Sobre Jean-Paul Sartre-Octavio Paz
Sobre Jean-Paul Sartre-Octavio Paz
Sobre Jean-Paul Sartre-Octavio Paz
PAUL SARTRE
OCTAVIO PAZ
La muerte de Jean-Paul Sartre, pasada la sorpresa inicial que provoca esta clase de
noticias, despert en m un sentimiento de resignada melancola. Yo viv en Pars
durante los aos de la postguerra, que fueron los del medioda de su gloria y de su
influencia. Sartre soportaba aquella celebridad con humor y sencillez; a pesar de que la
beatera de muchos de sus admiradores -sobre todo la de los latinoamericanos, vidos
siempre de filosofas up-to-date- era irritante y cmica a un tiempo, su simplicidad,
realmente filosfica, desarmaba a los espritus ms reticentes. Durante esos aos lo le
con pasin encarnizada: una de sus cualidades fue la de suscitar en sus lectores, con la
misma violencia, la repulsa y el asentimiento. Muchas veces, en el curso de mis
lecturas, lament no conocerlo en persona para decirle de viva voz mis dudas y
desacuerdos. Un incidente me dio esa oportunidad.
Un amigo, enviado a Pars por nuestra Universidad para completar sus estudios de
filosofa, me confi que estaba en peligro de perder su beca si no publicaba pronto un
trabajo sobre algn tema filosfico. Se me ocurri que un dilogo con Sartre poda ser
la materia de ese artculo. A travs de amigos comunes nos acercamos a l y le
propusimos nuestra idea. Acept ya los pocos das comimos los tres en el bar del PontRoyal. La comida-entrevista dur ms de tres horas y durante ella Sartre estuvo
animadsimo, hablando con inteligencia, pasin y energa. Tambin supo escucharnos y
se tom el trabajo de responder a mis preguntas y mis tmidas objeciones. Mi amigo
nunca escribi el artculo pero aquel primer encuentro me dio ocasin de volver a ver a
Sartre en el mismo bar del Pont-Royal. La relacin ces al cabo del tercer o cuarto
encuentro: demasiadas cosas nos separaban y no volv a buscarlo. He puntualizado esas
diferencias en algunas pginas de Corriente Alterna y de El Ogro Filantrpico.
Los temas de esas conversaciones fueron los de aquellos das: el existencialismo y sus
relaciones con la literatura y la poltica. La publicacin en Les Temps Modernes de un
fragmento del libro sobre Jean Genet, que entonces escriba, nos llev a hablar de ese
escritor y de Santa Teresa. Un paralelo muy de su gusto pues ambos, deca, al escoger el
Mal Supremo y el Bien Supremo ("le Non-Etre de I'Etre et I'Etre du Non-Etre"), en
realidad haban escogido lo mismo. Me sorprendi que, guiado slo por la lgica
verbalista, ignorase precisamente aquello que era el centro de sus preocupaciones y el
fundamento de su crtica filosfica: la subjetividad de Santa Teresa y su situacin
histrica. O sea: la persona concreta que haba sido la monja espaola y el horizonte
intelectual y afectivo de su vida, la religiosidad del siglo XVI espaol. Para Genet
Satans, y Dios son palabras que significan realidades nebulosas, entidades
suprasensibles: mitos o ideas; para Santa Teresa, esas mismas palabras eran realidades
espirituales y sensibles, ideas encarnadas. Y sto es lo que distingue a la experiencia
mstica de las otras: aunque el Diablo es la No-Persona por antonomasia y aunque
estrictamente, salvo en el misterio de la Encarnacin, Dios tampoco es una persona,
para el creyente los dos son presencias tangibles, espritus humanados.
Durante esta conversacin hice un descubrimiento incmodo: Sartre no haba ledo a
Santa Teresa. Hablaba de odas. Ms tarde, en unas declaraciones periodsticas, dijo que
se haba inspirado en una comedia de Cervantes, El Rufin Dichoso, para escribir Le
Diable et le bon Dieu, aunque aclar que no haba ledo la pieza sino slo el argumento.
Esta ignorancia de la literatura espaola no es inslita sino general entre europeos y
norteamericanos: Edmund Wilson se vanagloriaba de no haber ledo ni a Cervantes ni a
Caldern ni a Lope de Vega. No obstante, la confesin de Sartre revela que desconoca
uno de los momentos ms altos de la cultura europea: el teatro espaol de los siglos XVI
y XVII. Su incuria todava me asombra pues uno de los grandes temas del teatro
espaol, origen de algunos de las mejores obras de Tirso de Molina, Mirademescua y
Caldern, es precisamente el mismo que lo desvel a l toda su vida: el conflicto entre
la gracia y la libertad. En otra conversacin me confi su admiracin por Mallarm.
Aos despus, al leer lo que haba escrito sobre este poeta, me di cuenta de que,
nuevamente, el objeto de su admiracin no eran los poemas que efectivamente escribi
Mallarm sino su proyecto de poesa absoluta, aquel Libro que nunca hizo. A despecho
de lo que predica su filosofa, Sartre prefiri siempre las sombras a las realidades.
Nuestra ltima conversacin fue casi exclusivamente poltica. Al comentar las
discusiones en las Naciones Unidas sobre los campos de concentracin rusos, me dijo:
"Los ingleses y los franceses no tienen derecho a criticar a los rusos por sus campos,
pues ellos tienen sus colonias. En realidad, las colonias son los campos de
concentracin de la burguesa". Su tajante juicio moral pasaba por alto las diferencias
especficas histricas, sociales, polticas entre los dos sistemas. Al equiparar el
colonialismo de Occidente con el sistema represivo sovitico, Sartre escamoteaba el
problema, el nico que poda y deba interesar a un intelectual de izquierda corno l:
cul era la verdadera naturaleza social e histrica del rgimen sovitico? Al eludir el
fondo del tema, ayudaba indirectamente a los que queran perpetuar las mentiras con
que, hasta entonces se haba ocultado la realidad sovitica. Esta fue su grave
equivocacin, si puede llamarse as a esa falta intelectual y moral.
Cierto, en aquellos das el imperialismo explotaba a la poblacin colonial como el
Estado sovitico explotaba a los prisioneros de los campos. La diferencia consista en
que las colonias no formaban parte del sistema represivo de los Estados burgueses (no
haba obreros franceses condenados a trabajos forzados en Argelia ni haba disidentes
ingleses deportados a la India), mientras que la poblacin de los campos era el pueblo
mismo sovitico campesinos, obreros, intelectuales y categoras sociales enteras
(tnicas, religiosas y profesionales). Los campos, es decir: la represin, eran (son) parte
integrante del sistema sovitico. En esos aos, por lo dems, las colonias conquistaron
su independencia, en tanto que el sistema de campos de concentracin se ha extendido,
como una infeccin, en todos los pases en donde imperan regmenes comunistas. Y hay
algo ms: es pensable siquiera, que dentro de los campos rusos, cubanos o vietnamitas,
nazcan y se desarrollen movimientos de emancipacin como los que han liberado a las
antiguas colonias europeas en Asia y frica? Sartre no era insensible a estas razones
pero era difcil convencerlo: pensaba que los intelectuales burgueses, mientras
subsistiesen en nuestros pases la opresin y la explotacin, no tenamos derecho moral
para criticar los vicios del sistema sovitico. Cuando estall la revolucin hngara,
atribuy en parte la sublevacin a las imprudentes declaraciones de Kruschef revelando
los crmenes de Stalin: no haba que desesperar a los trabajadores.
El caso de Sartre es ejemplar pero no es nico. Una suerte de masoquismo moralizante,
inspirado en los mejores principios, ha paralizado a gran parte de los intelectuales de
Occidente y de la Amrica Latina durante ms de treinta aos. Hemos sido educados en
la doble herencia del cristianismo y de la Ilustracin; las dos corrientes, la religiosa y la
secular, en sus momentos ms altos fueron crticas. Nuestros modelos han sido aquellos
hombres que, como un Las Casas o un Rousseau, tuvieron el valor de mostrar y
denunciar los horrores y las injusticias de su propia sociedad. No ser yo quien reniegue
de esa tradicin; sin ella, nuestras sociedades dejaran de ser ese dilogo consigo
mismas sin el cual no hay verdadera civilizacin y se transformaran en el monlogo, a
un tiempo brbaro y montono, del poder. La crtica sirvi a Kant y a Hume, a Voltaire
ya Diderot para fundar el mundo moderno. Su crtica y la de sus herederos en el siglo
XIX y en la primera mitad del XX fue creadora. Nosotros hemos pervertido a la crtica:
la hemos puesto al servicio de nuestro odio a nosotros mismos y a nuestro mundo. No
hemos construido nada con ella, salvo crceles de conceptos. Y lo peor: con la crtica
hemos justificado a las tiranas. En Sartre esta enfermedad intelectual se convirti en
miopa histrica: para l nunca brill el sol de la realidad. Ese sol es cruel pero tambin,
en ciertos momentos, es un sol de plenitud y de dicha. Plenitud, dicha: dos palabras que
no aparecen en su vocabulario... Nuestra conversacin termin bruscamente: lleg
Simone de Beauvoir y, con cierta impaciencia, lo hizo apurar su caf y marcharse.
A pesar de que Sartre haba hecho un corto viaje a Mxico, apenas si me habl de su
experiencia mexicana. Creo que no era un buen viajero: tena demasiadas opiniones. Sus
verdaderos viajes los hizo alrededor de s mismo, encerrado en su cuarto. La naturalidad
de Sartre, su franqueza y su rectitud me impresionaron tanto como la agilidad de su
pensamiento y la solidez de sus convicciones. Estas dos cualidades no se contraponan:
su agilidad era la de un pugilista de peso completo. Careca de gracia pero la supla con
un estilo campechano, directo. Esta falta de afectacin era una afectacin en s misma y
poda pasar de la franqueza al exabrupto. Sin embargo, acoga con cordialidad al
extrao y se adivinaba que era ms spero consigo mismo que con los otros. Era
rechoncho y un poco torpe de movimientos; rostro redondo y sin acabar: ms que una
cara, un proyecto de cara. Los gruesos vidrios de sus anteojos hacan ms distante su
persona. Pero bastaba con orlo para olvidar su fisonoma. Es extrao: aunque Sartre ha
escrito pginas sutiles sobre la significacin de la mirada y del acto de mirar, el efecto
de su conversacin era el contrario: anulaba el poder de la vista.
Al recordar aquellas plticas me sorprende la continuidad moral, la constancia de Sartre:
los temas y problemas que lo apasionaron en su juventud fueron los mismos de su
madurez y su vejez. Cambi de opinin muchas veces y, no obstante, en todos esos
cambios fue fiel a s mismo. Recuerdo que le pregunt si yo estaba en lo cierto al
suponer que el libro de moral que prometa escribir un proyecto que concibi como
su gran empresa intelectual y que no lleg a realizar enteramente tendra que
desembocar en una filosofa de la historia. Movi la cabeza, dudando: la expresin
"filosofa de la historia" le pareca sospechosa, espuria, como si la filosofa fuese una
cosa y la historia otra. Adems, el marxismo era ya esa filosofa pues haba
desentraado el sentido del movimiento histrico de nuestra poca. l se propona
insertar, dentro del marxismo, al individuo concreto, real. Somos nuestra situacin:
nuestro pasado, nuestro momento; asimismo, somos algo irreductible a esas
condiciones, por ms determinantes que sean. En la presentacin de Les Temps
Modernes habla de una liberacin total del hombre pero unas lneas ms adelante dice
que el peligro consiste en que "el hombre-totalidad" desaparezca "tragado por la clase".
As, se opona tanto a la ideologa que reduce los individuos a no ser sino funciones de
la clase como a la que concibe a las clases como funciones de la nacin. Conserv esta
posicin durante toda su vida.
Es notable que los dos escritores de mayor influencia en Francia durante este siglo
hablo de moral, no de literatura hayan sido Andr Gide y Jean-Paul Sartre. Dos
protestantes en rebelin contra el protestantismo, su familia, su clase y la moral de su
clase. Dos moralistas inmoralistas. Gide se rebel en nombre de los sentidos y de la
imaginacin; ms que liberar a los hombres, quiso liberar a las pasiones aherrojadas en
cada hombre. El comunismo lo decepcion porque vio que substitua la crcel de la
moral cristiana por una ms total y ms frrea. Gide era un moralista pero tambin era
un esteta y en su obra la crtica moral se ala al culto por la hermosura. La palabra placer
tiene en sus labios un sabor a un tiempo subversivo y voluptuoso. Ms evanglico y
radical, Sartre despreci al arte y a la literatura con el furor de un Padre de la Iglesia. En
un momento de desesperacin dijo: "El infierno es los otros" .. Frase terrible pues los
otros son nuestro horizonte: el mundo de los hombres. Por sto, sin duda, despus
sostuvo que la liberacin del individuo pasaba por la liberacin colectiva. Su obra parte
del yo a la conquista del nosotros. Olvid quiz que el nosotros es un t colectivo: para
amar a los otros hay que amar antes al otro, al prjimo. Nos hace falta, a los modernos,
redescubrir al t.
En una de sus primeras obras, Les Mouches, hy una frase que ha sido citada varias
veces pero que vale la pena repetir: "la vida comienza del otro lado de la
desesperacin". Slo que lo que est del otro lado de la desesperacin no es la vida sino
la antigua virtud cristiana que llamamos esperanza. La primera vez que, de una manera
explcita, aparece la palabra esperanza en los labios de Sartre es al final de la entrevista
que public Le Nouvel Observateur un poco antes de su muerte. Fue su ltimo escrito.
Un texto deshilvanado y conmovedor. En algn momento, con desenvoltura que unos
han encontrado desconcertante y otros simplemente deplorable, declara que su
pesimismo fue un tributo a la moda del tiempo. Curiosa afirmacin: la entrevista entera
est recorrida por una visin del mundo a ratos desilusionada y otros, los ms,
acentuadamente pesimista. En el curso de su conversacin con su joven discpulo, Sartre
muestra una estoica y admirable resignacin ante su muerte prxima. Esta actitud cobra
justamente todo su valor porque se destaca contra un fondo negro: Sartre confiesa que
su obra ha quedado incompleta, que se frustr su accin poltica y que el mundo que
deja es ms sombro que el que encontr al nacer. Por esto me impresion de veras su
tranquila esperanza: a pesar de los desastres de nuestra poca, algn da los hombres
reconquistarn (o conquistarn por primera vez?) la fraternidad. Me extra, en
cambio, que dijese que el origen y el fundamento de esa esperanza est en el judasmo.
Es el menos universal de los tres monotesmos. El judaismo es una fraternidad cerrada.
Por qu fue otra vez sordo a la voz de su tradicin?
El sueo de la hermandad universal y ms: la iluminada certidumbre de que ese es el
estado al que todos los hombres estamos natural y sobrenaturalmente predestinados, si
recobramos la inocencia original aparece en el cristianismo primitivo. Reaparece
entre los gnsticos de los siglos III y IV y en los movimientos milenaristas que,
peridicamente, han conmovido a Occidente, desde la Edad Media hasta la Reforma.
Pero no importa ese pequeo desacuerdo. Es exaltante que, al final de su vida, sin
renegar de su atesmo, resignado a morir, Sartre haya recogido lo mejor y ms puro de
nuestra tradicin religiosa: la visin de un mundo de hombres y mujeres reconciliados,
transparentes el uno para el otro porque ya no hay nada que ocultar ni que temer, vueltos
a la desnudez original. La prdida y la reconquista de la inocencia fue el tema de otro
gran protestante, envuelto como l en las luchas del siglo y que, por el exceso de su
amor a la libertad, justific al tirano Cromwell: el poeta John Milton. En el canto final
de su Paradise Lost describe la lenta y penosa marcha de Adn y Eva -y con ellos la
de todos nosotros, sus hijos hacia el reino inocente.
The world was all before them, where to choose
Their place of rest, and Providence their guide:
They hand in hand, with wandering steps and slow,
Through Eden took their solitary way.
Al terminar estas pginas y releerlas, pens otra vez en el hombre que las ha inspirado.
Sent entonces la tentacin de parafrasearlo homenaje y reconocimiento
escribiendo en su memoria: la libertad es los otros.