La Jangada
La Jangada
La Jangada
Julio Verne
ndice
Primera parte
I - Un capitn de los bosques
II - El ladrn robado
III - La familia Garral
IV - Dudas
V - El Amazonas
VI - Todo un bosque talado
VII - Siguiendo una liana
VIII - La jangada
IX - La tarde del cinco de junio
X - De Iquitos a Pebas
XI - De Pebas a la frontera
XII - Fragoso a la faena
XIII - Torres
XIV - Ro abajo an
XV - Ro abajo siempre
XVI - Ega
XVII - Un ataque
XVIII - La comida de llegada
XIX - Una vieja historia
XX - Entre estos dos hombres
Segunda parte
I - Manaos
II - Los primeros momentos
III - Una vuelta al pasado
IV - Las pruebas morales
V - Las pruebas materiales
VI - El ltimo golpe
VII - Decisiones
VIII - Primeras investigaciones
IX - Segundas investigaciones
X - Un disparo de can
XI - El contenido de la caja
XII - El documento
XIII - Es una cuestin de cifras
XIV - Pase lo que pase
XV - ltimos esfuerzos
XVI - Las disposiciones tomadas
XVII - La ltima noche
XVIII - Fragoso
XIX - El crimen de Tijuco
XX - El bajo Amazonas
Primera parte
Captulo I
Un capitn de los bosques
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copiar, estaba en manos de un hombre que, tras leerlo por segunda vez con mucha atencin,
permaneci algunos instantes pensativo.
Unas cien lneas de letras sin divisin de palabras, figuraban escritas en el documento que,
al parecer, deba haber sido hecho bastantes aos atrs ya que sobre la hoja de papel grueso
que cubran aquellos jeroglficos, el tiempo haba impreso su tinte amarillento.
Pero, bajo qu clave se haban escrito aquellas letras? Slo aquel hombre poda decirlo.
En efecto, los escritos cifrados vienen a ser como las cerraduras de las grandes cajas
modernas y se defienden de la misma manera. Las combinaciones que pueden formarse son
incontables y la vida de un calculista no bastara para enumerarlas todas. Es precisa la clave
para abrir la caja de seguridad, como es necesario saber la cifra para leer un criptograma de
aquel gnero. Ms adelante veremos cmo resiste a las ms ingeniosas tentativas y esto en
momentos de la mayor gravedad.
El hombre que acababa de leer aquel documento era un simple capitn del bosque. El
ttulo de capitaes do mato se daba en Brasil a los agentes empleados en la busca de negros
cimarrones[1].
[1] Se daba este nombre a los esclavos negros que huan de las haciendas donde trabajaban, volvindose
montaraces.
La institucin databa del ao 1722, poca en que las ideas anti-esclavistas slo existan
en el espritu de algunos filntropos. Ms de un siglo deba pasar an antes que fueran
admitidas y aplicadas por los pueblos civilizados, pese a que el ser libre y pertenecerse es un
derecho, el primero de los derechos naturales para el hombre. Miles de aos han transcurrido
antes que el generoso pensamiento haya sido proclamado por algunas naciones.
En 1852, ao en que va a desarrollarse esta historia, existan todava esclavos en Brasil y
por consiguiente, capitanes del bosque dedicados a cazarles. Aun cuando ciertas razones de
economa poltica haban retardado la hora de la emancipacin general, el negro tena ya el
derecho de rescatarse y los hijos que tena nacan libres. No estaba muy lejano el da en que
en aquel magnfico pas, en el cual caben las tres cuartas partes de Europa, no se haba de
contar un solo esclavo entre sus diez millones de habitantes.
Ya antes se adverta que en breve plazo, el cargo de capitn del bosque estaba llamado a
desaparecer y los beneficios producidos por la captura de los fugitivos haban disminuido
considerablemente. Muy distinto, pues, del largo perodo en que fueron bastante
considerables los productos del oficio; entonces los capitanes del bosque constituan un
mundo de aventureros, formado ordinariamente de manumisos y desertores merecedores
todos de poca estimacin.
En efecto, los tales cazadores de esclavos slo pertenecan a la hez de la sociedad y con
seguridad que el hombre del documento que hemos presentado, no desmereca la poco
recomendable milicia de los capitaes do mato.
Torres se llamaba el hombre y no era mestizo, ni indio, ni negro, como la mayor parte de
sus compaeros. Se trataba de un blanco de origen brasileo y que haba recibido algo ms
de instruccin que la necesaria para su situacin actual. En realidad, pareca ser uno de esos
hombres, venidos a menos, que tanto abundan en el Nuevo Mundo, sobre todo en una poca
en que la ley brasilea exclua todava de ciertos empleos a los mulatos y otros individuos
de sangre mezclada; a pesar de que si esta exclusin le alcanzaba, no deba atribuirse a su
origen, sino a su contextura moral.
En aquellos momentos Torres se hallaba fuera de Brasil. Haba pasado haca poco la
frontera y desde haca algunos das andaba vagando por los bosques de Per, a travs de los
cuales deslizase el curso del Alto Amazonas.
Torres era un hombre de unos treinta aos. Bien constituido, de temperamento excepcional
y salud de hierro, no pareca haber hecho mella en su organismo la fatiga de una existencia
harto problemtica.
Era de mediana estatura, ancho de hombros, de facciones regulares, tostadas por el aire
abrasador de los trpicos y su paso era rpido, seguro. Usaba una espesa barba negra y
sus ojos ocultos bajo las cejas que se juntaban, lanzaban esa mirada viva, pero dura, de las
naturalezas imprudentes. Era evidente que all donde el clima no haba impreso su tinte
bronceado, su rostro, en vez de sonrojarse, ms bien deba contraerse bajo el influjo de las
malas pasiones.
Torres apareca vestido al uso muy rudimentario de corredores de los bosques. Las prendas
que llevaba demostraban tener muy largo uso. Cubra su cabeza un sombrero de fieltro de
anchas alas puesto a travs y un ancho pantaln de lana gruesa se esconda entre las caas
de unas fuertes botas, que constituan la parte ms slida de aquella vestidura. Tapndolo
todo, llevaba un poncho desteido y amarillento, que no permita ver si usaba chaqueta o
chaleco que le cubriesen el pecho.
Lo evidente era que, aun cuando Torres fuese un capitn del bosque, no ejerca aquel oficio,
al menos en las condiciones en que se encontraba en tales momentos, por lo que tocaba a
sus medios de ataque o defensa para la persecucin de negros. No llevaba armas de fuego;
ni fusil ni revlver. Solamente se vea en su cintura uno de esos tiles que tiene ms de
sable que de cuchillo de caza y a los que se les da el nombre de machete. Aparte, Torres se
hallaba provisto de una enchada, especie de azada, que suele emplearse sobre todo para la
persecucin de los armadillos y agutes que abundan en las selvas del Alto Amazonas, donde
los flavos son por lo comn escasamente temibles[1].
[1] Suelen llamarse flavos a los animales monteses, como cabras, rebecos, gamos, etc.
Torres, repetimos, no se daba cuenta de aquellos ruidos, que son como la voz compleja
de los bosques del Nuevo Mundo. Tumbado al pie de un rbol magnfico, ni se haba fijado
en el alto ramaje de aquel admirable pao ferro, o rbol de hierro, oscuro y descortezado,
de apretada fibra y duro como el metal, de quien haca antao las armas y los tiles el
indio salvaje. No! Abstrado en su pensamiento, el capitn del bosque segua examinando
el singular documento. Con la clave que posea, conceda a cada letra el sentido real que
tena, leyendo aquellas palabras, incomprensibles para los dems. Precisamente en aquellos
momentos sonrea con expresin maligna.
Tras la sonrisa, comenz a murmurar algunas frases, que nadie poda or en aquel desierto
lugar del bosque peruano y que, por otra parte, nadie hubiera podido comprender.
He aqu -deca- un centenar de lneas claramente escritas y que tienen para quien yo s
una importancia indudable. Alguien que es rico. Esta es una cuestin de vida o muerte para
l y en todas partes esto se paga caro.
Volvi a mirar el documento con ojos vidos y sigui monologando:
A un conto de reis solamente por cada una de las palabras de esta ltima frase, ascendera
a una buena suma. Y esa frase resume todo el documento! Da su verdadero nombre a los
personajes Mas antes de probar a comprenderla, ser bueno contar el nmero de palabras
que contiene.
Y diciendo esto, Torres se puso a contar mentalmente.
Suma cincuenta y ocho palabras -exclam luego-, lo que har cincuenta y ocho contos.
Nada! Qu con esto se puede vivir en Brasil, en Norteamrica y en todas partes donde se
quiera y vivir sin hacer nada! Y a cunto ascendera si todas las palabras del documento me
fueran pagadas a este precio? Podra calcular entonces por centenares de contos! Voto a
diablos! Ah tengo una fortuna que realizar, o soy el mayor de los tontos!
Y ya le pareca que sus manos tocaban la enorme suma y que empuaba los cartuchos de
monedas de oro.
Bruscamente, su pensamiento tom un nuevo giro.
Como sea -murmur- ya toco el fin de este viaje, que me ha trado desde las orillas
del Atlntico a las mrgenes del Alto Amazonas. Lo malo es que este hombre puede haber
dejado Amrica, puede estar al otro lado de los mares y entonces, cmo har yo para
encontrarle? Pero no, l est aqu y con slo subirme a la cima de uno de estos rboles,
podr descubrir el techo de la casa donde mora con su familia.
Despus, agarrando el papel y agitndolo con un gesto febril, continu:
Antes que pase maana estar en su presencia! Y ya sabr que su honor y su vida estn
encerrados en estas lneas. Cuando quiera conocer la clave que le permita leerlas, de muy
buena gana pagar esta clave, si yo quiero, con toda su fortuna, como la pagara con toda
su sangre. Ah, diantre! El compadre que me entreg este precioso documento, que me ha
proporcionado el secreto, dicho dnde encontrara a su antiguo colega y el nombre bajo el
que se oculta despus de treinta aos, no poda sospechar que labraba mi fortuna.
Torres mir por ltima vez el viejo papel y despus de haberlo doblado cuidadosamente,
lo guard en una slida cajita de cobre, que le serva tambin de portamonedas.
Advirtamos que, si toda la fortuna de Torres se hallaba contenida en aquella cajita, que
era del tamao de una tabaquera, en ningn pas del mundo habra pasado por rico. Tena
en ella unas pocas de todas las monedas de oro de los Estados circunvecinos. Dos cndores
dobles de Colombia; una cantidad similar en bolvares venezolanos; doble nmero de soles
de Per; algunos escudos chilenos y otras pequeas piezas; todo lo cual compona una
cantidad insignificante. No obstante ello, Torres se hubiera visto muy embarazado para dar
cuenta de dnde y cmo haba adquirido dichas monedas.
Lo que haba de cierto era que Torres, despus de algunos meses de haber abandonado su
oficio de capitn del bosque, que ejerca en la provincia de Par, haba subido por la cuenca
del ro Amazonas y atravesado la frontera para entrar en el territorio peruano.
A este aventurero, por otra parte, le hacan falta muy pocas cosas para vivir.
Qu cosas le eran necesarias? Nada para vivienda y poco para vestirse. El bosque le
facilitaba su alimento, que preparaba sin gastos, al uso de los corredores de las florestas. Le
bastaban algunos reis para su tabaco que compraba en las Misiones o en las pequeas aldeas,
as como para el aguardiente de su calabaza. Con muy poco poda ir bastante lejos.
Cuando el papel estuvo encerrado en la cajita de metal, cuya tapa se cerraba
hermticamente, Torres, en lugar de volverla a poner en el bolsillo de la chaqueta que cubra
su poncho, le pareci ms conveniente, por un exceso de precaucin, depositarla cerca de l,
en el hueco de una raz del rbol a cuyo pie se hallaba tendido.
Esto era una imprudencia, que le iba a costar cara.
Haca mucho calor. El tiempo era pesado. Si la iglesia de la aldea inmediata hubiese
tenido reloj, hubiera dado entonces las dos de la tarde y Torres lo habra odo, merced al
viento, porque slo se encontraba a dos millas de la poblacin, aunque, desde luego, la
hora le era indiferente. Acostumbrado a guiarse por la altura, ms o menos bien calculada,
del sol bajo el horizonte, un aventurero no sabra llevar con exactitud militar los actos
de la vida. Desayunaba o coma cuando le pareca conveniente o cuando le era posible.
Dorma donde y cuando le vena el sueo. Si la mesa no estaba siempre puesta, el lecho,
en cambio, en todo momento lo tena dispuesto al pie de un rbol, en la espesa maleza
y en pleno bosque. Torres no era descontentadizo en las cuestiones de comodidad. Como
haba caminado una gran parte de la maana y comido un poco, la necesidad de dormir
se dejaba sentir impetuosamente. Le convenan, pues, dos o tres horas de descanso que le
pondran en disposicin de poder continuar su camino. Se acost, pues, sobre la hierba lo
ms cmodamente que le fue posible y procur conciliar el sueo.
Sin embargo, Torres no era de esas personas que se duermen sin algunas precauciones
elementales. Tena, en primer lugar, la costumbre de tomar algunos sorbos de licor fuerte
y tras esto fumarse una pipa. El aguardiente sobreexcita el cerebro y el humo del tabaco se
mezcla bien con el humo de los ensueos. Por lo menos, tal era su opinin.
Torres empez, pues, por acercarse a sus labios una calabaza que llevaba pendiente del
costado y que estaba llena de aquel licor al que se da en Per el nombre de chicha, y ms
particularmente el de caysuma en el Alto Amazonas y que es el producto de una ligera
destilacin de la raz de yuca dulce despus que se ha producido la fermentacin, al cual el
capitn del bosque, como hombre cuyo paladar estaba bastante estragado, crea deber aadir
una buena dosis de aguardiente de caa.
Cuando hubo bebido unos cuantos sorbos de aquel licor, agit la calabaza, convencindose,
no sin pesar, de que se hallaba casi vaca.
Ser preciso llenarla de nuevo -dijo simplemente.
Despus, sacando una pipa corta de raz, la llen de este tabaco acre y fuerte de Brasil,
que es el antiguo tabaco de hoja, introducido en Francia por Nicot, a quien debemos la
vulgarizacin de la ms productiva y ms conocida de los solanceas.
Ese tabaco no se pareca en nada al que se produce en la actualidad; pero Torres no era
muy exigente sobre este punto, como tampoco sobre otros. Tras golpear el pedernal con el
eslabn, inflam un poco de esa substancia viscosa, a la que se da el nombre de yesca de
hormigas y es segregada por ciertos himenpteros. Con la inflamada yesca encendi su pipa.
Habra dado nueve o diez chupadas, cuando sus ojos se cerraron y la pipa se escap de sus
dedos. Se haba quedado dormido o, mejor dicho, sumido en una especie de sopor que no
llegaba a sueo verdadero.
Captulo II
El ladrn robado
C asi media hora haca que dormitaba Torres, cuando bajo los rboles se percibi un rumor
de pasos ligeros, como de alguien que caminase descalzo y con ciertas precauciones para no
ser odo.
De haber estado despierto, el primer cuidado del aventurero habra sido ponerse en
guardia contra toda visita sospechosa. Pero, como no era as, el que avanzaba pudo llegar a
su lado, sin que el durmiente se pusiera en guardia.
Entonces se vio que no se trataba de un hombre, sino de un guariba.
De cuantos monos abundan en los bosques del Alto Amazonas y cuya cola tiene la
propiedad de asirse a cualquier parte, el guariba es, sin duda alguna, el ms original.
Los sahus son de graciosas formas, los sajes cornudos ofrecen su pelo bellamente gris y
los samioles o saguinos parece que llevan una mscara sobre su rostro gesticulante. Sin
embargo, lo repetimos, no hay ninguno como el guariba. De instinto sociable, poco feroz y,
muy distinto en esto del mucura, fiero y asqueroso, gusta de la sociedad y anda generalmente
en manadas. Su presencia se anuncia desde lejos por un concierto de voces montonas, que
recuerdan las oraciones salmodiadas de los chantres. Pero, si la Naturaleza no le ha creado
perverso, no se le debe atacar sin precauciones. En todo caso, un viajero dormido no deja
de hallarse bastante expuesto, cuando un guariba le sorprende en esta situacin y fuera de
estado de defenderse.
Este mono, que se llama tambin barbado en Brasil, es de gran estatura. La agilidad y la
fuerza de sus miembros hacen de l un animal vigoroso, tan apto para luchar en tierra como
para saltar de rama en rama hasta la cima de los gigantes de la selva.
Pero entonces ste avanzaba poco a poco y con prudencia. Miraba a todos lados y agitaba
rpidamente su cola. A estos individuos de la raza smica, la Naturaleza no se ha contentado
con darles cuatro manos, de donde les viene el nombre de cuadrumanos, sino que ha querido
mostrarse ms generosa concedindoles verdaderamente cinco, puesto que la extremidad de
su apndice posee una gran fuerza de aprehensin.
El guariba se aproxim sin hacer ruido, blandiendo un grueso palo, que, manejado por su
brazo vigoroso, poda llegar a ser un arma temible. Pasados algunos minutos desde que viera
al hombre echado al pie del rbol, la inmovilidad del que dorma le alent, sin duda, para
venir a verle ms de cerca. Avanz, pues, no sin algo de vacilacin y se detuvo por fin a tres
pasos de l.
En su rostro barbudo apareci un gesto que descubri sus dientes acerados, blancos como
el marfil y agit la estaca de un modo poco seguro para el capitn del bosque.
El contemplar a Torres no despertaba, desde luego, en el guariba, muy benvolas ideas.
Deba tener, pues, algunos motivos particulares para querer mal a aquella muestra de
la raza humana que la casualidad le presentaba sin defensa? Tal vez. Es sabido cunto
conservan algunos animales la memoria de los malos tratos que reciben y era muy posible
que aqul tuviese algn motivo de rencor contra los corredores de los bosques.
En efecto, para los indios sobre todo, el mono es una caza que llama mucho la atencin,
sea cualquiera la especie a que pertenezca y se les caza con todo el ardor de un Nemrod, no
solamente por el placer de cazarle, sino tambin por el gusto de comrselo.
Pero si el guariba no pareca dispuesto a invertir esta vez los papeles ya que la Naturaleza
slo ha hecho de l un simple herbvoro; si no trataba de devorar al capitn de los bosques,
por lo menos s pareca dispuesto a destruir a uno de sus naturales enemigos.
As, despus de haberle contemplado algunos instantes, principi a dar vueltas en torno del
rbol. Caminaba lentamente, conteniendo su aliento y aproximndose ms y ms. Su actitud
era amenazadora; su fisonoma, feroz. Nada le era ms fcil que matar de un solo golpe a
aquel hombre inmvil y era lo cierto que en aquel instante la vida del capitn del bosque
penda de un hilo.
En efecto, el guariba se haba detenido por segunda vez junto al rbol, colocndose de
modo que pudiera dominar la cabeza del hombre que dorma y levant la estaca para
descargar el golpe.
Pero si Torres haba cometido un imprudencia ocultando en el hueco de la raz la cajita
que contena su documento y su fortuna, esta imprudencia, sin embargo, fue la que le salv
la vida.
Por las ramas se desliz un rayo de sol que vino a herir la cajita, cuyo metal bruido
brillaba como un espejo.
El mono, con esa veleidad propia de los de su especie, inmediatamente se distrajo. Sus
ideas, si es que un animal puede tenerlas, tomaron otro giro. Se agach, cogi la cajita,
retrocedi algunos pasos y levantndola hasta sus ojos la contempl con sorpresa.
Tal vez lo que le produjo ms admiracin fue el or resonar las piezas de oro que contena.
Aquel sonido le encant. Era como un chupn en manos de un nio, porque se la llev a la
boca, apretndola fuertemente con los dientes, pero sin lograr ni siquiera hacer mella en el
metal.
Indudablemente, el guariba crey encontrar en aqullo alguna fruta de nueva especie. Una
gran almendra brillante, con un hueso que flotaba libremente dentro de su cscara. Mas,
aunque bien pronto comprendi su error, no crey que por esto deba abandonar la caja.
Por el contrario, la cogi fuerte mente con la mano izquierda y solt la estaca, que al caer
rompi una rama seca.
Al ruido que hizo, Torres se despert y con la prontitud de las personas que siempre estn
alerta y para quienes es cosa fcil la transicin del sueo a la vigilia, al momento se puso en
pie.
En seguida se dio cuenta Torres de quin tena delante.
Las gruesas races ocultas entre las hierbas borraban de vez en cuando los senderos.
Tropezndose, levantndose, al final principi a gritar socorro!, como si pudiera ser odo.
Luego, acabndosele las fuerzas y faltndole la respiracin, se vio obligado a detenerse.
Mil diablos! -exclam. Cuando persegua a los negros cimarrones a travs de las malezas,
no me causaba tanto disgusto. Pero he de atrapar a este mono maldito! Ir tras l, s, ir
tras l, mientras mis piernas puedan sostenerme y ya nos veremos!
El guariba se haba quedado inmvil, viendo que el aventurero cesaba de perseguirle y se
aprovechaba de este intervalo para descansar, aunque estaba muy lejos de haber llegado a
aquel grado de fatiga que privaba de todo movimiento a Torres.
Permaneci en tal estado unos diez minutos, mascando algunas races que haba arrancado
a flor de tierra y haciendo sonar de tiempo en tiempo la caja junto a su oreja.
Torres, exasperado, le tir algunas piedras que llegaron a tocarle, aunque sin hacerle
ningn dao a causa de la distancia.
Era preciso, sin embargo, tomar un partido. Por una parte, pareca insensato continuar
la persecucin del mono sin una seguridad de cogerle; y por otra, aceptar con todas
sus consecuencias aquel capricho de la casualidad era quedar no solamente vencido, sino
tambin engaado y burlado por un despreciable animal, lo cual bastaba para causar la
desesperacin de cualquiera.
Y, sin embargo, Torres comprenda que cuando llegase la noche el ladrn se escapara
cmodamente y l, el robado, tendra mucha dificultad para volver a encontrar su camino
a travs de aquel espeso bosque. En efecto, la persecucin le haba alejado bastantes
kilmetros de la orilla del ro y le sera ya muy difcil volver a ella.
Aunque titubeando, procur resumir sus ideas con sangre fra y finalmente, despus de
haber proferido la ltima imprecacin, se resolvi a abandonar toda idea de volver a
recobrar su caja; pero ansiando todava, a pesar de su aparente conformidad, tener aquel
documento en que estaba basado su porvenir, segn el uso que pensaba hacer de l, se dijo
que era preciso intentar un ltimo esfuerzo.
Conque se levant y el guariba le imit. Dio el hombre algunos pasos hacia delante. El
mono hizo otro tanto hacia atrs. Pero esta vez, en lugar de internarse en lo profundo del
bosque, se detuvo al pie de un gran ficus, rbol cuyas variedades son tan numerosas en toda
la cuenca del Alto Amazonas.
Asirse al tronco con sus cuatro manos; trepar por l con la agilidad de un payaso que
imitase a un mono; agarrarse con la cola a las primeras ramas extendidas horizontalmente
a once metros del suelo; subirse despus hasta la cima del rbol, hasta el sitio en que sus
ltimas ramas se inclinaban sobre l, todo esto slo fue un juego para el gil guariba y tarea
de algunos instantes.
Instalado all con la mayor comodidad, continu su interrumpida comida, cogiendo las
frutas que se hallaban al alcance de su mano. Torres tambin tena gran necesidad de comer
y de beber; pero le era imposible! Su morral estaba limpio y su calabaza vaca!
Sin embargo, en lugar de retroceder, se dirigi hacia el rbol, por ms que la posicin
adoptada por el mono fuese entonces muy desfavorable para l. No poda ni aun soar en
trepar a las ramas de aquel ficus, que su ladrn habra muy pronto abandonado por otro.
Y siempre la cajita, que no poda recuperar, resonaba en su odo!
Llevado por su furor y su locura, el aventurero apostrof al guariba. Sera imposible decir
la serie de invectivas que le dirigi.
No se limit a llamarle mestizo, lo cual es una grave injuria en boca de un brasileo de
raza blanca, sino que tambin le llam curiboca, esto es, mestizo de negro y de india, pues
de todos los insultos que un hombre puede dirigir a otro, era el ms cruel en aquella latitud
ecuatorial.
Pero el mono, que no era ms que un simple cuadrmano, se burlaba de todo lo que
pudiera gritarle un ser humano.
Torres entonces comenz a tirarle piedras, races y todo lo que poda servirle de
proyectiles. Tena esperanza de herir gravemente al mono? No ya ignoraba lo que haca.
A decir verdad, la rabia que le causaba su impotencia le privaba de la razn. Quiz esperaba
el instante en que, al hacer el guariba un movimiento para saltar de una rama a otra, arrojase
la cajita y aun que, para imitar los ademanes del agresor, llegase a tirrsela a la cabeza.
Pero no; el mono procuraba retenerla y aunque tena ocupada una mano con ella, aun le
quedaban tres para manejarse.
Torres, desesperado, iba ya a abandonar la partida y volverse hacia el Amazonas, cuando
se dej or un rumor de voces No era ilusin, no! Se trataba de voces humanas.
Se hablaba a unos veinte pasos del sitio en que se encontraba parado el aventurero.
El primer cuidado de Torres fue ocultarse entre un espeso ramaje. Como hombre prudente,
no quera dejarse ver sin saber, al menos, ante quin poda hacerlo.
Palpitante, turbado, escuchaba con atento odo, cuando de repente se oy la detonacin de
un arma de fuego.
Un grito la sigui y el mono, mortalmente herido, cay pesadamente al suelo, teniendo
siempre la cajita de Torres en la mano.
Diablo! -exclam. He aqu una bala que llega a muy buen tiempo.
Y esta vez, no importndole que le vieran, sali de entre el ramaje a tiempo que dos
jvenes aparecan bajo los rboles.
Se trataba de dos brasileos en traje de
caza, con botas de cuero, ligero sombrero de
palma, chaqueta, o ms bien casaca, ceida a
la cintura y prenda ms cmoda que el
poncho nacional. Por sus facciones y su
color, claramente se conoca que eran de
sangre portuguesa.
Cada uno estaba armado con un largo fusil
de fbrica espaola, que recuerdan algo las
armas rabes; fusiles de largo alcance y de
una gran precisin y que los habitantes de los
bosques del Alto Amazonas manejan con
sumo acierto.
Lo que acababa de suceder era la prueba. A
una distancia oblicua de ms de ochenta
pasos, el cuadrmano haba sido herido en
medio de la cabeza.
Adems, los dos jvenes llevaban a la
cintura una especie de cuchillo-pual, que se
llama faca en Brasil y el cual los cazadores no
vacilan en emplear contra la onza[1] y otros
animales, si no tan terribles, por lo menos
bastante numerosos en aquellos bosques.
[1] Se trata del jaguar. Se la conoce tambin por "onza" y tigre americano.
Evidentemente, Torres nada tena que temer de aquel encuentro y se apresur a correr
hacia el cuerpo del mono.
Pero los jvenes, que avanzaban en la misma direccin, tenan menos camino que andar y
se haban aproximado algunos pasos cuando se encontraron ante Torres.
Este haba recobrado su presencia de nimo.
Muchas gracias, seores! -les dijo alegremente, quitndose el sombrero. Me habis hecho
un gran servicio matando a este perverso animal.
Los cazadores se miraron, sin comprender, desde luego, por qu se les daba las gracias.
En pocas palabras, les puso Torres al corriente de lo que ocurra.
Habis credo matar a un mono -concluy- y en realidad habis matado a un ladrn.
Si os hemos sido til -respondi el ms joven de los dos-, ha sido sin sospecharlo; mas no
por esto nos consideramos menos dichosos por haberos prestado el servicio.
Y dando algunos pasos atrs, se inclin sobre el guariba y le arranc, no sin esfuerzo, la
cajita de su mano.
Ved lo que, sin duda, os pertenece, seor - agreg.
Esto es -dijo Torres, que tom apresuradamente la cajita, sin poder contener un gran
suspiro de consuelo. A quin debo agradecer, seores, el servicio que se me acaba de hacer?
A mi amigo Manuel, ayudante mayor de mdico en el ejrcito brasileo -inform el que
hasta entonces hablara.
Si yo he sido el que ha tirado al mono -replic Manuel-, t fuiste quien me lo hizo ver,
querido Benito.
En ese caso, seores -replic Torres- a ambos me hallo obligado; tanto al seor Manuel
como al seor
Benito Garral -hizo saber Manuel.
Mucha fuerza de nimo necesit el capitn del bosque, para no estremecerse al or aquel
nombre y sobre todo cuando el joven aadi con galantera:
La granja de mi padre Juan Garral se halla a tres millas de aqu [1]. Si os place, seor
[1] Las medidas itinerarias en Brasil eran, en aquella poca, la pequea milla, equivalente a 2.060 metros y la
legua comn, que vala 6.180 metros.
Torres los contempl alejarse. Cuando los hubo perdido de vista, coment en voz alta y
enronquecida:
Ah! De manera que va a cruzar la frontera! Mejor, que la pase y as se encontrar por
completo a merced ma Buen viaje, Juan Garral!
Y dichas estas palabras, el capitn del bosque emprendi la marcha hacia el sur.
Iba en busca de la orilla izquierda del ro por el camino ms corto. No tard en desaparecer
entre la espesa arboleda.
Captulo III
La familia Garral
S ituada la aldea de Iquitos cerca de la orilla izquierda del Amazonas, se alza poco ms o
menos sobre el 74 meridiano, en aquella parte del gran ro que an lleva el nombre de
Maran, cuyo lecho separa Per de la Repblica del Ecuador, unos trescientos kilmetros
hacia el oeste de la frontera de Brasil.
Al igual que todas las casas, aldeas y
lugarejos que se alzan en la cuenca del
Amazonas, Iquitos fue fundada por los
misioneros. Hasta el ao decimosptimo del
siglo diecinueve, los indios iquitos, que
formaron por el momento su nica
poblacin, vivan retirados hacia el interior,
bastante lejos del ro. Pero un da los
manantiales de su territorio se secaron de
resultas de una erupcin volcnica, vindose
entonces obligados a establecerse en la orilla
izquierda del Maran. La raza se alter bien
pronto, a consecuencia de los enlaces que
contrajeron con los indios ribereos, ticunas
u omaguas y hasta hoy da Iquitos slo
cuenta con una poblacin mixta, a la cual se
deben aadir algunos espaoles y dos o tres
familias de mestizos.
Unas cuarenta chozas, bastante miserables,
cuyo techo de blago apenas las haca dignas
del nombre de cabaas, componan toda la
aldea, aunque, por otra parte, se hallaban
pintorescamente
agrupadas
en
una
explanada que dominaba las orillas del ro a
unos sesenta pies de elevacin. Una escalera hecha de troncos, transversalmente colocados,
daba acceso a la aldea; pero se esconda tanto a los ojos del forastero, que ste no se
determinaba a trepar por ella, porque la bajada le pareca imposible. Mas una vez en lo alto,
se vea ante una cerca, poco resguardada, de arbustos variados y plantas arborescentes,
liadas por cordones de lianas que se extendan aqu y all, desde las copas de los bananos y de
palmeras de la ms elegante especie.
En aquella poca, la moda haba de tardar mucho tiempo en modificar el traje primitivo:
los indios de Iquitos iban poco menos que desnudos. Solamente los portugueses y mestizos,
que miraban con gran desdn a sus conciudadanos indgenas, iban vestidos con una simple
camisa, un pantaln ligero de telilla de algodn, cubrindose la cabeza con un sombrero de
paja. Por lo dems, todos vivan miserablemente en este lugarejo, tratndose y juntndose
poco; y si alguna vez se reunan, era nicamente en las horas en que la campana de la Misin
los llamaba a la casa medio derruida que serva de iglesia.
Pero si la vida se hallaba en estado casi rudimentario en el lugarejo de Iquitos, como en la
mayor parte de las aldeillas del Alto Amazonas, no haba ms que andar una legua bajando
hacia el ro, para ver en la misma ribera un rico establecimiento, donde se encontraban
reunidos todos los elementos para gozar una vida cmoda.
espritus, firmes y rectos, que creen que nada se debe sustraer a aquella obligacin natural,
si se quiere hacerse digno del ttulo de hombre.
Durante los primeros aos de su permanencia en Belem, Benito se haba relacionado con
Manuel Valds. Este joven, hijo de un comerciante de Par, segua sus estudios en el mismo
instituto que Benito. La similitud de sus caracteres y de sus gustos no tard en unirlos con
una estrecha amistad y fueron dos inseparables compaeros.
Manuel, nacido en 1832, tena un ao menos que Benito. No tena ms que a su madre,
que viva de la modesta fortuna que le haba dejado su marido. As, cuando termin sus
primeros estudios, sigui la carrera de medicina. Tena un entusiasmo decidido por esta
noble profesin y era su intento entrar en el servicio militar, hacia el cual se senta inclinado.
En la poca en que le venimos a encontrar con su amigo Benito, haba obtenido ya su
primer grado y haba venido a disfrutar algunos meses de licencia a la fazenda, donde tena
la costumbre de pasar sus vacaciones. Este joven, de buen rostro, de fisonoma distinguida y
de cierta arrogancia natural, que le sentaba muy bien, era un hijo ms que Juan y Yaquita
contaban en la casa. Pero si esta cualidad de hijo le haca el hermano de Benito, semejante
ttulo no le haba parecido suficiente con Minha y bien pronto deba unirse a la joven con
un lazo ms estrecho que el que une a una hermana y a un hermano.
En el ao 1852 haban ya pasado cuatro meses desde el principio de esta historia, Juan
Garral contaba cuarenta y ocho aos. Bajo un clima devorador que gasta la vida muy pronto,
por su sobriedad, la precaucin en satisfacer sus gustos y la moralidad de su vida, toda
trabajo, pudo resistir all donde otros caducan antes de tiempo. Sus cabellos, que gastaba
cortos y su barba, que llevaba entera, empezaban ya a ponerse grises y le daban el aspecto de
un puritano. La honradez proverbial de los
comerciantes y hacendados brasileos estaba
impresa en su fisonoma, en la cual la
rectitud era el carcter ms notable. Aunque
de temperamento tranquilo, se notaba en l
como un fuego interior, que la voluntad
saba dominar. La pureza de su mirada
indicaba una gran fortaleza a la cual jams se
apelaba en vano cuando se trataba de
portarse con honor.
Y, sin embargo, en este hombre tranquilo,
que pareca haber conseguido cuanto puede
desearse en la vida, se adverta un fondo de
tristeza, que la misma ternura de Yaquita no
haba podido vencer.
Por qu este hombre recto, considerado
por todos, que haba alcanzado las
condiciones que deben asegurar la dicha, no
manifestaba una expresin radiante? Por
qu pareca no poder ser dichoso, cuando
procuraba que los dems lo fuesen? Deba
atribuirse esta disposicin a algn secreto
pesar? Esto era un motivo de constante
preocupacin para su esposa.
Yaquita tena entonces cuarenta y cuatro
aos. En aquel pas tropical, donde sus semejantes eran ya viejos a los treinta, ella haba
podido resistir a las disolventes influencias del clima. Sus facciones, un poco duras, pero
hermosas todava, conservaban ese altivo trazo del tipo portugus, en el que la nobleza del
rostro se une a la dignidad del alma.
Benito y Minha correspondan con un cario sin lmites, que se demostraba en todas las
ocasiones, al amor que sus padres manifestaban por ellos.
Benito, de veintin aos entonces, vivo, animoso, simptico, todo sencillez, contrastaba
en esto con su amigo Manuel, ms serio, ms reflexivo. Haba sido un placer extraordinario
para l, despus de un ao pasado en Belem, lejos de la quinta, volverse a hallar con su joven
amigo en la mansin paterna, haber vuelto a ver a su padre, su madre y a su hermana y
encontrarse, en fin l, que era un cazador temerario, en medio de los soberbios bosques del
Alto Amazonas de los que el hombre an tardar muchos aos en conocer sus secretos.
Minha tena entonces veinte aos. Era una hermosa joven morena, con ojos azules, de esos
ojos que hablan al alma. De mediana estatura, bien formada y de una gracia vivaz, recordaba
el bello tipo de Yaquita.
Un poco ms seria que su hermano, buena,
caritativa y piadosa, era querida de todos.
Sobre este punto poda preguntarse sin temor
a los ms nfimos criados de la granja. En
cambio, a quien no se hubiera podido
preguntar era al amigo de su hermano, a
Manuel Valds. Este se hallaba muy
interesado en la cuestin y no habra podido
responder sin algo de parcialidad.
La pintura de la familia Garral no estara
bien acabada y le faltaran algunas
pinceladas si no se hablase del numeroso
personal de la hacienda.
En primer lugar, debemos nombrar a una
vieja negra, de sesenta aos, llamada Cibeles,
libre por la voluntad de su amo y esclava por
el afecto que a l y a los suyos profesaba y
que haba sido la nodriza de Yaquita. Ella
perteneca ya a la familia y trataba con toda
familiaridad a la madre y a la hija. Toda la
vida de esta excelente criatura se haba
pasado en aquellos campos, entre aquellos
bosques y junto a aquella ribera del ro, que
limitaba el horizonte de la quinta. Haba
venido muy nia a Iquitos; en el tiempo en que an se haca la trata de negros, no sali jams
de la aldeita donde se cas, habiendo quedado viuda muy temprano y perdiendo a su nico
hijo, se consagr enteramente al servicio de Magallanes. No conoca ms del territorio del
Amazonas que lo que se desplegaba ante su vista.
Con ella y ms especialmente consagrada al servicio de Minha, se vea una linda y alegre
mulata de la edad de la joven y que le era adicta por completo. Responda al nombre de Lina
y era una de esas preciosas criaturas, un tanto consentidas, a las cuales se les permite una
gran familiaridad en gracia a la adoracin que demuestran por sus seoras. Viva, traviesa,
cariosa, todo le era consentido en la casa.
El resto de los sirvientes pertenecan a dos clases. Los indios, que figuraban en nmero
de un centenar, estaban empleados a sueldo en los trabajos de la quinta y los negros, que
sumaban el doble que los indios y que si bien todava no eran libres, por lo menos sus hijos
ya no eran esclavos. Juan Garral se haba anticipado con esto al gobierno brasileo. Bueno es
advertir, sin embargo, que en Brasil, mayormente que en ningn otro pas, los negros trados
de Benguela, del Congo y de la costa de Oro, eran siempre tratados con dulzura.
Hubiera sido vano buscar en la hacienda de Iquitos aquellos tristes ejemplos de crueldad,
tan frecuentes en las plantaciones de otros pases.
Captulo IV
Dudas
Lo que le preocupaba no era manifestar a Juan cules eran los sentimientos que animaban
a Manuel respecto de su hija. La dicha de Minha no poda mas que asegurarse con este
matrimonio y Juan se considerara feliz abriendo los brazos a este nuevo hijo, cuyas
formales. cualidades conoca y apreciaba. Pero Yaquita conoca que decidir a su marido a
dejar la hacienda era una gravsima cuestin.
En efecto, desde que Juan Garral, joven an, haba llegado a aquel pas, jams estuvo
ausente ms de un da.
Aunque la vista del Amazonas, con sus aguas dulcemente conducidas hacia el este,
invitasen a seguir su curso; aunque Juan enviaba todos los aos cargamentos de madera
ya fuese a Manaos o Belem o al litoral de Par; aunque vea partir a Benito despus de las
vacaciones para continuar sus estudios, jams pareci tener deseos de acompaarle.
Se hubiera dicho que no quera franquear con el pensamiento ni con la vista el horizonte
que limitaba aquel edn, donde estaba su vida concentrada.
Se deduca de aqu que si, despus de veinticinco aos, Juan Garral no haba pasado ni un
momento la frontera, su esposa y su hija no haban, an, puesto el pie en el suelo de Brasil;
y, por tanto, no les faltaba el deseo de conocer algo de aquel hermoso pas, del que Benito
les hablaba con frecuencia. Dos o tres veces Yaquita haba presentado esta consideracin a
su marido; pero haba visto que el pensamiento de dejar la quinta, aunque slo fuese por
algunas semanas, imprima en su frente un tinte de mayor tristeza. Sus ojos se nublaban
entonces y deca con un tono de dulce reproche:
Por qu dejar nuestra casa? No somos felices aqu?
Y Yaquita no se atreva a insistir delante de aquel hombre, cuya bondad activa e inalterable
ternura la hacan tan dichosa.
Esta vez, sin embargo, exista una razn poderosa que hacer valer. El casamiento de Minha
presentaba una ocasin muy natural de conducir a la joven a Belem, donde deba residir con
su marido.
All ella vera y aprendera a amar a la madre de su prometido. Garral no poda vacilar
ante tan legtimo deseo y cmo, por otra parte, no comprendera el deseo, que tambin
tendra aqulla, de conocer a la que haba sido una segunda madre para su hijo?
Yaquita haba tomado la mano de su marido y con aquella voz cariosa que haba sido
toda la msica de la vida de aquel duro trabajador.
Juan -empez-, vengo a hablarte de un proyecto cuya realizacin deseamos
ardientemente y que te har dichoso como lo somos tus hijos y yo.
Dime de qu se trata Yaquita -pidi el marido.
Manuel ama a nuestra hija y es amado de ella y con su unin encontrarn la felicidad.
A las primeras palabras de Yaquita, Juan Garral se haba levantado, sin poder dominar
aquel brusco movimiento. Sus ojos se bajaron en seguida y pareci querer evitar la mirada
de su esposa.
Qu tienes, Juan? -pregunt ella.
Que va a casarse Minha -murmur Juan.
Amigo mo -exclam Yaquita, con el corazn oprimido-, tienes, pues, alguna objecin
que hacer a este matrimonio? No habas notado ya, desde hace mucho tiempo, los
sentimientos de Manuel para nuestra hija?
Desde luego Hace cosa de un ao.
Despus, Juan se volvi a sentar sin concluir de expresar su pensamiento. Por un esfuerzo
de voluntad volvi a ser dueo de s. La inexplicable impresin que se advirti en l qued
disipada. Poco a poco sus ojos volvieron a buscar los de su esposa y se qued pensativo
contemplndola.
Yaquita volvi a tomarle la mano.
Juan mo -empez. Me habr equivocado? No tenas t el pensamiento de que esta
unin se efectuara algn da y que asegurara a nuestra hija todas las condiciones de la
felicidad?
Juan afirm:
Claro que todas Claro! Sin embargo Yaquita, este matrimonio Cundo se
efectuar, prximamente?
En la poca que t elijas, Juan.
Y se verificar aqu en Iquitos?
Esta pregunta deba llevar a Yaquita a tratar la segunda cuestin que preocupaba su alma.
Sin embargo, no lo hizo sin una vacilacin muy comprensible.
Tras un instante de silencio habl as;
Escchame bien, Juan; con motivo de la celebracin de este matrimonio, deseo hacerte
una proposicin, que me figuro aceptars. Ya dos o tres veces, hace veinte aos, te he
propuesto que nos llevaras, a mi hija y a m, a esas provincias del Bajo Amazonas y de Par,
que nunca hemos visitado. Los cuidados de la hacienda y los trabajos que reclamaban tu
presencia aqu, no te han permitido satisfacer nuestro deseo. Ausentarte, aunque no fuera
ms que por algunos das, poda entonces perjudicar tus negocios. Mas ahora que el xito de
stos ha superado a nuestras esperanzas, si la hora del descanso no ha llegado todava para
ti, puedes, al menos, distraerte por algunas semanas de tus quehaceres.
Garral no contest; pero Yaquita sinti que su mano temblaba entre las de ella, como bajo
el choque de una impresin dolorosa; con todo, una semisonrisa se dibuj en sus labios,
como una invitacin muda a su esposa para que concluyese lo que tena que decir.
Juan -sigui diciendo su mujer-, he aqu una ocasin que no se te presentar ms en
nuestra vida. Minha va a casarse lejos y a dejarnos! Este es el primer disgusto que va
a darnos y mi corazn se oprime cuando pienso en esta separacin tan prxima! Quiero
hacerte saber que me alegrara mucho poderla acompaar hasta Belem. No te parece, por
otra parte, conveniente que conozcamos a la madre de su esposo, a la que va a remplazarme
y a quien vamos a confiarla? Aadir que Minha no querr dar a la seora Valds el
sentimiento de casarse lejos de ella. En la poca de nuestra unin, Juan mo, si tu madre
hubiera vivido, no te habras alegrado de casarte ante ella?
A estas palabras de Yaquita, contest Juan Garral con otro movimiento que no pudo
reprimir. -Amigo mo -continu Yaquita-, con Minha, con nuestros dos hijos Benito y Manuel
y contigo, ah, cunto me alegrara visitar nuestro Brasil, bajar por ese hermoso ro hasta
las ltimas provincias del litoral que atraviesa! Me parece que all abajo la separacin sera
menos cruel. A nuestro regreso yo podra ver con el pensamiento a nuestra hija en la casa
donde la aguarda su segunda madre. Ya no la buscara en lo desconocido. Y no me creera
extraa a los actos de su vida.
Garral tena los ojos fijos en su mujer, a la que contemplaba sin decir palabra.
Qu pasaba por l? Por qu aquella vacilacin en satisfacer una peticin tan justa por s
misma? Por qu no pronunciar un s que deba causar tan vivo placer a todos los suyos? No
poda ser una razn suficiente el cuidado de sus negocios. Algunas semanas de ausencia no
les comprometeran de ninguna manera. Su administrador, en efecto, sabra, sin perjuicio,
remplazarle en la granja. Y, sin embargo, vacilaba siempre!
Yaquita haba tomado otra vez entre sus manos la de su marido y la estrechaba
dulcemente.
Captulo V
El Amazonas
Un ro que no son bastantes tres nombres para denominarlo y por el cual los buques
de gran porte pueden subir hasta cinco mil kilmetros de su desembocadura sin ningn
menoscabo de su cargamento.
Un ro que, bien por s mismo, bien por sus afluentes y subafluentes, abre una va
comercial y fluvial a travs de todo el norte de la Amrica del Sur, pasando del Magdalena al
Ortecuaza; del Ortecuaza el Caquet; del Caquet al Putumayo y del Putumayo al Amazonas.
Cuatro mil millas de caminos fluviales, que slo necesitaran de algunos canales para que la
red navegable fuese completa.
En fin, el ms grande, el ms admirable sistema hidrogrfico que hay en el mundo.
As hablaban, con una especie de mpetu, aquellos dos jvenes, del incomparable ro. Bien
demostraban ser los hijos de aquel ro, cuyos afluentes, dignos de l mismo, forman los
caminos que andan a travs de Bolivia, Per, Ecuador, Nueva Granada, Venezuela y las cuatro
Guayanas, inglesa, francesa, holandesa y brasilea.
Qu de pueblos, qu de razas, cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos! As
es el mayor de los grandes ros del mundo. Su nacimiento verdadero permanece oculto an
a todas las investigaciones. Numerosos Estados reclaman el honor de que nazca en ellos. El
Amazonas no poda evadirse de esta ley. Per, Ecuador y Colombia se han disputado largo
tiempo esta gloriosa paternidad.
Hoy da, sin embargo, parece fuera de duda que el Amazonas nace en Per, en el distrito de
Hunuco, intendencia de Tarma y que sale del lago Lauricocha, situado poco ms o menos,
entre los once y doce grados de latitud sur.
A los que quieren hacerle nacer en Bolivia y caer de las montaas de Titicaca, les cumple la
obligacin de probar que el verdadero Amazonas es el Ucayali, que se forma de la unin del
Paro y del Apurimac; pero esta opinin debe ser rechazada en adelante.
A su salida del lago Lauricocha, el naciente ro se eleva hacia el Noroeste, por un curso
de quinientas sesenta millas y no se dirige libremente hacia el este hasta despus de haber
recibido un importante tributario, el Panta. Se llama Maran en los territorios colombianos
y de Per, hasta la frontera brasilea, o ms bien Maranhao, porque Maran no es otra
cosa que el nombre portugus espaolizado. De la frontera de Brasil a Manaos, donde el
soberbio Ro Negro viene a confundirse con l, toma el nombre de Solimoes o Solimoens,
del nombre de la tribu india de los solimoes, de la cual se hallan todava algunos restos
en las provincias ribereas. Finalmente, de Manaos al mar, es el Amazonas o Ro de las
Amazonas, nombre dado por los espaoles, aquellos descendientes del aventurero Orellana,
cuyas relaciones dudosas, pero entusiastas, hicieron creer que exista una tribu de mujeres
guerreras, establecidas junto al ro Namundha, uno de los afluentes medios del gran ro.
Desde el principio se puede ya comprender que el Amazonas lleva un magnfico curso de
agua. Nada tiene de estorbos ni de obstculos de ninguna clase, desde su nacimiento hasta el
sitio en que la corriente, un poco estrechada, se desenvuelve entre dos pintorescas colinas.
Las cadas no empiezan a batir la corriente sino en el punto donde oblica hacia el este,
mientras atraviesa las estribaciones de Los Andes. All existen algunos saltos, sin los cuales
y despus de una navegacin de dieciocho meses, de la cual hizo una maravillosa relacin,
lleg hasta su desembocadura.
En 1636 y 1637, el portugus Pedro Texeira subi por el Amazonas hasta el Napo con una
flotilla de cuarenta y siete piraguas.
En 1743, La Condamine, despus de haber medido el arco del meridiano en el Ecuador, se
separ de sus compaeros Bouguer y Godin des Odonais, se embarc en el Chinchip, baj
por l hasta su confluencia con el Maran; lleg a la embocadura del Napo el 31 de julio, en
el momento de poder observar una emersin del primer satlite de Jpiter, lo que permiti
a este Humboldt del siglo XVIII fijar exactamente la longitud y latitud de aquel punto; visit
las aldeas de las dos orillas y el 6 de setiembre lleg al fuerte de Par. Aquel inmenso viaje
deba producir considerables resultados; no solamente quedaba establecido de una manera
cientfica el curso del Amazonas, sino que pareca casi seguro que se comunicaba con el
Orinoco,
Cincuenta y ocho aos despus, Humboldt y Bonpland completaron los preciosos trabajos
de La Condamine, levantando el mapa del Maran hasta el ro Napo.
Desde aquella poca no ha dejado de ser recorrido el Amazonas y lo mismo sus principales
afluentes.
En 1827, Lister-Man; en 1834 y 35, el ingls Smith; en 1884, el teniente francs
comandante de la Boulounnaise; el brasileo Valds, en 1840; el francs Paul Marcoy, en
1848 a 1860; el fantstico pintor Biard, en 1858; el profesor Agassiz, de 1865 a 1866; en
1867, el ingeniero brasileo Franz-Keller-Linzenger; en fin, en 1879, el doctor Crevaux, han
explorado el curso del ro, subido por varias de sus afluencias y reconocido lo navegable de
sus principales tributarios.
Pero el hecho ms considerable y que honra en extremo al Gobierno brasileo es el
siguiente:
El treinta de julio de 1850, tras multitud de conversaciones sobre la cuestin de fronteras
entre Francia y Brasil, por los lmites de la Guayana, el curso del Amazonas fue declarado
libre, quedando abierto a todos los pabellones; y a fin de que la prctica correspondiese a la
teora, Brasil trat con los pases limtrofes para la explotacin de todas las vas fluviales en
la cuenca del Amazonas.
Hoy da, las lneas de buques de vapor, cmodamente instaladas, que corresponden
directamente con Liverpool, hacen el servicio del ro desde su desembocadura hasta Manaos;
otras suben hasta Iquitos y otras, en fin, por el Tapajoz, el Madera, el Ro Negro y el Purs,
penetran hasta el corazn de Per y de Bolivia.
Con dificultad puede imaginarse el vuelo que tomar un da el comercio en toda esta
inmensa y rica cuenca, que no tiene rival en el mundo.
Pero esta medalla del porvenir tiene su reverso. Los progresos no se realizan sin redundar
en perjuicio de las razas indgenas.
S; en el Alto Amazonas ya han desaparecido muchas tribus indias, entre otras, los
curicuros y los solimoes. Si en el Putumayo se encuentran todava algunos yuris, los yahuas
le han abandonado para refugiarse hacia las ms lejanas afluencias y los mavos han dejado
sus orillas para vagar continuamente en corto nmero por los bosques de Yapur.
S, la orilla de los tonantinos est poco menos que despoblada y ya no hay ms que algunas
familias de indios nmadas en la desembocadura del Jura. El Teffe est casi desamparado
y slo restan algunos vestigios de la gran nacin umaa junto a las fuentes del Yapur. El
Coary est desierto. Algunos pocos indios muras en las orillas del Purs. De los antiguos
manos slo se cuentan algunas familias errantes. En las mrgenes del Ro Negro viven
Captulo VI
Todo un bosque talado
L a familia Garral estaba loca de alegra. Aquel magnfico recorrido por el Amazonas deba
verificarse en las mejores condiciones. No solamente el hacendado y los suyos partan para
un viaje de algunos meses, sino que, adems, iban a ser acompaados de una parte del
personal de la hacienda.
Indudablemente, el ver a todo el mundo dichoso en torno suyo, hizo que Juan Garral
olvidara algo las preocupaciones que parecan turbar su vida. A partir del da en que tomara
su firme resolucin, fue otro hombre y en cuanto empez a ocuparse de los preparativos del
viaje, volvi a desplegar la actividad de que en otros tiempos diera pruebas. El verle trabajar
de tal forma fue una gran satisfaccin para los suyos. El ser moral vencido por el fsico hizo
que Garral volviera a ser lo que en sus primeros aos; vigoroso, fuerte. Surga el hombre
que haba vivido siempre al aire libre, en aquella atmsfera vivificante de los bosques, los
campos y las aguas corrientes.
Las escasas semanas que deban preceder a la marcha iban a resultar sumamente atareadas.
Como ya se ha dicho, el curso del Amazonas no estaba an en aquella poca surcado por
los numerosos barcos de vapor de la actualidad aun cuando las compaas pensaban ya
lanzarlos sobre el ro y sobre sus principales afluentes. El servicio fluvial no se haca ms que
por los particulares y por cuenta suya y frecuentemente las embarcaciones no se empleaban
ms que en el servicio de los establecimientos litorales.
Aquellas embarcaciones eran ubas especie de piraguas hechas de un tronco ahuecado por
el fuego y por el hacha; puntiagudas y ligeras por delante; pesadas y redondas por detrs,
pudiendo llevar de uno a dos remeros cada una y tomar hasta tres o cuatro toneladas de
mercancas. De egariteas construidas burdamente, labradas con amplitud, cubiertas en parte,
en el medio, de un techo de follaje, que deja libre en torno un espacio o callejn, donde se
colocan los pagayeros[1] y de jangadas, especie de balsas informes impulsadas por una vela
triangular y que sostienen la cabaa de paja que sirve de casa flotante al indio y a su familia.
[1] Remeros.
Estas tres clases de embarcacin constituan la pequea flotilla del Amazonas, no pudiendo
servir ms que para un mediano transporte de personas y mercancas.
Verdad es que existen otras ms grandes, como vigilingas, con desplazamiento de ocho a
diez toneladas, con tres mstiles aparejados con velas rojas y que pueden en tiempo de calma
maniobrar, aunque pesadamente, por medio de cuatro largos pagayos; las cobertas, que
desplazan hasta veinte toneladas, especie de juncos con una garita detrs; un camarote
interior, dos mstiles con velas cuadradas y desiguales y que, cuando el viento es insuficiente
o contrario, lo suplen con el empleo de diez largos palos de virar, que los indios manejan
desde lo alto de una especie de castillo colocado en la parte de delante.
En esta jangada, pues, ms segura que ninguna otra embarcacin del pas, ms grande
que cien egaritas o vigilingas apareadas, era donde Juan Garral se propona embarcar con su
familia, su personal y su cargamento.
Excelente idea! -haba exclamado Minha, batiendo palmas, cuando se enter del proyecto
de su padre.
S -respondi Yaquita- y en semejantes condiciones nosotros llegaremos a Belem sin
peligro ni fatiga.
Y durante las paradas podremos cazar en los bosques de las riberas -aadi Benito.
Esto, quiz, ser un poco largo -hizo observar Manuel. No convendra elegir otro medio
de locomocin ms rpido para bajar el Amazonas?
Evidentemente, aquello sera largo; pero la reclamacin interesaba del joven mdico no
fue admitida.
Juan Garral mand entonces venir a un indio, que era el mayordomo mayor de la
hacienda.
Dentro de un mes -le dijo- es necesario que la jangada se halle pronta y en estado de ser
botada al ro.
Hoy mismo, seor Garral, pondremos manos a la obra -contest el mayordomo.
Aquello fue una ruda tarea. Haba all un centenar de indios y de negros, que durante la
primera quincena del mes de mayo hicieron verdaderas maravillas. Quiz algunas buenas
gentes, poco acostumbradas a estas grandes talas de rboles, se hubieran lamentado de ver
gigantes que contaban muchos siglos de existencia, caer en dos o tres horas bajo el hierro de
los leadores. Pero haba tanto y tanto en las orillas del ro, en la parte de abajo, hasta los
lmites ms lejanos del horizonte de las dos orillas, que el derribo de aquella media milla de
bosque no deba dejar un vaco notable.
El mayordomo y su gente, despus de recibir las instrucciones de Juan Garral, haban ante
todo limpiado el suelo de cuantas lianas, malezas y vegetacin lo obstruan. Antes de tomar
Pero t vers cosas que no has visto jams y que te agradarn -le deca sin cesar Yaquita.
Valdrn ms que las que ya estamos acostumbradas a ver? -responda invariablemente
la buena Cibeles.
Por su parte, Minha y su doncella favorita pensaban en lo que ms particularmente les
concerna. Para ellas era algo ms que un simple viaje; se trataba de una marcha definitiva
y se ocupaban en los mil detalles de una instalacin en otro hogar, donde la joven mulata
seguira al lado de aquella a quien estaba tan tiernamente unida. Minha tena el corazn
un poco oprimido; pero la alegre Lina no experimentaba el menor sentimiento porque
abandonaba Iquitos. Con Minha Valds continuara siendo lo que era con Minha Garral. Para
cortar su risa hubiera sido preciso separarla de su ama, cosa que nunca se haba tratado.
Benito ayud a su padre en los trabajos que acababan de concluirse, con lo que vino a
hacer de este modo el aprendizaje del oficio de hacendado, que tal vez sera algn da el
suyo cuando naturalmente su padre faltase.
Por lo que respecta a Manuel, su tiempo estaba dividido, tanto como le era posible, entre
el cuarto donde Yaquita y su hija aprovechaban hasta el ltimo minuto y el teatro de los
desmontes, donde Benito quera detenerle ms de lo que al otro le interesaba. Pero, en suma,
la verdad era que su permanencia en una y otra parte resultaba muy desigual, cosa que,
desde luego, se comprende, pues para l lo principal era su Minha.
Captulo VII
Siguiendo una liana
jvenes resolvieron darse alguna distraccin. Haca un tiempo hermoso y la atmsfera estaba
impregnada de las frescas brisas que venan de la cordillera y que suavizaban la temperatura.
Todo invitaba a lanzarse a una larga excursin por el campo.
Benito y Manuel pidieron a Minha que les acompaara por los grandes bosques que
bordeaban la ribera derecha del Amazonas, o sea la que estaba enfrente a la hacienda.
Aquella era una ocasin de trabar conocimiento con las cercanas de Iquitos, que eran
bellsimas. Los muchachos iran de cazadores; pero no de esos cazadores que dejan a sus
compaeros por seguir la caza (Manuel, sobre todo, pensaba as); y las jvenes, porque Lina
no poda separarse de su seora, iran de simples paseantes, a las que una excursin de dos
o tres leguas no poda espantar.
Ni Juan Garral, ni Yaquita, tenan tiempo de acompaarles. Por una parte, el plan de
la jangada no estaba terminado todava y no deba su construccin sufrir el ms mnimo
retraso. Y, por otro lado Yaquita y Cibeles, aunque secundadas por todo el personal de la
hacienda, tampoco tenan un momento que perder.
Minha acept el ofrecimiento con gran placer. As, aquel da, cerca de las once y despus
del desayuno, los cuatro jvenes fueron al ribazo del ngulo de la confluencia de los dos ros.
Uno de los negros les acompaaba y todos se embarcaron en una de las ubas destinadas al
servicio de la quinta y despus de pasar entre las islas Iquitos y Parianta, llegaron a la orilla
derecha del Amazonas.
La embarcacin se acerc a un emparrado
de magnficos helechos arborescentes, que
estaban coronados, a una altura de treinta
pies, por una especie de aureola, formada de
ligeras ramas de verde aterciopelado, de
hojas festoneadas de un fino encaje vegetal.
Y ahora, Manuel -dijo la joven-, a m me
corresponde haceros los honores del bosque,
a vos que no sois ms que un extranjero en
estas regiones del Alto Amazonas. Estamos
en nuestros dominios y espero me dejaris
cumplir mis obligaciones de duea de casa.
Querida Minha -le contest el joven-: Vos
no seris menos ama de casa en nuestra
ciudad de Iquitos y all abajo, como aqu
Ea, eh, Manuel y t, hermana ma! exclam Benito. Yo creo que no habris
venido
aqu
para
cambiar
tiernas
expresiones. Olvidad por algunas horas que
sois prometidos.
Ni por una hora, ni por un momento replic Manuel.
No obstante, si Minha te lo ordena
Minha no me lo ordenar.
Los nuevos rboles, aun cuando tuvieran ya cien aos de existencia, hubieran diferido
completamente de su primitivo aspecto, a causa de los bejucos y otras plantas parsitas, cuya
especie hubiera variado. Esto es all un sntoma curioso y a la vista del cual un indgena no
hubiera podido equivocarse.
El pequeo grupo se deslizaba, pues, entre las altas hierbas, cruzando las malezas y
los tallares, charlando y riendo. Delante iba el negro, que, con su sable corvo, trabajaba
abriendo camino cuando las matas silvestres eran muy espesas y haca huir a millares de
pjaros.
Minha tena razn al interceder por todo aquel pequeo mundo alado que revoloteaba
en el alto follaje. All estaban los ms hermosos representantes de la ornitologa tropical.
Los papagayos verdes y las cotorras vocingleras parecan ser los frutos naturales de aquellas
gigantescas especies. Los colibres en todas sus variedades, barbazules y tisauras de largas
colas en forma de tijeras, parecan otras tantas flores arrancadas y que el viento llevaba
de una rama a otra. Mirtos de plumaje color naranja, bordado de listas oscuras; becafigos
dorados, sabios, negros como los cuervos, se reunan con un atronador concierto de silbidos.
El largo pico de la picaza de Brasil parta los racimos de oro de los guirigues, y el pjaro
carpintero brasileo sacuda su pequea cabeza, moteada de puntos de color de prpura.
Aquello era un encanto de la vista.
Pero toda aquella gente se callaba y se esconda cuando en la cima de los rboles se oa
el chirrido, semejante al de una veleta mohosa, del alma de gato, especie de gaviln de color
leonado claro. Si se cerna en los aires, desplegando fieramente las largas plumas de su cola,
hua cobardemente a su vez cuando apareca en las zonas superiores el gaviao, gran guila
de cabeza blanca como la nieve, el terror de los habitantes alados del bosque.
Minha haca notar a Manuel aquellas maravillas naturales, que l no haba podido
encontrar en su sencillez primitiva en el centro de las provincias civilizadas del este. Manuel
escuchaba a la joven ms con los ojos que con el odo. Por otra parte, los gritos y los cantos
de aquellos millares de pjaros eran tan penetrantes alguna vez, que no le dejaban or. Slo
la risa aguda de Lina tena sobrada intensidad para dominar con su alegre nota los cloqueos,
silbidos y arrullos de toda especie.
Al cabo de una hora, no se haba andado ms de dos kilmetros. En cuanto se apartaban de
la orilla, los rboles tomaban otro aspecto. La vida animal no se manifestaba en la superficie
de la tierra ms que a la altura de sesenta u ochenta pies, por el paso de bandadas de monos,
que se perseguan por medio de las altas ramas. Aqu y all, algunos conos de rayos solares
penetraban hasta el bajo bosque. En verdad, la luz en estos bosques tropicales no parece ser
un agente indispensable para la vida. El aire basta para el desarrollo de aquellos vegetales,
grandes o pequeos, rboles o plantas y todo el calor necesario para la dilatacin de su savia
la sacan ellos, no del ambiente de la atmsfera, sino del mismo seno del suelo, donde se
almacena, semejante a un grandioso invernadero.
Y en la superficie de las bromelias, de las lenguas de vbora, de la hierba abejera, de los
cactos y de todos aquellos parsitos, en fin, que forman un pequeo bosque sobre el grande,
qu de maravillosos insectos! Est uno tentado de cogerlos como si fuesen diminutas flores.
Nstores con las alas azules, que parecen hechos de un muar tornasolado; mariposas leilus,
de reflejos de oro; cebras de franjas verdes; falenas agripinas, de diez pulgadas de largo,
con hojas por alas; abejas maribundas, especie de esmeraldas vivas, engarzadas en una
armadura de oro; despus, legiones de colepteros lampires o piriformes; vagalumes de
coselete bronceado y litros verdes, que lanzan una luz de tono amarillento por los ojos y, al
llegar la noche, iluminan el bosque con sus destellos multicolores.
Qu de maravillas! -repeta la entusiasta Minha.
Ests en tu casa, Minha; as al menos lo has dicho y mira cmo hablas de tus riquezas
-apunt Benito.
Brlate, hermanito -respondi Minha. A m me est permitido alabar las cosas cuando son
bellas. No es esto, Manuel? Proceden de la mano de Dios y pertenecen a todo el mundo.
Dejad rer a Benito -dijo Manuel. Disimula, pero es poeta a ratos y admira tanto como
nosotros todas esas bellezas naturales. Solamente que, cuando tiene un fusil bajo el brazo,
adis a la poesa.
S poeta, pues, hermano! -le pidi la joven.
Voy a serlo! -asegur Benito. Oh, naturaleza encantadora, sublime!
Hay que convenir, no obstante, que Minha, al prohibir a su hermano el uso de su fusil, le
haba impuesto una verdadera privacin. La caza no faltaba en el bosque y tena motivos
para sentir formalmente desperdiciar algunos buenos tiros.
En efecto, en las partes menos frondosas y
donde se abran anchos claros, aparecan
algunas parejas de avestruces, de la especie
de los ands, altos de cuatro a cinco pies,
que iban acompaados de sus inseparables
seriemas, una clase de pavos infinitamente
mejores, desde el punto de vista comestible,
que los grandes voltiles a quienes
escoltaban.
He ah lo que me cuesta mi maldita
promesa! -grua Benito, poniendo bajo el
brazo, a un gesto de su hermana, el fusil que,
sin darse cuenta, iba a apoyar en el hombro.
Hay que respetar esos seriemas -deca
Manuel-, porque son grandes destructores de
serpientes.
Como que hay que respetar las serpientes
-replic Benito-, porque stas devoran los
insectos dainos y a stos tambin, porque
viven de pulgones, ms dainos todava,
pensando as, hay que respetarlo todo!
Pero el instinto del joven cazador se
hallaba expuesto a muy rudas pruebas. El
bosque se mostraba por todas partes muy
abundante en caza. Ciervos ligeros, esbeltos corzos, huan por la floresta y en verdad que una
bala bien dirigida les hubiera detenido en su carrera. Luego, aqu y all, aparecan pavos de
plumaje color caf con leche; los sanos, especie de cerdos salvajes, tan estimados de los
aficionados a la carne montesina, agutes, que son los similares de los conejos y liebres en la
Amrica meridional y armadillos de conchas escamosas dibujadas como un mosaico.
Y, en efecto, Benito mostraba ms que virtud, un verdadero herosmo, cuando vea algn
tapir, de esos que son llamados antas en Brasil; diminutos elefantes, que ya casi no se
encuentran en las riberas de Alto Amazonas y sus afluentes; paquidermos tan buscados
por los cazadores a causa de su rareza y tan apreciados por los gastrnomos por su carne,
superior a la del buey y, sobre todo, por la protuberancia de su nuca, que es un bocado de
gourmet.
El fusil quemaba los dedos del joven; pero, fiel a su palabra, no lo utilizaba. Le previno a
su hermana que el golpe partira a pesar suyo, si se encontrase a tiro de un tamandua assa,
especie de gran oso hormiguero, muy curioso y que puede ser considerado como un ejemplar
soberbio en los anales cinegticos.
Pero por buena fortuna no apareci el gran oso hormiguero, como tampoco aquellas
panteras, leopardos, jaguares, guepardos, conocidos indistintamente con el nombre de onzas
en la Amrica del Sur y a los que no se les debe dejar que se aproximen demasiado.
En fin -exclam Benito, al detenerse un instante-; est muy bien pasearse; pero pasearse
sin objeto
Sin objeto! -respondi su hermana. S, tenemos objeto; ver, admirar y visitar por
ltima vez estos bosques de la Amrica central, que no hallaremos en Par y despedirnos de
ellos.
Ah! Una idea!
La que deca esto era Lina.
Una idea de Lina no podr ser ms que una idea loca! -asegur Benito, meneando
dubitativamente la cabeza.
Haces muy mal, hermano mo -corrigi Minha-, en burlarte de Lina, cuando precisamente
ella est buscando dar a nuestro paseo el objeto que tanto sientes t que no tenga.
Y tanto ms, seor Benito, cuando estoy segura que mi idea ha de agradaros -agreg la
joven mulata.
Cul es tu idea? -inquiri Minha.
Veis este bejuco?
Y Lina seal una de esas trepadoras de la especie de los cipos, arrollada a una gigantesca
mimosa sensitiva, cuyas hojas, ligeras como plumas, se cierran al menor choque con ellas.
Qu pasa con ello? -indag Benito.
Pues propongo -contest Lina- que todos sigamos este bejuco hasta su extremidad.
Buena idea, en verdad! -reconoci el joven Garral. Seguir este bejuco, cualesquiera que
sean los obstculos, espesuras, talleres, rocas, arroyos, torrentes; no detenerse por nada;
pasar aunque
Decididamente, tenas razn, hermano -exclam, riendo, Minha. Sigamos ese bejuco!
No temis nada? -hizo observar Manuel.
An ms objeciones? -salt Benito. Ah! Manuel, no hablaras as y ya estaras en
marcha, si Minha te esperase al final de ese bejuco.
Bueno, me callo. No digo nada y obedezco. Sigamos el bejuco!
Y partieron gozosos como nios en vacaciones.
Aquel filamento vegetal poda llevarlos muy lejos, si se empeaban en seguirle hasta su
extremidad, como otro hilo de Ariadna; con la diferencia que el hilo de la heredera de Minos
ayudaba a salir del laberinto y el que aqu se trata no poda menos de extraviarlos ms.
Aquel era, en efecto, un bejuco de la familia de las salsas; uno de esos cipos conocidos
bajo el nombre de japicanga roja, que suele medir a veces varios kilmetros de longitud. Mas,
despus de todo, el honor no estaba menos comprometido en el negocio.
El cipo pasaba de un rbol a otro, sin solucin de continuidad, tan pronto arrollndose a
los troncos, como formando una guirnalda entre las ramas; aqu saltando de un almendro
a un palisandro; all de un gigantesco castao, el bertholletia excelsa, a algunas de aquellas
palmeras productoras de vino, aquellos bacabas, cuyas ramas se han comparado por Agassiz
a largas varillas de coral matizadas de verde. Despus estaban los tucumas, aquellos ficus,
caprichosamente contorsionados como olivos centenarios y de los cuales no se cuentan
menos de cuarenta y tres variedades en Brasil; all estaban las especies de euforbiceas que
producen el caucho, los gualtos, hermosas palmeras de liso tronco, fino y elegante; los rboles
del cacao, que crecen espontneamente en las riberas del Alto Amazonas y sus afluentes, y
los melitomos variados, los unos con flores rosadas y los otros adornados de espigas de bayas
blanquecinas.
Mas, qu de paradas, qu de gritos de decepcin, cuando la alegre banda crea haber
perdido el hilo conductor! Se proceda a buscarlo entre la espesura y el montn de plantas
parsitas.
All, all! -gritaba Lina. All le veo!
Te equivocas -respondi Minha. No es ese, sino un bejuco de otra especie muy distinta.
Que no; Lina tiene razn! -porfi Benito.
No! Lina tiene la culpa -contest Manuel.
Con esto surgan disensiones, en las que nadie quera ceder.
Entonces, el negro por un lado y Benito por otro, suban a los rboles y trepaban a las
ramas enlazadas por el bejuco a fin de tomar la verdadera direccin.
Pero nada ms difcil de conseguir entre aquella mezcla de espesuras donde serpenteaba el
bejuco, entre bromelias karatas, armadas de sus punzantes espinas, de orqudeas con flores
rosas y los labelos de color violeta, anchas como un guante y de oncidiums ms enredados
que una madeja de lana entre las patas de un gatito juguetn.
Y despus, cuando el bejuco volva a bajar al suelo, qu dificultad para tomarlo bajo los
macizos grupos de licopodios, helicondas de grandes hojas, calandrias de rosadas mazorcas,
rhipsalas que la cercaban como la armadura de un hilo de carrete elctrico, entre los nudos
de grandes hipomeraos blancos, bajo las caas de vainilla y en medio de aquella confusin
de pasionarias chabaccas, vialoca y sarmientos
Y cuando se haba vuelto a encontrar el cipo, qu gritos de alegra y cmo se volva a
continuar el paseo un momento interrumpido!
Al cabo de una hora, los jvenes estaban lo mismo y nada haca esperar que estuviesen
cerca de llegar al famoso cabo.
Seguan con empeo el bejuco; pero ste no ceda y los pjaros volaban a centenares y los
monos saltaban de un rbol a otro como para ensear el camino a los despistados.
Interrumpa el paso una maleza? El cuchillo de talar haca un boquete y toda la banda se
introduca por l. O bien, si era una alta roca tapizada de verde, donde el bejuco se extenda
como una serpiente, entonces se suban a ella y se franqueaba el obstculo.
De pronto, se hallaron en un ancho claro; all, entre el aire libre, que le es tan necesario
como la luz del sol, se mostraba solitario el rbol de los trpicos por excelencia, el que, segn
la observacin de Humboldt, ha acompaado al hombre en la infancia de su civilizacin,
el gran sustentador del habitante de las zonas trridas; un pltano. El largo festn del cipo,
arrollado en sus altas ramas, se igualaba as de un extremo a otro del claro y se introduca
de nuevo en el bosque.
Nos detenemos por fin? -inquiri Manuel.
No y mil veces no -declar Benito. Adelante, hasta encontrar el extremo de este bejuco.
Sin embargo -objet Minha-, pronto ser tiempo de pensar en la vuelta.
No, querida seora! Sigamos un poco ms! -pidi Lina.
Cmo un poco? Hasta el fin! -aadi Benito.
Y los aturdidos se internaron de nuevo profundamente en el bosque, que, ms claro
entonces, les permita avanzar con menos dificultad.
Adems, el cipo se desviaba al norte y tenda a volver hacia el ro, habiendo entonces
menos inconvenientes para seguirle, puesto que se aproximaba a la orilla derecha, por la que
sera fcil subir en seguida.
Seor Manuel, seor Manuel! -grit Lina. Todava respira, su corazn late Haced por
salvarle!
Ese es mi deseo -afirm Manuel- y creo que llegaremos a conseguirlo.
El ahorcado era un hombre de unos treinta aos de edad; un blanco muy mal vestido, muy
flaco.
A sus pies haba una calabaza vaca, tirada en el suelo y un boliche de madera, cuya bola
figuraba una cabeza de tortuga y estaba sujeta por medio de una hebra fibrosa.
Ahorcarse, ahorcarse y tan joven! -repeta Lina.
Pero los cuidados de Manuel no tardaron en volver a la vida a aquel pobre diablo, que
abri los ojos, lanzando luego un hum! tan inesperado, que Lina, asustada, respondi a
aquel grito con otro.
Quin sois, amigo mo? -le pregunt
Benito.
Un ex ahorcado, segn veo.
Pero, vuestro nombre?
Esperad un poco, que me acuerde -dijo el
infeliz, pasndose la mano por la frente. Me
llamo Fragoso, para serviros y todava soy
capaz de afeitaros, peinaros y componeros,
de acuerdo con todas las reglas de mi arte,
porque yo soy un barbero, o, por mejor decir,
el ms desesperado de los Fgaros.
Y cmo habis podido intentar?
Bah! Qu queris, mi buen seor? respondi, sonriendo, Fragoso. Un momento
de desesperacin, que hubiera sentido
mucho luego, si hay sentimientos en el otro
mundo. Mas teniendo que recorrer
ochocientas leguas de camino y sin una
moneda en el bolsillo, esto no era para dar
nimo. Desde luego, haba perdido el valor.
Aquel buen Fragoso tena una buena y
agradable figura y a medida que iba
reponindose, se comprenda que su carcter
deba ser alegre. Era uno de esos barberos
ambulantes que corren las riberas del Alto Amazonas, andando de aldea en aldea y poniendo
los recursos de su oficio al servicio de los negros, negras, indios e indias, que les aprecian
mucho.
Pero el pobre Fgaro, bien abandonado, bien miserable, no haba comido haca cuarenta
y ocho horas y extraviado en aquel bosque, haba, por un momento, perdido la cabeza:, lo
dems ya se sabe. -Amigo mo -le dijo Benito-, vais a venir con nosotros a la hacienda de
Iquitos.
Con mucho gusto! -respondi Fragoso. Me habis descolgado y os pertenezco! Si no, no
haberme descolgado.
Y bien, amita querida -exclam Lina-, hicimos bien en continuar nuestro paseo?
Ya lo creo! -declar la joven.
En verdad, -intervino Benito- que jams hubiera credo que acabaramos por encontrar
un hombre al extremo de nuestro ramal!
Y, sobre todo, un barbero en tal apuro! -contest Fragoso.
El pobre diablo, recobrado ya por completo, fue puesto al corriente de lo que haba
sucedido. Con el mayor calor dio las gracias a Lina por la feliz ocurrencia que le diera de
seguir aquella rama. Luego todos tomaron el camino de la hacienda, donde Fragoso fue
acogido de tal manera, que se le quitaron hasta las ms remotas intenciones, si an las
hubiera tenido, de repetir su desesperado intento de quitarse la vida.
Captulo VIII
La jangada
La
media milla cuadrada de bosque haba sido derribada. Los carpinteros eran ahora
quienes tenan el cuidado de colocar, a todo lo largo y en forma de balsa, los antiqusimos
rboles que aparecan tendidos en la explanada que haba junto al ro y ya despojados de sus
ramas.
Esta tarea era realmente fcil. Bajo la
direccin de Juan Garral, los indios
empleados en la hacienda haban desplegado
toda su habilidad, que resultaba prodigiosa.
En efecto, cuando se trata de obras de
albailera o de carpintera martima,
aquellos indgenas resultan, sin disputa,
admirables obreros. Sin ms que un hacha y
una sierra, trabajan sobre maderas tan duras,
que el corte de su herramienta llega a
mellarse y, no obstante, troncos que resultan
imposibles de escuadrar, viguetas que no se
sacaran de aquellos enormes troncos y
tablas y tablones que no sera posible
serrarlos sin el auxilio de un aparato
mecnico, todo es realizado por ellos
fcilmente con su mano diestra, paciente y
dotada de una prodigiosa habilidad natural.
Los rboles, una vez arreglados, no haban
sido lanzados ni mucho menos al lecho del
ro. Todo aquel montn de troncos fue
simtricamente colocado sobre una ancha
playa plana que l haba hecho rebajar
todava ms, en la confluencia del Nanay y
del gran ro. All era donde la jangada deba
ser construida y all donde el Amazonas, en su crecida, se encargara de ponerla a flote
cuando llegase el momento de mandarla a su destino.
Diremos aqu una palabra explicativa, acerca de la disposicin geogrfica de aquel
inmenso caudal de agua, que es nico entre todos y a propsito de un singular fenmeno,
que los ribereos haban podido justificar de vista.
Los dos ros, que quiz sean ms extensos que la gran arteria brasilea, o sea el Nilo y el
Missouri-Mississippi, corren, el uno del sur al norte sobre el continente africano y el otro
del norte al sur a travs de Amrica septentrional. Ambos atraviesan, pues, territorios muy
variados en latitud y, por consiguiente, estn sujetos a muy distintos climas.
El Amazonas, por el contrario, corre casi por completo, o al menos desde el punto donde se
desva ostensiblemente hacia el este en la frontera del Ecuador y de Per, entre el cuarto y el
segundo paralelo sur. As, aquella inmensa cuenca se halla bajo la influencia de las mismas
condiciones climticas .
De esto provienen dos estaciones distintas, durante las cuales caen las lluvias con una
diferencia de seis meses. En el norte de Brasil es por setiembre cuando se produce el perodo
quien se podra llamar un hombre de dos manos derechas; es decir, que era apto para hacerlo
todo y hacerlo bien. Alegre como Lina, siempre cantando y fecundo en dichos prontos y
agudos, no haba tardado en ser querido de todos.
Pero con la joven mulata era con quien deca tener una deuda enorme.
Fue una famosa idea la que tuvisteis, seorita Lina -repeta sin cesar-, de jugar a la rama
conductora. En verdad, lo repito, es un bonito juego, aunque ciertamente no siempre se
encuentra a un pobre diablo de barbero al extremo de ella.
Aquello fue la casualidad, seor Fragoso -repeta Lina, riendo-; yo os aseguro que nada
me debis.
Cmo nada! Os debo la vida y pido que se prolongue cien aos, para que mi gratitud
sea ms duradera. Ved; mi vocacin no era la de ser ahorcado. Si ensay hacerlo, fue por
necesidad. Lo cierto era que prefera aquello a morir de hambre y a servir, antes de estar
muerto del todo, de pasto a las fieras. As, aquella cuerda es un lazo entre nosotros.
La conversacin continuaba, por lo regular, en un tono festivo. En el fondo, Fragoso estaba
muy reconocido a la joven mulata por haber tomado la iniciativa de su salvacin y Lina
no era insensible a los testimonios de aquel bravo mozo, tan sencillo, tan franco y tan bien
parecido como ella. La amistad iniciada no dejaba de motivar algunos alegres comentarios.
Volvamos, pues, a la jangada. Despus de la discusin, fue acordado que la instalacin
sera tan completa y tan cmoda como fuese posible, puesto que el viaje deba durar algunos
meses. La familia Garral estaba compuesta del padre, la madre, la hija, Benito, Manuel y sus
sirvientas Cibeles y Lina, que deban ocupar una habitacin aparte. A esta pequea poblacin
hay que aadir cuarenta indios, cuarenta negros, Fragoso y el piloto a quien sera confiada
la direccin de la jangada.
Un personal tan numeroso no era ms que lo estrictamente suficiente para el servicio
de a bordo. En efecto, se trataba de navegar en medio de las revueltas del ro, entre
aquellos centenares de islas y de islotes que embarazan el paso. Si la corriente del Amazonas
suministraba el motor, no imprima la direccin y de aqu la necesidad de aquellos ciento
sesenta brazos, necesarios para el manejo de largos bicheros destinados a mantener el
grandioso tren de madera a igual distancia de ambas orillas.
Desde luego, se trat de construir la casa del amo en la parte posterior de la jangada. Se
dispuso de modo que contuviese cinco cuartos y un gran comedor. Uno de estos cuartos era
para Juan Garral y su mujer; el otro, que estaba inmediato al de sus seores, para Lina y
Cibeles y el tercero para Benito y Manuel. La joven novia tendra un cuarto aparte, que no
sera el menos cmodamente dispuesto.
Aquella habitacin fue cuidadosamente construida con anchas tablas bien impregnadas de
resina fundida, lo cual deba hacerlas impenetrables al agua y adems seran perfectamente
calafateadas. Ventanas laterales y ventanas de fachada las iluminaban. En la parte anterior
estaba la puerta de entrada, que daba paso a la sala comn. Una ligera galera cubierta,
que protega la parte anterior contra la accin directa de los rayos del sol, descansaba
slidamente sobre rectos y esbeltos bambes.
Todo haba sido pintado de ocre, que despeda el calor en lugar de absorberlo y produca
en el interior una temperatura media.
Pero cuando la gran obra, como se deca, estuvo terminada, segn los planes de Juan
Garral, Minha intervino diciendo:
Padre; ahora que, por tus cuidados, tenemos paredes y techo, queremos que nos permitas
arreglar esta habitacin a nuestro gusto. Lo de fuera te pertenece, pero lo de adentro es para
nosotras. Mi madre y yo queremos que sea como si la casa de la hacienda de Iquitos nos
siguiera en el viaje, a fin de que puedas figurarte que no has salido de ella.
Obra a tu gusto, Minha -le dijo Garral, sonriendo con aquella triste sonrisa que algunas
veces apareca en sus labios.
Ser muy hermoso.
Me contento con que se vea buen gusto, querida hija.
Ser un honor, padre -dijo Minha- y ser digno del hermoso pas que vamos a atravesar,
ese pas que es el nuestro y en el que t vas a entrar de nuevo, tras tantos aos de ausencia.
S, Minha, s -contest Juan-; esto va a ser como si volviramos de un destierro
voluntario Haz, pues, hija ma, todo lo que quieras. Apruebo, desde luego, lo que ejecutes.
A la joven y a Lina, a las cuales se unieron de buena gana Manuel por una parte y
Fragoso por otra, corresponda el cuidado de adornar el interior de la casa. Con un poco de
imaginacin y de gusto artstico, deban llegar a hacer muy bien las cosas.
Dentro, desde luego, tuvieron colocacin, como es natural, los ms bonitos muebles de
la hacienda, los que seran vueltos a enviar despus de la llegada a Par, por medio de
cualquier igaritea del Amazonas.
Mesas, sillas de bamb, canaps de caa, rinconeras de madera esculpida, todo lo que
constituye el vistoso mobiliario de una habitacin de la zona tropical, fue colocado con
mucho gusto en la casa flotante. Se conoca bien, sin contar la colaboracin de los dos
jvenes, que la mano de las mujeres haba dirigido aquella colocacin. Y no vaya a
creerse que las paredes de madera quedaron desnudas, no. Las paredes estaban ocultas
bajo colgaduras del ms vistoso aspecto. Estas colgaduras, hechas de preciosas cortezas
de rboles, por ejemplo, del tuturis, se levantaban en anchos pliegues, como el brocado y
el damasco ms suave y las ms ricas telas del moblaje moderno. Sobre el suelo de las
habitaciones, pieles de jaguar notablemente labradas y espesas pieles de monos, ofrecan a
los pies una delicada y suave alfombra. Algunas ligeras cortinas de la seda rojiza que produce
el suma-una, pendan de las ventanas. En cuanto a las camas, cubiertas con sus mosquiteros,
almohadas, colchones y cojines estaban llenos de esa sustancia fresca y elstica que se extrae
del bombax en la alta cuenca del Amazonas.
Y luego, por todas partes, sobre las rinconeras, sobre las consolas, esas bonitas bagatelas
tradas de Ro de Janeiro o de Belem, que eran mayormente preciosas para la joven, cuanto
que eran regalo de Manuel. Qu cosa ms agradable a la vista que aquellos objetos, regalos
de una mano querida y que tanto hablan sin decir nada?
En pocos das, el interior estuvo enteramente arreglado de modo que se creera estar en
la misma casa de la hacienda y no se hubiera deseado otra para vivir sedentariamente bajo
algn hermoso bosquecillo de rboles, a la orilla de una corriente de agua viva. Mientras
bajase entre las orillas del gran ro, no desmerecera de los pintorescos lugares que iban a
desfilar por ambos lados.
An hay que aadir que aquella casa no agradaba menos a la vista por fuera que
por dentro. En efecto, en la parte exterior, los dos jvenes haban rivalizado en gusto e
imaginacin. La casa estaba literalmente cubierta de follaje, desde el basamento hasta el
ltimo arabesco del techo. Aquello era un cmulo de orqudeas, de bromelias y plantas
trepadoras, todas en flor, plantadas en cajones de tierra vegetal. El tronco de una mimosa o
de un ficus no se hubiera visto cubierto de un adorno ms tropicalmente brillante. Qu de
caprichosos ramajes, qu de rubelias rojas, de pmpanos amarillos de oro, qu de racimos
multicolores, de sarmientos entrelazados sobre las curvas que sostenan la extremidad del
techo, sobre los arcos del mismo y las bvedas de las puertas! Todo esto se haba tomado
a manos llenas de los bosques inmediatos a la hacienda. Un bejuco largusimo una entre s
todos aquellos parsitos, dando muchas veces vuelta a la habitacin, enganchndose a todos
los ngulos, formando guirnalda en las partes salientes del edificio, bifurcndose y echando
a diestro y siniestro sus fantsticas ramillas, no dejando ver casi nada de la habitacin, que
pareca estar oculta bajo un inmenso matorral de flores.
Por una atencin delicada y cuyo autor se reconoca fcilmente, el extremo de aquel cipo
se desplegaba en la ventana misma de la joven mulata. Se habra dicho que aquel largo brazo
le ofreca un ramillete de flores, siempre frescas, a travs de la persiana.
En suma, todo aquello estaba encantador. Intil es decir si Yaquita, su hija y Lina estaran
contentas.
A poco que lo hubierais querido -dijo Benito-, plantamos rboles sobre la jangada.
Arboles! -exclam Minha.
Y por qu no? -contest Manuel. Transplantados con buena tierra sobre esta slida
plataforma, estoy seguro que prosperaran; tanto mejor cuanto que no haba que temer por
ellos el cambio de clima, puesto que el Amazonas corre invariablemente bajo el mismo
paralelo.
Y, fuera de esto -dijo Benito-, no se lleva todos los das el agua islotes de hierbas que
arranca de los ribazos de las islas del mismo ro? No los vemos pasar con sus rboles, sus
bosquecillos, sus malezas y praderas, para ir a perderse en el Atlntico, a ochocientas leguas
de aqu? Por qu, pues, nuestra jangada no habr de transformarse en un bellsimo jardn
flotante?
Deseis un bosque, seorita Lina? -pregunt Fragoso, que estaba dispuesto a todo por
complacerla.
S, quiero un bosque -exclam la joven mulata-, un bosque con sus pjaros, sus monos
Sus serpientes, sus jaguares -dijo Benito.
Sus indios, sus tribus nmadas -agreg Manuel.
Y sin que falten sus antropfagos.
Pero, dnde vais, Fragoso? -inquiri Minha, viendo al diligente barbero subir por el
ribazo.
En busca de ese bosque -hizo saber Fragoso.
Es intil, amigo mo -declar Minha, sonriendo-; Manuel me ha ofrecido un ramillete y
ya me doy por contenta. Verdad es -aadi mostrando la habitacin oculta bajo las flores-,
Verdad es que mi prometido ha encerrado nuestra casa en un ramillete de bodas.
Captulo IX
La tarde del cinco de junio
En
tanto era construida la casa, Garral se haba dedicado asimismo al arreglo de las
habitaciones complementarias que comprendan la cocina y la repostera, en las que fueron
almacenadas toda clase de provisiones.
En primer lugar, se haba dispuesto un buen depsito de races del arbolillo, de una altura
de metro y medio a dos metros, que produce la mandioca, que los habitantes de las comarcas
tropicales consideran su principal alimento. La raz en cuestin, parecida a un largo rbano
negro, suele criarse como las patatas, es decir, en racimos. Si en las regiones africanas no
es venenosa, en cambio en Amrica del Sur contiene un jugo de los ms daosos, que ha
de extraerse previamente por medio de la presin. De esta raz se obtiene una harina que
se utiliza de diferentes maneras y tambin bajo la forma de tapioca, segn el gusto de los
indgenas.
As, a bordo de la jangada haba un verdadero silo de aquel til producto, destinado a la
manutencin general.
Respecto al depsito de viandas, sin olvidar un gran rebao de carneros, mantenidos en
un establo especial construido en la parte delantera, consista, sobre todo, en cierta cantidad
de aquellos jamones presuntos del pas, que son de excelente calidad y adems se contaba
tambin con el fusil de los jvenes y de algunos indios, excelentes cazadores, a los que jams
falta la caza y que no les faltara en las islas y bosques ribereos del Amazonas.
El ro, por otra parte, deba proveer con abundancia para el consumo diario. Langostinos,
que ms bien deban llamarse cangrejos; tambagus, el mejor pescado de toda aquella cuenca,
de un gusto ms delicado que el salmn, al cual se ha comparado; pirarucs, de rojas
escamas, grandes como los esturiones o sollos que en estado de salazn se expenden por todo
Brasil en considerables cantidades; candirus, peligrosos de pescar y muy buenos de comer;
piranhas o peces diablos, rayados de listas encarnadas y largos de treinta pulgadas; tortugas
grandes y pequeas, que llegan a sumar millares y forman en gran parte el alimento de los
indgenas; todos estos productos del ro deban figurar sucesivamente en la mesa de los amos
y de los servidores.
Cada da, pues, se podan ocupar de una manera regular en la caza y en la pesca.
En cuanto a las bebidas, haba una buena provisin de todo lo mejor que el pas produce:
caysuma o machachera del Alto Amazonas, un licor agradable, de sabor acidulado, que se
destila luego de hervir la raz de la mandioca dulce; beiju de Brasil, que es el aguardiente
nacional; chicha de Per; mazato del Ucayali, extrado de las frutas hervidas, prensadas y
fermentadas del bananero; guaranu, una clase de pasta hecha con la doble almendra del
pallinia servilis, una verdadera tablilla de chocolate por el color, que se reduce a fino polvo y
que mezclada con agua proporciona una excelente bebida.
Y no era esto todo. En aquellas comarcas existe cierta clase de vino de color violeta oscuro,
que se saca del jugo de las palmeras asais y del que los brasileos estiman mucho el gusto
aromtico. De este vino haba a bordo un respetable nmero de frascos[1], que, sin duda,
estaran vacos al llegar a Par.
[1] El frasco portugus contiene cerca de dos litros.
Adems, la bodega especial de la jangada haca honor a Benito, que se haba constituido
ordenador en jefe de ella. Algunos cientos de botellas de Jerez, Setbal y Porto, recordaban
nombres queridos de los primeros conquistadores de la Amrica del Sur. Adems, el joven
despensero haba colocado en la bodega algunas damajuanas llenas de aquel excelente tafia,
que es un aguardiente de azcar, un poco ms fuerte que el beiju nacional.
En cuanto al tabaco, no haba nada de aquella grosera planta con que se contentan los
indgenas que viven junto al Amazonas. Vena directamente de Villabela da Imperatriz, es
decir, de la comarca donde se recolecta el tabaco ms estimado de la Amrica central.
De esta manera, pues, se hallaba dispuesta en la parte posterior de la jangada de la
vivienda principal, con sus anexos, cocina, despensa y bodega, formando el conjunto una
parte reservada a la familia Garral y sus sirvientes.
Hacia la parte media se haban construido las barracas para el alojamiento de los indios y
de los negros. Aquel personal deba estar all en las mismas condiciones que en la hacienda
de Iquitos y dispuestos siempre todos a maniobrar bajo la direccin del piloto.
Mas para alojar todo aquel personal haba cierto nmero de habitaciones, que deban
dar a la jangada el aspecto de una pequea aldea en marcha. Y a la verdad, tena ms
construcciones y estaba ms habitada que muchas de las aldeas del Alto Amazonas.
Juan Garral haba reservado para los indios filas de barracas, especie de chozas sin tapias y
cuyo techo de follaje estaba sostenido por ligeras varas. El aire circulaba libremente a travs
de estas construcciones abiertas y mova las hamacas colgadas dentro de ellas.
All, aquellos indgenas, entre los que haba tres o cuatro familias completas, con mujeres
y nios, estaran alojados como lo estaban en tierra.
Los negros haban encontrado en el tren flotante sus ajupas habituales, que se
diferenciaban de las barracas en que estaban hermticamente cerradas por sus cuatro
fachadas, de las que una sola daba acceso al interior de la casa. Los indios, acostumbrados a
vivir al aire libre y en plena libertad, no haban podido acostumbrarse a aquella especie de
prisin del ajupa, que resultaba mejor a la vida de los negros.
En fin, en la parte anterior se encontraban verdaderos docks o almacenes, conteniendo la
mercanca que Juan Garral transportaba a Belem al mismo tiempo que el producto de sus
bosques.
All, en aquellos amplios almacenes y bajo la direccin de Benito, el rico cargamento haba
sido colocado con tanto orden como si hubiese sido estibado en la cala de un buque.
En primer lugar, siete mil arrobas[1] de caucho componan la partida ms preciosa de aquel
cargamento, puesto que la libra de aquel producto vala entonces de tres a cuatro francos.
[1] La arroba espaola tiene 25 libras; la portuguesa, 32.
hacienda. l haba visto nacer a sus hijos, los haba bautizado e instruido y esperaba darles
tambin la bendicin nupcial.
La edad del padre Passanha no le permita ejercer ms su trabajoso ministerio. La hora del
retiro haba sonado para l. Acababa de ser remplazado en Iquitos por un misionero ms
joven y se dispona a volver a Par, a fin de acabar sus das en uno de aquellos conventos
que estn reservados a los ancianos servidores de Dios.
Qu otra oportunidad se le poda ofrecer para bajar el ro que en compaa de aquella
familia, que era como la suya? Se le haba propuesto ser del viaje y haba aceptado y en
llegando a Belem, a l estaba reservado unir la joven pareja, Minha y Manuel.
Aunque el padre Passanha, durante el viaje, deba tomar asiento en la mesa de la familia,
Juan Garral haba querido mandar construirle una vivienda aparte y Dios sabe con cunto
cuidado Yaquita y su hija se haban ingeniado para hacrsela cmoda. En verdad que el
anciano sacerdote jams se haba visto tan bien alojado en su modesto presbiterio.
Sin embargo, el presbiterio no era suficiente para el padre Passanha. Necesitaba tambin
la capilla.
Y sta le haba sido edificada en el centro mismo de la jangada y un pequeo campanario
la coronaba.
Desde luego que era muy pequea y no poda contener todo el personal que iba en la
almada; pero estaba ricamente adornada y si Juan Garral encontraba su propio hogar sobre
aquel tren flotante, el padre Passanha no deba echar de menos su pobre iglesia de Iquitos.
Este era el maravilloso aparato que deba bajar por el curso del Amazonas. Se encontraba
varado en la playa, aguardando que el ro mismo viniese a levantarlo, lo cual tardara poco
en ocurrir, segn los clculos y observaciones que se hacan sobre la crecida.
El da cinco de junio todo qued dispuesto para la marcha.
La vspera haba llegado el piloto, que era un hombre de cincuenta aos, muy prctico en
las cosas de su oficio, aunque un poco aficionado a beber. A pesar de esto, Juan Garral le
tena en mucha estima y le haba utilizado en conducir trenes de madera a Belem, sin tener
jams motivo para arrepentirse.
Por otra parte, conviene aadir que Araujo, que as se llamaba, no vea nunca mejor que
cuando algunos vasos de aquel spero tafia, aguardiente sacado de la caa de azcar, le
haban esclarecido la vista. Por tanto, jams navegaba sin cierta damajuana, llena del licor
ya mencionado, damajuana a la que haca una corte asidua.
Haca ya algunos das que la crecida del ro se haba manifestado sensiblemente. Minuto
tras minuto se iba elevando el nivel y durante las cuarenta y ocho horas que precedieron a
su mxima crecida, las aguas aumentaron lo bastante para cubrir la playa de la hacienda, si
bien no lo suficiente an para levantar el tren de troncos.
Aunque esto hubiese de ocurrir forzosamente y no hubiera lugar a error posible acerca de
la altura que la crecida haba de tener, levantando la gran balsa, el momento en cuestin no
deba llegar sin causar alguna emocin a todos los interesados.
El cinco de junio, pues, cercana ya la tarde, los futuros pasajeros de la jangada se
hallaban reunidos en una meseta que dominaba la playa, casi en unos treinta metros y todos
esperaban la hora con una ansiedad muy comprensible.
All apareca Yaquita con su hija, Manuel Valds, el padre Passanha, Benito, Lina, Fragoso,
Cibeles y algunos criados indios y negros de la hacienda.
Fragoso no poda permanecer quieto en ningn sitio; iba, vena, bajaba del ribazo, suba a
la plataforma, haca seales y se pona a gritar cuando las aguas llegaban a tocar los troncos.
El tren que debe conducirnos a Belem -exclamaba- flotar, flotar, aun cuando fuera
menester que todas las cataratas del cielo se abriesen para hacer aumentar el caudal del
Amazonas.
Juan Garral se hallaba en la jangada en unin del piloto y un crecido acompaamiento. A
l corresponda tomar todas las medidas que fueran precisas en el momento de la operacin.
La jangada, por su parte, estaba bien amarrada a la orilla gracias a fuertes cables y cuando
llegase a flotar no sera arrastrada por las aguas.
Una tribu entera formada por ciento cincuenta o doscientos indios de las cercanas de
Iquitos, sin contar las mujeres y chiquillos de la aldea, haba venido para presenciar el
interesante espectculo.
Toda la multitud all reunida miraba y guardaba un silencio impresionante.
Seran las cinco de la tarde, el agua alcanzaba un nivel superior al de la vspera, cosa de
treinta centmetros y la playa haba sido inundada por la lquida sbana.
Pareci como si un estremecimiento se propagase a travs de las tablas de la enorme
armazn; pero an faltaban algunos centmetros para que desatracase y levantara
completamente el fondo.
Durante una hora, los estremecimientos aumentaron. Crujieron los maderos y poco a poco
los troncos se fueron arrancando de su lecho de arena. Cerca de las seis y media hubo
grandes gritos de alegra.
La jangada flotaba al fin y la corriente la arrastr hacia el centro del ro; pero merced a sus
amarras, volvi tranquilamente a colocarse junto a la orilla, en el momento en que el padre
Passanha la bendeca, como bendeca un buque de mar, cuyos destinos iban a ser colocados
en las manos de Dios.
Captulo X
De Iquitos a Pebas
T ras despedirse del intendente y del personal indio y negro que quedaba en la hacienda, a
las seis de la maana del siguiente da, Juan Garral y su familia embarcaban en la jangada y
cada uno tomaba posesin de su camarote, o ms bien de su habitacin.
Haba llegado el momento de partir. En la parte anterior se coloc Araujo, el piloto,
mientras que los que formaban la tripulacin, armados de sus largos bicheros, se dirigieron
a su sitio de maniobra.
Garral, con la ayuda de Benito y de Manuel, vigilaba la operacin de quitar las amarras.
A una orden del piloto fueron largados los
cables; los bicheros fueron apuntados contra
el ribazo para desbordar la jangada; poco
tard la corriente en apoderarse de ella y
bordeando la orilla izquierda del ro dej a la
derecha las islas de Iquitos y Parianta.
Haba comenzado el viaje y quin sabe
cmo o dnde acabara. En Par, en Belem, a
cinco mil quinientos kilmetros de aquella
pequea aldea peruana, como no se
modificara el itinerario adoptado. El final del
viaje era un secreto.
El tiempo apareca magnfico.
Un agradable pampero templaba el ardor
del sol. Era uno de esos vientos de junio y
julio, que proceden de la cordillera, a
algunos cientos de kilmetros de distancia,
despus de deslizarse por la in mensa llanura
del Sacramento. Si la jangada hubiese estado
provista de mstiles y velas, habra
experimentado los efectos de la brisa,
acelerndose
su
ligereza;
pero
las
sinuosidades y rpidas curvas del ro,
hubiesen obligado a arriar velas, por lo que
fue menester renunciar a los beneficios de
semejante motor.
No, hijo querido -contest el padre Passanha-; esto verdaderamente es viajar con todo el
equipo encima.
Y sin ninguna fatiga -aadi Manuel. Se haran centenares de kilmetros.
As -dijo Minha-, no os arrepentiris de haber tomado pasaje con nosotros. No os parece
que estamos embarcados en una isla y que la isla, separada del lecho del ro, con sus praderas
y sus rboles, sigue tan tranquila su rumbo descendiente? Solamente
Solamente? -repiti el padre.
Que esta isla la hemos hecho nosotros con nuestras propias manos, que ella nos pertenece
y yo la prefiero a todas las islas del Amazonas. Tengo perfecto derecho a sentirme orgullosa!
S, querida hija -contest el padre Passanha- y yo te absuelvo de tu sentimiento de orgullo.
Por otra parte yo no me permitira reirte delante de Manuel.
Al contrario -respondi alegremente la joven. Hay que ensear a Manuel a regaarme
cuando lo merezca Es muy indulgente para mi humilde persona, que tiene bastantes
defectos.
Entonces, mi querida Minha -dijo Manuel-, voy a aprovecharme del permiso para
recordaros
Qu cosa?
Que habis estado asiduamente en la biblioteca de la hacienda y que me ofrecisteis
enterarme de cuanto concierne a vuestro Alto Amazonas. Nosotros le conocemos muy
imperfectamente en Par y ved ah varias islas ante las que pasa la jangada, sin que hayis
pensado decirme el nombre.
Y quin puede hacerlo? -exclam la joven.
S, quin podra hacerlo? -repiti Benito. Quin puede retener los cientos de nombres
en idioma tupi con los cuales se han adornado todas estas islas? Los norteamericanos son
ms inteligentes para las islas de su Mississippi: las han numerado
Como han numerado las avenidas y las calles de las ciudades -le interrumpi Manuel.
Francamente, pues, no aprecio mucho este sistema numrico. Esto no dice nada a la
imaginacin; la isla sesenta y cuatro, la isla sesenta y cinco, es lo mismo que la sexta calle
de la tercera avenida. No sois de mi parecer, querida Minha?
S, Manuel, pese a lo que pueda pensar mi hermano -contest la joven. Pero, aunque
no conozcamos los nombres, las islas de nuestro gran ro realmente resultan hermosas.
Vedlas destacarse bajo la sombra de esas gigantescas palmeras con sus hojas inclinadas!
Y ese cinturn de caas que las rodea a travs de las cuales apenas podra abrirse paso
una estrecha piragua! Y esos manglares, cuyas races fantsticas y caprichosas vienen a las
orillas, como las patas de algunas monstruosas langostas! En verdad que estas islas son
hermosas; sin embargo, por muy bellas que sean, no pueden cambiar de sitio como lo hace
la nuestra!
Mi pequea Minha est hoy un poco entusiasmada -observ el padre Passanha.
Ah, padre! -exclam la joven. Es que soy feliz al ver que todos son felices en torno mo.
En aquel momento se oy la voz de Yaquita. que llamaba a su hija al interior de la casa.
La joven se fue corriendo, despidindose con una sonrisa.
Vais a tener muy buena compaera, Manuel -afirm el padre Passanha al joven. Es la
alegra de este hogar la que va a huir con vos, amigo mo.
Mi buena hermanita! Cunto la echaremos de menos! El padre tiene razn! Y si t
no te casaras con ella, pues an ests a tiempo, se quedara con nosotros.
Se quedar de todos modos, Benito -afirm Manuel. Creme, tengo el presentimiento de
que el porvenir ha de reunimos a todos.
Aquella primera jornada se pas bien. El desayuno, la comida, la siesta, los paseos, todo se
sucedi como si Juan Garral y los suyos estuvieran an en su cmoda posesin de Iquitos.
Durante aquellas veinticuatro horas se pasaron sin novedad las embocaduras de los ros
Bacali, Chochio y Pucalpa en la orilla izquierda del Amazonas y las de los ros Itinicari,
Maniti, Moyoc, Tucaya y las islas del mismo nombre que desembocan en la derecha. La
noche, alumbrada por la luna, permiti economizar una parada y la enorme almada se
desliz tranquilamente sobre la superficie del gran ro.
En la maana del siete de junio, la jangada coste los ribazos de la aldea de Pucalpa,
llamada tambin Nuevo Orn. El antiguo Orn, que est situado a noventa y tantos
kilmetros ms abajo y en la misma orilla derecha del ro, est hoy da abandonado
por aqul, cuya poblacin se compone de indios pertenecientes a las tribus mayoranas y
orejones. Nada ms pintoresco que aquella aldea con sus ribazos, que se dira estn pintados
como las piedras gatas; su iglesia sin concluir, sus casas cuyo techo de blago sombrean
algunas altas palmeras y las dos o tres ubas medio varadas en la ribera.
Durante todo el citado da siete, la jangada continu siguiendo la orilla izquierda del ro,
pasando por delante de algunos tributarios desconocidos y sin importancia. Por un momento
estuvo a riesgo de encallarse en la punta de arriba de la isla Sinicuro; pero el piloto, bien
secundado por su tripulacin, supo eludir el peligro y se mantuvo en el curso de la corriente.
Por la tarde se arrib a lo largo de una isla ms extensa, llamada isla Napo, del nombre
del ro que en aquel sitio se interna hacia el noroeste y viene a mezclar sus aguas con las del
Amazonas, por una embocadura de cerca de ochocientos metros de ancho, tras haber regado
los territorios de los indios cotos de la tribu de los orejones.
En la madrugada del da ocho, la jangada se encontr enfrente de la pequea isla de
Mango, que obliga al Napo a dividirse en dos brazos antes de caer en el Amazonas.
Algunos aos despus, un viajero francs, Pablo Marcoy, deba reconocer el color de las
aguas de este afluente, que, con mucha propiedad, compara al matiz especial del palo
verde, parecido al ajenjo. Al mismo tiempo deba rectificar algunas de las medidas indicadas
por La Condamine. Pero entonces la embocadura del Napo estaba notablemente ensanchada
por la crecida y tena tal rapidez, que su corriente, salida de las faldas orientales del
Cotopaxi, venia a mezclarse burbujeando a la corriente amarillenta del Amazonas.
Algunos indios vagaban por la embocadura de este ro. Eran de cuerpo robusto y de
elevada estatura; tenan la cabellera flotante y la nariz traspasada con una varilla de
palmera; mostraban el lbulo de las orejas alargado hasta el hombro por el peso de unos
macizos arillos, hechos de maderas finas, que se colgaban en ellas. Aunque algunas mujeres
les acompaaban, ninguno de ellos manifest deseos de pasar a bordo.
era aquel cairara, tan diestro para sumergirse como para nadar o volar, pjaro de chillido
desagradable; pero cuya pluma se pagaba a un alto precio en los diversos mercados de la
cuenca del Amazonas.
En fin, despus de haber pasado la aldeita de Omaguas y la embocadura del Ambiacu, la
jangada lleg a Pebas, en la tarde del once de junio y qued amarrada en la ribera.
Como faltaban an algunas horas hasta la noche, desembarc Benito y con l el siempre
dispuesto Fragoso y los dos cazadores fueron a hacer una batida por las espesuras de
las cercanas de la pequea poblacin. Como resultado de tan feliz excursin, fueron a
enriquecer la despensa un agut y adems una docena de perdices.
En Pebas, cuya poblacin cuenta doscientos sesenta habitantes, quiz Benito hubiera
podido hacer algunos cambios con los hermanos lejos de la misin, que son al mismo tiempo
comerciantes al por mayor; pero aqullos acababan de expedir recientemente fardos de
zarzaparrilla y cierto nmero de arrobas de caucho hacia el Bajo Amazonas y sus almacenes
estaban vacos.
La jangada parti de nuevo al romper el da y se engolf en el diminuto archipilago
formado por las islas Iati y Cochiquinas, tras de haber dejado a la derecha la aldea de este
nombre. Multitud de embocaduras de pequeos afluentes sin nombre fueron pasadas en la
citada orilla derecha del ro, a travs del espacio que separaba las islas.
Unos cuantos indios de cabeza afeitada y tatuados carrillos y frente, que llevaban en
las aletas de la nariz y debajo del labio inferior anillos de metal, aparecieron un instante
armados de flechas y cerbatanas; pero no hicieron uso de ellas, ni trataron de ponerse en
contacto con la jangada.
Captulo XI
De Pebas a la frontera
L a navegacin prosigui sin incidentes durante los das que siguieron. Las noches eran tan
hermosas, que no se haca alto, sino que el largo tren de maderas se dejaba llevar por la
corriente.
Las dos pintorescas orillas del ro ofrecan constantes mutaciones, como esas vistas de
teatro que se desarrollan de un bastidor al otro. Por una especie de ilusin ptica, a que
inconscientemente se acostumbraban los ojos, pareca que la jangada permaneca inmvil y
que las que avanzaban eran las cambiantes mrgenes.
Benito hubo de quedarse sin cazar por los ribazos de la orilla, por no haberse hecho
ninguna parada. Por fortuna, la caza era ventajosamente remplazada all por la pesca.
En efecto, se pescaron gran variedad de excelentes peces, paces, surubes y gamitanas, de
exquisita carne y unas cuantas rayas alargadas, de vientre rosado y negro lomo, que suelen
estar armadas de dardos muy venenosos.
Recogieron tambin millares de candirs,
algunos de los cuales son microscpicos y
que atacan furiosamente las pantorrillas del
que imprudentemente se aventura a baarse
por aquellos sitios.
Las ricas aguas del Amazonas estaban
tambin frecuentadas por otros animales
acuticos, que acompaaban por los ros a la
jangada, durante horas enteras, como
sirvindole de escolta.
Eran estos gigantescos pirarucs de tres a
tres metros y medio de largo, acorazados de
anchas escamas ribeteadas de color escarlata;
pero cuya carne no es, en verdad, nada
apetecida por los indgenas; as es que no se
procuraba cogerlos, como tampoco a los
graciosos delfines, que venan a retozar a
bandadas, sacudiendo con sus colas las
viguetas de la jangada, corriendo y saltando
ya ante ella o bien detrs, animando las
aguas del ro con reflejos de colores y con
surtidores de agua, que la luz refractada
transformaba en otros tantos arco iris.
El 16 de junio la jangada, despus de haber
pasado felizmente algunos puntos de bajo fondo y aproximndose a los ribazos, lleg cerca
de la grande isla de San Pablo y al otro da, por la tarde, se detuvo en la aldea de Moromoros,
que se encuentra situada en la orilla izquierda del Amazonas. Veinticuatro horas despus
pasaron las embocaduras del Atacoari y del Cocha y luego el furo o canal que se comunica
con el lago de Caballococha, en la ribera derecha, e hizo escala a la altura de la misin de
Cocha.
All estaba el pas de los indios marahuas, de largos cabellos flotantes y cuya boca se
abre en medio de una especie de abanico de espinas de palmera, anchas hasta casi quince
centmetros, lo que les da un aspecto felino y esto, segn la observacin de Pablo Marcoy, lo
hacen con la idea de parecerse al jaguar, del cual admiran, sobre todo, la audacia, la fuerza y
la astucia. Algunas mujeres venan con estos marahuas, fumando cigarros, de los que tenan
el cabo encendido entre los dientes. Todos, as como el rey de los bosques del Amazonas,
iban casi desnudos y tan solamente tatuados.
La misin de Cocha estaba entonces dirigida por un fraile franciscano, que quiso visitar al
padre Passanha.
Garral dispens la mejor acogida a aquel religioso y le ofreci un asiento en la mesa de su
familia.
Precisamente haba all aquel da una comida que haca honor a la cocinera india.
El caldo tradicional, con hierbas aromticas; pasta generalmente destinada a remplazar el
pan en Brasil, que se compone de harina de yuca, bien impregnada de jugo de carne y de
tomate; gallina con arroz, con una salsa picante, hecha de vinagre y de malagueta; plato de
verduras con pimiento; pastel fro, espolvoreado con canela; todo esto haba all para tentar
a un pobre fraile reducido al pobre trato ordinario de la parroquia. Se le inst para que se
detuviera y Yaquita y su hija hicieron cuanto pudieron al efecto; pero el franciscano deba ir
a visitar aquella misma tarde a un indio que estaba enfermo en Cocha. Dio, pues, las gracias
a la hospitalaria familia y parti, no sin llevar algunos regalos, que seran bien recibidos por
los nefitos de la misin.
Durante dos das, el piloto Araujo tuvo mucho quehacer. El lecho del ro se ensanchaba
poco a poco; pero las islas eran ms numerosas y la corriente, sujeta por aquellos obstculos,
creca tambin. Tuvo que tomar grandes precauciones para pasar entre las islas
Caballococha, Tarapote y Cacao; hacer frecuentes paradas y muchas veces se vio obligado a
aligerar la jangada, que amenazaba encallarse.
Todo el mundo pona entonces mano a la
maniobra y en estas circunstancias, harto
difciles, fue cuando el 20 de junio, por la
tarde, se tuvo conocimiento de Nuestra
Seora de Loreto.
Loreto es la ltima poblacin peruana que
se halla situada en la orilla izquierda del ro,
antes de llegar a la frontera de Brasil. Es algo
ms que una simple aldehuela formada de
una veintena de casas agrupadas sobre un
ribazo
ligeramente
quebrado,
cuyas
sinuosidades estn formadas de tierra de ocre
y arcilla.
Esta misin fue fundada, en 1770, por los
misioneros jesuitas. Los indios ticumas, que
habitaban aquellos territorios, al norte del
ro, son indgenas de piel rojiza, de espesa
cabellera y la cara rayada de dibujos, como
la laca de una mesa chinesca. Hombres y
mujeres van vestidos slo con unas fajas
estrechas de algodn, que les sujetan el
pecho y los riones. Actualmente no se
cuentan ms de doscientos en las orillas del
Atacoari, resto miserable de una nacin que fue anteriormente poderosa bajo el mando de
grandes jefes.
En Loreto vivan tambin algunos soldados peruanos y dos o tres comerciantes
portugueses, que hacan el trfico de telas de algodn, pescado salado y hojas de
zarzaparrilla, amn de distintas clases de frutas.
Benito desembarc con objeto de adquirir, si le era posible, algunos fardos de aquella
esmilcea, que es siempre muy solicitada en los mercados del Amazonas. Garral,
continuamente ocupado en un trabajo que absorba todo su tiempo, no salt a tierra. Yaquita
y su hija se quedaron a bordo de la jangada e igualmente Manuel. Esto fue porque los
mosquitos de Loreto tienen una buen sentada fama de alejar a los visitantes que no quieren
dejar algn poco de su sangre a aquellos temibles dpteros.
Justamente Manuel acababa de decir algunas palabras acerca de estos insectos, que no
daban muchas ganas de arrostrar sus picaduras.
Se asegura -aadi- que las nueve especies que infestan las orillas del Amazonas tienen su
punto de reunin en la aldea de Loreto. Prefiero creerlo, sin necesidad de hacer la prueba.
All, querida Minha, podrais elegir entre el mosquito gris, el velludo, el patablanca, el
enano, el tocador de trompa, el pequeo pfano, el arlequn, el gran negro y el rojo de los
bosques; o ms bien todos ellos os elegiran a vos y volverais aqu desconocida. Yo creo, en
verdad, que esos encarnizados dpteros guardan mejor la frontera brasilea que esos pobres
diablos de soldados flacos y macilentos que vemos sobre el ribazo.
Pero si todo sirve en la Naturaleza -pregunt la joven-, para qu sirven los mosquitos?
Para hacer la felicidad de los entomlogos -respondi Manuel- y me vera muy apurado
para poder daros una contestacin mejor.
Lo que Manuel deca de los mosquitos de Loreto era la pura verdad; resultando, pues, que
cuando terminadas sus compras regres Benito a bordo, tena la cara y las manos tatuadas
con un millar de puntos rojos, sin hablar de los aradores, que, a pesar del cuero del calzado,
se haban introducido bajo los dedos de sus pies.
Vmonos, vmonos ahora mismo, o esas malditas legiones de insectos van a invadirnos
y la jangada quedar completamente inhabitable! -exclam desesperado el joven.
Y los importaramos a Par -respondi Manuel-, que tiene bastantes para su propio
consumo.
Para no pasar, pues, la noche en aquellas riberas, la jangada, separndose de los ribazos,
volvi a tomar el curso de la corriente.
A partir de Loreto, el Amazonas se inclina un poco hacia el sudeste entre las islas Arava,
Cuyari y Urucutca. La jangada entonces se desliz sobre las aguas negras del Cajaru,
mezcladas con las blancas del Amazonas. Despus de haber pasado aquel afluente de la orilla
izquierda, durante la maana del 23 de junio, deriv tranquilamente a lo largo de la grande
isla de Jahuma.
La puesta del sol en un horizonte limpio de toda bruma anunciaba una de esas hermosas
noches de los trpicos, que no pueden conocer las zonas templadas. La luna no tard
en levantarse sobre el fondo estrellado del cielo y a remplazar, durante algunas horas,
el crepsculo, ausente de aquellas latitudes. Pero en aquel intervalo, oscuro todava, las
estrellas brillaban con una pureza incomparable. La inmensa llanura de la cuenca pareca
prolongarse hasta lo infinito, como un mar y en la extremidad de aquel eje, apareca en el
norte el nico diamante de la estrella polar y al Medioda los cuatro brillantes de la Cruz del
Sur.
Los rboles de la orilla izquierda y de la isla Jahuma, a medio iluminar, se recortaban en
negras manchas. No se podan reconocer ms que por su incierta silueta aquellos troncos, o
Para que ella os atrape y os lleve al fondo del ro? Nunca, seor Benito!
Y se lo cree! -grit Minha.
Hay bastantes personas que creen en el tronco de Manao -dijo Fragoso, siempre pronto a
intervenir en favor de Lina. -El tronco de Manao? -pregunt Manuel. Qu es en realidad
ese tronco de Manao?
Seor Manuel -contest Fragoso con una gravedad cmica-, parece que hay all o que
haba en otro tiempo, un tronco de turuma, que todos los aos, en la misma poca, descenda
por el ro Negro, se detena algunos das en Manao y tambin iba del mismo modo a
Par, haciendo alto en todos los puertos, donde los indgenas le adornaban devotamente
con pequeas banderas. Llegado a Belem, haca alto, volva pies atrs, suba el Amazonas,
despus el ro Negro y tornaba al bosque de donde haba milagrosamente salido. Un da
se trat de sacarle a tierra; pero el ro, encolerizado, infl sus aguas y hubo que renunciar
a apoderarse de l. Otro da el capitn de un buque le enganch con un arpn y procur
remolcarlo; pero esta vez, aun con todo, el ro, enfurecido, rompi las amarras y el tronco
escap milagrosamente.
Y dnde ha ido a parar? -quiso saber la joven mulata.
Parece que en su ltimo viaje, seorita Lina -respondi Fragoso-, en vez de subir por el
ro Negro, se equivoc de camino, sigui el Amazonas y no se le ha vuelto a ver.
Oh, si nosotros pudiramos encontrarle! -exclam Lina.
Si nosotros le encontrramos -respondi Benito-, te colocaramos encima; l te conducira
a su floresta misteriosa y t pasaras tambin al estado de nyade legendaria.
Por qu no? Sera maravilloso -respondi alegremente Minha.
Oh! Todo son leyendas -dijo entonces Manuel- y confieso que vuestro ro es digno de
alabanza. Mas tiene otras historias que tambin valen bastante. Yo s una y si no temiera
entristeceros, porque ella es verdaderamente lamentable, os la contara.
Oh!, contadla, seor Manuel -exclam Lina. Me gustan tanto las historias que hacen
llorar!
Llorar t, Lina? -dijo Benito.
S, seor Benito; pero yo lloro riendo.
Y bien, cuntanosla, Manuel.
Es la historia de una francesa cuyas desgracias han ilustrado estas orillas, en el siglo
dieciocho.
Os escuchamos -dijo Minha.
Comienzo -contest Manuel. En 1741, cuando la expedicin de los dos sabios franceses,
Bauguer y La Condamine, que fueron enviados para medir un grado terrestre bajo el
Ecuador, se les agreg un astrnomo muy distinguido, llamado Godin des Odonais.
Godin parti, pues; pero l no iba solo al Nuevo Mundo. Llevaba consigo su joven esposa,
sus nios, su suegro y su cuado.
Todos los viajeros llegaron a Quito con excelente salud. All empezaron para la seora de
Odonais la serie de sus desgracias, porque en algunos meses perdi varios de sus hijos.
Cuando Godin des Odonais hubo terminado su trabajo, hacia fines del ao 1759, deban
salir de Quito y marchar para la Cayena. Una vez llegado a esta ciudad, dese que viniera su
familia, pero la guerra estaba declarada y se vio precisado a solicitar del Gobierno portugus
una autorizacin que dejase el paso franco a la seora des Odonais y a los suyos. Se podr
creer? Varios aos se pasaron sin que aquella autorizacin pudiese ser concedida.
En 1765, Godin des Odonais, desesperado con aquellos retrasos, resolvi subir por el
Amazonas para buscar a su mujer en Quito; pero en el momento en que iba a partir, una
repentina enfermedad le detuvo y no pudo llevar a cabo su proyecto.
Sin embargo, los pasos no haban sido intiles y la seora des Odonais supo por fin que el
rey de Portugal le haba concedido el permiso necesario, e hizo preparar una embarcacin
para ir a reunirse con su esposo. Al mismo tiempo, una escolta tena orden de esperarla en
las Misiones del Alto Amazonas.
La seora des Odonais era una mujer de gran valor, como lo veris muy pronto. No vacil
en absoluto y parti, a pesar de los peligros de un viaje semejante, a travs de todo el
continente.
Ese era su deber de esposa, Manuel -dijo Yaquita. Yo habra hecho lo mismo que ella.
La seora des Odonais pas a ro Bamba, al sur de Quito, llevando a su cuado, sus nios
y un mdico francs. Pretenda llegar a las Misiones de la frontera brasilea, donde deban
encontrar la embarcacin.
El viaje era feliz, desde luego y se haca sobre la corriente de los afluentes; aumentaron
poco a poco los peligros y las fatigas, en medio de un pas diezmado por la viruela. La mayor
parte de los guas que vinieron a ofrecer sus servicios desaparecieron algunos das despus y
uno de ellos, el ltimo que permaneci fiel a los viajeros, se ahog en el Bodenasa, tratando
de auxiliar al mdico francs.
Pronto la canoa, medio destrozada por las rocas y los troncos que bajaban por el ro,
se encontr fuera de servicio. Fue preciso bajar a tierra y all en el lindero de un bosque
impenetrable, construir algunas cabaas de follaje. El mdico se ofreci a marchar adelante,
con un negro que nunca haba querido dejar a la seora des Odonais.
Partieron los dos y se les esper muchos das; pero en vano. No aparecieron ms!
Entretanto, los vveres se consumieron. Los abandonados intentaron intilmente bajar por
el Bodenasa sobre una almada. Hubieron de regresar al bosque, vindose en la necesidad de
hacer el viaje a pie por medio de aquellas espesuras casi impracticables.
Aqullas eran muchas fatigas para las pobres gentes! Uno a uno fueron sucumbiendo,
a pesar de los cuidados de la valiente francesa! Al cabo de algunos das, nios, parientes,
criados, todos haban muerto!
Oh, desgraciada mujer! -exclam Lina.
La seora des Odonais estaba sola en aquella ocasin. Se hallaba todava a mil leguas del
ocano donde quera llegar. Ya no era la madre que ha perdido a sus hijos y los ha sepultado
con sus propias manos! Era la mujer que quiere volver a ver a su marido!
Marchando noche y da, encontr, por fin, el curso del Bobonasa. All fue recogida por
unos generosos indios, que la condujeron a las Misiones, donde esperaba la escolta.
Pero llegaba sola y las etapas de su camino quedaban sembradas de tumbas.
La seora des Odonais lleg a Loreto, ese lugar en que hemos estado hace unos das. Desde
esta aldea peruana descendi por el Amazonas, como lo estamos haciendo ahora y al fin
encontr a su marido. Haban estado separados diecinueve aos.
Pobre mujer! -dijo, entristecida, Minha.
Y, sobre todo, pobre madre! -aadi Yaquita.
En aquel momento apareci en popa el piloto Araujo y dijo:
Juan Garral, nos hallamos ante la isla de la Ronda. Acabamos de pasar la frontera.
Captulo XII
Fragoso a la faena
D esde el siglo XII aparece la palabra brasa en la lengua espaola. Es la que ha servido para
formar la palabra brasil, con el que son conocidas ciertas maderas que proporcionan un tinte
encarnado. De ah el nombre de Brasil que se dio a aquella vasta extensin de la Amrica del
Sur, que atraviesa la lnea equinoccial, pues all se encuentra a menudo la citada madera,
que, por otra parte, fue muy pronto objeto de un comercio considerable con los normandos.
Aunque por el lugar de su produccin se le da el nombre de ibirapitunga, le ha quedado el
nombre de brasil, que, como decimos, ha venido a ser el de aquel pas, que se muestra como
una inmensa ascua que ardiera bajo los rayos de un sol tropical.
Los portugueses lo ocuparon, desde luego. Desde principios del siglo XVI data su toma de
posesin, verificada por el piloto lvarez Cabral.
Si ms tarde Francia y Holanda se establecieron all parcialmente, siempre ha quedado el
portugus y posee todas las cualidades que distinguen a aquel valiente y pequeo pueblo. Es
al presente uno de los estados ms grandes de la Amrica meridional, teniendo a su frente al
inteligente y sabio artista emperador don Pedro II [1].
[1] Tngase en cuenta la poca en que fue escrita esta novela, esto es, a mediados del siglo XIX.
cual toma nombre y que depende de la parroquia de San Pablo, establecida en la parte de
arriba, sobre la orilla derecha.
Juan Garral haba resuelto detenerse all
treinta y seis horas, al objeto de conceder
reposo a sus hombres.
La marcha no deba, pues, efectuarse hasta
el veintisiete por la madrugada.
Esta vez Yaquita y sus hijos, menos
amenazados quiz que en Loreto de servir de
pasto a los mosquitos indgenas, haban
manifestado intencin de bajar a tierra y
visitar la poblacin.
Se calculaba entonces que la poblacin de
Tabatinga era de cuatrocientos habitantes, la
mayor parte indios, comprendiendo, sin
duda, a los que andan errantes antes de
fijarse en las orillas del Amazonas y de sus
pequeos afluentes.
El puesto de la isla de la Ronda ha sido
abandonado hace algunos aos y trasladado
a la misma Tabatinga. Puede decirse, pues,
que es una ciudad con guarnicin, aunque
slo se componga de nueve soldados, casi
todos indios y un sargento, que es el
verdadero comandante de la plaza.
Una cuesta que tena unos ocho metros y
medio de altura, en la que se haban hecho unos escalones, formaba en aquel sitio la cortina
de la explanada que sostena el pequeo fortn. La morada del comandante constaba de dos
chozas formando escuadra y los soldados ocupaban un edificio oblongo, construido a cien
pasos de all al pie de un gran rbol.
Este par de cabaas se hubiera asemejado perfectamente a todos los villorrios o chozas que
aparecan diseminados sobre las orillas del ro, si un asta con su bandera, en la que lucan
los colores brasileos, no se hubiese elevado encima de la garita, siempre falta de centinela
y si no estuviesen all cuatro pequeos pedreros de bronce, destinados a caonear, en caso
de necesidad, a toda embarcacin que no avanzase con la debida autorizacin.
En cuanto a la poblacin propiamente dicha, estaba en la parte de abajo de la plataforma.
Un camino, que no era ms que una quebrada, a la que sombreaban unos ficus y unos miritis,
conduca a ella en pocos minutos. All, sobre un acantilado de barro, se alzaban unas doce
casas con techumbre de hojas de palmera y colocadas alrededor de una plaza central.
Todo aquello no es nada curioso; pero las cercanas de Tabatinga son hermosas, sobre todo
en la desembocadura del Yavary. que tiene bastante anchura para contener el archipilago
de las islas Aramag. En aquel lugar se agrupan hermosos rboles y entre ellos gran nmero
de ciertas palmeras, cuyas suaves fibras, que se emplean para fabricar hamacas y re des de
pescar, son objeto de un vivo comercio. En suma, aquel lugar es uno de los ms pintorescos
del Alto Amazonas.
Tabatinga, por otra parte, est destinada a ser, dentro de poco tiempo, una estacin
de bastante importancia y tomar, sin duda, un rpido desarrollo. All, en efecto, deben
detenerse los vapores brasileos que suban el ro y los peruanos que lo bajen. All se
Y entonces los vatems y los puados de reis, nicas monedas contra las cuales entregan sus
productos los naturales del Amazonas, llovan en el bolsillo de Fragoso, que se los guardaba
con evidente satisfaccin. Pero muy ciertamente, la tarde iba adelantndose antes que l
pudiera satisfacer las peticiones de una clientela incesantemente renovada. Y no era tan slo
la poblacin de Tabatinga la que se agolpaba a la puerta de la loja.
La nueva de la llegada de Fragoso no haba tardado en extenderse. Los indgenas acudan
de todas partes y se vean all ticunas de la orilla izquierda del ro; mayoranas de la ribera
opuesta y no faltaban tampoco los que habitaban en las mrgenes del Cajuru y aquellos que
residan en las aldeas del Yavary.
Por todo esto, en la plaza central se formaba una larga cola de impacientes. Los afortunados
y las afortunadas que dejaban bien compuestos las manos de Fragoso, iban orgullosamente
de una en otra casa, pavonendose aunque casi sin atreverse a mover la cabeza, como nios
grandes que eran.
Cuando lleg el medioda, como el ocupado barbero y peluquero no haba tenido tiempo
para ir a desayunarse a la jangada, hubo de contentarse con un poco de asai, harina de yuca
y huevos de tortuga, cosas que despach rpidamente en el intervalo entre dos ribazos.
Lo que hubo tambin fue una buena cosecha para el tabernero, porque todas aquellas
operaciones no se efectuaron sin hacer un gran consumo de licores desenterrados de las
cuevas de la loja.
Fuerza es reconocer que para la poblacin de Tabatinga result un acontecimiento el que
pasara por all el clebre Fragoso, peluquero ordinario y extraordinario de las tribus del Alto
Amazonas.
Captulo XIII
Torres
T odava segua all Fragoso a las cinco de la tarde. Verdad es que sin poder ms. Y si
hubiera tratado de satisfacer todas las peticiones, habra debido pasar all la noche para
complacer a la multitud que esperaba.
Justamente a la hora indicada, lleg a la plaza un forastero del lugar, quien al ver aquella
reunin de gentes se adelant hacia la taberna.
Por algunos momentos el forastero estuvo contemplando a Fragoso atentamente y con
cierta circunspeccin. El examen, sin duda, debi satisfacerle, porque al final entr en la loja.
Pareca ser un hombre como de treinta aos de edad; llevaba un traje propio para viajar
que resultaba muy elegante; pero su abundante barba negra, que las tijeras no haban
cortado haca mucho tiempo, sus cabellos algo largos, reclamaban imperiosamente los
servicios de un peluquero.
Buenos das, amigo, buenos das -dijo, tocando ligeramente el hombro de Fragoso.
Fragoso se volvi al or aquellas palabras pronunciadas en puro brasileo y no en el idioma
mezclado de los indgenas.
Un compatriota? -pregunt, sin dejar de retorcer la cabellera rebelde de una mayorana.
S -contest el forastero-; un compatriota que necesita vuestros servicios.
Qu? Pues al momento -dijo Fragoso-; apenas haya concluido con la seora!
Esto fue realizado con un par de
aplicaciones de la tenacilla.
Aunque el ltimo que vena no tena
derecho al sitio vacante, sin embargo, el
forastero se sent en el escabel, sin que esto
produjese ninguna reclamacin de parte de
los indgenas cuyo turno se atrasaba.
Fragoso dej las tenacillas por las tijeras y,
segn la costumbre de sus colegas, pregunt;
Qu desea el seor?
Cortarme la barba y el cabello -respondi
el forastero.
Decidme vuestro gusto -pidi Fragoso, al
tiempo que introduca el peine en la espesa
cabellera de su parroquiano.
Y las tijeras hicieron luego su oficio.
Vens de muy lejos? -pregunt Fragoso,
que no poda trabajar sin hablar cuanto le
era posible.
De las cercanas de Iquitos.
Lo mismo que yo -exclam el peluquero.
He bajado el Amazonas desde Iquitos hasta
Tabatinga. Y se puede saber vuestro
nombre?
Sin ningn inconveniente -respondi el forastero-; me llamo Torres.
Cuando la cabellera del nuevo cliente qued cortada a la ltima moda, Fragoso comenz a
cuidarle la barba; pero en aquel momento, como le mirase bien de frente, se detuvo, volvi
a empezar su tarea y despus dijo, por fin:
Diantre, seor Torres! Creo conoceros. No nos hemos visto ya en alguna parte?
Pienso que no -respondi, vivamente, Torres.
Entonces me he equivocado -se disculp Fragoso; y se dispuso a dar fin a su tarea.
Un momento despus, Torres reanud la conversacin interrumpida por la pregunta de
Fragoso.
Cmo habis venido de Iquitos? -pregunt.
A Tabatinga?
S.
A bordo de un tren de maderos, en el que me ha concedido pasaje un digno hacendado
que baja por el Amazonas con toda su familia.
Realmente, amigo, esto es una fortuna. Si vuestro hacendado consintiera admitirme en
ese tren
Entonces, tambin tenis intencin de bajar el ro?
Precisamente!
Hasta Par?
No, solamente hasta Manaos, en donde tengo un negocio.
Ah, bien! Mi husped es un hombre servicial y creo que voluntariamente se prestar a
haceros ese favor.
Lo creis?
Y aun casi dira que estoy seguro.
Y cmo se llama ese hacendado? -pregunt, como al descuido, Torres.
Juan Garral -contest Fragoso, quien en aquel momento se repeta que haba visto a aquel
hombre en alguna parte.
Torres no era hombre de renunciar a una conversacin que pareca interesarle y por este
motivo pregunt :
De modo que vos creis que Juan Garral consentir en facilitarme pasaje?
Os repito que estoy seguro de ello -respondi Fragoso. Lo que ha hecho por un pobre
diablo como yo, no rehusar hacerlo por vos, un compatriota!
Y est l solo a bordo de la jangada?
No ya os he dicho que viaja con toda su familia, una familia de buenas gentes en verdad,
os lo aseguro. Y va acompaado por una tripulacin de indios y negros que forman parte del
personal que tiene en su granja.
Y es muy rico ese hacendado?
Ciertamente, muy rico. Slo las maderas que forman la jangada y el cargamento que sta
lleva constituyen una fortuna.
De modo, pues, que Juan Garral va a pasar la frontera brasilea con toda su familia?
-replic Torres.
S -contest Fragoso-; su mujer, su hijo, su hija y el prometido de su hermosa hija.
Ah! Tiene una hija? -dijo Torres.
Una hermosa nia.
Y se va a casar?
S; con un gallardo joven, un mdico militar que est de guarnicin en Belem y que se
unir a ella apenas lleguemos al trmino del viaje.
Bueno! -dijo sonriendo Torres. Esto puede llamarse entonces un viaje de bodas!
Un viaje de bodas, de placer y de negocios -contest Fragoso. La seora Yaquita y su hija
no han pisado nunca el territorio brasileo y aun el propio Juan Garral es sta la primera
vez que atraviesa la frontera desde que entr en la granja del viejo Magallanes.
Imagino que la familia ir tambin acompaada de algunos criados.
Ciertamente; la vieja Cibeles, que hace cincuenta aos est en la granja y una joven
mulata, la seorita Lina, que es ms bien la compaera que la sirvienta de su joven ama.
Ah, de cun amable condicin es! Qu corazn y qu ojos! Y qu ideas tiene sobre todas
las cosas y en particular sobre los bejucos!
Fragoso, lanzado en este camino, sin duda, no habra podido detenerse y Lina habra sido
causa de entusiastas afirmaciones si en aquel momento el cliente no se hubiese levantado
del escabel para dejar sitio a un nuevo parroquiano.
Qu os debo? -pregunt al barbero.
Nada -respondi Fragoso. Entre compatriotas que se encuentran en la frontera no puede
haber cuestin sobre esto!
Sin embargo -insisti Torres- yo quisiera
Bien ya nos arreglaremos ms tarde, a bordo de la jangada.
Pero yo no s -respondi Torres- si me atrever a pedir a Garral que me permita
No vacilis -contest Fragoso. Yo le hablar, si os parece mejor y me figuro que se
alegrar mucho de poderos hacer este favor.
En aquel momento Manuel y Benito, que haban venido a la aldea despus de la comida,
se acercaron a la puerta de la loja, deseosos de ver a Fragoso en el ejercicio de sus funciones,
Torres se haba vuelto hacia ellos y exclam de repente:
Ved aqu dos jvenes que yo conozco, o ms bien, que reconozco
Que les reconocis? -dijo el barbero, bastante sorprendido.
S, sin duda! Har un mes que en el bosque de Iquitos me sacaron de un apuro bastante
grande.
Pero stos son precisamente Benito Garral y Manuel Valds.
Ya lo s Me dijeron sus nombres: pero yo no esperaba encontrarlos aqu.
Y el forastero se adelant hacia los jvenes, que le miraban sin conocerle.
No me recordis, seores? -pregunt.
Pues -empez Benito.
Yo tengo buena memoria, seor Torres. No sois -dijo Manuel- el que en el bosque de
Iquitos tenais ciertas dificultades con un guariba?
Yo mismo, seores -confirm el capitn de bosques. Durante seis semanas he continuado
bajando el Amazonas y vengo a pasar la frontera al mismo tiempo que ustedes.
Me siento gozoso de volveros a ver -dijo Benito. No habris olvidado que yo os haba
propuesto venir a la hacienda de mi padre?
No, no lo he olvidado -declar Torres.
Hubierais hecho muy bien en aceptar mi ofrecimiento. Esto os habra permitido aguardar
nuestra marcha, reposando de vuestras fatigas y despus bajar con nosotros hasta la frontera.
Cuntos das de camino os hubierais ahorrado!
En efecto.
Nuestro compatriota no se detiene en la frontera -terci Fragoso-; va hasta Manaos.
Entonces -declar Benito-, si queris venir a bordo de la jangada, seris muy bien recibido
y estoy seguro que mi padre considerar un deber daros pasaje.
Captulo XIV
Ro abajo an
E l veintisiete de junio, al romper el alba, fueron largadas las amarras y la jangada continu
citado da treinta, el piloto indic a la derecha del ro la pequea poblacin de JurupariTapera, donde se hizo una parada de dos o tres horas.
Manuel y Benito fueron a cazar en las cercanas y trajeron alguna caza de pluma, que fue
muy bien recibida en la despensa. Al mismo tiempo, los dos jvenes haban cogido un
animal, del que un naturalista hubiera hecho ms caso que la cocinera de la jangada.
Era un cuadrpedo de color oscuro y que se
pareca algn tanto a un gran perro de
Terranova.
Un tamandua hormiguero! -grit Benito,
arrojndolo sobre el suelo de la jangada.
Y un soberbio ejemplar que hara muy
buen papel en la coleccin de un jardn
zoolgico -aadi Manuel.
Os ha costado mucho trabajo apoderaros
de este curioso animal? -pregunt Minha.
S, hermanita; y t no estabas all para
solicitar su gracia. En verdad que estos osos
tienen la piel muy dura y se han necesitado
hasta tres balas para tumbarlo.
Aquel tamandua era magnfico, con su
larga cola mezclada de cerdas grises, su
hocico en punta, que mete en los
hormigueros, cuyos insectos forman su
principal alimento; sus largas patas delgadas,
armadas de uas agudas, de cinco pulgadas
de largo y que pueden cerrarse como los
dedos de una mano. Mas qu mano hay
como la de este tamandua? Cuando agarra
alguna cosa, hay que cortarla para que suelte
la presa. Con respecto a este punto, ha dicho
muy bien el viajero Emilio Carrey que el mismo jaguar perece entre un apretn de ellos.
La jangada lleg al pie de San Pablo de Olivenxa el da dos de julio por la maana,
despus de haberse deslizado por medio de numerosas islas, que en todas las estaciones estn
cubiertas de verde y sombreadas de rboles magnficos y cuyos nombres principales son:
Junipari, Rita, Maracaratena y Cururu-Lapo. Muchas veces tambin haba tenido que costear
las bocas de algunos igaraps o pequeos afluentes de aguas negras.
La coloracin de estas aguas es un fenmeno bastante curioso y que pertenece en
propiedad a cierto nmero de tributarios del Amazonas, cualquiera que sea su importancia.
Manuel hizo notar lo oscuro de su color, pues que se la distingua muy claramente en la
superficie de las blancas aguas del gran ro.
Se ha tratado de explicar esta coloracin de diferentes maneras -dijo-, pero no creo que
aun los ms sabios hayan llegado a hacerlo de un modo satisfactorio.
Estas aguas son verdaderamente negras, con un magnfico reflejo de oro -dijo la joven
Minha, mostrando las que rodeaban la jangada.
S -respondi Manuel- y ya Humboldt ha observado, como vos, mi querida Minha, este
curioso reflejo. Pero, mirando muy atentamente, se ve que es mas bien el color sepia el que
domina en toda esta coloracin.
Bueno! -exclam Benito. Un fenmeno sobre el cual no se han puesto de acuerdo todava
los sabios.
Quiz se podra, acerca de esto, pedir su parecer a los caimanes, a los delfines o a los
manates -hizo notar Fragoso-; porque precisamente las aguas negras son las que ellos buscan
para refocilarse.
Cierto que las buscan con especial inters. Mas, por qu? Sera muy dificultoso el decirlo.
En efecto, esta coloracin es debida a que las aguas contienen en disolucin el hidrgeno
carbonado, o bien a que pasan sobre lechos de turba y a travs de capas de hulla y de
antracita, o debe atribuirse a la enorme cantidad de pequeas plantas que arrastran? Nada
hay de cierto desde este punto de vista[1].
[1] Numerosas observaciones hechas por viajeros modernos estn en desacuerdo con la de Humboldt.
En todo caso, son excelentes para beber, de una frescura envidiable en este clima y sin
mal gusto. Tomad un poco de esta agua y bebedla; no hay peligro en ello.
El agua, en efecto, estaba limpia y fresca.
Podra remplazar ventajosamente a las aguas
de mesa empleadas en Europa. Se recogieron
algunos frascos para uso de la repostera.
Ya se ha dicho que en la maana del da
dos la jangada haba llegado a San Pablo de
Olivenza, donde se fabrican por millares esos
largos rosarios, cuyas cuentas estn formadas
de cscaras de coco de piassabas. Esto es all
el objeto de un comercio bastante continuo.
Quiz parecer singular que los antiguos
dominadores del pas, los tupinambas y los
tupiniquis, hayan llegado a tener como
principal ocupacin la confeccin de
aquellos objetos del culto catlico. Mas,
despus de todo, por qu no? Estos indios
ya no son los indios de otro tiempo. En lugar
de ir vestidos con el traje nacional, con su
frontal de plumas, su arco y cerbatana, no
han adoptado el traje americano, el pantaln
blanco, amn del poncho de algodn tejido
por sus mujeres, que han llegado a hacerse
sumamente hbiles en esta clase de trabajo?
San Pablo de Olivenza, poblacin de
bastante importancia, no cuenta menos de
dos mil habitantes, procedentes de todas las tribus inmediatas. Al presente, es la capital del
Alto Amazonas y principi por no ser ms que una simple misin, fundada por los carmelitas
portugueses hacia el ao 1692 y continuada por los jesuitas.
En su principio este era el pas de los omaguas, cuyo nombre significaba cabezas planas.
Este nombre les vena de la brbara costumbre que tenan las madres indgenas de apretar
la cabeza de los recin nacidos entre dos tablas a fin de formarles un crneo oblongo, que
era muy a la moda. Pero como todas las modas, aqulla tambin ha cambiado; las cabezas
han vuelto a tomar su forma natural y ya no se encuentra ninguna seal de la deformidad
antigua en el crneo de aquellos fabricantes de rosarios.
Toda la familia, a excepcin de Juan Garral, salt a tierra. Torres se qued tambin a
bordo y no manifest deseo de visitar a San Pablo de Olivenza, que, sin embargo, pareca no
conocer.
Decididamente, hay que confesar que si este aventurero era taciturno, no resultaba pecar
de curioso.
Benito pudo hacer fcilmente bastantes cambios para completar el cargamento de la
jangada. Su familia y l obtuvieron una excelente acogida de las principales autoridades
de la poblacin, del comandante de la plaza y del jefe de Aduanas, cuyos cargos no les
estorbaban para dedicarse al comercio. Al mismo tiempo, confiaron al joven negociante
algunos productos del pas, que deban ser vendidos por cuenta de ellos ya en Manaos o en
Belem.
La poblacin se compona de unas sesenta casas, edificadas sobre una meseta que coronaba
el ribazo del ro en aquel lugar. Algunas de aquellas cabaas estaban cubiertas de tejas, lo
cual es bastante raro en aquellas comarcas; pero, en cambio, la modesta iglesia, dedicada a
San Pedro y San Pablo, tena por todo abrigo un techo de paja, ms propio de un establo que
de un lugar consagrado al culto en un pas de los ms catlicos del mundo.
El comandante, su teniente y el jefe de polica, aceptaron la invitacin de ir a comer con
la familia y fueron recibidos por Juan Garral con las consideraciones debidas a su rango.
Durante la comida, Torres se manifest ms hablador que de costumbre y cont algunas
de sus excursiones al interior de Brasil, como hombre conocedor del pas.
Pero, hablando de sus viajes, Torres no se descuid de preguntar al comandante si conoca
Manaos; si su colega se hallaba en su puesto en aquel entonces; si el juez letrado, el primer
magistrado de la provincia, tena la costumbre de ausentarse en aquella poca de la estacin
calurosa. Al hacer Torres esta serie de preguntas, pareca que miraba por lo bajo a Juan
Garral. Esto fue bastante claro para que Benito lo observase, no sin alguna extraeza, e hizo
esta observacin mientras que su padre escuchaba muy particularmente las preguntas tan
raras que formulaba Torres.
El comandante de San Pablo de Olivenza asegur al aventurero que entonces no se
hallaban ausentes las autoridades de Manaos y encarg al mismo tiempo a Juan Garral que
les hiciera presentes sus respetos.
Segn todas las probabilidades, la jangada llegara ante aquella ciudad en siete semanas
como mximo. Es decir, del 20 al 25 de agosto.
Cercano ya el anochecer, los huspedes del hacendado se despidieron de la familia y al da
siguiente, que era el 3 de julio, la jangada continu deslizndose, siguiendo el curso del ro.
A medioda fue dejada a la izquierda la desembocadura del Yacursapa. Este tributario es
en realidad un simple canal, puesto que sus aguas van a caer en el Iza, que es tambin un
afluente ms de la orilla izquierda del Amazonas. Es de sealar que por un curioso fenmeno,
en varios sitios, es el Amazonas el que alimenta a sus propios afluentes.
Unas tres horas despus de medioda, la jangada pas la desembocadura del Jandiatube,
que trae del Sudoeste sus magnficas aguas negras vertindolas en la gran arteria por una
boca de cuatrocientos metros, luego que ha regado los territorios de los indios culinos.
Se costearon ms adelante numerosas islas. Pimaticaira, Caturia, Chico, Motachina; unas
habitadas y otras desiertas; pero todas cubiertas de una magnfica vegetacin, que forma
como una interminable guirnalda de verdor de un extremo a otro del Amazonas.
Captulo XV
Ro abajo siempre
de algunas borrascas. Grandes y rojizos murcilagos cruzaban, batiendo sus alas, la corriente
del Amazonas. Entre ellos podan verse los perros voladores, de color oscuro y claro por el
vientre y por las cuales Minha y la joven mulata experimentaban instintiva repulsin.
Los tales murcilagos eran horribles vampiros que chupan la sangre de los animales y
tambin suelen atacar al hombre que imprudentemente se queda dormido por los campos.
Qu animales tan feos! -exclam Lina, una vez, cerrando los ojos. Me causan horror!
Y que son bastante temibles -aadi la joven Minha. No es cierto, Manuel?
Muy temibles, en efecto -respondi el joven. Esos vampiros poseen un instinto particular
que los gua a picar en los sitos donde la sangre puede correr con facilidad y principalmente,
detrs de la oreja. Durante la operacin, baten continuamente las alas, provocando as una
agradable frescura, que hace ms profundo el sueo del que se duerme. Se afirma que ha
habido personas que, sometidas inconscientemente a esta hemorragia de muchas horas, no
han vuelto a despertar.
No sigis contando semejantes historias, Manuel -dijo Yaquita-, si no, ni Minha ni Lina se
van a atrever a dormir esta noche.
No temis nada! -asegur Manuel. Si fuese necesario, nosotros velaramos su sueo.
Silencio! -dijo Benito.
Qu hay, pues? -pregunt Manuel.
No os un ruido especial por esta parte? -contest Benito sealando la orilla derecha.
En efecto -dijo Yaquita.
De dnde procede tal rumor? -pregunt Minha. Se dira que lo producen guijarros que
ruedan sobre la playa de las islas.
Hum! Ya s lo que es -respondi Benito. Maana, al romper el da, habr festn para los
que les gustan los huevos de tortuga y las pequeas tortugas frescas.
No se haba engaado. Aquel ruido era causado por innumerables tortugas de todos
tamaos a quienes la operacin de la puesta atraa hacia las islas.
En la arena de las playas es donde estos anfibios van a elegir el sitio conveniente para
depositar sus huevos.
La operacin principia cuando se pone el sol, terminando con la llegada de la aurora.
Ya en aquel momento la tortuga jefe haba salido del ro para reconocer un sitio favorable.
Las otras, reunidas por millares, se ocupaban en cavar con sus patas delanteras una zanja de
ciento setenta metros de longitud, tres y medio de ancho y casi dos de profundidad; despus
de haber enterrado sus huevos ya no les quedaba ms que hacer que recubrirlos con una
capa de arena que golpeaban con sus conchas hasta que formaba un montn.
Esta operacin de la puesta es un gran negocio para los indios ribereos del Amazonas.
Aguardan la llegada de tales anfibios y se lanzan a la extraccin de los huevos al son del
tambor y la recoleccin se divide en tres partes: una pertenece a los ancianos, otra a los
indios y la tercera al Estado, representado por los capitanes de playa, que sirven, al mismo
tiempo que de policas, de recaudadores de derechos. A ciertas playas a las cuales el descenso
de las aguas deja al descubierto y que tienen el privilegio de atraer el nmero ms grande de
tortugas, se les ha dado el nombre de playas reales. Cuando la recoleccin se ha terminado, se
festeja por los indios, que se entregan al juego, a la danza y a las libaciones y que tambin es
una fiesta para los caimanes del ro, que celebran un banquete con los despojos de aquellos
anfibios.
Las tortugas y sus huevos son, pues, objeto de un comercio bastante considerable en toda
la cuenca del Amazonas. Sucede con algunas que se las vuelve de espalda cuando regresan
de la postura, bien para conservarlas en criaderos empalizados como los viveros de peces, o
bien para atarlas por los pies con una cuerda bastante larga, que les permite ir y venir sobre
la tierra, o bajo el agua. De este modo es posible tener carne fresca de aquellos animales tan
apetitosos.
Se procede de otra manera con las pequeas tortugas que acaban de salir del huevo. No
hay necesidad de guardarlas en criaderos ni de atarlas. Su concha es muy blanda todava y
su carne sumamente tierna y se comen lo mismo que las otras, despus de haberlas hecho
cocer. De este modo se consumen en considerables cantidades.
Sin embargo, aquel no es el uso ms general que se hace de los huevos de las tortugas de
las provincias del Amazonas y de Par. La fabricacin de la manteigna de tartaruga, es decir,
de la manteca de la tortuga, que puede compararse a los mejores productos de otros pases,
no consume cada ao menos de doscientos cincuenta a trescientos millones de huevos. Pero
las tortugas son innumerables en todos los ros de aquella cuenca y por eso son incalculables
las cantidades de huevos que depositan bajo la arena de las playas.
Todava, a causa del consumo que hacen, no solamente los indgenas, sino tambin las
zancudas de la costa, los urubus del aire y los caimanes del ro, su nmero se va aminorando,
por lo que cada tortuga pequea se paga actualmente a una pataca brasilea.
Al otro da, al rayar el alba, Benito, Fragoso y algunos indios, tomaron una de las piraguas
y se dirigieron a la playa de una de las grandes islas costeadas durante la noche. No fue
necesario que la jangada hiciese alto. Se sabra muy bien volver a ella.
Sobre la playa se vean pequeas protuberancias que indicaban el sitio donde, durante la
misma noche, haban sido depositados en la zanja los paquetes de huevos por grupos de
ciento sesenta a ciento ochenta. No se trataba de sacar aqullos; pero haca dos meses que se
haba verificado otra postura; los huevos se haban abierto por la accin del calor
reconcentrado en las arenas y ya algunos millares de tortugas pequeas corran por la playa.
Las ubas se aproximaron y los arpones se arrojaron a un mismo tiempo; uno de ellos err el
golpe, pero el otro hiri a uno de los cetceos a la altura de su vrtebra.
No se necesit ms para aturdir al animal,
que est poco dispuesto a defenderse cuando
se siente tocado por el hierro de un arpn. La
cuerda le condujo a tirones cerca de la uba, y
se le remolc hasta la playa al pie de la
aldeita.
Era aqul un manat de pequeo tamao,
porque apenas tendra un metro de largo. Se
ha perseguido tanto a aquellos pobres
cetceos, que principian a ser bastante raros
en las aguas del Amazonas y de sus afluentes
y se les deja tan poco tiempo para crecer, que
los gigantes de la especie no exceden hoy por
dos metros. Qu son stos comparados con
aquellos manates de tres y cuatro metros de
largo, que abundan todava en los lagos y los
ros del frica!
Pero sera muy difcil impedir aquella
destruccin. En efecto, la carne del manat es
excelente y muy superior a la del cerdo y el
aceite que proporciona su grasa es un
producto de un positivo valor. Aquella carne,
cuando est curada al humo o al aire, se
conserva largo tiempo y proporciona una
sana alimentacin. Si se aade a esto que el
animal es de una captura relativamente fcil, no admirar que la especie tienda a su
completa desaparicin.
En el da, un manat en su completo desarrollo, que produzca dos barriles de aceite que
pesen ciento veinticuatro libras, no da ms que cuatro arrobas espaolas, equivalentes a un
quintal.
El 19 de julio, al apuntar el sol, el tren de maderos abandon Fonteboa y se dej llevar
entre las dos orillas del ro, completamente desiertas, a lo largo de las islas sombreadas de
bosques de rboles del cacao, que producan el mejor efecto. El cielo apareca siempre muy
cargado de grandes nubes hinchadas, que hacan presentir nuevas tempestades.
El ro Juru, que viene del sudeste, se separa muy pronto de los ribazos de la izquierda.
Subiendo por l, una embarcacin podra internarse hasta Per sin encontrar obstculos
insuperables por entre sus aguas blancas, que alimentan un gran nmero de subafluentes.
Aqu es, tal vez, en estos territorios -dijo Manuel-, donde debiera buscarse a los
descendientes de aquellas mujeres guerreras que tanto maravillaron a Orellana. Pero debe
decirse que, a ejemplo de sus mayores, nunca han formado tribu aparte. Son simplemente
mujeres que acompaan a sus maridos al combate y stas, entre los jurus, gozan de una
gran reputacin de valientes.
La jangada sigui bajando. Mas qu laberinto presentaba entonces el Amazonas! El ro
Yupur, cuya desembocadura va a abrirse a ochenta kilmetros ms lejos y que es uno de
sus ms grandes afluentes, corra casi paralelo a l.
Entre ambos haba canales, lagunas, lagos formados en las crecidas, una complicada red
que haca bien difcil establecer la hidrografa de aquella comarca.
Pero aunque Araujo no tena mapa para guiarse, su experiencia le serva ms seguramente
y era una maravilla verle desenvolverse en aquel caos sin extraviarse nunca fuera del gran
ro.
En suma, todo fue tan bien, que el 25 de julio, despus del medioda y luego de haber
pasado delante de la aldea de Parani-Tapera, la jangada pudo fondear en la entrada del lago
de Ega o Teff, en el cual resultaba intil internarse, porque hubiera sido menester salir de
l para volver a tomar el rumbo por el Amazonas
Ega era lo bastante importante para merecer que se hiciese un alto en la marcha y se
visitase la poblacin. Se convino, pues, que la jangada permanecera en aquel sitio hasta el
2 de julio y que en la maana siguiente la piragua conducira toda la familia a Ega.
Esto aportara un descanso que iba a sentar muy bien al laborioso personal del tren de
troncos.
Durante la noche fue, pues, amarrada la jangada en las cercanas de una costa bastante
elevada. Nada vino a turbar la tranquilidad. Slo algunos relmpagos inflamaron el
horizonte; pero procedan de una tempestad lejana, que no se hizo sentir a la entrada del
lago.
Captulo XVI
Ega
E l 26 de julio, a las seis de la maana Yaquita, Minha y Lina, en compaa de los dos
Es una orden?
No, una splica.
Bien, como vos gustis.
Cunto os lo agradezco!
Agradecdmelo con un buen apretn de manos. Que bien lo vale!
Lina tendi la mano al bravo mozo, que la retuvo algunos instantes, contemplando el bello
rostro de la joven.
He aqu por qu Fragoso no tom sitio en la piragua y se convirti sin pesar en el espa de
Torres. Adverta ste los sentimientos de repulsin que inspiraba a todos? Quiz; pero, sin
duda, tambin l tena sus razones particulares para no hacer caso de ellos.
Una distancia de veinticinco kilmetros separaba el sitio del fondeadero de la ciudad
de Ega. Ocho leguas de ida y vuelta en una piragua, que contena seis personas y dos
negros para remar, era un trayecto que exiga algunas horas para recorrerlo, sin contar la
molestia ocasionada por aquella alta temperatura, aunque el cielo estaba velado por ligeras
nubecillas.
Mas, por fortuna, soplaba una magnfica brisa del Nordeste; es decir, que, si se mantena
de aquel lado, sera muy favorable para navegar en el lago Teff. Se poda ir y volver a Ega
muy aprisa sin tener que correr bordadas.
La vela latina fue izada en el mstil de la piragua. Benito tom la barra del timn y se
apartaron de la jangada despus que con una seal Lina hubo recomendado a Fragoso que
cumpliese bien su encargo.
Bastaba seguir el litoral sur del lago para llegar a Ega. Dos horas despus la piragua
arrib al puerto de aquella antigua misin, fundada en otro tiempo por los carmelitas, que
lleg a ser una ciudad en 1759 y que el general Gama hizo definitivamente entrar bajo la
dominacin brasilea.
Los viajeros desembarcaron en una playa llana cerca de la que llegaban a varar, no
solamente las embarcaciones del pas, sino tambin algunas de esas pequeas goletas que
hacen el servicio de cabotaje en el litoral del Atlntico.
Pero ved; mirad, ama, estas hermosas seoras con sus bellos trajes.
Lina va a volverse loca -dijo Benito.
Estos trajes
Mi querida Minha -dijo Manuel-, con vuestro sencillo vestido de percal y vuestro
sombrero de paja, creedlo, estis mucho mejor vestida que todas estas brasileas con esas
gorras y esas basquias de volantes, que no son ni de su pas ni de su raza.
Si yo os agrado as -respondi la joven-, nada tengo que envidiar a nadie.
Pero, en fin, se haba venido para ver; recorrieron las calles que tenan ms puestecillos
que almacenes; se pasearon por la plaza, punto de reunin de los elegantes y de las elegantes,
que se ahogaban de calor bajo sus vestidos europeos y tambin se almorz en una fonda,
que apenas era una taberna, cuya minuta hizo echar de menos de una manera sensible la
excelente cocina de la jangada.
Luego de la comida, en la cual figur nicamente la carne de tortuga, aderezada de varios
modos, la familia Garral fue por ltima vez a admirar las orillas del lago, que el sol poniente
doraba con sus rayos. En seguida volvi a tomar la piragua, algo desilusionada quiz de las
magnificencias de una ciudad que se visitaba en una hora y un poco fatigada tambin de
su paseo por aquellas calles tan calurosas y que no valan lo que los sombros senderos de
Iquitos. Esto se extenda hasta la curiosa Lina, cuyo entusiasmo se haba disminuido un poco.
Cada uno ocup su sitio en la piragua. El viento se haba mantenido del nordeste y
refrescado con la tarde. Fue izada la vela. Se volvi a tomar el rumbo de la maana sobre
aquel lago alimentado por las aguas negras del ro Teff, que, segn los indios, es navegable
hacia el sudeste por espacio de cuarenta das de marcha. A las ocho de la noche la piragua
tocaba el costado de la jangada.
En cuanto Lina pudo ver a Fragoso a solas, le pregunt:
Habis advertido alguna cosa sospechosa, seor Fragoso?
Nada, seorita -respondi Fragoso. Torres no ha salido de su camarote, donde ha estado
leyendo y escribiendo.
Y no ha entrado en la habitacin o en el comedor, como yo tema?
No, todo el tiempo que ha estado fuera de su camarote se ha estado paseando en la
delantera de la jangada.
Y qu haca?
Tena en la mano un papel viejo, que pareca consultar con mucha atencin y murmuraba
yo no s qu palabras incomprensibles.
Todo esto no es, quiz, tan indiferente como vos creis, seor Fragoso. Esas lecturas, esas
escrituras, esos papeles viejos, todo puede tener su inters.
Pero es que ese lector y ese escribiente no es ni un profesor ni un abogado.
Tenis mucha razn, pero vigilad a pesar de todo, amigo Fragoso.
No dejar de hacerlo, seorita Lina -respondi el barbero.
El 27 de julio, al amanecer, Benito dio al piloto la orden de marchar.
Se vio por un momento, a travs del espacio que dejan las islas que salen de la baha
de Arenapo, la desembocadura del Yapur, de mil ochocientos metros de ancho. Ese gran
afluente se vierte en el Amazonas por ocho bocas, como si se vertiera en un ocano o en
un golfo. Pero sus aguas vienen de muy lejos, pues son las montaas de la Repblica del
Ecuador las que las envan en un curso que las cascadas detienen a mil doscientos cincuenta
kilmetros de su confluencia.
Todo aquel da se invirti en bajar hasta la isla Yapur, desde la cual el ro, menos
obstruido, volva ms fcil la marcha. La corriente, en suma, poco rpida, por otra parte,
evita fcilmente aquellos islotes y no hubo nunca ni choques ni varadas.
Al otro da la jangada coste algunas playas, formadas por altos montecillos muy
escabrosos, que resguardaban unos pastos inmensos, en los cuales se podran criar y
mantener todos los animales de Europa. Aquellas playas estn consideradas como las ms
abundantes en tortugas que existen en toda la cuenca del Amazonas.
El 29 de julio, por la tarde, se amarr slidamente a la isla de Catua, a fin de pasar la
noche, que anunciaba ser muy oscura.
En esta isla, e nterin que el sol estuvo en el horizonte, apareci una reunin de indios
muras, resto de aquella antigua y poderosa tribu que ocup en otro tiempo ms de
seiscientos kilmetros en las riberas del ro, entre el Teff y el Madeira.
Aquellos indgenas iban y venan,
observando el tren flotante, inmvil en
aquellos momentos. Deban sumar un
centenar e iban armados de cerbatanas
hechas con una caa especial en aquellos
parajes, que, refuerzan exteriormente con
una especie de estuche formado con las
ramas de un palmero enano, cuya mdula
quitan.
Juan Garral dej por un momento el
trabajo que absorba todo su tiempo para
recomendar la vigilancia y no provocar
ninguna cuestin con los indgenas. En
efecto, la partida no hubiera sido igual. Los
muras suelen tener una destreza notable para
arrojar, a una distancia hasta de trescientos
pasos, con sus cerbatanas, flechas que causan
heridas incurables.
Esas flechas estn sacadas de las hojas de la
palmera
coucourite,
emplumadas
con
algodn, de veinticinco a treinta centmetros
de largo, puntiagudas como una aguja y
envenenadas con el curare.
El curare o wourah, aquel licor que mata
callandito, como dicen los indgenas, est
preparado con el zumo de una especie de euforbia y el de un etrychnos bulboso, sin contar la
pasta de hormigas venenosa y los colmillos de serpiente, venenosa tambin, con que lo
mezclan.
En verdad -dijo Manuel-, que es un terrible veneno, que ataca directamente el sistema
nervioso, obrando sobre los centros que ejecutan los movimientos dependientes de la
voluntad. El corazn, empero, no es atacado y no cesa de latir hasta que se extinguen
los alientos vitales. Por tanto, contra aquel envenenamiento, que principia por el
entorpecimiento de los miembros, no hay remedio conocido [1].
[1] No lo haba entonces. Hoy se conoce el bromo y el cloro, entre otros medios, como antdotos de esa ponzoa.
Por fortuna, aquellos muras no hicieron demostraciones hostiles, aunque sienten odio
concentrado contra los blancos; verdad es que ya no poseen el valor de sus antepasados.
Al caer la noche, una flauta de cinco agujeros hizo or detrs de los rboles de la ribera
algunos trinos en tono menor. Otra flauta respondi. Este cambio de frases musicales dur
como dos o tres minutos y los muras desaparecieron.
Fragoso, en un rapto de buen humor, haba intentado responderles con una cancin de su
repertorio; pero Lina se encontraba all muy a tiempo para ponerle la mano en la boca e
impedirle manifestar sus pequeas dotes de cantor, que voluntariamente prodigaba.
El dos de agosto, a las tres de la tarde, la jangada lleg a veinte leguas de all a la entrada
de aquel lago Apoara, que alimenta con sus aguas negras el ro del mismo nombre y dos das
despus, a cosa de las cinco, se detuvo a la entrada del lago Coary.
Este lago es uno de los ms grandes que estn en comunicacin con el Amazonas y sirve
de depsito a varios ros. Cinco o seis afluentes se vierten, se estacionan y se mezclan y un
estrecho furo les conduce a la arteria principal.
Despus de haber entrevisto las alturas de la aldea de Tahua-Miri, edificada sobre estacas,
a manera de zancos, para preservarse de la inundacin que ocasionan las crecidas tan
frecuentes en aquellas playas bajas, la jangada amarr para pasar la noche.
El alto se hizo a la vista de la aldea de
Coary, compuesta de una docena de casas ya
muy atropelladas, construidas en medio de
plantaciones de naranjos y calabaceras. Nada
hay ms variable que el aspecto de esta
aldea, segn que, como consecuencia de la
crecida o descenso de las aguas, el lago
presenta una vasta extensin lquida o queda
reducido a un estrecho canal, que no tiene
bastante profundidad para comunicarse con
el Amazonas.
Al otro da por la maana, cinco de agosto,
se volvi a emprender la marcha, pasndose
por delante del canal de Yacura, que
pertenece a aquel sistema tan intrincado de
lagos y de furos del ro Zapura y al siguiente
da, tambin por la maana, se lleg a la
entrada del lago de Miana.
Ningn incidente notable ocurri en la vida
de a bordo, que se haca con una regularidad
metdica.
Fragoso, siempre excitado por Lina, no
cesaba de vigilar a Torres. Varias veces haba
ensayado el hacerle hablar acerca de su vida
pasada; pero el aventurero eluda toda
conversacin sobre este asunto y acab tambin por encerrarse en una extremada reserva
con el barbero.
En cuanto a sus relaciones con la familia Garral, eran siempre las mismas. Aunque hablaba
poco a Juan, se diriga con ms gusto a Yaquita y a su hija, sin manifestar que notaba la
evidente frialdad con que le reciban. Las dos se decan, por otra parte, que en llegando la
jangada a Manaos, Torres se marchara y no volveran a or hablar ms de l. Segua en esto
Yaquita los consejos del padre Passanha, que la exhortaba a tener paciencia; pero el buen
padre tena un poco ms de trabajo con Manuel, siempre dispuesto a volver seriamente a su
sitio al intruso tan fatalmente embarcado en la jangada.
El nico suceso que ocurri en aquella velada fue que una piragua que bajaba por el ro se
aproxim al costado de la jangada, atendiendo a una invitacin que le hizo Garral.
Vas a Manaos? -pregunt al indio que ocupaba la piragua.
S -respondi ste.
Cundo crees llegar all?
De aqu a ocho das.
Entonces, vas a llegar mucho antes que nosotros. Quieres encargarte de llevar una carta
a su destino? Es un favor que te agradecera mucho.
Bueno.
Toma entonces esta carta, amigo mo y llvala a Manaos.
El indio cogi la carta que le daba Juan Garral y tambin el puado de reis que ofreca
como pago de la comisin que iba a desempear.
Nadie de la familia tuvo conocimiento de este encargo, pues se hallaban en la casita. Slo
Torres fue testigo. Pudo or algunas palabras cambiadas entre Garral y el indio y por lo que
reflejaba su fisonoma, que pareci oscurecerse, era fcil de advertir que le causaba sorpresa
el envo de aquella carta.
Captulo XVII
Un ataque
A pesar de que Manuel nada deca a fin de no provocar ninguna escena violenta en la
Despus de haber reconocido que los rboles, bien preparados por las crecidas del ro,
que los haban inundado hasta una altura de cerca de cuatro pies, se hallaban en buenas
condiciones para la recoleccin, los indios se ponan al trabajo.
En la albura del rbol, o sea debajo de la corteza, se hacan incisiones, colocando en la
parte inferior de ella pucheros pequeos, que a las veinticuatro horas estaban llenos de
un jugo lcteo, que tambin puede recogerse por medio de un bamb horadado y de un
recipiente colocado al pie del rbol.
A fin de impedir la separacin de las partculas resinosas que contiene este jugo, los indios
le someten a una fumigacin de fuego hecho con nuez de palmera asai. El jugo es expuesto
sobre una artesa de madera, que se agita en el humo y se produce casi instantneamente su
coagulacin, tomando un color gris amarillento y solidificndose. Las capas que se forman
sucesivamente se quitan de la artesa y se colocan al sol, donde todava se endurecen ms,
adquiriendo el color oscuro con que se le conoce.
Benito, encontrando la ocasin excelente,
compr a los indios toda la cantidad de
caucho que tenan almacenado en sus
cabaas, las cuales estn edificadas sobre
estacas. Como el precio que les pag era
justo, se quedaron muy satisfechos.
Cuatro das despus, el catorce de agosto,
la jangada pas por delante de las bocas del
Purus.
Este es todava uno de los grandes
tributarios de la derecha del Amazonas y
parece ofrecer ms de tres mil kilmetros de
curso navegable hasta para buques grandes.
Se engolfa en el sudeste y mide cerca de mil y
pico de kilmetros en su desembocadura.
Despus de haber corrido bajo la sombra de
los ficus tahuaris, palmeras nipas y cecropias,
entra por cinco brazos en el Amazonas[1].
[1] Este ro ha sido explorado en un trayecto de 3.600
kilmetros por Bates, sabio gegrafo ingls.
Torres, despus de haber dado vueltas un instante en torno a Juan Garral, como si quisiera
hablarle particularmente, contrariado quiz por la llegada del padre Passanha, que vena a
dar las buenas tardes a la familia, volvi por fin a entrar en su camarote.
Los negros y los indios, tendidos a lo largo de los bordes, se mantenan en su puesto de
maniobra. Araujo, sentado en la delantera, estudiaba la corriente, cuyo hilo se prolongaba
en direccin rectilnea.
Manuel y Benito, con el ojo atento, pero hablando y fumando con un aire indiferente, se
paseaban por la parte central de la jangada, aguardando la hora del descanso.
De repente, Manuel detuvo a Benito, cogindole de la mano y le dijo:
Qu olor tan particular! Acaso me engao? No lo sientes t? Verdaderamente, se
dira
Se dira que es un olor de almizcle caliente -respondi Benito. Debe haber caimanes
dormidos en la playa vecina.
Menos mal que la naturaleza ha permitido sabiamente que se descubran de este modo!
S -contest Benito-; felizmente es as, porque estos animales son bastante temibles.
Generalmente, a la cada de la tarde, estos saurios gustan de tenderse sobre las playas,
donde se instalan cmodamente para pasar la noche. All, agazapados a la boca de los
agujeros donde entran retrocediendo, duermen con la boca abierta y la mandbula superior
levantada verticalmente a menos que no guarden o acechen alguna presa. Se precipitan para
cogerla, sea nadando bajo las aguas con su cola por nico motor, sea corriendo por las playas
con una rapidez a que el hombre no puede llegar; no es ms que un juego para estos anfibios.
All, en aquellas vastas playas es donde los caimanes nacen, viven y mueren, no sin haber
ejemplos de una extraordinaria longevidad. No solamente se conoce a los viejos, a los
centenarios, por el moho verdoso que cubre su caparazn y por las verrugas de que est
recamado, sino tambin por su ferocidad natural que se aumenta con la edad. As, conforme
haba dicho Benito, aquellos animales pueden ser temibles y conviene ponerse en guardia
contra sus ataques.
De pronto y en la parte delantera, se oyeron unos gritos:
Caimanes, caimanes!
Manuel y Benito se levantaron y miraron fijamente.
Tres gruesos saurios, de cinco a seis metros de largo, haban podido subir a la plataforma
de la jangada.
Los fusiles, los fusiles! -grit Benito, haciendo seal a los indios y a los negros de retirarse
hacia atrs.
Corramos a la casa! -indic Manuel. Es lo ms corto.
Y, en efecto, como no haba que pensar en luchar directamente, lo ms conveniente era
ponerse en salvo.
Esto se hizo en un instante. La familia Garral se haba refugiado en la casa, donde los dos
jvenes la siguieron. Los indios y los negros se haban retirado a sus camarotes y a sus casas.
En el momento de cerrar la puerta de la casa, dijo Manuel:
Y Minha?
No est all- respondi Lina, que llegaba corriendo del cuarto de su ama.
Gran Dios! Dnde est? -grit su madre.
Y todos empezaron a gritar a la vez;
Minha! Minha!
Nadie respondi.
Estar en la delantera de la jangada? -dijo Benito.
Captulo XVIII
La comida de llegada
D espus de una noche que apenas fue suficiente para calmar tantas emociones, al otro da
se soltaron las amarras que unan la jangada a aquella playa de caimanes y se continu el
viaje. Antes de cinco das, de no ocurrir algn contratiempo, la jangada habra llegado al
puerto de Manaos.
Minha se haba ya restablecido del susto. Con los ojos y la sonrisa daba las gracias a todos
los que haban expuesto su vida por ella.
Lina, por su parte, pareca que se hallaba ms agradecida al valiente Fragoso que si la
hubiese salvado a ella misma.
Tarde o temprano os pagar lo que hicisteis, amigo Fragoso -le dijo sonriendo, al verle
por la maana.
Y cmo, seorita Lina?
Oh, demasiado lo sabis!
Entonces si es lo que yo s, que sea pronto y no tarde -respondi el simptico mozo.
Y desde aquel da qued convenido que la hermosa Lina era la prometida de Fragoso. Su
boda se efectuara al mismo tiempo que la de Minha y Manuel y que la pareja se quedara
en Belem con los hijos de Garral.
Todo est muy bien -repeta desde entonces Fragoso-; pero jams hubiera credo que Par
estuviese tan lejos.
En cuanto a Manuel y Benito, haban tenido una larga conversacin con motivo de los
sucesos ocurr dos. No poda haber medio de obtener que Juan Garral despidiese a su
salvador.
"Vuestra vida me es preciosa entre todas, haba dicho Torres.
Y esta respuesta hiperblica a la vez que enigmtica, que se le haba escapado a Torres,
Benito la haba odo, retenindola.
Interiormente, los dos jvenes no podan hacer nada. Ms que nunca estaban reducidos a
esperar y a esperar no cuatro o cinco das, sino siete u ocho semanas an; es decir, todo el
tiempo que tardara la jangada en bajar hasta Belem.
Existe en todo esto -deca Benito- un misterio que no acierto a comprender.
S, pero nosotros estamos seguros respecto de un particular -replicaba Manuel. La verdad
es, Benito, que Torres no quiere la vida de tu padre. Por lo dems, seguiremos vigilando.
Sin embargo, pareca que desde entonces Torres quiso mostrarse ms reservado. Ya no
trataba de imponerse de ningn modo a la familia y al mismo tiempo se manifestaba menos
asiduo respecto de Minha. Se verific, pues, una tregua en aquella situacin, cuya gravedad
conocan todos, excepto quiz Juan Garral.
En la tarde del mismo da se dej a la derecha del ro la isla Baroso, formada por un furo
de aquel nombre y el lago Manavori, que est alimentado por una serie confusa de pequeos
tributarios.
La noche se pas sin ningn incidente, aunque Garral haba recomendado que se vigilase
con gran cuidado.
Al otro da, veinte de agosto, el piloto, que tena que seguir siempre por la orilla derecha,
a causa de los caprichosos remolinos de la izquierda, se engolf entre los ribazos de la ribera
y las islas.
A la parte de all de este ribazo, el terreno estaba sembrado de lagos grandes y pequeos,
tales como el Caldern, el Huarandeina y algunos otros lagos de aguas negras. Aquel sistema
hidrogrfico indicaba la proximidad del ro Negro, el ms curioso de todos los afluentes del
Amazonas. Este, en realidad, tena an el nombre de Solimoes, que es el que lleva el gran
ro. Mas, despus de la desembocadura de ro Negro, toma el que le ha hecho clebre entre
todas las corrientes del mundo.
Durante aquel da, la jangada tuvo que navegar en condiciones bastante curiosas.
El brazo que segua el piloto entre la isla Caldern y la tierra resultaba muy angosto, por
ms que tuviese la apariencia de todo lo contrario. Se deba esto a que una gran parte de la
isla, poco elevada sobre el nivel ordinario del ro, estaba todava cubierta por las altas aguas
de la crecida.
En cada orilla haba espesas masas de bosquecillos y rboles gigantescos, que se elevaban
a cincuenta pies del suelo y que juntndose los de una orilla con los de la otra, formaban
una inmensa bveda.
Sobre la izquierda, nada ms pintoresco que aquel bosque inundado y que pareca estar
plantado en medio de un lago. Los troncos de los rboles surgan de un agua tranquila y
limpia, en la cual el entrelazado de sus ramas se reflejaba con una incomparable pureza.
Parecan estar colocados sobre un inmenso espejo, como esos arbustos en miniatura de
ciertos ramilletes de mesa, cuya reflexin no puede ser ms perfecta. La diferencia entre la
imagen y la realidad no habra podido establecerse. De doble tamao, terminados por arriba
y por abajo en un vasto parasol de verde follaje, parecan formar dos hemisferios y la jangada
poda figurarse que navegaba en el interior de uno de sus grandes crculos.
Era, en efecto, preciso dejar el tren de troncos, aventurarse bajo aquellas arcadas en las
cuales se rompa la ligera corriente del ro. No poda retrocederse. De aqu la necesidad de
maniobrar con una precisin extremada, a fin de evitar los choques contra la derecha y la
izquierda.
En aquello se mostr toda la habilidad del piloto Araujo, que fue, por otra parte,
hbilmente secundado por toda la tripulacin. Los rboles del bosque proporcionaban
slidos puntos de apoyo a los largos bicheros y se sostuvo as la direccin. El menor choque
que hubiera podido dar la jangada con cualquiera de sus costados habra producido la
demolicin completa de la enorme armadura y originando la prdida, si no del personal, por
lo menos del cargamento que conduca.
En verdad que esto es muy hermoso -dijo Minha- y que nos sera muy agradable caminar
siempre de tal manera, sobre un agua tan apacible y al abrigo de los rayos del sol.
Esto sera a la vez agradable y peligroso, querida Minha -respondi Manuel. En una
piragua no habra nada que temer caminando as. Pero para un gran tren de maderas vale
ms el curso libre y desembarazado de un ro.
Antes de dos horas habremos atravesado todo este bosque -prometi el piloto.
Miremos entonces bien -grit Lina-; todas estas bellas cosas pasan muy de prisa. Ah,
querida ama; ved esas manadas de monos que retozan en las altas ramas de los rboles y los
pjaros que se miran en esta agua tan pura!
Y las flores que se abren en la superficie -agreg Minha- y que la corriente mece como si
fuese una brisa.
Y esas largas ramas que estn caprichosamente tendidas de un rbol a otro -aadi la
joven mulata.
Y sin Fragoso al extremo de ellas -dijo el prometido de Lina- y que es, por lo tanto, una
bella flor que habis recogido all, en el bosque de Iquitos!
Oh, s, una bella flor, nica en el mundo! -grit Lina, mofndose. Ay, ama, mirad esas
magnficas plantas! -agreg al punto.
Y Lina sealaba nimpheas de hojas colosales, cuyas flores tenan botones tan grandes como
nueces de coco. Despus haba en el lugar
donde se dibujaban las orillas sumergidas,
haces de aquellas caas mucumus, de anchas
hojas y cuyos tallos elsticos pueden
separarse para dar paso a una piragua,
cerrndose detrs de ella. Y all haba con
qu excitar a un cazador, porque todo un
mundo de aves acuticas revoloteaba entre
aquellas altas agrupaciones de rboles y
flores, agitadas por la corriente.
Ibis puestos en una actitud epigrfica,
sobre un viejo tronco casi cado; garzas
reales grises, inmviles sobre una pata;
graves flamencos, que parecan desde lejos
quitasoles de color de rosa abiertos en el
follaje y otros muchos phenicopteros de todos
los colores, animaban aquel pantano
provisional.
Pero tambin a flor de agua se deslizaban
largas y veloces culebras, algunas quiz eran
temibles
gimnotos,
cuyas
descargas
elctricas, repetidas una tras otra, paralizan
al hombre o al animal ms robusto y
concluyen por matarle. Era preciso tener
precaucin, sobre todo con las serpientes
sucurijus que, enroscadas en el tronco de algn rbol, se desenrollan, se extienden, cogen su
presa y la estrujan entre sus anillos, bastante fuertes para aplastar un buey.
A la verdad, uno de aquellos sucurijus, lanzado en la superficie de la jangada, hubiera sido
tan temible como un caimn.
Felizmente, los pasajeros no tuvieron que luchar ni contra los gimnotos ni contra las
serpientes y la travesa por entre el bosque inundado, que dur cerca de dos horas, se verific
sin ningn accidente.
Tres das pasaron. Se hallaban cerca de
Manaos. Dentro de veinticuatro horas la
jangada se hallara en la embocadura de Ro
Negro, delante de aquella capital de la
provincia de las Amazonas.
En efecto, el veintitrs de agosto, a las
cinco de la tarde, se detuvo en la punta
septentrional de la isla Muras, en la ribera
derecha del ro. No haba ms que atravesar
oblicuamente una distancia de algunas millas
para llegar al puerto.
Pero el piloto Araujo no quiso y con razn,
exponerse aquel da all, porque la noche se
aproximaba. Los veinte kilmetros que
faltaba recorrer exigiran tres horas de
navegacin y para cortar la corriente del ro
importaba ante todo ver muy claro.
Aquella tarde, la comida, que deba ser la
ltima de aquella primera parte del viaje, fue
servida con ms ceremonia. Bien mereca la
pena de celebrar con un alegre banquete
haber recorrido la mitad del curso del
Amazonas y las condiciones en que se haba
verificado. Se convino en beber, a la salud del
Ro de las Amazonas, algunos vasos de aquel generoso licor que destilan las laderas de Oporto
o de Setbal tan estimado en todo el mundo.
Por otra parte, esto sera como la comida de esponsales de Fragoso y de la bella Lina. La
de Manuel y Minha se haba verificado en la hacienda de Iquitos, algunas semanas antes.
Despus de los jvenes amos, le tocaba el turno a aquella fiel pareja, con la que les ligaban
tantos lazos de gratitud.
As, en medio de aquella honrada familia, Lina, que deba quedar al servicio de su ama y
Fragoso, que iba a entrar en el de Manuel, se sentaron a la mesa general, ocupando el puesto
de honor que se les haba reservado.
Torres, como es natural, asisti a la comida, digna de la despensa y la cocina de la jangada.
El aventurero, sentado enfrente de Garral, siempre taciturno, escuchaba lo que se deca,
sin tomar parte en la conversacin. Benito, sin aparentarlo, le observaba atentamente. Las
miradas de Torres, siempre dirigidas a su padre, tenan un brillo singular. Se dira que eran
las de una fiera que procura fascinar a su presa antes de arrojarse sobre ella.
Manuel hablaba, por lo comn, con la joven Minha. De tiempo en tiempo, sus ojos se
dirigan tambin hacia Torres; pero, en suma, mejor que Benito, haba tomado su partido
acerca de una situacin que, si no acababa en Manaos, concluira en Belem.
La comida fue alegre. Lina la animaba con su buen humor y Fragoso con sus graciosas
ocurrencias. El padre Passanha contemplaba con regocijo aquel pequeo mundo, que tanto
amaba y aquellas dos jvenes parejas que su mano deba bendecir muy pronto en las aguas
de Par.
Comed bien, padre -dijo Benito, que acab por mezclarse en la conversacin general; haced honor a esta comida de esponsales. Esto os dar fuerzas para celebrar tantos
matrimonios a la vez.
Querido nio -respondi el padre Passanha-, bscanos una hermosa y honrada joven que
te quiera y ya vers si no basto para casaros todava a los dos.
Bien dicho, padre! -exclam Manuel. Bebamos por el prximo enlace de Benito.
Nos dedicaremos a buscarle en Belem una joven y hermosa novia -propuso Minha- y
obrar como todo el mundo.
A la unin del seor Benito! -exclam Fragoso, que hubiera querido que el mundo entero
se hubiese casado con l.
Tienen razn, hijo mo -agreg Yaquita. Tambin yo brindo por tu matrimonio y por que
seas dichoso como lo sern Minha y Manuel; como yo lo he sido al lado de tu padre.
Como lo seris siempre, as es de esperar -dijo entonces Torres, bebindose un vaso de
oporto y sin haber antes brindado por nadie. Cada uno aqu tiene la dicha en su mano.
No podra decirse por qu; pero este brindis, procedente del aventurero, caus una
impresin desagradable.
Manuel la sinti tambin; pero queriendo resistirse a la vez contra aquel sentimiento, dijo:
Vamos, padre, no habr todava algunas parejas que desposar en la jangada?
Me parece que no -respondi el padre Passanha-, a menos que Torres Vos no sois
casado, segn creo.
No yo soy todava soltero.
Benito y Manuel creyeron advertir que, al hablar de aquel modo, la mirada de Torres se
posaba en Minha.
Y qu os impide casaros? -inquiri el padre Passanha. En Belem podis encontrar una
mujer cuya edad resulte apropiada para la vuestra y quiz os ser posible fijar vuestra
residencia en la ciudad. Esto os resultara mejor que la vida errante, de la que hasta ahora
no habris sacado, seguramente, grande utilidad.
Tenis razn, padre -contest Torres. Y no digo que no siga vuestro consejo. Adems,
el ejemplo es contagioso. Al ver a estos jvenes prometidos, me entran deseos de casarme
tambin. Pero soy completamente extrao en la ciudad de Belem y esto, a no mediar
circunstancias particulares, puede hacer muy difcil mi permanencia all.
Y se puede saber de dnde sois? -pregunt Fragoso, que conservaba siempre la idea de
haberse ya topado con Torres en alguna parte.
De la provincia de Minas Geraes.
All habis nacido?
En la misma capital del territorio diamantfero, en Tijuco.
Si en aquel momento alguien hubiera observado a Garral, le hubiera causado espanto la
fijeza de sus ojos cuando se cruzaron con los de Torres.
Captulo XIX
Una vieja historia
siguientes trminos.
Cmo! Que sois de Tijuco, de la misma capital del distrito de los diamantes?
S -dijo Torres. Es que vos tambin habis nacido en aquella provincia?
No; nac en una de las provincias del litoral del Atlntico, en la parte norte de Brasil -hizo
saber Fragoso.
Tampoco vos conocis el pas de los diamantes, seor Manuel? -pregunt Torres.
Por toda respuesta, el joven hizo una seal negativa.
Y vos, seor Benito -continu el que preguntaba, dirigindose al joven Garral, a quien
evidentemente quera empear en esta conversacin-, no habis tenido nunca curiosidad en
ir a visitarla?
Jams! -respondi secamente Benito.
Ah! Yo hubiera deseado ver ese pas -dijo Fragoso, que inconscientemente serva a los
propsitos de Torres. Me parece que hubiera concluido por encontrar algn diamante de
gran valor.
Y qu hubierais hecho con ese diamante de gran valor, Fragoso? -pregunt Lina.
Lo hubiera vendido.
Entonces, serais muy rico ahora?
Muy rico.
Entonces, si hubierais sido rico hace tres meses solamente, no hubierais tenido la idea
de aquel bejuco.
Y de no haberla yo tenido -contest Fragoso-, no habra venido una hermosa mujercita,
que Vamos, decididamente, Dios hace bien todo lo que hace!
Ya lo veis, Fragoso -contest Minha-, puesto que vais a casaros con mi pequea. Diamante
por diamante, no habis perdido en el cambio.
Al contrario, seorita Minha! -dijo Fragoso con mucha gracia-; al contrario: he ganado!
Torres, sin duda, no quera dejar que decayese el motivo de la conversacin, porque volvi
a tomar la palabra.
En verdad -dijo-, se han hecho en Tijuco fortunas rpidas, que han trastornado bastantes
cabezas. No habis odo hablar de aquel famoso diamante de Abaete, cuyo valor se ha
estimado en ms de dos contos de reis?
Pues bien, las minas de Brasil son las que han producido aquel guijarro que pes una onza.
Y fueron tres condenados, s, tres condenados a destierro perpetuo los que le hallaron por
casualidad en la ribera de Abaete, a noventa leguas de Serro do Fro.
Hicieron de golpe su fortuna? -pregunt Fragoso.
No -contest Torres-; el diamante fue enviado al gobernador general de las minas.
Habindose reconocido el valor de la piedra, el rey Juan VI de Portugal mand pulirla y
horadarla y la llevaba pendiente de su cuello en las grandes ceremonias. En cuanto a los
condenados, obtuvieron su perdn y esto fue todo. A ser ms hbiles hubieran sacado de all
buenas rentas.
Vos, sin duda -insinu secamente Benito.
S yo. Por qu no? -respondi Torres. Y vos, no habis visitado jams, el distrito de los
diamantes? -aadi, dirigindose a Juan Garral directamente esta vez.
Pero, como digo, este lugar es el ms rico del mundo; porque desde 1807 a 1817, la
produccin anual fue de cerca 'de dieciocho mil quilates. Ah!, haba all muy buenos golpes
que dar, no solamente por los trepadores, que buscaban la piedra preciosa hasta sobre la
cima de las montaas, sino tambin para los contrabandistas, que pasaban todo cuanto
podan. Actualmente, la explotacin es menos fcil y los dos mil negros empleados por el
Gobierno en el trabajo de las minas estn obligados a desviar corrientes de agua para extraer
la arena diamantina. Anteriormente se haca con ms comodidad.
En efecto -respondi Fragoso-; el buen tiempo ha pasado.
Pero lo que an queda de fcil todava es procurarse el diamante al uso de los
malhechores, es decir, por medio del robo. Hacia 1826 (yo tena entonces ocho aos), pas
en el mismo Tijuco un drama terrible, que demuestra que los criminales no ceden ante nada
cuando quieren conquistar una fortuna por medio de un golpe de audacia. Pero esta historia
no os interesar sin duda.
Al contrario, Torres, continuad -respondi Juan Garral con una voz singularmente
tranquila.
Sea! -continu Torres. Se trataba esta vez de robar diamantes; un puado de aquellos
preciosos guijarros. Un milln y acaso dos.
Y Torres, cuya fisonoma expresaba los ms viles sentimientos de codicia, hizo
involuntariamente el ademn de abrir y cerrar la mano.
Vase cmo pas esto -volvi a decir. Existe la costumbre en Tijuco de expedir de una sola
vez los diamantes recogidos durante el ao. Se les divide en dos lotes, segn su grueso,
despus de haberlos pasado por doce cribas taladradas con diferentes agujeros. Estos lotes
son guardados en sacos y se envan a Ro de Janeiro; pero como representan un valor de
algunos millones ya podis suponer que van bien custodiados. Un empleado, elegido por el
intendente, cuatro soldados de caballera del regimiento de la provincia y diez hombres a
pie, forman el convoy. Desde luego, van a Villa Rica, donde el comandante general pone su
sello sobre los sacos y el convoy prosigue su marcha a Ro de Janeiro. Debe advertirse que,
para mayor seguridad, la marcha se tiene siempre secreta. Pero en 1826, un joven empleado
llamado Dacosta, de veintids a veintitrs aos lo ms, que haca algunos aos trabajaba en
Tijuco, en las oficinas del gobernador general, combin el siguiente golpe. Se puso de
acuerdo con una tropa de contrabandistas y les indic el da de la marcha del convoy.
Aquellos malhechores, que eran muchos y bien armados, tomaron sus disposiciones. Ms all
de Villa Rica, durante la noche del 22 de enero, la banda cay de improviso sobre la escolta
que custodiaba los diamantes.
Los
soldados
se
defendieron
valerosamente; pero todos fueron asesinados,
excepto uno, que, aunque gravemente
herido, pudo escapar y llev la noticia de
aquel horrible atentado. El empleado que les
acompaaba tuvo la misma suerte que los
soldados de la escolta; cado bajo los golpes
de los malhechores, haba sido arrastrado y
echado, sin duda, en algn precipicio,
porque su cuerpo no se volvi a encontrar.
Y ese Dacosta? -pregunt Juan Garral,
tranquilo.
No le aprovech su crimen. Una serie de
diferentes circunstancias hizo que las
sospechas no tardaran en recaer sobre l y
fue acusado de haber manejado aquel
negocio. En vano afirm que era inocente.
Por su empleo estaba en situacin de saber el
da en que se verificara la marcha del
convoy. Slo l haba podido avisar a la
banda de malhechores. Fue, pues, acusado,
preso, juzgado y sentenciado a muerte. La
ejecucin de la sentencia deba tener lugar
en las siguientes veinticuatro horas.
Y fue ejecutado aquel malhechor? -pregunt Fragoso.
No -respondi Torres. Se le haba encerrado en la crcel de Villa Rica y durante la noche,
algunas horas solamente antes de la ejecucin, sea que obrase solo o ayudado por alguno de
sus cmplices, pudo escaparse.
Y luego, no se ha odo hablar ms de ese hombre? -pregunt Garral.
Jams! -respondi Torres. Abandonara el pas y al presente pasar sin pena una vida
alegre en un pas lejano con el producto del robo que haba sabido realizar.
O, por el contrario, puede haber muerto como un miserable -respondi Juan Garral.
Y aun puede ser que Dios le haya dado el remordimiento de su crimen! -aadi el padre
Passanha.
En aquel momento, los convidados se haban levantado de la mesa y concluida la comida,
salieron todos para ir a respirar el aire de la tarde. El sol iba descendiendo en el horizonte;
pero todava deba pasar ms de una hora antes que fuera de noche.
Estas historias no son nada divertidas -dijo Fragoso- y nuestra comida de esponsales haba
comenzado mejor.
Vuestra ha sido la culpa, seor Fragoso -dijo Lina.
Cmo! Ma la culpa?
En efecto. Porque habis seguido hablando de ese distrito y de esos diamantes que nada
nos importa.
A fe ma, es cierto -respondi Fragoso-; pero no cre que esto acabara de tal manera.
Vos sois, pues, el primer culpable!
Y el primer castigado, seorita Lina, puesto que no os he visto ni odo rer a los postres.
Toda la familia se dirigi entonces hacia la
parte delantera de la jangada.
Manuel y Benito iban juntos, sin hablar.
Yaquita y su hija les seguan, silenciosas
tambin y todos experimentaban una
inexplicable impresin de tristeza, como si
presintiesen alguna grave eventualidad.
Torres, que se encontraba al lado de Juan
Garral, quien, a su vez, con la cabeza baja,
pareca estar profundamente abismado en
sus
reflexiones,
interrumpi
los
pensamientos de ste y, ponindole la mano
sobre el hombro, le dijo:
Juan Garral, podra tener con vos unos
minutos de conversacin?
Juan Garral mir a Torres y le pregunt;
Aqu?
No; reservadamente.
Venid, pues.
Y ambos retornaron a la casa, entraron en
ella y cerraron las puertas.
Muy difcil sera definir lo que sinti cada
uno cuando los dos hombres les dejaron.
Qu poda existir de comn entre aquel
aventurero y el honrado hacendado de Iquitos? Pareca flotar la amenaza de una desgracia
espantosa suspendida sobre aquella familia. Nadie se atreva a preguntar.
Manuel -dijo Benito, asiendo del brazo a su amigo y arrastrndole consigo-, suceda lo
que su ceda, ese hombre ha de desembarcar maana en Manaos!
S, es preciso -convino Manuel.
Y si por parte de l eso s!, si por su culpa sobreviene alguna desgracia a mi padre
te juro que lo mato!
Captulo XX
Entre estos dos hombres
D urante unos momentos, Garral y Torres, luego que se hallaron solos en aquella cmara,
donde nadie poda verlos ni orlos, se miraron sin pronunciar palabra. Vacilaba el
aventurero en el momento de hablar? Se daba cuenta de que Juan Garral slo contestara
con un desdeoso silencio a las preguntas que le dirigiera? Indudablemente y por eso, Torres
no preguntaba. Para empezar aquella conversacin, adopt con firmeza el papel de acusador.
Vos no os llamis Garral -empez-; os apellidis Dacosta.
Ante aquel nombre de un perseguido que le daba Torres, Garral no pudo contener un
estremecimiento. Pero no contest nada.
Vos sois Juan Dacosta -repiti Torres-; empleado hace veintitrs aos en las oficinas del
gobernador de Tijuco y tambin sois el que est condenado por aquel asunto de robo y
asesinato.
Tampoco dio respuesta alguna a esto Juan Garral, cuya extraa calma sorprenda al
aventurero. Estara equivocado tal vez acusando a su husped? No, puesto que Juan Garral
no se sobreexcitaba ante aquellas terribles acusaciones. Sin duda, se preguntaba adnde iba
a parar Torres.
Juan Dacosta -continu ste- yo os lo repito, vos sois el que ha sido perseguido por el
negocio de los diamantes, convicto del crimen y condenado a muerte. Vos sois el que se
escap de la crcel de Villa Rica algunas horas antes de la ejecucin. Qu contestis?
Tambin un profundo silencio sigui a esta pregunta directa que acababa de hacer Torres.
Juan Garral, siempre tranquilo, haba tomado asiento y apoyando el codo sobre una mesa
pequea, miraba fijamente a su acusador, sin bajar la cabeza. -Me respondis? -insisti
Torres.
Qu respuesta esperis de m? -dijo simplemente Juan Garral.
Una respuesta -contest lentamente Torres- que me impida ir a buscar al jefe de polica
de Manaos y decirle: En esa jangada hay un hombre cuya identidad es muy fcil de probar,
que ser tambin reconocido despus de veintitrs aos de ausencia; y este hombre es el
instigador del robo de los diamantes de Tijuco, el cmplice del asesinato de los soldados y
de la escolta y el condenado que se sustrajo al suplicio; y ese es Juan Garral, cuyo verdadero
nombre es Juan Dacosta.
De modo que -dijo Juan Garral- yo no tendr nada que temer de vos, Torres, si os doy la
respuesta que esperis?
Nada, porque entonces ni vos ni yo tendremos inters en hablar de este asunto.
Ni vos ni yo? -respondi Juan Garral. Conque yo debo comprar vuestro silencio?
No se trata de eso.
Qu queris, entonces?
Juan Garral -respondi Torres-, ved cul es mi proposicin. No os apresuris a
contestarme con una repulsa formal y advertid que estis en mi poder.
Exponed esa proposicin -pidi Garral, con calma.
Torres qued un instante como reflexionando. La actitud de aquel culpable, cuya vida
estaba entre sus manos, era muy a propsito para sorprenderle. Esperaba un debate violento,
splicas y lgrimas Tena delante a un hombre convicto de los ms grandes crmenes y
aquel hombre no se alteraba.
En fin, cruzando los brazos, le dijo:
Tenis una hija. Esta hija me agrada y quiero casarme con ella.
Sin duda Juan Garral lo esperaba todo de tal hombre y esta peticin no le hizo perder nada
de su calma.
De modo -contest- que el honrado Torres quiere entrar en la familia de un asesino, de
un ladrn?
Yo slo soy juez de lo que me conviene hacer -respondi Torres. Deseo ser yerno de Juan
Garral y lo ser!
No ignoris, sin embargo, Torres, que mi hija se va a unir con Manuel Valds.
Ya os encargaris de disculparos con Manuel Valds.
Y si mi hija rehsa?
Contdselo todo. Creo conocerla y s que no se arrepentir -respondi imprudentemente
Torres.
Todo?
Todo lo ocurrido. Entre sus propios sentimientos y el honor de su familia y la vida de su
padre, ella no vacilar.
Es verdad que sois un gran miserable, Torres -declar tranquilamente Garral, a quien no
abandonaba su sangre fra.
Un miserable y un asesino estn hechos a propsito para entenderse.
A estas palabras Juan Garral se levant y se dirigi al aventurero y mirndole a los ojos,
dijo:
Torres, no me engais: si deseis entrar en la familia de Juan Dacosta, es porque sabis
que Juan Dacosta es inocente del crimen por que fue condenado.
Efectivamente.
Y yo aado -continu Garral- que poseis la prueba de esta inocencia y que esta inocencia
os reservis publicarla hasta el da que os desposis con mi hija.
Juguemos con las cartas boca arriba, Juan Garral -respondi Torres bajando la voz- y
cuando me hayis odo, veremos si os atrevis a negarme la mano de vuestra hija. Es cierto
-dijo el aventurero, conteniendo a medias sus palabras, como si sintiera dejarlas escapar
de sus labios-; sois inocente, lo s, porque conozco al verdadero culpable y me hallo en
situacin de probar vuestra inocencia.
Y el miserable que cometi el crimen?
Ha muerto!
Muerto! -exclam Juan Garral, a quien esta palabra hizo palidecer, a pesar suyo, como si
esto le quitara todos los medios de poder rehabilitarse jams.
Muerto! -repiti Torres. Pero aquel hombre que yo conoc mucho tiempo despus de
cometer el delito, sin que yo supiese que era el criminal, haba escrito de mano propia y muy
largamente, la relacin de aquel asunto de los diamantes, con objeto de conservar hasta los
menores detalles. Sintiendo aproximarse su fin, fue asaltado por los remordimientos. l saba
dnde se haba refugiado Juan Dacosta y bajo qu nombre el inocente se haba procurado
una nueva vida. Saba que estaba rico, en el seno de una familia feliz; pero tambin saba
que a l le faltaba la felicidad. Y bien, aquella felicidad quiso drsela con la rehabilitacin a
que tena derecho. Pero la muerte vena y me encarg a m, a su compaero, ejecutar lo que
l no poda hacer Me envi las pruebas de la inocencia de Dacosta, a fin de hacerlas llegar
a sus manos y muri.
Decidme cmo se llama ese hombre! -exclam Juan Garral con un tono que no le fue
posible dominar.
Lo sabris cuando yo pertenezca a vuestra familia.
Y aquel escrito?
Juan Garral estuvo a punto de lanzarse sobre Torres para registrarle y poderle sacar la
prueba de su inocencia.
Aquel escrito se halla en lugar seguro -respondi Torres- y no lo tendris hasta que
vuestra hija sea mi esposa. Y ahora, me la negis todava? -S -respondi Juan Garral-; pero
a cambio de este escrito, la mitad de mi fortuna es vuestra. -La mitad de vuestra fortuna!
-exclam Torres. Bien, la acepto a condicin de que Minha me la aportar al matrimonio.
Y de esta manera respetis la voluntad de un moribundo, de un criminal a quien mueven
los remordimientos y que os encarga reparar, en tanto que estaba en s, todo el dao que
haba hecho?
As es.
Otra vez os digo, Torres, que sois un gran miserable.
No me importa lo que digis.
Y como yo no soy un criminal, no estamos en condiciones de podernos entender.
De modo que os negis?
Me niego!
Entonces, es vuestra prdida lo que buscis, Juan Garral. Todo os acusa en la instruccin
que se form. Estis condenado a muerte y bien sabis que en las condenas por delitos de la
ndole del nuestro, el gobierno no tiene poder para conmutar las penas. Denunciado, seris
preso y una vez esto ocurra, ejecutado! Y yo estoy dispuesto a delataros!
Por muy dueo de s que fuese Garral, le era imposible contenerse ms, e iba al lanzarse
sobre Torres.
Unas palabras de aquel bribn contuvieron, sin embargo, su clera.
Tened cuidado! -dijo Torres. Vuestra
esposa ignora que es la mujer de Juan
Dacosta! Y tampoco saben vuestros hijos
que lo son de un criminal! Vais a hacrselo
saber!
Garral se detuvo. Volvi a adquirir todo su
imperio sobre s mismo y sus facciones
recobraron su calma habitual.
Esta discusin ha durado bastante -dijo,
encaminndose hacia la puerta. Ya s lo que
me resta hacer.
Cuidado, Juan Garral! -dijo por ltima
vez Torres, que no poda convencerse de que
su innoble proceder hubiese fracasado.
Garral no contest. Atravesando la puerta
que se abra sobre la galera cubierta, hizo
sea a Torres de que le siguiera y ambos se
dirigieron hacia el centro de la jangada
donde toda la familia se encontraba reunida.
Benito y Manuel se hallaban en pie, presas
de la mayor ansiedad. Pudieron notar que el
rostro de Torres apareca amenazador y que
el fuego de la clera brillaba en sus ojos.
Segunda parte
Captulo I
Manaos
M anaos se halla exactamente situada a los 3o 8' 4" de latitud austral y a los 67 27' de
longitud oeste del meridiano de Pars. Unos dos mil seiscientos kilmetros la separan de
Belem y diez solamente de la desembocadura del ro Negro.
Manaos se levanta a orillas del ro
Amazonas. En la ribera izquierda del ro
Negro, el ms importante y notable de los
tributarios de la grande arteria brasilea, es
donde se yergue aquella capital de la
provincia, dominando la campia inmediata
con el pintoresco conjunto de sus casas
particulares y sus edificios pblicos.
Descubierto el ro Negro en 1645, por el
espaol Favella, nace en las faldas de las
montaas situadas al Nordeste, entre Brasil y
Nueva Granada, en el mismo centro de la
provincia de Popayn, ponindose en
comunicacin con el Orinoco, es decir, con
las Guayanas, por dos de sus afluentes; el
Pimichn y el Cuasicari.
Despus de un magnfico curso de dos mil
setecientos kilmetros, viene el ro Negro,
por una desembocadura de dos mil metros, a
verter sus aguas negras en el Amazonas; pero
sin que se confunda con las suyas en un
espacio de varios kilmetros, al ser su caudal
tan activo y poderoso. En aquel sitio, las
puntas de sus dos orillas se ensanchan
formando una vasta baha de unos noventa
kilmetros de fondo, que se extiende hasta las islas Anavilanas. All, en una de las numerosas
ensenadas, se encuentra el puerto de Manaos. Multitud de embarcaciones se hallan en l;
unas, ancladas en la corriente del ro, esperando viento favorable y otras en reparacin, en
los numerosos igaraps o canales que cruzan caprichosamente la ciudad y le dan un aspecto
un poco holands.
Con la escala de barcos de vapor que no habr de tardar en establecerse cerca de la
confluencia de ambos ros, el comercio de Manaos habr de aumentar notablemente.
En efecto, entonces las maderas de construccin y de ebanistera, el cacao, el caucho,
el caf, zarzaparrilla, caa de azcar, ndigo, nuez moscada, pescado salado y manteca de
tortuga, adems de otros diversos artculos, habrn de encontrar all numerosas vas de
agua que los transporten en todas direcciones: el ro Negro al norte y al oeste, el Madeira
al sur y al oeste y el Amazonas, en fin, que se extiende hacia el este hasta el litoral del
Atlntico. La situacin de aquella ciudad, muy ventajosa, deba contribuir poderosamente a
su prosperidad.
Manaos se llam en otro tiempo Moura y despus Barra de Ro Negro. Desde 1757 a
1804 form solamente parte de la capitana que llevaba el nombre del gran afluente cuya
desembocadura ocupaba; pero a partir de 1826, vino a ser la capital de la vasta provincia
del Amazonas, debiendo su nuevo nombre a una tribu de los indios que habitaban en otra
poca los territorios de Centroamrica.
Muchas veces, viajeros mal informados han confundido esta ciudad con la famosa Manoa,
especie de ciudad fantstica, edificada, segn se afirma, cerca del lago legendario de Parima,
que parece no ser otro que el Branco superior, es decir, simplemente un afluente del ro
Negro. All estaba aquel imperio llamado Eldorado, cuyo soberano, si hemos de creer las
fbulas del pas, se haca cubrir todas las maanas de polvos de oro, abundando tanto
este precioso metal en aquellos terrenos privilegiados, que era recogido a paladas. Pero
de las investigaciones hechas result, al llegar a aquel pasaje, que toda aquella pretendida
riqueza aurfera consista en la presencia de numerosas micas, sin valor alguno, que haban
engaado los vidos ojos de los buscadores de oro.
En resumen: Manaos no tiene nada de los esplendores fabulosos de aquella mitolgica
capital de Eldorado. No era ms que una ciudad de cerca de cinco mil habitantes, entre los
que figuraban, por lo menos, tres mil funcionarios. All hay cierto nmero de edificios civiles
para uso de aquellos empleados: Congreso, palacio de la Presidencia, Tesorera general, casa
de Correos y Aduana, sin contar un colegio que se fund en 1848 y un hospital que acababa
de crearse en 1851. Aadiendo a esto un cementerio que ocupaba la bajada oriental de la
colina, donde en 1669 se levant una fortaleza contra los piratas del Amazonas, actualmente
destruida, se sabr a qu hay que atenerse respecto de la importancia de los establecimientos
civiles de la ciudad.
En cuanto a los edificios religiosos, slo merecan nombrarse dos: la pequea iglesia de
la Concepcin y la capilla de Nuestra Seora de los Remedios, edificada casi a campo raso,
sobre una altura que dominaba a Manaos.
Esto era muy poco para una ciudad de origen espaol. A aquellos dos monumentos haba
que aadir todava un convento de carmelitas, incendiado en el ao 1850 y del cual ya no
quedan ms que desoladoras ruinas.
La poblacin de Manaos no ascenda entonces al nmero arriba indicado y, fuera de los
funcionarios, empleados y soldados, se compona especialmente de negociantes portugueses
y de indios pertenecientes a las diversas tribus de ro Negro.
Tres calles principales, harto irregulares, servan a la ciudad y llevaban nombres muy
significativos en el pas y que tenan un mercado colosal; son: la calle de Dios Padre, la
de Dios Hijo y la de Dios Espritu Santo. Fuera de stas y hacia Poniente, se extenda una
magnfica avenida de naranjos centenarios, que respetaron religiosamente los arquitectos
que de la antigua ciudad hicieron la ciudad nueva.
En torno a dichas calles principales se entrecruza una red de callejas sin empedrar,
cortadas sucesivamente por cuatro canales que se cruzaban por puentecillos de madera. En
ciertos sitios, tales igaraps paseaban sus aguas sombras por medio de extensos terrenos
incultos, sembrados de magnficos rboles, entre los cuales se distingua el sumaumeira, este
gigante vegetal, revestido de blanca corteza y cuya ancha cpula se redondea en forma de
parasol por encima de un nudoso ramaje.
Respecto a las diversas viviendas particulares, haba que buscarlas entre algunos cientos
de casas harto rudimentarias, las unas cubiertas de tejas y las otras techadas con ramas
sobrepuestas, de palmera, por el saliente de sus miradores y las portadas de sus tiendas, que
en su mayor parte estaban ocupadas por los negociantes portugueses.
Y qu clases de gentes se vean aparecer a las horas del paseo, tanto de los edificios
pblicos como de las habitaciones particulares? Pues hombres de altivo continente, vestidos
con redingote negro, sombrero de seda, zapatos charolados, guantes de color claro y
alfiler de diamantes en el nudo de su corbata y mujeres con grandes tocados y sombreros
a la ltima moda y por ltimo indios, que intentaban tambin ataviarse a la europea,
destruyendo todo lo que an quedaba del carcter local en aquella parte media de la cuenca
del Amazonas.
Tal era Manaos, que hemos dado a conocer sumariamente al lector en el relato de esta
historia. El viaje de la jangada, tan trgicamente interrumpido, se hallaba cortado en medio
del largo trayecto que tena que hacer y all iban a acontecer, en poco tiempo, nuevas fases
de aquel misterioso asunto.
Captulo II
Los primeros momentos
A s que la piragua que conduca a Juan Garral, mejor dicho, a Juan Dacosta, pues ya vamos
Y cuando le hicimos saber -contest Benito- que mi padre y toda su familia se disponan
a pasar la frontera, cambi repentinamente su plan de conducta?
Eso mismo; porque Juan Dacosta, una vez en territorio brasileo, estaba ms a su merced
que en la parte de all de la frontera peruana. He aqu por qu hemos encontrado a Torres
en Tabatinga, donde espiaba nuestra llegada.
Y yo que le ofrec embarcarle en la jangada! -exclam Benito, con desesperacin.
Hermano -le dijo su amigo-, no te reproches nada Torres nos hubiera alcanzado tarde o
temprano, porque no es hombre que abandone la pista iniciada. Si le hubiramos fallado en
Tabatinga, le habramos encontrado en Manaos.
S, Manuel, tienes razn Pero no se trata ya del pasado Ahora, tratamos del
presente Nada de recriminaciones intiles Veamos
Y hablando de este modo, Benito se pas la mano por la frente, como tratando de recoger
todos los pormenores de aquel triste asunto.
Veamos -repiti-; cmo ha podido saber Torres que mi padre haba sido condenado hace
veintitrs aos por aquel abominable crimen de Tijuco?
Lo ignoro -respondi Manuel-; y todo me induce a creer que tu padre tampoco lo sabe.
Y sin embargo, Torres tena conocimiento de ese nombre de Garral, bajo el que se
ocultaba Juan Dacosta?
Evidentemente.
Y saba que era en Per, en Iquitos, donde al cabo de tantos aos se hallaba refugiado
mi padre?
Lo saba -respondi Manuel-; pero no alcanzo a comprender cmo lleg a enterarse de
ello.
La ltima pregunta -dijo Benito. Qu proposicin hizo Torres a mi padre durante la corta
conferencia que precedi a su expulsin?
Le amenaz con delatar a Juan Garral como Juan Dacosta, si ste se negaba a comprar su
silencio.
Y a qu precio?
Al precio de la mano de su hija -respondi Manuel sin vacilar, pero plido de furia.
El miserable lleg a atreverse! -exclam el hermano de Minha.
A tan infame peticin, pero ya viste, Benito, qu respuesta dio tu padre.
S, Manuel, s! La respuesta de un hombre recto indignado! Arroj de aqu a Torres;
pero no basta haberle arrojado! No! Por lo menos no me basta a m! Por la delacin de
Torres es como se ha venido a prender aqu a mi padre, no es verdad?
Claro.
Pues bien! -grit Benito, dirigiendo su brazo con ademn amenazador hacia la orilla
izquierda del ro-; es preciso que encuentre de nuevo a Torres; es preciso que yo sepa cmo
ha llegado a hacerse dueo de ese secreto. Es necesario que me diga, si lo sabe, el verdadero
autor del crimen Hablar y si se niega ya s lo que debo hacer.
Lo que nos resta hacer, tanto a m como a ti -aadi ms framente Manuel, aunque no
menos resuelto.
No, Manuel, no; a m solo!
Somos hermanos, Benito -observ su amigo- y sta ya es una venganza que nos
corresponde a los dos.
Benito no replic. En este asunto, era claro que haba tomado definitivamente su partido
sin dudas de ninguna clase.
En aquel momento, el piloto Araujo, que vena de observar el estado del ro, se acerc a
los dos jvenes y les pregunt:
Habis resuelto si la jangada ha de quedar anclada en la isla de Muras, o tomar el puerto
de Manaos?
Esta era una cuestin que deba resolverse antes de la noche y examinarla por tanto
inmediatamente.
En efecto, la noticia de la prisin de Juan Dacosta deba ya de haberse extendido por la
ciudad. No caba duda de que, por su naturaleza, deba excitar altamente la curiosidad de
la poblacin de Manaos. Pero, sera slo curiosidad contra el condenado, contra el autor
principal de aquel crimen de Tijuco, que haba tenido tan inmenso eco en otro tiempo?
No poda temerse algn movimiento popular con motivo de aquel atentado no castigado
todava? Ante semejantes hiptesis, no convena ms dejar la jangada cerca de la isla de
Muras en la ribera derecha del ro, a algunas millas de Manaos?
Las ventajas y los inconvenientes de tal cuestin fueron examinados con cuidado.
No -decidi Benito-; permanecer aqu sera aparentar que abandonbamos a mi padre y
dudsemos de su inocencia. Sera aparecer como temerosos de formar causa comn con
l!
Tienes razn, Benito -convino el novio de Minha. Partamos!
Araujo, haciendo con la cabeza un movimiento de aprobacin, tom sus disposiciones para
dejar la isla. La maniobra exiga gran cuidado. Se trataba de tomar oblicuamente la corriente
del Amazonas, aumentada por la del ro Negro y dirigirse hacia la desembocadura de este
afluente, que se abra a unas docenas de kilmetros de la orilla izquierda.
Se largaron las amarras que sujetaban la jangada a la isla y sta, vuelta otra vez al lecho del
ro, empez a descender diagonalmente. Araujo, aprovechando hbilmente la curvatura de
la corriente, cortada por las puntas de los promontorios de la orilla, pudo lanzar el inmenso
aparato en la direccin deseada, ayudado por los largos bicheros de la tripulacin.
Dos horas despus, la jangada se hallaba en la otra orilla del Amazonas, un poco ms
arriba de la desembocadura del ro Negro y entonces fue la corriente quien se encarg de
conducirla a la orilla inferior de la vasta baha.
En fin, a las cinco de la tarde, la jangada estaba slidamente amarrada a lo largo de aquella
orilla, no precisamente en el mismo puerto de Manaos, al que no habra podido llegar sin
tener que navegar contra una corriente bastante rpida; pero a menos de una milla de la
parte baja.
El tren de maderas descansaba entonces sobre las oscuras aguas del ro Negro, en las
proximidades de un promontorio bastante alto, erizado de cecropias de largas hebras y
empalizada con esas caas de troncos pelados, llamadas frojas, de las que los indios hacen
sus armas ofensivas.
Captulo III
Una vuelta al pasado
L a sbita muerte del juez Ribeiro resultaba una gran desgracia para Juan Dacosta, pues ste
Pero entonces, el pensamiento de que iba a casar a su hija bajo un nombre que no le
perteneca y que Manuel Valds, creyendo entrar en la familia Garral, entrara en la familia
Dacosta, cuyo jefe no era ms que un fugitivo, sobre el cual pesaba siempre una condena de
pena capital, aquel pensamiento, decimos, le fue insoportable. No! Aquel matrimonio no
se hara en las condiciones en que se haba celebrado el suyo! No, jams!
Ya se recordar lo pasado en aquella poca. Cuatro aos despus que el joven encargado,
socio ya de Magallanes, hubo llegado a la hacienda de Iquitos, el viejo portugus fue
conducido a la posesin herido mortalmente. Le quedaban muy pocos das de vida y le
espantaba la idea de que su hija iba a quedar sola y sin apoyo. Pero sabiendo que Juan y
Yaquita se amaban, quiso que su unin se verificase sin tardanza.
Juan rehus, desde luego. Ofreci quedarse como el protector y servidor de Yaquita, sin
llegar a ser su marido; pero las instancias del moribundo Magallanes fueron tales, que fue
imposible toda resistencia. Yaquita puso su mano en la de Juan y ste no la retir.
Desde luego que con esto cometi una falta grave! S, Juan Dacosta debi, o declararlo
todo, o huir para siempre de aquella casa, donde haba sido tan hospitalariamente recibido;
de aquel establecimiento cuya prosperidad realizara. Eso, decirlo todo antes que dar a la hija
de su bienhechor un nombre que no era el suyo; el nombre de un condenado a muerte, por
el delito de asesinato, por ms que fuese inocente ante los ojos de Dios.
Pero las circunstancias apremiaban; el viejo hacendado iba a morir y sus manos se
tendieron hacia los dos jvenes Juan Dacosta se call, el matrimonio tuvo efecto y la vida
entera del joven granjero fue consagrada a labrar la dicha de la que haba llegado a ser su
esposa.
El da en que se lo haga saber todo -pensaba Juan- Yaquita me perdonar. No dudar de
m un instante! Mas, si yo he podido engaarla, no engaar al hombre honrado que quiera
entrar en nuestra familia casndose con Minha! No, antes me entregar, para acabar
con esta existencia!
Cien veces, sin duda, tuvo Juan Dacosta el pensamiento de hacer saber a su esposa el
pasado que le agobiaba. S, la confesin estuvo en sus labios, sobre todo cuando ella le
rogaba que la condujese al Brasil, hacindola bajar con su hija por aquel hermoso ro
Amazonas. Conoca bastante a Yaquita para estar seguro de que no disminuira el afecto que
le profesaba Pero le faltaba el valor.
Quien no le comprendera en presencia de aquella felicidad familiar que le rodeaba; que
era su obra y que iba, quiz, a destruir para siempre!
Tal fue su vida durante largos aos! Tal fue la fuente, siempre surgente, de los horribles
sufrimientos cuyo secreto guardaba; tal fue, en fin, la vida de aquel hombre, que no tena
ningn acto que ocultar y a quien una suprema injusticia le obligaba a ocultarse.
Mas cuando, finalmente, lleg el da en que ya no pudo dudar del amor de Manuel hacia
su hija y en que pudo calcular que no transcurrira un ao sin que se viese precisado a dar
su consentimiento para aquel matrimonio, no dud ms y trat de obrar sin dilacin.
Una carta suya, dirigida al juez Ribeiro, puso en conocimiento de ste el secreto de la
existencia de Juan Dacosta, el nombre bajo el que se esconda, as como el lugar donde viva
con su familia y al mismo tiempo su formal idea de ir a entregarse a la justicia de su pas y
de que se procediese a la revisin de su proceso, del que deba salir para l la rehabilitacin
o la ejecucin del inicuo juicio celebrado en Villa Rica.
Cules fueron las impresiones suscitadas en el alma del honrado magistrado? Fcilmente
se adivina. No era al abogado a quien se diriga un acusado; era al juez superior de
la provincia a quien un condenado haca su llamamiento; Juan Dacosta se entregaba
completamente a l y ni aun le rogaba conservase el secreto.
Captulo IV
Las pruebas morales
E l mandamiento de prisin dictado contra Juan Dacosta, llamado Juan Garral, haba sido
ordenado por el suplente del juez Ribeiro, que deba desempear las funciones de aquel
magistrado en aquella provincia del Amazonas hasta que fuera nombrado el sucesor.
Se llamaba el tal suplente Vicente Jarrquez. Era un buen hombre; bajito, bastante spero y
a quien cuarenta aos de ejercicio y de procedimientos criminales no haban ayudado, desde
luego, a volverle muy benvolo, para los acusados. Haba instruido tantos asuntos, juzgado y
condenado a tan crecido nmero de malhechores, que la inocencia de un acusado cualquiera
que fuese, le pareca en principio inadmisible. Ciertamente que l no juzgaba contra su
conciencia; pero su conciencia, fuertemente acorazada, no se dejaba impresionar con
facilidad por los incidentes del interrogatorio o los argumentos de la defensa. Como muchos
presidentes de tribunales, hallaba placer en resistirse contra la indulgencia del jurado y
cuando, despus de haber pasado como por una criba las sumarias, declaraciones e
instrucciones, llegaba un acusado a su presencia, todas las presunciones estaban en su mente
y consideraba al acusado diez veces ms culpable.
Esto no quiere decir que Jarrquez fuera un
mal hombre. Nervioso, bullicioso, inquieto,
locuaz, astuto y perspicaz, era muy curioso
verlo: una cabeza grande sobre un pequeo
cuerpo; una cabellera desgreada, que no se
hubiese desenredado con nada; unos ojos,
que parecan dos agujeros abiertos con
barreno y cuya mirada tena una admirable
fijeza; una nariz prominente, con la cual
hubiera de seguro accionado a poco que la
moviera; unas orejas, separadas para recoger
mejor todo lo que se deca aun fuera del
alcance ordinario del aparato auditivo; unos
dedos tamborileando sin cesar sobre la mesa
del tribunal, como los de un pianista que se
ejercita en silencio; un busto, demasiado
largo para sus piernas demasiado cortas y
unos pies que incesantemente cruzaba y
descruzaba cuando se entronizaba en su silla
de magistrado.
En su vida privada, el juez Jarrquez,
soltern endurecido, no dejaba sus libros de
Derecho Criminal sino para sentarse a la
mesa, que no desdeaba nunca; el whist,
juego de naipes que le gustaba mucho; las
damas, en las cuales era maestro, y sobre todo, los rompecabezas chinos, enigmas, charadas,
jeroglficos, anagramas, logogrifos y otros, formaban su pasatiempo principal, como forman
el de ms de un magistrado europeo, verdaderas esfinges por gusto y por profesin.
Era un ente original, segn se ve y tambin se ve cunto haba perdido Juan Dacosta
con la muerte del juez Ribeiro, puesto que su causa iba a pesar a un magistrado tan poco
indulgente.
Por otra parte, la tarea de Jarrquez en aquel asunto era bastante sencilla. No tena que
desempear el cargo de investigador o de instructor, ni que dirigir los debates para promover
el veredicto, ni hacer aplicacin de los artculos del Cdigo Penal, ni pronunciar, en fin,
una sentencia. Desgraciadamente para el hacendado de Iquitos, no eran necesarias tantas
formalidades. Dacosta haba sido preso, juzgado y condenado veintitrs aos atrs, por el
crimen en Tijuco; la prescripcin, o sea el tiempo transcurrido, no llegaba todava a cubrir
su condena; ninguna peticin de conmutacin de pena poda producirse, ni haba ninguna
facilidad de que se le concediese el perdn. As, pues, no se trataba ms, en suma, que de
identificar su persona y con la orden de ejecucin, que llegara de Ro de Janeiro, dejar que
la justicia siguiera su curso.
Pero Juan Dacosta protestara, sin duda, de su inocencia; dira que haba sido injustamente
condenado. El deber del magistrado, cualquiera que fuese su opinin respecto a esto, era
escucharle. Toda la cuestin estribaba en saber qu pruebas de sus afirmaciones llegara a
presentar el acusado. Si no haba podido hacerlo al comparecer ante sus primeros jueces, se
hallara entonces en situacin de verificarlo?
En esto deba encontrarse todo el inters del interrogatorio.
Se debe confesar, sin embargo, que el hecho de un contumaz afortunado, que hallndose
en seguridad en pas extranjero, lo deja todo voluntariamente para afrontar una justicia
que su pasado deba ensearle a temer, era un caso curioso y raro, que deba interesar en
extremo a un magistrado encanecido en todas las peripecias de los problemas jurdicos.
Sera una cnica necesidad por parte del condenado de Tijuco o que cansado de la vida y a
impulso de su conciencia, quera a todo trance dar cuenta de su iniquidad? Hay que convenir
en que el problema era muy extrao.
Al otro da de la prisin de Juan Dacosta, el juez Jarrquez fue a la crcel de la calle de
Dios Hijo, donde haba sido encerrado el preso.
Aquella crcel era un antiguo convento de misioneros, edificado a la orilla de uno de los
principales igaraps o canales de la ciudad.
A los detenidos voluntarios de otro tiempo haban sustituido en aquel edificio, poco a
propsito para su nuevo destino, los detenidos contra su voluntad, del presente.
La pieza ocupada por Juan Dacosta no era, pues, uno de esos pobres calabozos que
prescriba el sistema penitenciario de la poca.
Era una antigua celda de fraile, con una ventana sin cristal, pero bien enrejada, que daba a
un terreno baldo; en un rincn haba un banco; en otro, una sencilla cama; algunos enseres
y utensilios ordinarios y nada ms.
De esta celda, en la maana del 25 de agosto, a cosa de las once, fue sacado Juan Dacosta
y conducido a la sala de declaraciones, instalada en la antigua sala capitular del convento.
El juez Jarrquez estaba all, delante de su bufete, hundido en un alto silln y vuelto de
espaldas a la ventana, a fin de que su persona permaneciese en la sombra, mientras que la
del acusado permaneca de cara a la luz.
Su escribano estaba colocado a un extremo de la mesa, la pluma sobre la oreja y con la
indiferencia propia de la gente de curia, dispuesto a consignar las preguntas y las respuestas.
Juan Dacosta fue introducido en esta sala y a una seal del magistrado, se retiraron los
guardias que le condujeran.
El juez Jarrquez mir detenidamente al acusado. Este se haba inclinado ante l
guardando una actitud conveniente, ni soberbia ni humilde, esperando con dignidad para
contestar a las preguntas que le fuesen dirigidas.
Vuestro nombre? - dijo el juez Jarrquez.
Juan Dacosta.
Vuestra edad?
Cincuenta y dos aos.
Dnde vivs?
En Per, en la aldea de Iquitos.
Bajo qu nombre?
El de Garral, que uso por mi madre.
Por qu llevis ese nombre?
Porque durante veintitrs aos me he querido ocultar a las pesquisas de la justicia
brasilea.
Las respuestas eran tan precisas, parecan indicar tan bien que Juan Dacosta se hallaba
resuelto a confesar todo su pasado y su presente, que el juez Jarrquez, poco habituado a
semejantes procederes, levant su nariz ms verticalmente que de costumbre, picado de la
curiosidad.
Y por qu -volvi a preguntar- la justicia brasilea poda ejercer pesquisas contra vos?
Porque haba sido condenado a la pena capital en 1826 a causa del asunto de Tijuco.
Confesis, pues, que sois Juan Dacosta?
Soy Juan Dacosta.
Todo estaba dicho con la calma ms serena
y ms sencilla del mundo. Los ojos del juez
Jarrquez se ocultaron bajo sus prpados,
como pareciendo decirles: He aqu un
asunto que marchar solo.
Solamente faltaba que surgiese la
invariable cuestin que traa consigo la
sabida respuesta de los acusados de todas
clases: la protesta de su inocencia.
Los dedos del juez principiaron a repicar
sobre la mesa.
Dacosta -le pregunt-, qu hacais en
Iquitos?
Soy hacendado y me ocupo en dirigir un
establecimiento
agrcola
bastante
considerable.
Se halla en vas de prosperidad?
Muy grande.
Cunto tiempo hace que dejasteis
vuestra hacienda?
Nueve semanas.
Por qu?
Para esto, seor, di un pretexto -contest Dacosta-; pero, en realidad tena un motivo.
Cul ha sido el pretexto?
El cuidado de conducir a Par un tren flotante de troncos adems de un cargamento de
varios productos del Amazonas.
Ah! -dijo el juez. Y cul era el verdadero motivo de nuestro viaje?
Y al hacer esta pregunta se dijo:
Vamos, pues, a entrar, por fin, en el terreno de las negativas y de las mentiras.
El verdadero motivo -contest Dacosta con una voz firme -era la resolucin que haba
tomado de venir a entregarme a la justicia de mi pas.
Entregaros! -exclam el juez levantndose de su silln. Entregaros! Y por propia
voluntad?
Si, por propia voluntad!
Y por qu?
Porque ya estaba cansado y no quera proseguir esta existencia, la obligacin de vivir bajo
un nombre supuesto; la imposibilidad de poder restituir a mi esposa y a mis hijos el que les
pertenece; en fin, seor, porque
Por qu?
Soy inocente!
He aqu lo que esperaba, se dijo el juez Jarrquez.
Y mientras que sus dedos tocaban una marcha algo ms acentuada, hizo a Juan Dacosta
un gesto con la cabeza, que quera decir, era evidente: Vamos, contad vuestra historia! Yo
la conozco; pero no quiero impediros que la refiris a vuestra entera satisfaccin!
Juan Dacosta, que no se apur por aquella poco favorable disposicin de nimo de su juez,
hizo como si no la notase. Cont, pues, la historia entera de su vida; habl con mesura, sin
separarse de la calma que se haba impuesto, sin omitir ninguna de las circunstancias que
haban precedido o seguido a su condenacin. No insisti mucho sobre aquella existencia
honrada que haba llevado despus de su evasin, ni sobre los deberes de jefe de familia,
de esposo y padre, que haba cumplido tan dignamente. Slo hizo constar una circunstancia;
la que le haba conducido a Manaos para solicitar la revisin de su proceso y procurar su
rehabilitacin y esto sin que nada le hubiera obligado a hacerlo.
El juez Jarrquez, prevenido por naturaleza contra todo acusado, no le interrumpi. Se
limit a cerrar o a abrir sucesivamente los ojos, como un hombre que oye referir una historia
parecida por centsima vez; y cuando Dacosta coloc sobre la mesa la memoria que haba
redactado, no hizo un ademn para tomarla.
Habis concluido? -le pregunt.
S, seor.
Y persists en sostener que no habis salido de Iquitos ms que por venir a reclamar la
revisin de vuestro juicio?
No he tenido otro motivo.
Y con qu se prueba? Con qu se prueba que sin la denuncia que ha producido vuestra
prisin os hubierais entregado?
Con esta memoria, desde luego.
Esa memoria se halla en vuestras manos y nada atestigua que, a no haber sido preso,
hubierais hecho de ella el uso que decs.
Existe, por lo menos, seor juez, una pieza que no se halla en mis manos y cuya
autenticidad no puede ponerse en duda. -Cul?
La carta que escrib a vuestro predecesor, el juez Ribeiro; carta en la que le anunciaba mi
prxima llegada.
Ah! Vos habis escrito?
S; y esta carta, que deba haber llegado a su destino, no puede tardar en seros entregada.
Verdaderamente -respondi el juez Jarrquez, con un tono algn tanto incrdulo-, vos
habis escrito al juez Ribeiro?
Antes de ser juez de esta provincia -respondi Dacosta-, Ribeiro era abogado en Villa
Rica. El fue mi defensor en el proceso que se me sigui por el crimen de Tijuco y no dudaba
de la bondad de mi causa. El hizo cuando pudo por salvarme. Veinte aos despus, cuando
fue nombrado jefe de justicia en Manaos, le hice saber que yo exista, en dnde estaba y lo
que quera emprender. Su conviccin acerca de m no haba cambiado y por consejo suyo
fue por lo que yo dej la hacienda para venir en persona a pretender mi rehabilitacin.
Pero la muerte le ha herido inopinadamente y quiz estoy perdido si en el juez Jarrquez no
encuentro al juez Ribeiro.
El magistrado, tan directamente interpelado, estuvo a punto de saltar de su asiento. Pero
logr contenerse y se limit a pronunciar estas palabras:
Realmente es muy extrao!
El juez Jarrquez tena con seguridad un corazn de piedra y se hallaba al abrigo de toda
sorpresa.
En aquel instante, un guardia entr en la sala y entreg un pliego cerrado con sobre al
magistrado.
Este rompi el sello y sac del sobre una carta, que ley, con cierta contraccin de cejas,
diciendo:
Juan Dacosta, no hay motivo para ocultaros que aqu est la carta dirigida por vos al juez
Ribeiro, de que habis hablado y que acaba de serme comunicada. No hay, pues, razn para
dudar de lo que habis dicho sobre esto.
E igual que con esto, todas las circunstancias de mi vida que os he hecho conocer.
Perfectamente, Juan Dacosta -respondi, vivamente, el juez Jarrquez-; protestis de
vuestra inocencia; pero todos los acusados suelen hacer lo mismo. Tenis, quiz, alguna
convincente prueba material?
Es posible seor! -respondi Juan Dacosta. Estas palabras hicieron que el juez Jarrquez
se levantara de su asiento. Aquello le resultaba tan sorprendente, que tuvo que dar dos o tres
vueltas por la sala para serenarse.
Captulo V
Las pruebas materiales
C uando el magistrado ocup su sitio nuevamente, lo hizo como hombre que crea haber
Captulo VI
El ltimo golpe
M ientras era objeto del anterior interrogatorio Yaquita, a consecuencia de los pasos dados
por Manuel, se enteraba de que ella y sus hijos podan ver al preso aquel mismo da, a partir
de las cuatro de la tarde.
Yaquita no haba salido desde la vspera de su habitacin, Minha y Lina permanecan a
su lado, aguardando el momento en que le fuera permitido ir a ver a su esposo. En Yaquita
Garral o Yaquita Dacosta, encontrara l la mujer, la valerosa compaera de toda su vida.
Vendran a ser las once de la maana de aquel da, cuando Benito se uni a Manuel y a
Fragoso, que hablaban en la parte delantera de la jangada.
Manuel, deseo pedirte un favor.
Cul?
Y a vos tambin, Fragoso.
Estoy a vuestras rdenes seor Benito -respondi el barbero.
De que se trata? -pregunt Manuel, examinando a su amigo, cuya actitud era la de un
hombre que ha tomado una resolucin inalterable.
Vosotros creis siempre en la inocencia de mi padre, no es esto? -pregunt Benito a su
vez.
Desde luego! -exclam Fragoso. Antes creera que he sido yo quien ha cometido el delito.
Pues bien; es necesario hoy mismo poner en prctica el proyecto que conceb ayer.
Buscar a Torres? -pregunt Manuel.
S y saber de l cmo ha descubierto el retiro de mi padre. Le ha conocido antes? No
puedo creerlo, porque mi padre no ha salido de Iquitos hace ms de veinte aos y ese
miserable apenas tiene treinta! Pero el da no se acabar sin que yo sepa esto, o, ay del
malvado Torres!
La resolucin de Benito no admita ninguna discusin. As ni Manuel ni Fragoso pensaron
disuadirle de su proyecto.
Yo os ruego, pues -sigui Benito-, que me acompais los dos Vamos a partir al instante.
No hay que aguardar a que Torres haya salido de Manaos. l no tiene al presente ms recurso
que vender su silencio y puede que conciba esta idea. Partamos!
Los tres desembarcaron en el promontorio de Ro Negro y se encaminaron hacia la ciudad.
Manaos no era tan grande que no pudiera registrarse en pocas horas. Se ira de casa en
casa, si era menester; pero vala ms dirigirse a los dueos de las posadas y tiendas donde el
aventurero hubiera podido refugiarse. Sin duda alguna, el antiguo capitn de bosques no
habra dado su nombre; pues quiz tena razones personales para evitar toda relacin con la
justicia. Con todo, si l no haba salido de Manaos, era imposible que escapase a las
investigaciones de los jvenes. En todo caso, no era cuestin de dirigirse a la polica, por ser
muy probable, como efectivamente lo era, segn se sabe, que su denuncia hubiera sido
annima.
Durante una hora, Benito, Manuel y
Fragoso recorrieron las calles principales de
la ciudad, preguntando a los comerciantes en
sus tiendas y a los taberneros en su
mostrador y hasta a los mismos transentes
sin que nadie hubiese visto al individuo
cuyas seas daban con extremada exactitud.
El aventurero habra dejado ya Manaos?
Deba perderse toda esperanza de
encontrarle?
Manuel procuraba en vano calmar a
Benito, cuya cabeza arda. Costase lo que
costase, deba encontrarse a Torres. La
casualidad vino a servirle y Fragoso fue
quien se puso sobre la pista.
En una posada de la calle de Dios Espritu
Santo se le dijo, en vista de las seas que
daba del aventurero, que el individuo en
cuestin haba parado la vspera en aquella
casa.
Ha dormido en la posada? -se apresur a
preguntar Fragoso.
En efecto -afirm el posadero.
Y se halla ahora aqu?
No; ha salido.
Pero, ha satisfecho su cuenta, como si estuviera dispuesto a marchar?
De ninguna manera. Ha salido de su aposento hace una hora y volver, sin duda, para
cenar.
Sabis qu camino ha tomado al salir?
En efecto, Torres; yo s cules son los motivos que os hicieron embarcaros con nosotros.
Poseedor de un secreto que os ha sido entregado, sin duda, habis querido hacerle objeto de
negocio; pero esto no es lo que ahora se trata.
Pues qu?
Yo quiero saber cmo habis reconocido a Juan Dacosta en el hacendado de Iquitos.
Cmo he podido reconocerle? -respondi Torres. Esos son negocios mos y no tengo
necesidad de referirlo. Lo principal es que yo no me he equivocado al denunciar en l al
verdadero autor del crimen de Tijuco.
Vos me lo diris! -exclam Benito, que empezaba a perder la paciencia.
No dir nada! -respondi Torres. Vuestro padre ha rehusado lo que le peda: admitirme
en su familia! Pues bien; ahora que su secreto es conocido y que se halla preso yo soy el
que rehusar entrar en ella, en la familia de un ladrn, de un asesino, de un condenado, a
quien espera el cadalso!
Miserable! -grit Benito, que a su vez sac un machete de su cinturn y se coloc en
actitud ofensiva.
Manuel y Fragoso, por un movimiento
idntico, se hallaron tambin rpidamente
armados.
Tres contra uno! -dijo Torres.
No! Yo solo contra vos! -contest
Benito.
Verdaderamente, no habra que extraar
un asesinato por parte del hijo de un asesino!
Torres! -exclam Benito. Defindete o
te mato como a un perro rabioso.
Rabioso, quiz! Pero muerdo, Benito
Dacosta y cuidado con mis mordeduras!
Y despus, volviendo a tomar su machete,
se puso en guardia, pronto a lanzarse sobre
su adversario.
Benito retrocedi algunos pasos.
Torres -le dijo, volviendo a recobrar la
sangre fra que haba perdido por un
momento-, habis sido el husped de mi
padre, le habis amenazado, le habis hecho
traicin, le habis denunciado, habis
acusado a un inocente y con la ayuda de Dios
pienso mataros.
La ms insolente sonrisa se dibuj en los labios de Torres. Quiz el miserable tena en
aquel momento la idea de no empear un combate con Benito y lo poda hacer. En efecto,
comprenda que Juan Dacosta no haba dicho nada de aquel documento que encerraba la
prueba material de su inocencia.
Pues revelando a Benito que l posea aquella prueba, le hubiera desarmado en el instante.
Pero, adems de que quera, sin duda, aguardar al ltimo momento para sacar mejor
partido de aquel documento, el recuerdo de las insultantes palabras del joven y la rabia que
profesaba a todos los suyos, le hicieron olvidarse de su propio inters.
Esto aparte, era muy prctico en el manejo del machete, del que frecuentemente haba
tenido ocasin de servirse. El aventurero era robusto, gil y diestro. Contra un adversario,
de veinte aos apenas, que no poda tener ni su fuerza ni su acierto, las ventajas estaban de
parte suya.
Manuel, en su ltimo y desesperado intento, propuso batirse en lugar de Benito.
No, Manuel -respondi framente el joven. A m solo me corresponde vengar a mi padre
y como todo debe hacerse aqu en regla, t sers mi testigo.
Benito!
En cuanto a vos, Fragoso, no me rehusaris, si yo os lo ruego, servir de testigo a este
hombre.
Sea -contest Fragoso-, aunque no hay en esto ningn honor. Lo que es yo -aadi-, sin
gastar tantas ceremonias, le hubieran matado como lo que es: una fiera.
El sitio donde deba verificarse el combate era un promontorio plano, de cerca de cuarenta
pasos de ancho y que dominaba al Amazonas con una altura como de cuatro o cinco metros.
Se hallaba cortado a pico y, por consiguiente, muy expuesto. En su parte inferior, el ro se
deslizaba lentamente, baando los haces de caas que erizaban su base.
No haba, pues, ms que un poco de margen en la parte ancha de este promontorio y aquel
de los dos adversarios que cediera, se vera prontamente arrojado al abismo profundo.
Dada la seal por Manuel, Torres y Benito marcharon uno contra otro.
Benito estaba completamente sereno. Defensor de una santa causa, su sangre fra le daba
mucha ventaja sobre Torres, cuya conciencia, por ms insensible y ms endurecida que
estuviese, deba en aquel momento turbar su vista.
Al encontrarse, Benito lanz el primer golpe.
Torres le par.
Los dos adversarios retrocedieron entonces; pero casi al mismo tiempo volvieron el uno
sobre el otro, asindose con la izquierda de un hombro No deban ya soltarse.
Torres, ms vigoroso, tir lateralmente un machetazo, que Benito no pudo parar y que toc
su costado derecho, tiendo de sangre la tela de su poncho. Mas, reponindose en el acto,
hiri a su vez a Torres ligeramente en la mano.
Varios golpes se cambiaron entonces, sin ser ninguno decisivo. La mirada de Benito,
siempre tranquila, se clavaba en los ojos de Torres como una hoja de acero que se introduce
hasta el corazn. Visiblemente, el miserable empezaba a desconcertarse. Retrocedi, pues,
poco a poco, acosado por aquel vengador implacable al que se le vea ms decidido a tomar
la vida del delator de su padre que a defender la suya propia. Herir era todo lo que quera
Benito, cuando el otro no procuraba ya ms que parar sus golpes.
Pronto Torres se vio acorralado en la misma orilla del promontorio que se inclinaba sobre
el ro. Comprendiendo el peligro, quiso volver a tomar la ofensiva y recobrar el terreno
perdido Su turbacin se aumentaba; su mirada lvida se apagaba bajo sus prpados Iba,
pues, a sucumbir bajo los golpes que le amenazaban.
Muere ya! -rugi Benito.
Y le tir un golpe en medio del pecho; pero la punta del machete se embot en un cuerpo
duro oculto bajo el poncho de Torres.
Benito redobl su ataque. Torres, cuya contestacin a la acometida no haba tocado a
su adversario, se conceptu perdido. Todava se vio precisado a retroceder. Entonces quiso
gritar, gritar, diciendo que la vida de Juan Dacosta dependa de la suya Pero no tuvo
tiempo.
Un segundo golpe del machete lleg esta vez hasta el corazn del aventurero. Cay hacia
atrs y faltndole inmediatamente el suelo
sali volando fuera del promontorio.
Por ltima vez, sus manos se asieron
convulsivamente a un haz de caas, que no
pudieron sostenerle y desapareci bajo las
aguas del ro.
El joven se apoyaba en el hombro de
Manuel y Fragoso le estrechaba las manos;
pero l no quera dar a sus compaeros
tiempo para curar su herida, que era bastante
ligera.
A la jangada! -dijo. A la jangada!
Manuel y Fragoso, posedos por una
emocin profunda, le siguieron sin aadir
una palabra.
Un cuarto de hora despus llegaron los tres
al promontorio donde estaba amarrada la
jangada. Benito y Manuel se precipitaron en
la habitacin de Yaquita y de Minha y entre
los dos las pusieron al corriente de lo que
acababa de suceder.
Hijo mo!
Hermano mo!
A la crcel! -dijo Benito.
S, vamos -respondi Yaquita.
Benito, acompaado de Manuel, se llev a su madre. Los tres desembarcaron, dirigindose
hacia Manaos y media hora despus llegaron delante de la crcel de la ciudad.
En virtud de la orden que previamente haba dado el juez Jarrquez, se les introdujo al
instante, siendo conducidos al lugar que ocupaba el preso.
Abierta la puerta, Juan Dacosta vio entrar a su mujer, a su hijo y a Manuel.
Juan, Juan mo! -exclam Yaquita.
Yaquita, esposa ma! Hijos de mi alma! -contest el preso, abriendo los brazos y
estrechndoles fuertemente contra su corazn.
Juan, mi inocente Juan! Querido esposo!
Inocente y vengado! -grit Benito.
Vengado! Qu quieres dar a entender?
Que Torres ha muerto, padre mo y lo ha sido por mi mano.
Que ha muerto Torres? Muerto! Ah, hijo mo! Me has perdido!
Captulo VII
Decisiones
Todos estaban all, menos aquel justo, que acababa de recibir un ltimo golpe.
Aterrado, Benito se acusaba de haber perdido a su padre. A no ser por las splicas de
Yaquita, de su hermana, del padre Passanha y de Manuel, el desgraciado joven, llevado por
los primeros momentos de su desesperacin, tal vez hubiera cometido un atentado consigo
mismo. No ocurri porque no se le haba perdido de vista, ni le dejaron solo. Y, sin embargo,
su conducta haba sido noble. No era una justa venganza la que haba ejercido contra el
delator de su padre?
Por qu Juan Dacosta no lo haba hecho saber todo antes de abandonar la jangada?
Por qu haba querido reservar slo para el juez el tratar de aquella prueba material
de su inculpabilidad? Triste haba sido que en su conversacin con Manuel, despus de
la expulsin de Torres, callara la existencia de aquel documento que el aventurero deca
poseer. Pero, despus de todo, qu fe deba darse a lo que afirmaba Torres? Poda haber
seguridad de que semejante documento se encontrase en poder de tal miserable?
Pero, como quiera que fuera, la familia lo saba todo entonces y por boca misma de Juan
Dacosta. Saba que, segn el dicho de Torres, exista realmente la prueba de la inocencia
del condenado de Tijuco; que aquel documento haba sido escrito por la propia mano del
autor del atentado; que este criminal, presa de los remordimientos en la hora de la muerte,
se la haba entregado a su compaero Torres y que ste, en vez de cumplir la voluntad del
moribundo, haba querido hacer de la entrega de dicho documento un objeto de negocio
Pero tambin saba que Torres acababa de sucumbir en el desafo; que su cuerpo estaba
sumergido en las aguas del Amazonas y que tambin haba muerto sin pronunciar el nombre
del verdadero culpable.
Desde entonces y a menos que ocurriese un milagro, Dacosta deba considerarse como
irremisiblemente perdido. La muerte del juez Ribeiro por una parte, la de Torres por otra,
era un doble golpe de que no se poda resguardar.
Hay tambin que advertir aqu que la opinin pblica en Manaos, injustamente
apasionada, como siempre, estaba toda en contra del preso. El inesperado arresto de Dacosta
traa a la memoria aquel horrible atentado de Tijuco, olvidado al cabo de veintitrs aos. El
proceso del joven empleado del distrito diamantino, su condenacin a la pena capital y su
fuga algunas horas antes de ejecutarse la sentencia, todo fue, pues, vuelto a sacar a la luz,
escudriado, comentado. Un artculo publicado en O Diario d'o Gran Par, el peridico de
ms circulacin en aquella regin, era abiertamente hostil al preso. Por qu haban de creer
en la inocencia los que ignoraban todo lo que saban los suyos, los que eran los nicos en
saberlo?
Tambin la poblacin de Manaos se sobreexcit en unos instantes. La turba de indios
y de negros, desatinadamente cegada, no tard en afluir alrededor de la crcel lanzando
gritos de muerte. En aquel pas de las dos Amricas, donde es muy frecuente ver aplicar las
odiosas ejecuciones de la ley de Lynch, la multitud estaba pronta a entregarse a sus instintos
crueles y poda temerse que en aquella ocasin quisiera hacer justicia por su propia mano
cometiendo un cruel atropello.
Qu noche tan triste para los viajeros de la jangada! Amos y criados resultaban heridos
por aquel golpe! El personal de la granja, no constitua una nueva familia? Todos, por
otra parte, queran velar por la seguridad de Yaquita y de los suyos. En la orilla del Ro
Negro haba una incesante ida y venida de indgenas, evidentemente sobreexcitados por
la prisin de Juan Dacosta y quin sabe a qu excesos podran entregarse aquellas gentes
medio brbaras!
La noche se pas, sin embargo, sin que se hiciera ninguna demostracin contra la jangada.
En la maana del veintisis de agosto, desde el amanecer, Manuel y Fragoso, que no haban
dejado a Benito un momento, durante aquella noche de angustias, procuraron sacarle de su
desesperacin. Llevndolo aparte, le hicieron comprender que no haba un momento que
perder y que era preciso decidirse a obrar.
Benito! -le dijo Manuel-, vuelve a tomar posesin de ti mismo!, Y, sobre todo, s
digno hijo de tu padre!
Padre mo! -exclam Benito. Yo lo he matado!
No -rectific Manuel. Y si Dios nos ayuda, es muy posible que no est todo perdido!
Escuchadnos, seor Benito -dijo Fragoso.
El joven, pasndose la mano por los ojos, hizo un esfuerzo sobre s mismo.
Benito -prosigui el novio de su hermano-, Torres nunca ha dicho nada que nos pudiera
colocar sobre el rastro de su pasado. No podemos saber, por lo tanto, quin es el verdadero
autor del crimen de Tijuco, ni en qu circunstancias fue cometido. Buscar por esta parte sera
perder nuestro tiempo.
Y ese tiempo nos hace falta -aadi Fragoso.
Por otra parte -continu Manuel-, aunque tambin llegsemos a descubrir quin era el
compaero de Torres, ha muerto y no puede testificar de la inocencia de Dacosta. Pero no es
menos cierto que la prueba de esta inocencia existe y no puede dudarse de la existencia del
documento, puesto que Torres trataba de hacerlo objeto de una venta. l mismo lo ha dicho.
Ese documento es una confesin escrita por el culpable y es posible que refiera el atentado
hasta en sus ms pequeos detalles, rehabilitando a nuestro padre Ese documento existe!
Pero Torres ya no vive -exclam Benito-, y ese documento ha desaparecido con el
miserable!
yeme y no desesperes todava -prosigui Manuel-, t recuerdas en qu circunstancias
conocimos a Torres? Fue en medio de los bosques de Iquitos. Persegua a un mono que le
haba quitado una caja de metal, que deseaba recuperar con ansia y la persecucin duraba ya
dos horas cuando el mono cay bajo nuestras balas. Y bien, t puedes creer que fuese slo
por algunas monedas de oro encerradas en aquella caja por lo que Torres puso tal empeo en
recobrarla? No recuerdas la extraordinaria satisfaccin que manifest cuando le entregaste
la caja arrancada de la mano del mono?
S, s -contest Benito. Aquella caja que yo he tenido y que yo le he dado! Encerrara
quiz el
Hay ms que una probabilidad! Hay una certidumbre! -respondi Manuel.
Y yo aado esto -dijo Fragoso-, por un hecho que viene ahora a mi memoria. Durante la
visita que hicisteis a Ega yo me qued a bordo, aconsejado por Lina, a fin de vigilar a Torres;
y le vi Lo juro! Le vi leer y releer un papel viejo amarillento y murmuraba palabras que
no llegu a entender.
Ese era el documento! -grit Benito, que se entreg a esta esperanza, la nica que le
quedaba. Pero ese documento no lo habr depositado en lugar seguro?
No -respondi Manuel-, no; tena demasiado valor para que Torres pensara separarse de
l. Deba llevarlo siempre consigo y sin duda en aquella cajita!
Espera, espera, Manuel! -dijo Benito. Recuerdo, s, recuerdo que al primer golpe que
durante el duelo di a Torres en medio del pecho, mi machete choc contra un cuerpo duro,
parecido a una placa de metal, que tena bajo el poncho.
Era la caja! -grit Fragoso.
S -respondi Manuel. No cabe duda! Aquella caja estaba en un bolsillo de su chaqueta.
Pero el cadver de Torres?
Lo encontraremos
Mas, aquel papel! El agua lo habr atacado, quiz destruido o vuelto ilegible!
Por qu -continu Manuel-, si la caja de metal que lo contiene se halla hermticamente
cerrada?
Manuel -dijo Benito, que volva a entregarse a aquella ltima esperanza-, tienes razn;
hay que encontrar el cadver de Torres! Si es menester, escudriaremos toda esa parte del
ro; pero lo encontraremos.
Inmediatamente se llam al piloto Araujo y se le enter de lo que haba que ejecutar.
Bien -contest Araujo-, conozco muy bien los remolinos, las ollas y las corrientes de
las confluencias del Ro Negro y del Amazonas y podemos conseguir encontrar el cadver
de Torres. Tornemos las dos piraguas, las dos ubas, una docena de nuestros indios y
embarqumonos.
De la habitacin de Yaquita sala en aquel momento el padre Passanha. Benito se dirigi
a l, hacindole saber, en pocas palabras, lo que intentaban llevar a cabo para lograr la
posesin del documento.
No digis nada an a mi madre y a mi hermana -aadi. Es nuestra ltima esperanza y si
fallase las matara.
Ve, hijo mo, ve! -le anim el sacerdote. Y que Dios os asista en vuestras investigaciones!
Cinco minutos despus, se apartaban de la jangada las cuatro embarcaciones. Luego que
hubieron bajado por el Ro Negro, llegaron junto al promontorio del Amazonas, al mismo
lugar donde Torres, desapareciera entre las aguas del ro.
Captulo VIII
Primeras investigaciones
En tan difcil tarea fue en la que se ocuparon Benito y sus compaeros hasta la tarde. Las
ubas y las piraguas, maniobrando con los remos, recorrieron la superficie del ro en toda la
cuenca que terminaba ms abajo de la barra de Fras.
Durante este perodo del trabajo se experimentaron algunos instantes de emocin, cuando
los rastrillos, asindose a cualquier objeto del fondo, ofrecan resistencia. Entonces se les
levantaba; pero en vez del cuerpo, con tanta ansia buscado, no traan ms que algunas
pesadas piedras o manojos de hierbas que arrancaban de la corteza de arena.
Sin embargo, nadie pensaba en abandonar
la exploracin emprendida. Todos se
afanaban en aquella obra beneficiosa.
Benito, Manuel y Araujo no tenan necesidad
de excitar ni animar a los indios. Todos ellos
saban que trabajaban por el hacendado de
Iquitos, por el hombre a quien amaban, por
el jefe de aquella familia donde con la misma
igualdad estaban comprendidos todos, los
amos y los servidores.
S; sin reparar en la fatiga, se pasara, si era
preciso, toda la noche sondeando el fondo de
aquella cuenca. Todos saban demasiado lo
que vala cada minuto perdido.
No obstante, un poco antes que el sol se
ocultase, Araujo, creyendo intil proseguir
aquella operacin durante la noche, dio la
seal de reunirse a las embarcaciones, que
volvieron a la confluencia del Ro Negro,
para regresar a la jangada.
El trabajo, aunque tan hbil y
minuciosamente
ejecutado,
no
haba
terminado.
Manuel y Fragoso, cuando volvan, no se
atrevan a hablar delante de Benito del poco resultado obtenido. No deban temer que el
desaliento le condujese a algn acto de desesperacin?
Pero ni el valor ni la sangre fra deban abandonar al joven. Estaba resuelto a ir hasta el fin
de aquella lucha suprema por salvar el honor y la vida de su padre y por esto, dirigindose
a sus compaeros, les dijo:
Maana empezaremos de nuevo y en mejores circunstancias, si es posible.
S -respondi Manuel. Tienes razn, Benito. No podemos tener la pretensin de que hemos
explorado completamente esta cuenca por bajo de las orillas y en toda la extensin del fondo.
No, no podemos -respondi Araujo-; y yo sostengo lo que he dicho; que el cuerpo de
Torres est all y que est all porque no ha podido pasar la barra de Fras y porque son
necesarios algunos das para que suba a la superficie y pueda ser llevado ro abajo. S, all
est y que jams toquen mis labios una damajuana de tafia si no llego a encontrarle.
Semejante afirmacin en la boca del piloto tena mucho valor y era suficiente para dar
esperanza.
Sin embargo, Benito, que no quera pagarse ms de palabras, prefiriendo ver las cosas tal
cual eran, crey deber contestar:
Captulo IX
Segundas investigaciones
A ntes que amaneciera el veintisiete de agosto, Benito llev aparte a Manuel y le dijo:
-Las investigaciones hechas ayer fueron intiles. De empezarlas de nuevo hoy bajo las
mismas condiciones, es posible que no seamos ms afortunados.
Y, sin embargo, hay que hacerlas -afirm Manuel.
Desde luego -convino Benito-; pero en caso de que no se encuentre el cuerpo de Torres,
podras decirme qu tiempo se necesita para que vuelva a la superficie de las aguas?
Manuel, tras un momento de reflexin, respondi:
De haber cado Torres al agua vivo y no a causa de una muerte violenta, transcurriran lo
menos cinco o seis das. Pero como se ha hundido luego de ser herido mortalmente, quiz
dos o tres das bastarn para que reaparezca.
Esta respuesta de Manuel, absolutamente exacta, necesita para el profano alguna
explicacin.
Todo ser humano que cae en el agua se halla en trance de poder flotar, a condicin de
que pueda establecer el equilibrio entre la gravedad de su cuerpo y la masa lquida; esto,
tratndose de una persona que no sepa nadar. En estas condiciones, si la persona se sumerge
completamente, no teniendo fuera del agua ms que la boca y la nariz, flotar, sin duda
alguna. Pero lo corriente es que no ocurra tal cosa.
El primer movimiento de un hombre que se ahoga es el de procurar sostenerse fuera del
agua. Levanta la cabeza y agita los brazos y estas partes del cuerpo, que no estn sostenidas
por el lquido, no pierden la cantidad de peso que perderan si estuviesen completamente
sumergidas. De aqu un exceso de pesantez y una inmersin completa. En efecto, el agua
penetra por la boca en los pulmones, toma el sitio del aire que los llena y el cuerpo se desliza
al fondo.
Por el contrario, en caso de que el hombre que cae al agua est ya muerto, se encuentra
en condiciones muy diferentes y ms favorables para flotar, puesto que no puede hacer
los movimientos ya mencionados y al sumergirse, como el lquido no ha penetrado
profundamente en sus pulmones, porque no ha procurado respirar, est en disposicin de
reaparecer prontamente.
Por consiguiente, el joven mdico haca bien estableciendo una distincin entre el caso de
un hombre vivo an y el de otro ya muerto que caen al agua. En el primer caso, la vuelta a
la superficie es necesariamente ms lenta que en el segundo.
Respecto a la reaparicin de un cuerpo despus de una inmersin ms o menos prolongada,
se determina nicamente por la descomposicin, que engendra los gases, los cuales
ocasionan la distensin de sus tejidos celulares; su volumen se aumenta, sin crecer el peso y
ms ligero entonces que el agua que desaloja, se remonta y se encuentra en las condiciones
deseadas de flotabilidad.
Sin embargo -dijo nuevamente Manuel-, aun cuando las circunstancias sean favorables,
puesto que Torres no viva cuando cay al ro, a menos que la descomposicin no se
modifique por circunstancias que no es posible prever, no puede reaparecer antes de tres
das.
Pero no disponemos de esos tres das -exclam Benito-; no podemos esperar, harto lo
sabes. Hay que proceder, pues, a nuevas investigaciones, pero de otra manera.
Qu pretendes hacer? -pregunt Manuel.
Sumergirme en el fondo del ro -respondi Benito. Buscar con mis ojos, buscar con mis
manos
Sumergirse cien, mil veces! -manifest Manuel. Desde luego, pienso, como t, que es
preciso proceder hoy a una investigacin directa y no obrar ms a ciegas con las dragas y
los bicheros, que slo trabajan a tientas. Yo pienso tambin que no podemos esperar tres
das Pero sumergirse, subir, volver a bajar, todo esto no proporciona sino breves perodos
de exploracin. No, esto es insuficiente; sera intil y nos exponemos a salir mal otra vez.
Es que tienes, entonces, otro medio que proponerme, Manuel? -pregunt Benito.
Escchame Hay una circunstancia, digmoslo as, providencial, que puede venir a
ayudaros.
Habla ya, habla de una vez!
Ayer, paseando por Manaos, he visto que se trabajaba en la reparacin de uno de los
malecones del Ro Negro. Estos trabajos submarinos se hacen por medio de una escafandra.
Pidamos, alquilemos o compremos a cualquier precio este aparato y nos ser posible volver
a empezar nuestras investigaciones en condiciones ms favorables.
Avisa a Araujo, a Fragoso, a nuestra gente y vamos en seguida -apremi, al punto, Benito.
Enterados el piloto y el barbero de las resoluciones tomadas, estuvieron conformes con el
proyecto de Manuel. Se convino en que ambos, con los indios y las cuatro embarcaciones,
iran a la barra de Fras y aguardaran all a los jvenes.
Manuel y Benito desembarcaron sin perder momento y llegaron al malecn de Manaos.
All ofrecieron tal suma al empresario de los trabajos, que ste se oblig a poner el aparato
a su entera disposicin por todo el da.
Queris -pregunt aqul- uno de mis hombres que pueda ayudaros?
Dadme vuestro contramaestre y algunos de sus camaradas, para servir la bomba de aire
-indic Benito.
Y quin se pondr la escafandra?
Yo -contest el hijo de Dacosta.
T, Benito! -exclam Manuel.
Lo quiero.
Era intil insistir.
Una hora despus, la balsa que conduca la bomba y los dems aparatos para ayudar
a la inmersin, haba bajado hasta la margen del promontorio, donde esperaban las
embarcaciones.
En aquella poca, la escafandra permita bajar al fondo de las aguas y permanecer cierto
tiempo sin que las funciones de los pulmones experimentasen molestia ninguna.
El buzo se vesta con un traje de caucho cuyos pies terminaban en unas suelas de plomo
que aseguraban su posicin vertical en medio del lquido. A la altura del cuello era adaptado
un collar de cobre, sobre el cual se colocaba la esfera de metal, con una pared delantera
de grueso vidrio. En esta esfera quedaba encerrada la cabeza del buzo, que poda moverse
a voluntad. A la esfera se unan dos tubos; uno para la salida del aire espirado que no
necesitaban los pulmones y otro que comunicaba con una bomba que funcionaba renovando
el aire para las necesidades de la respiracin. Cuando el buzo trabajaba en un sitio, la
embarcacin permaneca inmvil encima de l; y cuando deba ir de un lado para otro en el
fondo del lecho del ro, segua aqulla sus movimientos o al revs, segn lo convenido entre
l y la tripulacin.
Las escafandras, muy perfeccionadas ya, ofrecen menos peligro que en aquella poca. El
hombre, sumergido en medio del lquido, se acostumbra fcilmente al exceso de presin que
soporta. Con todo, en el caso que referimos, el ms terrible peligro que caba temer era el
encuentro de algn caimn en las profundidades del ro. Pero conforme haba observado
Araujo, ninguno de aquellos anfibios se haba dejado ver la vspera y ya era sabido que
buscaban con preferencia las aguas negras de los afluentes del Amazonas. As y todo, para
prevenir cualquier peligro, el buzo tena a su disposicin el cordn de una campanilla, que
esta vez iba hasta la balsa y al menor taido sera izado rpidamente a la superficie.
Benito, tranquilo como siempre que tomaba una resolucin y la pona en prctica, se
embuti en el traje de caucho; su cabeza qued encerrada en el casco metlico; su mano
tom una especie de chuzo con punta de hierro a propsito para mover las hierbas y los
restos acumulados en el lecho de la cuenca y a una seal que hizo fue dejado caer al fondo.
Fragoso y Manuel iban cada uno en su piragua con los remeros, escoltando la balsa, prontos
a dirigirse rpidamente atrs o adelante si Benito, hallando al fin el cuerpo de Torres, lo
arrastraba a la superficie del Amazonas.
La esperanza no los abandonaba.
Captulo X
Un disparo de can
S e hallaba ya Benito bajo aquella inmensa sabana de agua que conservaba an el cadver
del aventurero. Ah! Por qu no tendra poder para desviar, evaporar, agotar las aguas del
gran ro? De haber podido, hubiese dejado seca la cuenca de Fras, desde la parte de abajo de
la barra hasta la confluencia del Ro Negro, pues indudablemente con ello aquella caja,
oculta entre la ropa de Torres, estara pronto en su poder y la inocencia de su padre sera
reconocida. Y, recobrada su libertad, Juan Dacosta hubiera vuelto a emprender, en unin de
los suyos, el viaje por el ro y cuntas terribles pruebas se podran evitar!
Benito tocaba ya el fondo con sus pies. Las pesadas suelas que llevaba hacan rechinar el
casquijo del fondo. Se encontraba ya a una profundidad de cuatro a cinco metros a plomo
del promontorio, el mismo sitio en que Torres haba desaparecido.
All se notaba una intrincada red de caas, races y plantas acuticas y seguramente,
durante las investigaciones de la vspera, ninguno de los bicheros habra podido revolver
todo aquel entretejido. Era, pues, muy posible que el cuerpo, detenido en aquellas espesuras
submarinas, permaneciera an en el sitio donde haba cado.
En aquel paraje, merced a los remolinos producidos por la prolongacin de una de las
puntas de la ribera, la corriente es absolutamente nula. Benito, pues, segua nicamente los
movimientos de la balsa, que los bicheros de los indios hacan cambiar de direccin encima
de su cabeza.
La luz llegaba a una profundidad insospechada en aquellas claras aguas, sobre las cuales
un magnifico sol, brillando en un cielo sin nubes, lanzaba casi normalmente sus rayos. En
las condiciones ordinarias de la visualidad y bajo una masa lquida, una profundidad de seis
metros basta para que la vista quede extremadamente limitada; pero aqu las aguas parecan
estar como impregnadas de un fluido luminoso y Benito poda descender ms abajo todava
sin que las tinieblas le impidiesen ver el fondo del ro.
El joven coste detenidamente el promontorio. Su bastn herrado registraba las hierbas y
las basuras acumuladas en su base. Las bandadas de peces, si se pueden llamar as, se
escapaban como bandadas de pjaros fuera de un espeso matorral.
lateralmente del promontorio y explorar con sumo cuidado aquella especie de depresin
formada por la inclinacin del lecho del ro y a cuyo fondo, era indudable, no habran podido
penetrar los bicheros.
Araujo aprob aquel proyecto y de acuerdo con ello se dispuso a tomar las medidas
convenientes.
Manuel entonces crey oportuno dar algunos consejos a Benito.
Puesto que quieres seguir las investigaciones por esta parte -le dijo-, la balsa marchar
ahora en esa direccin. As, s prudente, Benito. Se trata de bajar ms profundamente
que antes, quizs a quince o diecisis metros y all tendrs que soportar una presin de
dos atmsferas. No te aventures, pues, sino con mucha lentitud, o te podr abandonar la
serenidad. Si sientes que tu cabeza se comprime, como si estuviera dentro de un tornillo; si
tus odos zumban continuamente, no dudes en dar la seal y te remontaremos a la superficie.
Despus volvers a empezar; y hacindolo as te acostumbrars, ms o menos, a moverte en
las profundidades del ro.
Benito prometi a Manuel seguir aquellas instrucciones, cuya importancia conoca. Estaba
temeroso, sobre todo, de que la serenidad pudiera faltarle en el momento en que quiz le
sera ms necesaria.
Benito estrech la mano de Manuel; el casco de la escafandra fue adherido de nuevo al
cuello; la bomba empez otra vez a funcionar y el buzo desapareci bien pronto bajo las
aguas.
La balsa estaba apartada entonces unos diez o doce metros de la orilla izquierda; pero
como a medida que avanzaba hacia el medio del ro, la corriente la poda hacer bajar
con ms ligereza de la necesaria, las ubas se amarraron a ella y los pagayeros o remeros
la sostuvieron contra la corriente, de modo que no pudiera moverse sino con extremada
lentitud.
Benito baj muy suavemente y luego se encontr en el suelo firme.
Al pisar con sus suelas la arena del lecho, pudo juzgar, por la extensin de la cuerda de
izar, que se hallaba a una profundidad de dieciocho a veinte metros. Haba, pues, all una
excavacin considerable, abierta muy por bajo del ordinario nivel.
El centro lquido estaba ms oscuro entonces; pero la limpidez de aquellas aguas
transparentes dejaba penetrar bastante luz todava para que Benito pudiera distinguir
suficientemente los objetos esparcidos sobre el fondo del ro y orientarse con cierta
seguridad. Aparte de esto, la arena, sembrada de mica, pareca formar una especie de
reflector y se hubieran podido contar los granos que destellaban como una polvareda
luminosa.
Benito miraba y sondeaba con su bastn las ms pequeas cavidades y continuaba
engolfndose lentamente. Se le largaba cuerda segn peda; y como los tubos que servan
para la aspiracin y respiracin del aire no estaban nunca tirantes, las funciones de la bomba
se verificaban en buenas condiciones.
Benito se separ de la orilla, para poder encontrar el centro del lecho del Amazonas, donde
se hallaba la ms acentuada depresin del lecho del ro.
De vez en cuando, una profunda oscuridad se esparca en torno suyo y entonces no poda
ver nada ms que un resplandor muy exiguo. Fenmeno puramente pasajero. Era la balsa,
que, movindose por encima de su cabeza, interceptando completamente los rayos solares,
pona la noche en lugar del da; pero un momento despus la gran sombra se disipaba y la
reflexin de la arena volva a tomar toda su intensidad.
Benito continuaba el descenso y senta, sobre todo, el aumento de la presin que impona
a su cuerpo la masa lquida. Su respiracin era difcil y la contraccin de sus rganos no se
efectuaba de acuerdo con sus deseos, con tanta comodidad como en un centro atmosfrico
convenientemente equilibrado. As, en semejantes condiciones se hallaba bajo la accin de
efectos fisiolgicos a los que no estaba acostumbrado. El zumbido de odos se acentuaba ms;
pero como su pensamiento estaba siempre lcido, como senta que el raciocinio se verificaba
en su cerebro con nitidez perfecta, aunque no muy natural, no quiso dar la seal para que le
izaran y continu bajando ms y ms.
Bruscamente, en la semioscuridad que le rodeaba, llam su atencin una masa confusa,
que le pareci tena la forma de un cuerpo, enredado en un montn de hierbas acuticas.
Una viva emocin se apoder de l y avanzando en aquella direccin removi con su
bastn aquella masa.
Pero no era ms que el cadver de un enorme caimn ya reducido a esqueleto y que la
corriente del Ro Negro haba arrastrado hasta el lecho del Amazonas.
Benito retrocedi y a pesar de las
aserciones del piloto, vino a su pensamiento
la idea de que algn caimn vivo pudiera
muy bien ocultarse en las profundidades de
la concha de Fras.
Pero desechada esta idea, continu su
marcha, de modo que pudiera llegar al fondo
de la depresin.
Deba entonces haber llegado a una
profundidad de veinticinco a treinta metros
y, por consiguiente, se hallaba sometido a
una presin de tres atmsferas. Si aquella
cavidad, pues, se acentuaba ms todava, se
vera obligado muy pronto a detenerse en sus
investigaciones.
Hasta entonces, la experiencia haba
demostrado, en efecto, que en las
profundidades de ms de treinta y cinco
metros se encontraba el lmite extremo, que
era peligroso franquear en una excursin
submarina; no slo el organismo humano no
se prestaba a funcionar convenientemente
bajo tales presiones, sino que los aparatos
renovaban el aire con escasa regularidad.
Y, sin embargo, Benito estaba resuelto a ir hasta donde le permitieran la fuerza moral y la
energa fsica. Un presentimiento inexplicable le impulsaba hacia aquel abismo. Le pareca
que el cuerpo deba haber rodado hasta el fondo de aquella cavidad y que quiz Torres, si
estaba cargado de objetos pesados, tales como un cinto donde guardase el dinero, o bien sus
armas, poda haberse mantenido en grandes profundidades.
En aquel momento el poraqu redobl sus ataques, lanzando descargas que hacan saltar
a Benito sobre la arena, recordando los botes que seguramente todos los lectores habrn
observado, en un reptil al que se haya cortado una parte de su cuerpo. Benito se retorca as
bajo el ltigo del animal.
Benito senta que de pronto perda el conocimiento. Sus ojos se oscurecieron poco a poco
y sus miembros se aflojaban
Pero antes de haber perdido la facultad de ver y de pensar, un fenmeno inesperado,
inexplicable, extrao, se verific a su vista.
Una detonacin sorda vino a propagarse a travs de las masas lquidas. Era como un
trueno, cuyos redobles corran entre las aguas, agitadas por las sacudidas del gimnoto.
Benito se sinti conmovido por una explosin formidable, que encontraba eco en las ltimas
profundidades del ro.
Y de pronto, un grito supremo se escap de sus labios a causa de una espantosa visin
espectral que se presentaba claramente ante sus ojos.
El cuerpo del ahogado, hasta entonces extendido en el suelo, acababa de levantarse! Las
ondulaciones de las aguas le hacan mover los brazos, como si los agitase en una vida de
autmata. Brincos convulsivos parecan dar movilidad a aquel cadver aterrador.
Y en tanto que Benito no poda hacer un solo movimiento con sus paralizados miembros,
que pareca estuvieran clavados en la arena del lveo debido a las pesadas suelas, el cadver
se enderez, su cabeza se movi de arriba abajo y saliendo de la cavidad donde se hallaba
retenido por un grupo de hierbas acuticas, se elev, derecho y espantoso, hacia la superficie
del Amazonas.
Captulo XI
El contenido de la caja
Con destino a Manaos, suba por el Amazonas el caonero Santa Ana y un momento antes
haba franqueado el paso del Fras. Un poco antes de llegar a la embocadura del Ro Negro,
iz bandera, saludando con un caonazo al pabelln brasileo.
Aquella detonacin produjo un efecto de vibracin, que al propagarse hasta el fondo del
ro bast para levantar el cuerpo de Torres, que ya estaba aligerado por un principio de
descomposicin, que facilitaba la distensin de su sistema celular. Entonces, naturalmente,
el cuerpo del ahogado se remont a la superficie del Amazonas.
Este conocido fenmeno explicaba la reaparicin del cadver.
Sin embargo, fuerza es convenir que haba habido una feliz coincidencia en la llegada del
Santa Ana al lugar donde se efectuaban las investigaciones.
Manuel dio un grito, al punto repetido por todos sus compaeros y una de las piraguas se
dirigi inmediatamente hacia el cuerpo. Al mismo tiempo se proceda a subir el buzo a la
balsa.
Pero en cuanto ste apareci, Manuel se sinti presa de indescriptible emocin. Benito,
izado hasta la plataforma, haba sido depositado en ella en un estado de completa inercia y
sin que se revelase la vida por un solo movimiento exterior.
No era un segundo cadver que acababan de traer all las aguas del Amazonas?
El buzo fue despojado lo ms pronto posible de su vestido de escafandra.
Benito haba perdido el conocimiento por
la violencia de las descargas del gimnoto.
Manuel, desatinado, le llamaba, le
insuflaba su propia respiracin y procuraba
encontrar los latidos de su corazn.
Late, late! -exclam.
S; el corazn de Benito palpitaba an y en
algunos minutos los cuidados de Manuel le
volvieron a la vida.
El cuerpo, el cuerpo!
Tales fueron las primeras palabras, las
nicas que se escaparon de la boca de Benito.
Ah est! -respondi Fragoso, sealando
la piragua que vena a la balsa con el cadver
de Torres.
Pero, Benito, qu es lo que te ha pasado?
-pregunt Manuel. Ha sido la falta de aire?
No! -contest Benito. Un poraqu que
se arroj sobre m Pero aquel ruido?
Aquella detonacin!
Ha sido un caonazo -explic Manuel. Un
caonazo es el que ha trado el cadver a la
superficie.
En efecto, los indios haban vuelto a echar al agua el cadver del aventurero, que
empezaba a bajar por la superficie del gran ro.
Torres no era ms que un miserable- dijo Benito. Si yo lealmente he expuesto mi vida
contra la suya, Dios le ha herido por mi mano. Mas esto no quiere decir que su cuerpo deba
quedar sin recibir sepultura!
Y entonces se mand a la segunda piragua a buscar el cadver para conducirlo a la orilla,
donde serla enterrado.
Pero en aquel momento, una bandada de aves de rapia, que se cerna encima del ro, se
precipit sobre aquel cuerpo flotante.
Eran esos urubus, especie de pequeos
buitres, de cuello pelado, de largas patas,
negros como los cuervos, llamados gallinazos
en la Amrica del Sur y que son de una
voracidad sin igual. El cuerpo, acuchillado
por sus picos, dej escapar los gases que le
hinchaban; su densidad aument, se
sumergi poco a poco y por ltima vez, lo
que quedaba de Torres desapareci bajo las
aguas del Amazonas.
Al cabo de diez minutos, la piragua,
rpidamente conducida, llegaba al puerto de
Manaos. Benito y sus compaeros saltaron a
tierra y se lanzaron por las calles de la
ciudad.
En algunos momentos llegaron a la morada
del juez Jarrquez, a quien, por medio de uno
de sus criados, hicieron preguntar si poda
recibirlos inmediatamente. El magistrado dio
orden de que los introdujeran en su
despacho.
All Manuel hizo una relacin de todo lo
que haba pasado desde el momento en que
Torres haba sido herido mortalmente por
Benito, en un encuentro legal, hasta el instante en que la caja haba sido hallada encima del
cadver y tomada por el contramaestre del bolsillo de la chaqueta.
Aunque, por su naturaleza, aquella narracin corroborase todo la que haba dicho Juan
Dacosta, con motivo de Torres y de la venta de las pruebas de su inocencia que ste le haba
ofrecido, el juez no pudo contener una sonrisa de incredulidad.
Ved la caja, seor -dijo Manuel-; ni un solo instante ha estado en nuestras manos y el
hombre que os la presenta es el mismo que la ha encontrado sobre el cuerpo de Torres.
El magistrado tom la caja y la examin con cuidado, volvindola y revolvindola como si
fuera un objeto precioso. Despus la agit y esto hizo moverse con sonido metlico algunas
monedas que se encontraban en su interior.
No contendra, pues, la caja aquel documento tan buscado, aquel papel escrito a mano
del verdadero autor del crimen y que Torres haba querido vender a un precio digno a Juan
Dacosta? Aquella prueba material de la inocencia del condenado, estara irremisiblemente
perdida?
Captulo XII
El documento
E s verdad que aquel era un grave inconveniente que ni Juan Dacosta ni los suyos haban
podido prever.
Nuestros lectores recordarn por la primera escena de esta historia que el documento
estaba escrito en una forma indescifrable, merced a uno de los numerosos sistemas que
suelen usarse en la criptografa.
Pero, cul era ste?
Antes de despedir a Benito y sus compaeros, el juez Jarrquez orden fuera sacada
una copia exacta del documento, cuyo original deseaba conservar, dando esta copia,
debidamente confrontada, a los dos jvenes, para que pudieran mostrrsela al preso.
Despus, quedando convenido que volveran al otro da, se retiraron los dos amigos y no
queriendo tardar un momento en ver a Juan Dacosta, corrieron inmediatamente a la crcel.
All, en una rpida entrevista con el preso, le enteraron de todo lo que haba sucedido.
Dacosta tom el documento y lo examin con atencin. Despus, moviendo la cabeza, se
lo devolvi a su hijo.
Quiz -dijo- en este escrito se halla la prueba que yo nunca he logrado presentar; pero si
esta prueba me falla, si toda la honradez de mi vida pasada no aboga en favor mo yo no
tengo que esperar nada de la justicia de los hombres y mi suerte est en las manos de Dios.
Todos lo comprendieron bien. Si aquel documento permaneca sin descifrar, la situacin
del condenado no poda ser peor.
La encontraremos, padre mo! -dijo Benito. No hay documento de esta clase que pueda
resistir al examen. Tened confianza, s, tened confianza! El cielo, milagrosamente, por
decirlo as, nos ha proporcionado este documento que os justifica y despus de haber guiado
nuestra mano para encontrarlo no rehusar guiar nuestro conocimiento para leerlo.
Dacosta oprimi la mano de Benito y de Manuel; y luego los dos jvenes, sumamente
conmovidos, se retiraron para volver directamente a la jangada, donde Yaquita les
aguardaba.
All Yaquita fue prontamente enterada de los nuevos incidentes ocurridos desde la vspera;
la reaparicin del cuerpo de Torres; el hallazgo del documento y la extraa forma en
que el verdadero autor del atentado y compaero del aventurero haba credo conveniente
escribirle sin duda para que no le comprometiese, si hubiese cado en manos extraas.
Lina tambin fue, claro est, sabedora de aquella inesperada complicacin y del
descubrimiento que haba hecho Fragoso de que Torres era un antiguo capitn de bosques,
perteneciente a aquella milicia que operaba en las inmediaciones de las bocas del Madeira.
Pero en qu circunstancias le conocisteis? -pregunt la joven mulata.
Fue durante una de mis correras a travs de la provincia del Amazonas -respondi
Fragoso-; cuando iba de lugar en lugar ejerciendo mi oficio.
Y esa cicatriz?
Os contar lo que pas. Un da llegu a la Misin de Aranas en el momento en que Torres,
a quien hasta entonces jams haba visto, se hallaba empeado en una ria con uno de su
misma calaa. De la ria sali Torres con una cuchillada que le atraves el brazo. Y, a falta
de mdico yo fui el encargado de curarle. As le vi por primera vez.
Qu importa, ahora -dijo Minha-, que se sepa qu ha sido Torres? l no ha sido el autor
del crimen y esto no adelantar mucho las cosas.
Desde luego que no -admiti Fragoso. Pero ese documento acabar por ser ledo, qu
diablo! y la inocencia de Juan Dacosta brillar entonces con toda claridad a los ojos de todos.
Esta era tambin la esperanza de Yaquita,
Benito, Manuel y Minha. As, los tres,
encerrados en el comedor de la vivienda,
pasaron largas horas procurando descifrar
aquel manuscrito.
Pero si sta es su esperanza -y conviene
insistir sobre este punto-, tambin era, por lo
menos, la del juez Jarrquez.
Despus de haber redactado el informe que
a continuacin del interrogatorio estableca
la identidad de Juan Dacosta, el magistrado
envi aquel informe a la Cancillera y crey
que haba concluido por su parte con aquel
asunto. Pero no deba terminar as.
En efecto, conviene decir que desde el
hallazgo del documento, el juez se hallaba de
repente transportado a su elemento especial.
El, buscador de combinaciones numricas,
descubridor de charadas, jeroglficos y
logogrifos, estaba ante su elemento.
mboepvmrcrutllruygopchllutdrpokbfuhdfisrqrgshsuv
ihd
Desde luego, el juez Jarrquez observ que las lneas del documento no haban sido divididas
por las palabras, ni aun por frases y que la puntuacin faltaba. Esta circunstancia no poda
menos de hacer ms dificultosa la lectura.
Veamos, no obstante -continu dicindose-, si alguna unin de las letras parece formar las
palabras, es decir, de esas palabras cuyo nmero de consonantes relacionadas con las vocales
permite la pronunciacin. Y desde luego al principio veo la palabra isge, luego la palabra
eleo Si ser griego? Despus grob, iul, jieh, hoisr, phoz, rem, hluzsl, suvihd
El juez Jarrquez dej caer el manuscrito y se puso a reflexionar durante algunos
momentos.
Todas las palabras de esta lectura, sumariamente hecha, resultan extravagantes. En
verdad, nada indica su procedencia. Las unas tienen un aire griego; las otras, un aspecto
holands; las de aqu, un talante ingls; las de all, latino y las ms no tienen aire ninguno,
sin contar que hay series de consonantes que se resisten a toda pronunciacin humana.
Decididamente, no ser fcil establecer la clave de este criptograma!
El magistrado comenz a tamborilear con los dedos sobre la mesa una especie de diana,
como si quisiera despertar sus facultades adormecidas.
Veamos, pues, desde luego -torn a decirse-, cuntas letras hay en este prrafo.
Y tomando un lpiz, empez a contar y apuntar. -Doscientas noventa y cuatro! Y bien;
ahora se trata de determinar cuantas veces aparaece cada letra del alfabeto.
Esta cuenta fue un poco ms larga de ajustar. El juez haba vuelto a tomar el documento;
luego, con el lpiz apuntaba sucesivamente cada letra, de acuerdo con el orden normal
alfabtico. Un cuarto de hora despus haba obtenido el siguiente estado; apunt:
a=0, b=10, c=6, d=14, e=14, f=18, g=17, h=21, ch=9, i=9, j=2, k=1, l=8,
ll=12, m=7, n=7, =11, o=11, p=10, q=12, r=25, s=8, t=8, u=15, v=13,
x=13, y=8, z=5.
Aj! -dijo el juez. La primera observacin es muy interesante y es que en este prrafo estn
empleadas todas las letras del alfabeto menos una. Esto es muy raro. En efecto, tmense al
azar en un libro el nmero de lneas que se necesiten para contener doscientas noventa y
cuatro letras y ser muy extrao que no aparezcan todas las letras del alfabeto. Sin embargo,
admitamos que esto pueda ser un simple efecto de la casualidad.
Despus, pasando a otro orden de ideas, dijo:
La cuestin ms importante es ver si las vocales estn en la debida proporcin con las
consonantes.
El magistrado volvi a tomar su lpiz, hizo la cuenta de las vocales y obtuvo el siguiente
clculo:
a=0, e=14, i=9, o =11, u=15, y=8.
Total 57 vocales
As -continu dicindose- en este aparte hay, hecha la resta, cincuenta y siete vocales
contra doscientas treinta y siete consonantes. Esta es casi la proporcin normal, es decir,
casi una quinta parte, como en el alfabeto, donde se cuenta cinco vocales y la y griega para
veintiocho letras.
Es, pues, muy posible que este documento haya sido escrito en el idioma de nuestro pas,
pero que solamente se haya cambiado la significacin de cada letra. Mas si sta se ha
modificado con regularidad; si una b, por ejemplo, se encuentra siempre sustituida por una
l, una o por una v, una g por una k, una u por una r, etc., consiento en quedarme sin mi plaza
de juez de Manaos como no llegue a leer este documento. Y qu tengo que hacer, pues, sino
proceder siguiendo el mtodo de aquel gran genio analizador que se llama Edgar Allan Poe!
Al hablar as, el juez Jarrquez se refera a una novela del clebre escritor americano, una
verdadera obra maestra. Quin no ha leido El escarabajo de oro?
En dicha novela, un criptograma compuesto a la vez de cifras, de letras, signos algebraicos,
asteriscos, puntos y comas, es sometido a un mtodo completamente matemtico, llegando
a ser descifrado en circunstancias tan extraordinarias, que no dejarn de recordar los
admiradores de aquel raro talento.
Verdad es que de la lectura del documento norteamericano slo dependa el
descubrimiento de un tesoro, mientras que aqu se trataba de la vida y del honor de un
hombre. El motivo, pues, de dar solucin a la cifra era mucho ms interesante.
Nuestro magistrado, que haba ledo y reledo El Escarabajo de oro, conoca perfectamente
los procedimientos de anlisis minuciosamente empleados por Edgar Allan Poe y resolvi
utilizarlos en esta ocasin. Sirvindose de ellos estaba seguro, como haba dicho, de que si el
valor o el significado de cada letra permaneca siempre constante, alcanzara, en un tiempo
ms o menos largo, a poder leer el documento relativo a Juan Dacosta.
Qu hizo Edgar Allan Poe? -se deca una y otra vez. Ante todo, comenz por averiguar
cul era el ndice, aqu slo tenemos letras, o sea, cual se halla ms repetida en el
criptograma; observo que es la letra r A ver; s, se encuentra veinticinco veces. Slo
esta proporcin enorme basta para demostrar que en principio r no significa r sino que, al
contrario, r debe representar la letra que se encuentra ms a menudo en nuestro idioma,
pues debo suponer que el documento ha sido escrito en portugus. En ingls o en francs
sera, sin duda, la e; en italiano sera la i o la a: en portugus debe ser la a o la o. As, pues,
admitamos, salvo ulterior modificacin, que la r significa la a o la o.
Despus, el juez indag cul era la letra que despus de la r apareca ms nmero de veces
en el manuscrito. Esto le condujo a formar el siguiente cuadro:
r=25, h=21, f=18, g=17, u=15, d-e=14, v-x=13, ll-q=12, -o=11, b-p=10, chi=9, l-s-t=8, m-n=7, c=6, z=5, j=2, k=1.
Resultaba, pues, que la letra a, que debera ser la ms repetida, no apareca en el documento
ni una sola vez. Esto demostraba de una manera evidente que su significado haba sido
cambiado. Y ahora, despus de la a o la o, qu letras aparecan ms frecuentemente en el
idioma portugus? Era cosa de buscar echando mano de la paciencia.
Y Jarrquez, con una sagacidad verdaderamente notable, que denotaba en l un alto
espritu de observacin, se entreg de lleno a esta nueva investigacin. Es cierto que con
ello no haca ms que imitar al novelista norteamericano, que por simple induccin o
aproximacin, como gran analizador que era, logr hacerse un alfabeto correspondiente a
los signos del criptograma y por lo tanto, pudo llegar a leerlo corrientemente.
El magistrado obr de igual modo y puede asegurarse que no fue inferior a su ilustre
maestro. A fuerza de haber estudiado los logogrifos, los cuadrados y tringulos de palabras
y otros problemas que slo estn basados en una arbitraria disposicin de las letras, se haba
acostumbrado lo mismo con la imaginacin que con la pluma, a resolverlos y era ya una
autoridad en estos juegos del ingenio.
En aquella ocasin no hubo de trabajar mucho para establecer el orden en que las letras se
repetan ms a menudo. Las vocales, desde luego, primero; las consonantes a continuacin.
Tres horas despus de haber empezado su trabajo tena a la vista un alfabeto, que, de ser
exacto su procedimiento, deba darle la significacin real de las letras que aparecan en el
documento.
Slo era necesario, pues, aplicar sucesivamente las letras del alfabeto logrado a las del
manuscrito.
Mas al ir a proceder a ello, el juez se not presa de cierta emocin. Se hallaba
completamente entregado al placer intelectual -que es mayor de lo que puede suponerse- del
hombre que, despus de haber invertido algunas horas en un trabajo continuado, ve aparecer
el sentido tan impacientemente buscado de un logogrifo.
Finalmente, dominndose, se decidi:
Empecemos. En verdad, que quedara muy sorprendido si no fuese esta la clave del
enigma.
Ante todo, se quit las gafas, limpi los cristales, empaados por el vapor de sus ojos y
torn a colocrselas. En seguida encorv el cuerpo sobre la mesa.
Con el alfabeto que haba hecho en una mano y el documento en la mesa, tom la pluma y
empez a escribir bajo la primera lnea del prrafo cifrado las letras verdaderas que, segn
su opinin, deban corresponder exactamente a cada letra criptogrfica.
Hecha la primera lnea, procedi igual con la segunda, luego con la tercera y la cuarta,
llegando as hasta el final.
Entonces examin el original En tanto escriba, no haba querido tampoco examinar si
aquella reunin de letras formaba palabras comprensibles. No; durante la primera parte del
trabajo, su imaginacin haba rehusado hacer comprobacin alguna.
Ansiaba proporcionarse la satisfaccin de leer todo de una vez, de golpe.
Por esto, al terminar, exclam confiado;
Leamos!
Pero no ley. Qu galimatas, gran Dios! Las lneas que formara con las letras de su alfabeto
no tenan ms sentido que las del documento. Resultaban otra serie de letras, simplemente,
que no constituan ningn valor. En fin, que constituan tambin otro jeroglfico.
Demonios y ms demonios!
Y se qued abstrado.
Captulo XIII
Es una cuestin de cifras
Absorbido en aquel rompecabezas en que no poda adelantar nada, el juez Jarrquez haba
olvidado completamente la hora de la comida y hasta de reposar. A la hora citada llamaron
a la puerta de su despacho.
Ya era tiempo. Una hora ms y toda la sustancia cerebral del despechado magistrado
quizs se hubiera fundido bajo el calor intenso que se desprenda de su cabeza.
A la invitacin de entrar, dada con impaciente voz, se abri la puerta y apareci Manuel.
El joven mdico haba dejado a sus amigos a bordo de la jangada, liados con el
indescifrable documento, para ir a ver al juez Jarrquez.
Ansiaba saber si ste haba sido ms feliz en sus indagaciones y logrado por fin descubrir
la clave del criptograma. La llegada de Manuel no molest al magistrado. Se encontraba en
ese grado de sobreexcitacin del cerebro que exaspera la soledad.
Le haca falta alguien con quien hablar y, sobre todo, si su interlocutor se mostraba tan
deseoso como l de penetrar este misterio. Nuestro amigo era, pues, el hombre que le haca
falta.
Caballero -dijo el joven en cuanto entr-; una pregunta ante todo. Habis logrado algo
ms que nosotros?
Sentaos primero -orden el juez Jarrquez, al tiempo que se pona en pie y comenzaba a
pasear a grandes pasos por la habitacin.
Sentaos -repiti-, pues si ambos permanecisemos en pie, vos marcharais en un sentido
yo en el otro y mi despacho no bastara para contenernos.
Hizo Manuel lo que le decan y una vez sentado, repiti su pregunta.
No, no he sido ms afortunado -inform entonces el magistrado. No s ms de lo que
saba. Slo puedo deciros que he adquirido una certidumbre.
Y es, caballero?
Que el documento no est basado sobre signos convencionales, sino sobre lo que se llama
una cifra" en criptografa, es decir, sobre un nmero.
Pero -dijo Manuel-, no se afirma que es posible leer un documento de este gnero?
En efecto -admiti Jarrquez. Cuando una letra est invariablemente representada por la
misma letra. Entindame: quiero decir cuando una a, por ejemplo, es siempre una p; cuando
una p es siempre una x De lo contrario, no es posible.
Y en este documento?
En este documento el valor de la letra cambia, de acuerdo con la cifra, tomada
arbitrariamente y que es lo que rige. As, una b que haya sido representada por una k, ms
adelante lo ser por una z; despus por una m, o una n, o una i, o cualquier otra letra.
Y en tal caso?
En tal caso, o sea en este caso, tengo el sentimiento de deciros que el criptograma resulta
absolutamente indescifrable.
Indescifrable! -repiti Manuel. No, caballero, eso es imposible! Es preciso que
concluyamos por hallar la clave de este documento, del que depende la vida de un hombre.
Manuel se haba levantado, presa de una excitacin que le era imposible dominar.
La respuesta dada por el magistrado era tan desesperada, que no se resolva a aceptarla
por definitiva.
A un gesto del juez, volvi a tomar asiento. Luego ya dominado su estado de nimo,
pregunt con voz ms tranquila:
En primer lugar, caballero, qu puede haceros creer que la clave de este documento es
una cifra, o, como decs, que es un nmero?
El juez Jarrquez dio esta respuesta:
Odme, joven y no tardaris en rendiros a la evidencia.
El magistrado tom el documento y lo puso ante los ojos de Manuel, as como el trabajo
que haba estado haciendo.
He comenzado -hizo saber- por tratar este
documento
como
deba
hacerlo,
lgicamente, es decir, sin encomendar nada a
la casualidad. As, pues, he multiplicado un
alfabeto basado en la proporcionalidad de las
letras ms usuales de nuestro idioma,
procurando obtener la lectura siguiendo las
normas de nuestro ilustre Edgar Allan Poe
Pues bien, su procedimiento no ha dado
resultado!
Que no ha dado resultado!
No, joven y yo hubiera debido darme
cuenta, desde luego, que buscar el xito de
esta manera era imposible. Con seguridad
que uno ms inteligente que yo no se hubiera
equivocado.
Pero, por Dios! -exclam Manuel.
Deseara comprenderos y no puedo.
Tomad el documento -replic el juez
Jarrquez-, cuidando tan slo de observar la
disposicin de las letras y releedlo todo
entero.
Manuel obedeci.
No observis algo extrao en la
combinacin de ciertas letras?
No veo nada -respondi Manuel despus de haber, acaso por la centsima vez, recorrido
las lneas del documento.
No importa Examinad el ltimo prrafo. All, comprendis?, debe de estar el resumen
completo de la noticia. Tampoco veis nada que sea anormal?
Nada.
Hay, sin embargo, un detalle que prueba de la manera ms absoluta que el documento
est sometido a la ley de un nmero.
Y es? -pregunt Manuel.
Es que vemos que letras tales como la g, la , la h, la v, la f se encuentran repetidas, una a
continuacin de otra, en diferentes puntos del prrafo.
Lo que deca el juez Jarrquez era cierto y a propsito para llamar la atencin. Por una
parte, las letras 6, 8 y 9 de la lnea eran g, colocadas casi consecutivamente; por otra, las
64, 65 y 68 eran v, colocadas de una manera anloga, as como las dos t que ocupaban los
lugares 112 y 113 y las h y f que ocupaban respectivamente los 121, 122, 173 y 174.
Ahora, joven, examinad bien esta frase: no tiene enteramente el aspecto del documento en
cuestin? Y bien, qu resulta? Que, debido a la modificacin de la letra por la cifra que
casualmente queda debajo, la letra criptogrfica que se relaciona con la letra verdadera no
puede ser necesariamente la misma. As, pues, en esta frase la primera e est representada
por una a; la segunda por una c; la quinta por una b; una h corresponde a la primera j; y una
g a la segunda; de las dos r de mi nombre, una est representada por una o; la segunda por
una ; la t de la palabra est se convierte en q y la de dotado en p. Por lo cual comprenderis
perfectamente que sin conocer el nmero 423 no llegaris nunca a leer estas lneas y que, por
consecuencia, puesto que no conocemos el nmero que esclarece el documento, ste resulta
indescifrable.
Oyendo al magistrado razonar con una lgica tan cerrada, qued Manuel abatido por el
momento; pero levantando la cabeza:
No -exclam-; no, seor. No renunciar a la esperanza de descubrir este nmero.
Quiz hubiera podido conseguirse -dijo entonces el juez Jarrquez-, si las lneas del
documento estuviesen divididas por palabras.
Y por qu?
He aqu mi razonamiento, joven. Me est permitido afirmar con toda seguridad que el
ltimo prrafo del documento debe resumir todo cuanto ha sido escrito en los prrafos
anteriores. Luego para m es evidente que se halla el nombre de Juan Dacosta. Pues bien,
si las lneas estuviesen divididas por palabras, reconociendo stas una a una, es decir,
las compuestas de siete letras, que son las que tiene el nombre Dacosta, no hubiera sido
imposible reconstruir el nmero que es la clave de este documento.
Servios, explicarme cmo sera necesario proceder -suplic Manuel, que tal vez vea lucir
una ltima esperanza.
Nada ms sencillo -respondi el juez Jarrquez. Tomemos, por ejemplo, una de las
palabras de la frase que acabamos de describir; mi nombre, si gustis. En el criptograma se
representa esta rara sucesin de letras: fyogqcv. Pues bien, restando a la posicin de cada
letra de mi nombre, la posicin de su letra criptogrfica, tendr el resultado siguiente:
j-f=4, a-y=2, r-o=3, r-=4, i-g 2, q-=3, u-q=4, e-c=2, z-v=3.
Ahora, cmo est compuesta la fila de las cifras producidas por esta operacin sencilla? Ya
lo veis, por las cifras 423 423 423, etctera, es decir, por el nmero 423 repetido muchas
veces.
S, eso es -respondi Manuel.
Por este medio os daris cuenta, que ascendiendo en el orden alfabtico de la falsa letra
a la verdadera, en lugar de descender de la verdadera a la falsa, he podido fcilmente
reconstruir el nmero y que este nmero buscado es efectivamente el 423, que yo haba
elegido como clave de mi criptograma.
Y bien, caballero -exclam Manuel-; si, como debe ser, el nombre de Dacosta se encuentra
en este ltimo prrafo, tomando sucesivamente cada letra de estas lneas para la primera de
las siete letras que forman este nombre, debemos llegar a
Eso sera posible, en efecto -respondi el juez Jarrquez-; pero con una condicin.
Cul?
La de que la primera cifra del nmero viniese a caer precisamente bajo la primera letra
de la palabra Dacosta y me concederis que esto no es muy probable. No os parece?
En efecto -dijo Manuel que ante este ltimo razonamiento senta escaprsele su ltima
esperanza.
Captulo XIV
Pase lo que pase
D urante este tiempo, la opinin pblica se haba modificado por completo en relacin con
Este hombre, que abandonaba voluntariamente su retiro de Iquitos, que vena, con riesgo
de su vida, a pedir su rehabilitacin a la justicia brasilea No exista all un enigma moral
que vala la pena de estudiarse? As, pues, el magistrado no abandonara este documento
hasta haber descubierto la cifra a que obedeca.
Entregado furiosamente a su estudio, ni coma ni dorma.
Todo su tiempo se pasaba en combinar nmeros, en forjar una llave para forzar la
cerradura.
A la terminacin del primer da, esta idea haba tomado en el cerebro del juez Jarrquez el
carcter de obsesin. Una clera muy poco contenida herva en su interior, mantenindose
en un estado permanente. Toda la casa temblaba. Sus criados, negros o blancos, no se
atrevan a presentarse ante l. Felizmente, era soltero, pues de otro modo la seora Jarrquez
hubiera pasado algunos malos ratos.
Jams problema alguno haba apasionado tanto a este ser original: estaba resuelto a
perseguir la solucin aunque su cabeza estallase como una caldera calentada al rojo bajo la
tensin de los vapores.
Para el digno juez no caba duda de que la clave del documento era un nmero, compuesto
de dos o muchas cifras, pero que no haba medio de conocerlo por deduccin tan slo.
A pesar de todo, emprendi este trabajo con verdadera rabia y a l aplic todas sus
facultades durante el da veintiocho de agosto.
Buscar al azar un nmero, l lo haba dicho, era perderse en millones de combinaciones
que habran absorbido ms tiempo que la vida de un calculador de primer orden.
Pero si no deba contentarse con la casualidad, era posible proceder por el razonamiento?
No, sin duda y a cavilar hasta perder la razn se entreg por completo el juez Jarrquez,
despus de haber intilmente buscado el reposo en algunas horas de sueo.
Quien despus de haber arrostrado la formal prohibicin que deba proteger su soledad,
hubiera podido llegar hasta l en este momento, le habra encontrado como la vspera, en su
despacho, delante de su mesa, con los ojos fijos en el documento, cuyas embrolladas letras
le parecan girar alrededor de su cabeza.
Ah! -exclamaba de vez en cuando. Por qu el miserable que lo ha escrito, sea quien
sea, no ha separado las palabras de este prrafo? Se podra, se ensayara Pero no! Y,
sin embargo, si realmente en este documento se trata de asesinato y de robo, es imposible
que no se encuentren palabras tales como campamento, diamantes, Tijuco, Dacosta y otras
ms y colocndolas frente a sus equivalentes criptogrficas, podra llegarse a reconstruir el
nmero. Pero nada; ni una sola separacin; una palabra, una sola, una palabra de doscientas
noventa y cuatro letras. Maldito! S, maldito sea doscientas noventa y cuatro veces el
bribn que con tan mala idea ha complicado su sistema! Slo por esto merecera la cuerda
doscientas noventa y cuatro veces.
Y un violento puetazo dado sobre el documento vino a acentuar este poco caritativo
deseo.
Pero en fin -continu el magistrado-; Si no se me permite buscar una de estas palabras en
el cuerpo del documento, no puedo, por lo menos, ensayar descubrirla ya sea al principio
o ya al final de cada prrafo? Tal vez en esto haya una probabilidad que es preciso no dejar
pasar.
Entregado a todas estas deducciones, el juez Jarrquez ensay sucesivamente si las letras
que comenzaban o concluan las diversas lneas del documento podan corresponder a las
que formaban la palabra ms importante, la que necesariamente deba figurar en alguna
parte: la palabra Dacosta.
Nada; no haba nada.
Despus de ensayar sucesivamente las palabras Dacosta, campamento y Tijuco, observ que
su construccin no corresponda a la serie de letras criptogrficas.
Despus de este trabajo el juez Jarrquez, con la cabeza atontada, se levant, pase por
su gabinete, tom el aire en la ventana, exhal una especie de rugido, cuyo ruido hizo
desbandarse una nube de pjaros-moscas que revoloteaban en el follaje de una mimosa y
volvi a su documento.
Lo cogi y empez a darle vueltas entre sus manos.
El tunante, el bribn! -dijo-; concluir por volverme loco! Pero alto!, tengamos calma,
no perdamos la razn. No es ste el momento!
Despus de haberse refrescado la cabeza con una ablucin de agua fra, dijo:
Ensayemos otra cosa. Puesto que no puedo deducir un nmero de la colocacin de
estas condenadas letras, veamos qu nmero ha podido elegir el autor de este documento,
admitiendo que sea tambin el autor del crimen de Tijuco.
Este era otro mtodo de deducciones a que iba a entregarse el magistrado y tal vez con
razn, pues este mtodo no careca de cierta lgica.
Ensayemos desde luego un millar. Por qu ese malhechor no haba de haber escogido el
millar del ao que ha visto nacer a Juan Dacosta, a este inocente, que dejaba condenar en su
lugar, aunque slo fuese por no olvidar este nmero tan importante para l? Dacosta naci
el ao 1804. Veamos lo que nos da el 1804 tomado como cifra criptolgica.
Y el juez Jarrquez, escribiendo las primeras letras del prrafo y colocando sobre ella el
nmero 1804, que repiti tres veces, obtuvo esta nueva frmula:
1804 1804 1804
inyi sgeg gxpd
Despus, haciendo ascender en el orden alfabtico a cada letra tantos lugares como unidades
representaba la cifra que sobre ella haba colocado, obtuvo la serie siguiente:
juyll tnek hfph
Lo que no significaba nada.
Ni con esto! -grit Jarrquez. Ensayemos otro nmero.
Se pregunt si en lugar de este primer millar el autor del documento no habra escogido
ms bien el del ao en que fue cometido el crimen y, procediendo como anteriormente,
obtuvo ahora esta otra frmula:
1826 1826 1826
inyi sgeg gxpd
Lo que dio:
juan tngll hfrj
A excepcin de las cuatro primeras letras, otra serie sin significado, sin ningn sentido, igual
que con la formula precedente.
Condenado nmero! -exclam. Preciso es renunciar tambin a l. Vamos a otro. Habr
escogido el muy tunante el nmero de contos que representaba el producto del robo?
Veamos; el valor de los diamantes robados haba sido estimado en la suma de ochocientos
treinta y cuatro contos de reis.
Bobo, un negro liberto, que era el servidor privilegiado del juez, no apareca. Era evidente
que Bobo no se atreva a entrar en el cuarto
de su seor.
Nuevo campanillazo. Nueva llamada a
Bobo, que, en inters propio, crea que en
aquella ocasin deba hacerse el sordo.
En fin, tercer campanillazo, que desmont
el aparato y rompi el cordn. Esta vez Bobo
apareci.
Qu me quiere mi amo? -pregunt Bobo,
mantenindose prudentemente junto a la
puerta.
Acrcate sin decir una sola palabra! respondi el magistrado, cuya ardiente
mirada hizo temblar al negro.
Bobo avanz.
Bobo -le dijo el juez-, pon atencin a la
pregunta que voy a hacerte y responde
inmediatamente, sin reflexionar, o te
Bobo, desconcertado, abiertos los ojos y
ms abierta la boca an, junt sus pies,
cuadrndose militarmente y aguard.
Ests? -le pregunt su amo.
Estoy.
Atencin. Dime, sin pensarlo, entiendes
bien?, el primer nmero que se te ocurra.
Setenta y seis mil doscientos veintitrs -respondi Bobo sin respirar.
El negro, sin duda, haba pensado complacer a su amo respondindole con un nmero tan
elevado.
El juez corri a su mesa y con el lpiz en la mano procedi a examinar el criptograma, de
acuerdo con el nmero indicado por Bobo, quien con este motivo no era sino el intrprete
de la casualidad.
Como puede comprenderse, hubiera resultado por dems inverosmil que el nmero
76.223 fuese precisamente el que serva de clave al documento para llegar a su comprensin.
As es que no ocasion otro resultado que traer a la boca del juez un juramento tal, que Bobo
se apresur a retirarse tan aprisa como le fue posible.
Captulo XV
ltimos esfuerzos
A dems del magistrado y con tan intiles esfuerzos, Benito, Manuel y Minha se esforzaban
en comn para arrancar al manuscrito el secreto del cual dependan la vida y el honor de su
padre. A su vez, Fragoso, ayudado por Lina, no haba querido ser menos; pero hasta entonces
no haba obtenido un resultado satisfactorio. El nmero segua sin aparecer.
Ya lo encontrar -aseguraba su novio.
Buscad, Fragoso -le repeta sin cesar la mulata-; buscad y encontrad!
Bueno es advertir que ste tena el propsito de ejecutar un proyecto del que no quera
hablar ni aun a la misma Lina. El tal proyecto se haba convertido tambin en una obsesin
de su cerebro: se trataba de dirigirse al encuentro de aquella milicia, a la que haba
pertenecido el capitn de bosques y descubrir quin poda ser el autor del documento
cifrado, que se confesaba culpable del crimen de Tijuco.
La parte de la provincia de las Amazonas en la cual operaba esta milicia, el punto en
que Fragoso la haba encontrado algunos aos antes, la circunscripcin a que perteneca, se
hallaba bastante cerca de Manaos. Bastaba descender por el ro unas cincuenta millas hacia
la desembocadura del Madeira, afluente por su orilla derecha y all, sin duda, se encontrara
el jefe de estos capitaes do mato, de los que Torres haba sido compaero. En dos das, en tres
a lo sumo, poda Fragoso ponerse en relacin con los antiguos camaradas del aventurero.
S, sin duda, puedo hacer esto, pero y despus? Qu resultar de mis gestiones, aun
admitiendo que lleguen a tener buen xito? Cuando tengamos la certidumbre de que uno de
los compaeros de Torres ha muerto recientemente, probar este hecho que sea l el autor
del crimen? Demostrar que ha entregado a Torres un documento en el cual confiesa su
delito descargando de toda culpabilidad a Juan Dacosta? No. Slo dos hombres conocen la
cifra: el culpable y Torres, y stos no existen!
As razonaba Fragoso. Pareca evidente que su resolucin no poda conducir a nada. Y, sin
embargo, este pensamiento era ms fuerte que l. Un poder irresistible le impela a partir,
aun cuando ni estuviese seguro de encontrar la milicia del Madeira! En efecto, no poda sta
hallarse operando en cualquiera otra parte de la provincia? Y entonces, para dar con ella
necesitara Fragoso ms tiempo del que poda disponer! Y despus de todo, para obtener
qu cosa?
No obstante, al da siguiente, veintinueve de agosto, antes de salir el sol, Fragoso, sin
prevenir a nadie, abandon furtivamente la jangada, lleg a Manaos y se embarc a bordo de
una de las egariteas que descienden diariamente el Amazonas.
Se le ocurri la idea de que tal vez el documento deba leerse al revs y exponindolo ante
una vela trat de leerlo al trasluz.
Nada! Los nmeros ya imaginados y que ensay bajo esta nueva forma, no dieron
resultado alguno.
Tal vez era preciso tomar el documento en sentido contrario y restablecerlo marchando de
la ltima letra a la primera, lo que su autor poda haber combinado, para hacer ms difcil
su lectura.
Nada! Esta nueva combinacin slo produjo una nueva serie de letras completamente
enigmticas.
A las ocho de la noche, el juez Jarrquez, con la cabeza entre las manos, destrozado,
abatido moral y fsicamente, no tena fuerzas
para moverse, hablar, pensar ni asociar una
idea a otra.
De repente, se oy ruido por la parte
exterior; casi en el mismo momento, se abri
bruscamente la puerta de su habitacin.
Benito y Manuel se hallaban ante l; Benito
desencajado, Manuel sostenindole, pues el
infortunado joven apenas poda sostenerse.
El magistrado se haba levantado
vivamente.
Qu hay, seores? Ocurre algo? pregunt.
La cifra! La cifra! -grit Benito, loco
de dolor. La cifra del documento.
La conocis, pues? -exclam el juez.
No -respondi Manuel-; pero vos
No he hallado nada!
Nada! -repiti Benito.
Y, en el paroxismo de la desesperacin,
sacando el machete de su cintura, quiso
atravesarse el pecho.
El magistrado y Manuel se lanzaron sobre
l, logrando, no sin gran trabajo, desarmarle.
Benito -dijo el juez Jarrquez, con una voz que quera ser tranquila-, puesto que vuestro
padre no puede ya evitar la expiacin de un crimen que no ha cometido, os queda algo que
hacer mejor que atentar contra vuestra vida. Os queda an otra solucin.
Qu es? -pregunt el desesperado joven.
Os resta el intentar salvarle de tan triste suerte.
Pero, cmo?
A vos os toca adivinarlo -manifest el magistrado-; no a m decroslo.
Captulo XVI
Las disposiciones tomadas
Pero una vez embarcado, dnde convendra que Juan Dacosta buscase un refugio?
Esto motiv una postrer resolucin que tomaron los dos jvenes despus de pesar
minuciosamente el pro y el contra.
Volver a Iquitos era seguir un camino difcil, lleno de peligros. Esto sera largo en todo
caso ya fuese que el fugitivo se dirigiese a travs de los campos ya que subiese o bajase el
curso del Amazonas. Ni caballo ni piragua podran ponerle fuera del alcance con la rapidez
necesaria. La hacienda, por otra parte, no le ofreca un asilo seguro. Al entrar ya no sera
el hacendado Juan Garral, sino el condenado Juan Dacosta, siempre bajo la amenaza de
extradicin y no era cosa de que pensase en volver a comenzar su vida azarosa de otro
tiempo.
Huir por el Ro Negro hasta el norte de la provincia, fuera de la frontera de las posesiones
brasileas, era un plan que exiga ms tiempo del que poda disponer Juan Dacosta y su
primer cuidado deba ser ponerse a cubierto de las persecuciones inmediatas.
Volver a bajar el Amazonas? Los puestos, las aldeas y las villas abundaban en las dos
orillas del ro.
La filiacin del condenado sera enviada a todos los jefes de polica. Corra, pues, el riesgo
de ser detenido mucho antes de llegar al litoral del Atlntico. Y en caso de llegar, dnde y
cmo ocultarse hasta encontrar una ocasin de embarcarse y poner la mar entre la justicia y
l?
Examinados detenidamente estos proyectos, Benito y Manuel reconocieron que ni los unos
ni los otros eran practicables. Uno solo ofreca algunas probabilidades de xito.
Era ste: al salir de la prisin, embarcarse en la piragua; seguir el canal hasta el Ro Negro;
descender este afluente bajo la direccin del piloto; llegar a la confluencia de los dos ros;
entregarse a la corriente del Amazonas costeando su orilla derecha en un trayecto de unas
sesenta millas navegando por la noche, haciendo alto por el da y de este modo ganar la
desembocadura del Madeira.
Este tributario, que baja de la vertiente de la cordillera engrosado por un centenar de
subafluentes. es una verdadera va fluvial abierta hasta el corazn de Bolivia. Una piragua
poda aventurarse sin dejar ninguna huella de su paso y refugiarse en alguna localidad
situada ms all de la frontera brasilea.
All Juan Dacosta se hallara relativamente seguro; all podra, durante muchos meses si
era necesario, aguardar una ocasin para ganar el litoral del Pacfico y tomar pasaje en un
buque dispuesto a partir de algn puerto de la costa.
Que este buque le condujese a uno de los Estados de Amrica del Norte y estaba salvado.
Despus vera si le convena realizar toda su fortuna, expatriarse definitivamente y buscar al
otro lado de los mares, en el antiguo mundo, un ltimo retiro donde concluir una existencia
tan cruel e injustamente agitada. Por doquiera que fuese, su familia le seguira sin vacilar y
en su familia se comprendera a Manuel, que estara ligado a l por indisolubles lazos. Esta
era una cuestin que no deba discutirse.
Partamos -dijo Benito-; no tenemos un instante que perder, es preciso que todo est
dispuesto antes de la noche.
Los dos jvenes volvieron a bordo siguiendo la escarpada orilla del canal hasta el Ro
Negro. De este modo se aseguraron de que el paso de la piragua se verificara libremente,
que ningn obstculo, presa de esclusa o barco en reparacin podra detenerla. Despus,
bajando por la orilla izquierda del afluente, evitando las calles frecuentadas de la poblacin,
llegaran al muelle donde se encontraba la jangada.
El primer cuidado de Benito fue ver a su madre. Se consideraba bastante dueo de s mismo
para ocultar las inquietudes que le devoraban. Quera tranquilizarla, decirle que an haba
esperanza, que el misterio del documento iba a ser puesto en claro, que la opinin pblica
estaba a favor de Juan Dacosta y que ante esta manifestacin la justicia concedera todo el
tiempo necesario para presentar la prueba material de su inocencia.
S, madre ma, s -exclam-; antes de maana, sin duda, nada tendremos que temer por
nuestro padre.
Dios te oiga, hijo mo! -respondi Yaquita, cuyas miradas eran tan interrogadoras que
Benito apenas poda sostenerlas.
Por su parte y como si se hubieran puesto de acuerdo, Manuel intentaba tranquilizar a
Minha, repitindole que el juez Jarrquez, convencido de la inculpabilidad de Juan Dacosta,
intentara salvarle por todos los medios que estuviesen en su poder.
Quiero creeros, Manuel! -respondi la joven, sin poder contener su llanto.
Manuel se separ de ella bruscamente. Las lgrimas iban tambin a llenar sus ojos y a
protestar contra las palabras de esperanza que acababa de hacer or.
Por otra parte, haba llegado el momento de hacer al prisionero su cotidiana visita y
Yaquita, acompaada de su hija, se dirigi rpidamente a Manaos.
Durante una hora, los dos jvenes conversaron con el piloto Araujo. Le hicieron conocer
con todos sus detalles el plan que haban formado y le consultaron, tanto sobre la evasin
proyectada, cuanto sobre los medios que convendra adoptar despus para la seguridad del
fugitivo.
Araujo lo encontr todo bien. Se encarg de conducir la piragua a travs del canal, cuyo
trazado conoca perfectamente, hasta el punto donde haba de aguardar la llegada de Juan
Dacosta, sin excitar sospechas ni desconfianza. Ganar en seguida la desembocadura de Ro
Negro no ofrecera ninguna dificultad y la piragua pasara sin ser vista por entre los restos
que descienden incesantemente por el ro.
Sobre la cuestin de seguir el Amazonas hasta el confluente del Madeira, Araujo tampoco
present objecin alguna; era tambin su opinin el que no podan adoptar mejor partido.
Conoca el curso del Madeira en un trayecto de muchos centenares de kilmetros. En el
centro de estas provincias, poco frecuentadas, era fcil frustrar las pesquisas que se hiciesen,
si por acaso se dirigan hacia este punto, aunque tuviesen que internarse en el centro de
Bolivia y aun en el caso de que Juan Dacosta determinase expatriarse, su embarque se
operara con menos peligro sobre el litoral del Pacfico que sobre el del Atlntico.
La aprobacin de Araujo era a propsito para tranquilizar a los dos jvenes; tenan gran
confianza en el buen sentido prctico del piloto y no lo hacan sin razn. En cuanto a la
adhesin de este hombre no abrigaban la menor duda. Seguramente hubiera arriesgado su
libertad y su vida por salvar la del hacendado de Iquitos.
Araujo se ocup en seguida, pero con el mayor secreto, en los preparativos que le
incumban en esta tentativa de evasin. Una fuerte suma de dinero le fue entregada por
Benito, a fin de hacer frente a todas las eventualidades durante el viaje por el Madeira.
la partida.
Slo era menester aguardar la noche.
Pero antes de obrar, Manuel quiso ver por ltima vez al juez Jarrquez.
Tal vez el magistrado tendra algo nuevo que comunicarle sobre el documento.
Benito prefiri quedarse en la jangada, a fin de esperar la vuelta de su madre y de su
hermana.
Manuel se dirigi, pues, solo a casa del juez, donde se le recibi en el acto.
El magistrado se encontraba presa de la sobreexcitacin de siempre. El documento,
arrugado por sus dedos impacientes, se hallaba siempre all, sobre la mesa, bajo sus ojos.
Seor -empez Manuel, cuya voz temblaba al formular su pregunta-, habis recibido ya
algo de Ro de Janeiro?
No -interrumpi el juez. La orden no ha llegado an, pero la espero de un momento a
otro
Y el documento?
Nada! Todo cuanto se me ha ocurrido lo he ensayado; pero
En vano!
En efecto Con todo, quiero haceros saber que me ha parecido leer una palabra
verdaderamente clara en este documento Una sola!
Y esa palabra? -grit Manuel, sbitamente esperanzado. Cul es esa palabra?
Huir!
Sin contestar, el joven estrech la mano que le tenda Jarrquez y torn a la jangada en
espera del momento de obrar.
Captulo XVII
La ltima noche
L o mismo que siempre, en aquellas horas que haban pasado juntos, haba sido aquella
tarde que resultara imborrable. Yaquita, acompaada de su hija, haba ido a visitar a
Dacosta. En presencia de aquellos dos seres, tan tiernamente amados, el corazn de aquel
hombre sufra no pudiendo desahogarse. Pero el marido, el padre, se contena. Consolaba
como mejor poda a las dos pobres mujeres, a quienes daba un soplo de esperanza, de la cual
le quedaba a l tan poca.
Ambas llegaban con el propsito de
fortalecer el nimo del prisionero; pero ay!,
que ellas estaban an ms faltas de
consuelos. El verle tan firme, con la cabeza
tan erguida, en medio de tantas pruebas,
volva a esperanzarlas.
En aquel mismo da, Juan haba procedido
como siempre.
Aquella indomable energa tena su origen,
no solamente en el sentimiento de su
inocencia, sino tambin en su fe en ese Dios
que ha colocado una parte de su justicia en el
corazn de los hombres.
No! Juan Dacosta no poda ser herido por
el crimen de Tijuco.
Casi nunca se refera al documento. Que
fuese apcrifo o no; que procediese de la
mano de Torres o estuviese escrito por el
verdadero autor del atentado; que contuviese
o no la justificacin tan buscada, Juan
Dacosta no pretenda apoyarse sobre esta
dudosa hiptesis. No! l se consideraba a s
mismo como el mejor argumento de su
causa; a toda su vida de trabajo y de
honradez confiaba el cuidado de abogar por l.
Aquella misma noche, la madre y la hija, sostenidas por aquellas varoniles palabras que
penetraban hasta lo ms profundo de su ser, se haban retirado ms confiadas que nunca lo
haban estado despus de su arresto. El prisionero las haba estrechado por ltima vez contra
su corazn con doble ternura.
Pareca tener el presentimiento de que el desenlace de este asunto, fuera cual fuere, estaba
prximo.
Juan Dacosta, en cuanto estuvo solo, qued inmvil por largo tiempo. Sus brazos
reposaban sobre una pequea mesa y sostenan su cabeza.
Qu pasaba en l? Haba llegado a tener la conviccin de que la justicia humana, despus
de haberse equivocado la primera vez, pronunciara por fin su rehabilitacin?
S, an esperaba. Saba que la memoria justificativa que l haba escrito con tanta
conviccin deba estar en Ro de Janeiro, en manos del jefe supremo de justicia, acompaada
de la relacin del juez Jarrquez, estableciendo su identidad.
Como sabemos, la tal memoria era la historia de su vida, desde su entrada en las oficinas
del campamento diamantino, hasta el momento en que la jangada se haba detenido en las
puertas de Manaos.
Juan Dacosta repasaba entonces en su espritu toda su existencia. Reviva en su pasado,
desde la poca en la cual, hurfano, haba llegado a Tijuco. All, por su celo, se haba
distinguido en las oficinas del gobernador general, en las que fue admitido siendo an muy
joven. El porvenir le sonrea, deba llegar a una elevada posicin! Despus, de repente,
aquella catstrofe. El asalto al convoy de diamantes; el asesinato de los soldados de la
escolta; las sospechas dirigindose contra l, como el nico empleado que pudo divulgar
el secreto de la partida; su arresto; su comparecencia ante el jurado; su condena, a pesar
de todos los esfuerzos de su abogado; las ltimas horas transcurridas en la celda de los
condenados a muerte de la prisin de Villa Rica; su evasin llevada a cabo en condiciones
que denotaban un valor extraordinario; su fuga a travs de las provincias del norte; su
llegada a la frontera peruana; la acogida hecha al fugitivo, desprovisto de recursos y
moribundo de hambre, por el hacendado Magallanes.
El prisionero se presentaba todos estos acontecimientos que tan brutalmente haban
quebrantado su vida. Y entonces, abstrado en sus pensamientos, perdido en sus recuerdos,
no oy un ruido particular en el muro exterior del viejo convento, ni las sacudidas de una
cuerda sujeta a los barrotes de su ventana, ni el rechinar del acero mordiendo el hierro, que
hubieran atrado la atencin de un hombre menos distrado.
No; Juan Dacosta continuaba viviendo en medio de los aos de su juventud despus de
llegar a la provincia peruana. Se consideraba en la hacienda, siendo el dependiente, despus
el asociado del viejo portugus, trabajando por la prosperidad del establecimiento de Iquitos.
Ah! Por qu desde un principio no se lo haba confesado todo a su bienhechor? ste no
hubiera dudado de l! Era la nica falta que tena que reprocharse! Por qu no le haba
confesado de dnde vena, ni quin era! Sobre todo en el momento en que Magallanes haba
colocado en su mano la mano de su hija, que jams hubiera querido ver en l al autor de tan
espantoso crimen.
En este momento el ruido exterior fue lo bastante fuerte para atraer la atencin del
prisionero.
Juan Dacosta levant por un instante la cabeza. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana,
pero con esa mirada vaga que es como inconsciente y, un momento despus, su frente volvi
a hundirse entre sus manos. Su pensamiento haba vuelto a conducirle a Iquitos.
All, el viejo hacendado, se hallaba moribundo. Antes de morir quera asegurar el porvenir
de su hija, que su asociado fuese el nico dueo del establecimiento, tan prspero bajo su
direccin. Deba hablar entonces Juan Dacosta? Tal vez, mas no se atrevi! Volvi a
ver el pasado, tan feliz junto a Yaquita; el nacimiento de sus hijos, toda la felicidad de esta
existencia que inquietaban slo los recuerdos de Tijuco y los remordimientos de no haber
confesado su terrible secreto.
El encadenamiento de tales hechos se reproduca as en la imaginacin de Juan Dacosta
con una precisin y una lucidez sorprendentes.
Volva a encontrarse ahora en el momento en que iba a verificarse el casamiento de su hija
Minha con Manuel. Poda consentir que esta unin se llevase a cabo bajo un falso nombre,
sin hacer constar al joven los misterios de su vida? No! As es que estaba resuelto, segn la
opinin del juez Ribeiro, a reclamar la revisin de su proceso, a provocar la rehabilitacin
que se le deba. Haba partido con todos los suyos y entonces sobrevino la intervencin
de Torres, el odioso trato propuesto por aquel miserable y la negativa del indignado padre
Y ser
Maana!
Benito se haba arrojado sobre su padre. Quera una vez ms arrastrarle fuera de la celda
Fue preciso que los soldados viniesen a arrancar al prisionero de este ltimo abrazo.
Despus, a una seal del jefe de polica, Benito y Manuel fueron conducidos fuera. Era
preciso dar fin a esa escena que haba ya durado mucho.
Caballero -pidi entonces el condenado-, podr maana, antes de la ejecucin, pasar
unos momentos con el padre Passanha, a quien os ruego avisis?
Se le avisar.
Y podr ver a mi familia y abrazar, por ltima vez, a mi mujer y a mis hijos?
Desde luego.
Gracias, caballero. Y ahora, haced que vigilen esa ventana. Es menester que no me lleven
de aqu contra mi voluntad.
El jefe de polica, despus de inclinarse, se retir seguido por el guardin y los soldados.
El condenado qued solo. Le restaban, pues, slo algunas horas de vida.
Captulo XVIII
Fragoso
C omo bien dijera el juez Jarrquez, haba llegado la temida orden de ejecucin inmediata
Parti, pues y, al llegar a la desembocadura de este afluente, supo que el jefe de estos
capitaes do mato se hallaba entonces por los alrededores.
Fragoso, sin perder un momento, se puso en su busca y aunque no sin trabajo, logr
encontrarle.
El jefe de la milicia no vacil en contestar a las preguntas que le dirigi Fragoso, no slo
por la sencillez de stas, sino porque no tena el menor inters en callar acerca de lo que le
preguntaban.
En efecto, las tres solas preguntas que Fragoso hizo fueron stas:
El capitn de los bosques, Torres, perteneca a vuestra milicia hace algunos meses?
S.
En esta poca, no tena por camarada
ntimo un compaero vuestro que ha muerto
recientemente?
En efecto.
Y el nombre de este hombre era?
Ortega.
He aqu todo cuanto haba averiguado
Fragoso. Eran estas noticias a propsito
para modificar la situacin de Juan Dacosta?
No era de suponer.
Fragoso, comprendindolo bien, insisti
con el jefe de la milicia para saber si conoca
a Ortega, si poda darle a conocer de dnde
vena y suministrarle algunos indicios
respecto a su pasado. Esto no dejaba de tener
una verdadera importancia, puesto que
Ortega, segn deca Torres, era el verdadero
autor del crimen de Tijuco.
Pero, desgraciadamente, el jefe de la
milicia no pudo dar indicio alguno sobre este
asunto.
Lo que resultaba de cierto era que Ortega
perteneca haca muchos aos a la milicia;
que exista una estrecha unin entre l y Torres; que se les vea siempre juntos y que Torres
velaba a su cabecera cuando rindi el ltimo suspiro.
Esto era cuanto saba con relacin a este individuo el jefe de la milicia, sin que pudiera
agregar una palabra ms.
Fragoso tuvo que contentarse con estos insignificantes detalles y se puso en marcha al
momento.
Pero si bien es verdad que no volva con la prueba de que Ortega era el autor del crimen
de Tijuco, del paso que acababa de dar resultaba, cuando menos, que Torres haba dicho la
verdad cuando afirmaba que uno de sus camaradas de la milicia haba muerto y que l le
haba asistido en sus ltimos momentos.
Respecto a la hiptesis de que Ortega le hubiese remitido el documento en cuestin, era
ahora muy admisible. Nada ms probable tambin que este documento estuviese relacionado
con el atentado de que Ortega era realmente el culpable y que encerrase la confesin de su
culpa, acompaada de circunstancias que no permitiesen ponerla en duda. As, pues, si este
documento hubiera podido ser ledo; si se hubiese encontrado la clave; si la cifra sobre la
que reposaba su sistema hubiera sido conocida, no caba duda de que se habra descubierto
la verdad.
Pero esta cifra no la conoca Fragoso. Algunas presunciones ms; la seguridad casi
completa de que el aventurero nada haba inventado; ciertas circunstancias que tendan a
probar que el secreto de este asunto se encerraba en el documento, he aqu todo lo que el
bravo mozo aportaba de su visita al jefe de la milicia a que haba pertenecido Torres.
Y, sin embargo, por poco que fuese, tena gran prisa por contarlo todo al juez Jarrquez.
Saba que no tena una hora que perder y he aqu por qu, en aquella maana, hacia las
ocho, llegaba rendido de fatiga a pocos kilmetros de Manaos.
Fragoso franque en algunos minutos la distancia que le separaba de la villa. Un
presentimiento irresistible le empujaba hacia adelante, casi haba llegado a creer que la
salvacin de Juan Dacosta se encontraba entre sus manos.
De repente, Fragoso se detuvo como si sus pies hubiesen echado races en el suelo.
Se encontraba a la entrada de la pequea plaza en la cual se abra una de las puertas de la
villa.
Fragoso sinti que sus ltimas fuerzas le abandonaban y cay. Sus ojos se cerraron
involuntariamente, no quera mirar y de sus labios se escapaban estas palabras:
Demasiado tarde! Ah! Demasiado tarde!
Pero por un esfuerzo sobrehumano volvi a levantarse. No, no era demasiado tarde! El
cuerpo no colgaba an de la cuerda fatal.
El juez Jarrquez! El juez Jarrquez! -grit.
Y desatinado, sin aliento, se dirigi hacia la puerta de la villa; subi la calle principal de
Manaos y cay medio muerto a la puerta de la casa del magistrado.
La puerta estaba cerrada. Fragoso tuvo an fuerzas para llamar. Uno de los criados vino
a abrir. Su amo no quera recibir a nadie. A pesar de esta prohibicin, Fragoso rechaz al
hombre que le impeda la entrada en la casa y de un salto lleg hasta el gabinete del juez.
Vuelvo de la provincia en que Torres ha servido como capitn de los bosques -grit.
Seor juez, Torres ha dicho la verdad! Suspended, suspended la ejecucin!
Habis dado con esa milicia?
S.
Y me trais la cifra del documento?
Fragoso no contest.
Entonces dejadme, dejadme! -exclam el juez Jarrquez, quien presa de un verdadero
acceso de rabia cogi el documento para desgarrarlo.
Fragoso le contuvo diciendo;
La verdad est ah!
Lo s -respondi el juez-; pero es una verdad que no puede demostrarse!
Ya se demostrar! Es preciso! Es preciso!
Por ltima vez, poseis la cifra?
No -respondi Fragoso-; pero, os lo repito. Torres no ha mentido! Uno de sus
compaeros, con quien estaba unido estrechamente, ha muerto hace algunos meses y no es
dudoso que este hombre le haya entregado el documento que quera vender a Juan Dacosta!
No! -respondi el juez. Desde luego, para nosotros no es dudoso; pero esto no ha parecido
as a los que disponen de la vida del condenado Dejadme!
Fragoso, aunque rechazado por el juez, no quiso abandonar su sitio y se arrastraba a los
pies del magistrado.
Pero al llegar ante Juan Dacosta no tena fuerzas para hablar, si bien su mano agitaba el
documento. Finalmente, de sus labios se escap esta palabra;
Inocente! Inocente!
Captulo XIX
El crimen de Tijuco
L a fnebre comitiva se detuvo ante la llegada del magistrado Jarrquez. Un eco inmenso
haba repetido con l ese grito que se escapaba de todos los pechos:
Es inocente! Inocente!
Tras esto rein un profundo silencio. No se quera perder una sola de las palabras que se
iban a decir.
El juez Jarrquez se haba desplomado sobre un banco de piedra y all, en tanto que Minha,
Benito, Manuel, Fragoso, le rodeaban; mientras que Dacosta oprima a Yaquita sobre su
corazn, l reconstitua, gracias a la clave, el ltimo prrafo del documento y a medida que
las palabras aparecan claramente, bajo la cifra que sustitua la verdadera letra a la letra
criptogrfica, iba separndolas, luego puntuaba y lea en alta voz.
He aqu lo que al final ley en medio del ms profundo silencio:
in yisgeggvp dzxqv eh uqfx gch ngx eleocquhx
43 241343241 34324 134 3241 34 324 134324134
El verdadero autor del robo de los diamantes
b fill dxhulldyr fi rllx vqedhru uvh ivesllxeecq
3 241 343241343 24 134 32413432 413 4324134324
y del asesinato de los soldados que escoltaban
fn groapb griulhr gq lld qrji eh zgllxch b
13 432413 43241343 24 13 4324 134 324134 3
el convoy, cometido en la noche del veinte y
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dos de enero de mil ochocientos veinte y seis,
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no es Juan Dacosta, injustamente condenado a
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muerte; yo soy el miserable empleado de la admi
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nistracin del distrito diamantino; yo solo, que
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lo firmo con mi verdadero nombre, Ortega.
Esta lectura no pudo terminar sin que interminables hurras se elevasen en los aires.
Qu ms concluyente, en efecto, que el ltimo prrafo que resuma el documento entero,
que de manera tan absoluta proclamaba la inocencia del hacendado de Iquitos, que
arrancaba del patbulo a aquella vctima de un lastimoso error judicial!
Juan Dacosta, rodeado de su esposa, de sus hijos, de sus amigos, no poda estrechar tantas
manos como se tendan hacia su persona.
Cualquiera que fuese la energa de su carcter, no dej de presentarse la reaccin; lgrimas
de alegra se escaparon de sus ojos y, al mismo tiempo, su corazn reconocido se elevaba
hacia aquella Providencia que acababa de salvarle tan milagrosamente, en el momento en
que iba a sufrir la ltima expiacin hacia aquel Dios que no haba querido que se consumase
el peor de los crmenes: la muerte de un justo.
S, la justificacin de Juan Dacosta no poda ofrecer ya ninguna duda. El verdadero autor
del atentado de Tijuco confesaba l mismo su crimen y denunciaba todas las circunstancias
en que se haba cometido. En efecto, el juez Jarrquez, por medio de su nmero, acababa de
reconstituir toda la narracin criptogrfica.
He aqu lo que Ortega confesaba.
Este miserable era el compaero de Juan Dacosta, empleado como l en Tijuco, en las
oficinas del gobernador del campamento diamantfero. El joven empleado encargado de
acompaar el convoy a Ro de Janeiro fue l. No retrocediendo ante la terrible idea de
enriquecerse por el asesinato y el robo, haba indicado a los contrabandistas el da fijo en que
el convoy deba abandonar Tijuco. Durante el ataque de los malhechores, que aguardaban el
convoy ms all de Villa Rica, fingi defenderse con los soldados de la escolta; arrojndose
despus entre los muertos, fue retirado por sus cmplices; de modo que el nico soldado que
sobrevivi a esta matanza pudo afirmar que Ortega haba perecido en la lucha.
Pero el robo no deba aprovechar al criminal y poco tiempo despus era a su vez despojado
por los mismos a quienes haba ayudado a cometer el crimen.
Vindose sin recursos y en la imposibilidad de volver a Tijuco, Ortega huy hacia las
provincias del norte de Brasil, hacia los distritos del Alto Amazonas, donde se hallaba la
milicia de los capitaes do mato. Era menester vivir.
Ortega se hizo admitir en esta poco honrada tropa. All no se preguntaba quin se era ni de
dnde se vena. Y se hizo, pues, capitn de bosques y durante largos aos ejerci la profesin
de cazador de hombres.
Torres, el aventurero, falto por entonces de todo medio para atender a su subsistencia
lleg a ser su compaero; Ortega y l trabaron una ntima amistad. Pero, segn haba dicho
Torres, el remordimiento vino poco a poco a la vida del miserable.
El recuerdo de su crimen le horroriz. Saba que otro haba sido condenado en su lugar;
que ste era su compaero Juan Dacosta.
Saba, en fin, que si bien este inocente haba podido escapar al ltimo suplicio, no por eso
dejaba de abrumarle el peso de una condena capital.
La casualidad hizo que durante una expedicin de la milicia, emprendida haca algunos
meses al otro lado de la frontera peruana, Ortega llegase a las cercanas de Iquitos y que all,
en Juan Garral, que no le reconoci, encontrase a Juan Dacosta.
Entonces fue cuando resolvi reparar en lo posible la injusticia de que haba sido vctima
su antiguo compaero.
Consign en un documento todos los hechos relativos al atentado de Tijuco; pero lo hizo
bajo la forma misteriosa que sabemos, siendo su intencin hacerlo llegar al hacendado de
Iquitos con la cifra que permita leerla.
Intil es decir si Fragoso y Lina fueron festejados, acariciados por toda aquella honrada
familia y por los nuevos amigos que tantas pruebas les haban dado en Manaos.
Pero el juez Jarrquez no tena tambin su parte en la rehabilitacin del inocente? Si
a pesar de toda la finura de sus talentos de analista, no haba podido interpretar ese
documento en absoluto indescifrable para cualquiera que no poseyese la clave, no haba
por lo menos reconocido sobre qu sistema criptogrfico reposaba? Sin l, quin con slo el
nombre de Ortega, hubiera podido reconstituir el nmero que serva de clave, del que slo
eran sabedores Torres y el autor del crimen?
Por lo tanto, no le faltaron felicitaciones.
No hay que decir que el mismo da parta para Ro de Janeiro una relacin detallada de
todo este asunto, a la cual se haba unido el documento original con la cifra que permita
leerlo. Preciso era esperar que del Ministerio se enviasen nuevas instrucciones al juez de
derecho y no caba duda que stas ordenaran la inmediata excarcelacin del prisionero.
Todo se reduca a pasar algunos das ms en Manaos; despus, Juan Dacosta y los suyos,
libres de todo cuidado, sin temor a nuevas inquietudes, se reembarcaran y continuaran
descendiendo por el Amazonas hasta el Par, donde el viaje deba concluir por la doble
unin de Minha y Manuel, de Lina y Fragoso, conforme al programa adoptado antes de la
partida.
Cuatro das despus, el 4 de setiembre, llegaba la orden de libertad.
El documento haba sido reconocido autntico. La escritura era indudablemente la de
Ortega, el antiguo empleado del distrito diamantfero y no era dudoso que la confesin de
su crimen, dada con los ms minuciosos detalles, apareca enteramente escrita por su mano.
Fue admitida la inocencia del condenado de Villa Rica y se reconoca judicialmente la
rehabilitacin del tan honrado Juan Dacosta.
Aquel mismo da, el juez Jarrquez coma con la familia en la jangada y llegada la noche se
estrecharon las manos y comenzaron las ms conmovedoras despedidas, si bien las suavizaba
la promesa de volverse a ver, a su vuelta en Manaos y ms tarde en la hacienda de Iquitos.
Al otro da, cinco de abril, a la salida del sol, se dio la orden de partida. Juan Dacosta, con
su familia, todos estaban sobre el puente del enorme tren. La jangada comenz a tomar el
curso de la corriente y cuando desapareci en el recodo del Ro Negro, an se escuchaban
los clamores de toda la poblacin, agrupada en la orilla para despedirlos.
Captulo XX
El bajo Amazonas
P oco queda que decir ahora de esta segunda parte del viaje que iba a verificarse sobre la
corriente del gran ro. Fue una sucesin de das felices para la honrada familia. Dacosta
respiraba una nueva existencia que irradiaba sobre todos los suyos.
La jangada deriv con mayor rapidez sobre aquellas aguas, aumentadas entonces por la
crecida.
Dej sobre su izquierda la pequea poblacin de San Jos de Maturi y sobre la derecha la
desembocadura del Madeira, que tiene este nombre a causa de la flotilla de restos vegetales,
de esos trenes de troncos verdes o descortezados que arrastra desde el fondo de Bolivia.
Pasa por entre el archipilago de Caniny, cuyos islotes resaltan cubiertos de palmeras ante
el pueblecillo de Serpa, que, llevado sucesivamente de una a otra orilla, ha sentado por fin
sus casitas sobre la orilla izquierda del ro, sobre el tapiz amarillento de la arena. La aldea
de Silves, construida sobre la izquierda del Amazonas; la ciudad de Villa Bella, que es el
gran mercado de guaran de toda la provincia, quedaron bien pronto detrs del largo tren de
madera. Lo mismo sucedi con el pueblecito de Faro y su clebre ro de Namundhas, sobre
el cual, en 1539, Orellana pretendi haber sido atacado por mujeres guerreras que no se han
vuelto a ver desde aquella poca; leyenda que bast para justificar el nombre imperecedero
de Ro de las Amazonas.
All concluye la vasta provincia de Ro Negro. All comienza la jurisdiccin del Par y en
aquel da, veintids de setiembre, la familia, maravillada de las magnificencias de un valle
sin igual, entraba en aquella porcin del Imperio brasileo que no tiene al este otro limite
que el Atlntico.
Qu magnfico es esto! -deca la joven.
Qu largo! -murmuraba Manuel.
Qu bello! -repeta Lina.
Cundo llegaremos! -exclamaba Fragoso.
Vaya usted a entenderse con tal desacuerdo de pareceres.
Como que el tiempo pasaba alegremente, Benito, ni paciente ni impaciente, haba
recobrado su buen humor.
Bien pronto la jangada se desliz entre interminables plantaciones de cacaos de un verde
sombro, sobre el cual se destacaba el amarillo de las espadaas o el rojo de las tejas que
cubran las cabaas de los explotadores de las dos orillas, desde bidos hasta la poblacin de
Montealegre.
Despus se abri la desembocadura del ro
Trombetas baando con sus negras aguas las
casas de bidos, una populosa villa y hasta
puede decirse una ciudad con anchas calles,
formadas por bonitas casas, importante
depsito del rico producto de los cacahuales
y que se halla a ms de ochenta millas de
Belem.
Vieron entonces el confluente Tapajoz,
cuyas aguas, de un verde gris descienden del
Sudoeste; despus, Santarem, rica poblacin
que no cuenta menos de cinco mil
habitantes, indios en su mayor parte y cuyas,
primeras casas descansaban sobre vastas
llanuras de blanca arena.
Desde su partida de Manaos, la jangada
apenas se detena al descender el curso
menos desembarazado del Amazonas.
Derivaba noche y da bajo la vigilante
mirada de su diestro piloto. No se haca
ningn alto, ni para distraccin de los
pasajeros, ni para las necesidades del
comercio. Se marchaba siempre y el trmino
del viaje se acercaba rpidamente.
A partir de Alemquer, situado sobre la orilla izquierda, un nuevo horizonte se dibuj a
sus miradas. En lugar de las cortinas de bosques que la haban cerrado hasta entonces, se
descubrieron, en primer trmino, colinas cuyas leves ondulaciones poda seguir la vista y
tras ella se destacaban, sobre el fondo lejano del cielo, las vagas cimas de altas montaas.
Ni Yaquita, ni su hija como tampoco Lina, ni la vieja Cibeles, haban visto jams nada
semejante.
serva de punto de apoyo a los largos bicheros de la tripulacin que la empujaban hacia el
curso de la corriente.
Ms adelante, llegaron a la embocadura del Tocantins, cuyas aguas, que recibe de los
diversos ros de la provincia de Goyaz, se mezclan a las del Amazonas por una ancha
embocadura.
Despus, est el Moju; ms all, la pequea villa de Santa Ana.
Todo este panorama de ambas orillas se extenda majestuosamente, sin interrupcin, como
si algn mecanismo ingenioso le obligase a irse manifestando.
Incontables embarcaciones descendan el ro; all haba ubas, egariteas, vigilingas, piraguas
de todas formas, pequeos y grandes barcos de cabotaje, de los parajes inferiores del
Amazonas y del litoral del Atlntico. Todo ello formaba como el squito de la jangada,
semejante a las chalupas de algn monstruoso navo de guerra.
Finalmente, hacia la izquierda, apareca Santa Mara de Belem do Par, la villa, para
emplear la expresin del pas, con sus pintorescas manzanas de blancas casas de varios pisos,
sus conventos ocultos bajo las palmeras, los campanarios de su catedral y de Nuestra Seora
de la Merced; la flotilla de sus goletas, bricbarcas y fragatas, que comercialmente la ponen
en relacin con el Viejo Mundo.
Los pasajeros de la jangada sentan latir con fuerza su corazn.
Por fin llegaban al trmino de su viaje, el que creyeron no poder terminar. Cuando la
prisin de Juan Dacosta les retena en Manaos, es decir, a la mitad del camino de su
itinerario, no esperaron ver nunca la capital de la provincia del Par.
Cuatro meses y medio despus de haber abandonado la hacienda de Iquitos, el quince de
octubre, Belem apareca ante sus ojos al volver un brusco recodo del ro.
La llegada de la jangada haba sido advertida haca ya muchos das. Toda la poblacin
conoca la historia de Juan Dacosta y se aguardaba a este hombre honrado y se le reservaba
a l y a los suyos la ms simptica acogida.
Innumerables embarcaciones acudieron y bien pronto la jangada qued invadida por
todos los que queran festejar la vuelta de su compatriota, despus de tan largo destierro.
Centenares de curiosos, mejor dicho, millares de amigos, se apretaban sobre la ciudad
flotante, aun antes de quedar anclada; por fortuna, era bastante extensa y sobrado slida
para contener toda una poblacin.
Una de las primeras piraguas haba llevado a la seora Valds.
La madre de Manuel poda finalmente estrechar entre sus brazos a la nueva hija que su
hijo le haba escogido. La buena seora no haba podido visitar Iquitos, pero all llegaba un
pedazo de la hacienda que el Amazonas junt con su nueva familia.
Antes de la noche, el piloto Araujo haba anclado slidamente la jangada al fondo de una
ensenada existente detrs de la punta del arsenal.
Este deba ser su ltimo surgidero, su ltima detencin tras tan largo camino por la gran
arteria brasilea. Las cabaas de los indios, las chozas de los negros, los almacenes, que
guardaban un cargamento precioso, se iran demoliendo poco a poco; despus, llegara su
vez a la vivienda principal, escondida bajo su verde tapiz de follaje y de flores y, por ltimo,
la pequea capilla, cuya modesta campana contestaba entonces al estrepitoso repique de las
iglesias de Belem.
Pero antes iba a celebrarse una ceremonia sobre la jangada misma: el casamiento de
Manuel y de Minha y el de Lina y de Fragoso. Al padre Passanha corresponda bendecir esta
doble unin, que prometa ser tan dichosa. Los esposos deban recibirla de sus manos en
aquella misma capilla.
Desde luego que, por ser demasiado estrecha, no poda contener ms que los individuos
de la familia de Dacosta, pero all estaba la inmensa jangada para recibir a todos los que
quisieran asistir a esta ceremonia y si aun ella no bastaba, el ro ofreca las gradas de su
inmensa orilla a una simptica multitud, deseosa de festejar a quien una brillante reparacin
acababa de hacer el hroe del da.
Y as, la maana del diecisis de octubre se celebraron con gran pompa los dos
casamientos.
Desde las diez de la maana, con un tiempo soberbio, la jangada fue llenndose de una
multitud de concurrentes. Adems, en la orilla poda verse casi toda la poblacin de Belem.
El padre Passanha les esperaba a la entrada de la capilla; la ceremonia se llev a cabo con
gran sencillez y las mismas manos que en otro tiempo haban bendecido a Juan y a Yaquita
se tendieron de nuevo para dar la bendicin nupcial a sus hijos.
Tanta felicidad no iba a verse velada por el
temor de largas separaciones.
En efecto, Manuel Valds decidi presentar
su dimisin para reunirse en Iquitos con la
familia Dacosta, dedicndose a ejercer
tilmente su profesin como mdico civil.
Como es natural, la pareja Fragoso no
poda pensar ms que en seguir a los que
eran para ellos, ms bien que amos,
verdaderos amigos.
La seora Valds no se decidi a dejar su
pequeo mundo; si bien puso la condicin de
que a menudo vendran a verla en Belem.
Esto iba a ser fcil. El gran ro era como un
lazo de comunicacin, que no deba
romperse, entre Iquitos y Belem. En efecto, al
cabo de poco tiempo iba a empezar su
servicio el primer paquebote que, regular y
rpido, slo inverta una semana en
remontar el Amazonas, que la jangada haba
necesitado tantos meses en descender.
Bien llevada por Benito, la importante
operacin comercial se llev a trmino en las
mejores condiciones y no tard en
desaparecer todo cuanto haba constituido la jangada, aquel enorme tren de madera formado
por todo un bosque de Iquitos.
Un mes despus, el hacendado, su esposa, su hijo, Manuel y Minha, Lina y Fragoso,
partieron en uno de los paquebotes del Amazonas, para regresar al vasto establecimiento de
Iquitos, de cuya direccin iba a encargarse Benito.
Dacosta entr en ella con la cabeza erguida y esta vez cobij a toda una familia de seres
dichosos.
A Fragoso, lo menos veinte veces al da se le oa repetir:
Ah, bendita liana aqulla!
Y concluy por dar este nombre a su esposa, que le demostraba siempre la mayor ternura.
Si se excepta una letra -deca el barbero-, Lina y Liana no resultan lo mismo?
FIN