y, dicho esto, Fragoso se march rpidamente.
Un instante despus, toda la familia, excepto Juan Garral, tom tierra. La jangada haba
podido acercarse bastante al ribazo y el desembarque se hizo sin trabajo. Una escalera en
bastante mal estado, tallada en el acantilado, permiti a los viajeros llegar hasta la cima de
la plataforma.
Yaquita y los suyos fueron recibidos por el comandante del fuerte, un pobre diablo, que
conoca, sin embargo, las leyes de la hospitalidad y les ofreci desayunarse en su residencia.
Aqu y all iban y venan algunos de los soldados del puesto, mientras que en el umbral del
cuartel asomaban con sus mujeres, que son de sangre ticuna, algunos muchachos, productos
menos que medianos de aquella mezcla de razas.
En vez de aceptar el desayuno del sargento, Yaquita por el contrario, ofreci al
comandante y a su mujer que fuesen a participar del suyo a bordo de la jangada.
El comandante no se lo hizo repetir dos veces y la cita se fij para las once.
Entretanto Yaquita, Minha y la joven mulata, acompaadas de Manuel, se fueron a pasear
por las inmediaciones del puesto, dejando a Benito arreglarse con el comandante para el
pago de los derechos de pasaje; porque aquel sargento era a la vez jefe de la aduana y jefe
militar.
Despus de hecho esto, Benito deba, segn su costumbre, irse a cazar en las arboledas
inmediatas. Esta vez Manuel haba rehusado seguirle.
Entretanto, Fragoso, por su parte, haba salido de la jangada; pero en vez de subir al puesto
se dirigi hacia la aldea, tomando por medio de la quebrada que se abra sobre la derecha a
nivel del ribazo. Contaba ms y con razn, con los clientes indios de la poblacin, que con
los de la guarnicin. Las mujeres de los soldados, sin duda, no hubieran dejado de quererse
poner en sus hbiles manos; pero los maridos encontraban ridculo gastar algunos reis para
satisfacer los caprichos de sus coquetas medias naranjas.
Con los indgenas deba de ser otra cosa; maridos y mujeres, el alegre barbero lo saba
bien, le dispensaran un gran recibimiento.

Fragoso se puso en marcha subiendo por el camino sombreado de hermosos ficus y


llegando al poco rato al barrio central de Tabatinga.
Apenas hubo llegado a la plaza, el clebre peluquero fue visto, conocido y cercado.
Fragoso no tena bombo, ni tambor, ni corneta de pistn para llamar a sus clientes, ni
menos coche con brillantes dorados, con resplandecientes faroles y ventanillas adornadas de
cristales, ni colosal paraguas ni nada que pudiera llamar la atencin del pblico, conforme
se hace en las ferias.
No, careca de todo aquello, pero tena su boliche; y cmo jugaban sus dedos con aquel
boliche! Con qu destreza reciba la cabeza de tortuga que serva de boya, entre la
delgada punta del mango! Con cunta gracia haca describir a la bola aquella curva sabia,
cuyo valor, quiz, no han calculado an los matemticos, ellos que han determinado, no
obstante, la famosa curva de el perro que sigue a su amo!
Todos los indgenas estaban all; hombres,
mujeres, viejos, nios, en traje un poco
primitivo, mirando con la boca abierta y
aguzando los odos. El amable operador,
mitad en portugus, mitad en lengua ticuna,
pronunci su peroracin acostumbrada con
el tono del mejor buen humor.
Deca lo que dicen todos esos charlatanes
que ponen sus servicios a la disposicin del
pblico y que son Fgaros espaoles o
peluqueros franceses. En el fondo el mismo
aplomo, el mismo conocimiento de las
debilidades humanas, el mismo gnero de
chanzas desgastadas, la misma exterioridad
divertida y por parte de aquellos indgenas,
el mismo embobamiento, la propia
curiosidad e igual credulidad que la de los
papanatas del mundo civilizado.
De esto result, pues, que pasados diez
minutos, el pblico estaba excitado y se
agrupaba apretadamente en torno de
Fragoso, instalado en una loja, rara forma de
tienda que serva de taberna.
Esta loja perteneca a un brasileo
domiciliado en la poblacin. All, por unos
pocos vatems, que es la moneda del pas y vale veinte reis, los indgenas pueden procurarse
las bebidas de la tierra y en particular asai. Este es un licor medio slido, medio lquido,
hecho con el fruto de una palmera y que se bebe en un cosii o media calabaza, de que se hace
uso general en aquel rincn del Amazonas.
Entonces hombres y mujeres, con no menos empeo stas que aqullos, procuraban tomar
sitio en el banquillo del barbero. Las tijeras de Fragoso iban a estar ociosas, sin duda, porque
no era cuestin de cortar tan ricas cabelleras, magnficas casi todas por su finura y su
calidad; pero qu de ocupacin no iban a tener el peine y las tenacillas que en un rincn
se calentaban en un brasero!
Ya veris -aseguraba- cun bien se sostiene, amigos mos, si no os acostis sobre ello. Y
que ser para un ao! Y estas modas son las ms nuevas da Belem o de Ro de Janeiro!

Las damas de honor de la reina no estn ms hbilmente peinadas! Y ya notaris que no


economizo la pomada!
Cierto, no la economizaba. Verdad es que no era ms que un poco de grasa, mezclada con
el jugo de algunas flores. Y con ella les emplastaba como si fuese argamasa.
Pudirase haber dado el nombre de edificios capilares a aquellos monumentos levantados
por la mano de Fragoso y que encerraban todos los gneros de arquitectura. Bucles, anillos,
cuernos, trenzas, encrespados, rollos, tirabuzones, papillotes, todo tena all su sitio. No
haba nada de falso. Es decir, nada de aadidos ni postizos. Aquellas cabelleras indgenas
no estaban, como en los talleres, debilitadas por los golpes, extenuadas por las cadas, sino
en toda su virginidad nativa, como los bosques. Fragoso, sin embargo, no se desdeaba
de aadir algunas flores naturales, dos o tres largas espinas de pescado, o bien delicados
adornos de hueso o de cobre, que llevaban las elegantes de la localidad. De seguro, las
maravillosas del Directorio hubiesen envidiado la composicin de aquellos peinados de alta
fantasa y de tres o cuatro pisos y el mismsimo gran Leonardo[1] se hubiese inclinado delante
de su famoso rival de ultramar.
[1] Famoso peluquero de la Reina Mara Antonieta, esposa de Luis XVI de Francia.

Y entonces los vatems y los puados de reis, nicas monedas contra las cuales entregan sus
productos los naturales del Amazonas, llovan en el bolsillo de Fragoso, que se los guardaba
con evidente satisfaccin. Pero muy ciertamente, la tarde iba adelantndose antes que l
pudiera satisfacer las peticiones de una clientela incesantemente renovada. Y no era tan slo
la poblacin de Tabatinga la que se agolpaba a la puerta de la loja.
La nueva de la llegada de Fragoso no haba tardado en extenderse. Los indgenas acudan
de todas partes y se vean all ticunas de la orilla izquierda del ro; mayoranas de la ribera
opuesta y no faltaban tampoco los que habitaban en las mrgenes del Cajuru y aquellos que
residan en las aldeas del Yavary.

Por todo esto, en la plaza central se formaba una larga cola de impacientes. Los afortunados
y las afortunadas que dejaban bien compuestos las manos de Fragoso, iban orgullosamente
de una en otra casa, pavonendose aunque casi sin atreverse a mover la cabeza, como nios
grandes que eran.
Cuando lleg el medioda, como el ocupado barbero y peluquero no haba tenido tiempo
para ir a desayunarse a la jangada, hubo de contentarse con un poco de asai, harina de yuca
y huevos de tortuga, cosas que despach rpidamente en el intervalo entre dos ribazos.
Lo que hubo tambin fue una buena cosecha para el tabernero, porque todas aquellas
operaciones no se efectuaron sin hacer un gran consumo de licores desenterrados de las
cuevas de la loja.
Fuerza es reconocer que para la poblacin de Tabatinga result un acontecimiento el que
pasara por all el clebre Fragoso, peluquero ordinario y extraordinario de las tribus del Alto
Amazonas.

Captulo XIII
Torres

T odava segua all Fragoso a las cinco de la tarde. Verdad es que sin poder ms. Y si

hubiera tratado de satisfacer todas las peticiones, habra debido pasar all la noche para
complacer a la multitud que esperaba.
Justamente a la hora indicada, lleg a la plaza un forastero del lugar, quien al ver aquella
reunin de gentes se adelant hacia la taberna.
Por algunos momentos el forastero estuvo contemplando a Fragoso atentamente y con
cierta circunspeccin. El examen, sin duda, debi satisfacerle, porque al final entr en la loja.
Pareca ser un hombre como de treinta aos de edad; llevaba un traje propio para viajar
que resultaba muy elegante; pero su abundante barba negra, que las tijeras no haban
cortado haca mucho tiempo, sus cabellos algo largos, reclamaban imperiosamente los
servicios de un peluquero.
Buenos das, amigo, buenos das -dijo, tocando ligeramente el hombro de Fragoso.
Fragoso se volvi al or aquellas palabras pronunciadas en puro brasileo y no en el idioma
mezclado de los indgenas.
Un compatriota? -pregunt, sin dejar de retorcer la cabellera rebelde de una mayorana.
S -contest el forastero-; un compatriota que necesita vuestros servicios.
Qu? Pues al momento -dijo Fragoso-; apenas haya concluido con la seora!
Esto fue realizado con un par de
aplicaciones de la tenacilla.
Aunque el ltimo que vena no tena
derecho al sitio vacante, sin embargo, el
forastero se sent en el escabel, sin que esto
produjese ninguna reclamacin de parte de
los indgenas cuyo turno se atrasaba.
Fragoso dej las tenacillas por las tijeras y,
segn la costumbre de sus colegas, pregunt;
Qu desea el seor?
Cortarme la barba y el cabello -respondi
el forastero.
Decidme vuestro gusto -pidi Fragoso, al
tiempo que introduca el peine en la espesa
cabellera de su parroquiano.
Y las tijeras hicieron luego su oficio.
Vens de muy lejos? -pregunt Fragoso,
que no poda trabajar sin hablar cuanto le
era posible.
De las cercanas de Iquitos.
Lo mismo que yo -exclam el peluquero.
He bajado el Amazonas desde Iquitos hasta
Tabatinga. Y se puede saber vuestro
nombre?
Sin ningn inconveniente -respondi el forastero-; me llamo Torres.

Cuando la cabellera del nuevo cliente qued cortada a la ltima moda, Fragoso comenz a
cuidarle la barba; pero en aquel momento, como le mirase bien de frente, se detuvo, volvi
a empezar su tarea y despus dijo, por fin:
Diantre, seor Torres! Creo conoceros. No nos hemos visto ya en alguna parte?
Pienso que no -respondi, vivamente, Torres.
Entonces me he equivocado -se disculp Fragoso; y se dispuso a dar fin a su tarea.
Un momento despus, Torres reanud la conversacin interrumpida por la pregunta de
Fragoso.
Cmo habis venido de Iquitos? -pregunt.
A Tabatinga?
S.
A bordo de un tren de maderos, en el que me ha concedido pasaje un digno hacendado
que baja por el Amazonas con toda su familia.
Realmente, amigo, esto es una fortuna. Si vuestro hacendado consintiera admitirme en
ese tren
Entonces, tambin tenis intencin de bajar el ro?
Precisamente!
Hasta Par?
No, solamente hasta Manaos, en donde tengo un negocio.
Ah, bien! Mi husped es un hombre servicial y creo que voluntariamente se prestar a
haceros ese favor.
Lo creis?
Y aun casi dira que estoy seguro.
Y cmo se llama ese hacendado? -pregunt, como al descuido, Torres.
Juan Garral -contest Fragoso, quien en aquel momento se repeta que haba visto a aquel
hombre en alguna parte.
Torres no era hombre de renunciar a una conversacin que pareca interesarle y por este
motivo pregunt :
De modo que vos creis que Juan Garral consentir en facilitarme pasaje?
Os repito que estoy seguro de ello -respondi Fragoso. Lo que ha hecho por un pobre
diablo como yo, no rehusar hacerlo por vos, un compatriota!
Y est l solo a bordo de la jangada?
No ya os he dicho que viaja con toda su familia, una familia de buenas gentes en verdad,
os lo aseguro. Y va acompaado por una tripulacin de indios y negros que forman parte del
personal que tiene en su granja.
Y es muy rico ese hacendado?
Ciertamente, muy rico. Slo las maderas que forman la jangada y el cargamento que sta
lleva constituyen una fortuna.
De modo, pues, que Juan Garral va a pasar la frontera brasilea con toda su familia?
-replic Torres.
S -contest Fragoso-; su mujer, su hijo, su hija y el prometido de su hermosa hija.
Ah! Tiene una hija? -dijo Torres.
Una hermosa nia.
Y se va a casar?
S; con un gallardo joven, un mdico militar que est de guarnicin en Belem y que se
unir a ella apenas lleguemos al trmino del viaje.

Bueno! -dijo sonriendo Torres. Esto puede llamarse entonces un viaje de bodas!
Un viaje de bodas, de placer y de negocios -contest Fragoso. La seora Yaquita y su hija
no han pisado nunca el territorio brasileo y aun el propio Juan Garral es sta la primera
vez que atraviesa la frontera desde que entr en la granja del viejo Magallanes.
Imagino que la familia ir tambin acompaada de algunos criados.
Ciertamente; la vieja Cibeles, que hace cincuenta aos est en la granja y una joven
mulata, la seorita Lina, que es ms bien la compaera que la sirvienta de su joven ama.
Ah, de cun amable condicin es! Qu corazn y qu ojos! Y qu ideas tiene sobre todas
las cosas y en particular sobre los bejucos!
Fragoso, lanzado en este camino, sin duda, no habra podido detenerse y Lina habra sido
causa de entusiastas afirmaciones si en aquel momento el cliente no se hubiese levantado
del escabel para dejar sitio a un nuevo parroquiano.
Qu os debo? -pregunt al barbero.
Nada -respondi Fragoso. Entre compatriotas que se encuentran en la frontera no puede
haber cuestin sobre esto!
Sin embargo -insisti Torres- yo quisiera
Bien ya nos arreglaremos ms tarde, a bordo de la jangada.
Pero yo no s -respondi Torres- si me atrever a pedir a Garral que me permita
No vacilis -contest Fragoso. Yo le hablar, si os parece mejor y me figuro que se
alegrar mucho de poderos hacer este favor.
En aquel momento Manuel y Benito, que haban venido a la aldea despus de la comida,
se acercaron a la puerta de la loja, deseosos de ver a Fragoso en el ejercicio de sus funciones,
Torres se haba vuelto hacia ellos y exclam de repente:
Ved aqu dos jvenes que yo conozco, o ms bien, que reconozco
Que les reconocis? -dijo el barbero, bastante sorprendido.
S, sin duda! Har un mes que en el bosque de Iquitos me sacaron de un apuro bastante
grande.
Pero stos son precisamente Benito Garral y Manuel Valds.
Ya lo s Me dijeron sus nombres: pero yo no esperaba encontrarlos aqu.
Y el forastero se adelant hacia los jvenes, que le miraban sin conocerle.
No me recordis, seores? -pregunt.
Pues -empez Benito.
Yo tengo buena memoria, seor Torres. No sois -dijo Manuel- el que en el bosque de
Iquitos tenais ciertas dificultades con un guariba?
Yo mismo, seores -confirm el capitn de bosques. Durante seis semanas he continuado
bajando el Amazonas y vengo a pasar la frontera al mismo tiempo que ustedes.
Me siento gozoso de volveros a ver -dijo Benito. No habris olvidado que yo os haba
propuesto venir a la hacienda de mi padre?
No, no lo he olvidado -declar Torres.
Hubierais hecho muy bien en aceptar mi ofrecimiento. Esto os habra permitido aguardar
nuestra marcha, reposando de vuestras fatigas y despus bajar con nosotros hasta la frontera.
Cuntos das de camino os hubierais ahorrado!
En efecto.
Nuestro compatriota no se detiene en la frontera -terci Fragoso-; va hasta Manaos.
Entonces -declar Benito-, si queris venir a bordo de la jangada, seris muy bien recibido
y estoy seguro que mi padre considerar un deber daros pasaje.

Entonces permitidme que os lo agradezca de antemano.


Manuel no haba tomado parte en la conversacin. Dejaba a Benito hacer el ofrecimiento
de sus servicios y observaba atentamente a Torres, cuya figura le agradaba poco. Haba en
efecto, cierta falta de franqueza en los ojos de aquel hombre, cuya mirada hua sin cesar,
como si temiese que pudiesen leer algo en ella. Pero Manuel se reserv tal impresin, no
queriendo perjudicar a un compatriota a quien se trataba de servir.
Seores -dijo Torres-, cuando queris, estoy pronto a seguiros al puerto.
Venid -respondi Benito.
Un cuarto de hora despus, Torres se hallaba a bordo de la jangada. Benito le present a
Juan Garral, le enter de las circunstancias en que se haban conocido y le pidi el pasaje de
Torres hasta dejarlo en Manaos.
Me concepto dichoso, seor, de poderos hacer este servicio -respondi Garral.
Por mi parte, os lo agradezco -afirm Torres, que en el momento de tender la mano a su
husped, pareci contenerse a pesar suyo.
Como partimos maana por la maana al rayar el alba -agreg Garral-, podis, pues,
instalaros a bordo.
Bah! Mi instalacin no ser larga -afirm Torres. Mi persona y nada ms.
Estis en vuestra casa -termin Garral.
Aquella misma tarde, Torres se posesionaba de su camarote, que se hallaba cerca del que
ocupaba el barbero.
Este regres ms o menos a las ocho de la noche. Ya en la jangada, hizo a la joven mulata
la relacin de sus hazaas y le repeta, con explicable amor propio, que la fama del ilustre
Fragoso acababa de extenderse an ms en la cuenca del Alto Amazonas.

Captulo XIV
Ro abajo an

E l veintisiete de junio, al romper el alba, fueron largadas las amarras y la jangada continu

su deriva en la corriente del ro.


Ya sabemos que haba un nuevo personaje a bordo. De dnde vena aquel Torres? Se
ignoraba realmente. Adonde iba? Segn deca, a Manaos. El tal Torres se haba guardado
bien de dejar sospechar nada de su vida anterior, ni de la profesin que todava ejerca
dos meses antes y nadie poda imaginarse que la jangada hubiese dado asilo a un antiguo
capitn de bosques. Garral no haba querido estorbar con preguntas indiscretas el servicio
que prestaba.
Al admitirle a bordo, el hacendado haba obedecido a un sentimiento de humanidad. En
medio de aquellos vastos bosques y llanuras del Amazonas y sobre todo en una poca en
que todava no surcaban los barcos de vapor el curso del ro, resultaba muy difcil encontrar
medios de transporte rpidos y seguros. No haba un servicio regular de embarcaciones y la
mayor parte del tiempo el viajero se vea precisado a caminar por entre las selvas. As lo
haba hecho y deba haber continuado hacindolo Torres y result para l una inesperada
fortuna poder tomar pasaje a bordo de la jangada.
Desde que Benito refiriera en qu circunstancias encontr a Torres, la presentacin haba
quedado hecha, pudindose considerar a ste como un pasajero a bordo de un transatlntico,
que est libre de tomar parte en la vida comn, si esto le convena y libre de vivir aparte, si
su carcter era algn tanto insociable.
Se advirti claramente, por lo menos durante las primeras jornadas, que Torres no buscaba
la intimidad con la familia Garral. Se mantena encerrado en una gran reserva; responda
cuando se le diriga la palabra, pero no suscitaba ninguna conversacin.
Si pareca tener preferencia y manifestarse ms expansivo con alguno, era con Fragoso.
No deba a este alegre compaero la idea de tomar pasaje en el tren de maderos? En alguna
ocasin le preguntaba sobre la situacin de la familia Garral y de los sentimientos de la
joven respecto a Manuel Valds; pero cuando no se paseaba solo en la parte delantera de la
jangada, permaneca en su camarote.
En cuanto a los desayunos y comidas, participaba de ellos en unin de Juan Garral y de su
familia y tomaba muy escasa parte en la conversacin, retirndose en cuanto se terminaba
la comida.
Durante la madrugada, la jangada naveg por medio del pintoresco grupo de islas que
contiene el vasto territorio del Yavary.
Aquel importante tributario del Amazonas presenta, en la direccin del sudeste, un curso
que, desde su nacimiento hasta su desembocadura, no aparece sujeto por ningn islote. Esta
desembocadura mide cerca de tres mil pies de ancho y se abre a algunas millas en la parte
de arriba del sitio que ocup anteriormente la ciudad del mismo nombre y cuya propiedad
se disputaron espaoles y portugueses.
Hasta la maana del treinta de junio no sucedi en la navegacin nada digno de referirse.
Alguna vez se encontraban varias embarcaciones, que se deslizaban a lo largo de las orillas,
unidas las unas a las otras de tal modo, que un solo indgena bastaba para conducirlas todas.
Navegar de bubina, as dicen las gentes del pas para designar este gnero de navegacin, que
es decir navegar con confianza.
Se pasaron muy pronto la isla Arara, el archipilago de las islas Caldern, la isla Capiata
y otras muchas cuyos nombres no han llegado todava a conocimiento de los gegrafos. El

citado da treinta, el piloto indic a la derecha del ro la pequea poblacin de JurupariTapera, donde se hizo una parada de dos o tres horas.
Manuel y Benito fueron a cazar en las cercanas y trajeron alguna caza de pluma, que fue
muy bien recibida en la despensa. Al mismo tiempo, los dos jvenes haban cogido un
animal, del que un naturalista hubiera hecho ms caso que la cocinera de la jangada.
Era un cuadrpedo de color oscuro y que se
pareca algn tanto a un gran perro de
Terranova.
Un tamandua hormiguero! -grit Benito,
arrojndolo sobre el suelo de la jangada.
Y un soberbio ejemplar que hara muy
buen papel en la coleccin de un jardn
zoolgico -aadi Manuel.
Os ha costado mucho trabajo apoderaros
de este curioso animal? -pregunt Minha.
S, hermanita; y t no estabas all para
solicitar su gracia. En verdad que estos osos
tienen la piel muy dura y se han necesitado
hasta tres balas para tumbarlo.
Aquel tamandua era magnfico, con su
larga cola mezclada de cerdas grises, su
hocico en punta, que mete en los
hormigueros, cuyos insectos forman su
principal alimento; sus largas patas delgadas,
armadas de uas agudas, de cinco pulgadas
de largo y que pueden cerrarse como los
dedos de una mano. Mas qu mano hay
como la de este tamandua? Cuando agarra
alguna cosa, hay que cortarla para que suelte
la presa. Con respecto a este punto, ha dicho
muy bien el viajero Emilio Carrey que el mismo jaguar perece entre un apretn de ellos.
La jangada lleg al pie de San Pablo de Olivenxa el da dos de julio por la maana,
despus de haberse deslizado por medio de numerosas islas, que en todas las estaciones estn
cubiertas de verde y sombreadas de rboles magnficos y cuyos nombres principales son:
Junipari, Rita, Maracaratena y Cururu-Lapo. Muchas veces tambin haba tenido que costear
las bocas de algunos igaraps o pequeos afluentes de aguas negras.
La coloracin de estas aguas es un fenmeno bastante curioso y que pertenece en
propiedad a cierto nmero de tributarios del Amazonas, cualquiera que sea su importancia.
Manuel hizo notar lo oscuro de su color, pues que se la distingua muy claramente en la
superficie de las blancas aguas del gran ro.
Se ha tratado de explicar esta coloracin de diferentes maneras -dijo-, pero no creo que
aun los ms sabios hayan llegado a hacerlo de un modo satisfactorio.
Estas aguas son verdaderamente negras, con un magnfico reflejo de oro -dijo la joven
Minha, mostrando las que rodeaban la jangada.
S -respondi Manuel- y ya Humboldt ha observado, como vos, mi querida Minha, este
curioso reflejo. Pero, mirando muy atentamente, se ve que es mas bien el color sepia el que
domina en toda esta coloracin.

Bueno! -exclam Benito. Un fenmeno sobre el cual no se han puesto de acuerdo todava
los sabios.
Quiz se podra, acerca de esto, pedir su parecer a los caimanes, a los delfines o a los
manates -hizo notar Fragoso-; porque precisamente las aguas negras son las que ellos buscan
para refocilarse.
Cierto que las buscan con especial inters. Mas, por qu? Sera muy dificultoso el decirlo.
En efecto, esta coloracin es debida a que las aguas contienen en disolucin el hidrgeno
carbonado, o bien a que pasan sobre lechos de turba y a travs de capas de hulla y de
antracita, o debe atribuirse a la enorme cantidad de pequeas plantas que arrastran? Nada
hay de cierto desde este punto de vista[1].
[1] Numerosas observaciones hechas por viajeros modernos estn en desacuerdo con la de Humboldt.

En todo caso, son excelentes para beber, de una frescura envidiable en este clima y sin
mal gusto. Tomad un poco de esta agua y bebedla; no hay peligro en ello.
El agua, en efecto, estaba limpia y fresca.
Podra remplazar ventajosamente a las aguas
de mesa empleadas en Europa. Se recogieron
algunos frascos para uso de la repostera.
Ya se ha dicho que en la maana del da
dos la jangada haba llegado a San Pablo de
Olivenza, donde se fabrican por millares esos
largos rosarios, cuyas cuentas estn formadas
de cscaras de coco de piassabas. Esto es all
el objeto de un comercio bastante continuo.
Quiz parecer singular que los antiguos
dominadores del pas, los tupinambas y los
tupiniquis, hayan llegado a tener como
principal ocupacin la confeccin de
aquellos objetos del culto catlico. Mas,
despus de todo, por qu no? Estos indios
ya no son los indios de otro tiempo. En lugar
de ir vestidos con el traje nacional, con su
frontal de plumas, su arco y cerbatana, no
han adoptado el traje americano, el pantaln
blanco, amn del poncho de algodn tejido
por sus mujeres, que han llegado a hacerse
sumamente hbiles en esta clase de trabajo?
San Pablo de Olivenza, poblacin de
bastante importancia, no cuenta menos de
dos mil habitantes, procedentes de todas las tribus inmediatas. Al presente, es la capital del
Alto Amazonas y principi por no ser ms que una simple misin, fundada por los carmelitas
portugueses hacia el ao 1692 y continuada por los jesuitas.
En su principio este era el pas de los omaguas, cuyo nombre significaba cabezas planas.
Este nombre les vena de la brbara costumbre que tenan las madres indgenas de apretar
la cabeza de los recin nacidos entre dos tablas a fin de formarles un crneo oblongo, que
era muy a la moda. Pero como todas las modas, aqulla tambin ha cambiado; las cabezas
han vuelto a tomar su forma natural y ya no se encuentra ninguna seal de la deformidad
antigua en el crneo de aquellos fabricantes de rosarios.

Toda la familia, a excepcin de Juan Garral, salt a tierra. Torres se qued tambin a
bordo y no manifest deseo de visitar a San Pablo de Olivenza, que, sin embargo, pareca no
conocer.
Decididamente, hay que confesar que si este aventurero era taciturno, no resultaba pecar
de curioso.
Benito pudo hacer fcilmente bastantes cambios para completar el cargamento de la
jangada. Su familia y l obtuvieron una excelente acogida de las principales autoridades
de la poblacin, del comandante de la plaza y del jefe de Aduanas, cuyos cargos no les
estorbaban para dedicarse al comercio. Al mismo tiempo, confiaron al joven negociante
algunos productos del pas, que deban ser vendidos por cuenta de ellos ya en Manaos o en
Belem.
La poblacin se compona de unas sesenta casas, edificadas sobre una meseta que coronaba
el ribazo del ro en aquel lugar. Algunas de aquellas cabaas estaban cubiertas de tejas, lo
cual es bastante raro en aquellas comarcas; pero, en cambio, la modesta iglesia, dedicada a
San Pedro y San Pablo, tena por todo abrigo un techo de paja, ms propio de un establo que
de un lugar consagrado al culto en un pas de los ms catlicos del mundo.
El comandante, su teniente y el jefe de polica, aceptaron la invitacin de ir a comer con
la familia y fueron recibidos por Juan Garral con las consideraciones debidas a su rango.
Durante la comida, Torres se manifest ms hablador que de costumbre y cont algunas
de sus excursiones al interior de Brasil, como hombre conocedor del pas.
Pero, hablando de sus viajes, Torres no se descuid de preguntar al comandante si conoca
Manaos; si su colega se hallaba en su puesto en aquel entonces; si el juez letrado, el primer
magistrado de la provincia, tena la costumbre de ausentarse en aquella poca de la estacin
calurosa. Al hacer Torres esta serie de preguntas, pareca que miraba por lo bajo a Juan
Garral. Esto fue bastante claro para que Benito lo observase, no sin alguna extraeza, e hizo
esta observacin mientras que su padre escuchaba muy particularmente las preguntas tan
raras que formulaba Torres.
El comandante de San Pablo de Olivenza asegur al aventurero que entonces no se
hallaban ausentes las autoridades de Manaos y encarg al mismo tiempo a Juan Garral que
les hiciera presentes sus respetos.
Segn todas las probabilidades, la jangada llegara ante aquella ciudad en siete semanas
como mximo. Es decir, del 20 al 25 de agosto.
Cercano ya el anochecer, los huspedes del hacendado se despidieron de la familia y al da
siguiente, que era el 3 de julio, la jangada continu deslizndose, siguiendo el curso del ro.
A medioda fue dejada a la izquierda la desembocadura del Yacursapa. Este tributario es
en realidad un simple canal, puesto que sus aguas van a caer en el Iza, que es tambin un
afluente ms de la orilla izquierda del Amazonas. Es de sealar que por un curioso fenmeno,
en varios sitios, es el Amazonas el que alimenta a sus propios afluentes.
Unas tres horas despus de medioda, la jangada pas la desembocadura del Jandiatube,
que trae del Sudoeste sus magnficas aguas negras vertindolas en la gran arteria por una
boca de cuatrocientos metros, luego que ha regado los territorios de los indios culinos.
Se costearon ms adelante numerosas islas. Pimaticaira, Caturia, Chico, Motachina; unas
habitadas y otras desiertas; pero todas cubiertas de una magnfica vegetacin, que forma
como una interminable guirnalda de verdor de un extremo a otro del Amazonas.

Captulo XV
Ro abajo siempre

E ra la tarde del 15 de julio. La atmsfera, pesada desde la vspera, anunciaba la proximidad

de algunas borrascas. Grandes y rojizos murcilagos cruzaban, batiendo sus alas, la corriente
del Amazonas. Entre ellos podan verse los perros voladores, de color oscuro y claro por el
vientre y por las cuales Minha y la joven mulata experimentaban instintiva repulsin.
Los tales murcilagos eran horribles vampiros que chupan la sangre de los animales y
tambin suelen atacar al hombre que imprudentemente se queda dormido por los campos.
Qu animales tan feos! -exclam Lina, una vez, cerrando los ojos. Me causan horror!
Y que son bastante temibles -aadi la joven Minha. No es cierto, Manuel?
Muy temibles, en efecto -respondi el joven. Esos vampiros poseen un instinto particular
que los gua a picar en los sitos donde la sangre puede correr con facilidad y principalmente,
detrs de la oreja. Durante la operacin, baten continuamente las alas, provocando as una
agradable frescura, que hace ms profundo el sueo del que se duerme. Se afirma que ha
habido personas que, sometidas inconscientemente a esta hemorragia de muchas horas, no
han vuelto a despertar.
No sigis contando semejantes historias, Manuel -dijo Yaquita-, si no, ni Minha ni Lina se
van a atrever a dormir esta noche.
No temis nada! -asegur Manuel. Si fuese necesario, nosotros velaramos su sueo.
Silencio! -dijo Benito.
Qu hay, pues? -pregunt Manuel.
No os un ruido especial por esta parte? -contest Benito sealando la orilla derecha.
En efecto -dijo Yaquita.
De dnde procede tal rumor? -pregunt Minha. Se dira que lo producen guijarros que
ruedan sobre la playa de las islas.
Hum! Ya s lo que es -respondi Benito. Maana, al romper el da, habr festn para los
que les gustan los huevos de tortuga y las pequeas tortugas frescas.
No se haba engaado. Aquel ruido era causado por innumerables tortugas de todos
tamaos a quienes la operacin de la puesta atraa hacia las islas.
En la arena de las playas es donde estos anfibios van a elegir el sitio conveniente para
depositar sus huevos.
La operacin principia cuando se pone el sol, terminando con la llegada de la aurora.
Ya en aquel momento la tortuga jefe haba salido del ro para reconocer un sitio favorable.
Las otras, reunidas por millares, se ocupaban en cavar con sus patas delanteras una zanja de
ciento setenta metros de longitud, tres y medio de ancho y casi dos de profundidad; despus
de haber enterrado sus huevos ya no les quedaba ms que hacer que recubrirlos con una
capa de arena que golpeaban con sus conchas hasta que formaba un montn.
Esta operacin de la puesta es un gran negocio para los indios ribereos del Amazonas.
Aguardan la llegada de tales anfibios y se lanzan a la extraccin de los huevos al son del
tambor y la recoleccin se divide en tres partes: una pertenece a los ancianos, otra a los
indios y la tercera al Estado, representado por los capitanes de playa, que sirven, al mismo
tiempo que de policas, de recaudadores de derechos. A ciertas playas a las cuales el descenso
de las aguas deja al descubierto y que tienen el privilegio de atraer el nmero ms grande de
tortugas, se les ha dado el nombre de playas reales. Cuando la recoleccin se ha terminado, se
festeja por los indios, que se entregan al juego, a la danza y a las libaciones y que tambin es

una fiesta para los caimanes del ro, que celebran un banquete con los despojos de aquellos
anfibios.
Las tortugas y sus huevos son, pues, objeto de un comercio bastante considerable en toda
la cuenca del Amazonas. Sucede con algunas que se las vuelve de espalda cuando regresan
de la postura, bien para conservarlas en criaderos empalizados como los viveros de peces, o
bien para atarlas por los pies con una cuerda bastante larga, que les permite ir y venir sobre
la tierra, o bajo el agua. De este modo es posible tener carne fresca de aquellos animales tan
apetitosos.
Se procede de otra manera con las pequeas tortugas que acaban de salir del huevo. No
hay necesidad de guardarlas en criaderos ni de atarlas. Su concha es muy blanda todava y
su carne sumamente tierna y se comen lo mismo que las otras, despus de haberlas hecho
cocer. De este modo se consumen en considerables cantidades.
Sin embargo, aquel no es el uso ms general que se hace de los huevos de las tortugas de
las provincias del Amazonas y de Par. La fabricacin de la manteigna de tartaruga, es decir,
de la manteca de la tortuga, que puede compararse a los mejores productos de otros pases,
no consume cada ao menos de doscientos cincuenta a trescientos millones de huevos. Pero
las tortugas son innumerables en todos los ros de aquella cuenca y por eso son incalculables
las cantidades de huevos que depositan bajo la arena de las playas.
Todava, a causa del consumo que hacen, no solamente los indgenas, sino tambin las
zancudas de la costa, los urubus del aire y los caimanes del ro, su nmero se va aminorando,
por lo que cada tortuga pequea se paga actualmente a una pataca brasilea.
Al otro da, al rayar el alba, Benito, Fragoso y algunos indios, tomaron una de las piraguas
y se dirigieron a la playa de una de las grandes islas costeadas durante la noche. No fue
necesario que la jangada hiciese alto. Se sabra muy bien volver a ella.
Sobre la playa se vean pequeas protuberancias que indicaban el sitio donde, durante la
misma noche, haban sido depositados en la zanja los paquetes de huevos por grupos de
ciento sesenta a ciento ochenta. No se trataba de sacar aqullos; pero haca dos meses que se
haba verificado otra postura; los huevos se haban abierto por la accin del calor
reconcentrado en las arenas y ya algunos millares de tortugas pequeas corran por la playa.

Los expedicionarios hicieron, pues, buena


caza. La piragua se llen de aquellos
interesantes anfibios, que llegaron a punto
para la hora del desayuno.
El botn se reparti entre los pasajeros y el
personal de la jangada.
La maana del 7 de julio les encontr ante
San Jos de Matura, villa situada cerca de un
pequeo ro, lleno de altas hierbas y en cuyas
orillas supone la tradicin que han existido
indios con cola.
El 8 de julio fue divisada la aldea de San
Antonio, dos o tres casillas perdidas entre los
rboles y despus la desembocadura del Iza o
Putumayo, que mide novecientos metros de
ancho.
El Putumayo es uno de los ms importantes
tributarios del Amazonas. En aquel lugar, en
el siglo XVI, fueron fundadas, desde luego,
las misiones por los espaoles; despus
destruidas por los portugueses y al presente
ya no queda ninguna seal de ellas. Lo que s
se encuentra todava son representantes de
diversas tribus de indios, que se reconocen
fcilmente por la diversidad de sus tatuajes.
El Iza es un curso de agua que envan hacia el este las montaas de Pasto, al nordeste
de Quito, por medio de hermosos bosques de rboles silvestres de cacao. Navegable en su
trayecto de ms de ochocientos cincuenta kilmetros para los barcos de vapor que tengan
algo ms de metro y medio, debe ser un da uno de los principales caminos fluviales en el
oeste de Amrica.
Entretanto, el mal tiempo haba llegado. No se manifestaba por lluvias continuadas,
pero frecuentes tempestades turbaban ya la atmsfera. Estas variaciones no podan de
ninguna manera molestar a la jangada en su marcha, porque el viento no la atacaba y su
inmensa extensin la haca tambin insensible a la marejada del Amazonas; pero durante
aquellos chubascos torrenciales la familia de Garral se vea precisada a entrar en su casa,
donde procuraba ocupar aquellas horas de ocio. Entonces se platicaba, se comunicaban sus
observaciones y las lenguas no descansaban.
En aquellas circunstancias fue cuando Torres principi poco a poco a tomar una parte ms
activa en la conversacin. Las particularidades de sus diversos viajes en todo el norte de
Brasil le proporcionaban numerosos motivos de entretenimiento. Ciertamente, aquel hombre
haba visto mucho; pero sus observaciones eran de un escptico y a menudo zahera con
ellas los sentimientos de las honradas personas que le oan. Hay que decir tambin que
se manifestaba muy diligente respecto de Minha. Solamente que sus atenciones, por ms
que disgustaban a Manuel, no eran todava muy marcadas para que el joven creyera deber
intervenir. Por otra parte, la doncella experimentaba hacia Torres una repulsin instintiva,
que no procuraba ocultar.

La desembocadura del Tunantino apareci el 9 de julio en la orilla izquierda del ro,


formando una lnea de ciento doce metros, por la cual aquel afluente verta sus aguas negras,
que venan del Noroeste, despus de haber regado los territorios de los indios cacenas.
En aquel sitio el curso del Amazonas se ofrece bajo un aspecto verdaderamente grandioso;
pero su lecho est ms sembrado que nunca de islas y de islotes. Haca falta toda la destreza
del piloto para dirigirse por entre aquel archipilago yendo de una orilla a la otra, evitando
los bajos fondos, huyendo de los remolinos y sosteniendo imperturbable su direccin.
Cierto que hubiera podido tomar el Ahuaty-Paran, especie de canal natural, que se separa
del ro un poco ms arriba de la desembocadura de l y permite volver a entrar en el curso
principal de aguas ciento veinte millas ms lejos por el ro Zapura; pero si la parte ms ancha
de aquel furo mide ciento ciento cincuenta pies, la ms estrecha no cuenta ms que sesenta
y a duras penas hubiera podido pasar la jangada.
Para abreviar, diremos que, despus de haber tocado el 13 de julio la isla Capuro, luego de
haber admirado legiones de hermosos monos, de color blanco azufre y cara roja de cinabrio
que son insaciables aficionados a aquellas castaas que producen las palmeras, a las que
el ro debe su nombre, los pasajeros llegaron el 18 de julio ante la pequea poblacin de
Fonteboa.
En aquel paraje la jangada hizo una parada de doce horas para dar algn descanso a la
tripulacin.
Fonteboa, como la mayor parte de las aldeas misionales del Amazonas, no ha podido
evadirse de la caprichosa ley que las ha llevado durante un largo perodo de un paraje a otro.
Es probable, no obstante, que este lugarejo concluya con su existencia nmada y se haga
definitivamente sedentario. Tanto mejor para l, porque presenta una hermosa vista con su
treintena de casas cubiertas de follaje y su iglesia dedicada a Nuestra Seora de Guadalupe,
virgen negra de Mxico. Fonteboa cuenta un millar de habitantes, compuesto de los indios
de las dos orillas, que cran gran nmero de animales en las ricas campias de las cercanas,
no limitndose a esto su ocupacin, porque son tambin intrpidos cazadores, o, mejor dicho
audaces pescadores de manates.
Los jvenes pudieron asistir la misma tarde de su llegada a una interesantsima expedicin
de aquel gnero.
Dos de aquellos cetceos herbvoros acababan de verse entre las aguas negras del ro
Cayaratu, que se echa en Fonteboa. Se vean seis puntos oscuros moverse en la superficie.
Eran los dos morros y las cuatro aletas de los manates.
Los pescadores, poco prcticos, hubieran tomado, desde luego, aquellos puntos movibles
por algunos objetos perdidos que arrastraba la corriente; pero los indgenas de Fonteboa no
podan sufrir error. Adems, muy pronto, los ruidosos resoplidos indicaron que los animales
arrojaban a raudales y con gran fuerza el aire innecesario a las necesidades de su respiracin.
Dos ubas, llevando cada una tres pescadores, se separaron de la ribera y se aproximaron a
los manates, que emprendieron inmediatamente la fuga. Los puntos oscuros trazaron, desde
luego, un largo surco en la superficie del agua y luego desaparecieron a la vez.
Los pescadores continuaron avanzando prudentemente. Uno de ellos, armado de un arpn
bastante primitivo -un clavo largo, puesto en la punta de un palo- estaba de pie sobre la
piragua, mientras que los otros dos remaban sin hacer ruido. Esperaban que la necesidad
de respirar hiciese a los manates ponerse a tiro. Diez minutos todo lo ms y estos animales
reapareceran indudablemente.
En efecto, poco ms o menos de aquel tiempo haba pasado, cuando los puntos negros
aparecieron a poca distancia y dos chorros de agua, mezclados de vapores, fueron
ruidosamente lanzados.

Las ubas se aproximaron y los arpones se arrojaron a un mismo tiempo; uno de ellos err el
golpe, pero el otro hiri a uno de los cetceos a la altura de su vrtebra.
No se necesit ms para aturdir al animal,
que est poco dispuesto a defenderse cuando
se siente tocado por el hierro de un arpn. La
cuerda le condujo a tirones cerca de la uba, y
se le remolc hasta la playa al pie de la
aldeita.
Era aqul un manat de pequeo tamao,
porque apenas tendra un metro de largo. Se
ha perseguido tanto a aquellos pobres
cetceos, que principian a ser bastante raros
en las aguas del Amazonas y de sus afluentes
y se les deja tan poco tiempo para crecer, que
los gigantes de la especie no exceden hoy por
dos metros. Qu son stos comparados con
aquellos manates de tres y cuatro metros de
largo, que abundan todava en los lagos y los
ros del frica!
Pero sera muy difcil impedir aquella
destruccin. En efecto, la carne del manat es
excelente y muy superior a la del cerdo y el
aceite que proporciona su grasa es un
producto de un positivo valor. Aquella carne,
cuando est curada al humo o al aire, se
conserva largo tiempo y proporciona una
sana alimentacin. Si se aade a esto que el
animal es de una captura relativamente fcil, no admirar que la especie tienda a su
completa desaparicin.
En el da, un manat en su completo desarrollo, que produzca dos barriles de aceite que
pesen ciento veinticuatro libras, no da ms que cuatro arrobas espaolas, equivalentes a un
quintal.
El 19 de julio, al apuntar el sol, el tren de maderos abandon Fonteboa y se dej llevar
entre las dos orillas del ro, completamente desiertas, a lo largo de las islas sombreadas de
bosques de rboles del cacao, que producan el mejor efecto. El cielo apareca siempre muy
cargado de grandes nubes hinchadas, que hacan presentir nuevas tempestades.
El ro Juru, que viene del sudeste, se separa muy pronto de los ribazos de la izquierda.
Subiendo por l, una embarcacin podra internarse hasta Per sin encontrar obstculos
insuperables por entre sus aguas blancas, que alimentan un gran nmero de subafluentes.
Aqu es, tal vez, en estos territorios -dijo Manuel-, donde debiera buscarse a los
descendientes de aquellas mujeres guerreras que tanto maravillaron a Orellana. Pero debe
decirse que, a ejemplo de sus mayores, nunca han formado tribu aparte. Son simplemente
mujeres que acompaan a sus maridos al combate y stas, entre los jurus, gozan de una
gran reputacin de valientes.
La jangada sigui bajando. Mas qu laberinto presentaba entonces el Amazonas! El ro
Yupur, cuya desembocadura va a abrirse a ochenta kilmetros ms lejos y que es uno de
sus ms grandes afluentes, corra casi paralelo a l.

Entre ambos haba canales, lagunas, lagos formados en las crecidas, una complicada red
que haca bien difcil establecer la hidrografa de aquella comarca.
Pero aunque Araujo no tena mapa para guiarse, su experiencia le serva ms seguramente
y era una maravilla verle desenvolverse en aquel caos sin extraviarse nunca fuera del gran
ro.
En suma, todo fue tan bien, que el 25 de julio, despus del medioda y luego de haber
pasado delante de la aldea de Parani-Tapera, la jangada pudo fondear en la entrada del lago
de Ega o Teff, en el cual resultaba intil internarse, porque hubiera sido menester salir de
l para volver a tomar el rumbo por el Amazonas
Ega era lo bastante importante para merecer que se hiciese un alto en la marcha y se
visitase la poblacin. Se convino, pues, que la jangada permanecera en aquel sitio hasta el
2 de julio y que en la maana siguiente la piragua conducira toda la familia a Ega.
Esto aportara un descanso que iba a sentar muy bien al laborioso personal del tren de
troncos.
Durante la noche fue, pues, amarrada la jangada en las cercanas de una costa bastante
elevada. Nada vino a turbar la tranquilidad. Slo algunos relmpagos inflamaron el
horizonte; pero procedan de una tempestad lejana, que no se hizo sentir a la entrada del
lago.

Captulo XVI
Ega

E l 26 de julio, a las seis de la maana Yaquita, Minha y Lina, en compaa de los dos

jvenes, se prepararon a dejar la jangada.


Garral, que hasta entonces nunca haba manifestado deseo de bajar a tierra, se determin
a hacerlo esta vez, a ruegos de su mujer y de su hija, abandonando su absorbente trabajo
cotidiano, para unirse a la excursin.
En cambio, Torres no manifest deseos de visitar Ega, cosa sta que caus gran satisfaccin
a Manuel, quien experimentaba verdadera aversin por aquel hombre y slo esperaba una
ocasin para poder manifestrselo.
A Fragoso, que no poda tener para ir a Ega los mismos motivos que le haban llevado a
Tabatinga, no le faltaban razones para querer ser de la partida, si bien Tabatinga era lugar
de poca importancia al lado de la pequea ciudad de Ega.
Esta es una cabeza de partido, de mil quinientos habitantes, donde residen todas las
autoridades que necesita la administracin de una ciudad, es decir: comandante militar, jefe
de polica, juez de paz y juez letrado, de instruccin primario y soldados, a las rdenes de
oficiales de todas las graduaciones.
Por este motivo donde existan tantos funcionarios con sus mujeres y sus hijos ya se puede
suponer que no faltaran los barberos peluqueros. Por lo tanto. Fragoso no hubiera hecho
negocio.
As, pues, no fue de la partida, a pesar de que Lina acompaaba a su joven ama; pero esto
se debi a que en el momento de salir de la jangada se resign a quedarse en ella a ruegos
de la propia mulata.
Seor Fragoso -le dijo, llamndole aparte.
Seorita Lina -contest Fragoso.
Me figuro que vuestro amigo Torres no tiene intencin de acompaarnos a Ega.
Desde luego, creo que se queda a bordo, seorita Lina; pero os agradecera que no le
llamaseis amigo mo.
No obstante, vos le habis excitado a pedirnos hospedaje antes de que l hubiese
manifestado la intencin de hacerlo.
S y aquel da, si he de manifestaros mi sentir, creo que comet una tontera.
Y bien, si os he de decir yo el mo, ese hombre no me agrada ni pizca, seor Fragoso.
No me agrada a m mucho ms, seorita Lina y tengo, adems, como una idea de haberle
visto ya en alguna parte. Pero el vagusimo recuerdo que me ha dejado se concentra en un
solo punto: en que la impresin que me causa est muy lejos de ser buena.
En qu lugar y en qu poca habis encontrado a Torres? No lo podis recordar? Quiz
no sera intil saber lo que es y lo que ha sido.
Es intil, busco Hace mucho tiempo? En qu pas? En qu circunstancias? No
recuerdo nada.
Seor Fragoso
Seorita
Deberais permanecer a bordo a fin de vigilar a Torres durante nuestra ausencia.
Qu! -exclam Fragoso. No os acompaar a Ega y tengo que quedarme todo un da
sin veros?
Os lo pido.

Es una orden?
No, una splica.
Bien, como vos gustis.
Cunto os lo agradezco!
Agradecdmelo con un buen apretn de manos. Que bien lo vale!
Lina tendi la mano al bravo mozo, que la retuvo algunos instantes, contemplando el bello
rostro de la joven.
He aqu por qu Fragoso no tom sitio en la piragua y se convirti sin pesar en el espa de
Torres. Adverta ste los sentimientos de repulsin que inspiraba a todos? Quiz; pero, sin
duda, tambin l tena sus razones particulares para no hacer caso de ellos.
Una distancia de veinticinco kilmetros separaba el sitio del fondeadero de la ciudad
de Ega. Ocho leguas de ida y vuelta en una piragua, que contena seis personas y dos
negros para remar, era un trayecto que exiga algunas horas para recorrerlo, sin contar la
molestia ocasionada por aquella alta temperatura, aunque el cielo estaba velado por ligeras
nubecillas.
Mas, por fortuna, soplaba una magnfica brisa del Nordeste; es decir, que, si se mantena
de aquel lado, sera muy favorable para navegar en el lago Teff. Se poda ir y volver a Ega
muy aprisa sin tener que correr bordadas.
La vela latina fue izada en el mstil de la piragua. Benito tom la barra del timn y se
apartaron de la jangada despus que con una seal Lina hubo recomendado a Fragoso que
cumpliese bien su encargo.
Bastaba seguir el litoral sur del lago para llegar a Ega. Dos horas despus la piragua
arrib al puerto de aquella antigua misin, fundada en otro tiempo por los carmelitas, que
lleg a ser una ciudad en 1759 y que el general Gama hizo definitivamente entrar bajo la
dominacin brasilea.
Los viajeros desembarcaron en una playa llana cerca de la que llegaban a varar, no
solamente las embarcaciones del pas, sino tambin algunas de esas pequeas goletas que
hacen el servicio de cabotaje en el litoral del Atlntico.

La entrada en Ega result, por supuesto,


para las jvenes, un motivo de admiracin
Qu ciudad tan grande! -exclam Minha.
Qu de casas! Qu de gente! -exclam
Lina, cuyos ojos se hacan ms grandes
todava para poder ver mejor.
Qu maravilla! -respondi Benito,
rindose. Ms de mil quinientos habitantes;
por lo menos, doscientas casas, muchas de
las cuales slo tienen un solo piso y dos o tres
calles, verdaderas calles, que las separan.
Manuel
querido!
-dijo
Minha.
Defendednos contra mi hermano! Se burla
de nosotras porque l ha visitado ms
hermosas ciudades en la provincia del
Amazonas y de Par.
Pues bien, que se burle -aadi Yaquita-,
porque confieso que nunca he visto nada
semejante.
Entonces, prevenios, madre y hermanita
mas -replic Benito- porque vais a caer en
xtasis cuando estis en Manaos y a
desvaneceros cuando lleguis a Belem.
No temis nada -respondi, sonrindose,
Manuel. Estas seoras irn preparndose poco a poco para las grandes admiraciones,
visitando las primeras ciudades del Alto Amazonas.
Cmo! Vos tambin, Manuel, hablis como mi hermano? Os burlis? -dijo Minha.
No, Minha Os juro
Dejad rer a estos seores -respondi Lina- y miremos bien, mi querida ama, porque todo
esto es muy hermoso!
Muy hermoso! Y era una aglomeracin de casas edificadas con tierra y blanqueadas
con cal; la mayor parte cubiertas de blago o de hojas de palmera; algunas otras, es verdad,
construidas de piedra o de madera, con balconadas, puertas y postigos pintados de un verde
seco y puestas en medio de un pequeo vergel lleno de naranjos en flor. Adems, haba dos o
tres edificios civiles, un cuartel y una iglesia dedicada a Santa Teresa y que era una catedral
al lado de la modesta capilla de Iquitos.
Despus, volviendo hacia el lago, quedaba sorprendida la vista ante un magnfico
panorama, encuadrado en una orla de cocoteros y de asais, que terminaba en las primeras
aguas de la sabana lquida y ms all, a tres leguas de la otra orilla, la pintoresca aldea de
Nogueira mostraba sus lindas casitas, perdidas entre la espesura de los viejos olivares de su
playa.
Pero an haba otro motivo de admiracin para aquellas dos jvenes; admiracin, desde
luego, completamente femenina. Tal fue la vista de las modas de las elegantes eganienses
no vestidas con el traje bastante antiguo de las indgenas del bello sexo, ornagas o murs,
convertidas, sino con el traje de las verdaderas brasileas. S, las mujeres y las hijas de los
funcionarios y de los principales negociantes de la ciudad llevan presuntuosamente los trajes
y tocados parisienses un tanto atrasados; y esto a tres mil kilmetros de Par, que est a su
vez a muchos miles de kilmetros de Pars.

Pero ved; mirad, ama, estas hermosas seoras con sus bellos trajes.
Lina va a volverse loca -dijo Benito.
Estos trajes
Mi querida Minha -dijo Manuel-, con vuestro sencillo vestido de percal y vuestro
sombrero de paja, creedlo, estis mucho mejor vestida que todas estas brasileas con esas
gorras y esas basquias de volantes, que no son ni de su pas ni de su raza.
Si yo os agrado as -respondi la joven-, nada tengo que envidiar a nadie.
Pero, en fin, se haba venido para ver; recorrieron las calles que tenan ms puestecillos
que almacenes; se pasearon por la plaza, punto de reunin de los elegantes y de las elegantes,
que se ahogaban de calor bajo sus vestidos europeos y tambin se almorz en una fonda,
que apenas era una taberna, cuya minuta hizo echar de menos de una manera sensible la
excelente cocina de la jangada.
Luego de la comida, en la cual figur nicamente la carne de tortuga, aderezada de varios
modos, la familia Garral fue por ltima vez a admirar las orillas del lago, que el sol poniente
doraba con sus rayos. En seguida volvi a tomar la piragua, algo desilusionada quiz de las
magnificencias de una ciudad que se visitaba en una hora y un poco fatigada tambin de
su paseo por aquellas calles tan calurosas y que no valan lo que los sombros senderos de
Iquitos. Esto se extenda hasta la curiosa Lina, cuyo entusiasmo se haba disminuido un poco.
Cada uno ocup su sitio en la piragua. El viento se haba mantenido del nordeste y
refrescado con la tarde. Fue izada la vela. Se volvi a tomar el rumbo de la maana sobre
aquel lago alimentado por las aguas negras del ro Teff, que, segn los indios, es navegable
hacia el sudeste por espacio de cuarenta das de marcha. A las ocho de la noche la piragua
tocaba el costado de la jangada.
En cuanto Lina pudo ver a Fragoso a solas, le pregunt:
Habis advertido alguna cosa sospechosa, seor Fragoso?
Nada, seorita -respondi Fragoso. Torres no ha salido de su camarote, donde ha estado
leyendo y escribiendo.
Y no ha entrado en la habitacin o en el comedor, como yo tema?
No, todo el tiempo que ha estado fuera de su camarote se ha estado paseando en la
delantera de la jangada.
Y qu haca?
Tena en la mano un papel viejo, que pareca consultar con mucha atencin y murmuraba
yo no s qu palabras incomprensibles.
Todo esto no es, quiz, tan indiferente como vos creis, seor Fragoso. Esas lecturas, esas
escrituras, esos papeles viejos, todo puede tener su inters.
Pero es que ese lector y ese escribiente no es ni un profesor ni un abogado.
Tenis mucha razn, pero vigilad a pesar de todo, amigo Fragoso.
No dejar de hacerlo, seorita Lina -respondi el barbero.
El 27 de julio, al amanecer, Benito dio al piloto la orden de marchar.
Se vio por un momento, a travs del espacio que dejan las islas que salen de la baha
de Arenapo, la desembocadura del Yapur, de mil ochocientos metros de ancho. Ese gran
afluente se vierte en el Amazonas por ocho bocas, como si se vertiera en un ocano o en
un golfo. Pero sus aguas vienen de muy lejos, pues son las montaas de la Repblica del
Ecuador las que las envan en un curso que las cascadas detienen a mil doscientos cincuenta
kilmetros de su confluencia.

Todo aquel da se invirti en bajar hasta la isla Yapur, desde la cual el ro, menos
obstruido, volva ms fcil la marcha. La corriente, en suma, poco rpida, por otra parte,
evita fcilmente aquellos islotes y no hubo nunca ni choques ni varadas.
Al otro da la jangada coste algunas playas, formadas por altos montecillos muy
escabrosos, que resguardaban unos pastos inmensos, en los cuales se podran criar y
mantener todos los animales de Europa. Aquellas playas estn consideradas como las ms
abundantes en tortugas que existen en toda la cuenca del Amazonas.
El 29 de julio, por la tarde, se amarr slidamente a la isla de Catua, a fin de pasar la
noche, que anunciaba ser muy oscura.
En esta isla, e nterin que el sol estuvo en el horizonte, apareci una reunin de indios
muras, resto de aquella antigua y poderosa tribu que ocup en otro tiempo ms de
seiscientos kilmetros en las riberas del ro, entre el Teff y el Madeira.
Aquellos indgenas iban y venan,
observando el tren flotante, inmvil en
aquellos momentos. Deban sumar un
centenar e iban armados de cerbatanas
hechas con una caa especial en aquellos
parajes, que, refuerzan exteriormente con
una especie de estuche formado con las
ramas de un palmero enano, cuya mdula
quitan.
Juan Garral dej por un momento el
trabajo que absorba todo su tiempo para
recomendar la vigilancia y no provocar
ninguna cuestin con los indgenas. En
efecto, la partida no hubiera sido igual. Los
muras suelen tener una destreza notable para
arrojar, a una distancia hasta de trescientos
pasos, con sus cerbatanas, flechas que causan
heridas incurables.
Esas flechas estn sacadas de las hojas de la
palmera
coucourite,
emplumadas
con
algodn, de veinticinco a treinta centmetros
de largo, puntiagudas como una aguja y
envenenadas con el curare.
El curare o wourah, aquel licor que mata
callandito, como dicen los indgenas, est
preparado con el zumo de una especie de euforbia y el de un etrychnos bulboso, sin contar la
pasta de hormigas venenosa y los colmillos de serpiente, venenosa tambin, con que lo
mezclan.
En verdad -dijo Manuel-, que es un terrible veneno, que ataca directamente el sistema
nervioso, obrando sobre los centros que ejecutan los movimientos dependientes de la
voluntad. El corazn, empero, no es atacado y no cesa de latir hasta que se extinguen
los alientos vitales. Por tanto, contra aquel envenenamiento, que principia por el
entorpecimiento de los miembros, no hay remedio conocido [1].
[1] No lo haba entonces. Hoy se conoce el bromo y el cloro, entre otros medios, como antdotos de esa ponzoa.

Por fortuna, aquellos muras no hicieron demostraciones hostiles, aunque sienten odio
concentrado contra los blancos; verdad es que ya no poseen el valor de sus antepasados.
Al caer la noche, una flauta de cinco agujeros hizo or detrs de los rboles de la ribera
algunos trinos en tono menor. Otra flauta respondi. Este cambio de frases musicales dur
como dos o tres minutos y los muras desaparecieron.
Fragoso, en un rapto de buen humor, haba intentado responderles con una cancin de su
repertorio; pero Lina se encontraba all muy a tiempo para ponerle la mano en la boca e
impedirle manifestar sus pequeas dotes de cantor, que voluntariamente prodigaba.
El dos de agosto, a las tres de la tarde, la jangada lleg a veinte leguas de all a la entrada
de aquel lago Apoara, que alimenta con sus aguas negras el ro del mismo nombre y dos das
despus, a cosa de las cinco, se detuvo a la entrada del lago Coary.
Este lago es uno de los ms grandes que estn en comunicacin con el Amazonas y sirve
de depsito a varios ros. Cinco o seis afluentes se vierten, se estacionan y se mezclan y un
estrecho furo les conduce a la arteria principal.
Despus de haber entrevisto las alturas de la aldea de Tahua-Miri, edificada sobre estacas,
a manera de zancos, para preservarse de la inundacin que ocasionan las crecidas tan
frecuentes en aquellas playas bajas, la jangada amarr para pasar la noche.
El alto se hizo a la vista de la aldea de
Coary, compuesta de una docena de casas ya
muy atropelladas, construidas en medio de
plantaciones de naranjos y calabaceras. Nada
hay ms variable que el aspecto de esta
aldea, segn que, como consecuencia de la
crecida o descenso de las aguas, el lago
presenta una vasta extensin lquida o queda
reducido a un estrecho canal, que no tiene
bastante profundidad para comunicarse con
el Amazonas.
Al otro da por la maana, cinco de agosto,
se volvi a emprender la marcha, pasndose
por delante del canal de Yacura, que
pertenece a aquel sistema tan intrincado de
lagos y de furos del ro Zapura y al siguiente
da, tambin por la maana, se lleg a la
entrada del lago de Miana.
Ningn incidente notable ocurri en la vida
de a bordo, que se haca con una regularidad
metdica.
Fragoso, siempre excitado por Lina, no
cesaba de vigilar a Torres. Varias veces haba
ensayado el hacerle hablar acerca de su vida
pasada; pero el aventurero eluda toda
conversacin sobre este asunto y acab tambin por encerrarse en una extremada reserva
con el barbero.
En cuanto a sus relaciones con la familia Garral, eran siempre las mismas. Aunque hablaba
poco a Juan, se diriga con ms gusto a Yaquita y a su hija, sin manifestar que notaba la
evidente frialdad con que le reciban. Las dos se decan, por otra parte, que en llegando la
jangada a Manaos, Torres se marchara y no volveran a or hablar ms de l. Segua en esto

Yaquita los consejos del padre Passanha, que la exhortaba a tener paciencia; pero el buen
padre tena un poco ms de trabajo con Manuel, siempre dispuesto a volver seriamente a su
sitio al intruso tan fatalmente embarcado en la jangada.
El nico suceso que ocurri en aquella velada fue que una piragua que bajaba por el ro se
aproxim al costado de la jangada, atendiendo a una invitacin que le hizo Garral.
Vas a Manaos? -pregunt al indio que ocupaba la piragua.
S -respondi ste.
Cundo crees llegar all?
De aqu a ocho das.
Entonces, vas a llegar mucho antes que nosotros. Quieres encargarte de llevar una carta
a su destino? Es un favor que te agradecera mucho.
Bueno.
Toma entonces esta carta, amigo mo y llvala a Manaos.
El indio cogi la carta que le daba Juan Garral y tambin el puado de reis que ofreca
como pago de la comisin que iba a desempear.
Nadie de la familia tuvo conocimiento de este encargo, pues se hallaban en la casita. Slo
Torres fue testigo. Pudo or algunas palabras cambiadas entre Garral y el indio y por lo que
reflejaba su fisonoma, que pareci oscurecerse, era fcil de advertir que le causaba sorpresa
el envo de aquella carta.

Captulo XVII
Un ataque

A pesar de que Manuel nada deca a fin de no provocar ninguna escena violenta en la

jangada, finalmente decidi hablar con Benito acerca de Torres.


Benito -le dijo al tiempo que le llevaba hacia la parte delantera de la jangada-, tengo que
hablarte.
Al hermano de Minha, que sonrea segn su costumbre al mirar a Manuel, se le
ensombreci el rostro.
Ya s lo que es -contest. De Torres, no?
S, Benito.
Precisamente yo tambin me propona hablarte de l.
Has notado, pues, sus atenciones respecto de Minha? -dijo Manuel, palideciendo.
Eh! A ver si ser un sentimiento de celos el que te mueve contra semejante hombre?
-dijo vivamente Benito.
No, ciertamente -respondi Manuel. Dios me libre de hacer tal injuria a la joven que
va a ser mi esposa! No, Benito! Ella tiene horror a ese aventurero! Esto no tiene nada
que ver con el asunto de que se trata; pero me repugna ver a ese aventurero imponerse
continuamente con su presencia y su importunidad a tu madre y a tu hermana, procurando
introducirse en la intimidad de una familia que es ya la ma.
Manuel -respondi gravemente Benito-; participo de tu repulsin por ese dudoso
personaje y si no hubiese consultado ms que mis sentimientos ya habra arrojado a Torres
de la jangada. Mas no me he atrevido a hacerlo.
No te has atrevido? -repiti Manuel, tomando la mano de su amigo. Que no te has
atrevido?
Escchame, Manuel! -replic Benito. Te has fijado en Torres? Habrs notado su empeo
hacia mi hermana. Mas mientras veas esto no advertas que ese hombre que tanto nos
inquieta no perda de vista a mi padre, ni de cerca ni de lejos y que parece tener como un
ulterior pensamiento de odio al mirarle con obstinacin tan inexplicable.
Qu dices, Benito? Tendras motivos para pensar que Torres quiere mal a tu padre?
Ninguno Y no tengo motivo para creer nada -respondi Benito. Esto no es ms que un
presentimiento. Pero observa bien a Torres; estudia con cuidado su fisonoma, qu modo tan
silencioso tiene de sonrerse cuando mi padre se halla al alcance de su vista.
Y bien -exclam Manuel-, si esto es as, Benito, razn de ms para que se le expulse.
Razn de ms o de menos -dijo su amigo. Manuel, no se qu temo. Lo ignoro Pero
obligar a mi padre a despedir a Torres, esto puede ser imprudente. Te lo repito Tengo
miedo, sin que ningn hecho positivo me permita explicarme este temor.
Una especie de estremecimiento de clera agitaba a Benito cuando hablaba de este modo.
Entonces -dijo Manuel-, crees que debemos esperar?
S, esperar antes de tomar un partido; pero, sobre todo, estemos siempre en guardia!
Despus de todo -repuso Manuel-, dentro de veinte das habremos llegado a Manaos. All
es donde debe detenerse Torres. All, pues, nos dejar y nos veremos desembarazados de su
presencia para siempre. Hasta ese momento, no debemos perderle de vista!
Me has comprendido, Manuel?

S, te comprendo, Benito, o mejor dicho, hermano mo -replic Manuel-, aunque no


participo, aunque no llego a participar de tus temores. Qu lazo puede existir entre tu padre
y ese aventurero? Evidentemente, tu padre no lo ha visto nunca!
Yo no digo que mi padre conozca a Torres- respondi Benito-; pero s me parece que
Torres conoce a mi padre Qu haca aquel hombre en las cercanas de la hacienda,
cuando le encontramos en el bosque de Iquitos? Por qu rehus entonces la hospitalidad
que le ofrecimos, para arreglarse en seguida de modo que viniese a ser casi forzosamente
nuestro compaero de viaje? Llegamos a Tabatinga y l se encontraba all como si nos
estuviese esperando. Es la casualidad la que motiva estos encuentros, o es la consecuencia
de un plan preconcebido? Al advertir la mirada incierta a la vez que obstinada de Torres,
todo esto acude a mi mente. Lo ignoro Mas lo exacto es que me confundo entre estas
cosas inexplicables! Por qu tendra la idea de ofrecerle embarcarse en nuestra jangada?
Clmate, Benito, te lo ruego.
Manuel -exclam Benito, que pareca no poder contenerse-, creme que si no se tratara
ms que de m, no hubiera vacilado en arrojar de a bordo a ese hombre, que no inspira ms
que repulsin y disgusto. Pero si, en efecto, es de mi padre de quien se trata, temo ceder
a mis impulsos e ir contra mi objeto. Alguna cosa me dice que respecto de ese ser incierto
es peligroso obrar antes que una accin suya nos haya dado el derecho el derecho y el
deber En suma, aqu en la jangada le tenemos a nuestro alcance y vigilando los dos en
torno a mi padre no puede faltarnos ocasin, por ms seguro que sea su juego, de obligarle
a quitarse la mscara y a descubrirse. Esperemos, pues, todava.
La llegada de Torres a la delantera de la jangada interrumpi la conversacin de los dos
jvenes. Torres les mir de reojo, pero sin dirigirles la palabra.
Benito no se equivocaba al decir que los ojos del aventurero estaban fijos en la persona de
Juan Garral, siempre que no se crea observado.
No y tampoco se equivocaba al afirmar que el aspecto de Torres tornse ms siniestro al
mirar a su padre.
Por qu misterioso lazo uno de aquellos dos hombres, que era la nobleza misma, poda,
sin saberlo y esto estaba claro, hallarse unido al otro?
En tal situacin era, en verdad, muy difcil que Torres, constantemente vigilado por los dos
jvenes, adems de Lina y Fragoso, pudiese ejecutar un movimiento que no fuera en el acto
reprimido. Quiz l lo comprenda; pero, de todos modos, no lo manifestaba ni variaba en
nada su manera de ser.
Satisfechos de haberse explicado los dos jvenes, se prometieron vigilarlo con el mayor
disimulo posible y no hacer nada que llamase su atencin y le pusiera sobre aviso.
Durante los das siguientes, la jangada pas por la entrada de los furos Cmara, Aru
y Juripari, de la orilla derecha, cuyas aguas, en vez de verterse en el Amazonas, van a
alimentar el ro Purus y vuelven por ste al gran ro. El diez de agosto, a las cinco de la
tarde, se haca escala en la isla de los Cocos.
All haba un establecimiento de seringuaria. Este nombre es el de la fabricacin del caucho,
sacado de seringueira, rbol cuyo nombre cientfico es siphonia elstica.
Se dice que por abandono o por mala explotacin, el nmero de estos rboles disminuye
en la cuenca del Amazonas; pero los bosques de seringueiras son todava muy considerables
en las mrgenes del Madeira, del Purus y otros afluentes.
Haba all una veintena de indios recogiendo y preparando el caucho, operacin que se
ejecuta ms especialmente durante los meses de mayo a julio.

Despus de haber reconocido que los rboles, bien preparados por las crecidas del ro,
que los haban inundado hasta una altura de cerca de cuatro pies, se hallaban en buenas
condiciones para la recoleccin, los indios se ponan al trabajo.
En la albura del rbol, o sea debajo de la corteza, se hacan incisiones, colocando en la
parte inferior de ella pucheros pequeos, que a las veinticuatro horas estaban llenos de
un jugo lcteo, que tambin puede recogerse por medio de un bamb horadado y de un
recipiente colocado al pie del rbol.
A fin de impedir la separacin de las partculas resinosas que contiene este jugo, los indios
le someten a una fumigacin de fuego hecho con nuez de palmera asai. El jugo es expuesto
sobre una artesa de madera, que se agita en el humo y se produce casi instantneamente su
coagulacin, tomando un color gris amarillento y solidificndose. Las capas que se forman
sucesivamente se quitan de la artesa y se colocan al sol, donde todava se endurecen ms,
adquiriendo el color oscuro con que se le conoce.
Benito, encontrando la ocasin excelente,
compr a los indios toda la cantidad de
caucho que tenan almacenado en sus
cabaas, las cuales estn edificadas sobre
estacas. Como el precio que les pag era
justo, se quedaron muy satisfechos.
Cuatro das despus, el catorce de agosto,
la jangada pas por delante de las bocas del
Purus.
Este es todava uno de los grandes
tributarios de la derecha del Amazonas y
parece ofrecer ms de tres mil kilmetros de
curso navegable hasta para buques grandes.
Se engolfa en el sudeste y mide cerca de mil y
pico de kilmetros en su desembocadura.
Despus de haber corrido bajo la sombra de
los ficus tahuaris, palmeras nipas y cecropias,
entra por cinco brazos en el Amazonas[1].
[1] Este ro ha sido explorado en un trayecto de 3.600
kilmetros por Bates, sabio gegrafo ingls.

En este lugar el piloto Araujo poda


maniobrar con una gran facilidad. El curso
del ro estaba menos obstruido por las islas y,
por otra parte, la anchura de una orilla a la
otra poda calcularse en unos doce kilmetros por lo menos.
Tambin la corriente arrastraba tan uniformemente la jangada, que el dieciocho de agosto
se detuvo delante de la aldea de Jesquero para pasar la noche.
El sol estaba muy bajo en el horizonte y con esa rapidez peculiar de las bajas latitudes,
iba a caer casi perpendicularmente como un enorme blido. La noche iba a suceder al da
casi sin crepsculo, como esas noches de teatro, que se representan bajando rpidamente el
teln.
Juan Garral, su mujer, Lina y la vieja Cibeles estaban sentados delante de la habitacin.

Torres, despus de haber dado vueltas un instante en torno a Juan Garral, como si quisiera
hablarle particularmente, contrariado quiz por la llegada del padre Passanha, que vena a
dar las buenas tardes a la familia, volvi por fin a entrar en su camarote.
Los negros y los indios, tendidos a lo largo de los bordes, se mantenan en su puesto de
maniobra. Araujo, sentado en la delantera, estudiaba la corriente, cuyo hilo se prolongaba
en direccin rectilnea.
Manuel y Benito, con el ojo atento, pero hablando y fumando con un aire indiferente, se
paseaban por la parte central de la jangada, aguardando la hora del descanso.
De repente, Manuel detuvo a Benito, cogindole de la mano y le dijo:
Qu olor tan particular! Acaso me engao? No lo sientes t? Verdaderamente, se
dira
Se dira que es un olor de almizcle caliente -respondi Benito. Debe haber caimanes
dormidos en la playa vecina.
Menos mal que la naturaleza ha permitido sabiamente que se descubran de este modo!
S -contest Benito-; felizmente es as, porque estos animales son bastante temibles.
Generalmente, a la cada de la tarde, estos saurios gustan de tenderse sobre las playas,
donde se instalan cmodamente para pasar la noche. All, agazapados a la boca de los
agujeros donde entran retrocediendo, duermen con la boca abierta y la mandbula superior
levantada verticalmente a menos que no guarden o acechen alguna presa. Se precipitan para
cogerla, sea nadando bajo las aguas con su cola por nico motor, sea corriendo por las playas
con una rapidez a que el hombre no puede llegar; no es ms que un juego para estos anfibios.
All, en aquellas vastas playas es donde los caimanes nacen, viven y mueren, no sin haber
ejemplos de una extraordinaria longevidad. No solamente se conoce a los viejos, a los
centenarios, por el moho verdoso que cubre su caparazn y por las verrugas de que est
recamado, sino tambin por su ferocidad natural que se aumenta con la edad. As, conforme
haba dicho Benito, aquellos animales pueden ser temibles y conviene ponerse en guardia
contra sus ataques.
De pronto y en la parte delantera, se oyeron unos gritos:
Caimanes, caimanes!
Manuel y Benito se levantaron y miraron fijamente.
Tres gruesos saurios, de cinco a seis metros de largo, haban podido subir a la plataforma
de la jangada.
Los fusiles, los fusiles! -grit Benito, haciendo seal a los indios y a los negros de retirarse
hacia atrs.
Corramos a la casa! -indic Manuel. Es lo ms corto.
Y, en efecto, como no haba que pensar en luchar directamente, lo ms conveniente era
ponerse en salvo.
Esto se hizo en un instante. La familia Garral se haba refugiado en la casa, donde los dos
jvenes la siguieron. Los indios y los negros se haban retirado a sus camarotes y a sus casas.
En el momento de cerrar la puerta de la casa, dijo Manuel:
Y Minha?
No est all- respondi Lina, que llegaba corriendo del cuarto de su ama.
Gran Dios! Dnde est? -grit su madre.
Y todos empezaron a gritar a la vez;
Minha! Minha!
Nadie respondi.
Estar en la delantera de la jangada? -dijo Benito.

Minha! -grit Manuel.


Ambos jvenes. Fragoso y Juan Garral, no pensando en el peligro, se echaron fuera de la
casa a toda prisa con el fusil en la mano.
Apenas estuvieron fuera, cuando dos de los caimanes, dando media vuelta, se arrojaron
sobre ellos.
Una posta en la cabeza, cerca del ojo, disparada por Benito, detuvo a uno de los monstruos,
que, mortalmente herido, se revolvi entre violentas convulsiones y cay sobre el costado.
Pero ya el segundo estaba all, lanzado hacia delante y no haba medio de evitarle.
En efecto, el enorme caimn se haba precipitado al encuentro de Juan Garral y, despus
de haberle derribado de un coletazo, volva sobre l con las mandbulas abiertas.
En aquel instante Torres, lanzndose fuera
de su camarote con un hacha en la mano, dio
un golpe tan feliz, que el instrumento entr
en la mandbula del animal, quedndose
clavado en ella y sin poder sacarlo.
Cegado por la sangre, el caimn se arroj
de lado y, voluntariamente o no, cay y
desapareci en el ro
Minha! Minha! -gritaba continuamente
Manuel, que haba llegado corriendo a la
delantera de la jangada.
De pronto, apareci la joven. Se haba
refugiado en la cabaa de Araujo; pero esta
cabaa acababa de ser volcada por el
poderoso empuje del tercer caimn y a la
sazn Minha hua hacia la parte trasera,
perseguida por el caimn, que ya slo estaba
a seis pasos de ella.
La joven cay.
Una segunda bala disparada por Benito no
pudo detener al caimn.
No hizo ms que chocar contra el
caparazn, cuyas escamas volaron hechas
astillas, pero sin penetrar en la carne.
Manuel se lanz hacia la joven para
levantarla, llevrsela y arrancarla de una
muerte segura Un coletazo sacudido lateralmente por el animal le derrib.
Minha, desmayada, estaba perdida y ya la boca del animal se abra para destrozarla.
Entonces fue cuando Fragoso, saltando encima del monstruo, le clav un cuchillo hasta el
fondo de la garganta, a riesgo de quedar con el brazo cortado por las dos mandbulas, si se
hubieran cerrado bruscamente.

Fragoso pudo retirar su brazo a tiempo;


mas no pudo evitar el choque del caimn y
fue arrojado al ro, cuyas aguas se pusieron
rojas en un ancho espacio.
Fragoso! Fragoso! -grit Lina, que haba
cado arrodillada al borde de la jangada.
Un momento despus, Fragoso reapareca
en la superficie del Amazonas; estaba sano y
salvo.
Pero, con riesgo de su vida, haba salvado
la de la joven, que volva en s; y como de
todas las manos que le tendan Manuel
Yaquita, Minha y Lina, no saba a quin
corresponder, acab por apretar la de la
joven mulata.
Sin embargo, si Fragoso haba salvado a
Minha, tambin era cierto que Juan Garral
deba su vida a la oportuna intervencin de
Torres.
No era, pues, la vida del hacendado lo que
aquel aventurero quera. Ante aquel hecho
evidente bien se poda admitir esta
consecuencia.
Manuel interpel por lo bajo a Benito.
Es verdad -respondi Benito, confuso-; tienes razn y desde este punto de vista, es una
preocupacin menos que tenemos. Y, sin embargo, Manuel, mis sospechas subsisten siempre.
Se puede ser el peor enemigo de un hombre y, con todo, no desear su muerte.
Entretanto, Juan Garral se haba acercado a Torres.
Gracias, Torres! -le dijo, tendindole la mano.
El aventurero retrocedi algunos pasos, sin responder.
Torres -prosigui Garral. Siento que lleguis al final de vuestro viaje y que tengamos que
separarnos dentro de algunos das! Os debo
No me debis nada, Garral- le interrumpi Torres. Vuestra vida es, sobre todas, muy
preciosa para m. Pero, si lo permits, he reflexionado: en lugar de detenerme en Manaos,
llegar hasta Belem. Me permitiris ir con vos?
Garral contest con una sea afirmativa.
Al or la inesperada demanda, Benito, en un momento irreflexivo, estuvo a punto de
intervenir; pero Manuel le detuvo y su amigo, tras un esfuerzo muy violento, logr
dominarse.

Captulo XVIII
La comida de llegada

D espus de una noche que apenas fue suficiente para calmar tantas emociones, al otro da

se soltaron las amarras que unan la jangada a aquella playa de caimanes y se continu el
viaje. Antes de cinco das, de no ocurrir algn contratiempo, la jangada habra llegado al
puerto de Manaos.
Minha se haba ya restablecido del susto. Con los ojos y la sonrisa daba las gracias a todos
los que haban expuesto su vida por ella.
Lina, por su parte, pareca que se hallaba ms agradecida al valiente Fragoso que si la
hubiese salvado a ella misma.
Tarde o temprano os pagar lo que hicisteis, amigo Fragoso -le dijo sonriendo, al verle
por la maana.
Y cmo, seorita Lina?
Oh, demasiado lo sabis!
Entonces si es lo que yo s, que sea pronto y no tarde -respondi el simptico mozo.
Y desde aquel da qued convenido que la hermosa Lina era la prometida de Fragoso. Su
boda se efectuara al mismo tiempo que la de Minha y Manuel y que la pareja se quedara
en Belem con los hijos de Garral.
Todo est muy bien -repeta desde entonces Fragoso-; pero jams hubiera credo que Par
estuviese tan lejos.
En cuanto a Manuel y Benito, haban tenido una larga conversacin con motivo de los
sucesos ocurr dos. No poda haber medio de obtener que Juan Garral despidiese a su
salvador.
"Vuestra vida me es preciosa entre todas, haba dicho Torres.
Y esta respuesta hiperblica a la vez que enigmtica, que se le haba escapado a Torres,
Benito la haba odo, retenindola.
Interiormente, los dos jvenes no podan hacer nada. Ms que nunca estaban reducidos a
esperar y a esperar no cuatro o cinco das, sino siete u ocho semanas an; es decir, todo el
tiempo que tardara la jangada en bajar hasta Belem.
Existe en todo esto -deca Benito- un misterio que no acierto a comprender.
S, pero nosotros estamos seguros respecto de un particular -replicaba Manuel. La verdad
es, Benito, que Torres no quiere la vida de tu padre. Por lo dems, seguiremos vigilando.
Sin embargo, pareca que desde entonces Torres quiso mostrarse ms reservado. Ya no
trataba de imponerse de ningn modo a la familia y al mismo tiempo se manifestaba menos
asiduo respecto de Minha. Se verific, pues, una tregua en aquella situacin, cuya gravedad
conocan todos, excepto quiz Juan Garral.
En la tarde del mismo da se dej a la derecha del ro la isla Baroso, formada por un furo
de aquel nombre y el lago Manavori, que est alimentado por una serie confusa de pequeos
tributarios.
La noche se pas sin ningn incidente, aunque Garral haba recomendado que se vigilase
con gran cuidado.
Al otro da, veinte de agosto, el piloto, que tena que seguir siempre por la orilla derecha,
a causa de los caprichosos remolinos de la izquierda, se engolf entre los ribazos de la ribera
y las islas.

A la parte de all de este ribazo, el terreno estaba sembrado de lagos grandes y pequeos,
tales como el Caldern, el Huarandeina y algunos otros lagos de aguas negras. Aquel sistema
hidrogrfico indicaba la proximidad del ro Negro, el ms curioso de todos los afluentes del
Amazonas. Este, en realidad, tena an el nombre de Solimoes, que es el que lleva el gran
ro. Mas, despus de la desembocadura de ro Negro, toma el que le ha hecho clebre entre
todas las corrientes del mundo.
Durante aquel da, la jangada tuvo que navegar en condiciones bastante curiosas.
El brazo que segua el piloto entre la isla Caldern y la tierra resultaba muy angosto, por
ms que tuviese la apariencia de todo lo contrario. Se deba esto a que una gran parte de la
isla, poco elevada sobre el nivel ordinario del ro, estaba todava cubierta por las altas aguas
de la crecida.
En cada orilla haba espesas masas de bosquecillos y rboles gigantescos, que se elevaban
a cincuenta pies del suelo y que juntndose los de una orilla con los de la otra, formaban
una inmensa bveda.
Sobre la izquierda, nada ms pintoresco que aquel bosque inundado y que pareca estar
plantado en medio de un lago. Los troncos de los rboles surgan de un agua tranquila y
limpia, en la cual el entrelazado de sus ramas se reflejaba con una incomparable pureza.
Parecan estar colocados sobre un inmenso espejo, como esos arbustos en miniatura de
ciertos ramilletes de mesa, cuya reflexin no puede ser ms perfecta. La diferencia entre la
imagen y la realidad no habra podido establecerse. De doble tamao, terminados por arriba
y por abajo en un vasto parasol de verde follaje, parecan formar dos hemisferios y la jangada
poda figurarse que navegaba en el interior de uno de sus grandes crculos.
Era, en efecto, preciso dejar el tren de troncos, aventurarse bajo aquellas arcadas en las
cuales se rompa la ligera corriente del ro. No poda retrocederse. De aqu la necesidad de
maniobrar con una precisin extremada, a fin de evitar los choques contra la derecha y la
izquierda.
En aquello se mostr toda la habilidad del piloto Araujo, que fue, por otra parte,
hbilmente secundado por toda la tripulacin. Los rboles del bosque proporcionaban
slidos puntos de apoyo a los largos bicheros y se sostuvo as la direccin. El menor choque
que hubiera podido dar la jangada con cualquiera de sus costados habra producido la
demolicin completa de la enorme armadura y originando la prdida, si no del personal, por
lo menos del cargamento que conduca.
En verdad que esto es muy hermoso -dijo Minha- y que nos sera muy agradable caminar
siempre de tal manera, sobre un agua tan apacible y al abrigo de los rayos del sol.
Esto sera a la vez agradable y peligroso, querida Minha -respondi Manuel. En una
piragua no habra nada que temer caminando as. Pero para un gran tren de maderas vale
ms el curso libre y desembarazado de un ro.
Antes de dos horas habremos atravesado todo este bosque -prometi el piloto.
Miremos entonces bien -grit Lina-; todas estas bellas cosas pasan muy de prisa. Ah,
querida ama; ved esas manadas de monos que retozan en las altas ramas de los rboles y los
pjaros que se miran en esta agua tan pura!
Y las flores que se abren en la superficie -agreg Minha- y que la corriente mece como si
fuese una brisa.
Y esas largas ramas que estn caprichosamente tendidas de un rbol a otro -aadi la
joven mulata.
Y sin Fragoso al extremo de ellas -dijo el prometido de Lina- y que es, por lo tanto, una
bella flor que habis recogido all, en el bosque de Iquitos!

Oh, s, una bella flor, nica en el mundo! -grit Lina, mofndose. Ay, ama, mirad esas
magnficas plantas! -agreg al punto.
Y Lina sealaba nimpheas de hojas colosales, cuyas flores tenan botones tan grandes como
nueces de coco. Despus haba en el lugar
donde se dibujaban las orillas sumergidas,
haces de aquellas caas mucumus, de anchas
hojas y cuyos tallos elsticos pueden
separarse para dar paso a una piragua,
cerrndose detrs de ella. Y all haba con
qu excitar a un cazador, porque todo un
mundo de aves acuticas revoloteaba entre
aquellas altas agrupaciones de rboles y
flores, agitadas por la corriente.
Ibis puestos en una actitud epigrfica,
sobre un viejo tronco casi cado; garzas
reales grises, inmviles sobre una pata;
graves flamencos, que parecan desde lejos
quitasoles de color de rosa abiertos en el
follaje y otros muchos phenicopteros de todos
los colores, animaban aquel pantano
provisional.
Pero tambin a flor de agua se deslizaban
largas y veloces culebras, algunas quiz eran
temibles
gimnotos,
cuyas
descargas
elctricas, repetidas una tras otra, paralizan
al hombre o al animal ms robusto y
concluyen por matarle. Era preciso tener
precaucin, sobre todo con las serpientes
sucurijus que, enroscadas en el tronco de algn rbol, se desenrollan, se extienden, cogen su
presa y la estrujan entre sus anillos, bastante fuertes para aplastar un buey.
A la verdad, uno de aquellos sucurijus, lanzado en la superficie de la jangada, hubiera sido
tan temible como un caimn.

Felizmente, los pasajeros no tuvieron que luchar ni contra los gimnotos ni contra las
serpientes y la travesa por entre el bosque inundado, que dur cerca de dos horas, se verific
sin ningn accidente.
Tres das pasaron. Se hallaban cerca de
Manaos. Dentro de veinticuatro horas la
jangada se hallara en la embocadura de Ro
Negro, delante de aquella capital de la
provincia de las Amazonas.
En efecto, el veintitrs de agosto, a las
cinco de la tarde, se detuvo en la punta
septentrional de la isla Muras, en la ribera
derecha del ro. No haba ms que atravesar
oblicuamente una distancia de algunas millas
para llegar al puerto.
Pero el piloto Araujo no quiso y con razn,
exponerse aquel da all, porque la noche se
aproximaba. Los veinte kilmetros que
faltaba recorrer exigiran tres horas de
navegacin y para cortar la corriente del ro
importaba ante todo ver muy claro.
Aquella tarde, la comida, que deba ser la
ltima de aquella primera parte del viaje, fue
servida con ms ceremonia. Bien mereca la
pena de celebrar con un alegre banquete
haber recorrido la mitad del curso del
Amazonas y las condiciones en que se haba
verificado. Se convino en beber, a la salud del
Ro de las Amazonas, algunos vasos de aquel generoso licor que destilan las laderas de Oporto
o de Setbal tan estimado en todo el mundo.
Por otra parte, esto sera como la comida de esponsales de Fragoso y de la bella Lina. La
de Manuel y Minha se haba verificado en la hacienda de Iquitos, algunas semanas antes.
Despus de los jvenes amos, le tocaba el turno a aquella fiel pareja, con la que les ligaban
tantos lazos de gratitud.
As, en medio de aquella honrada familia, Lina, que deba quedar al servicio de su ama y
Fragoso, que iba a entrar en el de Manuel, se sentaron a la mesa general, ocupando el puesto
de honor que se les haba reservado.
Torres, como es natural, asisti a la comida, digna de la despensa y la cocina de la jangada.
El aventurero, sentado enfrente de Garral, siempre taciturno, escuchaba lo que se deca,
sin tomar parte en la conversacin. Benito, sin aparentarlo, le observaba atentamente. Las
miradas de Torres, siempre dirigidas a su padre, tenan un brillo singular. Se dira que eran
las de una fiera que procura fascinar a su presa antes de arrojarse sobre ella.
Manuel hablaba, por lo comn, con la joven Minha. De tiempo en tiempo, sus ojos se
dirigan tambin hacia Torres; pero, en suma, mejor que Benito, haba tomado su partido
acerca de una situacin que, si no acababa en Manaos, concluira en Belem.
La comida fue alegre. Lina la animaba con su buen humor y Fragoso con sus graciosas
ocurrencias. El padre Passanha contemplaba con regocijo aquel pequeo mundo, que tanto
amaba y aquellas dos jvenes parejas que su mano deba bendecir muy pronto en las aguas
de Par.

Comed bien, padre -dijo Benito, que acab por mezclarse en la conversacin general; haced honor a esta comida de esponsales. Esto os dar fuerzas para celebrar tantos
matrimonios a la vez.
Querido nio -respondi el padre Passanha-, bscanos una hermosa y honrada joven que
te quiera y ya vers si no basto para casaros todava a los dos.
Bien dicho, padre! -exclam Manuel. Bebamos por el prximo enlace de Benito.
Nos dedicaremos a buscarle en Belem una joven y hermosa novia -propuso Minha- y
obrar como todo el mundo.
A la unin del seor Benito! -exclam Fragoso, que hubiera querido que el mundo entero
se hubiese casado con l.
Tienen razn, hijo mo -agreg Yaquita. Tambin yo brindo por tu matrimonio y por que
seas dichoso como lo sern Minha y Manuel; como yo lo he sido al lado de tu padre.
Como lo seris siempre, as es de esperar -dijo entonces Torres, bebindose un vaso de
oporto y sin haber antes brindado por nadie. Cada uno aqu tiene la dicha en su mano.
No podra decirse por qu; pero este brindis, procedente del aventurero, caus una
impresin desagradable.
Manuel la sinti tambin; pero queriendo resistirse a la vez contra aquel sentimiento, dijo:
Vamos, padre, no habr todava algunas parejas que desposar en la jangada?
Me parece que no -respondi el padre Passanha-, a menos que Torres Vos no sois
casado, segn creo.
No yo soy todava soltero.
Benito y Manuel creyeron advertir que, al hablar de aquel modo, la mirada de Torres se
posaba en Minha.
Y qu os impide casaros? -inquiri el padre Passanha. En Belem podis encontrar una
mujer cuya edad resulte apropiada para la vuestra y quiz os ser posible fijar vuestra
residencia en la ciudad. Esto os resultara mejor que la vida errante, de la que hasta ahora
no habris sacado, seguramente, grande utilidad.
Tenis razn, padre -contest Torres. Y no digo que no siga vuestro consejo. Adems,
el ejemplo es contagioso. Al ver a estos jvenes prometidos, me entran deseos de casarme
tambin. Pero soy completamente extrao en la ciudad de Belem y esto, a no mediar
circunstancias particulares, puede hacer muy difcil mi permanencia all.
Y se puede saber de dnde sois? -pregunt Fragoso, que conservaba siempre la idea de
haberse ya topado con Torres en alguna parte.
De la provincia de Minas Geraes.
All habis nacido?
En la misma capital del territorio diamantfero, en Tijuco.
Si en aquel momento alguien hubiera observado a Garral, le hubiera causado espanto la
fijeza de sus ojos cuando se cruzaron con los de Torres.

Captulo XIX
Una vieja historia

A n cuando de momento qued en suspenso la conversacin, la reanud Fragoso en los

siguientes trminos.
Cmo! Que sois de Tijuco, de la misma capital del distrito de los diamantes?
S -dijo Torres. Es que vos tambin habis nacido en aquella provincia?
No; nac en una de las provincias del litoral del Atlntico, en la parte norte de Brasil -hizo
saber Fragoso.
Tampoco vos conocis el pas de los diamantes, seor Manuel? -pregunt Torres.
Por toda respuesta, el joven hizo una seal negativa.
Y vos, seor Benito -continu el que preguntaba, dirigindose al joven Garral, a quien
evidentemente quera empear en esta conversacin-, no habis tenido nunca curiosidad en
ir a visitarla?
Jams! -respondi secamente Benito.
Ah! Yo hubiera deseado ver ese pas -dijo Fragoso, que inconscientemente serva a los
propsitos de Torres. Me parece que hubiera concluido por encontrar algn diamante de
gran valor.
Y qu hubierais hecho con ese diamante de gran valor, Fragoso? -pregunt Lina.
Lo hubiera vendido.
Entonces, serais muy rico ahora?
Muy rico.
Entonces, si hubierais sido rico hace tres meses solamente, no hubierais tenido la idea
de aquel bejuco.
Y de no haberla yo tenido -contest Fragoso-, no habra venido una hermosa mujercita,
que Vamos, decididamente, Dios hace bien todo lo que hace!
Ya lo veis, Fragoso -contest Minha-, puesto que vais a casaros con mi pequea. Diamante
por diamante, no habis perdido en el cambio.
Al contrario, seorita Minha! -dijo Fragoso con mucha gracia-; al contrario: he ganado!
Torres, sin duda, no quera dejar que decayese el motivo de la conversacin, porque volvi
a tomar la palabra.
En verdad -dijo-, se han hecho en Tijuco fortunas rpidas, que han trastornado bastantes
cabezas. No habis odo hablar de aquel famoso diamante de Abaete, cuyo valor se ha
estimado en ms de dos contos de reis?
Pues bien, las minas de Brasil son las que han producido aquel guijarro que pes una onza.
Y fueron tres condenados, s, tres condenados a destierro perpetuo los que le hallaron por
casualidad en la ribera de Abaete, a noventa leguas de Serro do Fro.
Hicieron de golpe su fortuna? -pregunt Fragoso.
No -contest Torres-; el diamante fue enviado al gobernador general de las minas.
Habindose reconocido el valor de la piedra, el rey Juan VI de Portugal mand pulirla y
horadarla y la llevaba pendiente de su cuello en las grandes ceremonias. En cuanto a los
condenados, obtuvieron su perdn y esto fue todo. A ser ms hbiles hubieran sacado de all
buenas rentas.
Vos, sin duda -insinu secamente Benito.
S yo. Por qu no? -respondi Torres. Y vos, no habis visitado jams, el distrito de los
diamantes? -aadi, dirigindose a Juan Garral directamente esta vez.

Nunca! -respondi el interpelado mirando a Torres.


Pues es una lstima -replic- y debais hacer algn da este viaje; es muy curioso, os
lo aseguro. El distrito de los diamantes est enclavado en el vasto Imperio de Brasil[1]; es
extenso, como un parque, de doce leguas de circunferencia y que por la naturaleza del suelo,
su vegetacin y sus tierras areniscas, encerradas en un crculo de altas montaas, es muy
diferente de la provincia cercana.
[1] En la poca en que ocurre la accin de esta novela, exista este imperio gobernado por Pedro II, que rein
hasta 1889, fecha en que se proclam la actual repblica.

Pero, como digo, este lugar es el ms rico del mundo; porque desde 1807 a 1817, la
produccin anual fue de cerca 'de dieciocho mil quilates. Ah!, haba all muy buenos golpes
que dar, no solamente por los trepadores, que buscaban la piedra preciosa hasta sobre la
cima de las montaas, sino tambin para los contrabandistas, que pasaban todo cuanto
podan. Actualmente, la explotacin es menos fcil y los dos mil negros empleados por el
Gobierno en el trabajo de las minas estn obligados a desviar corrientes de agua para extraer
la arena diamantina. Anteriormente se haca con ms comodidad.
En efecto -respondi Fragoso-; el buen tiempo ha pasado.
Pero lo que an queda de fcil todava es procurarse el diamante al uso de los
malhechores, es decir, por medio del robo. Hacia 1826 (yo tena entonces ocho aos), pas
en el mismo Tijuco un drama terrible, que demuestra que los criminales no ceden ante nada
cuando quieren conquistar una fortuna por medio de un golpe de audacia. Pero esta historia
no os interesar sin duda.
Al contrario, Torres, continuad -respondi Juan Garral con una voz singularmente
tranquila.
Sea! -continu Torres. Se trataba esta vez de robar diamantes; un puado de aquellos
preciosos guijarros. Un milln y acaso dos.
Y Torres, cuya fisonoma expresaba los ms viles sentimientos de codicia, hizo
involuntariamente el ademn de abrir y cerrar la mano.
Vase cmo pas esto -volvi a decir. Existe la costumbre en Tijuco de expedir de una sola
vez los diamantes recogidos durante el ao. Se les divide en dos lotes, segn su grueso,
despus de haberlos pasado por doce cribas taladradas con diferentes agujeros. Estos lotes
son guardados en sacos y se envan a Ro de Janeiro; pero como representan un valor de
algunos millones ya podis suponer que van bien custodiados. Un empleado, elegido por el
intendente, cuatro soldados de caballera del regimiento de la provincia y diez hombres a
pie, forman el convoy. Desde luego, van a Villa Rica, donde el comandante general pone su
sello sobre los sacos y el convoy prosigue su marcha a Ro de Janeiro. Debe advertirse que,
para mayor seguridad, la marcha se tiene siempre secreta. Pero en 1826, un joven empleado
llamado Dacosta, de veintids a veintitrs aos lo ms, que haca algunos aos trabajaba en
Tijuco, en las oficinas del gobernador general, combin el siguiente golpe. Se puso de
acuerdo con una tropa de contrabandistas y les indic el da de la marcha del convoy.
Aquellos malhechores, que eran muchos y bien armados, tomaron sus disposiciones. Ms all

de Villa Rica, durante la noche del 22 de enero, la banda cay de improviso sobre la escolta
que custodiaba los diamantes.
Los
soldados
se
defendieron
valerosamente; pero todos fueron asesinados,
excepto uno, que, aunque gravemente
herido, pudo escapar y llev la noticia de
aquel horrible atentado. El empleado que les
acompaaba tuvo la misma suerte que los
soldados de la escolta; cado bajo los golpes
de los malhechores, haba sido arrastrado y
echado, sin duda, en algn precipicio,
porque su cuerpo no se volvi a encontrar.
Y ese Dacosta? -pregunt Juan Garral,
tranquilo.
No le aprovech su crimen. Una serie de
diferentes circunstancias hizo que las
sospechas no tardaran en recaer sobre l y
fue acusado de haber manejado aquel
negocio. En vano afirm que era inocente.
Por su empleo estaba en situacin de saber el
da en que se verificara la marcha del
convoy. Slo l haba podido avisar a la
banda de malhechores. Fue, pues, acusado,
preso, juzgado y sentenciado a muerte. La
ejecucin de la sentencia deba tener lugar
en las siguientes veinticuatro horas.
Y fue ejecutado aquel malhechor? -pregunt Fragoso.
No -respondi Torres. Se le haba encerrado en la crcel de Villa Rica y durante la noche,
algunas horas solamente antes de la ejecucin, sea que obrase solo o ayudado por alguno de
sus cmplices, pudo escaparse.
Y luego, no se ha odo hablar ms de ese hombre? -pregunt Garral.
Jams! -respondi Torres. Abandonara el pas y al presente pasar sin pena una vida
alegre en un pas lejano con el producto del robo que haba sabido realizar.
O, por el contrario, puede haber muerto como un miserable -respondi Juan Garral.
Y aun puede ser que Dios le haya dado el remordimiento de su crimen! -aadi el padre
Passanha.
En aquel momento, los convidados se haban levantado de la mesa y concluida la comida,
salieron todos para ir a respirar el aire de la tarde. El sol iba descendiendo en el horizonte;
pero todava deba pasar ms de una hora antes que fuera de noche.
Estas historias no son nada divertidas -dijo Fragoso- y nuestra comida de esponsales haba
comenzado mejor.
Vuestra ha sido la culpa, seor Fragoso -dijo Lina.
Cmo! Ma la culpa?
En efecto. Porque habis seguido hablando de ese distrito y de esos diamantes que nada
nos importa.
A fe ma, es cierto -respondi Fragoso-; pero no cre que esto acabara de tal manera.
Vos sois, pues, el primer culpable!

Y el primer castigado, seorita Lina, puesto que no os he visto ni odo rer a los postres.
Toda la familia se dirigi entonces hacia la
parte delantera de la jangada.
Manuel y Benito iban juntos, sin hablar.
Yaquita y su hija les seguan, silenciosas
tambin y todos experimentaban una
inexplicable impresin de tristeza, como si
presintiesen alguna grave eventualidad.
Torres, que se encontraba al lado de Juan
Garral, quien, a su vez, con la cabeza baja,
pareca estar profundamente abismado en
sus
reflexiones,
interrumpi
los
pensamientos de ste y, ponindole la mano
sobre el hombro, le dijo:
Juan Garral, podra tener con vos unos
minutos de conversacin?
Juan Garral mir a Torres y le pregunt;
Aqu?
No; reservadamente.
Venid, pues.
Y ambos retornaron a la casa, entraron en
ella y cerraron las puertas.
Muy difcil sera definir lo que sinti cada
uno cuando los dos hombres les dejaron.
Qu poda existir de comn entre aquel
aventurero y el honrado hacendado de Iquitos? Pareca flotar la amenaza de una desgracia
espantosa suspendida sobre aquella familia. Nadie se atreva a preguntar.
Manuel -dijo Benito, asiendo del brazo a su amigo y arrastrndole consigo-, suceda lo
que su ceda, ese hombre ha de desembarcar maana en Manaos!
S, es preciso -convino Manuel.
Y si por parte de l eso s!, si por su culpa sobreviene alguna desgracia a mi padre
te juro que lo mato!

Captulo XX
Entre estos dos hombres

D urante unos momentos, Garral y Torres, luego que se hallaron solos en aquella cmara,

donde nadie poda verlos ni orlos, se miraron sin pronunciar palabra. Vacilaba el
aventurero en el momento de hablar? Se daba cuenta de que Juan Garral slo contestara
con un desdeoso silencio a las preguntas que le dirigiera? Indudablemente y por eso, Torres
no preguntaba. Para empezar aquella conversacin, adopt con firmeza el papel de acusador.
Vos no os llamis Garral -empez-; os apellidis Dacosta.
Ante aquel nombre de un perseguido que le daba Torres, Garral no pudo contener un
estremecimiento. Pero no contest nada.
Vos sois Juan Dacosta -repiti Torres-; empleado hace veintitrs aos en las oficinas del
gobernador de Tijuco y tambin sois el que est condenado por aquel asunto de robo y
asesinato.
Tampoco dio respuesta alguna a esto Juan Garral, cuya extraa calma sorprenda al
aventurero. Estara equivocado tal vez acusando a su husped? No, puesto que Juan Garral
no se sobreexcitaba ante aquellas terribles acusaciones. Sin duda, se preguntaba adnde iba
a parar Torres.
Juan Dacosta -continu ste- yo os lo repito, vos sois el que ha sido perseguido por el
negocio de los diamantes, convicto del crimen y condenado a muerte. Vos sois el que se
escap de la crcel de Villa Rica algunas horas antes de la ejecucin. Qu contestis?
Tambin un profundo silencio sigui a esta pregunta directa que acababa de hacer Torres.
Juan Garral, siempre tranquilo, haba tomado asiento y apoyando el codo sobre una mesa
pequea, miraba fijamente a su acusador, sin bajar la cabeza. -Me respondis? -insisti
Torres.
Qu respuesta esperis de m? -dijo simplemente Juan Garral.
Una respuesta -contest lentamente Torres- que me impida ir a buscar al jefe de polica
de Manaos y decirle: En esa jangada hay un hombre cuya identidad es muy fcil de probar,
que ser tambin reconocido despus de veintitrs aos de ausencia; y este hombre es el
instigador del robo de los diamantes de Tijuco, el cmplice del asesinato de los soldados y
de la escolta y el condenado que se sustrajo al suplicio; y ese es Juan Garral, cuyo verdadero
nombre es Juan Dacosta.
De modo que -dijo Juan Garral- yo no tendr nada que temer de vos, Torres, si os doy la
respuesta que esperis?
Nada, porque entonces ni vos ni yo tendremos inters en hablar de este asunto.
Ni vos ni yo? -respondi Juan Garral. Conque yo debo comprar vuestro silencio?
No se trata de eso.
Qu queris, entonces?
Juan Garral -respondi Torres-, ved cul es mi proposicin. No os apresuris a
contestarme con una repulsa formal y advertid que estis en mi poder.
Exponed esa proposicin -pidi Garral, con calma.
Torres qued un instante como reflexionando. La actitud de aquel culpable, cuya vida
estaba entre sus manos, era muy a propsito para sorprenderle. Esperaba un debate violento,
splicas y lgrimas Tena delante a un hombre convicto de los ms grandes crmenes y
aquel hombre no se alteraba.
En fin, cruzando los brazos, le dijo:

Tenis una hija. Esta hija me agrada y quiero casarme con ella.
Sin duda Juan Garral lo esperaba todo de tal hombre y esta peticin no le hizo perder nada
de su calma.
De modo -contest- que el honrado Torres quiere entrar en la familia de un asesino, de
un ladrn?
Yo slo soy juez de lo que me conviene hacer -respondi Torres. Deseo ser yerno de Juan
Garral y lo ser!
No ignoris, sin embargo, Torres, que mi hija se va a unir con Manuel Valds.
Ya os encargaris de disculparos con Manuel Valds.
Y si mi hija rehsa?
Contdselo todo. Creo conocerla y s que no se arrepentir -respondi imprudentemente
Torres.
Todo?
Todo lo ocurrido. Entre sus propios sentimientos y el honor de su familia y la vida de su
padre, ella no vacilar.
Es verdad que sois un gran miserable, Torres -declar tranquilamente Garral, a quien no
abandonaba su sangre fra.
Un miserable y un asesino estn hechos a propsito para entenderse.
A estas palabras Juan Garral se levant y se dirigi al aventurero y mirndole a los ojos,
dijo:
Torres, no me engais: si deseis entrar en la familia de Juan Dacosta, es porque sabis
que Juan Dacosta es inocente del crimen por que fue condenado.
Efectivamente.
Y yo aado -continu Garral- que poseis la prueba de esta inocencia y que esta inocencia
os reservis publicarla hasta el da que os desposis con mi hija.
Juguemos con las cartas boca arriba, Juan Garral -respondi Torres bajando la voz- y
cuando me hayis odo, veremos si os atrevis a negarme la mano de vuestra hija. Es cierto
-dijo el aventurero, conteniendo a medias sus palabras, como si sintiera dejarlas escapar
de sus labios-; sois inocente, lo s, porque conozco al verdadero culpable y me hallo en
situacin de probar vuestra inocencia.
Y el miserable que cometi el crimen?
Ha muerto!
Muerto! -exclam Juan Garral, a quien esta palabra hizo palidecer, a pesar suyo, como si
esto le quitara todos los medios de poder rehabilitarse jams.
Muerto! -repiti Torres. Pero aquel hombre que yo conoc mucho tiempo despus de
cometer el delito, sin que yo supiese que era el criminal, haba escrito de mano propia y muy
largamente, la relacin de aquel asunto de los diamantes, con objeto de conservar hasta los
menores detalles. Sintiendo aproximarse su fin, fue asaltado por los remordimientos. l saba
dnde se haba refugiado Juan Dacosta y bajo qu nombre el inocente se haba procurado
una nueva vida. Saba que estaba rico, en el seno de una familia feliz; pero tambin saba
que a l le faltaba la felicidad. Y bien, aquella felicidad quiso drsela con la rehabilitacin a
que tena derecho. Pero la muerte vena y me encarg a m, a su compaero, ejecutar lo que
l no poda hacer Me envi las pruebas de la inocencia de Dacosta, a fin de hacerlas llegar
a sus manos y muri.
Decidme cmo se llama ese hombre! -exclam Juan Garral con un tono que no le fue
posible dominar.
Lo sabris cuando yo pertenezca a vuestra familia.

Y aquel escrito?
Juan Garral estuvo a punto de lanzarse sobre Torres para registrarle y poderle sacar la
prueba de su inocencia.
Aquel escrito se halla en lugar seguro -respondi Torres- y no lo tendris hasta que
vuestra hija sea mi esposa. Y ahora, me la negis todava? -S -respondi Juan Garral-; pero
a cambio de este escrito, la mitad de mi fortuna es vuestra. -La mitad de vuestra fortuna!
-exclam Torres. Bien, la acepto a condicin de que Minha me la aportar al matrimonio.
Y de esta manera respetis la voluntad de un moribundo, de un criminal a quien mueven
los remordimientos y que os encarga reparar, en tanto que estaba en s, todo el dao que
haba hecho?
As es.
Otra vez os digo, Torres, que sois un gran miserable.
No me importa lo que digis.
Y como yo no soy un criminal, no estamos en condiciones de podernos entender.
De modo que os negis?
Me niego!
Entonces, es vuestra prdida lo que buscis, Juan Garral. Todo os acusa en la instruccin
que se form. Estis condenado a muerte y bien sabis que en las condenas por delitos de la
ndole del nuestro, el gobierno no tiene poder para conmutar las penas. Denunciado, seris
preso y una vez esto ocurra, ejecutado! Y yo estoy dispuesto a delataros!
Por muy dueo de s que fuese Garral, le era imposible contenerse ms, e iba al lanzarse
sobre Torres.
Unas palabras de aquel bribn contuvieron, sin embargo, su clera.
Tened cuidado! -dijo Torres. Vuestra
esposa ignora que es la mujer de Juan
Dacosta! Y tampoco saben vuestros hijos
que lo son de un criminal! Vais a hacrselo
saber!
Garral se detuvo. Volvi a adquirir todo su
imperio sobre s mismo y sus facciones
recobraron su calma habitual.
Esta discusin ha durado bastante -dijo,
encaminndose hacia la puerta. Ya s lo que
me resta hacer.
Cuidado, Juan Garral! -dijo por ltima
vez Torres, que no poda convencerse de que
su innoble proceder hubiese fracasado.
Garral no contest. Atravesando la puerta
que se abra sobre la galera cubierta, hizo
sea a Torres de que le siguiera y ambos se
dirigieron hacia el centro de la jangada
donde toda la familia se encontraba reunida.
Benito y Manuel se hallaban en pie, presas
de la mayor ansiedad. Pudieron notar que el
rostro de Torres apareca amenazador y que
el fuego de la clera brillaba en sus ojos.

Por un extrao contraste, Garral se mostraba dueo de s mismo y casi sonriente.


Ambos se detuvieron ante Yaquita; pero nadie se atreva a dirigirles la palabra.
Torres fue quien, con voz sorda y su imprudencia habitual, quebr aquel penoso silencio.
Por ltima vez, Juan Garral -dijo-, os pido la respuesta definitiva.
Mi respuesta! Odla
Y dirigindose a su mujer, le dijo:
Yaquita, especiales circunstancias me obligan a modificar lo que habamos decidido
anteriormente con respecto a la boda de Minha y Manuel.
Al fin! -exclam Torres.
Juan Garral, al orle, dirigi al aventurero una mirada de profundo desdn.
Manuel, cuando oy a su vez lo que deca Garral, sinti latir su corazn. La joven, por su
parte, se haba levantado plida y como queriendo buscar un apoyo al lado de su madre,
quien le abri sus brazos como para protegerla.
Padre mo -exclam Benito, que se haba colocado entre ste y Torres-, qu queris
decir?
Quiero decir -respondi Garral, alzando la voz- que esperar nuestra llegada a Par, a
verificar all el matrimonio de Minha y de Manuel, es mucho esperar. El casamiento se
verificar aqu mismo, maana, sobre la jangada, por el padre Passanha, si despus de una
conversacin que voy a tener con Manuel le sigue interesando, como a m, no demorarlo
mas.
Ah, padre mo! -exclam el joven.
Esperad an para llamarme as, Manuel -contest Juan Garral, con un acento de indecible
pena.
En aquel instante, Torres, que se haba cruzado de brazos, pase sobre toda la familia una
mirada de insolencia sin igual.
De suerte que esta es vuestra ltima palabra? -dijo, sealando con el ndice amenazador
a Juan Garral.
No Esa no es mi ltima palabra.
Cul es, entonces?
Odla, Torres! Yo soy aqu el amo y vos, lo queris o no lo queris, vais a dejar
inmediatamente la jangada.
S, inmediatamente! -exclam Benito. Si no, os arrojo al agua!
Torres se encogi de hombros.
Nada de amenazas -dijo-; son intiles! a m tambin me conviene desembarcar sin
tardanza. Pero os acordaris de m, Juan Garral! no ha de pasar mucho tiempo sin que
volvamos a vernos.
Si slo depende de m, s, volveremos a vernos y antes quiz de lo que vos quisierais.
Maana estar junto al juez letrado Ribeiro, el primer magistrado de la provincia, a quien
he avisado de mi llegada a Manaos. Si os atrevis, id a buscarme.
Con el juez Ribeiro! -respondi Torres, vivamente confuso.
Con el juez Ribeiro! -le contest Garral.
Y sealando a Torres la piragua, con un gesto de supremo desprecio, orden a cuatro de
los suyos que lo desembarcaran sin demora en el punto ms cercano a la isla.
El miserable desapareci por fin.

La familia, consternada todava, respetaba el silencio de Garral; pero Fragoso, que no se


daba cuenta ms que a medias de la gravedad de la situacin y llevado de su ordinario bro,
se acerc a Garral y le insinu:
Si el casamiento de la seorita Minha y del seor Manuel se hace maana en la jangada
El vuestro se celebrar al mismo tiempo, amigo mo -le contest con dulzura Garral.
Y haciendo una sea a Manuel, se retir con l a su habitacin.
La conferencia de Garral y Manuel durara una media hora, que pareci un siglo a la
familia, cuando volvi a abrirse la puerta de la habitacin.
Su mirada brillaba de gozo. Manuel sali solo.
Se dirigi a Yaquita dndole el nombre de madre, mientras que a Minha la llamaba esposa.
Luego abraz a Benito, dicindole hermano mo!; y cuando se calm un tanto, se volvi a
Lina y a Fragoso, anunciando :
Para maana.
El joven saba ya lo que haba pasado entre Juan Garral y Torres. Saba que, contando con
el apoyo del juez Ribeiro, a consecuencia de una correspondencia que haba tenido con l,
haca un ao, sin decir nada a los suyos, Juan Garral estaba en disposicin de esclarecer
su inocencia y de manifestarla en forma palpable y saba, en fin, que el hacendado haba
resuelto emprender aquel viaje con el solo fin de hacer revisar el odioso proceso de que
haba sido vctima y de no dejar que cargase sobre su yerno y su hija el terrible peso de una
situacin que haba querido y debido aceptar tan largo tiempo para s propio.
S, Manuel saba todo esto; ms tambin saba que Juan Garral, o mejor dicho Dacosta, era
inocente y que su misma desgracia vena a hacerle para l mas querido y mas sagrado.
Pero lo que ignoraba era que la prueba material de la inocencia del hacendado exista y
que esta prueba se hallaba en manos de Torres. Garral haba querido reservar para ante el
juez el uso de aquella prueba, que deba manifestar su inocencia si el aventurero haba dicho
la verdad.
Manuel se limit, pues, a anunciar que iba en busca del padre Passanha a fin de suplicarle
que preparase todo lo necesario para los dos casamientos.
En la maana del 24 de agosto y casi una hora antes de que fuera a celebrarse la
ceremonia, una gran piragua, que vena de la orilla izquierda del ro, lleg a ponerse al
costado de la jangada.
Una docena de pagayeros la haba conducido rpidamente desde Manaos y en ella vena,
con algunos agentes, el jefe de polica, que, dndose a conocer, subi a bordo.
En aquel momento, Juan Garral y los suyos, preparados ya para la fiesta, salan de la
habitacin.
Juan Garral? -pregunt el jefe de polica.
Vedme aqu -contest aqul.
Juan Garral -repuso el jefe-, tambin habis sido Juan Dacosta. Los dos nombres han sido
usados por una misma persona. Quedis detenido!
A estas palabras Yaquita y Minha, asaltadas de una especie de estupor, se quedaron
paradas sin poder hacer un solo movimiento.
Mi padre un asesino! -grit Benito, que corra a lanzarse hacia l.
Con un ademn, su padre le detuvo.
No voy a permitir aqu ninguna disputa -dijo Garral con voz firme, dirigindose al jefe
de polica. El mandato en cuya virtud me prendis ha sido expedido contra m por el juez
letrado de Manaos, por el juez Ribeiro?

No -respondi el oficial de polica-; me ha sido entregado, con orden de ejecucin sobre


la marcha, por su sucesor. El juez Ribeiro, que sufri ayer un ataque de apopleja, ha muerto
a las dos de esta madrugada, sin recobrar el conocimiento.
Muerto! -exclam Garral, aterrado de momento ante el inesperado suceso. Muerto,
muerto!
Pero en el acto irgui la cabeza y dirigindose a su mujer y a sus hijos, les inform:
Slo el juez Ribeiro saba que yo era inocente, queridos mos! Quiz su muerte me sea
fatal; pero esto no es una razn para que me desespere. -Y volvindose a Manuel, exclam-:
Confiemos en la bondad de Dios! l har que, si es posible, la verdad descienda del cielo a
la tierra!
El jefe de polica haba hecho indicacin a sus agentes, que se acercaban a Garral para
prenderlo.
Pero hablad, padre mo! -grit Benito, enloquecido de desesperacin-; decid una palabra
que pueda hacernos creer que por fuerza sois vctima de alguna horrible equivocacin.
Es que no hay equivocacin, hijo mo -contest Garral-: Juan Dacosta y Juan Garral
son una misma persona. Efectivamente, soy Juan Dacosta, el hombre honrado que un
error judicial conden injustamente a muerte, veintitrs aos atrs, en lugar del verdadero
culpable. Yo os juro, sin embargo, delante de Dios, hijos mos y sobre vuestras cabezas y la
de vuestra madre, juro, repito, que soy inocente.
Toda comunicacin con los vuestros os est prohibida -observ en aquel momento el jefe
de polica. Sois mi prisionero, Juan Garral y ejecutar con todo rigor mi mandato.
Garral, conteniendo con un ademn a sus hijos y sus servidores consternados, se despidi
con estas palabras:
Dejad obrar a la justicia de los hombres y aguardad a la justicia de Dios.

Y con la frente erguida entr en la embarcacin de la polica.


Realmente, Juan Garral era el nico a quien no haba impresionado, entre los presentes,
aquel terrible golpe, cado como un rayo tan inopinadamente sobre su cabeza.

Segunda parte

Captulo I
Manaos

M anaos se halla exactamente situada a los 3o 8' 4" de latitud austral y a los 67 27' de

longitud oeste del meridiano de Pars. Unos dos mil seiscientos kilmetros la separan de
Belem y diez solamente de la desembocadura del ro Negro.
Manaos se levanta a orillas del ro
Amazonas. En la ribera izquierda del ro
Negro, el ms importante y notable de los
tributarios de la grande arteria brasilea, es
donde se yergue aquella capital de la
provincia, dominando la campia inmediata
con el pintoresco conjunto de sus casas
particulares y sus edificios pblicos.
Descubierto el ro Negro en 1645, por el
espaol Favella, nace en las faldas de las
montaas situadas al Nordeste, entre Brasil y
Nueva Granada, en el mismo centro de la
provincia de Popayn, ponindose en
comunicacin con el Orinoco, es decir, con
las Guayanas, por dos de sus afluentes; el
Pimichn y el Cuasicari.
Despus de un magnfico curso de dos mil
setecientos kilmetros, viene el ro Negro,
por una desembocadura de dos mil metros, a
verter sus aguas negras en el Amazonas; pero
sin que se confunda con las suyas en un
espacio de varios kilmetros, al ser su caudal
tan activo y poderoso. En aquel sitio, las
puntas de sus dos orillas se ensanchan
formando una vasta baha de unos noventa
kilmetros de fondo, que se extiende hasta las islas Anavilanas. All, en una de las numerosas
ensenadas, se encuentra el puerto de Manaos. Multitud de embarcaciones se hallan en l;
unas, ancladas en la corriente del ro, esperando viento favorable y otras en reparacin, en
los numerosos igaraps o canales que cruzan caprichosamente la ciudad y le dan un aspecto
un poco holands.
Con la escala de barcos de vapor que no habr de tardar en establecerse cerca de la
confluencia de ambos ros, el comercio de Manaos habr de aumentar notablemente.
En efecto, entonces las maderas de construccin y de ebanistera, el cacao, el caucho,
el caf, zarzaparrilla, caa de azcar, ndigo, nuez moscada, pescado salado y manteca de
tortuga, adems de otros diversos artculos, habrn de encontrar all numerosas vas de
agua que los transporten en todas direcciones: el ro Negro al norte y al oeste, el Madeira
al sur y al oeste y el Amazonas, en fin, que se extiende hacia el este hasta el litoral del
Atlntico. La situacin de aquella ciudad, muy ventajosa, deba contribuir poderosamente a
su prosperidad.
Manaos se llam en otro tiempo Moura y despus Barra de Ro Negro. Desde 1757 a
1804 form solamente parte de la capitana que llevaba el nombre del gran afluente cuya

desembocadura ocupaba; pero a partir de 1826, vino a ser la capital de la vasta provincia
del Amazonas, debiendo su nuevo nombre a una tribu de los indios que habitaban en otra
poca los territorios de Centroamrica.
Muchas veces, viajeros mal informados han confundido esta ciudad con la famosa Manoa,
especie de ciudad fantstica, edificada, segn se afirma, cerca del lago legendario de Parima,
que parece no ser otro que el Branco superior, es decir, simplemente un afluente del ro
Negro. All estaba aquel imperio llamado Eldorado, cuyo soberano, si hemos de creer las
fbulas del pas, se haca cubrir todas las maanas de polvos de oro, abundando tanto
este precioso metal en aquellos terrenos privilegiados, que era recogido a paladas. Pero
de las investigaciones hechas result, al llegar a aquel pasaje, que toda aquella pretendida
riqueza aurfera consista en la presencia de numerosas micas, sin valor alguno, que haban
engaado los vidos ojos de los buscadores de oro.
En resumen: Manaos no tiene nada de los esplendores fabulosos de aquella mitolgica
capital de Eldorado. No era ms que una ciudad de cerca de cinco mil habitantes, entre los
que figuraban, por lo menos, tres mil funcionarios. All hay cierto nmero de edificios civiles
para uso de aquellos empleados: Congreso, palacio de la Presidencia, Tesorera general, casa
de Correos y Aduana, sin contar un colegio que se fund en 1848 y un hospital que acababa
de crearse en 1851. Aadiendo a esto un cementerio que ocupaba la bajada oriental de la
colina, donde en 1669 se levant una fortaleza contra los piratas del Amazonas, actualmente
destruida, se sabr a qu hay que atenerse respecto de la importancia de los establecimientos
civiles de la ciudad.
En cuanto a los edificios religiosos, slo merecan nombrarse dos: la pequea iglesia de
la Concepcin y la capilla de Nuestra Seora de los Remedios, edificada casi a campo raso,
sobre una altura que dominaba a Manaos.
Esto era muy poco para una ciudad de origen espaol. A aquellos dos monumentos haba
que aadir todava un convento de carmelitas, incendiado en el ao 1850 y del cual ya no
quedan ms que desoladoras ruinas.
La poblacin de Manaos no ascenda entonces al nmero arriba indicado y, fuera de los
funcionarios, empleados y soldados, se compona especialmente de negociantes portugueses
y de indios pertenecientes a las diversas tribus de ro Negro.
Tres calles principales, harto irregulares, servan a la ciudad y llevaban nombres muy
significativos en el pas y que tenan un mercado colosal; son: la calle de Dios Padre, la
de Dios Hijo y la de Dios Espritu Santo. Fuera de stas y hacia Poniente, se extenda una
magnfica avenida de naranjos centenarios, que respetaron religiosamente los arquitectos
que de la antigua ciudad hicieron la ciudad nueva.
En torno a dichas calles principales se entrecruza una red de callejas sin empedrar,
cortadas sucesivamente por cuatro canales que se cruzaban por puentecillos de madera. En
ciertos sitios, tales igaraps paseaban sus aguas sombras por medio de extensos terrenos
incultos, sembrados de magnficos rboles, entre los cuales se distingua el sumaumeira, este
gigante vegetal, revestido de blanca corteza y cuya ancha cpula se redondea en forma de
parasol por encima de un nudoso ramaje.

Respecto a las diversas viviendas particulares, haba que buscarlas entre algunos cientos
de casas harto rudimentarias, las unas cubiertas de tejas y las otras techadas con ramas
sobrepuestas, de palmera, por el saliente de sus miradores y las portadas de sus tiendas, que
en su mayor parte estaban ocupadas por los negociantes portugueses.
Y qu clases de gentes se vean aparecer a las horas del paseo, tanto de los edificios
pblicos como de las habitaciones particulares? Pues hombres de altivo continente, vestidos
con redingote negro, sombrero de seda, zapatos charolados, guantes de color claro y
alfiler de diamantes en el nudo de su corbata y mujeres con grandes tocados y sombreros
a la ltima moda y por ltimo indios, que intentaban tambin ataviarse a la europea,
destruyendo todo lo que an quedaba del carcter local en aquella parte media de la cuenca
del Amazonas.
Tal era Manaos, que hemos dado a conocer sumariamente al lector en el relato de esta
historia. El viaje de la jangada, tan trgicamente interrumpido, se hallaba cortado en medio
del largo trayecto que tena que hacer y all iban a acontecer, en poco tiempo, nuevas fases
de aquel misterioso asunto.

Captulo II
Los primeros momentos

A s que la piragua que conduca a Juan Garral, mejor dicho, a Juan Dacosta, pues ya vamos

a restituirle su verdadero nombre, hubo desaparecido, Benito se encar con Manuel.


Qu sabes t? -le pregunt.
S que tu padre es inocente S, inocente! -repiti su amigo- y que una sentencia
de muerte fue pronunciada contra l, hace veintitrs aos, por un crimen que no haba
cometido.
Entonces te lo ha contado todo, Manuel?
Todo -respondi el joven. Tu padre no quera que nada de su pasado estuviese oculto al
que iba a ser su segundo hijo, el esposo de su Minha. -Y esa prueba de su inocencia, podr
manifestarla mi padre a la luz del da?
Esa prueba, Benito, est en los veintitrs aos de una vida honrosa y honrada; est en
la conducta de Juan Dacosta, que ir a decir a la justicia: Vedme aqu! No quiero ms
esa falsa existencia! No quiero ocultarme ms bajo un nombre que no es el mo verdadero!
Habis condenado a un inocente! Rehabilitadle!
Y cuando mi padre te hablaba as, has dudado t en creerle, aunque no fuera ms que
por un instante? -pregunt Benito.
Ni siquiera ese instante, hermano!
Las manos de los dos jvenes se estrecharon con efusin.
Benito fue luego a buscar al padre Passanha y le dijo:
Padre, llevad a mi madre y a mi hermana a sus habitaciones y no las dejis en todo el da.
Nadie duda aqu de la inocencia de mi padre, nadie vos lo sabis. Maana mi madre y yo
iremos a buscar al jefe de polica, que no nos rehusar el permiso de entrar en la prisin,
pues esto sera demasiado cruel. Volveremos a ver a mi padre y resolveremos la conducta
que debemos seguir para llegar a obtener su rehabilitacin.
Yaquita, ante el golpe, haba quedado como sin vida. Pero si la valiente mujer quedara
aterrada al pronto por el repentino golpe, no tard en reponerse. Yaquita Dacosta sera lo
que haba sido Yaquita Garral. Ella no dudaba de la inocencia de su marido, ni pasaba
por su mente que Juan Dacosta fuese digno de vituperio por haberse casado con ella bajo
un nombre que no era el suyo. No pensaba ms que en la dichosa vida que le haba
proporcionado aquel hombre honrado, tan injustamente herido S, a la maana siguiente
estara a la puerta de su prisin y no se marchara sin que le hubiese sido abierta.
El padre Passanha la acompa con su hija, que no poda contener las lgrimas y los tres
se encerraron en la habitacin.
Los dos jvenes quedaron solos. -Ahora -dijo Benito-, es preciso que sepa todo lo que te ha
dicho mi padre.
Nada te ocultar, Benito.
Qu vena a hacer Torres a bordo de la jangada?
A vender a Juan Dacosta el secreto de su pasado.
De modo que cuando nosotros encontramos a Torres en los bosques de Iquitos, tendra
ya formado el designio de entrar en comunicacin con mi padre?
Indudablemente -respondi Manuel. El miserable se dirigira hacia la hacienda, con idea
de llevar a cabo una innoble operacin de cambio preparada de antemano.

Y cuando le hicimos saber -contest Benito- que mi padre y toda su familia se disponan
a pasar la frontera, cambi repentinamente su plan de conducta?
Eso mismo; porque Juan Dacosta, una vez en territorio brasileo, estaba ms a su merced
que en la parte de all de la frontera peruana. He aqu por qu hemos encontrado a Torres
en Tabatinga, donde espiaba nuestra llegada.
Y yo que le ofrec embarcarle en la jangada! -exclam Benito, con desesperacin.
Hermano -le dijo su amigo-, no te reproches nada Torres nos hubiera alcanzado tarde o
temprano, porque no es hombre que abandone la pista iniciada. Si le hubiramos fallado en
Tabatinga, le habramos encontrado en Manaos.
S, Manuel, tienes razn Pero no se trata ya del pasado Ahora, tratamos del
presente Nada de recriminaciones intiles Veamos
Y hablando de este modo, Benito se pas la mano por la frente, como tratando de recoger
todos los pormenores de aquel triste asunto.
Veamos -repiti-; cmo ha podido saber Torres que mi padre haba sido condenado hace
veintitrs aos por aquel abominable crimen de Tijuco?
Lo ignoro -respondi Manuel-; y todo me induce a creer que tu padre tampoco lo sabe.
Y sin embargo, Torres tena conocimiento de ese nombre de Garral, bajo el que se
ocultaba Juan Dacosta?
Evidentemente.
Y saba que era en Per, en Iquitos, donde al cabo de tantos aos se hallaba refugiado
mi padre?
Lo saba -respondi Manuel-; pero no alcanzo a comprender cmo lleg a enterarse de
ello.
La ltima pregunta -dijo Benito. Qu proposicin hizo Torres a mi padre durante la corta
conferencia que precedi a su expulsin?
Le amenaz con delatar a Juan Garral como Juan Dacosta, si ste se negaba a comprar su
silencio.
Y a qu precio?
Al precio de la mano de su hija -respondi Manuel sin vacilar, pero plido de furia.
El miserable lleg a atreverse! -exclam el hermano de Minha.
A tan infame peticin, pero ya viste, Benito, qu respuesta dio tu padre.
S, Manuel, s! La respuesta de un hombre recto indignado! Arroj de aqu a Torres;
pero no basta haberle arrojado! No! Por lo menos no me basta a m! Por la delacin de
Torres es como se ha venido a prender aqu a mi padre, no es verdad?
Claro.
Pues bien! -grit Benito, dirigiendo su brazo con ademn amenazador hacia la orilla
izquierda del ro-; es preciso que encuentre de nuevo a Torres; es preciso que yo sepa cmo
ha llegado a hacerse dueo de ese secreto. Es necesario que me diga, si lo sabe, el verdadero
autor del crimen Hablar y si se niega ya s lo que debo hacer.
Lo que nos resta hacer, tanto a m como a ti -aadi ms framente Manuel, aunque no
menos resuelto.
No, Manuel, no; a m solo!
Somos hermanos, Benito -observ su amigo- y sta ya es una venganza que nos
corresponde a los dos.
Benito no replic. En este asunto, era claro que haba tomado definitivamente su partido
sin dudas de ninguna clase.

En aquel momento, el piloto Araujo, que vena de observar el estado del ro, se acerc a
los dos jvenes y les pregunt:
Habis resuelto si la jangada ha de quedar anclada en la isla de Muras, o tomar el puerto
de Manaos?
Esta era una cuestin que deba resolverse antes de la noche y examinarla por tanto
inmediatamente.
En efecto, la noticia de la prisin de Juan Dacosta deba ya de haberse extendido por la
ciudad. No caba duda de que, por su naturaleza, deba excitar altamente la curiosidad de
la poblacin de Manaos. Pero, sera slo curiosidad contra el condenado, contra el autor
principal de aquel crimen de Tijuco, que haba tenido tan inmenso eco en otro tiempo?
No poda temerse algn movimiento popular con motivo de aquel atentado no castigado
todava? Ante semejantes hiptesis, no convena ms dejar la jangada cerca de la isla de
Muras en la ribera derecha del ro, a algunas millas de Manaos?
Las ventajas y los inconvenientes de tal cuestin fueron examinados con cuidado.
No -decidi Benito-; permanecer aqu sera aparentar que abandonbamos a mi padre y
dudsemos de su inocencia. Sera aparecer como temerosos de formar causa comn con
l!
Tienes razn, Benito -convino el novio de Minha. Partamos!
Araujo, haciendo con la cabeza un movimiento de aprobacin, tom sus disposiciones para
dejar la isla. La maniobra exiga gran cuidado. Se trataba de tomar oblicuamente la corriente
del Amazonas, aumentada por la del ro Negro y dirigirse hacia la desembocadura de este
afluente, que se abra a unas docenas de kilmetros de la orilla izquierda.
Se largaron las amarras que sujetaban la jangada a la isla y sta, vuelta otra vez al lecho del
ro, empez a descender diagonalmente. Araujo, aprovechando hbilmente la curvatura de
la corriente, cortada por las puntas de los promontorios de la orilla, pudo lanzar el inmenso
aparato en la direccin deseada, ayudado por los largos bicheros de la tripulacin.
Dos horas despus, la jangada se hallaba en la otra orilla del Amazonas, un poco ms
arriba de la desembocadura del ro Negro y entonces fue la corriente quien se encarg de
conducirla a la orilla inferior de la vasta baha.
En fin, a las cinco de la tarde, la jangada estaba slidamente amarrada a lo largo de aquella
orilla, no precisamente en el mismo puerto de Manaos, al que no habra podido llegar sin
tener que navegar contra una corriente bastante rpida; pero a menos de una milla de la
parte baja.
El tren de maderas descansaba entonces sobre las oscuras aguas del ro Negro, en las
proximidades de un promontorio bastante alto, erizado de cecropias de largas hebras y
empalizada con esas caas de troncos pelados, llamadas frojas, de las que los indios hacen
sus armas ofensivas.

Algunos vecinos de la ciudad vagaban sobre aquel promontorio. Era, a no dudarlo, un


sentimiento de curiosidad el que los llevaba hacia el fondeadero de la jangada. La noticia
de la prisin de Juan Dacosta no haba tardado en esparcirse; pero la curiosidad de aquellos
habitantes no llegaba hasta la indiscrecin y se mantenan en una prudente reserva.
La idea de Benito era bajar a tierra aquella misma tarde; pero Manuel lo disuadi
dicindole:
Aguardemos a maana. La noche va a llegar y no conviene que dejemos la jangada.
Bien, esperemos -decidi Benito.
En aquel momento Yaquita, acompaada de su hija y del padre Passanha, sali de la
habitacin. Si Minha estaba todava deshecha en lgrimas, el rostro de su madre se hallaba

seco y toda su persona se manifestaba


enrgica y resuelta.
Se adverta que aquella mujer estaba
dispuesta a todo; tanto a hacer su deber,
como a usar de su derecho.
Yaquita se adelant lentamente hacia
Manuel y le dijo:
Manuel, escuchad lo que tengo que
deciros, porque yo os voy a hablar como mi
conciencia me manda hacerlo. -Os escucho respondi Manuel.
Yaquita le mir de frente. -Ayer, despus
de la conferencia que tuvisteis con Juan
Dacosta, mi esposo, llegasteis a m para
llamarme madre Tomasteis la mano de
Minha y le dijisteis esposa Vos lo sabais
todo: el pasado de Juan Dacosta os haba
sido revelado!
S -admiti Manuel- y que Dios me
castigue si vacil un momento en proceder
de otra forma.
Sea, Manuel -replic Yaquita. Pero
entonces Juan Dacosta no estaba preso
todava. Al presente, la situacin no es la
misma. Por ms inocente que sea, mi marido
se halla en manos de la Justicia. Su pasado est pblicamente de manifiesto Minha es la
hija de un condenado a la pena capital.
Minha Dacosta o Minha Garral, me importa poco! -exclam Manuel, sin poder contenerse
ms tiempo.
Manuel! -murmur angustiada su novia.
E indudablemente se hubiera desplomado en tierra, si los brazos de Lina no hubieran
acudido a sostenerla.
Madre ma, si no queris matarla -dijo entonces Manuel-, llamadme hijo mo!
Hijo, nio mo!
Esto es lo nico que lleg a decir Yaquita y sus lgrimas, contenidas hasta entonces con
gran trabajo, brotaron abundantemente de sus ojos.
Todos volvieron a entrar en la vivienda; pero aquella larga noche no deba ser acortada ni
por una sola hora de sueo para aquella honrada familia, tan cruelmente puesta a prueba.

Captulo III
Una vuelta al pasado

L a sbita muerte del juez Ribeiro resultaba una gran desgracia para Juan Dacosta, pues ste

tena la certidumbre de poder contar con l absolutamente.


Antes de ser juez de Manaos, o sea el primer magistrado de la provincia, Ribeiro haba
conocido a Juan Dacosta. Era esto en la poca en que el joven empleado se vio perseguido
por el crimen del robo de los diamantes. Ribeiro era entonces abogado en Villa Rica y l fue
quien cuid de defender al acusado delante del tribunal, haciendo suya aquella causa, por la
que tom sumo inters.
Del examen de las piezas del proceso y de los pormenores de la instruccin seguida,
adquiri no una simple conviccin de oficio, sino la certidumbre de que su defendido
haba sido acusado injustamente; que no haba tenido la menor parte en el asesinato de los
soldados de la escolta y, naturalmente, en el robo de los diamantes y que la instruccin se
haba formado bajo un supuesto falso. En fin, estaba convencido de que Juan Dacosta era
inocente.
Mas esta conviccin del abogado Ribeiro, por grandes que fueran su talento y su celo,
le era imposible hacerla pasar al espritu del jurado. Sobre quin podra hacer recaer la
presuncin del delito? Si no era Juan Dacosta, colocado en todas las condiciones favorables
para informar a los malhechores de la marcha secreta del convoy, quin poda ser? El
empleado que acompaaba a la escolta haba sucumbido con la mayor parte de los soldados
y las sospechas no podan recaer sobre l. Todo concurra, pues, a hacer de Juan Dacosta el
nico, el verdadero autor del crimen.
Fue defendido por Ribeiro con calor extremado, con toda su alma. El hombre no omiti
nada para salvarlo. Pero el veredicto del jurado fue afirmativo en todas sus partes. Juan
Dacosta, convicto de asesinato, con la circunstancia agravante de la premeditacin, no
obtuvo el beneficio de las circunstancias atenuantes y fue condenado a muerte.
Ninguna esperanza le quedaba al acusado. Ninguna conmutacin de pena era posible,
tratndose de un crimen relativo al robo de los diamantes.
El condenado estaba perdido Pero durante la noche que precedi a la ejecucin y cuando
el patbulo estaba ya levantado, Juan Dacosta pudo fugarse de la prisin de Villa Rica. Lo
dems ya se sabe.
Veinte aos despus, el abogado Ribeiro fue nombrado juez en Manaos. Desde el fondo de
su retiro, el hacendado de Iquitos supo aquel cambio y vio en l una feliz circunstancia, que
poda proporcionar la revisin de su proceso con algunas probabilidades de buen xito.
Conocedor de las antiguas convicciones del abogado con relacin al asunto, supuso que
stas deban de hallarse sin alteracin en el nimo del juez. Resolvi, pues, intentarlo todo
para llegar a la rehabilitacin. Sin el nombramiento de Ribeiro para el cargo de magistrado
superior en la provincia del Amazonas, quizs hubiese vacilado; porque no tena ninguna
nueva prueba material de su inocencia que aducir. Quiz, aunque aquel hombre honrado
sufriese terriblemente por verse precisado a ocultarse en el destierro de Iquitos, acaso
hubiera dejado al tiempo borrar ms todava los recuerdos de aquel terrible asunto; pero una
circunstancia le puso en el trance de obrar sin prdida de tiempo.
En efecto; mucho antes de que Yaquita le hubiese hablado, Dacosta haba comprendido
que Manuel amaba a su hija. La unin de sta con el joven mdico militar le convena por
todos conceptos. Era evidente que un da u otro se hara una peticin de matrimonio y Juan
no quera hallarse desprevenido.

Pero entonces, el pensamiento de que iba a casar a su hija bajo un nombre que no le
perteneca y que Manuel Valds, creyendo entrar en la familia Garral, entrara en la familia
Dacosta, cuyo jefe no era ms que un fugitivo, sobre el cual pesaba siempre una condena de
pena capital, aquel pensamiento, decimos, le fue insoportable. No! Aquel matrimonio no
se hara en las condiciones en que se haba celebrado el suyo! No, jams!
Ya se recordar lo pasado en aquella poca. Cuatro aos despus que el joven encargado,
socio ya de Magallanes, hubo llegado a la hacienda de Iquitos, el viejo portugus fue
conducido a la posesin herido mortalmente. Le quedaban muy pocos das de vida y le
espantaba la idea de que su hija iba a quedar sola y sin apoyo. Pero sabiendo que Juan y
Yaquita se amaban, quiso que su unin se verificase sin tardanza.
Juan rehus, desde luego. Ofreci quedarse como el protector y servidor de Yaquita, sin
llegar a ser su marido; pero las instancias del moribundo Magallanes fueron tales, que fue
imposible toda resistencia. Yaquita puso su mano en la de Juan y ste no la retir.
Desde luego que con esto cometi una falta grave! S, Juan Dacosta debi, o declararlo
todo, o huir para siempre de aquella casa, donde haba sido tan hospitalariamente recibido;
de aquel establecimiento cuya prosperidad realizara. Eso, decirlo todo antes que dar a la hija
de su bienhechor un nombre que no era el suyo; el nombre de un condenado a muerte, por
el delito de asesinato, por ms que fuese inocente ante los ojos de Dios.
Pero las circunstancias apremiaban; el viejo hacendado iba a morir y sus manos se
tendieron hacia los dos jvenes Juan Dacosta se call, el matrimonio tuvo efecto y la vida
entera del joven granjero fue consagrada a labrar la dicha de la que haba llegado a ser su
esposa.
El da en que se lo haga saber todo -pensaba Juan- Yaquita me perdonar. No dudar de
m un instante! Mas, si yo he podido engaarla, no engaar al hombre honrado que quiera
entrar en nuestra familia casndose con Minha! No, antes me entregar, para acabar
con esta existencia!
Cien veces, sin duda, tuvo Juan Dacosta el pensamiento de hacer saber a su esposa el
pasado que le agobiaba. S, la confesin estuvo en sus labios, sobre todo cuando ella le
rogaba que la condujese al Brasil, hacindola bajar con su hija por aquel hermoso ro
Amazonas. Conoca bastante a Yaquita para estar seguro de que no disminuira el afecto que
le profesaba Pero le faltaba el valor.
Quien no le comprendera en presencia de aquella felicidad familiar que le rodeaba; que
era su obra y que iba, quiz, a destruir para siempre!
Tal fue su vida durante largos aos! Tal fue la fuente, siempre surgente, de los horribles
sufrimientos cuyo secreto guardaba; tal fue, en fin, la vida de aquel hombre, que no tena
ningn acto que ocultar y a quien una suprema injusticia le obligaba a ocultarse.
Mas cuando, finalmente, lleg el da en que ya no pudo dudar del amor de Manuel hacia
su hija y en que pudo calcular que no transcurrira un ao sin que se viese precisado a dar
su consentimiento para aquel matrimonio, no dud ms y trat de obrar sin dilacin.
Una carta suya, dirigida al juez Ribeiro, puso en conocimiento de ste el secreto de la
existencia de Juan Dacosta, el nombre bajo el que se esconda, as como el lugar donde viva
con su familia y al mismo tiempo su formal idea de ir a entregarse a la justicia de su pas y
de que se procediese a la revisin de su proceso, del que deba salir para l la rehabilitacin
o la ejecucin del inicuo juicio celebrado en Villa Rica.
Cules fueron las impresiones suscitadas en el alma del honrado magistrado? Fcilmente
se adivina. No era al abogado a quien se diriga un acusado; era al juez superior de
la provincia a quien un condenado haca su llamamiento; Juan Dacosta se entregaba
completamente a l y ni aun le rogaba conservase el secreto.

El juez Ribeiro, sorprendido de pronto por aquella revelacin inesperada, se repuso en


seguida y pes escrupulosamente todos los deberes que su posicin le impona. A l le
incumba el cargo de perseguir a los criminales y vase cmo un criminal vena a ponerse
en sus manos. Verdad es que haba defendido a aquel criminal y que no dudaba que se le
conden injustamente; su alegra haba sido muy grande al ver que se salvaba por la fuga del
ltimo suplicio y en caso de necesidad l mismo hubiera provocado y facilitado su evasin;
mas lo que el abogado hubiera hecho en das pasados, llegara a hacerlo el juez ahora?
Pues bien, s! -se dijo el juez. Mi conciencia me aconseja que no abandone a este justo.
La conducta que observa en el da es una nueva prueba de su inculpabilidad; una prueba
moral, supuesto que no puede presentar otras; pero quiz la ms conveniente de todas!
No, no le abandonar!
Desde aquella fecha se mantuvo una correspondencia secreta entre el magistrado y Juan
Dacosta. Ribeiro oblig, desde luego, a su cliente a no comprometerse por un acto de
imprudencia. Quera volver a tomar el asunto, ver de nuevo el proceso, revisar la
informacin. Era preciso saber si algo de nuevo haba ocurrido en el distrito diamantino
respecto a aquella grave causa. De aquellos cmplices del delito, de aquellos contrabandistas
que haban asaltado el convoy, no haban sido presos algunos?
Las confesiones o casi confesiones, carecan de valor? Juan Dacosta, no haba estado
y no estaba siempre pronto a protestar de su inocencia? Pero esto no bastaba y el juez
Ribeiro quera hallar en los mismos elementos del asunto a quin incumba realmente la
criminalidad.
Dacosta deba, pues, ser prudente y ofreci serlo. Pero tuvo un inmenso consuelo en todas
sus rudas pruebas, al encontrar en su antiguo abogado, convertido ya en juez supremo, la
entera conviccin de que no era culpable. S, Dacosta, a pesar de su condenacin, era una
vctima, un mrtir, un hombre de bien, a quien la sociedad deba una brillante reparacin. Y
cuando el magistrado conoci el pasado del hacendado de Iquitos, desde su condenacin, la
situacin actual de la familia y toda aquella vida de abnegacin y de trabajo, empleada sin
descanso en asegurar la dicha de su familia, qued no tan slo convencido, sino conmovido
tambin y jur hacer todo lo posible para conseguir la rehabilitacin del condenado de
Tijuco.
Por espacio de seis meses dur el cambio de correspondencia entre estas dos personas.
Un da, en fin y apremiando las circunstancias, Juan Dacosta escribi al juez Ribeiro:
Dentro de dos meses me hallar a vuestro lado y a disposicin del primer magistrado de
la provincia.
La respuesta de Ribeiro fue:
Venid. Os aguardo.
La jangada estaba entonces pronta a bajar por el ro. Juan Dacosta se embarc con todos
los suyos mujeres, nios y criados. Durante el viaje y con admiracin de su mujer y de sus
hijos ya se sabe que no desembarc sino rarsimas veces. Permaneca a todas horas encerrado
en su habitacin, escribiendo y trabajando, no en sus cuentas de comercio, sino, sin decir
nada a nadie, en aquella especie de memorias que titulaba Historia de mi vida y que deba
servir para revisar su proceso.
Una semana antes de su nueva prisin, motivada por la delacin de Torres, que vena a
adelantar o quiz a destruir sus proyectos, haba enviado por un indio encontrado en el
Amazonas una carta, en la cual avisaba al juez Ribeiro de su prxima llegada.
Aquella carta, llevada y entregada a quien iba dirigida, seguro hara que el juez Ribeiro
no esperase ms que a Juan Dacosta para entablar aquel grave proceso que confiaba llevar a
feliz trmino.

En la noche anterior a la llegada de la jangada, un ataque de apopleja hiri al juez Ribeiro.


Pero la delacin de Torres, cuyo propsito de venta de su secreto haba fracasado ante la
noble indignacin de su vctima, haba hecho su efecto. Juan Dacosta fue preso en medio de
los suyos y su antiguo abogado no se encontraba all para defenderle.
En verdad era aquel un golpe terrible. Como quiera que fuese, la suerte estaba echada y no
era ya posible retroceder.
Juan Dacosta supo sobreponerse a aquel golpe que tan inopinadamente le hera. Ahora no
era slo su honor el que se hallaba en juego; se trataba del honor de todos los suyos.
Adelante, pues, se dijo.

Captulo IV
Las pruebas morales

E l mandamiento de prisin dictado contra Juan Dacosta, llamado Juan Garral, haba sido

ordenado por el suplente del juez Ribeiro, que deba desempear las funciones de aquel
magistrado en aquella provincia del Amazonas hasta que fuera nombrado el sucesor.
Se llamaba el tal suplente Vicente Jarrquez. Era un buen hombre; bajito, bastante spero y
a quien cuarenta aos de ejercicio y de procedimientos criminales no haban ayudado, desde
luego, a volverle muy benvolo, para los acusados. Haba instruido tantos asuntos, juzgado y
condenado a tan crecido nmero de malhechores, que la inocencia de un acusado cualquiera
que fuese, le pareca en principio inadmisible. Ciertamente que l no juzgaba contra su
conciencia; pero su conciencia, fuertemente acorazada, no se dejaba impresionar con
facilidad por los incidentes del interrogatorio o los argumentos de la defensa. Como muchos
presidentes de tribunales, hallaba placer en resistirse contra la indulgencia del jurado y
cuando, despus de haber pasado como por una criba las sumarias, declaraciones e
instrucciones, llegaba un acusado a su presencia, todas las presunciones estaban en su mente
y consideraba al acusado diez veces ms culpable.
Esto no quiere decir que Jarrquez fuera un
mal hombre. Nervioso, bullicioso, inquieto,
locuaz, astuto y perspicaz, era muy curioso
verlo: una cabeza grande sobre un pequeo
cuerpo; una cabellera desgreada, que no se
hubiese desenredado con nada; unos ojos,
que parecan dos agujeros abiertos con
barreno y cuya mirada tena una admirable
fijeza; una nariz prominente, con la cual
hubiera de seguro accionado a poco que la
moviera; unas orejas, separadas para recoger
mejor todo lo que se deca aun fuera del
alcance ordinario del aparato auditivo; unos
dedos tamborileando sin cesar sobre la mesa
del tribunal, como los de un pianista que se
ejercita en silencio; un busto, demasiado
largo para sus piernas demasiado cortas y
unos pies que incesantemente cruzaba y
descruzaba cuando se entronizaba en su silla
de magistrado.
En su vida privada, el juez Jarrquez,
soltern endurecido, no dejaba sus libros de
Derecho Criminal sino para sentarse a la
mesa, que no desdeaba nunca; el whist,
juego de naipes que le gustaba mucho; las
damas, en las cuales era maestro, y sobre todo, los rompecabezas chinos, enigmas, charadas,
jeroglficos, anagramas, logogrifos y otros, formaban su pasatiempo principal, como forman
el de ms de un magistrado europeo, verdaderas esfinges por gusto y por profesin.
Era un ente original, segn se ve y tambin se ve cunto haba perdido Juan Dacosta
con la muerte del juez Ribeiro, puesto que su causa iba a pesar a un magistrado tan poco
indulgente.

Por otra parte, la tarea de Jarrquez en aquel asunto era bastante sencilla. No tena que
desempear el cargo de investigador o de instructor, ni que dirigir los debates para promover
el veredicto, ni hacer aplicacin de los artculos del Cdigo Penal, ni pronunciar, en fin,
una sentencia. Desgraciadamente para el hacendado de Iquitos, no eran necesarias tantas
formalidades. Dacosta haba sido preso, juzgado y condenado veintitrs aos atrs, por el
crimen en Tijuco; la prescripcin, o sea el tiempo transcurrido, no llegaba todava a cubrir
su condena; ninguna peticin de conmutacin de pena poda producirse, ni haba ninguna
facilidad de que se le concediese el perdn. As, pues, no se trataba ms, en suma, que de
identificar su persona y con la orden de ejecucin, que llegara de Ro de Janeiro, dejar que
la justicia siguiera su curso.
Pero Juan Dacosta protestara, sin duda, de su inocencia; dira que haba sido injustamente
condenado. El deber del magistrado, cualquiera que fuese su opinin respecto a esto, era
escucharle. Toda la cuestin estribaba en saber qu pruebas de sus afirmaciones llegara a
presentar el acusado. Si no haba podido hacerlo al comparecer ante sus primeros jueces, se
hallara entonces en situacin de verificarlo?
En esto deba encontrarse todo el inters del interrogatorio.
Se debe confesar, sin embargo, que el hecho de un contumaz afortunado, que hallndose
en seguridad en pas extranjero, lo deja todo voluntariamente para afrontar una justicia
que su pasado deba ensearle a temer, era un caso curioso y raro, que deba interesar en
extremo a un magistrado encanecido en todas las peripecias de los problemas jurdicos.
Sera una cnica necesidad por parte del condenado de Tijuco o que cansado de la vida y a
impulso de su conciencia, quera a todo trance dar cuenta de su iniquidad? Hay que convenir
en que el problema era muy extrao.
Al otro da de la prisin de Juan Dacosta, el juez Jarrquez fue a la crcel de la calle de
Dios Hijo, donde haba sido encerrado el preso.
Aquella crcel era un antiguo convento de misioneros, edificado a la orilla de uno de los
principales igaraps o canales de la ciudad.
A los detenidos voluntarios de otro tiempo haban sustituido en aquel edificio, poco a
propsito para su nuevo destino, los detenidos contra su voluntad, del presente.
La pieza ocupada por Juan Dacosta no era, pues, uno de esos pobres calabozos que
prescriba el sistema penitenciario de la poca.
Era una antigua celda de fraile, con una ventana sin cristal, pero bien enrejada, que daba a
un terreno baldo; en un rincn haba un banco; en otro, una sencilla cama; algunos enseres
y utensilios ordinarios y nada ms.
De esta celda, en la maana del 25 de agosto, a cosa de las once, fue sacado Juan Dacosta
y conducido a la sala de declaraciones, instalada en la antigua sala capitular del convento.
El juez Jarrquez estaba all, delante de su bufete, hundido en un alto silln y vuelto de
espaldas a la ventana, a fin de que su persona permaneciese en la sombra, mientras que la
del acusado permaneca de cara a la luz.
Su escribano estaba colocado a un extremo de la mesa, la pluma sobre la oreja y con la
indiferencia propia de la gente de curia, dispuesto a consignar las preguntas y las respuestas.
Juan Dacosta fue introducido en esta sala y a una seal del magistrado, se retiraron los
guardias que le condujeran.
El juez Jarrquez mir detenidamente al acusado. Este se haba inclinado ante l
guardando una actitud conveniente, ni soberbia ni humilde, esperando con dignidad para
contestar a las preguntas que le fuesen dirigidas.
Vuestro nombre? - dijo el juez Jarrquez.
Juan Dacosta.

Vuestra edad?
Cincuenta y dos aos.
Dnde vivs?
En Per, en la aldea de Iquitos.
Bajo qu nombre?
El de Garral, que uso por mi madre.
Por qu llevis ese nombre?
Porque durante veintitrs aos me he querido ocultar a las pesquisas de la justicia
brasilea.
Las respuestas eran tan precisas, parecan indicar tan bien que Juan Dacosta se hallaba
resuelto a confesar todo su pasado y su presente, que el juez Jarrquez, poco habituado a
semejantes procederes, levant su nariz ms verticalmente que de costumbre, picado de la
curiosidad.
Y por qu -volvi a preguntar- la justicia brasilea poda ejercer pesquisas contra vos?
Porque haba sido condenado a la pena capital en 1826 a causa del asunto de Tijuco.
Confesis, pues, que sois Juan Dacosta?
Soy Juan Dacosta.
Todo estaba dicho con la calma ms serena
y ms sencilla del mundo. Los ojos del juez
Jarrquez se ocultaron bajo sus prpados,
como pareciendo decirles: He aqu un
asunto que marchar solo.
Solamente faltaba que surgiese la
invariable cuestin que traa consigo la
sabida respuesta de los acusados de todas
clases: la protesta de su inocencia.
Los dedos del juez principiaron a repicar
sobre la mesa.
Dacosta -le pregunt-, qu hacais en
Iquitos?
Soy hacendado y me ocupo en dirigir un
establecimiento
agrcola
bastante
considerable.
Se halla en vas de prosperidad?
Muy grande.
Cunto tiempo hace que dejasteis
vuestra hacienda?
Nueve semanas.
Por qu?
Para esto, seor, di un pretexto -contest Dacosta-; pero, en realidad tena un motivo.
Cul ha sido el pretexto?
El cuidado de conducir a Par un tren flotante de troncos adems de un cargamento de
varios productos del Amazonas.
Ah! -dijo el juez. Y cul era el verdadero motivo de nuestro viaje?
Y al hacer esta pregunta se dijo:
Vamos, pues, a entrar, por fin, en el terreno de las negativas y de las mentiras.

El verdadero motivo -contest Dacosta con una voz firme -era la resolucin que haba
tomado de venir a entregarme a la justicia de mi pas.
Entregaros! -exclam el juez levantndose de su silln. Entregaros! Y por propia
voluntad?
Si, por propia voluntad!
Y por qu?
Porque ya estaba cansado y no quera proseguir esta existencia, la obligacin de vivir bajo
un nombre supuesto; la imposibilidad de poder restituir a mi esposa y a mis hijos el que les
pertenece; en fin, seor, porque
Por qu?
Soy inocente!
He aqu lo que esperaba, se dijo el juez Jarrquez.
Y mientras que sus dedos tocaban una marcha algo ms acentuada, hizo a Juan Dacosta
un gesto con la cabeza, que quera decir, era evidente: Vamos, contad vuestra historia! Yo
la conozco; pero no quiero impediros que la refiris a vuestra entera satisfaccin!
Juan Dacosta, que no se apur por aquella poco favorable disposicin de nimo de su juez,
hizo como si no la notase. Cont, pues, la historia entera de su vida; habl con mesura, sin
separarse de la calma que se haba impuesto, sin omitir ninguna de las circunstancias que
haban precedido o seguido a su condenacin. No insisti mucho sobre aquella existencia
honrada que haba llevado despus de su evasin, ni sobre los deberes de jefe de familia,
de esposo y padre, que haba cumplido tan dignamente. Slo hizo constar una circunstancia;
la que le haba conducido a Manaos para solicitar la revisin de su proceso y procurar su
rehabilitacin y esto sin que nada le hubiera obligado a hacerlo.
El juez Jarrquez, prevenido por naturaleza contra todo acusado, no le interrumpi. Se
limit a cerrar o a abrir sucesivamente los ojos, como un hombre que oye referir una historia
parecida por centsima vez; y cuando Dacosta coloc sobre la mesa la memoria que haba
redactado, no hizo un ademn para tomarla.
Habis concluido? -le pregunt.
S, seor.
Y persists en sostener que no habis salido de Iquitos ms que por venir a reclamar la
revisin de vuestro juicio?
No he tenido otro motivo.
Y con qu se prueba? Con qu se prueba que sin la denuncia que ha producido vuestra
prisin os hubierais entregado?
Con esta memoria, desde luego.
Esa memoria se halla en vuestras manos y nada atestigua que, a no haber sido preso,
hubierais hecho de ella el uso que decs.
Existe, por lo menos, seor juez, una pieza que no se halla en mis manos y cuya
autenticidad no puede ponerse en duda. -Cul?
La carta que escrib a vuestro predecesor, el juez Ribeiro; carta en la que le anunciaba mi
prxima llegada.
Ah! Vos habis escrito?
S; y esta carta, que deba haber llegado a su destino, no puede tardar en seros entregada.
Verdaderamente -respondi el juez Jarrquez, con un tono algn tanto incrdulo-, vos
habis escrito al juez Ribeiro?
Antes de ser juez de esta provincia -respondi Dacosta-, Ribeiro era abogado en Villa
Rica. El fue mi defensor en el proceso que se me sigui por el crimen de Tijuco y no dudaba

de la bondad de mi causa. El hizo cuando pudo por salvarme. Veinte aos despus, cuando
fue nombrado jefe de justicia en Manaos, le hice saber que yo exista, en dnde estaba y lo
que quera emprender. Su conviccin acerca de m no haba cambiado y por consejo suyo
fue por lo que yo dej la hacienda para venir en persona a pretender mi rehabilitacin.
Pero la muerte le ha herido inopinadamente y quiz estoy perdido si en el juez Jarrquez no
encuentro al juez Ribeiro.
El magistrado, tan directamente interpelado, estuvo a punto de saltar de su asiento. Pero
logr contenerse y se limit a pronunciar estas palabras:
Realmente es muy extrao!
El juez Jarrquez tena con seguridad un corazn de piedra y se hallaba al abrigo de toda
sorpresa.
En aquel instante, un guardia entr en la sala y entreg un pliego cerrado con sobre al
magistrado.
Este rompi el sello y sac del sobre una carta, que ley, con cierta contraccin de cejas,
diciendo:
Juan Dacosta, no hay motivo para ocultaros que aqu est la carta dirigida por vos al juez
Ribeiro, de que habis hablado y que acaba de serme comunicada. No hay, pues, razn para
dudar de lo que habis dicho sobre esto.
E igual que con esto, todas las circunstancias de mi vida que os he hecho conocer.
Perfectamente, Juan Dacosta -respondi, vivamente, el juez Jarrquez-; protestis de
vuestra inocencia; pero todos los acusados suelen hacer lo mismo. Tenis, quiz, alguna
convincente prueba material?
Es posible seor! -respondi Juan Dacosta. Estas palabras hicieron que el juez Jarrquez
se levantara de su asiento. Aquello le resultaba tan sorprendente, que tuvo que dar dos o tres
vueltas por la sala para serenarse.

Captulo V
Las pruebas materiales

C uando el magistrado ocup su sitio nuevamente, lo hizo como hombre que crea haber

tornado a hacerse completamente dueo de s mismo. Se arrellan en su silln, alz la


cabeza, pos los ojos en el techo y con el tono de la ms completa indiferencia y casi sin
mirar al acusado, le orden:
Hablad!
Dacosta se detuvo a reflexionar un
momento, como si le fuese preciso coordinar
sus ideas. Finalmente se expres en estos
trminos:
Hasta aqu, seor, slo os he dado de mi
inocencia presunciones morales basadas en
la dignidad, la conformidad y la honradez de
toda mi vida. Haba credo que estas pruebas
eran las ms dignas de ser ofrecidas a la
justicia.
El juez Jarrquez se limit a hacer un
movimiento de hombros, indicando que no
era tal su parecer.
Puesto que ellas no son suficientes prosigui Dacosta-, ved cules son las
pruebas materiales que me encuentro quiz
en disposicin de aducir. Digo quiz, porque
no s an qu crdito debe drseles. Por esto,
seor, no he hablado de ellas ni a mi mujer ni
a mis hijos, no queriendo darles una
esperanza que luego resultase engaosa.
Vamos al hecho -respondi el juez.
Tengo motivos para creer que mi prisin,
la vspera de la llegada a Manaos, ha sido
producida por una denuncia dirigida al jefe de polica.
No os habis equivocado, Juan Dacosta y debo deciros que esa denuncia es annima.
Importa poco tal detalle, pues s que slo puede provenir de un miserable llamado Torres.
Y con qu derecho -pregunt el juez- tratis as a ese delator?
Un miserable, s, seor! -insisti, vivamente, Juan Dacosta. Ese hombre, a quien yo haba
hospitalariamente recogido, no iba a buscarme ms que para proponerme que le comprara
su silencio, para proponerme un venta odiosa, que jams me arrepentir de haber rechazado,
sean cuales fueren las consecuencias de su denuncia.
Siempre el mismo sistema! -dijo el juez para s. Acusar a los dems para disculparse a s
propio.
Pero no dej de or con extrema atencin el relato que le hizo Dacosta de sus relaciones
con el aventurero, hasta el momento en que Torres le hizo saber que le conoca y que se
hallaba en disposicin de revelar el nombre del verdadero autor del crimen de Tijuco.
Y cul es el nombre del culpable? -pregunt el juez, interesado, a pesar de su
indiferencia.

Lo ignoro -respondi Dacosta. Torres se ha guardado bien de nombrarlo.


Y ese culpable, vive?
Ha muerto!
Los dedos del juez Jarrquez tamborilearon ms rpidamente pero no pudo contenerse y
dijo:
El hombre que puede suministrar la prueba de la inocencia de un acusado, siempre ha
muerto!
Si el verdadero culpable ha muerto, seor, Torres al menos vive y me ha asegurado que
tiene en su poder la prueba escrita de mano del autor del crimen, habindome ofrecido
venderla.
Entonces, Juan Dacosta -respondi el juez-, no hubiera sido muy cara aunque la pagarais
con toda vuestra fortuna!
Si Torres no me pidiera ms que mi fortuna yo se la habra donado, sin que ninguno
de los mos se hubiera resistido! S, tenis razn, seor Nunca se paga demasiado caro el
rescate del honor. Pero ese miserable, creyendo tenerme a su disposicin, exiga ms que mi
fortuna.
Qu era, pues?
La mano de mi hija, que deba ser el precio de la venta Yo lo he rehusado, l me
denunci y he aqu por qu estoy delante de vos.
Y si Torres no os hubiera denunciado- pregunt el juez-; si no se hubiese atravesado en
vuestro camino, qu hubierais hecho al saber, a vuestra llegada aqu, la muerte del juez
Ribeiro? Habrais venido a entregaros a la justicia?
Sin vacilar, seor- respondi Dacosta con voz segura-; porque, os lo repito yo no tena
otro fin al salir de Iquitos para venir a Manaos.
Fue dicho esto con tal acento de verdad, que el juez Jarrquez sinti penetrar una especie
de emocin en ese sitio del corazn donde se forman las convicciones; pero no se rindi
todava.
Esto no debe extraar. El magistrado procediendo a aquel interrogatorio, no saba nada de
lo que saben los que han seguido a Torres desde el principio de esta narracin. Estos ya no
pueden dudar de que Torres tena en su poder la prueba material de la inocencia de Juan
Dacosta. Ellos tienen la certeza de que el documento existe y contiene aquel testimonio y
acaso pensarn que el juez Jarrquez daba muestras de una despiadada incredulidad. Mas
los que crean esto, deben pensar que el juez no se hallaba en tal situacin sino que estaba
acostumbrado a esas invariables protestas de los acusados que la justicia le enviaba; que el
documento invocado por Dacosta no se le presentaba y no saba tampoco si realmente exista
y, por ltimo, tena delante a un hombre cuya culpabilidad tena para l la autoridad de cosa
juzgada.
Sin embargo, quiso, tal vez por mera curiosidad, atacar a Dacosta hasta en sus ltimos
reductos.
De modo -le dijo- que toda vuestra esperanza estriba, al presente, en la declaracin que
os ha hecho ese Torres?
S, seor -respondi Dacosta-; si mi vida entera no aboga por m.
Dnde creis que se halle Torres actualmente?
Supongo que debe hallarse en Manaos.
Y esperis que l hablar y que consentir en entregaros buenamente ese documento que
habis rehusado pagarle al precio que exiga?

Lo espero, seor -respondi Dacosta. La situacin al presente no es la misma para Torres.


Me ha denunciado y, por consecuencia, no debe tener ninguna esperanza de volver a
proponerme su venta con las condiciones con que pretenda hacerla. Pero ese documento
le puede an valer una fortuna, que yo, salga bien o sea condenado, no le negar nunca.
Supuesto que tiene inters en venderme ese documento, sin que a l pueda perjudicarle en
ninguna ocasin, pienso que obrar con arreglo a su natural inters.
El razonamiento de Dacosta no tena rplica. El juez lo comprendi as y solo le hizo una
nica objecin posible.
Sea -le dijo. El inters de Torres es, sin duda, venderos ese documento, suponiendo que
ste exista.
Y si no existe, seor -contest Dacosta con voz penetrante-, no tendr ms remedio que
entregarme a la justicia de los hombres, esperando en la justicia de Dios.
A estas palabras, el juez Jarrquez se levant y con un tono menos indiferente, le habl as:
Juan Dacosta, al interrogaros aqu, al dejaros contar todas las particularidades de vuestra
vida y protestas de inocencia, he ido ms all de lo que permita mi obligacin. Ya se halla
hecha una informacin sobre este asunto y habis comparecido ante el jurado de Villa Rica,
cuyo veredicto ha sido pronunciado por unanimidad de votos, sin admisin de circunstancias
atenuantes. Os condenaron por ser instigador y cmplice del asesinato de los soldados y el
robo de los diamantes de Tijuco. La pena capital ha sido pronunciada para vos y slo por una
evasin habis podido escapar del suplicio. El que hayis venido a entregaros a la justicia
despus de veintitrs aos, no os exime del castigo. Por ltima vez:, confesis que sois Juan
Dacosta, el condenado por el asunto del robo de los diamantes?
Soy Juan Dacosta.
Y estis dispuesto a firmar esta declaracin?
Lo estoy.
Y con mano firme y la mente tranquila, Juan Dacosta estamp su nombre al pie de un
proceso verbal y del informe que el juez Jarrquez haba ordenado redactar a su escribano.
Este informe -dijo el magistrado-, que dirijo al Ministerio de la Justicia, va a partir para
Ro de Janeiro. Pasarn algunos das hasta que recibamos la orden de hacer cumplir la
sentencia que os ha condenado. Si, como decs, ese Torres es dueo de la prueba de vuestra
inocencia, haced cuanto os sea posible por vos mismo, por los vuestros, por todo el mundo,
para que la presente en tiempo oportuno! En cuanto llegue la orden, no se os podr conceder
la menor prrroga y la justicia seguir su curso.
Dacosta se inclin.
Me ser permitido ver ahora a mi esposa y a mis hijos? - quiso saber.
Desde ahora ya no os hallis incomunicado. Se les permitir entrar.
El magistrado agit la campanilla. Los guardias entraron en la sala y se llevaron a Juan
Dacosta.
Hum! Hum! Realmente muy extrao Y jams lo hubiera credo! Veremos,
veremos

Captulo VI
El ltimo golpe

M ientras era objeto del anterior interrogatorio Yaquita, a consecuencia de los pasos dados

por Manuel, se enteraba de que ella y sus hijos podan ver al preso aquel mismo da, a partir
de las cuatro de la tarde.
Yaquita no haba salido desde la vspera de su habitacin, Minha y Lina permanecan a
su lado, aguardando el momento en que le fuera permitido ir a ver a su esposo. En Yaquita
Garral o Yaquita Dacosta, encontrara l la mujer, la valerosa compaera de toda su vida.
Vendran a ser las once de la maana de aquel da, cuando Benito se uni a Manuel y a
Fragoso, que hablaban en la parte delantera de la jangada.
Manuel, deseo pedirte un favor.
Cul?
Y a vos tambin, Fragoso.
Estoy a vuestras rdenes seor Benito -respondi el barbero.
De que se trata? -pregunt Manuel, examinando a su amigo, cuya actitud era la de un
hombre que ha tomado una resolucin inalterable.
Vosotros creis siempre en la inocencia de mi padre, no es esto? -pregunt Benito a su
vez.
Desde luego! -exclam Fragoso. Antes creera que he sido yo quien ha cometido el delito.
Pues bien; es necesario hoy mismo poner en prctica el proyecto que conceb ayer.
Buscar a Torres? -pregunt Manuel.
S y saber de l cmo ha descubierto el retiro de mi padre. Le ha conocido antes? No
puedo creerlo, porque mi padre no ha salido de Iquitos hace ms de veinte aos y ese
miserable apenas tiene treinta! Pero el da no se acabar sin que yo sepa esto, o, ay del
malvado Torres!
La resolucin de Benito no admita ninguna discusin. As ni Manuel ni Fragoso pensaron
disuadirle de su proyecto.
Yo os ruego, pues -sigui Benito-, que me acompais los dos Vamos a partir al instante.
No hay que aguardar a que Torres haya salido de Manaos. l no tiene al presente ms recurso
que vender su silencio y puede que conciba esta idea. Partamos!
Los tres desembarcaron en el promontorio de Ro Negro y se encaminaron hacia la ciudad.
Manaos no era tan grande que no pudiera registrarse en pocas horas. Se ira de casa en
casa, si era menester; pero vala ms dirigirse a los dueos de las posadas y tiendas donde el
aventurero hubiera podido refugiarse. Sin duda alguna, el antiguo capitn de bosques no
habra dado su nombre; pues quiz tena razones personales para evitar toda relacin con la
justicia. Con todo, si l no haba salido de Manaos, era imposible que escapase a las
investigaciones de los jvenes. En todo caso, no era cuestin de dirigirse a la polica, por ser

muy probable, como efectivamente lo era, segn se sabe, que su denuncia hubiera sido
annima.
Durante una hora, Benito, Manuel y
Fragoso recorrieron las calles principales de
la ciudad, preguntando a los comerciantes en
sus tiendas y a los taberneros en su
mostrador y hasta a los mismos transentes
sin que nadie hubiese visto al individuo
cuyas seas daban con extremada exactitud.
El aventurero habra dejado ya Manaos?
Deba perderse toda esperanza de
encontrarle?
Manuel procuraba en vano calmar a
Benito, cuya cabeza arda. Costase lo que
costase, deba encontrarse a Torres. La
casualidad vino a servirle y Fragoso fue
quien se puso sobre la pista.
En una posada de la calle de Dios Espritu
Santo se le dijo, en vista de las seas que
daba del aventurero, que el individuo en
cuestin haba parado la vspera en aquella
casa.
Ha dormido en la posada? -se apresur a
preguntar Fragoso.
En efecto -afirm el posadero.
Y se halla ahora aqu?
No; ha salido.
Pero, ha satisfecho su cuenta, como si estuviera dispuesto a marchar?
De ninguna manera. Ha salido de su aposento hace una hora y volver, sin duda, para
cenar.
Sabis qu camino ha tomado al salir?

Se le ha visto dirigirse hacia el Amazonas, por la parte baja de la poblacin y es probable


que se encuentre por ese lado.
Fragoso no tena que preguntar ms.
Algunos momentos despus volva a unirse
con los dos jvenes y les deca:.
Ya he dado con el rastro de Torres.
Est aqu? -pregunt Benito.
No; acaba de salir y se le ha visto dirigirse
a campo traviesa hacia el lado del Amazonas.
Marchemos! -dijo Benito.
Debiendo bajar hacia el ro, el camino ms
corto era tomar la orilla izquierda del Ro
Negro hasta su desembocadura.
Benito y sus compaeros dejaron bien
pronto atrs las ltimas casas de la ciudad y
siguieron el promontorio, pero dando un
rodeo para que no pudieran verles desde la
jangada.
La llanura estaba desierta a aquella hora y
la vista poda extenderse a larga distancia a
travs de aquella campia, donde los campos
cultivados haban remplazado a los antiguos
bosques.
Benito no hablaba, porque no hubiera
podido pronunciar una sola palabra. Manuel
y Fragoso respetaban aquel silencio. As iban los tres, mirando y recorriendo aquel espacio
desde la orilla del Ro Negro hasta la del Amazonas. Al cabo de tres horas de su salida de
Manaos, an no haban visto nada.
Una o dos veces encontraron indios que trabajaban en el campo. Manuel les pregunt y al
fin por uno de ellos supo que un hombre parecido al que se le designaba acababa de pasar
dirigindose hacia el ngulo formado por la confluencia de las dos corrientes.
Sin preguntar ms, Benito, por un movimiento irresistible, ech a correr y sus dos
compaeros tuvieron que darse bastante prisa si quisieron evitar perderle de vista.
La orilla izquierda del Amazonas apareca entonces a menos de un cuarto de milla. Una
especie de acantilado se perfilaba cerrando una parte del horizonte y limitaba el alcance de
la vista en un radio de algunos centenares de pasos.
Benito, precipitando su carrera, desapareci muy pronto detrs de uno de aquellos cerrillos
areniscos.
Ms aprisa, ms aprisa! -dijo Manuel a Fragoso. No hay que dejarle solo un instante!
Y los dos se lanzaron en aquella direccin, en el preciso momento en que se oa un grito.
Benito haba visto a Torres? Este se haba descubierto a l? Benito y Torres estaban
ya juntos?
A unos cincuenta pasos ms all y habiendo doblado rpidamente una de las puntas del
promontorio, Manuel y Fragoso vieron a dos hombres parados uno frente a otro.

Eran Torres y Benito.


En un momento, Manuel y Fragoso se
encontraron a su lado.
Pudiera creerse que, en el estado de
exaltacin en que se hallaba Benito, no
hubiera podido contenerse en el momento
que se vio ante el aventurero.
Pero no fue as.
En cuanto el joven se vio delante de Torres
y cuando tuvo la seguridad de que no poda
escaprsele, un cambio repentino se verific
en su actitud; su pecho se seren y volvi a
encontrar su sangre fra y a hacerse dueo de
s mismo.
Aquellos dos hombres estuvieron algunos
momentos contemplndose, sin pronunciar
una palabra.
Torres fue el primero que rompi el
silencio, con aquel tono sarcstico que le era
peculiar.
Ah! -dijo. El seor Benito Garral!
No! Benito Dacosta! -respondi el
joven. -En efecto -replic Torres-; el seor
Benito Dacosta, acompaado del seor

Manuel y de mi amigo Fragoso.


Al or este calificativo ultrajante que le daba el aventurero, Fragoso iba a arrojarse sobre
l, dispuesto a castigarle, cuando Benito, impasible le detuvo.
Qu vais a hacer, valiente? -dijo Torres, retrocediendo algunos pasos. Creo que haris
muy bien en guardaros de m.
Y hablando as, sac de su poncho un machete, arma de la que nunca se separaba entonces
un brasileo. Despus, encogido a medias, esper la agresin a pie firme.
Torres yo he venido a buscaros -dijo entonces Benito, que no se haba movido ante aquella
actitud provocativa.
A buscarme? -replic el aventurero. No soy difcil de encontrar! Y por qu me
buscis?
A fin de saber de vos lo que parece sabis del pasado de mi padre.
De verdad?
S! Yo espero que me digis cmo le habis conocido, por qu rondabais nuestra
hacienda de los bosques de Iquitos y por qu le esperabais en Tabatinga.
Pues la cosa est bien clara! -dijo, riendo. Le esperaba para embarcarme en su jangada y
me embarqu con la intencin de hacerle una proposicin bien sencilla, que quiz ha hecho
mal rechazar.
A estas palabras, Manuel no pudo contenerse; con el rostro plido se dirigi hacia Torres.
Benito, queriendo apurar todos los medios de conciliacin, se interpuso entre el aventurero
y l.
Aguanta, Manuel -le dijo. Yo tambin me aguanto.
Despus, dijo a Torres:

En efecto, Torres; yo s cules son los motivos que os hicieron embarcaros con nosotros.
Poseedor de un secreto que os ha sido entregado, sin duda, habis querido hacerle objeto de
negocio; pero esto no es lo que ahora se trata.
Pues qu?
Yo quiero saber cmo habis reconocido a Juan Dacosta en el hacendado de Iquitos.
Cmo he podido reconocerle? -respondi Torres. Esos son negocios mos y no tengo
necesidad de referirlo. Lo principal es que yo no me he equivocado al denunciar en l al
verdadero autor del crimen de Tijuco.
Vos me lo diris! -exclam Benito, que empezaba a perder la paciencia.
No dir nada! -respondi Torres. Vuestro padre ha rehusado lo que le peda: admitirme
en su familia! Pues bien; ahora que su secreto es conocido y que se halla preso yo soy el
que rehusar entrar en ella, en la familia de un ladrn, de un asesino, de un condenado, a
quien espera el cadalso!
Miserable! -grit Benito, que a su vez sac un machete de su cinturn y se coloc en
actitud ofensiva.
Manuel y Fragoso, por un movimiento
idntico, se hallaron tambin rpidamente
armados.
Tres contra uno! -dijo Torres.
No! Yo solo contra vos! -contest
Benito.
Verdaderamente, no habra que extraar
un asesinato por parte del hijo de un asesino!
Torres! -exclam Benito. Defindete o
te mato como a un perro rabioso.
Rabioso, quiz! Pero muerdo, Benito
Dacosta y cuidado con mis mordeduras!
Y despus, volviendo a tomar su machete,
se puso en guardia, pronto a lanzarse sobre
su adversario.
Benito retrocedi algunos pasos.
Torres -le dijo, volviendo a recobrar la
sangre fra que haba perdido por un
momento-, habis sido el husped de mi
padre, le habis amenazado, le habis hecho
traicin, le habis denunciado, habis
acusado a un inocente y con la ayuda de Dios
pienso mataros.
La ms insolente sonrisa se dibuj en los labios de Torres. Quiz el miserable tena en
aquel momento la idea de no empear un combate con Benito y lo poda hacer. En efecto,
comprenda que Juan Dacosta no haba dicho nada de aquel documento que encerraba la
prueba material de su inocencia.
Pues revelando a Benito que l posea aquella prueba, le hubiera desarmado en el instante.
Pero, adems de que quera, sin duda, aguardar al ltimo momento para sacar mejor
partido de aquel documento, el recuerdo de las insultantes palabras del joven y la rabia que
profesaba a todos los suyos, le hicieron olvidarse de su propio inters.

Esto aparte, era muy prctico en el manejo del machete, del que frecuentemente haba
tenido ocasin de servirse. El aventurero era robusto, gil y diestro. Contra un adversario,
de veinte aos apenas, que no poda tener ni su fuerza ni su acierto, las ventajas estaban de
parte suya.
Manuel, en su ltimo y desesperado intento, propuso batirse en lugar de Benito.
No, Manuel -respondi framente el joven. A m solo me corresponde vengar a mi padre
y como todo debe hacerse aqu en regla, t sers mi testigo.
Benito!
En cuanto a vos, Fragoso, no me rehusaris, si yo os lo ruego, servir de testigo a este
hombre.
Sea -contest Fragoso-, aunque no hay en esto ningn honor. Lo que es yo -aadi-, sin
gastar tantas ceremonias, le hubieran matado como lo que es: una fiera.
El sitio donde deba verificarse el combate era un promontorio plano, de cerca de cuarenta
pasos de ancho y que dominaba al Amazonas con una altura como de cuatro o cinco metros.
Se hallaba cortado a pico y, por consiguiente, muy expuesto. En su parte inferior, el ro se
deslizaba lentamente, baando los haces de caas que erizaban su base.
No haba, pues, ms que un poco de margen en la parte ancha de este promontorio y aquel
de los dos adversarios que cediera, se vera prontamente arrojado al abismo profundo.
Dada la seal por Manuel, Torres y Benito marcharon uno contra otro.
Benito estaba completamente sereno. Defensor de una santa causa, su sangre fra le daba
mucha ventaja sobre Torres, cuya conciencia, por ms insensible y ms endurecida que
estuviese, deba en aquel momento turbar su vista.
Al encontrarse, Benito lanz el primer golpe.
Torres le par.
Los dos adversarios retrocedieron entonces; pero casi al mismo tiempo volvieron el uno
sobre el otro, asindose con la izquierda de un hombro No deban ya soltarse.
Torres, ms vigoroso, tir lateralmente un machetazo, que Benito no pudo parar y que toc
su costado derecho, tiendo de sangre la tela de su poncho. Mas, reponindose en el acto,
hiri a su vez a Torres ligeramente en la mano.
Varios golpes se cambiaron entonces, sin ser ninguno decisivo. La mirada de Benito,
siempre tranquila, se clavaba en los ojos de Torres como una hoja de acero que se introduce
hasta el corazn. Visiblemente, el miserable empezaba a desconcertarse. Retrocedi, pues,
poco a poco, acosado por aquel vengador implacable al que se le vea ms decidido a tomar
la vida del delator de su padre que a defender la suya propia. Herir era todo lo que quera
Benito, cuando el otro no procuraba ya ms que parar sus golpes.
Pronto Torres se vio acorralado en la misma orilla del promontorio que se inclinaba sobre
el ro. Comprendiendo el peligro, quiso volver a tomar la ofensiva y recobrar el terreno
perdido Su turbacin se aumentaba; su mirada lvida se apagaba bajo sus prpados Iba,
pues, a sucumbir bajo los golpes que le amenazaban.
Muere ya! -rugi Benito.
Y le tir un golpe en medio del pecho; pero la punta del machete se embot en un cuerpo
duro oculto bajo el poncho de Torres.
Benito redobl su ataque. Torres, cuya contestacin a la acometida no haba tocado a
su adversario, se conceptu perdido. Todava se vio precisado a retroceder. Entonces quiso
gritar, gritar, diciendo que la vida de Juan Dacosta dependa de la suya Pero no tuvo
tiempo.

Un segundo golpe del machete lleg esta vez hasta el corazn del aventurero. Cay hacia
atrs y faltndole inmediatamente el suelo
sali volando fuera del promontorio.
Por ltima vez, sus manos se asieron
convulsivamente a un haz de caas, que no
pudieron sostenerle y desapareci bajo las
aguas del ro.
El joven se apoyaba en el hombro de
Manuel y Fragoso le estrechaba las manos;
pero l no quera dar a sus compaeros
tiempo para curar su herida, que era bastante
ligera.
A la jangada! -dijo. A la jangada!
Manuel y Fragoso, posedos por una
emocin profunda, le siguieron sin aadir
una palabra.
Un cuarto de hora despus llegaron los tres
al promontorio donde estaba amarrada la
jangada. Benito y Manuel se precipitaron en
la habitacin de Yaquita y de Minha y entre
los dos las pusieron al corriente de lo que
acababa de suceder.
Hijo mo!
Hermano mo!
A la crcel! -dijo Benito.
S, vamos -respondi Yaquita.
Benito, acompaado de Manuel, se llev a su madre. Los tres desembarcaron, dirigindose
hacia Manaos y media hora despus llegaron delante de la crcel de la ciudad.
En virtud de la orden que previamente haba dado el juez Jarrquez, se les introdujo al
instante, siendo conducidos al lugar que ocupaba el preso.
Abierta la puerta, Juan Dacosta vio entrar a su mujer, a su hijo y a Manuel.
Juan, Juan mo! -exclam Yaquita.
Yaquita, esposa ma! Hijos de mi alma! -contest el preso, abriendo los brazos y
estrechndoles fuertemente contra su corazn.
Juan, mi inocente Juan! Querido esposo!
Inocente y vengado! -grit Benito.
Vengado! Qu quieres dar a entender?
Que Torres ha muerto, padre mo y lo ha sido por mi mano.
Que ha muerto Torres? Muerto! Ah, hijo mo! Me has perdido!

Captulo VII
Decisiones

H oras despus, de regreso en la jangada, toda la familia se hallaba reunida en el comedor.

Todos estaban all, menos aquel justo, que acababa de recibir un ltimo golpe.
Aterrado, Benito se acusaba de haber perdido a su padre. A no ser por las splicas de
Yaquita, de su hermana, del padre Passanha y de Manuel, el desgraciado joven, llevado por
los primeros momentos de su desesperacin, tal vez hubiera cometido un atentado consigo
mismo. No ocurri porque no se le haba perdido de vista, ni le dejaron solo. Y, sin embargo,
su conducta haba sido noble. No era una justa venganza la que haba ejercido contra el
delator de su padre?
Por qu Juan Dacosta no lo haba hecho saber todo antes de abandonar la jangada?
Por qu haba querido reservar slo para el juez el tratar de aquella prueba material
de su inculpabilidad? Triste haba sido que en su conversacin con Manuel, despus de
la expulsin de Torres, callara la existencia de aquel documento que el aventurero deca
poseer. Pero, despus de todo, qu fe deba darse a lo que afirmaba Torres? Poda haber
seguridad de que semejante documento se encontrase en poder de tal miserable?
Pero, como quiera que fuera, la familia lo saba todo entonces y por boca misma de Juan
Dacosta. Saba que, segn el dicho de Torres, exista realmente la prueba de la inocencia
del condenado de Tijuco; que aquel documento haba sido escrito por la propia mano del
autor del atentado; que este criminal, presa de los remordimientos en la hora de la muerte,
se la haba entregado a su compaero Torres y que ste, en vez de cumplir la voluntad del
moribundo, haba querido hacer de la entrega de dicho documento un objeto de negocio
Pero tambin saba que Torres acababa de sucumbir en el desafo; que su cuerpo estaba
sumergido en las aguas del Amazonas y que tambin haba muerto sin pronunciar el nombre
del verdadero culpable.
Desde entonces y a menos que ocurriese un milagro, Dacosta deba considerarse como
irremisiblemente perdido. La muerte del juez Ribeiro por una parte, la de Torres por otra,
era un doble golpe de que no se poda resguardar.
Hay tambin que advertir aqu que la opinin pblica en Manaos, injustamente
apasionada, como siempre, estaba toda en contra del preso. El inesperado arresto de Dacosta
traa a la memoria aquel horrible atentado de Tijuco, olvidado al cabo de veintitrs aos. El
proceso del joven empleado del distrito diamantino, su condenacin a la pena capital y su
fuga algunas horas antes de ejecutarse la sentencia, todo fue, pues, vuelto a sacar a la luz,
escudriado, comentado. Un artculo publicado en O Diario d'o Gran Par, el peridico de
ms circulacin en aquella regin, era abiertamente hostil al preso. Por qu haban de creer
en la inocencia los que ignoraban todo lo que saban los suyos, los que eran los nicos en
saberlo?
Tambin la poblacin de Manaos se sobreexcit en unos instantes. La turba de indios
y de negros, desatinadamente cegada, no tard en afluir alrededor de la crcel lanzando
gritos de muerte. En aquel pas de las dos Amricas, donde es muy frecuente ver aplicar las
odiosas ejecuciones de la ley de Lynch, la multitud estaba pronta a entregarse a sus instintos
crueles y poda temerse que en aquella ocasin quisiera hacer justicia por su propia mano
cometiendo un cruel atropello.
Qu noche tan triste para los viajeros de la jangada! Amos y criados resultaban heridos
por aquel golpe! El personal de la granja, no constitua una nueva familia? Todos, por
otra parte, queran velar por la seguridad de Yaquita y de los suyos. En la orilla del Ro

Negro haba una incesante ida y venida de indgenas, evidentemente sobreexcitados por
la prisin de Juan Dacosta y quin sabe a qu excesos podran entregarse aquellas gentes
medio brbaras!
La noche se pas, sin embargo, sin que se hiciera ninguna demostracin contra la jangada.
En la maana del veintisis de agosto, desde el amanecer, Manuel y Fragoso, que no haban
dejado a Benito un momento, durante aquella noche de angustias, procuraron sacarle de su
desesperacin. Llevndolo aparte, le hicieron comprender que no haba un momento que
perder y que era preciso decidirse a obrar.
Benito! -le dijo Manuel-, vuelve a tomar posesin de ti mismo!, Y, sobre todo, s
digno hijo de tu padre!
Padre mo! -exclam Benito. Yo lo he matado!
No -rectific Manuel. Y si Dios nos ayuda, es muy posible que no est todo perdido!
Escuchadnos, seor Benito -dijo Fragoso.
El joven, pasndose la mano por los ojos, hizo un esfuerzo sobre s mismo.
Benito -prosigui el novio de su hermano-, Torres nunca ha dicho nada que nos pudiera
colocar sobre el rastro de su pasado. No podemos saber, por lo tanto, quin es el verdadero
autor del crimen de Tijuco, ni en qu circunstancias fue cometido. Buscar por esta parte sera
perder nuestro tiempo.
Y ese tiempo nos hace falta -aadi Fragoso.
Por otra parte -continu Manuel-, aunque tambin llegsemos a descubrir quin era el
compaero de Torres, ha muerto y no puede testificar de la inocencia de Dacosta. Pero no es
menos cierto que la prueba de esta inocencia existe y no puede dudarse de la existencia del
documento, puesto que Torres trataba de hacerlo objeto de una venta. l mismo lo ha dicho.
Ese documento es una confesin escrita por el culpable y es posible que refiera el atentado
hasta en sus ms pequeos detalles, rehabilitando a nuestro padre Ese documento existe!
Pero Torres ya no vive -exclam Benito-, y ese documento ha desaparecido con el
miserable!
yeme y no desesperes todava -prosigui Manuel-, t recuerdas en qu circunstancias
conocimos a Torres? Fue en medio de los bosques de Iquitos. Persegua a un mono que le
haba quitado una caja de metal, que deseaba recuperar con ansia y la persecucin duraba ya
dos horas cuando el mono cay bajo nuestras balas. Y bien, t puedes creer que fuese slo
por algunas monedas de oro encerradas en aquella caja por lo que Torres puso tal empeo en
recobrarla? No recuerdas la extraordinaria satisfaccin que manifest cuando le entregaste
la caja arrancada de la mano del mono?
S, s -contest Benito. Aquella caja que yo he tenido y que yo le he dado! Encerrara
quiz el
Hay ms que una probabilidad! Hay una certidumbre! -respondi Manuel.
Y yo aado esto -dijo Fragoso-, por un hecho que viene ahora a mi memoria. Durante la
visita que hicisteis a Ega yo me qued a bordo, aconsejado por Lina, a fin de vigilar a Torres;
y le vi Lo juro! Le vi leer y releer un papel viejo amarillento y murmuraba palabras que
no llegu a entender.
Ese era el documento! -grit Benito, que se entreg a esta esperanza, la nica que le
quedaba. Pero ese documento no lo habr depositado en lugar seguro?
No -respondi Manuel-, no; tena demasiado valor para que Torres pensara separarse de
l. Deba llevarlo siempre consigo y sin duda en aquella cajita!

Espera, espera, Manuel! -dijo Benito. Recuerdo, s, recuerdo que al primer golpe que
durante el duelo di a Torres en medio del pecho, mi machete choc contra un cuerpo duro,
parecido a una placa de metal, que tena bajo el poncho.
Era la caja! -grit Fragoso.
S -respondi Manuel. No cabe duda! Aquella caja estaba en un bolsillo de su chaqueta.
Pero el cadver de Torres?
Lo encontraremos
Mas, aquel papel! El agua lo habr atacado, quiz destruido o vuelto ilegible!
Por qu -continu Manuel-, si la caja de metal que lo contiene se halla hermticamente
cerrada?
Manuel -dijo Benito, que volva a entregarse a aquella ltima esperanza-, tienes razn;
hay que encontrar el cadver de Torres! Si es menester, escudriaremos toda esa parte del
ro; pero lo encontraremos.
Inmediatamente se llam al piloto Araujo y se le enter de lo que haba que ejecutar.
Bien -contest Araujo-, conozco muy bien los remolinos, las ollas y las corrientes de
las confluencias del Ro Negro y del Amazonas y podemos conseguir encontrar el cadver
de Torres. Tornemos las dos piraguas, las dos ubas, una docena de nuestros indios y
embarqumonos.
De la habitacin de Yaquita sala en aquel momento el padre Passanha. Benito se dirigi
a l, hacindole saber, en pocas palabras, lo que intentaban llevar a cabo para lograr la
posesin del documento.
No digis nada an a mi madre y a mi hermana -aadi. Es nuestra ltima esperanza y si
fallase las matara.
Ve, hijo mo, ve! -le anim el sacerdote. Y que Dios os asista en vuestras investigaciones!

Cinco minutos despus, se apartaban de la jangada las cuatro embarcaciones. Luego que
hubieron bajado por el Ro Negro, llegaron junto al promontorio del Amazonas, al mismo
lugar donde Torres, desapareciera entre las aguas del ro.

Captulo VIII
Primeras investigaciones

D os poderosas razones aconsejaban que no se demorasen las investigaciones proyectadas.

La primera -y resultaba cuestin de vida o muerte- era que la prueba de la inocencia de


Juan Dacosta deba ser presentada antes que llegase la orden que se esperaba de Ro de
Janeiro.
Porque tal orden, verificada ya la identidad del condenado, slo poda ser una orden de
ejecucin.
La segunda razn era que el cuerpo de Torres convena que permaneciese en las aguas
slo el menor tiempo posible, con objeto de que fueran encontrados intactos la cajita y su
contenido.
Araujo demostr en aquellas circunstancias, no slo su celo e inteligencia, sino tambin un
perfecto conocimiento de la situacin del ro en su confluencia con el Ro Negro.
Si Torres -hizo saber a los jvenes- ha sido, desde luego, arrastrado por la corriente, ser
menester dragar el ro en un espacio bastante largo; porque esperar que reaparezca su cuerpo
en la superficie a causa de la descomposicin, es asunto de algunos das.
No podemos aguardar -respondi Manuel-; es necesario que hoy mismo hayamos logrado
hallar el cadver.
Si por el contrario -repuso el piloto- el cuerpo ha quedado enredado en las hierbas y las
caas de debajo del promontorio, no pasar una hora sin haberlo encontrado.
Entonces, manos a la obra -exclam Benito.
No pudiendo maniobrar de otra manera, las embarcaciones se aproximaron al promontorio
y los indios, provistos de largos bicheros, principiaron a sondear todas las partes del ro, en
direccin perpendicular de la orilla cuya cima haba sido el lugar del desafo.
El sitio, por otra parte, fue reconocido fcilmente. Un rastro de sangre manchaba en
declive la parte que bajaba perpendicularmente hasta la superficie del agua. All, numerosas
gotas esparcidas sobre las caas indicaban tambin el paraje en que haba desaparecido el
cadver.
Quince metros ms abajo se destacaba una punta de la ribera, que contena las aguas
inmviles, en un espacio de ella, como un ancho barreo. Ninguna corriente llegaba por all
al pie de la playa y las caas se mantenan en su posicin natural, con una rigidez absoluta.
Poda esperarse que el cuerpo de Torres no hubiese sido arrastrado hasta medio ro. Por
otra parte, si el lecho del ro hubiera tenido el declive suficiente, todo lo ms habra podido
deslizarse algunas toesas del declive del promontorio y all no se notaba todava el ms
pequeo hilo de corriente.
Las ubas y las piraguas se dividieron la tarea, limitando, pues, el campo de sus
investigaciones al permetro de los remolinos; y desde la circunferencia al centro de los
largos bicheros no dejaron ni un solo punto sin explorar tras una concienzuda faena.
Pero ningn sondeo dio por resultado encontrar el cuerpo del aventurero, ni entre la
espesura de las caas, ni en el fondo del lecho del ro, cuya inclinacin se estudi entonces
con cuidado.
Dos horas despus de haber principiado el trabajo, hubo de convenir en que el cuerpo,
habiendo, sin duda, chocado contra la escarpa, debi caer oblicuamente y rodar fuera de los
lmites del remolino, donde empezaba a notarse la accin de la corriente.

An no hay motivos para desesperar -dijo Manuel- y menos an de renunciar a nuestras


investigaciones.
Habr, pues -exclam Benito-, que escudriar el ro en toda su anchura y en toda su
longitud? -En toda su anchura, tal vez -respondi Araujo. En toda su longitud, felizmente,
no.
Cmo os mostris tan seguro? -inquiri con sorpresa Manuel. -Porque el Amazonas, a
una milla ms abajo de su confluencia con el Ro Negro, forma un recodo muy pronunciado,
al mismo tiempo que el fondo de su lecho se remonta bruscamente. Hay all, pues, una
especie de barra de Fras, que slo pueden franquear los objetos que flotan en su superficie.
Pero si se trata de los que la corriente arrastra entre dos aguas, les es imposible pasar el
declive de aquella depresin.
Se convendr en que haba all una feliz circunstancia, si Araujo no se equivocaba. Pero,
en suma, era preciso confiar en aquel viejo prctico del Amazonas. En sus treinta aos de
ejercer el oficio de piloto, el paso de la barra de Fras, donde la corriente se acenta a causa
de su estrechura, le haba dado bastantes malos ratos. Lo reducido del canal y la altura del
fondo hacan muy difcil este paso y ms de un tren de maderas se haba encontrado en
apuro.
Araujo, pues, tena razn al decir que si el cuerpo de Torres se hallaba an sostenido por
su peso especfico, sobre el fondo arenoso del lecho del ro, no poda ser arrastrado a la parte
de all de la barra. Es verdad que luego, cuando por consecuencia de la dilatacin de los
gases, subiera a la superficie, no caba duda de que, siguiendo el curso de la corriente, ira
irremisiblemente a perderse ro abajo, ms all del paso. Mas este efecto, puramente fsico,
no se deba producir hasta algunos das ms tarde.
No poda presentarse un hombre ms hbil y que mejor conociera aquellos parajes que el
piloto Araujo. Pero supuesto que el cuerpo de Torres no poda haber sido arrastrado a la otra
parte del estrecho canal, en el espacio de una milla todo lo ms, escudriando toda aquella
porcin del ro, necesariamente se le deba encontrar.
Ninguna isla, por otra parte, ningn islote interrumpa en aquel sitio el curso del
Amazonas. De aqu esta consecuencia; que cuando la base de los dos promontorios del ro
hubiese sido visitada hasta la barra, en el mismo lecho del ro, ancho de quinientos pies,
sera forzoso practicar las ms detalladas investigaciones.
As fue como se oper. Las dos embarcaciones, tomando la derecha y la izquierda del
Amazonas, costearon los promontorios. Las caas y las hierbas fueron registradas a golpes
de bichero. Los ms pequeos saledizos de las riberas, a los cuales pudiera haberse adherido
el cadver, no se escaparon a las investigaciones de Araujo y de sus indios.
Pero todo aquel trabajo no produjo ningn resultado y la mitad del da haba transcurrido
sin que el oculto cuerpo hubiera podido atraerse a la superficie del ro.
Se concedi a los indios una hora de descanso, durante la cual tomaron algn alimento,
volviendo inmediatamente a la tarea del sondeo.
Esta vez las cuatro embarcaciones, dirigidas por el piloto, Benito, Fragoso y Manuel,
dividieron en cuatro zonas el espacio que comprenda le desembocadura del ro Negro y la
barra de Fras. Se trataba entonces de explorar el lecho del ro; pero, en ciertos sitios, la
maniobra con los bicheros no pareca ser suficiente para registrar el fondo. Por esta razn
se instalaron a bordo una especie de dragas, o ms bien de rastrillos, hechos de piedras y de
hierros viejos, encerrados en una red fuerte y mientras que los barcos estaban parados, en
posicin perpendicular de las orillas, se sumergan estos rastrillos, que deban rozar el fondo
en todas direcciones.

En tan difcil tarea fue en la que se ocuparon Benito y sus compaeros hasta la tarde. Las
ubas y las piraguas, maniobrando con los remos, recorrieron la superficie del ro en toda la
cuenca que terminaba ms abajo de la barra de Fras.
Durante este perodo del trabajo se experimentaron algunos instantes de emocin, cuando
los rastrillos, asindose a cualquier objeto del fondo, ofrecan resistencia. Entonces se les
levantaba; pero en vez del cuerpo, con tanta ansia buscado, no traan ms que algunas
pesadas piedras o manojos de hierbas que arrancaban de la corteza de arena.
Sin embargo, nadie pensaba en abandonar
la exploracin emprendida. Todos se
afanaban en aquella obra beneficiosa.
Benito, Manuel y Araujo no tenan necesidad
de excitar ni animar a los indios. Todos ellos
saban que trabajaban por el hacendado de
Iquitos, por el hombre a quien amaban, por
el jefe de aquella familia donde con la misma
igualdad estaban comprendidos todos, los
amos y los servidores.
S; sin reparar en la fatiga, se pasara, si era
preciso, toda la noche sondeando el fondo de
aquella cuenca. Todos saban demasiado lo
que vala cada minuto perdido.
No obstante, un poco antes que el sol se
ocultase, Araujo, creyendo intil proseguir
aquella operacin durante la noche, dio la
seal de reunirse a las embarcaciones, que
volvieron a la confluencia del Ro Negro,
para regresar a la jangada.
El trabajo, aunque tan hbil y
minuciosamente
ejecutado,
no
haba
terminado.
Manuel y Fragoso, cuando volvan, no se
atrevan a hablar delante de Benito del poco resultado obtenido. No deban temer que el
desaliento le condujese a algn acto de desesperacin?
Pero ni el valor ni la sangre fra deban abandonar al joven. Estaba resuelto a ir hasta el fin
de aquella lucha suprema por salvar el honor y la vida de su padre y por esto, dirigindose
a sus compaeros, les dijo:
Maana empezaremos de nuevo y en mejores circunstancias, si es posible.
S -respondi Manuel. Tienes razn, Benito. No podemos tener la pretensin de que hemos
explorado completamente esta cuenca por bajo de las orillas y en toda la extensin del fondo.
No, no podemos -respondi Araujo-; y yo sostengo lo que he dicho; que el cuerpo de
Torres est all y que est all porque no ha podido pasar la barra de Fras y porque son
necesarios algunos das para que suba a la superficie y pueda ser llevado ro abajo. S, all
est y que jams toquen mis labios una damajuana de tafia si no llego a encontrarle.
Semejante afirmacin en la boca del piloto tena mucho valor y era suficiente para dar
esperanza.
Sin embargo, Benito, que no quera pagarse ms de palabras, prefiriendo ver las cosas tal
cual eran, crey deber contestar:

S, Araujo; el cuerpo de Torres se halla an en esta cuenca y nosotros le encontraremos, a


menos que
A menos qu? -dijo el piloto.
A menos que no haya sido pasto de los caimanes!
Manuel y Fragoso esperaban, no sin emocin, la respuesta que el piloto iba a darles.
Seor Benito -declar al fin. No tengo costumbre de hablar a la ligera. Tambin he
tenido el mismo pensamiento que vos; pero escuchad bien. Durante estas diez horas de
investigacin que han transcurrido, habis visto un solo caimn en las aguas del ro?
Ni uno solo -respondi Fragoso.
Pues si no los habis visto -replic el piloto-, es porque no los hay; y si no los hay es
porque estos animales no tienen ningn inters en aventurarse en las aguas blancas, cuando
a un cuarto de milla de aqu se encuentran anchos espacios de esas aguas que buscan
preferentemente. Cuando la jangada se vio atacada por algunos de aquellos animales, fue
porque en aquel paraje no exista afluente alguno del Amazonas donde pudieran refugiarse.
Aqu ya es otra cosa. Id al Ro Negro y all encontraris los caimanes por veintenas. Si el
cuerpo de Torres hubiera cado en este afluente, quiz no habra esperanzas de encontrarle
jams Pero es en el Amazonas donde se ha perdido y el Amazonas nos lo devolver.
Benito, algo consolado de sus temores, tom la mano del piloto, estrechndosela y
contentndose con decir:
Hasta maana, amigos mos!
Al cabo de diez minutos, todos se hallaban a bordo de la jangada.
Durante el da Yaquita haba pasado algunas horas junto a su marido. Al marcharse y
no ver al piloto, ni a Manuel, ni a Benito, ni a las embarcaciones, comprendi la clase de
investigaciones que iban a realizar.
Nada quiso decir de ello a Juan Dacosta, esperando que a la maana siguiente le dara
cuenta del resultado.
Mas tan pronto Benito hubo puesto los pies en la jangada, comprendi que sus propsitos
haban fracasado.
No obstante, avanz a su encuentro.
Nada? -le pregunt.
Nada! -contest Benito. Sin embargo, maana continuaremos.
Todos los individuos de la familia se retiraron a sus aposentos, sin hacer mencin de lo que
haba pasado.
Manuel se empe en que Benito se acostase, para reposar siquiera un par de horas que le
eran bien necesarias.
De qu servira que me acostase? -dijo el hermano de Minha. Es que crees que podra
dormir?

Captulo IX
Segundas investigaciones

A ntes que amaneciera el veintisiete de agosto, Benito llev aparte a Manuel y le dijo:

-Las investigaciones hechas ayer fueron intiles. De empezarlas de nuevo hoy bajo las
mismas condiciones, es posible que no seamos ms afortunados.
Y, sin embargo, hay que hacerlas -afirm Manuel.
Desde luego -convino Benito-; pero en caso de que no se encuentre el cuerpo de Torres,
podras decirme qu tiempo se necesita para que vuelva a la superficie de las aguas?
Manuel, tras un momento de reflexin, respondi:
De haber cado Torres al agua vivo y no a causa de una muerte violenta, transcurriran lo
menos cinco o seis das. Pero como se ha hundido luego de ser herido mortalmente, quiz
dos o tres das bastarn para que reaparezca.
Esta respuesta de Manuel, absolutamente exacta, necesita para el profano alguna
explicacin.
Todo ser humano que cae en el agua se halla en trance de poder flotar, a condicin de
que pueda establecer el equilibrio entre la gravedad de su cuerpo y la masa lquida; esto,
tratndose de una persona que no sepa nadar. En estas condiciones, si la persona se sumerge
completamente, no teniendo fuera del agua ms que la boca y la nariz, flotar, sin duda
alguna. Pero lo corriente es que no ocurra tal cosa.
El primer movimiento de un hombre que se ahoga es el de procurar sostenerse fuera del
agua. Levanta la cabeza y agita los brazos y estas partes del cuerpo, que no estn sostenidas
por el lquido, no pierden la cantidad de peso que perderan si estuviesen completamente
sumergidas. De aqu un exceso de pesantez y una inmersin completa. En efecto, el agua
penetra por la boca en los pulmones, toma el sitio del aire que los llena y el cuerpo se desliza
al fondo.
Por el contrario, en caso de que el hombre que cae al agua est ya muerto, se encuentra
en condiciones muy diferentes y ms favorables para flotar, puesto que no puede hacer
los movimientos ya mencionados y al sumergirse, como el lquido no ha penetrado
profundamente en sus pulmones, porque no ha procurado respirar, est en disposicin de
reaparecer prontamente.
Por consiguiente, el joven mdico haca bien estableciendo una distincin entre el caso de
un hombre vivo an y el de otro ya muerto que caen al agua. En el primer caso, la vuelta a
la superficie es necesariamente ms lenta que en el segundo.
Respecto a la reaparicin de un cuerpo despus de una inmersin ms o menos prolongada,
se determina nicamente por la descomposicin, que engendra los gases, los cuales
ocasionan la distensin de sus tejidos celulares; su volumen se aumenta, sin crecer el peso y
ms ligero entonces que el agua que desaloja, se remonta y se encuentra en las condiciones
deseadas de flotabilidad.
Sin embargo -dijo nuevamente Manuel-, aun cuando las circunstancias sean favorables,
puesto que Torres no viva cuando cay al ro, a menos que la descomposicin no se
modifique por circunstancias que no es posible prever, no puede reaparecer antes de tres
das.
Pero no disponemos de esos tres das -exclam Benito-; no podemos esperar, harto lo
sabes. Hay que proceder, pues, a nuevas investigaciones, pero de otra manera.
Qu pretendes hacer? -pregunt Manuel.

Sumergirme en el fondo del ro -respondi Benito. Buscar con mis ojos, buscar con mis
manos
Sumergirse cien, mil veces! -manifest Manuel. Desde luego, pienso, como t, que es
preciso proceder hoy a una investigacin directa y no obrar ms a ciegas con las dragas y
los bicheros, que slo trabajan a tientas. Yo pienso tambin que no podemos esperar tres
das Pero sumergirse, subir, volver a bajar, todo esto no proporciona sino breves perodos
de exploracin. No, esto es insuficiente; sera intil y nos exponemos a salir mal otra vez.
Es que tienes, entonces, otro medio que proponerme, Manuel? -pregunt Benito.
Escchame Hay una circunstancia, digmoslo as, providencial, que puede venir a
ayudaros.
Habla ya, habla de una vez!
Ayer, paseando por Manaos, he visto que se trabajaba en la reparacin de uno de los
malecones del Ro Negro. Estos trabajos submarinos se hacen por medio de una escafandra.
Pidamos, alquilemos o compremos a cualquier precio este aparato y nos ser posible volver
a empezar nuestras investigaciones en condiciones ms favorables.
Avisa a Araujo, a Fragoso, a nuestra gente y vamos en seguida -apremi, al punto, Benito.
Enterados el piloto y el barbero de las resoluciones tomadas, estuvieron conformes con el
proyecto de Manuel. Se convino en que ambos, con los indios y las cuatro embarcaciones,
iran a la barra de Fras y aguardaran all a los jvenes.
Manuel y Benito desembarcaron sin perder momento y llegaron al malecn de Manaos.
All ofrecieron tal suma al empresario de los trabajos, que ste se oblig a poner el aparato
a su entera disposicin por todo el da.
Queris -pregunt aqul- uno de mis hombres que pueda ayudaros?
Dadme vuestro contramaestre y algunos de sus camaradas, para servir la bomba de aire
-indic Benito.
Y quin se pondr la escafandra?
Yo -contest el hijo de Dacosta.
T, Benito! -exclam Manuel.
Lo quiero.
Era intil insistir.
Una hora despus, la balsa que conduca la bomba y los dems aparatos para ayudar
a la inmersin, haba bajado hasta la margen del promontorio, donde esperaban las
embarcaciones.
En aquella poca, la escafandra permita bajar al fondo de las aguas y permanecer cierto
tiempo sin que las funciones de los pulmones experimentasen molestia ninguna.
El buzo se vesta con un traje de caucho cuyos pies terminaban en unas suelas de plomo
que aseguraban su posicin vertical en medio del lquido. A la altura del cuello era adaptado
un collar de cobre, sobre el cual se colocaba la esfera de metal, con una pared delantera
de grueso vidrio. En esta esfera quedaba encerrada la cabeza del buzo, que poda moverse
a voluntad. A la esfera se unan dos tubos; uno para la salida del aire espirado que no
necesitaban los pulmones y otro que comunicaba con una bomba que funcionaba renovando
el aire para las necesidades de la respiracin. Cuando el buzo trabajaba en un sitio, la
embarcacin permaneca inmvil encima de l; y cuando deba ir de un lado para otro en el
fondo del lecho del ro, segua aqulla sus movimientos o al revs, segn lo convenido entre
l y la tripulacin.
Las escafandras, muy perfeccionadas ya, ofrecen menos peligro que en aquella poca. El
hombre, sumergido en medio del lquido, se acostumbra fcilmente al exceso de presin que

soporta. Con todo, en el caso que referimos, el ms terrible peligro que caba temer era el
encuentro de algn caimn en las profundidades del ro. Pero conforme haba observado
Araujo, ninguno de aquellos anfibios se haba dejado ver la vspera y ya era sabido que
buscaban con preferencia las aguas negras de los afluentes del Amazonas. As y todo, para
prevenir cualquier peligro, el buzo tena a su disposicin el cordn de una campanilla, que
esta vez iba hasta la balsa y al menor taido sera izado rpidamente a la superficie.
Benito, tranquilo como siempre que tomaba una resolucin y la pona en prctica, se
embuti en el traje de caucho; su cabeza qued encerrada en el casco metlico; su mano
tom una especie de chuzo con punta de hierro a propsito para mover las hierbas y los
restos acumulados en el lecho de la cuenca y a una seal que hizo fue dejado caer al fondo.

Fragoso y Manuel iban cada uno en su piragua con los remeros, escoltando la balsa, prontos
a dirigirse rpidamente atrs o adelante si Benito, hallando al fin el cuerpo de Torres, lo
arrastraba a la superficie del Amazonas.
La esperanza no los abandonaba.

Captulo X
Un disparo de can

S e hallaba ya Benito bajo aquella inmensa sabana de agua que conservaba an el cadver

del aventurero. Ah! Por qu no tendra poder para desviar, evaporar, agotar las aguas del
gran ro? De haber podido, hubiese dejado seca la cuenca de Fras, desde la parte de abajo de
la barra hasta la confluencia del Ro Negro, pues indudablemente con ello aquella caja,
oculta entre la ropa de Torres, estara pronto en su poder y la inocencia de su padre sera
reconocida. Y, recobrada su libertad, Juan Dacosta hubiera vuelto a emprender, en unin de
los suyos, el viaje por el ro y cuntas terribles pruebas se podran evitar!
Benito tocaba ya el fondo con sus pies. Las pesadas suelas que llevaba hacan rechinar el
casquijo del fondo. Se encontraba ya a una profundidad de cuatro a cinco metros a plomo
del promontorio, el mismo sitio en que Torres haba desaparecido.
All se notaba una intrincada red de caas, races y plantas acuticas y seguramente,
durante las investigaciones de la vspera, ninguno de los bicheros habra podido revolver
todo aquel entretejido. Era, pues, muy posible que el cuerpo, detenido en aquellas espesuras
submarinas, permaneciera an en el sitio donde haba cado.
En aquel paraje, merced a los remolinos producidos por la prolongacin de una de las
puntas de la ribera, la corriente es absolutamente nula. Benito, pues, segua nicamente los
movimientos de la balsa, que los bicheros de los indios hacan cambiar de direccin encima
de su cabeza.
La luz llegaba a una profundidad insospechada en aquellas claras aguas, sobre las cuales
un magnifico sol, brillando en un cielo sin nubes, lanzaba casi normalmente sus rayos. En
las condiciones ordinarias de la visualidad y bajo una masa lquida, una profundidad de seis
metros basta para que la vista quede extremadamente limitada; pero aqu las aguas parecan
estar como impregnadas de un fluido luminoso y Benito poda descender ms abajo todava
sin que las tinieblas le impidiesen ver el fondo del ro.
El joven coste detenidamente el promontorio. Su bastn herrado registraba las hierbas y
las basuras acumuladas en su base. Las bandadas de peces, si se pueden llamar as, se
escapaban como bandadas de pjaros fuera de un espeso matorral.

Se dira que eran millares de pedazos de un


espejo roto que se agitaban entre las aguas. A
la vez, algunos cientos de crustceos corran
por la amarillenta arena, semejando
hormigas que hubiesen sido arrojadas de su
nido.
A pesar de que Benito no dejaba ni un solo
punto de la ribera sin explorar, el objeto de
sus investigaciones no apareca. Observando
entonces que la inclinacin del lecho era
bastante pronunciada, dedujo que el cuerpo
de Torres poda muy bien haber rodado ms
all de los remolinos, hacia el medio del ro.
Siendo esto as, quiz le encontrara an,
pues la corriente no habra podido sacarle de
una profundidad ya grande y que deba
sensiblemente ir aumentando.
Benito
resolvi,
pues,
llevar
sus
investigaciones por aquel lado en que haba
sondeado las matas de hierba. Por esto
continu avanzando en aquella direccin,
que la balsa haba seguido durante un cuarto
de hora, segn lo que previamente se haba
determinado.
Pas el cuarto de hora y Benito an no
haba encontrado nada. Sinti entonces la necesidad de salir a la superficie a fin de
encontrarse en condiciones fisiolgicas para adquirir nuevas fuerzas. En ciertos sitios, en que
el ro no anunciaba ms profundidad, deba haber bajado hasta casi los nueve metros. Deba,
pues, haber soportado una presin casi equivalente a la de una atmsfera, lo cual origina
fatiga fsica y turbacin mental al que no est acostumbrado a aquella clase de ejercicio.
Benito tir de la cuerda de la campanilla y los hombres de la balsa empezaron a izarlo,
pero trabajaban lentamente, invirtiendo un minuto en levantarlo medio metro o algo ms, a
fin de no producir en sus rganos internos los funestos efectos de la compresin.
Apenas el joven entr en la balsa, se le quit el casco metlico, pudiendo entonces respirar
a pleno pulmn. Se sent, a fin de tomar un momento de descanso.
Las piraguas se haban acercado al punto. Manuel, Fragoso y Araujo estaban all, al lado
suyo, esperando a que pudiese hablar algo.
Y bien? -pregunt Manuel.
Nada todava! Nada!
Ni has descubierto ningn rastro?
Ninguno.
Quieres que baje a mi vez?
No, Manuel, no -respondi Benito. Yo he comenzado y s dnde quiero ir Djame
hacer!
Benito expuso entonces al piloto su propsito de recorrer bien la parte inferior del
promontorio hasta la barra de Fras, puesto que all era donde la elevacin del suelo habra
podido detener el cuerpo de Torres, sobre todo si este cuerpo, flotando entre dos aguas,
haba resistido, aunque fuese poco, la accin de la corriente; pero antes quera separarse

lateralmente del promontorio y explorar con sumo cuidado aquella especie de depresin
formada por la inclinacin del lecho del ro y a cuyo fondo, era indudable, no habran podido
penetrar los bicheros.
Araujo aprob aquel proyecto y de acuerdo con ello se dispuso a tomar las medidas
convenientes.
Manuel entonces crey oportuno dar algunos consejos a Benito.
Puesto que quieres seguir las investigaciones por esta parte -le dijo-, la balsa marchar
ahora en esa direccin. As, s prudente, Benito. Se trata de bajar ms profundamente
que antes, quizs a quince o diecisis metros y all tendrs que soportar una presin de
dos atmsferas. No te aventures, pues, sino con mucha lentitud, o te podr abandonar la
serenidad. Si sientes que tu cabeza se comprime, como si estuviera dentro de un tornillo; si
tus odos zumban continuamente, no dudes en dar la seal y te remontaremos a la superficie.
Despus volvers a empezar; y hacindolo as te acostumbrars, ms o menos, a moverte en
las profundidades del ro.
Benito prometi a Manuel seguir aquellas instrucciones, cuya importancia conoca. Estaba
temeroso, sobre todo, de que la serenidad pudiera faltarle en el momento en que quiz le
sera ms necesaria.
Benito estrech la mano de Manuel; el casco de la escafandra fue adherido de nuevo al
cuello; la bomba empez otra vez a funcionar y el buzo desapareci bien pronto bajo las
aguas.
La balsa estaba apartada entonces unos diez o doce metros de la orilla izquierda; pero
como a medida que avanzaba hacia el medio del ro, la corriente la poda hacer bajar
con ms ligereza de la necesaria, las ubas se amarraron a ella y los pagayeros o remeros
la sostuvieron contra la corriente, de modo que no pudiera moverse sino con extremada
lentitud.
Benito baj muy suavemente y luego se encontr en el suelo firme.
Al pisar con sus suelas la arena del lecho, pudo juzgar, por la extensin de la cuerda de
izar, que se hallaba a una profundidad de dieciocho a veinte metros. Haba, pues, all una
excavacin considerable, abierta muy por bajo del ordinario nivel.
El centro lquido estaba ms oscuro entonces; pero la limpidez de aquellas aguas
transparentes dejaba penetrar bastante luz todava para que Benito pudiera distinguir
suficientemente los objetos esparcidos sobre el fondo del ro y orientarse con cierta
seguridad. Aparte de esto, la arena, sembrada de mica, pareca formar una especie de
reflector y se hubieran podido contar los granos que destellaban como una polvareda
luminosa.
Benito miraba y sondeaba con su bastn las ms pequeas cavidades y continuaba
engolfndose lentamente. Se le largaba cuerda segn peda; y como los tubos que servan
para la aspiracin y respiracin del aire no estaban nunca tirantes, las funciones de la bomba
se verificaban en buenas condiciones.
Benito se separ de la orilla, para poder encontrar el centro del lecho del Amazonas, donde
se hallaba la ms acentuada depresin del lecho del ro.
De vez en cuando, una profunda oscuridad se esparca en torno suyo y entonces no poda
ver nada ms que un resplandor muy exiguo. Fenmeno puramente pasajero. Era la balsa,
que, movindose por encima de su cabeza, interceptando completamente los rayos solares,
pona la noche en lugar del da; pero un momento despus la gran sombra se disipaba y la
reflexin de la arena volva a tomar toda su intensidad.
Benito continuaba el descenso y senta, sobre todo, el aumento de la presin que impona
a su cuerpo la masa lquida. Su respiracin era difcil y la contraccin de sus rganos no se

efectuaba de acuerdo con sus deseos, con tanta comodidad como en un centro atmosfrico
convenientemente equilibrado. As, en semejantes condiciones se hallaba bajo la accin de
efectos fisiolgicos a los que no estaba acostumbrado. El zumbido de odos se acentuaba ms;
pero como su pensamiento estaba siempre lcido, como senta que el raciocinio se verificaba
en su cerebro con nitidez perfecta, aunque no muy natural, no quiso dar la seal para que le
izaran y continu bajando ms y ms.
Bruscamente, en la semioscuridad que le rodeaba, llam su atencin una masa confusa,
que le pareci tena la forma de un cuerpo, enredado en un montn de hierbas acuticas.
Una viva emocin se apoder de l y avanzando en aquella direccin removi con su
bastn aquella masa.
Pero no era ms que el cadver de un enorme caimn ya reducido a esqueleto y que la
corriente del Ro Negro haba arrastrado hasta el lecho del Amazonas.
Benito retrocedi y a pesar de las
aserciones del piloto, vino a su pensamiento
la idea de que algn caimn vivo pudiera
muy bien ocultarse en las profundidades de
la concha de Fras.
Pero desechada esta idea, continu su
marcha, de modo que pudiera llegar al fondo
de la depresin.
Deba entonces haber llegado a una
profundidad de veinticinco a treinta metros
y, por consiguiente, se hallaba sometido a
una presin de tres atmsferas. Si aquella
cavidad, pues, se acentuaba ms todava, se
vera obligado muy pronto a detenerse en sus
investigaciones.
Hasta entonces, la experiencia haba
demostrado, en efecto, que en las
profundidades de ms de treinta y cinco
metros se encontraba el lmite extremo, que
era peligroso franquear en una excursin
submarina; no slo el organismo humano no
se prestaba a funcionar convenientemente
bajo tales presiones, sino que los aparatos
renovaban el aire con escasa regularidad.
Y, sin embargo, Benito estaba resuelto a ir hasta donde le permitieran la fuerza moral y la
energa fsica. Un presentimiento inexplicable le impulsaba hacia aquel abismo. Le pareca
que el cuerpo deba haber rodado hasta el fondo de aquella cavidad y que quiz Torres, si
estaba cargado de objetos pesados, tales como un cinto donde guardase el dinero, o bien sus
armas, poda haberse mantenido en grandes profundidades.

De repente y en una sombra excavacin, descubri un cadver S un cadver, vestido


an, extendido como un hombre que estuviese dormido, con los brazos doblados bajo la
cabeza!
Era aquel Torres? En la oscuridad,
bastante densa entonces, era difcil de
conocer; pero no caba duda de que era un
cuerpo humano el que yaca all, a menos de
diez pasos y en una inmovilidad completa.
Benito se sinti presa de una violenta
emocin. Su corazn ces de latir un instante
y crey que iba a perder el conocimiento. Un
supremo esfuerzo de voluntad le hizo
reponerse y se encamin hacia el cadver.
De repente, una sacudida, tan violenta
como inesperada, hizo vibrar todo su ser.
Una larga correa le cea el cuerpo y no
obstante el espeso tejido de la escafandra, se
senta sacudido con redoblados golpes.
Un gimnoto! -exclam.
Esta fue la nica palabra que pronunciaron
sus labios.
Y, en efecto, era un poraqu, nombre que
los brasileos dan al gimnoto o anguila
elctrica, el cual acababa de arrojarse sobre
l.
No hay quien ignore lo que son esta especie
de anguilas de piel negruzca y viscosa,
armadas a lo largo del lomo y de la cola de
un aparato que, formado de lminas unidas por otras laminitas verticales, funciona por
medio de nervios de una gran potencia. Este aparato, dotado de singulares propiedades
elctricas, es susceptible de producir terribles conmociones. De estos gimnotos, unos son
apenas del tamao de una anguila, otros miden hasta tres metros de largo y algunos, que son
los ms raros, exceden de cinco y seis con un grosor de veinte a veinticinco centmetros.
Los gimnotos son bastante numerosos, tanto en el Amazonas como en sus afluentes y aqul
era una de esas bibinas vivas, de cerca de tres metros de largo, que, despus de haberse
aflojado como un arco, volvi a precipitarse sobre el buzo.
Benito comprendi todo lo que tena que temer del ataque de este formidable animal. Su
vestido no bastaba para protegerle. Las descargas del gimnoto, poco fuertes al principio,
vinieron a ser ms y ms violentas y esto ocurra en el instante en que, debilitado por la
prdida de aire, iba a quedar reducido a la impotencia.
No pudiendo Benito resistir tales sacudidas, se hallaba casi derribado sobre la arena. Sus
miembros se paralizaron poco a poco bajo los efluvios elctricos del gimnoto, que se frotaba
lentamente sobre su cuerpo y le enlazaba con sus vueltas. Sus brazos no podan levantarse
se le escap el bastn y su mano no tuvo fuerza para coger el cordn de la campanilla y dar
la seal.
Y esto en el momento en que acababa de ver un cuerpo; el de Torres sin duda!
Por un instinto supremo de conservacin, Benito quiso llamar su voz se apag dentro de
aquel casco, que no poda dejar que pasase ningn sonido.

En aquel momento el poraqu redobl sus ataques, lanzando descargas que hacan saltar
a Benito sobre la arena, recordando los botes que seguramente todos los lectores habrn
observado, en un reptil al que se haya cortado una parte de su cuerpo. Benito se retorca as
bajo el ltigo del animal.
Benito senta que de pronto perda el conocimiento. Sus ojos se oscurecieron poco a poco
y sus miembros se aflojaban
Pero antes de haber perdido la facultad de ver y de pensar, un fenmeno inesperado,
inexplicable, extrao, se verific a su vista.
Una detonacin sorda vino a propagarse a travs de las masas lquidas. Era como un
trueno, cuyos redobles corran entre las aguas, agitadas por las sacudidas del gimnoto.
Benito se sinti conmovido por una explosin formidable, que encontraba eco en las ltimas
profundidades del ro.
Y de pronto, un grito supremo se escap de sus labios a causa de una espantosa visin
espectral que se presentaba claramente ante sus ojos.
El cuerpo del ahogado, hasta entonces extendido en el suelo, acababa de levantarse! Las
ondulaciones de las aguas le hacan mover los brazos, como si los agitase en una vida de
autmata. Brincos convulsivos parecan dar movilidad a aquel cadver aterrador.

Y en tanto que Benito no poda hacer un solo movimiento con sus paralizados miembros,
que pareca estuvieran clavados en la arena del lveo debido a las pesadas suelas, el cadver
se enderez, su cabeza se movi de arriba abajo y saliendo de la cavidad donde se hallaba

retenido por un grupo de hierbas acuticas, se elev, derecho y espantoso, hacia la superficie
del Amazonas.

Captulo XI
El contenido de la caja

L o ocurrido era un fenmeno puramente fsico que vamos a explicar.

Con destino a Manaos, suba por el Amazonas el caonero Santa Ana y un momento antes
haba franqueado el paso del Fras. Un poco antes de llegar a la embocadura del Ro Negro,
iz bandera, saludando con un caonazo al pabelln brasileo.
Aquella detonacin produjo un efecto de vibracin, que al propagarse hasta el fondo del
ro bast para levantar el cuerpo de Torres, que ya estaba aligerado por un principio de
descomposicin, que facilitaba la distensin de su sistema celular. Entonces, naturalmente,
el cuerpo del ahogado se remont a la superficie del Amazonas.
Este conocido fenmeno explicaba la reaparicin del cadver.
Sin embargo, fuerza es convenir que haba habido una feliz coincidencia en la llegada del
Santa Ana al lugar donde se efectuaban las investigaciones.
Manuel dio un grito, al punto repetido por todos sus compaeros y una de las piraguas se
dirigi inmediatamente hacia el cuerpo. Al mismo tiempo se proceda a subir el buzo a la
balsa.
Pero en cuanto ste apareci, Manuel se sinti presa de indescriptible emocin. Benito,
izado hasta la plataforma, haba sido depositado en ella en un estado de completa inercia y
sin que se revelase la vida por un solo movimiento exterior.
No era un segundo cadver que acababan de traer all las aguas del Amazonas?
El buzo fue despojado lo ms pronto posible de su vestido de escafandra.
Benito haba perdido el conocimiento por
la violencia de las descargas del gimnoto.
Manuel, desatinado, le llamaba, le
insuflaba su propia respiracin y procuraba
encontrar los latidos de su corazn.
Late, late! -exclam.
S; el corazn de Benito palpitaba an y en
algunos minutos los cuidados de Manuel le
volvieron a la vida.
El cuerpo, el cuerpo!
Tales fueron las primeras palabras, las
nicas que se escaparon de la boca de Benito.
Ah est! -respondi Fragoso, sealando
la piragua que vena a la balsa con el cadver
de Torres.
Pero, Benito, qu es lo que te ha pasado?
-pregunt Manuel. Ha sido la falta de aire?
No! -contest Benito. Un poraqu que
se arroj sobre m Pero aquel ruido?
Aquella detonacin!
Ha sido un caonazo -explic Manuel. Un
caonazo es el que ha trado el cadver a la
superficie.

En aquel momento la piragua llegaba a atracar a la balsa. El cuerpo de Torres, recogido


por los indios, descansaba en el fondo. Su permanencia en el agua no lo haba desfigurado
an y era fcil reconocerle.
Sobre ello no caba la menor duda.
Fragoso, arrodillado en la piragua, haba ya empezado a desgarrar los vestidos del
ahogado, que se iban a jirones.
En aquel momento, el brazo derecho de Torres ya desnudo, llam la atencin de Fragoso.
En efecto, sobre aquel brazo se notaba claramente la cicatriz de una antigua herida, que
debi ser causada por una cuchillada.
Esta cicatriz! -exclam Fragoso. Claro! Ahora recuerdo lo que no poda recordar!
El qu? -pregunt Manuel.
Una disputa, s; eso es Una querella de la que yo fui testigo en la provincia de
Madeira ya hace tres aos. Cmo lo he podido olvidar! Ese Torres perteneca entonces
a la milicia de capitanes de bosque, Ah yo saba que haba visto ya a ese miserable!
Eso no importa ahora! -exclam Benito. La caja, la caja! La tiene an? Buscadla.
E intent desgarrar las ltimas ropas del cadver para registrarle.
Manuel le detuvo.
Un momento, Benito -le dijo.
Y despus, volvindose hacia los hombres que no pertenecan al personal de la jangada y
cuyo testimonio no poda ser sospechoso ms tarde, les dijo:
Sed testigos, amigos mos, de todo lo que vamos a hacer aqu, a fin de que podis declarar
ante los magistrados cmo han pasado las cosas.
Los hombres se acercaron a la piragua.
Fragoso desat entonces el cinturn que cea el cuerpo de Torres, bajo el poncho
destrozado y palpando el bolsillo de la chaqueta, exclam;
La caja!
Benito exhal un grito de jbilo, e iba a tomar la caja para abrirla y enterarse de lo que
contena.
Espera! -le dijo an Manuel, a quien no abandonaba su sangre fra. Es preciso que
no haya duda posible en el nimo de los magistrados! Conviene que testigos desinteresados
puedan reconocer que la caja se hallaba efectivamente sobre el cuerpo de Torres.
Tienes razn -contest Benito.
Amigo mo -volvi a decir Manuel, dirigindose al contramaestre de la balsa-, registrad
vos mismo el bolsillo de esa chaqueta.
El contramaestre obedeci y sac una caja de metal, cuya tapa se mantena
hermticamente cerrada y que pareca no haber sufrido detrimento alguno por su
permanencia en el agua.
El papel, el papel! Est dentro todava?- grit Benito que no poda contenerse.
El magistrado es quien debe abrir esta caja- respondi Manuel. A l slo compete
examinarla y ver si encuentra en ella el documento. -Desde luego, sigues teniendo razn,
Manuel A Manaos, amigos mos, a Manaos!
Benito, Manuel, Fragoso y el contramaestre, que tena la caja, se embarcaron acto seguido
en una de las piraguas y ya iban a emprender la marcha cuando Fragoso dijo:
Y el cuerpo de Torres?
La piragua se detuvo.

En efecto, los indios haban vuelto a echar al agua el cadver del aventurero, que
empezaba a bajar por la superficie del gran ro.
Torres no era ms que un miserable- dijo Benito. Si yo lealmente he expuesto mi vida
contra la suya, Dios le ha herido por mi mano. Mas esto no quiere decir que su cuerpo deba
quedar sin recibir sepultura!
Y entonces se mand a la segunda piragua a buscar el cadver para conducirlo a la orilla,
donde serla enterrado.
Pero en aquel momento, una bandada de aves de rapia, que se cerna encima del ro, se
precipit sobre aquel cuerpo flotante.
Eran esos urubus, especie de pequeos
buitres, de cuello pelado, de largas patas,
negros como los cuervos, llamados gallinazos
en la Amrica del Sur y que son de una
voracidad sin igual. El cuerpo, acuchillado
por sus picos, dej escapar los gases que le
hinchaban; su densidad aument, se
sumergi poco a poco y por ltima vez, lo
que quedaba de Torres desapareci bajo las
aguas del Amazonas.
Al cabo de diez minutos, la piragua,
rpidamente conducida, llegaba al puerto de
Manaos. Benito y sus compaeros saltaron a
tierra y se lanzaron por las calles de la
ciudad.
En algunos momentos llegaron a la morada
del juez Jarrquez, a quien, por medio de uno
de sus criados, hicieron preguntar si poda
recibirlos inmediatamente. El magistrado dio
orden de que los introdujeran en su
despacho.
All Manuel hizo una relacin de todo lo
que haba pasado desde el momento en que
Torres haba sido herido mortalmente por
Benito, en un encuentro legal, hasta el instante en que la caja haba sido hallada encima del
cadver y tomada por el contramaestre del bolsillo de la chaqueta.
Aunque, por su naturaleza, aquella narracin corroborase todo la que haba dicho Juan
Dacosta, con motivo de Torres y de la venta de las pruebas de su inocencia que ste le haba
ofrecido, el juez no pudo contener una sonrisa de incredulidad.
Ved la caja, seor -dijo Manuel-; ni un solo instante ha estado en nuestras manos y el
hombre que os la presenta es el mismo que la ha encontrado sobre el cuerpo de Torres.
El magistrado tom la caja y la examin con cuidado, volvindola y revolvindola como si
fuera un objeto precioso. Despus la agit y esto hizo moverse con sonido metlico algunas
monedas que se encontraban en su interior.
No contendra, pues, la caja aquel documento tan buscado, aquel papel escrito a mano
del verdadero autor del crimen y que Torres haba querido vender a un precio digno a Juan
Dacosta? Aquella prueba material de la inocencia del condenado, estara irremisiblemente
perdida?

Fcilmente se comprende de qu violenta emocin se hallaran posedos los espectadores


de aquella escena. El hijo del condenado senta agarrotada la garganta y que su corazn iba
a estallar.
Abrid pues, seor; abrid esa caja -dijo al fin con voz entrecortada.
El juez Jarrquez principi a levantar la tapa y cuando la cajita estuvo abierta, la vaci y
salieron rodando sobre la mesa algunas monedas de oro.
Pero y el papel? Ese papel? -exclam otra vez Benito, que se agarraba a la mesa para
no caerse.
El magistrado introdujo sus dedos en la caja y finalmente sac de ella con cierta dificultad,
una hoja amarillenta doblada con cuidado y a la que parecan haber respetado las aguas.
El documento! Ese es! -exclam entonces Fragoso. S, ese es el papel que yo vi en
manos de Torres!
El juez desdobl la hoja y la mir; despus le dio vueltas, examinando en todos sentidos el
escrito, que lo era con una letra bastante ordinaria.
Un documento, efectivamente -dijo. Desde luego, esto es un documento!
S -contest Benito-; y ese documento es el que atestigua la inocencia de mi padre.
Eso lo ignoro -declar entonces el juez- y aun temo que quiz sea muy difcil averiguarlo.
Por qu? -dijo Benito, que tornse plido como un cadver.
Porque este documento se halla escrito en lenguaje cifrado y
Y?
Que no tenemos la clave para descifrarlo!

Captulo XII
El documento

E s verdad que aquel era un grave inconveniente que ni Juan Dacosta ni los suyos haban

podido prever.
Nuestros lectores recordarn por la primera escena de esta historia que el documento
estaba escrito en una forma indescifrable, merced a uno de los numerosos sistemas que
suelen usarse en la criptografa.
Pero, cul era ste?
Antes de despedir a Benito y sus compaeros, el juez Jarrquez orden fuera sacada
una copia exacta del documento, cuyo original deseaba conservar, dando esta copia,
debidamente confrontada, a los dos jvenes, para que pudieran mostrrsela al preso.
Despus, quedando convenido que volveran al otro da, se retiraron los dos amigos y no
queriendo tardar un momento en ver a Juan Dacosta, corrieron inmediatamente a la crcel.
All, en una rpida entrevista con el preso, le enteraron de todo lo que haba sucedido.
Dacosta tom el documento y lo examin con atencin. Despus, moviendo la cabeza, se
lo devolvi a su hijo.
Quiz -dijo- en este escrito se halla la prueba que yo nunca he logrado presentar; pero si
esta prueba me falla, si toda la honradez de mi vida pasada no aboga en favor mo yo no
tengo que esperar nada de la justicia de los hombres y mi suerte est en las manos de Dios.
Todos lo comprendieron bien. Si aquel documento permaneca sin descifrar, la situacin
del condenado no poda ser peor.
La encontraremos, padre mo! -dijo Benito. No hay documento de esta clase que pueda
resistir al examen. Tened confianza, s, tened confianza! El cielo, milagrosamente, por
decirlo as, nos ha proporcionado este documento que os justifica y despus de haber guiado
nuestra mano para encontrarlo no rehusar guiar nuestro conocimiento para leerlo.
Dacosta oprimi la mano de Benito y de Manuel; y luego los dos jvenes, sumamente
conmovidos, se retiraron para volver directamente a la jangada, donde Yaquita les
aguardaba.
All Yaquita fue prontamente enterada de los nuevos incidentes ocurridos desde la vspera;
la reaparicin del cuerpo de Torres; el hallazgo del documento y la extraa forma en
que el verdadero autor del atentado y compaero del aventurero haba credo conveniente
escribirle sin duda para que no le comprometiese, si hubiese cado en manos extraas.
Lina tambin fue, claro est, sabedora de aquella inesperada complicacin y del
descubrimiento que haba hecho Fragoso de que Torres era un antiguo capitn de bosques,
perteneciente a aquella milicia que operaba en las inmediaciones de las bocas del Madeira.
Pero en qu circunstancias le conocisteis? -pregunt la joven mulata.
Fue durante una de mis correras a travs de la provincia del Amazonas -respondi
Fragoso-; cuando iba de lugar en lugar ejerciendo mi oficio.
Y esa cicatriz?
Os contar lo que pas. Un da llegu a la Misin de Aranas en el momento en que Torres,
a quien hasta entonces jams haba visto, se hallaba empeado en una ria con uno de su
misma calaa. De la ria sali Torres con una cuchillada que le atraves el brazo. Y, a falta
de mdico yo fui el encargado de curarle. As le vi por primera vez.
Qu importa, ahora -dijo Minha-, que se sepa qu ha sido Torres? l no ha sido el autor
del crimen y esto no adelantar mucho las cosas.

Desde luego que no -admiti Fragoso. Pero ese documento acabar por ser ledo, qu
diablo! y la inocencia de Juan Dacosta brillar entonces con toda claridad a los ojos de todos.
Esta era tambin la esperanza de Yaquita,
Benito, Manuel y Minha. As, los tres,
encerrados en el comedor de la vivienda,
pasaron largas horas procurando descifrar
aquel manuscrito.
Pero si sta es su esperanza -y conviene
insistir sobre este punto-, tambin era, por lo
menos, la del juez Jarrquez.
Despus de haber redactado el informe que
a continuacin del interrogatorio estableca
la identidad de Juan Dacosta, el magistrado
envi aquel informe a la Cancillera y crey
que haba concluido por su parte con aquel
asunto. Pero no deba terminar as.
En efecto, conviene decir que desde el
hallazgo del documento, el juez se hallaba de
repente transportado a su elemento especial.
El, buscador de combinaciones numricas,
descubridor de charadas, jeroglficos y
logogrifos, estaba ante su elemento.

Pero a la idea de que aquel documento


encerraba tal vez la justificacin de Juan
Dacosta, senta despertarse en l todos sus
instintos de analizador. Teniendo ante su
vista un criptograma, no pensaba ms que en
encontrar su sentido. Hubiera sido preciso no
conocerle para dudar que hasta la comida y
la bebida perdonara por dedicarse a su
trabajo.
Luego que se hubieron marchado los
jvenes, el juez se instal en su despacho. La
puerta, cerrada para todos, le aseguraba
algunas horas de perfecta soledad. Tena los
anteojos sobre la nariz y su tabaquera
encima de la mesa. Tom un buen polvo para
mejor desarrollar las sutilezas y las
sagacidades de su cerebro; asi el documento
y se absorbi en una meditacin que deba
muy pronto materializarse bajo la forma de
monlogo.
El digno magistrado era uno de esos
hombres
excepcionales,
que
piensan
hablando.
Procedamos con mtodo -se deca a s
mismo. Sin mtodo no hay lgica. Sin lgica

no hay resultado posible.


Y tomando el papel examin del principio al cabo las letras all escritas, sin que le dieran
la menor luz.
Aquel documento tendra unas cien lneas que estaban divididas en seis prrafos.
Hum! -dijo el juez despus de haber reflexionado. Querer ejercitarme sobre cada
prrafo, uno tras otro, sera perder intilmente un tiempo precioso. Es preciso, por el
contrario, elegir uno de estos apartes y escoger el que pueda presentar ms inters. Pero
cul se encuentra en estas condiciones si no es el ltimo, donde necesariamente debe
resumirse el relato de todo el asunto? Los nombres propios pueden colocarme sobre la va y
entre otros el de Juan Dacosta. Si l est en alguna parte de este documento, evidentemente
no puede faltar en su ltimo prrafo.
Como puede verse, la lgica presida el juicio del magistrado. Seguramente, tena razn
para querer ejercitar desde luego todos los resultados de su ingenio de criptlogo sobre este
ltimo prrafo.
Vase este prrafo, porque es forzoso colocarle a la vista del lector, a fin de mostrar cmo
un analizador iba a emplear sus facultades para descubrir la verdad.
inyisgeggvpdzxqvehuqfxgchngxeleocquhxbfilldxhulld
yrfirllxvqedhruuvhivesllxeecqfngroapbgriulhrgqlldq
rjiehzgllxchbfttgchhoisrhhmllrlremfpyrubflqxgdthl
lvosfvmycqedgryblqllxxudphoyffspfidhrcpvhvxgcpvsbg
onlxhtecnihtllhegnhfnedfpjpllvvxbfllrochfnhluzslyrf

mboepvmrcrutllruygopchllutdrpokbfuhdfisrqrgshsuv
ihd
Desde luego, el juez Jarrquez observ que las lneas del documento no haban sido divididas
por las palabras, ni aun por frases y que la puntuacin faltaba. Esta circunstancia no poda
menos de hacer ms dificultosa la lectura.
Veamos, no obstante -continu dicindose-, si alguna unin de las letras parece formar las
palabras, es decir, de esas palabras cuyo nmero de consonantes relacionadas con las vocales
permite la pronunciacin. Y desde luego al principio veo la palabra isge, luego la palabra
eleo Si ser griego? Despus grob, iul, jieh, hoisr, phoz, rem, hluzsl, suvihd
El juez Jarrquez dej caer el manuscrito y se puso a reflexionar durante algunos
momentos.
Todas las palabras de esta lectura, sumariamente hecha, resultan extravagantes. En
verdad, nada indica su procedencia. Las unas tienen un aire griego; las otras, un aspecto
holands; las de aqu, un talante ingls; las de all, latino y las ms no tienen aire ninguno,
sin contar que hay series de consonantes que se resisten a toda pronunciacin humana.
Decididamente, no ser fcil establecer la clave de este criptograma!
El magistrado comenz a tamborilear con los dedos sobre la mesa una especie de diana,
como si quisiera despertar sus facultades adormecidas.
Veamos, pues, desde luego -torn a decirse-, cuntas letras hay en este prrafo.
Y tomando un lpiz, empez a contar y apuntar. -Doscientas noventa y cuatro! Y bien;
ahora se trata de determinar cuantas veces aparaece cada letra del alfabeto.
Esta cuenta fue un poco ms larga de ajustar. El juez haba vuelto a tomar el documento;
luego, con el lpiz apuntaba sucesivamente cada letra, de acuerdo con el orden normal
alfabtico. Un cuarto de hora despus haba obtenido el siguiente estado; apunt:
a=0, b=10, c=6, d=14, e=14, f=18, g=17, h=21, ch=9, i=9, j=2, k=1, l=8,
ll=12, m=7, n=7, =11, o=11, p=10, q=12, r=25, s=8, t=8, u=15, v=13,
x=13, y=8, z=5.
Aj! -dijo el juez. La primera observacin es muy interesante y es que en este prrafo estn
empleadas todas las letras del alfabeto menos una. Esto es muy raro. En efecto, tmense al
azar en un libro el nmero de lneas que se necesiten para contener doscientas noventa y
cuatro letras y ser muy extrao que no aparezcan todas las letras del alfabeto. Sin embargo,
admitamos que esto pueda ser un simple efecto de la casualidad.
Despus, pasando a otro orden de ideas, dijo:
La cuestin ms importante es ver si las vocales estn en la debida proporcin con las
consonantes.
El magistrado volvi a tomar su lpiz, hizo la cuenta de las vocales y obtuvo el siguiente
clculo:
a=0, e=14, i=9, o =11, u=15, y=8.
Total 57 vocales
As -continu dicindose- en este aparte hay, hecha la resta, cincuenta y siete vocales
contra doscientas treinta y siete consonantes. Esta es casi la proporcin normal, es decir,
casi una quinta parte, como en el alfabeto, donde se cuenta cinco vocales y la y griega para
veintiocho letras.

Es, pues, muy posible que este documento haya sido escrito en el idioma de nuestro pas,
pero que solamente se haya cambiado la significacin de cada letra. Mas si sta se ha
modificado con regularidad; si una b, por ejemplo, se encuentra siempre sustituida por una
l, una o por una v, una g por una k, una u por una r, etc., consiento en quedarme sin mi plaza
de juez de Manaos como no llegue a leer este documento. Y qu tengo que hacer, pues, sino
proceder siguiendo el mtodo de aquel gran genio analizador que se llama Edgar Allan Poe!
Al hablar as, el juez Jarrquez se refera a una novela del clebre escritor americano, una
verdadera obra maestra. Quin no ha leido El escarabajo de oro?
En dicha novela, un criptograma compuesto a la vez de cifras, de letras, signos algebraicos,
asteriscos, puntos y comas, es sometido a un mtodo completamente matemtico, llegando
a ser descifrado en circunstancias tan extraordinarias, que no dejarn de recordar los
admiradores de aquel raro talento.
Verdad es que de la lectura del documento norteamericano slo dependa el
descubrimiento de un tesoro, mientras que aqu se trataba de la vida y del honor de un
hombre. El motivo, pues, de dar solucin a la cifra era mucho ms interesante.
Nuestro magistrado, que haba ledo y reledo El Escarabajo de oro, conoca perfectamente
los procedimientos de anlisis minuciosamente empleados por Edgar Allan Poe y resolvi
utilizarlos en esta ocasin. Sirvindose de ellos estaba seguro, como haba dicho, de que si el
valor o el significado de cada letra permaneca siempre constante, alcanzara, en un tiempo
ms o menos largo, a poder leer el documento relativo a Juan Dacosta.
Qu hizo Edgar Allan Poe? -se deca una y otra vez. Ante todo, comenz por averiguar
cul era el ndice, aqu slo tenemos letras, o sea, cual se halla ms repetida en el
criptograma; observo que es la letra r A ver; s, se encuentra veinticinco veces. Slo
esta proporcin enorme basta para demostrar que en principio r no significa r sino que, al
contrario, r debe representar la letra que se encuentra ms a menudo en nuestro idioma,
pues debo suponer que el documento ha sido escrito en portugus. En ingls o en francs
sera, sin duda, la e; en italiano sera la i o la a: en portugus debe ser la a o la o. As, pues,
admitamos, salvo ulterior modificacin, que la r significa la a o la o.
Despus, el juez indag cul era la letra que despus de la r apareca ms nmero de veces
en el manuscrito. Esto le condujo a formar el siguiente cuadro:
r=25, h=21, f=18, g=17, u=15, d-e=14, v-x=13, ll-q=12, -o=11, b-p=10, chi=9, l-s-t=8, m-n=7, c=6, z=5, j=2, k=1.
Resultaba, pues, que la letra a, que debera ser la ms repetida, no apareca en el documento
ni una sola vez. Esto demostraba de una manera evidente que su significado haba sido
cambiado. Y ahora, despus de la a o la o, qu letras aparecan ms frecuentemente en el
idioma portugus? Era cosa de buscar echando mano de la paciencia.
Y Jarrquez, con una sagacidad verdaderamente notable, que denotaba en l un alto
espritu de observacin, se entreg de lleno a esta nueva investigacin. Es cierto que con
ello no haca ms que imitar al novelista norteamericano, que por simple induccin o
aproximacin, como gran analizador que era, logr hacerse un alfabeto correspondiente a
los signos del criptograma y por lo tanto, pudo llegar a leerlo corrientemente.
El magistrado obr de igual modo y puede asegurarse que no fue inferior a su ilustre
maestro. A fuerza de haber estudiado los logogrifos, los cuadrados y tringulos de palabras
y otros problemas que slo estn basados en una arbitraria disposicin de las letras, se haba
acostumbrado lo mismo con la imaginacin que con la pluma, a resolverlos y era ya una
autoridad en estos juegos del ingenio.

En aquella ocasin no hubo de trabajar mucho para establecer el orden en que las letras se
repetan ms a menudo. Las vocales, desde luego, primero; las consonantes a continuacin.
Tres horas despus de haber empezado su trabajo tena a la vista un alfabeto, que, de ser
exacto su procedimiento, deba darle la significacin real de las letras que aparecan en el
documento.
Slo era necesario, pues, aplicar sucesivamente las letras del alfabeto logrado a las del
manuscrito.
Mas al ir a proceder a ello, el juez se not presa de cierta emocin. Se hallaba
completamente entregado al placer intelectual -que es mayor de lo que puede suponerse- del
hombre que, despus de haber invertido algunas horas en un trabajo continuado, ve aparecer
el sentido tan impacientemente buscado de un logogrifo.
Finalmente, dominndose, se decidi:
Empecemos. En verdad, que quedara muy sorprendido si no fuese esta la clave del
enigma.
Ante todo, se quit las gafas, limpi los cristales, empaados por el vapor de sus ojos y
torn a colocrselas. En seguida encorv el cuerpo sobre la mesa.
Con el alfabeto que haba hecho en una mano y el documento en la mesa, tom la pluma y
empez a escribir bajo la primera lnea del prrafo cifrado las letras verdaderas que, segn
su opinin, deban corresponder exactamente a cada letra criptogrfica.
Hecha la primera lnea, procedi igual con la segunda, luego con la tercera y la cuarta,
llegando as hasta el final.
Entonces examin el original En tanto escriba, no haba querido tampoco examinar si
aquella reunin de letras formaba palabras comprensibles. No; durante la primera parte del
trabajo, su imaginacin haba rehusado hacer comprobacin alguna.
Ansiaba proporcionarse la satisfaccin de leer todo de una vez, de golpe.
Por esto, al terminar, exclam confiado;
Leamos!

Pero no ley. Qu galimatas, gran Dios! Las lneas que formara con las letras de su alfabeto
no tenan ms sentido que las del documento. Resultaban otra serie de letras, simplemente,
que no constituan ningn valor. En fin, que constituan tambin otro jeroglfico.
Demonios y ms demonios!
Y se qued abstrado.

Captulo XIII
Es una cuestin de cifras

H aban dado las siete de la tarde.

Absorbido en aquel rompecabezas en que no poda adelantar nada, el juez Jarrquez haba
olvidado completamente la hora de la comida y hasta de reposar. A la hora citada llamaron
a la puerta de su despacho.
Ya era tiempo. Una hora ms y toda la sustancia cerebral del despechado magistrado
quizs se hubiera fundido bajo el calor intenso que se desprenda de su cabeza.
A la invitacin de entrar, dada con impaciente voz, se abri la puerta y apareci Manuel.
El joven mdico haba dejado a sus amigos a bordo de la jangada, liados con el
indescifrable documento, para ir a ver al juez Jarrquez.
Ansiaba saber si ste haba sido ms feliz en sus indagaciones y logrado por fin descubrir
la clave del criptograma. La llegada de Manuel no molest al magistrado. Se encontraba en
ese grado de sobreexcitacin del cerebro que exaspera la soledad.
Le haca falta alguien con quien hablar y, sobre todo, si su interlocutor se mostraba tan
deseoso como l de penetrar este misterio. Nuestro amigo era, pues, el hombre que le haca
falta.
Caballero -dijo el joven en cuanto entr-; una pregunta ante todo. Habis logrado algo
ms que nosotros?
Sentaos primero -orden el juez Jarrquez, al tiempo que se pona en pie y comenzaba a
pasear a grandes pasos por la habitacin.
Sentaos -repiti-, pues si ambos permanecisemos en pie, vos marcharais en un sentido
yo en el otro y mi despacho no bastara para contenernos.
Hizo Manuel lo que le decan y una vez sentado, repiti su pregunta.
No, no he sido ms afortunado -inform entonces el magistrado. No s ms de lo que
saba. Slo puedo deciros que he adquirido una certidumbre.
Y es, caballero?
Que el documento no est basado sobre signos convencionales, sino sobre lo que se llama
una cifra" en criptografa, es decir, sobre un nmero.
Pero -dijo Manuel-, no se afirma que es posible leer un documento de este gnero?
En efecto -admiti Jarrquez. Cuando una letra est invariablemente representada por la
misma letra. Entindame: quiero decir cuando una a, por ejemplo, es siempre una p; cuando
una p es siempre una x De lo contrario, no es posible.
Y en este documento?
En este documento el valor de la letra cambia, de acuerdo con la cifra, tomada
arbitrariamente y que es lo que rige. As, una b que haya sido representada por una k, ms
adelante lo ser por una z; despus por una m, o una n, o una i, o cualquier otra letra.
Y en tal caso?
En tal caso, o sea en este caso, tengo el sentimiento de deciros que el criptograma resulta
absolutamente indescifrable.
Indescifrable! -repiti Manuel. No, caballero, eso es imposible! Es preciso que
concluyamos por hallar la clave de este documento, del que depende la vida de un hombre.
Manuel se haba levantado, presa de una excitacin que le era imposible dominar.
La respuesta dada por el magistrado era tan desesperada, que no se resolva a aceptarla
por definitiva.

A un gesto del juez, volvi a tomar asiento. Luego ya dominado su estado de nimo,
pregunt con voz ms tranquila:
En primer lugar, caballero, qu puede haceros creer que la clave de este documento es
una cifra, o, como decs, que es un nmero?
El juez Jarrquez dio esta respuesta:
Odme, joven y no tardaris en rendiros a la evidencia.
El magistrado tom el documento y lo puso ante los ojos de Manuel, as como el trabajo
que haba estado haciendo.
He comenzado -hizo saber- por tratar este
documento
como
deba
hacerlo,
lgicamente, es decir, sin encomendar nada a
la casualidad. As, pues, he multiplicado un
alfabeto basado en la proporcionalidad de las
letras ms usuales de nuestro idioma,
procurando obtener la lectura siguiendo las
normas de nuestro ilustre Edgar Allan Poe
Pues bien, su procedimiento no ha dado
resultado!
Que no ha dado resultado!
No, joven y yo hubiera debido darme
cuenta, desde luego, que buscar el xito de
esta manera era imposible. Con seguridad
que uno ms inteligente que yo no se hubiera
equivocado.
Pero, por Dios! -exclam Manuel.
Deseara comprenderos y no puedo.
Tomad el documento -replic el juez
Jarrquez-, cuidando tan slo de observar la
disposicin de las letras y releedlo todo
entero.
Manuel obedeci.
No observis algo extrao en la
combinacin de ciertas letras?
No veo nada -respondi Manuel despus de haber, acaso por la centsima vez, recorrido
las lneas del documento.
No importa Examinad el ltimo prrafo. All, comprendis?, debe de estar el resumen
completo de la noticia. Tampoco veis nada que sea anormal?
Nada.
Hay, sin embargo, un detalle que prueba de la manera ms absoluta que el documento
est sometido a la ley de un nmero.
Y es? -pregunt Manuel.
Es que vemos que letras tales como la g, la , la h, la v, la f se encuentran repetidas, una a
continuacin de otra, en diferentes puntos del prrafo.
Lo que deca el juez Jarrquez era cierto y a propsito para llamar la atencin. Por una
parte, las letras 6, 8 y 9 de la lnea eran g, colocadas casi consecutivamente; por otra, las
64, 65 y 68 eran v, colocadas de una manera anloga, as como las dos t que ocupaban los
lugares 112 y 113 y las h y f que ocupaban respectivamente los 121, 122, 173 y 174.

Y esto prueba? -pregunt Manuel, quien no adivinaba qu consecuencia podra


deducir de esta combinacin.
Eso prueba sencillamente que el documento reposa sobre la ley de un nmero. Eso
demuestra en principio que cada letra est modificada en virtud de las cifras de este nmero
y segn el lugar que ellas ocupan.
Manuel, sorprendido por este argumento, reflexion un instante y no encontr nada que
responder.
Y si yo hubiese hecho ms pronto esta observacin -continu el magistrado-, me hubiera
evitado mucho mal y un principio de jaqueca que se extiende desde el sincipucio hasta el
occipucio.
Pero, en fin, caballero -pregunt Manuel, que senta escaprsele el resto de esperanza que
an conservaba-, qu debe entenderse por cifra?
Digamos un nmero.
Sea un nmero.
Helo aqu y un ejemplo os lo har comprender mejor que toda explicacin.
El juez Jarrquez se sent a la mesa, tom una hoja de papel, un lpiz y dijo:
-Seor Manuel, elijamos una frase a la casualidad, la primera que se nos ocurra; sta por
ejemplo: El juez Jarrquez est dotado de un talento muy ingenioso.
Hecho esto, el magistrado, para quien, seguramente, esta frase pareca contener una de
esas proposiciones que estn fuera de duda, mir a Manuel, diciendo:
Supongamos ahora que yo tomo un nmero cualquiera a fin de dar a esta sucesin natural
de palabras una forma criptogrfica. Supongamos tambin que este nmero est compuesto
de tres cifras y que estas cifras sean 4, 2 y 3. Coloco el dicho nmero 423 bajo la lnea
anteriormente escrita, repitindolo tantas veces cuantas sea preciso para llegar al final de la
frase y de manera que cada cifra corresponda a cada una de las letras. He aqu lo que resulta:
el-juez-jarrquez-est-dotado-de-un-talento-muy-ingenioso.
42 3423 423423423 4234 234234 23 42 3423423 423 423423423
Pues bien, seor Manuel; remplazando cada letra por la que resulta al restar su posicin en
el orden alfabtico, con el valor de la cifra que le he asignado, obtengo lo siguiente:
e-4=a
l-2=j
j-3=g
u-4=q
e-2=c
z-3=v
Y as sucesivamente.
Si por el valor de las cifras que componen el nmero en cuestin llego al fin del alfabeto,
sin tener bastantes letras complementarias que deducir, vuelvo a tomar las del principio.
Dicho esto, despus de haber empleado hasta el fin este sistema criptogrfico ordenado por
el nmero 423, que, no lo olvidis, ha sido elegido arbitrariamente, la frase que conocis
queda sustituida por sta:
aj gqcv fyogqcv aqqv bmpyall bb qll qvjckrul jsu flldallgqm.

Ahora, joven, examinad bien esta frase: no tiene enteramente el aspecto del documento en
cuestin? Y bien, qu resulta? Que, debido a la modificacin de la letra por la cifra que
casualmente queda debajo, la letra criptogrfica que se relaciona con la letra verdadera no
puede ser necesariamente la misma. As, pues, en esta frase la primera e est representada
por una a; la segunda por una c; la quinta por una b; una h corresponde a la primera j; y una
g a la segunda; de las dos r de mi nombre, una est representada por una o; la segunda por
una ; la t de la palabra est se convierte en q y la de dotado en p. Por lo cual comprenderis
perfectamente que sin conocer el nmero 423 no llegaris nunca a leer estas lneas y que, por
consecuencia, puesto que no conocemos el nmero que esclarece el documento, ste resulta
indescifrable.
Oyendo al magistrado razonar con una lgica tan cerrada, qued Manuel abatido por el
momento; pero levantando la cabeza:
No -exclam-; no, seor. No renunciar a la esperanza de descubrir este nmero.
Quiz hubiera podido conseguirse -dijo entonces el juez Jarrquez-, si las lneas del
documento estuviesen divididas por palabras.
Y por qu?
He aqu mi razonamiento, joven. Me est permitido afirmar con toda seguridad que el
ltimo prrafo del documento debe resumir todo cuanto ha sido escrito en los prrafos
anteriores. Luego para m es evidente que se halla el nombre de Juan Dacosta. Pues bien,
si las lneas estuviesen divididas por palabras, reconociendo stas una a una, es decir,
las compuestas de siete letras, que son las que tiene el nombre Dacosta, no hubiera sido
imposible reconstruir el nmero que es la clave de este documento.
Servios, explicarme cmo sera necesario proceder -suplic Manuel, que tal vez vea lucir
una ltima esperanza.
Nada ms sencillo -respondi el juez Jarrquez. Tomemos, por ejemplo, una de las
palabras de la frase que acabamos de describir; mi nombre, si gustis. En el criptograma se
representa esta rara sucesin de letras: fyogqcv. Pues bien, restando a la posicin de cada
letra de mi nombre, la posicin de su letra criptogrfica, tendr el resultado siguiente:
j-f=4, a-y=2, r-o=3, r-=4, i-g 2, q-=3, u-q=4, e-c=2, z-v=3.
Ahora, cmo est compuesta la fila de las cifras producidas por esta operacin sencilla? Ya
lo veis, por las cifras 423 423 423, etctera, es decir, por el nmero 423 repetido muchas
veces.
S, eso es -respondi Manuel.
Por este medio os daris cuenta, que ascendiendo en el orden alfabtico de la falsa letra
a la verdadera, en lugar de descender de la verdadera a la falsa, he podido fcilmente
reconstruir el nmero y que este nmero buscado es efectivamente el 423, que yo haba
elegido como clave de mi criptograma.
Y bien, caballero -exclam Manuel-; si, como debe ser, el nombre de Dacosta se encuentra
en este ltimo prrafo, tomando sucesivamente cada letra de estas lneas para la primera de
las siete letras que forman este nombre, debemos llegar a
Eso sera posible, en efecto -respondi el juez Jarrquez-; pero con una condicin.
Cul?
La de que la primera cifra del nmero viniese a caer precisamente bajo la primera letra
de la palabra Dacosta y me concederis que esto no es muy probable. No os parece?
En efecto -dijo Manuel que ante este ltimo razonamiento senta escaprsele su ltima
esperanza.

Es, pues, necesario entregarse a la casualidad -replic el juez Jarrquez moviendo la


cabeza- y la casualidad no debe intervenir en averiguaciones de este gnero.
Pero, en fin -dijo Manuel-, no podra la casualidad descubrirnos este nmero?
Pero ese nmero -dijo a su vez el magistrado-, ese nmero, de cuntas cifras se
compone? Es de dos, de tres, de cuatro, de nueve, de diez? Est formado por cifras
diferentes o de cifras muchas veces repetidas? Sabis, joven, que con las diez cifras de
la numeracin, emplendolas todas, sin repeticin ninguna, pueden formarse tres millones
doscientos sesenta y ocho mil ochocientos nmeros diferentes y que si se repitiesen varias
cifras, estos millones de variaciones aumentaran todava? Y sabis que no empleando ms
que un solo minuto de los quinientos veinticinco mil seiscientos de que se compone el ao
en ensayar cada uno de estos nmeros, necesitarais ms de seis aos y que si cada operacin
exigiese una hora no tendrais bastante con tres siglos? No! Esto es pedir un imposible.
Lo imposible, seor -respondi Manuel-, es que un justo sea condenado y que Juan
Dacosta pierda la vida y el honor cuando est en vuestras manos la prueba material de su
inocencia. He aqu lo que resulta imposible!
Ah, joven! -exclam el juez Jarrquez. Despus de todo, quin os dice que ese Torres
no haya mentido, que haya realmente tenido entre sus manos un documento escrito por el
autor del crimen, que este papel sea ese documento y que se aplique a Juan Dacosta?
Es cierto! -admiti Manuel y su cabeza cay entre sus manos.
Porque as era; nada probaba de una manera evidente que el documento tuviese relacin
con el campamento diamantfero. Nada demostraba que no estuviese vaco de todo sentido
y hubiese sido imaginado por el mismo Torres, muy capaz de vender un documento falso
como verdadero.
Pero eso es ahora lo de menos, don Manuel -agreg el juez Jarrquez levantndose. Sea
cualquiera el asunto de que trate este documento, no renuncio a descubrir la cifra. Despus
de todo, esto es mejor que un logogrifo o un jeroglfico.
Despus de estas palabras, el prometido de Minha se despidi del magistrado y volvi a la
jangada, ms desesperado a su regreso que lo estaba cuando la dejara.

Captulo XIV
Pase lo que pase

D urante este tiempo, la opinin pblica se haba modificado por completo en relacin con

el condenado Juan Dacosta.


A la clera haba sucedido la compasin.
Ya no se proferan amenazas por parte del populacho ante la prisin de Manaos. Al
contrario, los que ms ferozmente le acusaran de ser el principal autor del crimen de
Tijuco afirmaban ahora que no era l el culpable y reclamaban su libertad. Que as son las
muchedumbres; pasan de un extremo a otro.
Este cambio en la opinin era comprensible.
Los acontecimientos producidos en los dos ltimos das; el duelo entre Benito y Torres; la
bsqueda del cadver de ste, reaparecido en circunstancias tan extraordinarias; el hallazgo
del documento; la indescifrabilidad, si nos es permitido expresarnos as, de las lneas que
contena; el convencimiento en que se estaba, o se quera estar, de que el documento
encerraba la prueba material de la inculpabilidad de Juan Dacosta, puesto que proceda del
verdadero culpable; todo, en fin, haba contribuido a operar el radical cambio en la opinin
pblica. Lo que se deseaba, lo que se guardaba con impaciencia despus de cuarenta y ocho
horas, se tema ahora; es decir, que llegara la orden expedida desde Ro de Janeiro.
Esto no poda tardar.
En efecto, Juan Dacosta haba sido detenido el veinticuatro de agosto e interrogado al
siguiente da. La relacin del juez haba partido el veintisis y se estaba a veintiocho. En tres
o cuatro das, todo lo ms, el ministro habra tomado una decisin respecto al condenado y
era demasiado cierto que la justicia seguira su curso.
S, nadie dudaba de que sucedera as! Y, sin embargo, que la certeza de la inocencia de
Juan Dacosta haba de salir del documento, no era dudoso para nadie, ni para su familia, ni
para toda la poblacin de Manaos, que segua apasionadamente las fases de este dramtico
asunto.
Pero a los ojos observadores desinteresados o indiferentes, que no se hallaban bajo la
presin de los acontecimientos, qu valor poda tener ese documento y cmo confirmar que
se relacionaba con el atentado del campamento diamantfero?
Exista, esto era incontestable. Se le haba encontrado sobre el cadver de Torres. Nada
ms cierto. Hasta poda asegurarse, comparndole con la carta en que Torres denunciaba
a Juan Dacosta, que este documento no haba sido escrito por la mano del aventurero. Y,
sin embargo, como haba dicho el juez Jarrquez, no poda aquel miserable haberlo hecho
confeccionar con el objeto de buscar su negocio? Torres pretenda no querer desprenderse
de l sino despus de su matrimonio con la hija de Juan Dacosta, es decir, cuando ya no
fuese posible retroceder sobre un hecho consumado.
Todas estas tesis podan sostener por una y otra parte y se comprende que el asunto deba
interesar en el ms alto grado.
De todos modos, la situacin de Juan Dacosta era de las ms comprometidas. Mientras
el documento no fuera descifrado, era como si no existiese; y si su secreto criptogrfico no
era adivinado o revelado milagrosamente antes de tres das, antes de tres das la expiacin
suprema habra herido al condenado de Tijuco.
Un hombre trataba de llevar a cabo el milagro! Este hombre era el juez Jarrquez y ahora
trabajaba ms an por el inters de Juan Dacosta que por la satisfaccin de sus cualidades
analticas. S, un cambio completo se haba operado en su espritu.

Este hombre, que abandonaba voluntariamente su retiro de Iquitos, que vena, con riesgo
de su vida, a pedir su rehabilitacin a la justicia brasilea No exista all un enigma moral
que vala la pena de estudiarse? As, pues, el magistrado no abandonara este documento
hasta haber descubierto la cifra a que obedeca.
Entregado furiosamente a su estudio, ni coma ni dorma.
Todo su tiempo se pasaba en combinar nmeros, en forjar una llave para forzar la
cerradura.
A la terminacin del primer da, esta idea haba tomado en el cerebro del juez Jarrquez el
carcter de obsesin. Una clera muy poco contenida herva en su interior, mantenindose
en un estado permanente. Toda la casa temblaba. Sus criados, negros o blancos, no se
atrevan a presentarse ante l. Felizmente, era soltero, pues de otro modo la seora Jarrquez
hubiera pasado algunos malos ratos.
Jams problema alguno haba apasionado tanto a este ser original: estaba resuelto a
perseguir la solucin aunque su cabeza estallase como una caldera calentada al rojo bajo la
tensin de los vapores.
Para el digno juez no caba duda de que la clave del documento era un nmero, compuesto
de dos o muchas cifras, pero que no haba medio de conocerlo por deduccin tan slo.
A pesar de todo, emprendi este trabajo con verdadera rabia y a l aplic todas sus
facultades durante el da veintiocho de agosto.
Buscar al azar un nmero, l lo haba dicho, era perderse en millones de combinaciones
que habran absorbido ms tiempo que la vida de un calculador de primer orden.
Pero si no deba contentarse con la casualidad, era posible proceder por el razonamiento?
No, sin duda y a cavilar hasta perder la razn se entreg por completo el juez Jarrquez,
despus de haber intilmente buscado el reposo en algunas horas de sueo.
Quien despus de haber arrostrado la formal prohibicin que deba proteger su soledad,
hubiera podido llegar hasta l en este momento, le habra encontrado como la vspera, en su
despacho, delante de su mesa, con los ojos fijos en el documento, cuyas embrolladas letras
le parecan girar alrededor de su cabeza.
Ah! -exclamaba de vez en cuando. Por qu el miserable que lo ha escrito, sea quien
sea, no ha separado las palabras de este prrafo? Se podra, se ensayara Pero no! Y,
sin embargo, si realmente en este documento se trata de asesinato y de robo, es imposible
que no se encuentren palabras tales como campamento, diamantes, Tijuco, Dacosta y otras
ms y colocndolas frente a sus equivalentes criptogrficas, podra llegarse a reconstruir el
nmero. Pero nada; ni una sola separacin; una palabra, una sola, una palabra de doscientas
noventa y cuatro letras. Maldito! S, maldito sea doscientas noventa y cuatro veces el
bribn que con tan mala idea ha complicado su sistema! Slo por esto merecera la cuerda
doscientas noventa y cuatro veces.
Y un violento puetazo dado sobre el documento vino a acentuar este poco caritativo
deseo.
Pero en fin -continu el magistrado-; Si no se me permite buscar una de estas palabras en
el cuerpo del documento, no puedo, por lo menos, ensayar descubrirla ya sea al principio
o ya al final de cada prrafo? Tal vez en esto haya una probabilidad que es preciso no dejar
pasar.
Entregado a todas estas deducciones, el juez Jarrquez ensay sucesivamente si las letras
que comenzaban o concluan las diversas lneas del documento podan corresponder a las
que formaban la palabra ms importante, la que necesariamente deba figurar en alguna
parte: la palabra Dacosta.
Nada; no haba nada.

Despus de ensayar sucesivamente las palabras Dacosta, campamento y Tijuco, observ que
su construccin no corresponda a la serie de letras criptogrficas.
Despus de este trabajo el juez Jarrquez, con la cabeza atontada, se levant, pase por
su gabinete, tom el aire en la ventana, exhal una especie de rugido, cuyo ruido hizo
desbandarse una nube de pjaros-moscas que revoloteaban en el follaje de una mimosa y
volvi a su documento.
Lo cogi y empez a darle vueltas entre sus manos.
El tunante, el bribn! -dijo-; concluir por volverme loco! Pero alto!, tengamos calma,
no perdamos la razn. No es ste el momento!
Despus de haberse refrescado la cabeza con una ablucin de agua fra, dijo:
Ensayemos otra cosa. Puesto que no puedo deducir un nmero de la colocacin de
estas condenadas letras, veamos qu nmero ha podido elegir el autor de este documento,
admitiendo que sea tambin el autor del crimen de Tijuco.
Este era otro mtodo de deducciones a que iba a entregarse el magistrado y tal vez con
razn, pues este mtodo no careca de cierta lgica.
Ensayemos desde luego un millar. Por qu ese malhechor no haba de haber escogido el
millar del ao que ha visto nacer a Juan Dacosta, a este inocente, que dejaba condenar en su
lugar, aunque slo fuese por no olvidar este nmero tan importante para l? Dacosta naci
el ao 1804. Veamos lo que nos da el 1804 tomado como cifra criptolgica.
Y el juez Jarrquez, escribiendo las primeras letras del prrafo y colocando sobre ella el
nmero 1804, que repiti tres veces, obtuvo esta nueva frmula:
1804 1804 1804
inyi sgeg gxpd
Despus, haciendo ascender en el orden alfabtico a cada letra tantos lugares como unidades
representaba la cifra que sobre ella haba colocado, obtuvo la serie siguiente:
juyll tnek hfph
Lo que no significaba nada.
Ni con esto! -grit Jarrquez. Ensayemos otro nmero.
Se pregunt si en lugar de este primer millar el autor del documento no habra escogido
ms bien el del ao en que fue cometido el crimen y, procediendo como anteriormente,
obtuvo ahora esta otra frmula:
1826 1826 1826
inyi sgeg gxpd
Lo que dio:
juan tngll hfrj
A excepcin de las cuatro primeras letras, otra serie sin significado, sin ningn sentido, igual
que con la formula precedente.
Condenado nmero! -exclam. Preciso es renunciar tambin a l. Vamos a otro. Habr
escogido el muy tunante el nmero de contos que representaba el producto del robo?
Veamos; el valor de los diamantes robados haba sido estimado en la suma de ochocientos
treinta y cuatro contos de reis.

La frmula, pues, se estableci de esta manera:


834 834 834
iny isg egg
Lo que dio un resultado tan poco satisfactorio como los anteriores:
llqc llvk lljk
Al diablo el documento y el que lo invent! -grit el juez arrojando el papel, que fue
volando hasta el otro extremo de la habitacin. Un santo perdera la cabeza y se hara
condenar!
Pero pasado este momento de clera el magistrado, que no quera darse por vencido,
volvi a tomar el documento. Lo que haba hecho para las primeras letras de diversos
prrafos volvi a hacerlo para las ltimas intilmente. Despus intent todo cuanto le
sugera su imaginacin sobreexcitada. Uno tras otro fueron ensayados los nmeros que
representaban la edad de Juan Dacosta, a quien deba conocer bien el autor del crimen, la
fecha del arresto, la de la condenacin pronunciada por el tribunal de Villa Rica, la fijada
para la ejecucin, etctera, hasta el momento mismo de las vctimas del atentado de Tijuco.
Y siempre era en vano!
El juez Jarrquez se hallaba en tal estado de exasperacin, que poda realmente temerse
por el equilibrio de sus facultades mentales. Se meneaba, se retorca, luchaba como si se
hallase cuerpo a cuerpo con un adversario.
Despus, de repente;
Al azar! -grit- y que el cielo me ayude, puesto que la lgica es impotente.
Su mano agarr el cordn de una campanilla, colocada junto a su mesa de trabajo. Son el
timbre violentamente y el magistrado avanz hasta la puerta para abrirla.
Bobo! -grit.

Bobo, un negro liberto, que era el servidor privilegiado del juez, no apareca. Era evidente
que Bobo no se atreva a entrar en el cuarto
de su seor.
Nuevo campanillazo. Nueva llamada a
Bobo, que, en inters propio, crea que en
aquella ocasin deba hacerse el sordo.
En fin, tercer campanillazo, que desmont
el aparato y rompi el cordn. Esta vez Bobo
apareci.
Qu me quiere mi amo? -pregunt Bobo,
mantenindose prudentemente junto a la
puerta.
Acrcate sin decir una sola palabra! respondi el magistrado, cuya ardiente
mirada hizo temblar al negro.
Bobo avanz.
Bobo -le dijo el juez-, pon atencin a la
pregunta que voy a hacerte y responde
inmediatamente, sin reflexionar, o te
Bobo, desconcertado, abiertos los ojos y
ms abierta la boca an, junt sus pies,
cuadrndose militarmente y aguard.
Ests? -le pregunt su amo.
Estoy.
Atencin. Dime, sin pensarlo, entiendes
bien?, el primer nmero que se te ocurra.
Setenta y seis mil doscientos veintitrs -respondi Bobo sin respirar.
El negro, sin duda, haba pensado complacer a su amo respondindole con un nmero tan
elevado.
El juez corri a su mesa y con el lpiz en la mano procedi a examinar el criptograma, de
acuerdo con el nmero indicado por Bobo, quien con este motivo no era sino el intrprete
de la casualidad.
Como puede comprenderse, hubiera resultado por dems inverosmil que el nmero
76.223 fuese precisamente el que serva de clave al documento para llegar a su comprensin.

As es que no ocasion otro resultado que traer a la boca del juez un juramento tal, que Bobo
se apresur a retirarse tan aprisa como le fue posible.

Captulo XV
ltimos esfuerzos

A dems del magistrado y con tan intiles esfuerzos, Benito, Manuel y Minha se esforzaban

en comn para arrancar al manuscrito el secreto del cual dependan la vida y el honor de su
padre. A su vez, Fragoso, ayudado por Lina, no haba querido ser menos; pero hasta entonces
no haba obtenido un resultado satisfactorio. El nmero segua sin aparecer.
Ya lo encontrar -aseguraba su novio.
Buscad, Fragoso -le repeta sin cesar la mulata-; buscad y encontrad!
Bueno es advertir que ste tena el propsito de ejecutar un proyecto del que no quera
hablar ni aun a la misma Lina. El tal proyecto se haba convertido tambin en una obsesin
de su cerebro: se trataba de dirigirse al encuentro de aquella milicia, a la que haba
pertenecido el capitn de bosques y descubrir quin poda ser el autor del documento
cifrado, que se confesaba culpable del crimen de Tijuco.
La parte de la provincia de las Amazonas en la cual operaba esta milicia, el punto en
que Fragoso la haba encontrado algunos aos antes, la circunscripcin a que perteneca, se
hallaba bastante cerca de Manaos. Bastaba descender por el ro unas cincuenta millas hacia
la desembocadura del Madeira, afluente por su orilla derecha y all, sin duda, se encontrara
el jefe de estos capitaes do mato, de los que Torres haba sido compaero. En dos das, en tres
a lo sumo, poda Fragoso ponerse en relacin con los antiguos camaradas del aventurero.
S, sin duda, puedo hacer esto, pero y despus? Qu resultar de mis gestiones, aun
admitiendo que lleguen a tener buen xito? Cuando tengamos la certidumbre de que uno de
los compaeros de Torres ha muerto recientemente, probar este hecho que sea l el autor
del crimen? Demostrar que ha entregado a Torres un documento en el cual confiesa su
delito descargando de toda culpabilidad a Juan Dacosta? No. Slo dos hombres conocen la
cifra: el culpable y Torres, y stos no existen!
As razonaba Fragoso. Pareca evidente que su resolucin no poda conducir a nada. Y, sin
embargo, este pensamiento era ms fuerte que l. Un poder irresistible le impela a partir,
aun cuando ni estuviese seguro de encontrar la milicia del Madeira! En efecto, no poda sta
hallarse operando en cualquiera otra parte de la provincia? Y entonces, para dar con ella
necesitara Fragoso ms tiempo del que poda disponer! Y despus de todo, para obtener
qu cosa?
No obstante, al da siguiente, veintinueve de agosto, antes de salir el sol, Fragoso, sin
prevenir a nadie, abandon furtivamente la jangada, lleg a Manaos y se embarc a bordo de
una de las egariteas que descienden diariamente el Amazonas.

Y cuando nadie le volvi a ver a bordo,


cuando no reapareci en todo el da, no tuvo
lmites la admiracin. Nadie, ni siquiera la
joven mulata, poda explicarse la ausencia de
este servidor tan adicto, en tan graves
circunstancias.
Algunos llegaron a preguntarse y no sin
alguna razn, si el pobre muchacho,
desesperado por haber personalmente
contribuido, cuando le encontr en la
frontera, a conducir a Torres hasta la
jangada, no se haba abandonado a algn
acto de desesperacin.
Pero si Fragoso poda dirigirse semejante
reproche, qu sucedera con Benito? Una
vez, en Iquitos, le haba brindado a visitar la
hacienda; despus, en Tabatinga, le haba
conducido a la jangada para tomar pasaje;
por ltimo, al provocarle y darle muerte,
haba destruido al nico testigo que hubiera
podido intervenir en defensa del condenado.
Y entonces Benito se acusaba de todo, de la
prisin de su padre, de las terribles
eventualidades
que
deban
ser
la
consecuencia.
En efecto, si Torres viviese, Benito se deca que, de una manera u otra, por piedad o por
inters, el aventurero hubiera concluido por entregar el documento. A fuerza de dinero,
Torres, a quien nada poda comprometer, no se hubiera decidido a hablar? La tan buscada
prueba, no hubiera podido ponerse ante los ojos de los magistrados? S, sin duda. Y el nico
hombre que poda procurar este testimonio haba muerto por la mano de Benito.
He aqu lo que el desgraciado joven repeta a su madre, a Manuel, a s mismo. He aqu la
cruel responsabilidad que pesaba sobre su conciencia.
Yaquita, entre su marido, cerca del cual estaba cuantas horas le eran permitidas y su hijo,
presa de una desesperacin que haca temer por su juicio, no perda, a pesar de todo, su
energa moral.
En ella se vea a la valerosa hija de Magallanes, a la digna compaera del hacendado de
Iquitos.
La actitud de Juan Dacosta era la ms a propsito para sostenerla en esta prueba. Este
hombre de corazn, este rgido puritano, este austero trabajador, cuya vida no haba sido
ms que una lucha, no haba an demostrado un solo instante de debilidad.
El golpe ms terrible que recibiera, aunque sin abatirle, haba sido la muerte del juez
Ribeiro, en cuyo espritu no caba la menor duda de su inocencia.
No era con la ayuda de este antiguo defensor con la que contaba para su completa
rehabilitacin? La intervencin de Torres en este asunto no la consideraba sino como
secundaria para l. Por otra parte, cuando se haba decidido a abandonar Iquitos, para
entregarse a la justicia de su pas, no conoca la existencia de este documento.
l slo haba aportado para su defensa pruebas morales. Si una prueba material haba
surgido en el curso de este asunto, antes o despus de su prisin, no era, por cierto, hombre

capaz de desdearla; pero si, a consecuencia de circunstancias desgraciadas, esta prueba


haba desaparecido, se vea en la misma situacin en que se hallaba al pasar la frontera de
Brasil, en la situacin de un hombre que vena a decir: He aqu mi pasado; he aqu mi
presente; he aqu una existencia honrada dedicada al trabajo y a la abnegacin; despus de
veintitrs aos de destierro, vengo a entregarme a vosotros. Aqu me tenis! Juzgadme!
El que Torres hubiera sido muerto, la imposibilidad de leer el documento encontrado sobre
l, no haban podido producir en Juan Dacosta una impresin tan viva como en sus hijos,
sus servidores, sus amigos, en todos aquellos que se interesaban por l.
Tengo fe en mi conciencia -repeta a Yaquita-, como tengo fe en Dios. Si l encuentra que
mi vida es til an a los mos y que es preciso un milagro para salvarme, el milagro se har;
si no, morir! l slo es el juez.
Entretanto, la emocin se acentuaba en la villa de Manaos a medida que el tiempo
transcurra. Este asunto era comentado con igual pasin. En medio del inters que provoca
en la opinin pblica todo lo que se presenta rodeado de misterio, el documento constitua
el nico objeto de todas las conversaciones. Al final del cuarto da, todo el mundo estaba
convencido de que en aqul se encerraba la justificacin del condenado.
Hay que decir, adems, que en todas partes se procuraba descifrar su incomprensible
contenido. El Diario d'o Grand Par lo haba reproducido en facsmil. Se haban repartido
en gran nmero ejemplares autografiados, a instancias de Manuel, que no quera descuidar
nada de aquello que pudiera ayudar a la penetracin de este misterio, ni aun la casualidad,
este nombre de guerra que a veces suele tomar la Divina Providencia.
Se prometi una recompensa de cien contos al que descubriese la clave que permitiese
descifrar el documento. Esto era una fortuna; as es que gente de todas clases perdieron la
bebida, la comida y el sueo, para encarnizarse con el ininteligible criptograma.
Todo haba sido intil hasta entonces y era probable que los ms ingeniosos analistas del
mundo consumiesen en balde sus veladas.
Haban avisado al pblico que toda solucin debera dirigirse sin tardanza al juez
Jarrquez, en su casa de la calle de Dios Hijo; pero el veintinueve de agosto nada haba
llegado todava y exista el temor de que nada llegara.
De todos cuantos se dedicaban al estudio de este rompecabezas, el juez Jarrquez era, sin
duda, el ms digno de compasin.
De resultas de una lgica asociacin de ideas, l tambin comparta la opinin general
de que el documento se relacionaba con el asunto de Tijuco, que estaba escrito por la
misma mano del culpable y que patentizaba la inocencia de Juan Dacosta. As es que cada
vez empleaba ms ardor para buscar la clave. No le guiaba ya el arte por el arte; era un
sentimiento de justicia, de piedad, hacia un hombre herido por una injusta condena.
Si es cierto que en el trabajo del cerebro humano se gasta una cantidad de cierto fsforo
orgnico, difcil hubiera sido calcular cuantos miligramos haba consumido el magistrado
para calentar los hornillos de su ilusorium, y a fin de cuentas para no encontrar nada.
Y, sin embargo, el juez Jarrquez no pensaba en abandonar su tarea. Si en lo sucesivo slo
contaba con la casualidad, era preciso, l quera que la casualidad acudiera en su ayuda.
Trataba de provocarla por todos los medios posibles e imposibles. En l este deseo se haba
convertido en frenes, en rabia y lo que es peor an, en rabia impotente.
Los diferentes nmeros que ensay durante esta ltima parte del da, nmeros tomados
siempre arbitrariamente, no podran concebirse. Ah! Si hubiese tenido tiempo, no hubiera
titubeado en lanzarse en los millones de combinaciones que se pueden formar con los diez
signos de la numeracin. Hubiera consagrado su vida entera, aun a riesgo de volverse loco
Loco! No lo estaba ya?

Se le ocurri la idea de que tal vez el documento deba leerse al revs y exponindolo ante
una vela trat de leerlo al trasluz.
Nada! Los nmeros ya imaginados y que ensay bajo esta nueva forma, no dieron
resultado alguno.
Tal vez era preciso tomar el documento en sentido contrario y restablecerlo marchando de
la ltima letra a la primera, lo que su autor poda haber combinado, para hacer ms difcil
su lectura.
Nada! Esta nueva combinacin slo produjo una nueva serie de letras completamente
enigmticas.
A las ocho de la noche, el juez Jarrquez, con la cabeza entre las manos, destrozado,
abatido moral y fsicamente, no tena fuerzas
para moverse, hablar, pensar ni asociar una
idea a otra.
De repente, se oy ruido por la parte
exterior; casi en el mismo momento, se abri
bruscamente la puerta de su habitacin.
Benito y Manuel se hallaban ante l; Benito
desencajado, Manuel sostenindole, pues el
infortunado joven apenas poda sostenerse.
El magistrado se haba levantado
vivamente.
Qu hay, seores? Ocurre algo? pregunt.
La cifra! La cifra! -grit Benito, loco
de dolor. La cifra del documento.
La conocis, pues? -exclam el juez.
No -respondi Manuel-; pero vos
No he hallado nada!
Nada! -repiti Benito.
Y, en el paroxismo de la desesperacin,
sacando el machete de su cintura, quiso
atravesarse el pecho.
El magistrado y Manuel se lanzaron sobre
l, logrando, no sin gran trabajo, desarmarle.
Benito -dijo el juez Jarrquez, con una voz que quera ser tranquila-, puesto que vuestro
padre no puede ya evitar la expiacin de un crimen que no ha cometido, os queda algo que
hacer mejor que atentar contra vuestra vida. Os queda an otra solucin.
Qu es? -pregunt el desesperado joven.
Os resta el intentar salvarle de tan triste suerte.
Pero, cmo?
A vos os toca adivinarlo -manifest el magistrado-; no a m decroslo.

Captulo XVI
Las disposiciones tomadas

A l da siguiente, que era el treinta de agosto, Benito y Manuel celebraron un cambio de

impresiones. Haban comprendido el pensamiento que el juez no haba querido decir


claramente. Se decidieron a buscar los medios necesarios para que se evadiera el prisionero,
a quien amenazaba la ltima pena.
Era demasiado cierto que, para el gobierno de Ro de Janeiro, el indescifrado documento
no representara prueba alguna, que sera letra muerta; que el primer juicio que haba
declarado a Juan Dacosta culpable del atentado de Tijuco no iba a ser modificado y que la
orden de ejecucin llegara irremediablemente, pues no era posible ninguna conmutacin de
pena.
Por consiguiente, Juan Dacosta no deba vacilar en huir para sustraerse al fallo que le
condenaba injustamente.
Qued convenido entre ambos jvenes que el secreto de lo que iban a intentar sera
absoluto; ni Yaquita ni Minha seran puestas al corriente de sus tentativas, pues resultara
doloroso infundirles cierta esperanza, que tal vez luego resultara fallida, si, por
circunstancias imprevistas, se malograba el plan de evasin.
La presencia de Fragoso en esta ocasin hubiera sido preciosa. La ayuda de este muchacho
inteligente y adicto habra sido utilsima para los dos jvenes; pero Fragoso no haba vuelto
a aparecer. Lina, interrogada con este motivo, no poda decir lo que haba sido de l, ni por
qu haba abandonado la jangada, aun sin prevenirla.
Y con seguridad que, si Fragoso hubiera podido prever que las cosas llegaran a tal punto,
no habra abandonado a la familia Dacosta para intentar un paso que, al parecer, no haba
de dar ningn resultado serio. S; ms hubiera valido ayudar a la evasin del condenado,
que ponerse en busca de los antiguos compaeros de Torres! Pero Fragoso se hallaba ausente
y era preciso renunciar a su concurso.
Benito y Manuel abandonaron desde el alba la jangada y se dirigieron a Manaos. Llegaron
rpidamente a la villa y se internaron en sus estrechas calles, an desiertas a aquella hora.
En algunos minutos se encontraron delante de la prisin y recorrieron en todos sentidos
aquellos terrenos en que se levantaba el antiguo convento que serva de crcel.

Convena estudiar con el mayor cuidado la disposicin de aquellos lugares.


En un ngulo del edificio se abra, a siete
metros del suelo, la ventana de la celda en
que estaba encerrado Juan Dacosta. Esta
ventana se hallaba defendida por una reja de
hierro en bastante mal estado, que sera
preciso arrancar o limar, si llegaban hasta
ella. Las piedras del muro, mal unidas,
ofrecan numerosas salidas que deban
asegurar al pie un apoyo slido, si era posible
izarse por medio de una cuerda. Esta cuerda,
lanzada diestramente, podra rodear uno de
los barrotes de la reja separado de su alvolo
y formando gancho hacia el exterior. Hecho
esto, separando uno o dos barrotes para
poder dar paso a un hombre, Benito y
Manuel no tendran ms que introducirse en
la habitacin del prisionero y la evasin se
verificara sin grandes dificultades por medio
de la cuerda sujeta al armazn de hierro.
Durante la noche, que por el estado del cielo
haba de presentarse oscura, ninguna de
estas maniobras sera percibida y Juan
Dacosta, antes del da, podra hallarse en
seguridad.
Durante una hora, Manuel y Benito fueron
y vinieron, procurando no llamar la atencin; tomaron sus datos con una precisin extrema,
tanto sobre la situacin de la ventana y disposicin de la armadura, como sobre el punto ms
a propsito para lanzar la cuerda.
Esto queda convenido -dijo Manuel. Pero, debemos prevenir a tu padre?
No, Manuel! No le confiemos, como tampoco lo hemos hecho a nuestra madre, el secreto
de una tentativa que puede malograrse.
Lo lograremos, Benito! -respondi Manuel. Sin embargo, es preciso preverlo todo; y en
caso de que se llame la atencin del carcelero en el momento de la evasin?
Tendremos todo el oro necesario para comprar a ese hombre -respondi Benito.
Bien -dijo Manuel. Pero una vez fuera de la prisin, nuestro padre no puede permanecer
oculto ni en la villa ni en la jangada. Dnde podramos encontrarle un refugio?
Esta era la segunda cuestin que haba que resolver; cuestin gravsima. He aqu cmo lo
fue.
A cien pasos de la prisin, el terreno apareca atravesado por uno de esos canales que
vierten por debajo de la villa en el Ro Negro. Este canal ofreca, pues una va fcil para
ganar el ro, a condicin de que una piragua aguardase al fugitivo. Desde el pie de la muralla
hasta el canal slo haba que recorrer unos cien pasos.
Benito y Manuel decidieron que una de las piraguas de la jangada abordara, a cosa de
las ocho de la noche, dirigida por el piloto Araujo y montada por dos robustos remeros.
Remontara el Ro Negro, se internara en el canal, se deslizara a travs del terreno
escabroso y all, oculta entre las altas hierbas, se mantendra durante toda la noche a la
disposicin del prisionero.

Pero una vez embarcado, dnde convendra que Juan Dacosta buscase un refugio?
Esto motiv una postrer resolucin que tomaron los dos jvenes despus de pesar
minuciosamente el pro y el contra.
Volver a Iquitos era seguir un camino difcil, lleno de peligros. Esto sera largo en todo
caso ya fuese que el fugitivo se dirigiese a travs de los campos ya que subiese o bajase el
curso del Amazonas. Ni caballo ni piragua podran ponerle fuera del alcance con la rapidez
necesaria. La hacienda, por otra parte, no le ofreca un asilo seguro. Al entrar ya no sera
el hacendado Juan Garral, sino el condenado Juan Dacosta, siempre bajo la amenaza de
extradicin y no era cosa de que pensase en volver a comenzar su vida azarosa de otro
tiempo.
Huir por el Ro Negro hasta el norte de la provincia, fuera de la frontera de las posesiones
brasileas, era un plan que exiga ms tiempo del que poda disponer Juan Dacosta y su
primer cuidado deba ser ponerse a cubierto de las persecuciones inmediatas.
Volver a bajar el Amazonas? Los puestos, las aldeas y las villas abundaban en las dos
orillas del ro.
La filiacin del condenado sera enviada a todos los jefes de polica. Corra, pues, el riesgo
de ser detenido mucho antes de llegar al litoral del Atlntico. Y en caso de llegar, dnde y
cmo ocultarse hasta encontrar una ocasin de embarcarse y poner la mar entre la justicia y
l?
Examinados detenidamente estos proyectos, Benito y Manuel reconocieron que ni los unos
ni los otros eran practicables. Uno solo ofreca algunas probabilidades de xito.
Era ste: al salir de la prisin, embarcarse en la piragua; seguir el canal hasta el Ro Negro;
descender este afluente bajo la direccin del piloto; llegar a la confluencia de los dos ros;
entregarse a la corriente del Amazonas costeando su orilla derecha en un trayecto de unas
sesenta millas navegando por la noche, haciendo alto por el da y de este modo ganar la
desembocadura del Madeira.
Este tributario, que baja de la vertiente de la cordillera engrosado por un centenar de
subafluentes. es una verdadera va fluvial abierta hasta el corazn de Bolivia. Una piragua
poda aventurarse sin dejar ninguna huella de su paso y refugiarse en alguna localidad
situada ms all de la frontera brasilea.
All Juan Dacosta se hallara relativamente seguro; all podra, durante muchos meses si
era necesario, aguardar una ocasin para ganar el litoral del Pacfico y tomar pasaje en un
buque dispuesto a partir de algn puerto de la costa.
Que este buque le condujese a uno de los Estados de Amrica del Norte y estaba salvado.
Despus vera si le convena realizar toda su fortuna, expatriarse definitivamente y buscar al
otro lado de los mares, en el antiguo mundo, un ltimo retiro donde concluir una existencia
tan cruel e injustamente agitada. Por doquiera que fuese, su familia le seguira sin vacilar y
en su familia se comprendera a Manuel, que estara ligado a l por indisolubles lazos. Esta
era una cuestin que no deba discutirse.
Partamos -dijo Benito-; no tenemos un instante que perder, es preciso que todo est
dispuesto antes de la noche.
Los dos jvenes volvieron a bordo siguiendo la escarpada orilla del canal hasta el Ro
Negro. De este modo se aseguraron de que el paso de la piragua se verificara libremente,
que ningn obstculo, presa de esclusa o barco en reparacin podra detenerla. Despus,
bajando por la orilla izquierda del afluente, evitando las calles frecuentadas de la poblacin,
llegaran al muelle donde se encontraba la jangada.
El primer cuidado de Benito fue ver a su madre. Se consideraba bastante dueo de s mismo
para ocultar las inquietudes que le devoraban. Quera tranquilizarla, decirle que an haba

esperanza, que el misterio del documento iba a ser puesto en claro, que la opinin pblica
estaba a favor de Juan Dacosta y que ante esta manifestacin la justicia concedera todo el
tiempo necesario para presentar la prueba material de su inocencia.
S, madre ma, s -exclam-; antes de maana, sin duda, nada tendremos que temer por
nuestro padre.
Dios te oiga, hijo mo! -respondi Yaquita, cuyas miradas eran tan interrogadoras que
Benito apenas poda sostenerlas.
Por su parte y como si se hubieran puesto de acuerdo, Manuel intentaba tranquilizar a
Minha, repitindole que el juez Jarrquez, convencido de la inculpabilidad de Juan Dacosta,
intentara salvarle por todos los medios que estuviesen en su poder.
Quiero creeros, Manuel! -respondi la joven, sin poder contener su llanto.
Manuel se separ de ella bruscamente. Las lgrimas iban tambin a llenar sus ojos y a
protestar contra las palabras de esperanza que acababa de hacer or.
Por otra parte, haba llegado el momento de hacer al prisionero su cotidiana visita y
Yaquita, acompaada de su hija, se dirigi rpidamente a Manaos.
Durante una hora, los dos jvenes conversaron con el piloto Araujo. Le hicieron conocer
con todos sus detalles el plan que haban formado y le consultaron, tanto sobre la evasin
proyectada, cuanto sobre los medios que convendra adoptar despus para la seguridad del
fugitivo.
Araujo lo encontr todo bien. Se encarg de conducir la piragua a travs del canal, cuyo
trazado conoca perfectamente, hasta el punto donde haba de aguardar la llegada de Juan
Dacosta, sin excitar sospechas ni desconfianza. Ganar en seguida la desembocadura de Ro
Negro no ofrecera ninguna dificultad y la piragua pasara sin ser vista por entre los restos
que descienden incesantemente por el ro.
Sobre la cuestin de seguir el Amazonas hasta el confluente del Madeira, Araujo tampoco
present objecin alguna; era tambin su opinin el que no podan adoptar mejor partido.
Conoca el curso del Madeira en un trayecto de muchos centenares de kilmetros. En el
centro de estas provincias, poco frecuentadas, era fcil frustrar las pesquisas que se hiciesen,
si por acaso se dirigan hacia este punto, aunque tuviesen que internarse en el centro de
Bolivia y aun en el caso de que Juan Dacosta determinase expatriarse, su embarque se
operara con menos peligro sobre el litoral del Pacfico que sobre el del Atlntico.
La aprobacin de Araujo era a propsito para tranquilizar a los dos jvenes; tenan gran
confianza en el buen sentido prctico del piloto y no lo hacan sin razn. En cuanto a la
adhesin de este hombre no abrigaban la menor duda. Seguramente hubiera arriesgado su
libertad y su vida por salvar la del hacendado de Iquitos.
Araujo se ocup en seguida, pero con el mayor secreto, en los preparativos que le
incumban en esta tentativa de evasin. Una fuerte suma de dinero le fue entregada por
Benito, a fin de hacer frente a todas las eventualidades durante el viaje por el Madeira.

Hizo en seguida preparar la piragua,


anunciando su intencin de ir en busca de
Fragoso, que an no haba reaparecido y
sobre cuya suerte se hallaban inquietos todos
sus compaeros.
Despus, l mismo dispuso en la
embarcacin provisiones para muchos das y
adems las cuerdas y enseres que los dos
jvenes deban recoger cuando hubiesen
llegado al extremo del canal a la hora y sitio
convenidos.
Estos preparativos no despertaron la
atencin del personal de la jangada. Ni aun
los dos robustos negros que el piloto escogi
como remeros fueron puestos en el secreto de
la tentativa.
No obstante, poda contarse absolutamente
con ellos. Cuando supiesen la obra de
salvacin a que iban a cooperar; cuando
Juan Dacosta, libre por fin, fuese confiado a
sus cuidados, Araujo saba bien que eran
gentes capaces de jugarse la vida por salvar
la de su amo.
Al medioda todo se hallaba dispuesto para

la partida.
Slo era menester aguardar la noche.
Pero antes de obrar, Manuel quiso ver por ltima vez al juez Jarrquez.
Tal vez el magistrado tendra algo nuevo que comunicarle sobre el documento.
Benito prefiri quedarse en la jangada, a fin de esperar la vuelta de su madre y de su
hermana.
Manuel se dirigi, pues, solo a casa del juez, donde se le recibi en el acto.
El magistrado se encontraba presa de la sobreexcitacin de siempre. El documento,
arrugado por sus dedos impacientes, se hallaba siempre all, sobre la mesa, bajo sus ojos.
Seor -empez Manuel, cuya voz temblaba al formular su pregunta-, habis recibido ya
algo de Ro de Janeiro?
No -interrumpi el juez. La orden no ha llegado an, pero la espero de un momento a
otro
Y el documento?
Nada! Todo cuanto se me ha ocurrido lo he ensayado; pero
En vano!
En efecto Con todo, quiero haceros saber que me ha parecido leer una palabra
verdaderamente clara en este documento Una sola!
Y esa palabra? -grit Manuel, sbitamente esperanzado. Cul es esa palabra?
Huir!
Sin contestar, el joven estrech la mano que le tenda Jarrquez y torn a la jangada en
espera del momento de obrar.

Captulo XVII
La ltima noche

L o mismo que siempre, en aquellas horas que haban pasado juntos, haba sido aquella

tarde que resultara imborrable. Yaquita, acompaada de su hija, haba ido a visitar a
Dacosta. En presencia de aquellos dos seres, tan tiernamente amados, el corazn de aquel
hombre sufra no pudiendo desahogarse. Pero el marido, el padre, se contena. Consolaba
como mejor poda a las dos pobres mujeres, a quienes daba un soplo de esperanza, de la cual
le quedaba a l tan poca.
Ambas llegaban con el propsito de
fortalecer el nimo del prisionero; pero ay!,
que ellas estaban an ms faltas de
consuelos. El verle tan firme, con la cabeza
tan erguida, en medio de tantas pruebas,
volva a esperanzarlas.
En aquel mismo da, Juan haba procedido
como siempre.
Aquella indomable energa tena su origen,
no solamente en el sentimiento de su
inocencia, sino tambin en su fe en ese Dios
que ha colocado una parte de su justicia en el
corazn de los hombres.
No! Juan Dacosta no poda ser herido por
el crimen de Tijuco.
Casi nunca se refera al documento. Que
fuese apcrifo o no; que procediese de la
mano de Torres o estuviese escrito por el
verdadero autor del atentado; que contuviese
o no la justificacin tan buscada, Juan
Dacosta no pretenda apoyarse sobre esta
dudosa hiptesis. No! l se consideraba a s
mismo como el mejor argumento de su
causa; a toda su vida de trabajo y de
honradez confiaba el cuidado de abogar por l.
Aquella misma noche, la madre y la hija, sostenidas por aquellas varoniles palabras que
penetraban hasta lo ms profundo de su ser, se haban retirado ms confiadas que nunca lo
haban estado despus de su arresto. El prisionero las haba estrechado por ltima vez contra
su corazn con doble ternura.
Pareca tener el presentimiento de que el desenlace de este asunto, fuera cual fuere, estaba
prximo.
Juan Dacosta, en cuanto estuvo solo, qued inmvil por largo tiempo. Sus brazos
reposaban sobre una pequea mesa y sostenan su cabeza.
Qu pasaba en l? Haba llegado a tener la conviccin de que la justicia humana, despus
de haberse equivocado la primera vez, pronunciara por fin su rehabilitacin?
S, an esperaba. Saba que la memoria justificativa que l haba escrito con tanta
conviccin deba estar en Ro de Janeiro, en manos del jefe supremo de justicia, acompaada
de la relacin del juez Jarrquez, estableciendo su identidad.

Como sabemos, la tal memoria era la historia de su vida, desde su entrada en las oficinas
del campamento diamantino, hasta el momento en que la jangada se haba detenido en las
puertas de Manaos.
Juan Dacosta repasaba entonces en su espritu toda su existencia. Reviva en su pasado,
desde la poca en la cual, hurfano, haba llegado a Tijuco. All, por su celo, se haba
distinguido en las oficinas del gobernador general, en las que fue admitido siendo an muy
joven. El porvenir le sonrea, deba llegar a una elevada posicin! Despus, de repente,
aquella catstrofe. El asalto al convoy de diamantes; el asesinato de los soldados de la
escolta; las sospechas dirigindose contra l, como el nico empleado que pudo divulgar
el secreto de la partida; su arresto; su comparecencia ante el jurado; su condena, a pesar
de todos los esfuerzos de su abogado; las ltimas horas transcurridas en la celda de los
condenados a muerte de la prisin de Villa Rica; su evasin llevada a cabo en condiciones
que denotaban un valor extraordinario; su fuga a travs de las provincias del norte; su
llegada a la frontera peruana; la acogida hecha al fugitivo, desprovisto de recursos y
moribundo de hambre, por el hacendado Magallanes.
El prisionero se presentaba todos estos acontecimientos que tan brutalmente haban
quebrantado su vida. Y entonces, abstrado en sus pensamientos, perdido en sus recuerdos,
no oy un ruido particular en el muro exterior del viejo convento, ni las sacudidas de una
cuerda sujeta a los barrotes de su ventana, ni el rechinar del acero mordiendo el hierro, que
hubieran atrado la atencin de un hombre menos distrado.
No; Juan Dacosta continuaba viviendo en medio de los aos de su juventud despus de
llegar a la provincia peruana. Se consideraba en la hacienda, siendo el dependiente, despus
el asociado del viejo portugus, trabajando por la prosperidad del establecimiento de Iquitos.
Ah! Por qu desde un principio no se lo haba confesado todo a su bienhechor? ste no
hubiera dudado de l! Era la nica falta que tena que reprocharse! Por qu no le haba
confesado de dnde vena, ni quin era! Sobre todo en el momento en que Magallanes haba
colocado en su mano la mano de su hija, que jams hubiera querido ver en l al autor de tan
espantoso crimen.
En este momento el ruido exterior fue lo bastante fuerte para atraer la atencin del
prisionero.
Juan Dacosta levant por un instante la cabeza. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana,
pero con esa mirada vaga que es como inconsciente y, un momento despus, su frente volvi
a hundirse entre sus manos. Su pensamiento haba vuelto a conducirle a Iquitos.
All, el viejo hacendado, se hallaba moribundo. Antes de morir quera asegurar el porvenir
de su hija, que su asociado fuese el nico dueo del establecimiento, tan prspero bajo su
direccin. Deba hablar entonces Juan Dacosta? Tal vez, mas no se atrevi! Volvi a
ver el pasado, tan feliz junto a Yaquita; el nacimiento de sus hijos, toda la felicidad de esta
existencia que inquietaban slo los recuerdos de Tijuco y los remordimientos de no haber
confesado su terrible secreto.
El encadenamiento de tales hechos se reproduca as en la imaginacin de Juan Dacosta
con una precisin y una lucidez sorprendentes.
Volva a encontrarse ahora en el momento en que iba a verificarse el casamiento de su hija
Minha con Manuel. Poda consentir que esta unin se llevase a cabo bajo un falso nombre,
sin hacer constar al joven los misterios de su vida? No! As es que estaba resuelto, segn la
opinin del juez Ribeiro, a reclamar la revisin de su proceso, a provocar la rehabilitacin
que se le deba. Haba partido con todos los suyos y entonces sobrevino la intervencin
de Torres, el odioso trato propuesto por aquel miserable y la negativa del indignado padre

de entregar a su hija para salvar su honor y su vida; despus, la denuncia y ms tarde la


prisin!
En este momento, la ventana, violentamente rechazada desde afuera, se abri de par en
par.
Juan Dacosta se enderez; los recuerdos de su pasado se desvanecieron todos en aquel
momento.
Benito haba saltado en la habitacin, estaba delante de su padre y un instante despus,
Manuel, franqueando la ventana a la que haba arrancado los barrotes, apareca junto a l.
Juan Dacosta iba a arrojar un grito de sorpresa; Benito no le dio tiempo para ello.
Padre mo! -le dijo. He ah una ventana cuya reja est arrancada, una cuerda pende
hasta el suelo; una piragua aguarda en el canal a poca distancia Araujo est all
para conducirla lejos de Manaos, junto a la otra orilla del Amazonas, donde no podrn
encontrarse vuestras huellas Padre mo es preciso huir al momento! El juez mismo nos
ha dado este consejo!
Es preciso! -aadi Manuel.
Huir, huir por segunda vez.
Y cruzndose de brazos, la cabeza erguida, Juan Dacosta retrocedi lentamente hasta el
fondo de la habitacin.
Jams! -dijo con una voz tan firme, que Benito y Manuel se miraron sorprendidos.
Los dos jvenes no esperaban esta
resistencia. Jams hubieran podido pensar
que los obstculos de esta evasin
provendran del mismo prisionero.
Benito avanz hacia su padre y mirndole
bien de frente, le tom ambas manos, no
para arrastrarle en pos de s, sino para que le
oyese y se dejase convencer.
Jams, habis dicho, padre mo?
Jams!
Padre mo! -dijo entonces Manuel. Yo
tambin tengo el derecho de daros este
nombre, padre mo, escuchadnos! Si os
decimos que es preciso huir sin perder un
solo momento es porque si os quedis seris
culpable para con los dems, para con vos
mismo!
Quedarse -replic Benito- es aguardar la
muerte, padre. La orden de ejecucin puede
llegar de un momento a otro. Si creis que la
justicia de los hombres ha de volver sobre un
juicio inicuo, si pensis que ha de rehabilitar
al que ha condenado hace veinte aos, os
engais. Ya no hay esperanza, es preciso
huir; huid!
Por un impulso irresistible, Benito haba agarrado a su padre y le conduca hacia la
ventana.
Juan Dacosta se desprendi de los brazos de su hijo y retrocedi por segunda vez.

Huir! -respondi con el tono de un hombre cuya resolucin es inquebrantable. Eso es


deshonrarme, es deshonraros conmigo! Sera la confesin de mi culpabilidad! Puesto que,
libre, he venido a ponerme a disposicin de los jueces de mi pas, debo aguardar su decisin
y sea sta la que fuere, la aguardar.
Pero las presunciones sobre las que os apoyis pueden no ser bastantes -replic Manuely hasta ahora nos falta la prueba material de vuestra inocencia. Os repetimos que es preciso
huir, el mismo juez Jarrquez nos lo ha dicho. No tenis otro medio para escapar a la muerte.
Morir, pues! -respondi Juan Dacosta con voz tranquila. Morir protestando del fallo
que me condena. Una vez, pocas horas antes de la ejecucin, he huido! Entonces era joven,
tena ante m toda una vida para combatir la injusticia de los hombres! Pero ahora; volver
a empezar la miserable existencia de un culpable que se oculta bajo un falso nombre, que
emplea todos sus esfuerzos en despistar las pesquisas de la polica; volver a esa vida de
ansiedad que he llevado por espacio de veintitrs aos, obligndoos a compartirla conmigo;
aguardar a cada momento una denuncia que ha de llegar tarde o temprano y una demanda
de extradicin que me alcanzara hasta en un pas extranjero! Sera eso vivir? No, jams!
Padre mo -replic Benito, cuya cabeza amenazaba extraviarse ante tal obstinacin-,
huiris yo lo quiero!
Y agarrando a Juan Dacosta procuraba arrastrarle por fuerza hacia la ventana.
No, no!
Pero queris volverme loco!
Ante todo -le dijo Juan Dacosta-, djame! Ya una vez me he escapado de la prisin
de Villa Rica y se ha credo que hua a una condena justamente merecida! S, han debido
creerlo! Pues bien, por el honor del apellido que llevis, no huir por segunda vez.
Benito haba cado de rodillas ante su padre. Le tenda las manos, le suplicaba
Pero, padre mo, la orden puede llegar hoy, en el momento y esa orden contendr la
sentencia de muerte.
La escena que sigui a estas palabras fue desgarradora.
Benito luchaba contra su padre. Manuel, desolado, se mantena junto a la ventana
dispuesto a apoderarse del prisionero, cuando se abri la puerta de la celda.
En el umbral apareci el jefe de polica acompaado del alcaide de la crcel y de unos
cuantos soldados.
El jefe de polica comprendi que acababa de perpetrarse una tentativa de evasin; pero
por la actitud del prisionero se convenci de que ste no haba querido huir. Nada dijo. La
ms profunda piedad se pint en su fisonoma. Sin duda l tambin, como el juez Jarrquez,
hubiera deseado que Juan Dacosta se hubiera escapado de la prisin.
Era demasiado tarde!
El jefe de polica, que llevaba un papel en la mano, se adelant hacia el prisionero.
Ante todo -le dijo Juan Dacosta-, permitidme afirmaros, caballero, que he tenido ocasin
de huir, pero que no he querido aprovecharla.
El jefe de polica baj por un momento la cabeza; despus, con voz que en vano procuraba
aparentar segura:
Juan Dacosta -hizo saber-, la orden del jefe supremo de justicia de Ro de Janeiro acaba
de llegar en este instante a nuestras manos.
Ah! Padre mo! -exclamaron Manuel y Benito.
Esa orden -pregunt Dacosta, cruzando los brazos sobre el pecho-, esa orden, es que se
ejecute la sentencia?
S.

Y ser
Maana!
Benito se haba arrojado sobre su padre. Quera una vez ms arrastrarle fuera de la celda
Fue preciso que los soldados viniesen a arrancar al prisionero de este ltimo abrazo.
Despus, a una seal del jefe de polica, Benito y Manuel fueron conducidos fuera. Era
preciso dar fin a esa escena que haba ya durado mucho.
Caballero -pidi entonces el condenado-, podr maana, antes de la ejecucin, pasar
unos momentos con el padre Passanha, a quien os ruego avisis?
Se le avisar.
Y podr ver a mi familia y abrazar, por ltima vez, a mi mujer y a mis hijos?
Desde luego.
Gracias, caballero. Y ahora, haced que vigilen esa ventana. Es menester que no me lleven
de aqu contra mi voluntad.
El jefe de polica, despus de inclinarse, se retir seguido por el guardin y los soldados.
El condenado qued solo. Le restaban, pues, slo algunas horas de vida.

Captulo XVIII
Fragoso

C omo bien dijera el juez Jarrquez, haba llegado la temida orden de ejecucin inmediata

de la sentencia pronunciada contra Juan Dacosta.


Como ninguna prueba se haba presentado que pudiera justificar una demora, la justicia,
pues, deba seguir su curso.
El condenado deba morir en el cadalso al da siguiente, treinta y uno de agosto, a las
nueve de la maana.
En Brasil suele conmutarse casi siempre la pena de muerte, a menos que se trate de
aplicarla a los negros; pero esta vez iba a aplicarse a un blanco.
Y es que eran tales las disposiciones en materia de crmenes relativos al campamento
diamantfero que, por inters pblico, la ley no haba querido admitir ningn recurso de
gracia.
Nada poda, pues, salvar a Juan Dacosta, quien adems de perder la vida, perdera tambin
el honor.
En la maana del fatdico treinta y uno, un jinete corra a toda prisa hacia Manaos.
Era tal la rapidez de su carrera, que, a unos
tres kilmetros de la ciudad, el valiente
animal cay, incapaz de seguir ms adelante.
El jinete ni siquiera trat de volver a
levantar su cabalgadura. Evidentemente
haba exigido y logrado de ella ms que de lo
que era posible y a pesar del exceso de fatiga
que l mismo senta, se lanz en direccin de
la ciudad.
Este hombre vena de las provincias del
este, siguiendo la orilla izquierda del ro.
Haba empleado todas sus economas en la
compra de un caballo que, ms rpido que lo
hubiera sido una piragua obligada a
remontar la corriente del Amazonas, acababa
de conducirle a Manaos.
Este hombre era Fragoso.
El valeroso joven haba salido adelante
con la empresa de que no haba querido
hablar a nadie? Haba encontrado la milicia
a que perteneca Torres? Haba descubierto
algn secreto que pudiera salvar a Juan
Dacosta?
De cierto no lo saba; pero en todo caso
tena una prisa extremada en comunicar al juez Jarrquez lo que acababa de averiguar en su
breve excursin.
He aqu lo ocurrido:
Fragoso haba acertado al reconocer en Torres uno de los capitanes de aquella milicia que
operaba en las provincias ribereas del Madeira.

Parti, pues y, al llegar a la desembocadura de este afluente, supo que el jefe de estos
capitaes do mato se hallaba entonces por los alrededores.
Fragoso, sin perder un momento, se puso en su busca y aunque no sin trabajo, logr
encontrarle.
El jefe de la milicia no vacil en contestar a las preguntas que le dirigi Fragoso, no slo
por la sencillez de stas, sino porque no tena el menor inters en callar acerca de lo que le
preguntaban.
En efecto, las tres solas preguntas que Fragoso hizo fueron stas:
El capitn de los bosques, Torres, perteneca a vuestra milicia hace algunos meses?
S.
En esta poca, no tena por camarada
ntimo un compaero vuestro que ha muerto
recientemente?
En efecto.
Y el nombre de este hombre era?
Ortega.
He aqu todo cuanto haba averiguado
Fragoso. Eran estas noticias a propsito
para modificar la situacin de Juan Dacosta?
No era de suponer.
Fragoso, comprendindolo bien, insisti
con el jefe de la milicia para saber si conoca
a Ortega, si poda darle a conocer de dnde
vena y suministrarle algunos indicios
respecto a su pasado. Esto no dejaba de tener
una verdadera importancia, puesto que
Ortega, segn deca Torres, era el verdadero
autor del crimen de Tijuco.
Pero, desgraciadamente, el jefe de la
milicia no pudo dar indicio alguno sobre este
asunto.
Lo que resultaba de cierto era que Ortega
perteneca haca muchos aos a la milicia;
que exista una estrecha unin entre l y Torres; que se les vea siempre juntos y que Torres
velaba a su cabecera cuando rindi el ltimo suspiro.
Esto era cuanto saba con relacin a este individuo el jefe de la milicia, sin que pudiera
agregar una palabra ms.
Fragoso tuvo que contentarse con estos insignificantes detalles y se puso en marcha al
momento.
Pero si bien es verdad que no volva con la prueba de que Ortega era el autor del crimen
de Tijuco, del paso que acababa de dar resultaba, cuando menos, que Torres haba dicho la
verdad cuando afirmaba que uno de sus camaradas de la milicia haba muerto y que l le
haba asistido en sus ltimos momentos.
Respecto a la hiptesis de que Ortega le hubiese remitido el documento en cuestin, era
ahora muy admisible. Nada ms probable tambin que este documento estuviese relacionado
con el atentado de que Ortega era realmente el culpable y que encerrase la confesin de su
culpa, acompaada de circunstancias que no permitiesen ponerla en duda. As, pues, si este

documento hubiera podido ser ledo; si se hubiese encontrado la clave; si la cifra sobre la
que reposaba su sistema hubiera sido conocida, no caba duda de que se habra descubierto
la verdad.
Pero esta cifra no la conoca Fragoso. Algunas presunciones ms; la seguridad casi
completa de que el aventurero nada haba inventado; ciertas circunstancias que tendan a
probar que el secreto de este asunto se encerraba en el documento, he aqu todo lo que el
bravo mozo aportaba de su visita al jefe de la milicia a que haba pertenecido Torres.
Y, sin embargo, por poco que fuese, tena gran prisa por contarlo todo al juez Jarrquez.
Saba que no tena una hora que perder y he aqu por qu, en aquella maana, hacia las
ocho, llegaba rendido de fatiga a pocos kilmetros de Manaos.
Fragoso franque en algunos minutos la distancia que le separaba de la villa. Un
presentimiento irresistible le empujaba hacia adelante, casi haba llegado a creer que la
salvacin de Juan Dacosta se encontraba entre sus manos.
De repente, Fragoso se detuvo como si sus pies hubiesen echado races en el suelo.
Se encontraba a la entrada de la pequea plaza en la cual se abra una de las puertas de la
villa.
Fragoso sinti que sus ltimas fuerzas le abandonaban y cay. Sus ojos se cerraron
involuntariamente, no quera mirar y de sus labios se escapaban estas palabras:
Demasiado tarde! Ah! Demasiado tarde!
Pero por un esfuerzo sobrehumano volvi a levantarse. No, no era demasiado tarde! El
cuerpo no colgaba an de la cuerda fatal.
El juez Jarrquez! El juez Jarrquez! -grit.
Y desatinado, sin aliento, se dirigi hacia la puerta de la villa; subi la calle principal de
Manaos y cay medio muerto a la puerta de la casa del magistrado.
La puerta estaba cerrada. Fragoso tuvo an fuerzas para llamar. Uno de los criados vino
a abrir. Su amo no quera recibir a nadie. A pesar de esta prohibicin, Fragoso rechaz al
hombre que le impeda la entrada en la casa y de un salto lleg hasta el gabinete del juez.
Vuelvo de la provincia en que Torres ha servido como capitn de los bosques -grit.
Seor juez, Torres ha dicho la verdad! Suspended, suspended la ejecucin!
Habis dado con esa milicia?
S.
Y me trais la cifra del documento?
Fragoso no contest.
Entonces dejadme, dejadme! -exclam el juez Jarrquez, quien presa de un verdadero
acceso de rabia cogi el documento para desgarrarlo.
Fragoso le contuvo diciendo;
La verdad est ah!
Lo s -respondi el juez-; pero es una verdad que no puede demostrarse!
Ya se demostrar! Es preciso! Es preciso!
Por ltima vez, poseis la cifra?
No -respondi Fragoso-; pero, os lo repito. Torres no ha mentido! Uno de sus
compaeros, con quien estaba unido estrechamente, ha muerto hace algunos meses y no es
dudoso que este hombre le haya entregado el documento que quera vender a Juan Dacosta!
No! -respondi el juez. Desde luego, para nosotros no es dudoso; pero esto no ha parecido
as a los que disponen de la vida del condenado Dejadme!
Fragoso, aunque rechazado por el juez, no quiso abandonar su sitio y se arrastraba a los
pies del magistrado.

Juan Dacosta es inocente! -grit. No podis consentir que muera! No es l quien ha


cometido el crimen de Tijuco! Es el compaero de Torres, el autor del documento: Ortega!
A este nombre el magistrado dio un salto. Despus, cuando una especie de calma sucedi a
la tempestad que se desencadenaba en su espritu, retir el documento de su crispada mano,
lo extendi sobre la mesa, se sent y pasando la mano por sus ojos, dijo:
Este nombre! Ortega! Ensayemos!
Y hete aqu procediendo con este nuevo nombre que haba trado Fragoso, como lo haba
hecho con los otros nombres propios vanamente ensayados por l. Despus de colocarle
encima de las seis primeras letras del prrafo, obtuvo la siguiente frmula:
Ortega
inyisg
Nada, esto es nada!
Y, en efecto, la i y n, colocadas bajo las o y r, no podan relacionarse por una cifra, puesto
que en el orden alfabtico las dos primeras ocupan un lugar anterior al de las dos segundas.
Las y, i, g, dispuestas sobre las t, e, a, slo se cifraban por 4, 5, 6.
En cuanto a la s colocada bajo la g, el intervalo que las separa es de 15 letras, imposible de
expresar por una sola cifra.
En este momento, gritos terribles se oyeron en la calle, gritos de desesperacin.
Fragoso se lanz a una de las ventanas, que abri, sin que el magistrado hubiera podido
impedirlo.
La muchedumbre obstrua la calle. Haba llegado la hora en que el condenado iba a ser
sacado de la prisin y un reflujo de aquella multitud se verificaba en la direccin de la plaza
en que se elevaba el patbulo ya dispuesto.
El juez Jarrquez, espantoso de ver, tan fija era su mirada, devoraba las lneas del
documento. -Las ltimas letras! -murmur. Probaremos an las ltimas letras!
Era la suprema esperanza.
Y entonces, con una mano cuyo temblor le impeda casi escribir, dispuso el nombre de
Ortega encima de las seis ltimas letras del prrafo, segn acababa de verificarlo con las seis
primeras.
Un primer grito sali de su garganta. Haba visto, desde luego, que las ltimas letras
eran posteriores en el orden alfabtico a las que componan el nombre de Ortega y, por
consiguiente, que podan todas cifrarse y componer un nmero.
Y, en efecto, cuando hubo reducido la frmula, ascendiendo de la letra posterior del
documento hasta la anterior de la palabra, obtuvo:
suvihd
ortega
432413
El nmero compuesto de esta manera era el 432413.
Pero era, en fin, aquel nmero el que haba presidido a la formacin del documento? No
sera tan falso como los que haba ensayado anteriormente?
Algunos minutos ms era cuanto restaba vivir al condenado.
En este instante redoblaron los gritos, gritos de piedad que patentizaban la simptica
emocin de toda aquella multitud.
Fragoso, loco de dolor, se lanz fuera de la habitacin.

Quera ver una ltima vez a su bienhechor que iba a morir.


Quera arrojarse ante el fnebre cortejo y detenerle gritando; No matis a este justo! No
le matis!
Pero el juez Jarrquez haba ya dispuesto el nmero obtenido encima de las primeras letras
del prrafo, repitindole cuantas veces era menester en esta forma;
432413432413432413432413
inyisgeggxpdzxehuqgpgch
Luego, reconstituyendo las letras verdaderas ascendiendo en el orden alfabtico, ley:
El verdadero autor del robo de
Un rugido de alegra surgi de su garganta. Este nmero 432413 era el nmero tan
buscado. El nombre de Ortega le haba dado el medio para descifrarlo. Tena, por fin, la
clave del documento que iba a demostrar definitivamente la inocencia de Juan Dacosta y sin
leer ms, se precipit a la calle, gritando:
Deteneos! Deteneos!
Cruzar por entre la muchedumbre que se abri a su paso, correr a la prisin que el
condenado abandonaba en aquel momento, en tanto que su esposa y sus hijos se agarraban a
l con la violencia de la desesperacin, todo esto no fue para el juez Jarrquez ms que cosa
de un momento.

Pero al llegar ante Juan Dacosta no tena fuerzas para hablar, si bien su mano agitaba el
documento. Finalmente, de sus labios se escap esta palabra;
Inocente! Inocente!

Captulo XIX
El crimen de Tijuco

L a fnebre comitiva se detuvo ante la llegada del magistrado Jarrquez. Un eco inmenso

haba repetido con l ese grito que se escapaba de todos los pechos:
Es inocente! Inocente!
Tras esto rein un profundo silencio. No se quera perder una sola de las palabras que se
iban a decir.
El juez Jarrquez se haba desplomado sobre un banco de piedra y all, en tanto que Minha,
Benito, Manuel, Fragoso, le rodeaban; mientras que Dacosta oprima a Yaquita sobre su
corazn, l reconstitua, gracias a la clave, el ltimo prrafo del documento y a medida que
las palabras aparecan claramente, bajo la cifra que sustitua la verdadera letra a la letra
criptogrfica, iba separndolas, luego puntuaba y lea en alta voz.
He aqu lo que al final ley en medio del ms profundo silencio:
in yisgeggvp dzxqv eh uqfx gch ngx eleocquhx
43 241343241 34324 134 3241 34 324 134324134
El verdadero autor del robo de los diamantes
b fill dxhulldyr fi rllx vqedhru uvh ivesllxeecq
3 241 343241343 24 134 32413432 413 4324134324
y del asesinato de los soldados que escoltaban
fn groapb griulhr gq lld qrji eh zgllxch b
13 432413 43241343 24 13 4324 134 324134 3
el convoy, cometido en la noche del veinte y
ftt gch hoisr hh mll rlremfpyru bflqxg d thllv
241 34 32413 43 241 3432413432 413432 4 1343
dos de enero de mil ochocientos veinte y seis,
os fv mycq edgryb lqllxxudphoyf fspfidhr c
24 13 4324 1343241 343241343241 343241343 2
no es Juan Dacosta, injustamente condenado a
pvhvxg cp vsb go nlxhtecni htllhegn hf ne dfpj
413432 41 343 24 134324134 32413432 41 34 3241
muerte; yo soy el miserable empleado de la admi
pllvvxbfllro chfn hluzslyr fmboepvmr cr utllr uyg
343241343 241 34324134 3241343241 34 3241 343
nistracin del distrito diamantino; yo solo, que
op chllut drp ok bfuhdfisr qrgsh suvihd
41 34324 134 32 413432413 432413 432413
lo firmo con mi verdadero nombre, Ortega.

Esta lectura no pudo terminar sin que interminables hurras se elevasen en los aires.
Qu ms concluyente, en efecto, que el ltimo prrafo que resuma el documento entero,
que de manera tan absoluta proclamaba la inocencia del hacendado de Iquitos, que
arrancaba del patbulo a aquella vctima de un lastimoso error judicial!
Juan Dacosta, rodeado de su esposa, de sus hijos, de sus amigos, no poda estrechar tantas
manos como se tendan hacia su persona.
Cualquiera que fuese la energa de su carcter, no dej de presentarse la reaccin; lgrimas
de alegra se escaparon de sus ojos y, al mismo tiempo, su corazn reconocido se elevaba
hacia aquella Providencia que acababa de salvarle tan milagrosamente, en el momento en
que iba a sufrir la ltima expiacin hacia aquel Dios que no haba querido que se consumase
el peor de los crmenes: la muerte de un justo.
S, la justificacin de Juan Dacosta no poda ofrecer ya ninguna duda. El verdadero autor
del atentado de Tijuco confesaba l mismo su crimen y denunciaba todas las circunstancias
en que se haba cometido. En efecto, el juez Jarrquez, por medio de su nmero, acababa de
reconstituir toda la narracin criptogrfica.
He aqu lo que Ortega confesaba.
Este miserable era el compaero de Juan Dacosta, empleado como l en Tijuco, en las
oficinas del gobernador del campamento diamantfero. El joven empleado encargado de
acompaar el convoy a Ro de Janeiro fue l. No retrocediendo ante la terrible idea de
enriquecerse por el asesinato y el robo, haba indicado a los contrabandistas el da fijo en que
el convoy deba abandonar Tijuco. Durante el ataque de los malhechores, que aguardaban el
convoy ms all de Villa Rica, fingi defenderse con los soldados de la escolta; arrojndose
despus entre los muertos, fue retirado por sus cmplices; de modo que el nico soldado que
sobrevivi a esta matanza pudo afirmar que Ortega haba perecido en la lucha.
Pero el robo no deba aprovechar al criminal y poco tiempo despus era a su vez despojado
por los mismos a quienes haba ayudado a cometer el crimen.
Vindose sin recursos y en la imposibilidad de volver a Tijuco, Ortega huy hacia las
provincias del norte de Brasil, hacia los distritos del Alto Amazonas, donde se hallaba la
milicia de los capitaes do mato. Era menester vivir.
Ortega se hizo admitir en esta poco honrada tropa. All no se preguntaba quin se era ni de
dnde se vena. Y se hizo, pues, capitn de bosques y durante largos aos ejerci la profesin
de cazador de hombres.
Torres, el aventurero, falto por entonces de todo medio para atender a su subsistencia
lleg a ser su compaero; Ortega y l trabaron una ntima amistad. Pero, segn haba dicho
Torres, el remordimiento vino poco a poco a la vida del miserable.
El recuerdo de su crimen le horroriz. Saba que otro haba sido condenado en su lugar;
que ste era su compaero Juan Dacosta.
Saba, en fin, que si bien este inocente haba podido escapar al ltimo suplicio, no por eso
dejaba de abrumarle el peso de una condena capital.
La casualidad hizo que durante una expedicin de la milicia, emprendida haca algunos
meses al otro lado de la frontera peruana, Ortega llegase a las cercanas de Iquitos y que all,
en Juan Garral, que no le reconoci, encontrase a Juan Dacosta.
Entonces fue cuando resolvi reparar en lo posible la injusticia de que haba sido vctima
su antiguo compaero.
Consign en un documento todos los hechos relativos al atentado de Tijuco; pero lo hizo
bajo la forma misteriosa que sabemos, siendo su intencin hacerlo llegar al hacendado de
Iquitos con la cifra que permita leerla.

La muerte no le dej acabar esta obra de reparacin.


Herido gravemente en un encuentro con los negros del Madeira, Ortega se sinti perdido.
Su camarada Torres se hallaba entonces junto a l. Crey poder confiarle este secreto, que
tan hondamente haba pesado sobre su existencia. Le remiti el documento escrito todo
entero por su mano, hacindole jurar que lo entregara a Juan Dacosta, del cual le dio el
nombre y las seas y de sus labios se escap con su ltimo suspiro el nmero 432513, sin el
cual el documento permanecera absolutamente indescifrable.
Muerto Ortega ya sabemos cmo cumpli su misin el indigno Torres; cmo resolvi
utilizar en su provecho el secreto de que era poseedor; y cmo intent hacerlo objeto de un
odioso comercio.
Torres deba perecer violentamente antes de acabar su obra, llevndose el secreto consigo.
Pero el nombre de Ortega, trado por Fragoso y que era como la firma del documento, haba,
por fin, permitido descifrarlo, gracias a la sagacidad del juez Jarrquez.
S; esa era la prueba material tan buscada, el incontestable testimonio de la inocencia de
Juan Dacosta, devuelto a la vida, devuelto al honor!
Las aclamaciones aumentaron cuando el digno magistrado hubo, en alta voz y para
edificacin de todos, dado cuenta de la terrible historia encerrada en el documento.
Y desde entonces el juez Jarrquez. poseedor de su indubitable prueba, de acuerdo con el
jefe de polica, no quiso que Juan Dacosta tuviese otra prisin que su propia casa, nterin
llegaban las nuevas instrucciones que iban a pedirse a Ro de Janeiro.
Como esto no ofreca ninguna dificultad, Juan Dacosta, rodeado de todos los suyos y
acompaado por casi toda la poblacin de Manaos, se vio transportado, ms bien que
conducido, como un vencedor, a la habitacin del magistrado.
El honrado granjero de Iquitos se vio en este momento recompensado de todo cuanto
haba sufrido en tan largos aos de destierro y si era dichoso, ms an por su familia que
por l mismo, no se mostraba menos orgulloso por su pas, que no haba definitivamente
consumado tan terrible injusticia.
Y a todo esto, qu haba sido de Fragoso?
El honrado joven se vea cubierto de caricias; Benito, Manuel, Minha, le abrazaban y Lina
no se que daba en zaga. No saba a quin escuchar y se defenda como le era posible. En
su opinin, no mereca tanto. Slo la casualidad lo haba hecho todo. Se le deba algn
reconocimiento porque haba reconocido en Torres a un capitn de bosques? Seguramente
que no. Respecto a la idea que haba tenido de buscar la milicia a que haba aqul
pertenecido, no le pareca que hubiese mejorado la situacin y en cuanto al nombre de
Ortega, ni aun sospechaba el valor que tena.
Bravo, Fragoso! Que quisiese o no, por eso no dejaba de ser el libertador de Juan
Dacosta.
Pero qu admirable sucesin de acontecimientos, tendiendo todos al mismo fin! La
salvacin de Fragoso en el momento en que iba a perecer de fatiga en el bosque de Iquitos; la
hospitalaria acogida que haba recibido en la hacienda; el encuentro de Torres en la frontera
brasilea; su llegada a la jangada y por fin la circunstancia de que Fragoso le hubiese ya
visto en otra parte!
Pues bien, s! -concluy por exclamar Fragoso. Pero no es a m a quien se debe tanta
felicidad, sino a Lina.
A m! -respondi la joven mulata.
Sin duda Sin la liana Sin la idea de la liana, hubiera yo podido hacer tantos
dichosos?

Intil es decir si Fragoso y Lina fueron festejados, acariciados por toda aquella honrada
familia y por los nuevos amigos que tantas pruebas les haban dado en Manaos.
Pero el juez Jarrquez no tena tambin su parte en la rehabilitacin del inocente? Si
a pesar de toda la finura de sus talentos de analista, no haba podido interpretar ese
documento en absoluto indescifrable para cualquiera que no poseyese la clave, no haba
por lo menos reconocido sobre qu sistema criptogrfico reposaba? Sin l, quin con slo el
nombre de Ortega, hubiera podido reconstituir el nmero que serva de clave, del que slo
eran sabedores Torres y el autor del crimen?
Por lo tanto, no le faltaron felicitaciones.
No hay que decir que el mismo da parta para Ro de Janeiro una relacin detallada de
todo este asunto, a la cual se haba unido el documento original con la cifra que permita
leerlo. Preciso era esperar que del Ministerio se enviasen nuevas instrucciones al juez de
derecho y no caba duda que stas ordenaran la inmediata excarcelacin del prisionero.
Todo se reduca a pasar algunos das ms en Manaos; despus, Juan Dacosta y los suyos,
libres de todo cuidado, sin temor a nuevas inquietudes, se reembarcaran y continuaran
descendiendo por el Amazonas hasta el Par, donde el viaje deba concluir por la doble
unin de Minha y Manuel, de Lina y Fragoso, conforme al programa adoptado antes de la
partida.
Cuatro das despus, el 4 de setiembre, llegaba la orden de libertad.
El documento haba sido reconocido autntico. La escritura era indudablemente la de
Ortega, el antiguo empleado del distrito diamantfero y no era dudoso que la confesin de
su crimen, dada con los ms minuciosos detalles, apareca enteramente escrita por su mano.
Fue admitida la inocencia del condenado de Villa Rica y se reconoca judicialmente la
rehabilitacin del tan honrado Juan Dacosta.
Aquel mismo da, el juez Jarrquez coma con la familia en la jangada y llegada la noche se
estrecharon las manos y comenzaron las ms conmovedoras despedidas, si bien las suavizaba
la promesa de volverse a ver, a su vuelta en Manaos y ms tarde en la hacienda de Iquitos.

Al otro da, cinco de abril, a la salida del sol, se dio la orden de partida. Juan Dacosta, con
su familia, todos estaban sobre el puente del enorme tren. La jangada comenz a tomar el
curso de la corriente y cuando desapareci en el recodo del Ro Negro, an se escuchaban
los clamores de toda la poblacin, agrupada en la orilla para despedirlos.

Captulo XX
El bajo Amazonas

P oco queda que decir ahora de esta segunda parte del viaje que iba a verificarse sobre la

corriente del gran ro. Fue una sucesin de das felices para la honrada familia. Dacosta
respiraba una nueva existencia que irradiaba sobre todos los suyos.
La jangada deriv con mayor rapidez sobre aquellas aguas, aumentadas entonces por la
crecida.
Dej sobre su izquierda la pequea poblacin de San Jos de Maturi y sobre la derecha la
desembocadura del Madeira, que tiene este nombre a causa de la flotilla de restos vegetales,
de esos trenes de troncos verdes o descortezados que arrastra desde el fondo de Bolivia.
Pasa por entre el archipilago de Caniny, cuyos islotes resaltan cubiertos de palmeras ante
el pueblecillo de Serpa, que, llevado sucesivamente de una a otra orilla, ha sentado por fin
sus casitas sobre la orilla izquierda del ro, sobre el tapiz amarillento de la arena. La aldea
de Silves, construida sobre la izquierda del Amazonas; la ciudad de Villa Bella, que es el
gran mercado de guaran de toda la provincia, quedaron bien pronto detrs del largo tren de
madera. Lo mismo sucedi con el pueblecito de Faro y su clebre ro de Namundhas, sobre

el cual, en 1539, Orellana pretendi haber sido atacado por mujeres guerreras que no se han
vuelto a ver desde aquella poca; leyenda que bast para justificar el nombre imperecedero
de Ro de las Amazonas.
All concluye la vasta provincia de Ro Negro. All comienza la jurisdiccin del Par y en
aquel da, veintids de setiembre, la familia, maravillada de las magnificencias de un valle
sin igual, entraba en aquella porcin del Imperio brasileo que no tiene al este otro limite
que el Atlntico.
Qu magnfico es esto! -deca la joven.
Qu largo! -murmuraba Manuel.
Qu bello! -repeta Lina.
Cundo llegaremos! -exclamaba Fragoso.
Vaya usted a entenderse con tal desacuerdo de pareceres.
Como que el tiempo pasaba alegremente, Benito, ni paciente ni impaciente, haba
recobrado su buen humor.
Bien pronto la jangada se desliz entre interminables plantaciones de cacaos de un verde
sombro, sobre el cual se destacaba el amarillo de las espadaas o el rojo de las tejas que
cubran las cabaas de los explotadores de las dos orillas, desde bidos hasta la poblacin de
Montealegre.
Despus se abri la desembocadura del ro
Trombetas baando con sus negras aguas las
casas de bidos, una populosa villa y hasta
puede decirse una ciudad con anchas calles,
formadas por bonitas casas, importante
depsito del rico producto de los cacahuales
y que se halla a ms de ochenta millas de
Belem.
Vieron entonces el confluente Tapajoz,
cuyas aguas, de un verde gris descienden del
Sudoeste; despus, Santarem, rica poblacin
que no cuenta menos de cinco mil
habitantes, indios en su mayor parte y cuyas,
primeras casas descansaban sobre vastas
llanuras de blanca arena.
Desde su partida de Manaos, la jangada
apenas se detena al descender el curso
menos desembarazado del Amazonas.
Derivaba noche y da bajo la vigilante
mirada de su diestro piloto. No se haca
ningn alto, ni para distraccin de los
pasajeros, ni para las necesidades del
comercio. Se marchaba siempre y el trmino
del viaje se acercaba rpidamente.
A partir de Alemquer, situado sobre la orilla izquierda, un nuevo horizonte se dibuj a
sus miradas. En lugar de las cortinas de bosques que la haban cerrado hasta entonces, se
descubrieron, en primer trmino, colinas cuyas leves ondulaciones poda seguir la vista y
tras ella se destacaban, sobre el fondo lejano del cielo, las vagas cimas de altas montaas.
Ni Yaquita, ni su hija como tampoco Lina, ni la vieja Cibeles, haban visto jams nada
semejante.

En aquella jurisdiccin de Jar, Manuel se encontraba como en su casa.


Poda dar los nombres que tena la doble cadena, que, poco a poco, encerraban el valle del
gran ro.
La que aparece a la derecha -deca- es la sierra de Paruacarta, que se redondea en
semicrculo hacia el sur. La de la izquierda es la tierra de Cucuva, cuyos ltimos
contrafuertes muy pronto dejaremos atrs.
Entonces nos acercamos? -exclam Fragoso.
Por supuesto nos acercamos -respondi Manuel.
Y ambos amantes se comprendan sin duda, pues un mismo movimiento de cabeza, a cul
ms significativo, iba con la pregunta y la respuesta.
Finalmente y pese a las mareas que comenzaron a sentirse y retardaban algn tanto la
marcha de la jangada, fue pasada la poblacin de Montealegre, despus la de Praynha
de Outerio; luego la desembocadura del Xing frecuentada por los indios yuramas, cuya
principal industria parece ser la de preparar en forma extraordinariamente diminuta las
cabezas de sus enemigos, con destino a los gabinetes de historia natural.
El Amazonas se deslizaba entonces con una anchura soberbia y se presenta ya que este rey
de los ros iba muy pronto a verterse como un mar. Hierbas de tres a tres metros y medio de
altura erizaban sus orillas, formando un bosque de matorrales. As Mos, Boavista, Gurupa,
cuya prosperidad iba disminuyendo, no fueron bien pronto ms que puntos dejados atrs.
All el ro se divida en dos brazos importantes; el uno se diriga hacia el Nordeste, en
tanto que el otro se internaba hacia el este y entre ambos se hallaba la gran isla de Maraj.
Esta isla forma una provincia; no mide menos de cincuenta y dos mil ochocientos kilmetros
cuadrados. Diversamente surcada de pantanos y de ros, toda sabanas al este, toda bosques
al oeste, ofrece enormes ventajas para la cra de ganados, de los que existen millares de
cabezas.
La inmensa barra de Maraj es el obstculo natural que ha obligado al Amazonas a
dividirse antes de lanzar al mar el torrente de sus aguas.
A seguir el brazo superior, la jangada, tras costear las islas de Caviana y Mexana, hubiera
encontrado una embocadura de centenares de kilmetros de ancho; pero tambin habra
tropezado con la barra de Pororoca, temible reflujo que, durante los tres das que preceden
al novilunio o plenilunio, slo necesita dos minutos, en lugar de seis horas, para hacer bajar
el ro tres metros y medio o cuatro de su nivel, en la poca de menos caudal. Felizmente, el
brazo inferior, conocido con el nombre de canal de las Breves, que es el brazo natural del
Par, no se halla sometido a las eventualidades de este temible fenmeno, sino a mareas de
una marcha completamente regular.
El piloto Araujo conoca todo aquello perfectamente. Se intern, pues, en medio de
bosques magnficos, costeando algunas islas llenas de palmeras, con tan hermoso tiempo,
que le daba confianza para arrastrar las tormentas que a veces barren el canal de las Breves.
Unos das ms tarde, la jangada pas por delante de la aldea de Breves, que, aunque
construida sobre terrenos inundados bastantes meses del ao, ha llegado a ser, desde 1845,
una importante poblacin.
Los tapuyas frecuentaban el centro de este pas. Estos son unos indios del Bajo Amazonas,
que se mezclan tanto y tanto con las poblaciones blancas, que su raza concluir por ser
absorbida.
En su descenso, la jangada rozaba en un punto, con riesgo de engancharse, las garras de
los mangles, cuyas races se extendan por encima de las aguas como las patas de gigantescos
crustceos; ms all topaba con el tronco liso de los mangles, de follaje verde plido, que

serva de punto de apoyo a los largos bicheros de la tripulacin que la empujaban hacia el
curso de la corriente.
Ms adelante, llegaron a la embocadura del Tocantins, cuyas aguas, que recibe de los
diversos ros de la provincia de Goyaz, se mezclan a las del Amazonas por una ancha
embocadura.
Despus, est el Moju; ms all, la pequea villa de Santa Ana.
Todo este panorama de ambas orillas se extenda majestuosamente, sin interrupcin, como
si algn mecanismo ingenioso le obligase a irse manifestando.
Incontables embarcaciones descendan el ro; all haba ubas, egariteas, vigilingas, piraguas
de todas formas, pequeos y grandes barcos de cabotaje, de los parajes inferiores del
Amazonas y del litoral del Atlntico. Todo ello formaba como el squito de la jangada,
semejante a las chalupas de algn monstruoso navo de guerra.
Finalmente, hacia la izquierda, apareca Santa Mara de Belem do Par, la villa, para
emplear la expresin del pas, con sus pintorescas manzanas de blancas casas de varios pisos,
sus conventos ocultos bajo las palmeras, los campanarios de su catedral y de Nuestra Seora
de la Merced; la flotilla de sus goletas, bricbarcas y fragatas, que comercialmente la ponen
en relacin con el Viejo Mundo.
Los pasajeros de la jangada sentan latir con fuerza su corazn.
Por fin llegaban al trmino de su viaje, el que creyeron no poder terminar. Cuando la
prisin de Juan Dacosta les retena en Manaos, es decir, a la mitad del camino de su
itinerario, no esperaron ver nunca la capital de la provincia del Par.
Cuatro meses y medio despus de haber abandonado la hacienda de Iquitos, el quince de
octubre, Belem apareca ante sus ojos al volver un brusco recodo del ro.
La llegada de la jangada haba sido advertida haca ya muchos das. Toda la poblacin
conoca la historia de Juan Dacosta y se aguardaba a este hombre honrado y se le reservaba
a l y a los suyos la ms simptica acogida.
Innumerables embarcaciones acudieron y bien pronto la jangada qued invadida por
todos los que queran festejar la vuelta de su compatriota, despus de tan largo destierro.
Centenares de curiosos, mejor dicho, millares de amigos, se apretaban sobre la ciudad
flotante, aun antes de quedar anclada; por fortuna, era bastante extensa y sobrado slida
para contener toda una poblacin.
Una de las primeras piraguas haba llevado a la seora Valds.
La madre de Manuel poda finalmente estrechar entre sus brazos a la nueva hija que su
hijo le haba escogido. La buena seora no haba podido visitar Iquitos, pero all llegaba un
pedazo de la hacienda que el Amazonas junt con su nueva familia.
Antes de la noche, el piloto Araujo haba anclado slidamente la jangada al fondo de una
ensenada existente detrs de la punta del arsenal.
Este deba ser su ltimo surgidero, su ltima detencin tras tan largo camino por la gran
arteria brasilea. Las cabaas de los indios, las chozas de los negros, los almacenes, que
guardaban un cargamento precioso, se iran demoliendo poco a poco; despus, llegara su
vez a la vivienda principal, escondida bajo su verde tapiz de follaje y de flores y, por ltimo,
la pequea capilla, cuya modesta campana contestaba entonces al estrepitoso repique de las
iglesias de Belem.
Pero antes iba a celebrarse una ceremonia sobre la jangada misma: el casamiento de
Manuel y de Minha y el de Lina y de Fragoso. Al padre Passanha corresponda bendecir esta
doble unin, que prometa ser tan dichosa. Los esposos deban recibirla de sus manos en
aquella misma capilla.

Desde luego que, por ser demasiado estrecha, no poda contener ms que los individuos
de la familia de Dacosta, pero all estaba la inmensa jangada para recibir a todos los que
quisieran asistir a esta ceremonia y si aun ella no bastaba, el ro ofreca las gradas de su
inmensa orilla a una simptica multitud, deseosa de festejar a quien una brillante reparacin
acababa de hacer el hroe del da.
Y as, la maana del diecisis de octubre se celebraron con gran pompa los dos
casamientos.
Desde las diez de la maana, con un tiempo soberbio, la jangada fue llenndose de una
multitud de concurrentes. Adems, en la orilla poda verse casi toda la poblacin de Belem.
El padre Passanha les esperaba a la entrada de la capilla; la ceremonia se llev a cabo con
gran sencillez y las mismas manos que en otro tiempo haban bendecido a Juan y a Yaquita
se tendieron de nuevo para dar la bendicin nupcial a sus hijos.
Tanta felicidad no iba a verse velada por el
temor de largas separaciones.
En efecto, Manuel Valds decidi presentar
su dimisin para reunirse en Iquitos con la
familia Dacosta, dedicndose a ejercer
tilmente su profesin como mdico civil.
Como es natural, la pareja Fragoso no
poda pensar ms que en seguir a los que
eran para ellos, ms bien que amos,
verdaderos amigos.
La seora Valds no se decidi a dejar su
pequeo mundo; si bien puso la condicin de
que a menudo vendran a verla en Belem.
Esto iba a ser fcil. El gran ro era como un
lazo de comunicacin, que no deba
romperse, entre Iquitos y Belem. En efecto, al
cabo de poco tiempo iba a empezar su
servicio el primer paquebote que, regular y
rpido, slo inverta una semana en
remontar el Amazonas, que la jangada haba
necesitado tantos meses en descender.
Bien llevada por Benito, la importante
operacin comercial se llev a trmino en las
mejores condiciones y no tard en
desaparecer todo cuanto haba constituido la jangada, aquel enorme tren de madera formado
por todo un bosque de Iquitos.
Un mes despus, el hacendado, su esposa, su hijo, Manuel y Minha, Lina y Fragoso,
partieron en uno de los paquebotes del Amazonas, para regresar al vasto establecimiento de
Iquitos, de cuya direccin iba a encargarse Benito.
Dacosta entr en ella con la cabeza erguida y esta vez cobij a toda una familia de seres
dichosos.
A Fragoso, lo menos veinte veces al da se le oa repetir:
Ah, bendita liana aqulla!
Y concluy por dar este nombre a su esposa, que le demostraba siempre la mayor ternura.
Si se excepta una letra -deca el barbero-, Lina y Liana no resultan lo mismo?

FIN

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy