Morosoli Cuentos
Morosoli Cuentos
Morosoli Cuentos
(Uruguay, 1899-1959)
Cuentos
El viaje hacia el mar……………………………………......p.1
El disfraz……………………………………………..……..……p.15
Los juguetes…………………………………………………….p.19
Andrada…………………………………………………………..p.20
Dos viejos………………………………………………………..p.24
Hermanos………………………………………………………..p.31
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El viaje hacia el mar
A pesar de que habían resuelto partir a las cuatro, Rataplán llegó a las tres.
Era el primero en llegar.
-¿Madrugó, eh?
-Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el
mar?
En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche
con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho
días, peón de un horno de ladrillos.
Aquél -que era el dueño y el conductor del camión- descendió de éste, dejó
el motor en marcha y se sumó a la rueda.
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El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e
invitó:
Con dificultad, pues estaban muy pesados de caña, los que aguardaban en
el café subieron al camión. Después lo hicieron Rodríguez y Arriola y
partieron.
Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para
llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el
mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y
morir las olas en un callado gozo.
Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído
y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una
máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de "Siete y tres diez" su perro
hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su costumbre de
seguir al batallón en sus desfiles por las calles del pueblo, repitiendo en voz
baja el sonido del tambor.
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a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo
preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un
vasco. Y que sólo un vasco -a pesar del alcohol- es capaz de guardar un
secreto y hacerse enterrar con él.
-Parece una bolsa de gatos -dijo. Prendió un cigarro, dio dos o tres
puntapiés a las gomas del automóvil y preguntó:
-Cantamos como los estudiantes cuando salen por ahí -respondió Rataplán.
-Pero ellos cantan en la calle para que los oigan los otros -insistió
Rodríguez.
-Se canta para uno... Por cantar... a veces estoy solo y canto.
Rodríguez se dio cuenta entonces que el hombre era medio raro y recién se
le ocurrió pensar por qué estaba allí con ellos, camino a la playa.
-Ahí tenés.
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metálicos de élitros le daban a esta una dureza febril y reseca. A veces
pulsaba la ardiente distancia el canto de la cigarra. Algún árbol de "Sombra
de toro" se achaparraba en los flancos del camino que descendían erizados
de piedra y mora y tunas "cabeza de negro".
-No tiene casi -comentó éste indignado-, ¿serán tan degenerados estos
tipos?
Este dió dos o tres vueltas a la manivela, pero el motor no despertó. Luego
repitió la maniobra sin resultado.
Uno tras otro recibía la manivela y ponía mano a la obra. Tras un esfuerzo
que los dejaba congestionados iban subiendo nuevamente al camión.
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Después levantó el capot. EL Vasco, inocentemente y recordando alguna
frase oída en circunstancia parecida, preguntó a Rodríguez:
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador
había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el
calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.
Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido
descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá
abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de
las vertientes.
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El desconocido lo miró y exclamó:
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una
carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes
bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el
espadañal del bajo.
-No vi -dijo.
-¡Allí!
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Intervino Rataplán:
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y
prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como
movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador
había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el
calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.
Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido
descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá
abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de
las vertientes.
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Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una
carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes
bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el
espadañal del bajo.
-No vi -dijo.
-¡Allí!
Intervino Rataplán:
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-¡Mire que la carne cuando jiede, jiede!
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y
prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como
movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.
-Hemos pasao de todo -comentó Rodríguez- ¡pero ahora van a ver lo que es
el mar!
-¡Esto es vida!...
El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro
en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado
súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia
el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor.
-¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.
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-Hemos pasao de todo -comentó Rodríguez- ¡pero ahora van a ver lo que es
el mar!
-¡Esto es vida!...
El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro
en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado
súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia
el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego comprendió la
razón de la fuga y salió tras de él gritando a todo pulmón:
-¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.
-No se asuste -consoló el desconocido a "Siete y tres diez" -el agua salada
no mata... es un purgante.
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Con la excepción de una discusión entre "Siete y tres diez" y "Leche con
fideos", que sostenía que la guerra de 1904 había empezado después que la
de 1914, a la que puso fin Siete y tres diez" generosamente dándole la
razón, todo marchó maravillosamente bien.
Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que
expiraba ya.
Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que
expiraba ya.
Como sus amigos -los invitados para ver el mar- no venían, Rodríguez fue
al fogón a buscarlos.
-Vamos... -dijo-. Los traje a ver el mar y ustedes están aquí, bajo los
árboles... Árboles hay en todos lados.
-El mar -decía Rodríguez- es una cosa muy soberbia y bárbara... Para mí es
un misterio que no me puedo explicar...
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Los otros seguían callados tratando de saber a que conclusiones quería
llegar Rodríguez. Y tratando además de explicarse por qué éste les había
hecho hacer aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo
habían visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
-¿Y si es agua qué te voy a decir? ¿Qué es tierra? -terminó "Siete y tres
diez".
-¿El mar?... Lo más lindo que tiene es la arena... ¡No parece arena y es
arena!
Se acercó a Rataplán.
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decir?... Pintás un campo y si no le ponés un rancho o un árbol no te
representa nada...
-Mirá: los barcos pasar por el canal. Como a dos leguas de aquí... Ahora
mismo estará pasando alguno.
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El disfraz
El flaco Matías se paró frente a la vidriera. Allí estaba la careta de calavera.
Era cierto. Medina le había dicho que él mismo la había visto y que era el
primer asombrado.
-Mirá, yo sé que caretas hay de todas clases. No hay cara que no tenga su
careta. ¡Con decirte que he visto la careta de Siete y Tres Diez!
El flaco estuvo con ganas de no creer. Siete y Tres Diez era un rengo
feísimo y de mal genio. No encontraba pareja para el truco porque al pasar
la seña hacía reír al compañero y de yapa se enojaba.
-Pero de muerto, eso sí que no había visto… ¡Ni había pensado ver siquiera!
...
-Lo que uno compra es porque vale y el deber es hacerlo valer más.
Él lo entendía así, al menos. Sin embargo, se la dio por poco más de nada.
-Mire, si quiere se pone un camisón blanco que vaya hasta el suelo. O uno
negro.
Y agregó:
Si quería, podía llevar bajo el camisón un tarro con gusanos. Él había visto,
siendo niño, en España, de donde era, un hombre disfrazado de Muerte,
que hacía esto.
...
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-Mire que no se puede disfrazar de general, ni de cura… ¿Oyó?
-¿Cómo de muerte?
-¿Por qué?
El Flaco le dijo que no veía que tenía que ver una cosa con la otra. Además,
allí había un edicto que decía: curas y generales. De la muerte no decía
“absolutamente nada”.
Le dieron el permiso.
...
-¿Cómo, hermano?
No se podía explicar.
-Vos tenés un caminar que te viene bien pa eso… ¡Qué te viá explicar yo!...
Cada uno tiene su caminar, y el tuyo hace pensar en la muerte.
...
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el centro. Dos escoberos que se descaderaban bailando entre unos cueros
que les colgaban de la cintura, hirvientes de cascabeles, rodeados de
curiosos, se que quedaban sin concurso. Un cristiano disfrazado de
avestruz, se mataba disparando, exagerando el susto que le ocasionaba el
Flaco. Algunas viejas se persignaban.
Esto medio hizo recobrar la alegría a los mirones. Los caballos volvieron a
corcovear, los gauchos siguieron la lucha y los escoberos recomenzaron su
torneo de zancadillas y quebraderas.
Pero la gente, o mejor dicho, los vivientes, hombres y mujeres que acuden
desde la orilla del pueblo a la plaza, hasta que el Flaco no se fue, no
estuvieron a gusto.
...
-Sí.
-¡Pero si eso es lo que quiere la muerte!... ¡Si eso es nativo del disfraz!
...
...
Aquel entierro de Carnaval, el Flaco se encontró con una cosa que lo dejó
asombrado: en la calle diez o doce criaturas disfrazadas de muerte, hacían
cabriolas frente a la risa de la gente.
Sin duda estaba mal que los niños se pusieran aquel disfraz. Y que hicieran
reír.
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Sí. Ya no valía la pena. La gente comenzaba a reírse de aquella cosa tan
seria.
-Yo extrañaré y el carnaval se acabará para mí. ¡Pero no nací para payaso!
...
Bajo un cielo profundo, lleno de estrellas, en el más hondo rincón del fondo,
ardía aquel sudario que acompañó al Flaco durante años y años.
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Los juguetes
Cuando mi madre estuvo grave, nosotros salimos de nuestro hogar. Mi
abuela se llevó a mis hermanos más chicos y yo fui a la casa que era la más
lujosa del pueblo. Mi compañero de banca vivía allí.
Los niños jugaban en la sala de los juguetes sin hacer ruido. Fuera de
aquella sala no se podía jugar. Estaba prohibido. Los juguetes estaban
alineados cada uno en su lugar, como los frascos en las boticas.
Las ratoneras entraban y salían por todos lados, pues allí había muchísimas.
En casa de mi padrino supe que los juguetes y los juegos que hacen felices
a los niños no están en las jugueterías.
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Andrada
El viejo Andrada el domingo era un cuerpo muerto. Se entiende que para el
trabajo.
Claro. Así cuando venían las limosnas de ropa, allá por el Día de la Virgen, o
les lavaban los pies a los viejitos, el Viernes de la Semana Santa, lo tenían
en cuenta.
Pero no, Andrada iba al monte. A visitar e! monte. A quedarse vaciado por
las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa
rozadora de hojas movía las copas unánime y los ojos se le iban poniendo
pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A volcar su
atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un
parásito.
Por eso sabía mil cosas. Cómo algunas clases de hongos nacían de noche y
morían de día. Cómo estaban algunas matas llenas de telitas...
Hasta las vacas que pastoreaban en los peladares se echaban sobre las
patas a rumiar, lentas, los ojos perdidos en la distancia.
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Gustaba también quedarse extendido, haciendo espalda en los troncos, las
piernas en la solana, el cigarro apagado en ¡os labios.
-¡Qué caray!... Era un hombre que no podía estar cayao... -decía explicando
la partida del otro.
El que vino pa cá, dejó algo ayá... ¿No crés vo?... Pa llegar a un lado, hay
que salir de otro lao...
Al irse le dijo:
-¿El qué?
-¡A lo mejor!
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El otro se despidió y Andrada se quedó pensando:
El no serviría para amigo de nadie por lo visto. Serviría para otra cosa. O no
servida para nada.
-Hay yuyos macanudos... Otros son veneno... ¿Y no hay algunos que no son
nada?...
Tuvo un compañero muy especial. Un hombre que le dijo una vez cosas
muy hondas. Este fue Floro Acuña.
Este hombre tenía un mal a la vejiga. Por eso usaba una faja de cuero de
cordero con la lana para adentro.
-Nunca se volvía a acostar sin dir a ver si yo estaba tapao... ¡Eran unas
madrugadas cruyeras!
Tal vez alguna vez siendo chico él, alguien se le arrimaba así mientras
dormía.
-Nunca salía pal centro sin preguntarme si precisaba algo... ¡Era un alma'é
dios, Acuña!... ¡Pobre!...
Tenía razón Acuña. Andrada no lo oía. Sabía que el otro le estaba hablando
a él. Pero su atención estaba muy lejos. Perdida en nada.
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-Esto me pasó con Acuña, terminaba.
Los hombres, los días y los años se iban sin tocarlo, sin rozarle el alma, que
él tenía sólo para los domingos del monte.
Era una cosa linda que él poseía en silencio, domingo a domingo, mientras
se le iban los años y se le iban los hombres.
Era una cosa linda que lo poseía a él, sorbiéndole los ojos, entrándole una
pereza gozosa, poniéndole en las venas una beatitud de miel espesa.
-Pero contá, hombre de DIOS!... ¡No será "el cuerpo 'e la virgen" lo que te
falta ver!...
Abrir y cerrar dé golpe los ojos para que le quedara entre frente y nuca una
como flor de cardo, roja y temblante.
El campo era de gramillas firmes. El se extendía en él, con los brazos y las
piernas abiertos. El sol le besaba la cara áspera, de barba casi blanca.
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Dos viejos
Fue una amistad que se inició en la ventanilla de una oficina de pagos para
jubilados.
A fin éste presentó el papel, recibió el dinero y salió con el otro de la oficina.
Don Llanes lo miró de frente. Advirtió que era un "viejo poquito". Suave.
Delgado. Atildado. Tenía buena corbata. Buenos botines lustrados. Y unas
manos finas y blancas. Parecían de mujer.
-Ta bien -dijo-. Yo cuando cobro, como alguna golosina y me paso alguna
caña para adentro...
La mañana estaba linda. Bien soleada la plaza. Bajo las acacias de sombra
redonda, medallones de sol se hamacaban suavemente. Había un silencio
agujereado por los píos de los gorriones. Don Llanes miró hacia los árboles.
Sacó lo tabaquera y se la tendió al otro.
-Gracias, no fumo.
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-¿Que le parece sí nos sentamos a prosear?
Don Llanes era un hombre bajo, de cuello corto. Vestía bombacha ancha, de
abrochar bajo el tobillo y calzaba alpargatas. De él se desprendía una fuerza
tranquila. Su cara era plácida. Sin sonrisas, de mirada fuerte pero no dura.
Una mirada que se quedaba un poco en las cosas.
Hablaba despacio con voz gruesa y baja. Una afeitada reciente hacía
resaltar más el tostado de la piel en el cuello y en la frente. Un tostado color
ladrillo.
-Yo lo he visto. Vengo seguido, pero después me canso. Pero al rato vuelvo
a venir...
-¡Fíjese!
Entonces "el viejito" -así lo había bautizado Llanes- ya seguro del interés del
otro por su charla, prosiguió:
-¿Y?
-Eso. Tres en una pieza. Los otros son jóvenes. Trabajan, vienen a comer y
se van. Después vuelven y se acuestan.
Siguió:
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-¡Nada! ¿Usted sabe lo que es esperar nada?
-Espero la hora de almorzar... Salgo y entro y salgo otra vez... Doy vuelta
la manzana y vuelvo... Me siento aquí y espero. Calculo que son las doce y
son las diez... Las doce demoran mucho en venir... Almuerzo y tengo que
esperar que pase la tarde y la tarde no se va nunca. Cuando liega la noche
espero la cena... Me acuesto... No me duermo y lo peor es que me tengo
que quedar quieto porque tengo miedo de despertar a los otros...
-Pero amigo -le dijo-, ¿usted no se enloquece?... Porque eso es peor que
estar tullido.
-¡Pues! Un tullido está tullido. Pero usted puede andar. Irse. Hacer algo.
Usted no está atado ni enfermo, ni preso, ni yo qué sé qué es lo que le
pasa!
-Lo que tiene que hacer usted es venirse a vivir conmigo. Pruebe. Si no le
gusta se va...
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El viejito vaciló. Miró a Llanes y contestó tímidamente:
Llanes al lado del fogón tomaba mate. Era la primera mañana que iban a
compartir. El viejito se lavó, se peinó y se acercó al fogón.
-¡Tome!
Cuando volvieron Llanes fue por verduras y leña. Al viejito le pareció que su
deber era ayudar al amigo y se puso a lavar la carne. Cuando Llanes volvió
lo encontró en eso.
-¿Pero qué está haciendo, hombre? -le preguntó fastidiado-. ¿Se cree que la
carne es una camisa? ¿No ve que le saca todo el jugo?
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Leía y hacía consideraciones sobre lo que leía. Explicaba todo y Llanes le
entendía. Le parecía "estar viendo" lo que él le relataba. Se le
"representaban" las cosas, según le dijo.
-Eso no es nada. Yo le digo porque sé... Feo es dormir con un muerto abajo
la almohada... Si usted mata pa defenderse el muerto se va... Si no, se
queda... La justicia es usted ¿no le parece?
Y tras un silencio:
Estaban tomando mate cuando llegó aquel hombre. Era joven. Descendió de
un camión.
-¿Cómo está?
-Bien... ¿Y vos?
-Bien.
-¿Y tu madre?
-Bien.
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-No. Me tengo que ir... Tengo que cargar leña...
El viejito preguntó:
-¡Aja!
-He caminado mucho. Uno anda por aquí y por allá. Y como ni ayuda ni pide
ayuda... Y los hijos son de la madre, no del padre. .. Si uno sigue y ella
queda, quedan ellos.
El viejito calló. Se concentró. ¡Qué hombre este Llanes! Sembró hijos. Mató
un hombre. Olvidó a los vivos y a los muertos. Está solo y es feliz.
Comprendió que los hechos de su vida los iba dejando olvidados, como si no
hubieran tenido consecuencias. Como hechos que al realizarse murieran.
Llanes mateaba.
Esperó que Llanes le preguntara algo. Que le averiguara por qué se había
vestido con aquel traje que desde que vivía con él no se había puesto
nunca. Pero Llanes no pareció interesarse ni por la contestación que él dio
al rechazar el mate, ni por el traje nuevo.
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-Voy a la Iglesia -dijo-. A comulgar... Voy medio seguido...
-Y preguntó después:
-¿Usted no va?
-Sí. Algo iba a pedir él... Pero no era para ahora. Era para después. . . Pero
Llanes ni eso precisaba... Y recordó algo que le oyó decir un día ¿Pedir lo
que a uno le tienen que dar?... Si se lo tienen que dar y no se lo dan el que
está mal es el que lo tiene que dar...
-¿Qué dijo?
Se fastidió Llanes.
El viejo caminó dos o tres pasos, recogió la ropa de Llanes, y al tiempo que
la alcanzaba dijo:
Llanes sonrió.
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Hermanos
Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de
noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una,
veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.
Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes
—"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era
una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.
Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras
mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo
gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.
Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas
hablaban a pesar de compartir cena y lecho.
Esa mañana volvió. Hacía buen rato que había partido cuando ella le vio
regresar.
—¿Qué pasa?
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—Me olvidé —dijo él—, y le tendió la mano cerrada apretando dinero.
—Hágame el gusto —dijo ella—, vayase como vino... Así quedo más
contenta
Seguro él sospechó que ella seguía mirándole. Sin darse vuelta levantó el
rebenque agitándolo en el aire y se estrelló en la luz saltada de golpe
salvando los cerros.
Pesaba el silencio. Era casi insoportable ya, cuando Justina devolvió la taza
a la niña.
—Tengo que irme al pueblo.. . ¿No ve que el doctor viene una vez por mes
no más?... Fijesé esto ahora... La niña me la mandó la madre. . .
Montes se sentía incapaz de hablar. Lo único que pudo decir, ya con el viaje
de regreso en la cabeza, fue esto:
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—Entonces voy yo.
Comía la niña frente a él, que iba cortando el salchichón y el pan, rodaja a
rodaja. Lo hacía lentamente, deteniéndose a veces.
La luz del farol cayendo desde arriba le daba al cuadro una sencilla
naturalidad que hacía feliz a la enferma.
—¿No sabe Montes —preguntó Justina— que sabe leer y escribir como una
maestra?
—¿Sabe?
—¿Por qué no se la lleva Montes?... Usté precisa una hermana... Llévela que
es una santa... Llévela, sabe leer.. . Sabe cocinar.
El se había quedado callado, sin poder hablar. Sin poder decirle nada a
aquella mujer que hablaba casi llorando, y que lo iba dejando débil, sin
fuerza para irse, ni para hacerla callar, ni para hablar él, que ahora estaba
pensando en el Turco, y la tristeza de los ojos de la niña, tan flaquita y tan
dulce.
—Bueno, bueno —dijo—. Callesé, pues... ¿No ve que a lo mejor viene ella y
la ve?
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El iba adelante, firme y solemne. Más atrás la niña, en un petiso que apenas
caminaba. El se volvía de cuando en cuando y parecía hablarle.
Era como si una fuente ciega se le hubiera libertado y partido, ya libre para
siempre.
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